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Title: Obras completas de Fígaro - Vol. 2
Author: Larra, Mariano José de
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Obras completas de Fígaro - Vol. 2" ***

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VOL. 2 ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


En la versión de texto sin formatear, el texto en cursiva está encerrado
entre guiones bajos (_cursiva_), y las versalitas se representan en
mayúsculas como en VERSALITAS.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En referencia a lo mencionado en el párrafo precedente, cabe destacar
que palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, en esa época llevaban
acento ortográfico. Eso ha sido respetado.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está
en mayúsculas.

La cubierta del libro fue modificada por el transcriptor y ha sido
añadida al dominio publico.

El Índice ha sido reposicionado al principio de la obra.

Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores de
imprenta y ortografía.


                   *       *       *       *       *


                            OBRAS COMPLETAS
                               DE FÍGARO


             PARIS.--ÉDOUARD BLOT, IMPRIMEUR, RUE BLEUE, 7



                                 OBRAS
                               COMPLETAS
                               DE FÍGARO

                       DON MARIANO JOSÉ DE LARRA

                             NUEVA EDICIÓN
                    PRECEDIDA DE LA VIDA DEL AUTOR
                       Y ADORNADA CON SU RETRATO

                                TOMO II


                                 PARÍS
                     LIBRERÍA DE GARNIER HERMANOS
                       CALLE DES SAINTS-PÈRES, 6
                                 1870



                        COLECCIÓN DE ARTÍCULOS


    ...On me dit qu'il s'est établi dans Madrid un système de liberté
    qu s'étend même à la presse; et pourvu que je ne parle en mes
    écrits, ni de l'autorité, ni du culte, ni de la politique, ni de
    la morale, ni des gens en place, ni des corps en crédit, ni de
    l'opéra, ni des autres spectacles, ni de personne qui tienne à
    quelque chose, je puis tout imprimer librement, sous l'inspection
    de deux ou trois censeurs. Pour profiter de cette douce liberté,
    j'annonce un écrit...

                          BEAUMARCHAIS. _Le Mariage de Figaro_, 1784.



                                ÍNDICE
                           DEL TOMO SEGUNDO

                                                                   Pág.

    COLECCIÓN DE ARTÍCULOS DRAMÁTICOS, LITERARIOS, POLÍTICOS Y
       DE COSTUMBRES                                                  3

    --Mi nombre y mis propósitos                                      5

    --Representación de _los Zelos infundados_                       10

    --Yo quiero ser cómico                                           14

    --Ya soy redactor                                                21

    --Don Cándido Buenafé, ó el camino de la gloria                  26

    --En este país                                                   34

    --Representación de _Contigo pan y cebolla_                      42

    --Don Timoteo ó el literato                                      48

    --La polémica literaria                                          58

    --La fonda nueva                                                 64

    --Poesías de don Francisco Martínez de la Rosa                   70

    --Las casas nuevas                                               74

    --Representación de _La fonda ó la prisión de Rochester_
       y de _las Aceitunas_                                          82

    --Varios caracteres                                              86

    --Nadie pase sin hablar al portero                               91

    --La planta nueva, ó el faccioso                                 98

    --La junta de Castel-o-branco                                   103

    --Las circunstancias                                            112

    --Representación de _Un tercero en discordia_                   118

    --_Ídem_ de _la Mojigata_                                       124

    --_Ídem_ de _el Sí de la niñas_                                 128

    --Los tres no son más que dos                                   131

    --_El Siglo_ en blanco                                          139

    --Ventajas de las cosas á medio hacer                           144

    --Hernán Pérez del Pulgar                                       148

    --Representación de _Un novio para la niña_                     151

    --El hombre pone y Dios dispone                                 156

    --Vidas de españoles célebres                                   159

    --Representación de _La niña en casa y la madre en la
       máscara_                                                     164

    --Espagne poétique                                              170

    --Representación de _la Conjuración de Venecia_                 177

    --Las palabras                                                  184

    --Representación de _Numancia_                                  188

    --Jardines públicos                                             190

    --Representación de _Tanto vales cuanto tienes_                 194

    --Carta de Fígaro á un su corresponsal                          200

    --Segunda _ídem_                                                206

    --Modas                                                         210

    --La gran verdad descubierta                                    213

    --El ministerial                                                215

    --Segunda carta de un liberal de acá á un liberal de allá       220

    --Primera contestación de un liberal de allá á un liberal
      de acá                                                        224

    --La cuestión transparente                                      228

    --¿Entre qué gentes estamos?                                    230

    --Dos liberales, ó lo que es entenderse (art. 1.º)              237

    --_Ídem_ (art. 2.º)                                             243

    --La vida de Madrid                                             247

    --Baile de máscaras. Billetes por embargo                       252

    --La calamidad europea                                          256

    --Tercera carta de un liberal de acá á un liberal de allá       262

    --Lo que no se puede decir no se debe decir                     266

    --Revista del año de 1834                                       269

    --La sociedad                                                   273

    --Un periódico nuevo                                            281

    --La policía                                                    289

    --Por ahora                                                     295

    --Literatura. Poesías de don Juan Bautista Alonso               299

    --Carta de Fígaro á su antiguo corresponsal                     306

    --El hombre-globo                                               310

    --La alabanza, ó Que me prohíban éste                           318

    --Un reo de muerte                                              325

    --Una primera representación                                    332

    --La diligencia                                                 342

    --El duelo                                                      350

    --El álbum                                                      358

    --Las antigüedades de Mérida (art. 1.º)                         365

    --_Ídem_ (art. 2.º)                                             370

    --Los calaveras (art. 1.º)                                      378

    --_Ídem_ (art. 2.º y conclusión)                                384

    --Modos de vivir que no dan de vivir                            393

    --La caza                                                       404

    --Impresiones de un viaje                                       412

    --Cuasi, pesadilla política                                     419

    --Fígaro de vuelta, carta á un su amigo                         425

    --Buenas noches                                                 433

    --Dios nos asista                                               447



                             COLECCIÓN DE
                   ARTÍCULOS DRAMÁTICOS, LITERARIOS,
                      POLÍTICOS Y DE COSTUMBRES

                              Publicados
 EN LOS AÑOS 1832, 1833 Y 1834 EN LA REVISTA ESPAÑOLA Y EL OBSERVADOR

Ignoro qué especie de interés puede tener para el público la colección
que le ofrezco. Sea el que fuere, mis lectores conocerán fácilmente
que si esa consideración hubiese de entrar en la publicación de los
libros, apenas se imprimiría. Personas harto indulgentes acaso con
mi corto talento, ó demasiado amigas mías para conocer los defectos
de mis escritos, me han asegurado que esta idea no carecía de
oportunidad. No se mire, pues, bajo el punto de vista de su mérito ó
su demérito: no se le dé otra importancia que la que debe tener para
el observador una serie de artículos que, habiéndose publicado durante
épocas tan fecundas en variaciones políticas, puede servir de medida
para compararlas. Con la publicación del _Pobrecito Hablador_ empecé
á cultivar este género arriesgado bajo el ministerio Calomarde; la
_Revista española_ me abrió sus columnas en tiempo de Cea, y he escrito
en el _Observador_ durante Martínez de la Rosa. Esta colección será,
pues, cuando menos un documento histórico, una elocuente crónica de
nuestra llamada libertad de imprenta.

He aquí la razón por que no he seguido en ella otro orden que el de las
fechas. Esto presenta además cierta variedad al lector que quisiera
leerla de seguido, pues encontrará un artículo grave de literatura
entre otro de costumbres, y otro de política.

La precipitación con que se escribe en un periódico, y la influencia
que ejercen las circunstancias en los redactores y en los lectores, son
causa de que no pocas veces adquieran cierta efímera aceptación, en el
momento de ver la luz, algunos artículos, que, examinados detenidamente
á sangre fría algún tiempo después, mal pudieran resistir la critica
más indulgente. Por eso he desechado sin piedad varios de aquellos
mismos que habían parecido agradar, y que en el día ni aun á mí mismo
me agradan ya.

He escogido los que presentan un interés general, los que aluden á
circunstancias muy notables, los que pueden, en una palabra, dar una
idea del estado de nuestras costumbres, de nuestra literatura, de
nuestros teatros, y por fin de nuestras vicisitudes y parcialidades
políticas durante los años 32, 33 y 34.

Los demás, al escribirse con destino á un periódico, obra que nace y
muere en el mismo día, llevaban ya en su mismo objeto el castigo de su
poca importancia.

Al formar esta serie he tratado de acrecentar su interés añadiéndole
algunos artículos nuevos é inéditos, que someto como los demás al
juicio de mis lectores.

Por último, he pensado que si existen efectivamente personas que
dispensen alguna predilección á mis escritos, siempre les ofrece esta
colección suficiente interés, en el hecho de tener en ella reunidos
los artículos de Fígaro que han visto la luz, diseminados entres obras
periódicas distintas, y cuyas colecciones es difícil que posea todas é
íntegras una persona misma.

Nada me queda que añadir. Si no he acabado de escribir, si nuevos
artículos de esta misma especie salen de mi pluma en lo sucesivo, y si
el público, con la acogida que dé á esta colección, me prueba que no me
he equivocado en creerlo siempre indulgente para mí, acaso se añada con
el tiempo algún otro tomo á los que en el día con la mayor desconfianza
le presento.



                      MI NOMBRE Y MIS PROPÓSITOS

    _Figaro._.... Ennuyé de moi, dégoûté des autres.... supérieur aux
    événements, loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon
    temps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant les
    méchants.... vous me voyez enfin....

    _Le comte._ ¿Qui t'a donné une philosophie aussi gaie?

    _Figaro._ L'habitude du malheur. Je me presse de rire de tout, de
    peur d'être obligé d'en pleurer.

      BEAUMARCHAIS. _Le Barbier de Séville_, act. I.


Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca
de nuestro teatro, no precisamente porque más que otros le entienda,
sino porque más que otros quisiera que llegasen todos á entenderle.
Helo dejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos
teatro, y las otras de que tuviese yo habilidad: cosas ambas á dos que
creía necesarias para hablar de la una con la otra.

Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oir: la
segunda, si me querrían entender; la tercera, si habría quien me
agradeciese mi cristiana intención, y el evidente riesgo en que
claramente me pusiera de no gustar bastante á los unos y disgustar á
los otros más de lo preciso.

En esta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando
uno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer
no sólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad:
más fácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me
concluyó diciendo: que en lo de si tenemos teatro, yo era quien debía
de decírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que
el público era quien me lo había de decir á mí. Acerca del miedo de
que no me quieran oir, aseguróme muy seriamente que no sería yo el
primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de
hablar que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio. Ridículo
es hablar, me añadió, no habiendo quien oiga; pero todavía sería peor
oir sin haber quien hable. Acerca de si me querrían entender, me
tranquilizó afirmándome que en los más no estaría el daño en que no
quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco á
unos, y disgustar mucho á otros, «¡pardiez! me dijo, que os embarazáis
en cosas de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de pararse en
esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar á sus
lectores: á más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar á
los unos y á los otros, dejándolos á todos iguales; y si os motejan de
torpe, no os han de motejar de injusto».

Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un
nombre muy desconocido que no fuese mío, por el cual supiese todo el
mundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir
_yo soy fulano_ tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo
el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es y
muy bueno no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro,
nombre á la par sonoro y significativo de mis hazañas, porque aunque ni
soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador
y curioso además, si los hay. Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en
todas partes; tirando siempre de la manta y sacando á la luz del día
defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la
gracia de ser ingenuo y decir á todo trance mi sentir, me llaman por
todas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo
de las gentes, que ó no dicen lo que piensan, ó piensan demasiado lo
que dicen.

Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy á conocer
al público yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetos
principales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinados
mi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como dan
en suponerlo, mil pequeñeces habrá que deje á un lado continuamente, y
que muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.

Con respecto por ejemplo á los actores, y sobre todo á los nuevos que
nos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público de
buena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar
sobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado ayuntamiento.
Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo
nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores,
muchos, pero malos, me recuerdan.

Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de
que se acercaba á más andar el enemigo.--Mi general, le dijo su edecán,
¡el enemigo!--¿El enemigo, eh? preguntó el general. Déjele usted que
se acerque.--¡Señor, que ya se le ve!, dijo de allí á un rato el
edecán.--Cierto ¡ya se le ve!--¿Y qué hacemos, mi general?, añadió el
edecán.--Mire usted, contestó el general, como hombre resuelto, mande
usted que le tiren un cañonazo, veremos cómo lo toma.--¿Un cañonazo,
mi general?, dijo el edecán. Están muy lejos aún.--No importa, un
cañonazo he dicho, repuso el general.--Pero, señor, contestó el edecán
despechado, un cañonazo no alcanza.--¿No alcanza?, interrumpió furioso
el general con tono de hombre que desata la dificultad, ¿no alcanza un
cañonazo?--No, señor, no alcanza, dijo con firmeza el edecán.--Pues
bien, concluyó su excelencia, que tiren dos.

Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público á ver cómo lo toma.
¿No alcanza, no gusta?, darle dos.

Menos diré por consiguiente que tanto los nuevos como los viejos
creen que su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin
escrúpulo de conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los
hacen, porque acaso nuestros actores se lleven la idea de un loco
que vivía en Madrid no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir
comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta, fuéle á
visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas
que no debía de hacer nunca su cama; tal estaba ella de mal parada.
¿Pero es posible, señor don Braulio, le dijo el amigo al loco, es
posible que ni ha de consentir usted que hagan su cama, ni la ha
de hacer usted, ni?...--No, amigo, no; es mi sistema.--¿Pero qué
sistema?--Tengo razones.--¿Razones?--No, amigo, respondió el loco, no
haré mi cama, no la haré; y acercándosele al oído, añadió con aire
misterioso: «no la hagas y no la temas». Á este refrán se atienen
sin duda nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. No hacemos la
comedia, dicen como el loco, porque: _no la hagas y no la temas_.

Pues tan comedido como con los teatros, he de ser poco más ó menos
con todas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte: en política
sobre todo, y en puntos que atañen al gobierno ¿qué pudiera hacer un
periodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y si
ya desde hoy no nos soltamos á encomiarlo todo de una vez, es porque
somos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no he de callar por vida
mía, más que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.--Había
llamado el tal á un pintor, y mandádole hacer un cuadro de las once mil
vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen, que por
cierto no fué caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo,
pero era claro que ni cupieran once mil cuerpos en un lienzo, ni había
para qué ponerlas todas: había, pues, imaginado el pintor de Úbeda
figurar un templo de donde iban saliendo, y así sólo podrían contarse
alguna docena en primer término, dos ó tres docenas en segundo, é
infinidad de cabezas que de las puertas salían; contó callandito el
aficionado á vírgenes las que alcanzaba á ver, y preguntóle en seguida
al artista cuánto valía el cuadro conforme al contrato. Respondióle
aquél, que claro estaba; que once mil ducados.--¿Cómo puede ser eso?,
le repuso el que había de pagar, si aquí no cuento yo arriba de cien
cabezas.--¿No ve vuestra merced, contestó el pintor, que las demás
están en el templo y por eso no se ven? Pero...--¡Ah! pues entonces,
concluyó el aficionado, tome vuestra merced por hoy esos cien ducados
que corresponden á las que han salido, y con respecto á las demás yo se
las iré pagando á vuestra merced conforme vayan saliendo.

Vaya, pues, haciendo nuestro ilustrado gobierno de las suyas, que
conforme ellas vayan saliendo, nosotros se las iremos alabando.

Así que, me iré muy á la mano en éstas y en todas las materias, y antes
de pronunciar que hay una sola cosa reprensible, veré cómo y cuándo,
y á quién lo digo, asegurando desde ahora que no sé qué ángel malo
me inspira esta maldita tentación de reformar, y que entro en esta
obligación con la misma disposición de ánimo que tiene el soldado que
va á tomar una batería.



                            REPRESENTACIÓN
                                DE LOS
             ZELOS INFUNDADOS, Ó EL MARIDO EN LA CHIMENEA

                    COMEDIA EN DOS ACTOS Y EN VERSO
                 DE DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA

La pasión de los zelos, tratada ya por otros en el teatro con más
ó menos felicidad, ha sugerido al señor Martínez de la Rosa esta
producción, de que presentamos á nuestros lectores un rápido análisis.

Don Anselmo, hombre entrado ya en la edad madura y enlazado en
matrimonio con doña Francisca, joven y hermosa, sufre el tormento de
los zelos, y como dice el autor en su bella exposición:

      Marido entrado en edad
      Y mujer de pocos años,
      ¿Qué había de suceder?

Don Eugenio, hermano de ésta, que acaba de llegar de la Habana,
acompañado de su primo Carlos, intenta, á instancia de este joven
atolondrado, corregir á don Anselmo de su manía, que alimenta
diariamente con chismes y enredos un bribón de criado de éstos que

        Son como perros de puerta;
      Á una sombra, á un espantajo
      Le ladran, se avanzan, muerden:
      Viene un ladrón disfrazado,
      Les echa un poco de pan,
      Y le dejan libre el paso.

Don Anselmo no conoce á los recién llegados, y así es muy fácil hacer
pasar al primo por el hermano; pónese el plan en ejecución, y don
Anselmo cree tener en su casa en el amigo de su cuñado, que se finge
sordo para poder ejecutar su parte más á la libertad, al seductor más
perfecto de la tierra. Inútil es advertir que un hombre, ya por sí
zeloso, no puede vivir tranquilo con semejante huésped, y más si á esto
se agregan los continuos avisos del redomado sirviente. Préstase, pues,
á una infinidad de ridiculeces que pone en práctica para averiguar las
intenciones de su natural enemigo, y desciende hasta el extremo de
esconderse en la chimenea para oir sus galanteos á su propia esposa.

Don Eugenio, como es de esperar, carga la mano en sus requiebros, y el
marido sale de la chimenea cubierto de hollín, y decidido á echar de su
casa al que, según él, intenta deshonrarle, lo cual pone en práctica
por medio de una esquela.

Pero el seductor fingido, fuera ya de la casa, soborna fácilmente al
criado, y se hace introducir en la habitación de doña Francisca durante
la ausencia de su esposo: es de presumir que ha de dejarse sorprender
para la realización de su plan. Vuelve don Anselmo, escóndese en una
despensa á don Eugenio: de allí á poco un ruido extraordinario alarma
al marido: su mujer tiembla las consecuencias de su inocente intriga,
y se arroja á sus pies toda turbada. Don Anselmo corre en busca del
escondido, y en el momento en que una trágica aventura hubiera podido
desgraciar todas las benéficas intenciones de nuestros intrigantes,
don Carlos descubre apresuradamente el enredo: le pone ante la vista
la inocencia de su esposa, la identidad de sus personas, como hermano
y primo, la índole del criado en que ponía su confianza, y que tantas
veces ha dado lugar con falsas sugestiones á sus infundados zelos,
y lo ridículo, en fin, de la posición de un marido que cree ver un
seductor en todo hombre, y de la manía que le expuso á tener zelos de
su mismo cuñado. El zeloso queda convencido, reconocidos los parientes,
despedido el tunante del criado; y más enamorado don Anselmo que nunca
de su virtuosa consorte, promete no volver á importunarla con nuevas
sospechas injustas.

Un lenguaje puro, y hábilmente manejado, un estilo decoroso, un
diálogo bien cortado, lleno de viveza y donaire, una versificación
robusta, un conocimiento extremado de los recursos dramáticos, y de los
efectos teatrales, y el hombre reducido á la convicción por medio del
ridículo nos revelan al filósofo, al autor cómico, al poeta. Nuestra
posición nos impone, sin embargo, el deber de entrar en pormenores mal
nuestro grado. Primeramente, estos planes, como éste (y como el de la
_Indulgencia para todos_ por ejemplo), en que no nacen los incidentes
y la convicción de la naturaleza de las cosas y de los acontecimientos
que ocurren diariamente al protagonista, sino en que los demás
personajes producen los sucesos á placer por medio de disfraces ó
ficciones, no nos parecen los más seguros, porque de su naturaleza
ha de resultar necesariamente que al descubrir al sujeto á quien se
quiere corregir que todo ha sido un artificio, su convicción se ha de
debilitar y se ha de volver en contra precisamente del fin que se
desea. Un zeloso, que duda de la virtud de su mujer, y que escondido
la oyó quedar triunfante, se tranquiliza; pero si se le descubre que
el seductor era hermano de su mujer, y que ésta lo sabía, el hombre
dará por nula esta prueba, y querrá justamente recurrir á otra: el
demostrarle que su criado era capaz de soborno, no sólo no puede
tranquilizarle sino que debe hacer renacer en él mil dudas antiguas
acaso ya desvanecidas. Este zeloso, por otra parte, á quien se le
presenta una nueva seducción de su mujer para hacerle ver que sus zelos
son infundados, no es ningún visionario, no tiene tales infundados
zelos, supuesto que él mismo la oye requebrar. El único medio de
corregir á un zeloso, si hay alguno, es demostrarle hasta la evidencia
que su mujer es virtuosa, y al zeloso de Martínez de la Rosa sólo se
le demuestra que el que galanteaba á su esposa es su hermano. Así que,
sólo quedara para corregirle el cuadro fuertemente coloreado de las
ridiculeces á que se entrega el que vive de esta manera dominado de
una manía de semejante especie. Barón en su zeloso incurrió, si mal no
nos acordamos, en el mismo defecto de hacer galantear á su esposa por
un su hermano: el zeloso dirá siempre una vez descubierto el estrecho
parentesco, ¿era su hermano? cierto: soñé ofensas, ¿pero y cuándo no lo
sea?

Nos parece algo traído por los cabellos el modo de enterarse el criado
de la conversación de los dos hermanos, y el señor Martínez de la
Rosa hubiera podido encontrar un medio más dramático y motivado. ¿No
podría haberse justificado algo más la mudanza repentina del criado, á
quien vemos en el primer acto tan adicto á su amo? No basta siempre el
soborno, es preciso antes que el espectador esté convencido de que es
sobornable el criado. Hemos creído notar algún trozo en que el autor ha
remedado algún otro del _Viejo y la Niña_, sobre todo en el papel de
Juan.

Algunas otras observaciones haríamos, si no nos detuviese una reflexión
que no podemos desechar, cuando se trata de un autor como el señor
Martínez de la Rosa. ¿Serán éstos que nos parecen defectos realmente
defectos, ó nos lo harán parecer tales nuestros cortos conocimientos?
Mucha fuerza nos hace esta consideración, y más si recordamos las
bellezas de _los Zelos infundados_: la exposición, la escena cómica de
la chimenea y la cinta, la sordera tan oportunamente imaginada, de que
ha sacado el autor tanto partido, el empeño de don Anselmo de hacer
borracho al criado, su cojera supuesta y la manera original con que en
esta escena aclara sus dudas el zeloso, etc., y el final, en fin, tan
rápida como aguda y delicadamente concluido.



                         YO QUIERO SER CÓMICO

                                          Anch' io son pittore.

No fuera yo Fígaro, ni tuviera esa travesura y maliciosa índole que
malas lenguas me atribuyen, si no sacara á luz pública cierta visita
que no ha muchos días tuve en mi propia casa.

Columpiábame en mi mullido sillón, de éstos que dan vueltas sobre su
eje, los cuales son especialmente de mi gusto por asemejarse en cierto
modo á muchas gentes que conozco, y me hallaba en la mayor perplejidad
sin saber cuál de mis numerosas apuntaciones elegiría para un artículo
que me correspondía ingerir aquel día en la Revista. Quería yo que
fuese interesante sin ser mordaz, y conocía toda la dificultad de
mi empeño, y sobre todo que fuese serio, porque no está siempre un
hombre de buen humor, ó de buen talante para comunicar el suyo á los
demás. No dejaba de atormentarme la idea de que fuese histórico, y
por consiguiente verídico, porque mientras yo no haga más que cumplir
con las obligaciones de fiel cronista de los usos y costumbres de mi
siglo, no se me podrá culpar de mal intencionado, ni de amigo de buscar
pendencias por una sátira más ó menos.

Hallábame, como he dicho, sin saber cuál de mis notas escogería por
más inocente, y no encontraba por cierto mucho que escoger, cuando me
deparó felizmente la casualidad materia sobrada para un artículo, al
anunciarme mi criado á un joven que me quería hablar indispensablemente.

Pasó adelante el joven haciéndome una cortesía bastante zurda, como
de hombre que necesita y estudia en la fisonomía del que le ha de
favorecer sus gustos é inclinaciones, ó su humor del momento, para
conformarse prudentemente con él; y dando tormento á los tirantes y
rudos músculos de su fisonomía para adoptar una especie de careta que
desplegase á mi vista sentimientos mezclados de afecto y de deferencia,
me dijo con voz forzadamente sumisa y cariñosa:

--¿Es usted el redactor llamado Fígaro?...

--¿Qué tiene usted que mandarme?

--Vengo á pedirle un favor... ¡Cómo me gustan sus artículos de usted!

--Es claro... Si usted me necesita...

--Un favor de que depende mi vida acaso... ¡Soy un apasionado, un amigo
de usted!

--Por supuesto... siendo el favor de tanto interés para usted...

--Yo soy un joven...

--Lo presumo.

--Que quiero ser cómico, y dedicarme al teatro...

--¿Al teatro?

--Sí, señor... como el teatro está cerrado ahora...

--Es la mejor ocasión.

--Como estamos en cuaresma, y es la época de ajustar para la próxima
temporada cómica, desearía que usted me recomendase...

--¡Bravo empeño!--¿Á quién?

--Al ayuntamiento.

--¡Hola! ¿Ajusta el ayuntamiento?

--Es decir, á la empresa.

--¡Ah! ¿Ajusta la empresa?

--Le diré á usted... según algunos, esto no se sabe... pero... para
cuando se sepa.

--En ese caso no tiene usted prisa, porque nadie la tiene...

--Sin embargo, como yo quiero ser cómico...

--Cierto. ¿Y qué sabe usted? ¿Qué ha estudiado usted?

--¿Cómo?, ¿se necesita saber algo?

--No; para ser actor, ciertamente, no necesita usted saber cosa mayor...

--Por eso; yo no quisiera singularizarme; siempre es malo entrar con
pie en una corporación.

--Ya le entiendo á usted: usted quisiera ser cómico aquí, y así será
preciso examinarle por la pauta del país. ¿Sabe usted el castellano?

--Lo que usted ve... para hablar, las gentes me entienden...

--Pero la gramática, y la propiedad, y...

--No, señor, no.

--Bien, ¡eso es muy bueno! Pero sabrá usted desgraciadamente el latín,
y habrá estudiado humanidades, bellas letras...

--Perdone usted.

--Sabrá de memoria los poetas clásicos, y los comprenderá, y podrá
verter sus ideas en las tablas.

--Perdone usted, señor. Nada, nada. ¡Tan poco favor me hace usted! Que
me caiga muerto aquí si he leído una sola línea de eso, ni he oído
hablar tampoco... mire usted...

--No jure usted. ¿Sabe usted pronunciar con afectación todas las letras
de una palabra, y decir unas voces por otras, _actitud_ por _aptitud_,
y _aptitud_ por _actitud_, _diferiencia_ por _diferencia_, _háyamos_
por _hayamos_, _dracmático_ por _dramático_, y otras semejantes?

--Sí, señor, sí, todo eso digo yo.

--Perfectamente; me parece que sirve usted para el caso.

--¿Aprendió usted historia?

--No, señor; no sé lo que es.

--Por consiguiente, no sabrá usted lo que son trajes, ni épocas, ni
caracteres históricos...

--Nada, nada, no, señor.

--Perfectamente.

--Le diré á usted... en cuanto á trajes, ya sé que en siendo muy
antiguo siempre á la romana.

--Esto es: aunque sea griego el asunto.

--Sí, señor: si no es tan antiguo, á la antigua francesa ó á la antigua
española: según... ropilla, trusas, capacete, acuchillados, etc. Si es
más moderno ó del día, levita á la Utrilla en los calaveras, y polvos,
casacón y media en los padres.

--¡Ah!, ¡ah! Muy bien.

--Además, eso en el ensayo general se le pregunta al galán ó á la dama,
según el sexo de cada uno que lo pregunta, y conforme á lo que ellos
tienen en sus arcas, así...

--¡Bravo!

--Porque ellos suelen saberlo.

--¿Y cómo presentará usted un carácter histórico?

--Mire usted: el papel lo dirá, y luego como el muerto no se ha de
tomar el trabajo de resucitar sólo para desmentirle á uno... además que
gran parte del público suele estar tan enterado como nosotros...

--¡Ah! ya... usted sirve para el ejercicio. La figura es la que no...

--No es gran cosa; pero eso no es esencial.

--¿Y de educación, de modales y usos de sociedad? ¿á qué altura se
halla usted?

--Mal; porque si va á decir verdad, yo soy pobrecillo: yo era
escribiente en una mala administración; me echaron por holgazán, y me
quiero meter cómico, porque se me figura á mí que es oficio en que no
hay nada que hacer...

--Y tiene usted razón.

--Todo lo hace el apunte, y... por consiguiente no conozco esos señores
usos de sociedad que usted dice, ni nunca traté ninguno de ellos.

--Ni conocerá usted el mundo, ni el corazón humano.

--Escasamente.

--¿Y cómo representará usted tantos caracteres distintos?

--Le diré á usted: si hago de rey, de príncipe ó de magnate, ahuecaré
la voz, miraré por encima del hombro á mis compañeros, mandaré con
mucho imperio...

--Sin embargo, en el mundo esos personajes suelen ser muy afables y
corteses, y como están acostumbrados, desde que nacen, á ser obedecidos
á la menor indicación, mandan poco y sin dar gritos...

--Sí, pero ¡ya ve usted! en el teatro es otra cosa.

--Ya me hago cargo.

--Por ejemplo, si hago un papel de juez, aunque esté delante de señoras
ó en casa ajena, no me quitaré el sombrero, porque en el teatro la
justicia está dispensada de tener crianza; daré fuertes golpes en el
tablado con mi bastón de borlas, y pondré cara de caballo, como si los
jueces no tuviesen entrañas...

--No se puede hacer más.

--Si hago de delincuente, me haré el perseguido, porque en el teatro
todos los reos son inocentes.

--Muy bien.

--Si hago un papel de pícaro, que ahora están en boga, cejas arqueadas,
cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes
melodramáticos... Si hago un calavera, muchos brincos y zapatetas,
carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera... Si hago
un barba, andaré á compás, como un juego de escarpias, me temblarán
siempre las manos como perlático ó descoyuntado; y aunque el papel no
apunte más de cincuenta años, haré del tarato y decrépito, y apoyaré
mucho la voz con intención marcada en la moraleja, como quien dice á
los espectadores: «allá va esto para ustedes».

--¿Tiene usted grandes calvas para los barbas?

--¡Oh! disformes; tengo una que me coge desde las narices hasta el
colodrillo; bien que ésta la reservo para las grandes solemnidades.
Pero aun para diario tengo otras, tales que no se me ve la cara con
ellas.

--¿Y los graciosos?

--Esto es lo más fácil: estiraré mucho la pata, daré grandes voces,
haré con la cara y el cuerpo todos los raros visajes y estupendas
contorsiones que alcance, y saldré vestido de arlequín...

--Usted hará furor.

--¡Vaya si haré! Se morirá el público de risa, y se hundirá la casa á
aplausos. Y especialmente, en toda clase de papeles, diré directamente
al público todos los apartes, monólogos, gracias y parlamentos de
intención ó lucimiento que en mi parte se presenten.

--¿Y memoria?

--No es cosa la que tengo; y aun ésa no la aprovecho, porque no me
gusta el estudio. Además que eso es cuenta del apuntador. Si se
descuida se le lanzan de vez en cuando un par de miradas terribles,
como diciendo al público: ¡Ven ustedes qué hombre!

--Esto es; de modo que el apuntador vaya tirando del papel como de una
carreta, y sacándole á usted la relación del cuerpo como una cinta. De
esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oir á
un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel.

--Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación se dice
cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público!
¡si usted viera!

--Ya sé ¡ya!

--Vez hay que en una comedia en verso se añade un párrafo en prosa:
pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común
que añadir...

--¡Ya se ve, que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno.
¿Usted ha representado anteriormente?

--¡Vaya! En comedias caseras. He alborotado con el _García_ y el
_Delincuente honrado_.

--No más, no más; le digo á usted que usted será cómico. Dígame usted,
¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los
entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que
es, ó por el verso más que no entienda siquiera lo que es prosa?

--¿Pues no tengo de saber, señor? eso lo hace cualquiera.

--¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal
contra el primero que se atreva á decir en letras de molde que usted no
lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿sabrá usted decir de los
periodistas que quién son ellos para?...

--Vaya si sabré; precisamente ése es el tema nuestro de todos los días.
Mande usted otra cosa.

Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y
arrojándome en los brazos de mi recomendado: «Venga usted acá, mancebo
generoso, exclamé todo alborozado; venga usted acá, flor y nata de la
andante comiquería: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra
gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían
los hombres bellotas y pacían á su libertad por los bosques, sin la
distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico en fin, ó se han de
olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio».

Diciendo éstas y otras razones, despedí á mi candidato prometiéndole
las más eficaces recomendaciones.



                            YA SOY REDACTOR


¿Por qué extraña fatalidad ha de anhelar el hombre siempre lo que no
tiene? Preguntémosle á un joven barbilucio qué desea. ¿Cuándo tendré
barbas?, exclama en su interior. Nácenle las barbas, y hele allí
maldiciendo ya del barbero y de la navaja. ¿Cuándo hallaré en mi Filis
correspondencia, le grita en el fondo de su corazón un deseo innato
de amor y de ser amado? Ya oyó el sí. ¡Gozó el bien que deseaba! Y
ya maldice del amor y sus espinas. ¿Le prefiere Laura? Pues todo su
deseo se cifra en conquistar á Amira que le desprecia. ¿De qué nace
esta sed insaciable, este deseo vividor, reemplazado por otros y otros
deseos que rápidamente se suceden sin encontrar jamás sino imperfecta
satisfacción? El padre Almeida, si mal no me acuerdo, dice entre otras
cosas curiosas, y aun lo afianza, que la Providencia quiso poner en
nosotros este deseo implacable, para que nos atestiguase eternamente
que no hacemos en este mundo transitorio sino una corta peregrinación,
y que la satisfacción de nuestros deseos no está en esta vida, sino en
otra más perfecta y duradera. Así debe de ser, y cierto, que vivimos de
todas suertes agradecidos á la previsión y ardiente caridad con que el
reverendo padre nos quiso sacar de esta peregrina duda. Yo que no tengo
un ápice de metafísico, y que dejo la resolución de estos problemas á
aquéllos que tienen más noticias ciertas que yo de nuestro destino, me
ciño á decir que el deseo existe, y esto basta para mi propósito.

Yo Fígaro, soy de ello una viva prueba: no bien me había tentado
el enemigo malo, y sentí los primeros pujos de escritor público,
cuando dieron en írseme los ojos tras cada periódico que veía, y era
mi pío por mañana y noche: «¿Cuándo seré redactor de periódico?».
Figurábaseme, sí, desde luego obra de romanos el llenar y embutir con
verdades luminosas las largas columnas de un papel público; pero en
cambio era para mí de la mayor consideración el imaginarme á la cabeza
de una sección literaria, recibiendo comunicados atentos y decorosos,
viendo diariamente consignadas en indelebles caracteres de imprenta mis
propias ideas y las de mis amigos, y sin más trabajo, á mi parecer,
que el haber de contar y recontar al fin del mes los sonantes doblones
que el público desinteresado tiene la bondad de depositar en cambio de
papel en los arcones periodísticos de una empresa, luz y antorcha de la
patria, y órgano de la civilización del país.

Dejemos aparte las causas y concausas felices ó desgraciadas que de
vicisitud en vicisitud me han conducido al auge de periodista: lo uno
porque al público no le importarán probablemente, y lo otro porque
á mí mismo podría serme acaso más difícil de lo que á primera vista
parece el designarlas. El hecho es que me acosté una noche autor de
folletos y de comedias ajenas, y amanecí periodista: miréme de alto
abajo, sorteando un espejo que á la sazón tenía, no tan grande como mi
persona, que es hacer el elogio de su pequeñez, y dime á escudriñar
detenidamente si alguna alteración notable se habría verificado en
mi físico; pero por fortuna eché de ver que como no fuese en la
parte moral, lo que es en la exterior y palpable, tan persona es un
periodista como un autor de folletos. _Ya soy redactor_, exclamé
alborozado, y echéme á fraguar artículos, bien determinado á triturar
en el mortero de mi crítica cuanto malandrín literario me saliese al
camino en territorio de mi jurisdicción. Pero ¡ay de mí! insensato, que
chasco sobre chasco, vivo hoy tan desengañado de periodista como de
autor de comedias. Diré brevemente lo que me aconteció, sin descubrir
por otra parte los recursos ocultos que mueven la gran máquina de un
periódico, ni romper el velo del prestigio que cubre nuestros altares,
que eso fuera sobrado é inoportuno desinterés; y juzgue el lector si no
es preferible vivir tranquilamente suscrito á un periódico, que haberle
sabia y precipitadamente de componer.

¡Señor Fígaro! un artículo de teatros.--¿De teatros? Voy allá.--Yo
escribo para el público, y el público, digo para mí, merece la verdad:
el teatro, pues, no es teatro: la comedia es ridícula: el actor A. es
malo, y la actriz H. es peor. ¡Santo cielo! Nunca hubiera pensado en
abrir mi boca para hablar de teatros. Comunicado á renglón seguido en
mi papel y en todos los contemporáneos, en que el autor de la comedia
dice que es excelente, y el articulista un _acéfalo_: se conjuran los
actores, cierran la puerta del teatro á mis comedias para lo sucesivo,
y ponen el grito en los cielos. ¿Quién es el fatuo que nos critica?
¡¡¡Pícaro traductor, ladrón, pedante!!! ¿Y esto logra el pobre amigo de
la verdad y de la ilustración? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

Precipítome huyendo del teatro en la literatura. Un señorón encopetado
acaba de publicar una obra indigesta. «Señor redactor, me dice en una
carta seductora, confío en el talento de usted y en nuestra amistad, de
que le tengo dadas bastantes pruebas (por desgracia suele ser verdad),
que hará un juicio crítico de mi obra, imparcial (imparcial llama él
á un juicio que le alabe), y espero á usted á comer para que juntos
departamos acerca de algunas ideas que convendría indicar, etc., etc».
Resista usted á estas indirectas, y opte usted entre la ingratitud y la
mentira. Ambos vicios tienen sus acerbos detractores, y unos ú otros
se han de ensangrentar en el triste Fígaro. ¡Oh qué placer el de ser
redactor!

¡Bueno! Traduciré noticias; al trabajo; corto mi pluma, desenvuelvo
el inmenso papel extranjero; ahí van tres columnas.--¿Tres
columnas he dicho? Al día siguiente las busco en la Revista, pero
inútilmente.--Señor director, ¿qué se hicieron mis columnas?--¡Calle
usted, me responde, ahí están; no han servido: esta noticia es
inoportuna; es arriesgada: la otra no conviene; aquella de más allá es
insignificante; estotra es buena, pero está mal traducida!--Considere
usted que es preciso hacer ese trabajo en horas, replico lleno de
entusiasmo; el hombre llega á cansarse...--Si usted es hombre que se
cansa alguna vez, no sirve usted para periódicos...--Me dolía ya la
cabeza...--Al buen periodista nunca le debe doler la cabeza...--¡Oh qué
placer el de ser redactor!

Dejémonos de fárrago, yo no sirvo para él. Vaya un artículo profundo;
ojeo el Say y el Smith; de economía política será. «Grande artículo, me
dice el editor, pero, amigo Fígaro, no vuelva usted á hacer otro.--¿Por
qué?--Porque esto es matarme el periódico. ¿Quién quiere usted que le
lea, si no es jocoso, ni mordaz, ni superficial? Si tiene además cinco
columnas... todos se me han quejado; nada de artículos científicos,
porque nadie los lee. Perderá usted su trabajo.--¡Oh qué placer el de
ser redactor!

--Encárguese usted de revisar los artículos comunicados, y sobre todo
las composiciones poéticas de circunstancias...--Ay, señor editor, pero
habrá que leerlas...--Preciso, señor Fígaro...--Ay, señor editor, mejor
quiero rezar diez rosarios de quince dieces...--¡Señor Fígaro!...--¡Oh
qué placer el de ser redactor!

Política y más política. ¿Qué otro recurso me queda? Verdad es
que de política no entiendo una palabra. ¿Pero en qué niñerías me
paro? ¡Si seré yo el primero que escriba política sin saberla!
Manos á la obra; junto palabras y digo: conferencias, protocolos,
derechos, representación, monarquía, legitimidad, notas, usurpación,
cámaras, cortes, centralizar, naciones, felicidad, paz, ilusos,
incautos, seducción, tranquilidad, guerra, beligerantes, armisticio,
contraproyecto, adhesión, borrascas políticas, fuerzas, unidad,
gobernantes, máximas, sistemas, desquiciadores, revolución, orden,
centros, izquierda, modificación, bill, reformas, etc., etc. Ya
hice mi artículo, pero ¡oh cielos! El editor me llama.--Señor
Fígaro, usted trata de comprometerme con las ideas que propala en
ese artículo...--¿Yo propalo ideas, señor editor? Crea usted que
es sin saberlo. ¿Conque tanta malicia tiene?...--Si usted no tiene
pulso...--Perdone usted; yo no creí que mi sistema político era tan...
yo lo hice jugando...--Pues si nos para perjuicio, usted será el
responsable...--¿Yo, señor editor? ¡Oh qué placer el de ser redactor!

¡Oh, si esto fuese todo, y si sólo fuera uno responsable, pobre Fígaro,
de lo que escribe! Pero, ¡ah!, tocamos á otro inconveniente; supongo
yo que no apareció el autor necio, ni el actor ofendido, ni disgustó
el artículo, sino que todo fué dicha en él. ¿Quién me responde de
que algún maldito yerro de imprenta no me hará decir disparate sobre
disparate? ¿Quién me dice que no se pondrá _Camellos_ donde yo puse
_Comellas_, _torner_ donde escribí yo _Forner_, _ritómico_ donde
_rítmico_, y otros de la misma familia? ¿Será preciso imprimir yo
mismo mis artículos? ¡Oh qué placer el de ser redactor! ¡Santo cielo!
¿Y yo deseaba ser periodista? Confieso como hombre débil, lector mío,
que nunca supe lo que quise; juzga tú por el largo cuento de mis
infortunios periodísticos, que mucho procuré abreviarte, si puedo y
debo con sobrada razón exclamar ahora que ya lo soy: ¡Oh qué placer el
de ser redactor!



                          DON CÁNDIDO BUENAFÉ
                                   ó
                        EL CAMINO DE LA GLORIA


Don Cándido Buenafé es un excelente sujeto, de éstos de quienes solemos
decir con envidiable conmiseración: «Es un infeliz». Empleado desde
pequeño en un ramo de no mucha importancia, es todo lo más si sabe
leer la Gaceta, y redactar, con mala sintaxis y peor ortografía, algún
oficio sobrecargado de fórmulas y traslados, ó hacer un extracto largo
de algún expediente corto; pero en medio de su escasa ciencia, es
bastante modesto para desear que su hijo Tomasito sepa más que él,
para lo cual no le es necesario felizmente extraordinarios esfuerzos
ni sacrificios. En el tiempo de la libertad de la imprenta, leía ó
devoraba don Cándido los muchos papeles públicos que veían la luz,
y llegó á formar alta idea de todo hombre capaz de escribir para el
público; cosa que él vea por consiguiente en letra de molde, tiene para
él una autoridad irrecusable, porque cuando ve que hay quien se toma
la pena de imprimirla, mecanismo de que no tiene idea alguna, dice
para sí: ¡sabido se lo tendrá! Por lo tanto era de buena fe liberal
en los años nulos, porque acababa de leer y exclamaba: tiene razón; y
después ha sido realista de buena fe en los años válidos, porque lee
la Gaceta y exclama: ¡ya se ve! que dicen bien. Un partidario de este
temple es una alhaja impagable para toda especie de gobiernos mientras
haya imprenta; y más si añadimos que cree como en su salvación en los
partes de los encuentros y escaramuzas que en los papeles públicos
suelen venir consignados, y se extasía de placer cuando se encuentra
con aquello de que: «de los enemigos murieron tantos centenares de
hombres, y nosotros no hemos tenido más que un contuso y algún sargento
desmayado», ó cosa semejante. «Daría yo, dice algunas veces, la mitad
de mi sueldo por poder escribir un artículo de esos retumbantes de
política. ¡Voto va!, ¡qué hombres ésos, y qué talentos! ¡Y cómo le
convencen á uno con sus discursos! ¡Media vida diera yo, y la mitad
de la otra media porque mi hijo Tomasito pudiera el día de mañana
hacer otro tanto!». Llevado de esta idea ha hecho aprender latín al
muchacho, y en el día le ha dado un maestro de francés, porque dice
que en sabiendo francés ya se sabe todo lo que hay que saber; y que él
conoce á no pocos sabios de campanillas en esta tierra que no saben
otra cosa. Como dos meses llevaría el angelito, que tiene á la sazón
catorce años, de traducir mal y leer peor el _Calypso se trouvait
inconsolable du départ d'Ulysse_, cuando me lo trajo una mañana su
papá, y ambos á dos me hicieron una visita, cuyos interesantes detalles
no quiero en ninguna manera perdonar á mis curiosos lectores.

«Señor Fígaro, me dijo don Cándido abrazándome, aquí le presento á
usted á mi hijo Tomás, el que sabe latín; usted no ignora que yo le
crío para literato; ya que yo no pueda serlo, que lo sea él y saque de
la oscuridad á su familia. ¡Ay, señor Fígaro, como yo le vea famoso,
muero contento!» Hízome á esta sazón Tomasito una cortesía tan zurda
que no pude menos de fundar grandes esperanzas en sus disposiciones
literarias. Su exterior y sus palabras estaban en armonía con las de
casi todos los jóvenes del día; díjome que era verdad que no tenía
sino catorce años; pero que él conocía el mundo y el corazón humano,
_comme ma poche_; que todas las mujeres eran iguales, que estaba muy
escarmentado, y que á él no le engañaba nadie; que Voltaire era mucho
hombre, y que con nada se había reído más que con el _compère Mathieu_,
porque su papá, deseoso de su ilustración, le dejaba leer cuanto libro
en sus manos caía. En cuanto á política me añadió: «Yo y Chateaubriand
pensamos de un mismo modo»; y á renglón seguido me habló de los pueblos
y de las revoluciones como pudiera de sus amigos de la escuela.
Confieso que se me figuró el muchacho esa fruta que suelen vender en
Madrid, que arrancada verde aún del árbol, y madurada por el traqueteo
y la prisa del viaje, tiene todo el exterior de la pasada madurez,
sin haber tenido nunca la lozanía ni el sabor de la juventud y de la
sazón. «Los muchachos del ilustrado siglo XIX, dije para mí, llegan á
viejos sin haber sido nunca jóvenes». Sentáronse mis amigos, el viejo
joven y el joven viejo, y sacó don Cándido de su faltriquera un legajo
abultado:

--Dos objetos tiene esta visita, me dijo: primero, para que Tomasito se
vaya soltando en el francés, le he dicho que traduzca una comedia; hala
traducido, y aquí se la traigo á usted.

--¡Hola!

--Sí, señor: algunas cosillas ha dejado en blanco, porque no tiene allí
más diccionario que el de Sobrino... y...

--Sí...

--Usted tendrá la bondad de enmendar lo que no le parezca bien; y como
usted entiende eso de darla al teatro... y las diligencias que hay que
practicar...

--¡Ah! ¿Usted quiere que se represente?

--Sin duda... le diré á usted: el dinerillo que saque es para él...

--Sí, señor, dijo el muchacho, y papá me ha prometido hacerme un
vestido negro para cuando acabe una tragedia excelente que estoy
haciendo...

--¡Tragedia!

--Sí, señor, en once cuadros... ya sabe usted que en París no se hacen
ya esas obras en actos... sino en cuadros...

--Es una tragedia romántica. El clasicismo es la muerte del genio, como
usted sabe... ¿Le parece á usted que se podrá representar?

--¿Y qué inconveniente ha de haber?

--Le diré á usted, interrumpió don Cándido, tiene dada ya una comedia
de costumbres.

--Con perdón de usted, se apresuró á decir Tomasito: cuando la hice no
había leído á Víctor Hugo: ni tenía los conocimientos que tengo en el
día...

--¡Ay! ya.

--Pues mi hijo dió esa comedia, y verá usted lo que sucedió, á mi
entender. Entregámosla á un sujeto que corre con recibir las comedias:
dijo que era corriente; y que la enviaría á la censura: la envió, pues.

--Papá, perdone usted, primero se perdió...

--Cierto... se perdió, y nunca se pudo encontrar, y hubo que sacar otra
copia, y pasó á censura.

--Papá, perdone usted; que antes fué al corregimiento.

--Es verdad: fué al corregimiento, y de allí... pasó después á la
censura eclesiástica; por más señas que fué á un excelente padre, y
en un momento, esto es, en un par de meses, la despachó: volvió al
corregimiento y fué de allí á la censura política: en una palabra, ello
es que en menos de medio año salió prohibida.

--¡Prohibida!

--Sí, señor, y yo no sé á la verdad... porque mi comedia...

--Diga usted que hicieron bien, señor Fígaro: ¡¡¡éste escribe siempre
con una intención!!! lo que ha mamado en sus libros... baste con
decirle á usted que su madre se moría de risa al leerla, y yo lloraba
de gozo... hubo que rehacerla... y por fin se logró que pasara la nueva.

--¡Hola!

--Pero aguarde usted: como los señores que dirigen la cosa no están
muy allá que digamos en eso de comedias, la hubieron de enviar á un
cómico que dicen que es hombre que lo entiende, y tiene gran mano en
las compañías: éste dijo que no valía cosa, y todo fué, según yo pude
averiguar, porque no tenía él un buen papel para lucirse: recogimos la
comedia, y éste le puso un papel que era lo que había que ver; volvió y
dijo que tampoco valía nada, y fué, según me dijeron, porque el papel
era muy largo y él no debe de tener muchas ganas de trabajar. Dímosla
al otro teatro, mas allí contestaron que ellos no eran menos que los
del otro coliseo, y que no tomaban sobras: á fuerza, sin embargo, de
emplear más empeños que para lograr una prebenda, se consiguió una
orden á rajatabla de los señores que estaban á la cabeza del teatro;
pero ya era tema: una actriz, sobre si la habían dado el papel de
segunda siendo ella la primera, se puso mala la víspera; otro actor,
también por etiquetas y rencillas, armó una intriga de todos los
diablos: se pagó gente para el efecto, y si una noche se representó,
una noche se silbó...

--¡Se silbó!

--¡Ya ve usted!, intrigas.

--¡Picardía!

--Conque yo quisiera que no sucediese otro tanto con la traducción
ésta y la tragedia. El segundo objeto que nos trae es el de que usted
le dirija, dándole algunos consejos á mi Tomasito, porque yo ya le he
dicho que no debe limitarse al teatro... que el campo de la literatura
es muy vasto, y que el templo de la fama tiene muchas puertas.

--Dice usted muy bien, señor don Cándido. Aquí recapacité, coordiné
mis ideas un momento, y de la manera que el lector va á ver, enderecé
poco más ó menos á mi joven cliente por la vía de la gloria literaria,
á la cual, si él sigue y observa mi reglamento, temprano ó tarde debe
sin duda llegar. Supongo, dije por último, dirigiéndome á mi Tomasito,
que usted no querrá abarcar honra y provecho: esas estupendas rarezas
que por acá nos vienen contando los viajeros de los Walter Scott, los
Casimir Delavigne, los Lamartine, los Scribe y los Víctor Hugo, de
los cuales el que menos tiene, amén de su correspondiente gloria, su
palacio donde se da la vida de un príncipe, son cosas de por allá y
extravagancias que sólo suceden en Francia y en Inglaterra: verdad es
que no tenemos tampoco hombres de aquel temple, pero si los hubiera
sucedería probablemente lo mismo.

No habiendo usted de reunir, pues, honra y provecho, querrá uno ú otro.
Si quiere honra paréceme que está en camino de lograrla: en primer
lugar usted no tiene sino catorce años; ésa es la edad en el día, ó
poco más: _la valeur n'attend pas le nombre des années_. En cuanto á
saber, usted no sabe sino francés, y como dice muy bien el señor don
Cándido, tiene usted sólo con eso andada ya la mitad del camino. Haga
usted unas cuantas poesías fugitivas; tal cual soneto, muy sonoro y
lleno de pámpanos poéticos; no se apure usted si no dice nada en él:
corra entre los amigos, saque usted mismo copias furtivas, y repártalas
como pan bendito; sean destinadas sobre todo sus poesías á las mujeres,
que son las que dan fama: haga usted correr la voz de que está haciendo
una obra grande, cuyo título se sabrá con el tiempo: procure usted á
fuerza de transposiciones y de palabras desenterradas del diccionario,
no sabidas de nadie, que digan de él: ¡Cómo maneja la lengua! ¡es
hombre que sabe el castellano! Porque aunque lo menos que puede saber
un literato es su lengua, éste es, sin embargo, al ápice de la ciencia
en el país: y en cuanto usted vea que pasa por muchacho de esperanzas,
vaya usted á viajar: esté usted fuera diez ó doce años, en los cuales
puede vivir seguro de que se hablará de usted más de lo que sea
menester. Vuelva usted entonces: reúna usted en un tomo alguna comedia,
media docena de odas y un romancito: diga usted en el prólogo que las
hizo en los ratos perdidos que sus desgracias le dejaron libres; que
los publica por haber sabido que algunas composiciones de ellas se han
impreso en Amberes ó en América, sin su licencia y con faltas, hijas de
la incuria de los copiantes, y que dedica usted á su cara patria aquel
corto obsequio, y déjelas usted correr. No vuelva usted á escribir
nada: silencio y aristocracia literaria, y yo le respondo á usted de
que llegará á una edad provecta oyendo repetir á los pájaros: _don
Tomás, don Tomás, don Tomás es un sabio_; y entonces ya puede usted con
seguridad darle al público comedias, folletos, comentarios: todo será
bueno, ¡que es de don Tomás!

Si usted no quiere honra, y si sólo el corto provecho que de aquí puede
sacarse, es preciso tomar otro camino: póngase usted bien con los
cómicos; mantenga usted un corresponsal en París, y cada correo una
comedia de Scribe, que aquí las reciben con los brazos abiertos: busque
usted medios de ingerirse en las columnas de un periódico, y diga usted
que todo va bien, y que todos somos unos santos; ajústese usted con
un par de libreros, los cuales le darán á usted cuatro ó cinco duros
por cada tomo de las novelas de Walter Scott, que usted en horas les
traduzca; y aunque vayan mal traducidas, usted no se apure, que ni el
librero lo entiende, ni ningún cristiano tampoco. _Sic itur ad astra_,
señor don Tomás.

Aquí se arrojó don Cándido en mis brazos; y tomando la mano á Tomasito:
Ya se ve que dice bien el señor; ¡llega, hijo mío, le decía, y da las
gracias á tu protector: ya lo ves, nada necesitas saber más de lo que
sabes ya!, ¡qué fortuna, señor Fígaro!, ¡ya tiene hecha mi hijo su
carrera! Folletos; comedias, novelas, traducciones... ¡y todo con sólo
saber francés! ¡Oh francés, francés! ¡Ah! ¿Y periódicos? ¿No es verdad,
señor Fígaro, que también ha dicho usted periódicos?--Sí, amigo mío, lo
he dicho; concluí conduciéndolos hasta la puerta y despidiéndolos; pero
le aconsejaría de buena gana que en eso de los periódicos no se fijase
mucho, porque ya sabe usted que aquí no los hay siempre...--Sí, es
verdad, es una casualidad el haberlos.--Así lo mejor será que se atenga
á mis demás consejos. Éste es el camino.



                             EN ESTE PAÍS


Hay en el lenguaje vulgar frases afortunadas que nacen en buena hora
y que se derraman por toda una nación, así como se propagan hasta
los términos de un estanque las ondas producidas por la caída de una
piedra en medio del agua. Muchas de este género pudiéramos citar, en
el vocabulario político sobre todo; de esta clase son aquéllas que,
halagando las pasiones de los partidos, han resonado tan funestamente
en nuestros oídos en los años que van pasados de este siglo, tan
fecundo en mutaciones de escenas y en cambios de decoraciones. Cae una
palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran
pueblo ansioso de palabras la recoge, la pasa de boca en boca, y con
la rapidez del golpe eléctrico un crecido número de máquinas vivientes
la repite y la consagra, las más veces sin entenderla, y siempre
sin calcular que una palabra sola es á veces palanca suficiente á
levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una
revolución.

Estas voces favoritas han solido siempre desaparecer con las
circunstancias que las produjeran. Su destino es, efectivamente, como
sonido vago, que son, perderse en la lontananza, conforme se apartan
de la causa que las hizo nacer. Una frase empero sobrevive siempre
entre nosotros, cuya existencia es tanto más difícil de concebir cuanto
que no es de la naturaleza de ésas de que acabamos de hablar; éstas
sirven en las revoluciones á lisonjear á los partidos, y á humillar á
los caídos, objeto que se entiende perfectamente, una vez conocida la
generosa condición del hombre; pero la frase que forma el objeto de
este artículo se perpetúa entre nosotros, siendo sólo un funesto padrón
de ignominia para los que la oyen y para los mismos que la dicen; así
la repiten los vencidos como los vencedores, los que pueden como los
que no quieren extirparla; los propios, en fin, como los extraños.

_En este país_... ésta es la frase que todos repetimos á porfía, frase
que sirve de clave para toda clase de explicaciones, cualquiera que sea
la cosa que á nuestros ojos choque en mal sentido. ¿Qué quiere usted?,
decimos, ¡en este país! Cualquier acontecimiento desagradable que nos
suceda, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: _¡cosas de
este país!_ que con vanidad pronunciamos, y sin pudor alguno repetimos.

¿Nace esta frase de un atraso reconocido en toda la nación? No creo que
pueda ser éste su origen, porque sólo puede conocer la carencia de una
cosa el que la misma cosa conoce: de donde se infiere que si todos los
individuos de un pueblo conociesen su atraso, no estarían realmente
atrasados. ¿Es la pereza de imaginación ó de raciocinio que nos impide
investigar la verdadera razón de cuanto nos sucede, y que se goza en
tener una muletilla siempre á mano con que responderse á sus propios
argumentos, haciéndose cada uno la ilusión de no creerse cómplice de un
mal, cuya responsabilidad descarga sobre el estado del país en general?
Esto parece más ingenioso que cierto.

Creo entrever la causa verdadera de esta humillante expresión. Cuando
se halla un país en aquel crítico momento en que se acerca á una
transición, y en que saliendo de las tinieblas comienza á brillar á sus
ojos un ligero resplandor, no conoce todavía el bien, empero ya conoce
el mal de donde pretende salir para probar cualquiera otra cosa que no
sea lo que hasta entonces ha tenido. Sucédele lo que á una joven bella
que sale de la adolescencia; no conoce el amor todavía ni sus goces;
su corazón sin embargo, ó la naturaleza por mejor decir, le empieza á
revelar una necesidad que pronto será urgente para ella, y cuyo germen
y cuyos medios de satisfacción tiene en sí misma, si bien los desconoce
todavía; la vaga inquietud de su alma, que busca y ansía, sin saber
qué, la atormenta y la disgusta de su estado actual y del anterior
en que vivía; y vésela despreciar y romper aquellos mismos sencillos
juguetes que formaban poco antes el encanto de su ignorante existencia.

Éste es acaso nuestro estado, y éste á nuestro entender el origen de la
fatuidad que en nuestra juventud se observa: el medio saber reina entre
nosotros; no conocemos el bien, pero sabemos que existe y que podemos
llegar á poseerle, si bien sin imaginar aún el cómo. Afectamos, pues,
hacer ascos de lo que tenemos para dar á entender á los que nos oyen
que conocemos cosas mejores, y nos queremos engañar miserablemente unos
á otros, estando todos en el mismo caso.

Este medio saber nos impide gozar de lo bueno que realmente tenemos,
y aun nuestra ansia de obtenerlo todo de una vez nos ciega sobre los
mismos progresos que vamos insensiblemente haciendo. Estamos en el caso
del que teniendo apetito desprecia un sabroso almuerzo con la esperanza
de un suntuoso convite incierto, que se verificará ó no se verificará
más tarde. Sustituyamos sabiamente á la esperanza de mañana el recuerdo
de ayer, y veamos si tenemos razón en decir á propósito de todo:
_¡Cosas de este país!_

Sólo con el auxilio de las anteriores reflexiones puedo comprender el
carácter de don Periquito, ese petulante joven, cuya instrucción está
reducida al poco latín que le quisieron enseñar y que él no quiso
aprender; cuyos viajes no han pasado de Carabanchel; que no lee sino
en los ojos de sus queridas, los cuales no son ciertamente los libros
más filosóficos; que no conoce, en fin, más ilustración que la suya,
más hombres que sus amigos, cortados por la misma tijera que él, ni
más mundo que el salón del Prado, ni más país que el suyo. Este fiel
representante de gran parte de nuestra juventud desdeñosa de su país,
fué no ha mucho tiempo objeto de una de mis visitas.

Encontréle en una habitación mal amueblada y peor dispuesta, como de
hombre solo; reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí y allí,
un espantoso desorden de que hubo de avergonzarse al verme entrar.

--Este cuarto está hecho una leonera, me dijo. ¿Qué quiere usted? en
este país...--Y quedó muy satisfecho de la excusa que á su natural
descuido había encontrado.

Empeñóse en que había de almorzar con él, y no pude resistir á sus
instancias; un mal almuerzo mal servido reclamaba indispensablemente
algún nuevo achaque, y no tardó mucho en decirme:--Amigo, en este país
no se puede dar un almuerzo á nadie; hay que recurrir á los platos
comunes y al chocolate.

Vive Dios, dije yo para mí, que cuando en este país se tiene un buen
cocinero y un exquisito servicio y los criados necesarios, se puede
almorzar un excelente beefstek con todos los adherentes de un almuerzo
á _la fourchette_; y que en París los que pagan ocho ó diez reales
por un _appartement garni_, ó una mezquina habitación en una casa de
huéspedes, como mi amigo don Periquito, no se desayunan con pavos
trufados ni con champagne.

Mi amigo Periquito es hombre pesado como los hay en todos los países,
y me instó á que pasase el día con él; y yo, que había empezado ya á
estudiar sobre aquella máquina, como un anatómico sobre un cadáver,
acepté inmediatamente.

Don Periquito es pretendiente á pesar de su notoria inutilidad.
Llevóme, pues, de ministerio en ministerio: de dos empleos con los
cuales contaba, habíase llevado el uno otro candidato que había tenido
más empeños que él.--¡Cosas de España! me salió diciendo, al referirme
su desgracia.--Ciertamente, le respondí, sonriéndome de su injusticia,
porque en Francia y en Inglaterra no hay intrigas; puede usted estar
seguro de que allá todos son unos santos varones, y los hombres no son
hombres.

El segundo empleo que pretendía había sido dado á un hombre de más
luces que él.--¡Cosas de España! me repitió.

Sí, porque en otras partes colocan á los necios, dije yo para mí.

Llevóme en seguida á una librería, después de haberme confesado que
había publicado un folleto, llevado del mal ejemplo. Preguntó cuántos
ejemplares se habían vendido de su peregrino folleto, y el librero
respondió: ni uno.

--¿Lo ve usted, Fígaro? me dijo: ¿lo ve usted? En este país no se puede
escribir. En España no se puede escribir. En París hubiera vendido diez
ediciones.

--Ciertamente, le contesté yo, porque los hombres como usted venden en
París sus ediciones.

En París no habrá libros malos que no se lean, ni autores necios que se
mueran de hambre.

Desengáñese usted: en este país no se lee, prosiguió diciendo.--Y usted
que de eso se queja, señor don Periquito, usted, ¿qué lee? le hubiera
podido preguntar. Todos nos quejamos de que no se lee, y ninguno leemos.

--¿Lee usted los periódicos? le pregunté sin embargo.

--No, señor, en este país no se sabe escribir periódicos. ¡¡¡Lea usted
ese _Diario de los Debates_, ese _Times_!!!

Es de advertir que don Periquito no sabe francés ni inglés, y que en
cuanto á periódicos, buenos ó malos, en fin, los hay, y muchos años no
los ha habido.

Pasábamos al lado de una obra de ésas que hermosean continuamente este
país y clamaba: ¡Qué basura!, en este país no hay policía.

En París las casas que se destruyen y reedifican no producen polvo.

Metió el pie torpemente en un charco. ¡No hay limpieza en España!,
exclamaba.

En el extranjero no hay lodo.

Se hablaba de un robo.--¡Ah!, ¡país de ladrones!, vociferaba indignado.
Porque en Londres no se roba; en Londres donde en la calle acometen los
malhechores á la mitad de un día de niebla á los transeúntes.

Nos pedía limosna un pobre.--¡En este país no hay más que miseria!,
exclamaba horripilado. Porque en el extranjero no hay infeliz que no
arrastre coche.

Íbamos al teatro, y--¡Oh qué horror!, decía mi don Periquito con
compasión, sin haberlos visto mejores en su vida. ¡Aquí no hay teatros!

Pasábamos por un café.--No entremos. ¡Qué cafés los de este país!,
gritaba.

Se hablaba de viajes.--¡Oh! Dios me libre; ¡en España no se puede
viajar!, ¡qué posadas!, ¡qué caminos!

¡Oh infernal comezón de vilipendiar este país que adelanta y progresa
de algunos años á esta parte más rápidamente que adelantaron esos
países modelos para llegar al punto de ventaja en que se han puesto!

¿Por qué los don Periquitos que todo lo desprecian en el año 33 no
vuelven los ojos á mirar atrás, ó no preguntan á sus papás acerca del
tiempo que no está tan distante de nosotros, en que no se conocía en
la corte más botillería que la de Canosa, ni más bebida que la leche
helada; en que no había más caminos en España que el del cielo; en
que no existían más posadas que las descritas por Moratín en _el Sí
de las Niñas_, con las sillas desvencijadas y las estampas del Hijo
Pródigo, ó las malhadadas ventas para caminantes asendereados; en que
no corrían más carruajes que las galeras y carromatos catalanes; en
que los _chorizos_ y _polacos_ repartían á naranjazos los premios al
talento dramático, y llevaba el público al teatro la bota y la merienda
para pasar á tragos la representación de las comedias de figurón y
dramas de Comella; en que no se conocía más ópera que el Marlborough (ó
Mambruc, como dice el vulgo) cantado á la guitarra; en que no se leía
más periódico que el _Diario de Avisos_, y en fin... en que...

Pero acabemos este artículo, demasiado largo para nuestro propósito:
no vuelven á mirar atrás porque habría de poner un término á su
maledicencia, y llamar prodigiosa la casi repentina mudanza que en este
país se ha verificado en tan breve espacio.

Concluyamos sin embargo de explicar nuestra idea claramente, más que á
los don Periquitos que nos rodean pese y avergüence.

Cuando oímos á un extranjero que tiene la fortuna de pertenecer á un
país donde las ventajas de la ilustración se han hecho conocer con
mucha anterioridad que en el nuestro, por causas que no es de nuestra
inspección examinar, nada extrañamos en su boca, si no es la falta
de consideración y aun de gratitud que reclama la hospitalidad de
todo hombre honrado que la recibe; pero cuando oímos la expresión
despreciativa que hoy merece nuestra sátira en bocas de españoles, y
de españoles sobre todo que no conocen más país que este mismo suyo
que tan injustamente dilaceran, apenas reconoce nuestra indignación
límites en que contenerse.

Borremos, pues, de nuestro lenguaje la humillante expresión que no
nombra á este país sino para denigrarle; volvamos los ojos atrás,
comparemos y nos creeremos felices. Si alguna vez miramos adelante y
nos comparamos con el extranjero, sea para prepararnos un porvenir
mejor que el presente, y para rivalizar en nuestros adelantos con
los de nuestros vecinos; sólo en este sentido opondremos nosotros en
algunos de nuestros artículos el bien de fuera al mal de dentro.

Olvidemos, lo repetimos, esa funesta expresión que contribuye á
aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas
tenemos. Hagamos más favor ó justicia á nuestro país, y creámosle capaz
de esfuerzos y felicidades. Cumpla cada español con sus deberes de buen
patricio, y en vez de alimentar nuestra inacción con la expresión de
desaliento: _¡Cosas de España!_, contribuya cada cual á las mejoras
posibles; entonces este país dejará de ser tan mal tratado de los
extranjeros, á cuyo desprecio nada podemos oponer, si de él les damos
nosotros mismos el vergonzoso ejemplo.



                            REPRESENTACIÓN
                          DE LA COMEDIA NUEVA

                                  de

                     DON MANUEL EDUARDO GOROSTIZA

                               TITULADA
                         CONTIGO PAN Y CEBOLLA


Es un error en nuestro entender bastante general creer que las novelas
tienen la culpa de las locas bodas y desatinados enlaces que en el
mundo se hacen y se han hecho. No está todo el daño en las novelas: la
mayor parte está en el corazón humano; el amor, ora le llamemos como
nuestros abuelos, que no veían más que el lado hermoso de las cosas,
una noble pasión; ora le llamemos como nuestros despreocupados del día,
que sólo ven el lado feo de las cosas, una vil necesidad rebozada, el
amor existe en la naturaleza, y mientras exista, podrá ocurrir en la
vida frecuentemente que no se halle de acuerdo con el interés. Desde
los tiempos fabulosos que se remontan á la más atrasada antigüedad,
desde Píramo y Tisbe, desde Leandro y Hero, que ciertamente no habían
leído ninguna novela moderna, son conocidos estos desastrados amores.
La organización de una mujer es la verdadera novela perniciosa, y
por desgracia es la que no se le puede quitar; éste es el libro
donde aprende á amar: á una belleza fría, de quien nada reclame su
insensible corazón, dénsele todas las novelas del mundo, y dénselas
sin cuidado; nosotros respondemos de su inalterable tranquilidad y de
su eterna sensatez: aquélla empero, que ha recibido de la naturaleza
el funesto don de una extrema sensibilidad, quítensele las novelas y
será en balde; mientras no se le quiten los ojos respondemos de que
hará todas las locuras del mundo por seguir el objeto que una vez la
haya deslumbrado; por este estilo creemos que son la mayor parte de
las locuras que hacen los hombres miserables; imperiosas leyes que
impone la naturaleza y que paga el hombre. Los autores dramáticos van
sin embargo con los tiempos: la recogida educación de los jóvenes del
siglo pasado autorizaba la tiranía de los padres, y Moratín creyó
hacer un señalado servicio á su país dando _el Sí de las Niñas_. De
entonces acá hemos andado con pasos agigantados: y las costumbres del
día, más que de la tiranía de los padres, resiéntense de la licencia
é insubordinación de los hijos. Esto no es debido tampoco únicamente
á las novelas. Otros muchos libros ha sido preciso escribir; muchas
revoluciones de todas especies han debido pasar por los pueblos;
otros hombres, á más de los novelistas, habían tenido que nacer antes
para dar este impulso extraordinario en poco más de medio siglo al
entendimiento humano. El hecho es con todo positivo; el abuso existe
y reclama urgentemente la férula del poeta cómico. En el siglo actual
se pueden contar tantas desgraciadas víctimas de los enlaces poco
meditados, como en el pasado de las obligadas reclusiones de entonces.
Era, pues, preciso sacar á la plaza toda la ridiculez de aquellos
jóvenes irreflexivos que todo lo abandonan por el amor, las más veces
sin considerar si se hallan verdaderamente enamorados, ó si sólo creen
estarlo cuando exclaman: _Contigo pan y cebolla_.

El señor de Gorostiza, poeta ya conocido en nuestro teatro moderno,
se ha apoderado de una idea feliz y ha escogido un asunto de la mayor
importancia. ¿Halo desempeñado como de su talento nos debíamos
prometer? Oiga el lector el argumento, y podrá responder á tan atrevida
pregunta.

Matilde, hija de un padre que, según de la comedia resulta, no conoce
sus inclinaciones ni su carácter, ama á don Eduardo de Contreras, joven
de talento, rico, y que ocupa un puesto distinguido en la sociedad;
pero ignora estas circunstancias sin embargo de que entra en su casa
con frecuencia. Anímase don Eduardo á pedir la mano de Matilde á don
Pedro, quien gustosísimo se la concede; pero en el momento de convenir
en tan deseado enlace, sabe la heroína que don Eduardo no es pobre,
nota que no hay en esta boda los obstáculos que en las de sus novelas
ha leído, desama de pronto á quien tanto amó y despide á don Eduardo.
Éste, que conoce de donde le viene el golpe, propone al padre, aturdido
de tal mudanza, una ingeniosa ficción que ha de llevar á cabo sus
deseos. Fíngese desheredado de un tío suyo, y desairado por don Pedro:
aparenta la novelesca desesperación de un amante despedido, y estos
extraordinarios medios hacen renacer el acomodaticio cariño de Matilde,
que por lo visto sólo ama en casos dados. El padre sigue haciendo del
negado y cuando vienen segunda vez entrambos á importunarle, se lleva
la niña de un brazo y despide para siempre al amador. Con esto por
fuerza ha de subir de punto la frenética pasión de Matilde: inténtase
una escapatoria, la cual se verifica sin maldita la oposición del
padre, que está él mismo en el complot que se le arma, y cooperando
á ella un pobre criado á quien no le vale su honradez. El padre no
ha querido oirle por no verse comprometido á impedir el rapto, y le
amenaza por una parte don Eduardo con tirarse un pistoletazo, y por
otra Matilde con tragarse un veneno que posee, si no abre una reja, por
donde se escapa nuestra deslumbrada, sin embargo de hallarse la puerta
libre y desembarazada; y en atención, según dice ella misma, á ser de
rigor el salir en semejantes casos por la ventana.

En el cuarto acto, que parece un acto de otra comedia, Matilde se halla
el día de tornaboda en una miserable boardilla, pero en compañía de
su constante esposo; no han comido la víspera, no se han desayunado
aquel día: medios, Dios los dé; dinero, por las nubes: en una palabra,
pobres de solemnidad y solemnes pobres; la infeliz Matilde tendrá que
levantar la cama, que por más señas está á la vista del espectador en
un estado de desorden propio del día; tendrá que barrer, que jabonar,
que pasar hambres, que estar sola, porque su marido habrá de salir á
buscar dinero. Matilde comienza ya á padecer los inconvenientes de
su posición: humíllala el casero, humíllala una antigua compañera de
colegio, marquesa, que vive en la misma casa, y que dice que una cosa
es casarse, y otra enamorarse; en lo cual nos parece su señoría un sí
es no es verde y alegre de cascos: humíllala, en fin, una vecinilla
ordinaria entre cotorra y contrabandista: llora Matilde y conoce su
yerro. Vuelve entonces su esposo, y vienen impacientes papá y el criado
honrado, descúbrese la ficción, y se van todos muy convencidos de que
para quererse mucho es indispensable por lo menos haber comido algo;
verdad indisputable de todos los tiempos y países, y que no bastarán
á echar por tierra todas las pasiones reunidas que pueden agitar á un
mísero mortal.

Ya puede inferir el lector qué de escenas cómicas ha tenido el
autor á su disposición. El señor Gorostiza no las ha desperdiciado;
rasgos hemos visto en su linda comedia que Molière no repugnaría,
escenas enteras que honrarían á Moratín. El carácter del criado y las
situaciones todas en que se encuentra son excelentes y pertenecen á
la buena comedia; del padre pudiéramos decir lo que dice la marquesa
de su marido: ni es feo, ni es bonito: es un hombre pasivo, es un
instrumento no más del astuto don Eduardo. Éste es un bello carácter:
la carta que escribe es del mayor efecto y pertenece á la alta comedia.
El lenguaje es castizo y puro; el diálogo bien sostenido y chispeando
gracias, si bien no quisiéramos que le desluciesen algunas demasiado
chocarreras, como la de los malhadados _fetos_ por _efectos_, la de la
_cebolla_ que _repite_, etc., y otras que no queremos citar porque no
se nos tache de rigorosos. Estas gracias son de mal tono, de no muy
buen gusto, y de baja sociedad, por más que el público las ría y las
aplauda en el primer momento.

Después de haber tributado el debido homenaje de elogios que de
nuestra pluma reclamaba imperiosamente la divertida comedia del señor
Gorostiza, ¿nos será permitido indicar algunos de los defectos de que
rara obra humana consigue verse completamente purgada? ¿Se dirá que
nos ensangrentamos, que somos parciales, si ponemos al lado del elogio
el grito de nuestra conciencia literaria? Quisiéramos equivocarnos,
pero el carácter de la protagonista nos parece por lo menos llevado á
un punto de exageración tal, que sería imposible hallar en el mundo
un original siquiera que se le aproximase. Estas niñas románticas,
cuya cabeza ha podido exaltar la lectura de las novelas, no reparan
en clases ni en dinero; éste podrá ser su yerro; enamóranse de un
hombre sin preguntarle quién es; ésta es su imprudencia: si sale pobre,
verdad es, nada les arredra, y en las aras del amor sacrifican su
porvenir; mas si sale rico, como ya están enamoradas, por esta sola
circunstancia no se desenamoran. Por la misma razón, si tratan de
escaparse, y no tienen otro recurso, se arrojan por una ventana; mas
si tienen la puerta franca, aquel paso ya no es ni medio verosímil.
Esta exageración hace aparecer á Matilde loca las más veces; quiere
ser el don Quijote de las novelas. Pero acordémonos de que Cervantes,
para huir de la inverosimilitud que de la exageración debía resultar,
hizo loco realmente y enfermo á su héroe, y una enfermedad no es un
carácter. Si la comedia pedía un carácter, era preciso no haber pasado
los límites de la verosimilitud, pues pasándolos, Matilde no resulta
enamorada sino maniática; por eso en varias ocasiones parece que ella
misma se burla de sus desatinos: lo mismo hubiera sucedido con don
Quijote si no nos hubiera dicho Cervantes desde el principio: _miren
ustedes que está loco_. Peca además el plan por donde los más del mismo
poeta: ya en otra ocasión hemos dicho que estos planes en que varios
personajes fingen una intriga para escarmiento de otro, son incompletos
y conspiran contra la convicción, que debe ser el resultado del arte.

En Molière y en Moratín no se encuentra un solo plan de esta especie:
el poeta cómico no debe hacer hipótesis; debe sorprender y retratar á
la naturaleza tal cual es: esta comedia hubiera requerido una mujer
realmente enamorada, y que realmente hubiera hecho una locura, como
en _el Viejo y la Niña_ sucede; verdad es que entonces no hubiera
podido ser dichoso el desenlace, y acaso habrá huido de esto el
señor Gorostiza; éste era defecto del asunto, así como lo es también
la aglomeración en horas de tantas cosas distintas, importantes, y
regularmente más apartadas entre sí en el discurso de la vida. Si
Matilde no se ha de casar más de una vez con Eduardo, si esa vez que
se ha casado no ha hecho realmente locura alguna, supuesto que Eduardo
es rico, ¿de qué puede servirle el escarmiento y el ver lo que le
hubiera sucedido si hubiera hecho lo que no ha hecho? Á ella no, nos
contestarán, á los demás que ven la comedia. Tampoco, responderemos,
porque las que crean en novelas al pie de la letra, creerán al pie de
la letra en la comedia, que es otra nueva novela para ellas; en la
novela leen que aquél que se presentó incógnito se descubre ser luego
hijo de algún señorón oculto, y en la comedia se descubre ser rico
luego el pobre. Se enamorarán, pues, sin cuidado, seguras de que hacia
el fin de su boda se ha de descubrir la riqueza del marido, así como
creían que debían salir por la ventana por decirlo las novelas.

Á pesar de estas observaciones, que no podemos menos de hacer, nos
complacemos en repetir que es mayor la suma de las bellezas que la
de los defectos de la comedia. El señor de Gorostiza ha adquirido un
nuevo laurel, y nosotros quisiéramos que la obligación de periodista
se limitara á alabar: mucho nos daría que hacer aun en este caso esta
composición dramática.

En cuanto á la representación, podemos asegurar que no nos acordamos de
haber visto en Madrid nada mejor desempeñado en este género.

Sepan los actores que ningún placer podemos tener mayor que el que nos
proporcionan el día en que sólo elogios tenemos que escribir de ellos.
Para el elogio corre nuestra pluma rápidamente. Cuando se trata empero
de vituperar, sólo á fuerza de horas podemos dar concluido á la prensa
el artículo más conciso.



                       DON TIMOTEO Ó EL LITERATO


_Genus irritabile vatum_ ha dicho un poeta latino. Esta expresión
bastaría á probarnos que el amor propio ha sido en todos tiempos el
primer amor de los literatos, si hubiésemos menester más pruebas de
esta incontestable verdad que la simple vista de los más de esos
hombres que viven entre nosotros de literatura. No queremos decir por
esto que sea el amor propio defecto exclusivo de los que por su talento
se distinguen: generalmente se puede asegurar que no hay nada más
temible en la sociedad que el trato de las personas que se sienten con
alguna superioridad sobre sus semejantes. ¿Hay cosa más insoportable
que la conversación y los dengues de la hermosa que lo es á sabiendas?
Mírela usted á la cara tres veces seguidas; diríjala usted la palabra
con aquella educación, deferencia ó placer que difícilmente pueden
dejar de tenerse hablando con una hermosa; ya le cree á usted su _don
Amadeo_, ya le mira á usted como quien le perdona la vida. Ella sí,
es amable, es un modelo de dulzura; pero su amabilidad es la afectada
mansedumbre del león, que hace sentir de vez en cuando el peso de sus
garras; es pura compasión que nos dispensa.

Pasemos de la aristocracia de la belleza á la de la cuna. ¡Qué amable
es el señor marqués, qué despreocupado, qué llano! Vedle con el
sombrero en la mano, sobre todo para sus inferiores. Aquella llaneza,
aquella deferencia, si ahondamos en su corazón, es una honra que
cree dispensar, una limosna que cree hacer al plebeyo. Trate éste
diariamente con él, y al fin de la jornada nos dará noticias de su
amabilidad: ocasiones habrá en que algún manoplazo feudal le haga
recordar con quién se las ha.

No hablemos de la aristocracia del dinero, porque si alguna hay falta
de fundamento es ésta: la que se funda en la riqueza, que todos pueden
tener: en el oro, de que solemos ver henchidos los bolsillos de éste ó
de aquél alternativamente, y no siempre de los hombres de más mérito;
en el dinero, que se adquiere muchas veces por medios ilícitos, y que
la fortuna reparte á ciegas sobre sus favoritos de capricho.

Si algún orgullo hay, pues, disculpable, es el que se funda en la
aristocracia del talento, y más disculpable ciertamente donde es á toda
luz más fácil nacer hermosa, de noble cuna, ó adquirir riqueza, que
lucir el talento que nace entre abrojos cuando nace, que sólo acarrea
sinsabores; y que se encuentra aisladamente encerrado en la cabeza de
su dueño como en callejón sin salida. El estado de la literatura entre
nosotros, y el heroísmo que en cierto modo se necesita para dedicarse
á las improductivas letras, es la causa que hace á muchos de nuestros
literatos más insoportables que los de cualquiera otro país: añádese á
éste el poco saber de la generalidad, y de aquí se podrá inferir que
entre nosotros el literato es una especie de oráculo que, poseedor
único de su secreto y solo iniciado en sus misterios recónditos, emite
su opinión oscura con voz retumbante y hueca, subido en el trípode
que la general ignorancia le fabrica. Charlatán por naturaleza, se
rodea del aparato ostentoso de las apariencias, y es un cuerpo más
impenetrable que la célebre cuña de la milicia romana. Las bellas
letras, en una palabra, el saber escribir es un oficio particular que
sólo profesan algunos, cuando debiera constituir una pequeñísima parte
de la educación general de todos.

Pero, si atendidas estas breves consideraciones es el orgullo del
talento disculpable porque es el único modo que tiene el literato de
cobrarse el premio de su afán, no por eso autoriza á nadie á ser en
sociedad ridículo, y éste es el extremo por donde peca don Timoteo.

No hace muchos días que yo, que no me precio de gran literato, yo
que de buena gana prescindiría de esta especie de apodo, si no fuese
preciso que en sociedad tenga cada cual el suyo, y si pudiese tener
otro mejor, me vi en la precisión de consultar á algunos literatos
con el objeto de reunir sus diversos votos y saber qué podrían valer
unos opúsculos que me habían traído para que diese yo sobre ellos
mi opinión. Esto era harto difícil en verdad, porque, si he de decir
lo que siento, no tengo fijada mi opinión todavía acerca de ninguna
cosa, y me siento medianamente inclinado á no fijarla jamás: tengo mis
razones para creer que éste es el único camino del acierto en materias
opinables: en mi entender todas las opiniones son peores; permítaseme
esta manera de hablar antigramatical y antilógica.

Fuíme, pues, con mis manuscritos debajo del brazo (circunstancia que no
le importará gran cosa al lector) deseoso de ver á un literato, y me
pareció deber salir para esto de la atmósfera inferior donde pululan
los poetas noveles y lampiños, y dirigirme á uno de esos literatazos
abrumados de años y de laureles.

Acerté á dar con uno de los que tienen más sentada su reputación. Por
supuesto que tuve que hacer una antesala digna de un pretendiente,
porque una de las cosas que mejor se saben hacer aquí es esto de
antesala. Por fin tuve el placer de ser introducido en el oscuro
santuario.

Cualquiera me hubiera hecho sentar; pero don Timoteo me recibió en
pie, atendida sin duda la diferencia que hay entre el literato y el
hombre. Figúrense ustedes un ser enteramente parecido á una persona;
algo más encorvado hacia el suelo que el género humano, merced sin
duda al hábito de vivir inclinado sobre el bufete; mitad sillón, mitad
hombre; entrecejo arrugado; la voz más hueca y campanuda que la de
las personas; las manos _mijt_ y _mijt_, como dicen los chuferos y
valencianos, de tinta y tabaco; gran autoridad en el decir; mesurado
compás de frases; vista insultantemente curiosa, y que oculta á su
interlocutor por una rendija que le dejan libres los párpados fruncidos
y casi cerrados, que es manera de mirar sumamente importante y como
de quien tiene graves cuidados; los anteojos encaramados á la frente;
calva, hija de la fuerza del talento, y gran balumba de papeles
revueltos y libros confundidos que bastaran á dar una muestra de lo
coordinadas que podía tener en la cabeza sus ideas; una caja de rapé
y una petaca: los demás vicios no se veían. Se me olvidaba decir
que la ropa era adrede mal hecha, afectando desprecio de las cosas
terrenas, y todo el conjunto no de los más limpios, porque éste era de
los literatos rezagados del siglo pasado, que tanto más profundos se
imaginaban cuanto menos aseados vestían. Llegué, le vi, dije: éste es
un sabio.

Saludé á don Timoteo y saqué mis manuscritos.

--¡Hola! me dijo ahuecando mucho la voz para pronunciar.

--Son de un amigo mío.

--¿Sí? me respondió. ¡Bueno! ¡Muy bien! Y me echó una mirada de arriba
abajo por ver si descubría en mi rostro que fuesen míos.

--¡Gracias! repuse, y empezó á hojearlos.

--«Memoria sobre las aplicaciones del vapor».

--¡Ah! esto es acerca del vapor, ¿eh? Aquí encuentro ya... Vea usted...
aquí falta una coma: en esto soy muy delicado. No hallará usted en
Cervantes usada la voz _memoria_ en este sentido; el estilo es duro, y
la frase es poco robusta... ¿Qué quiere decir _presión_ y...?

--Sí; pero acerca del vapor... porque el asunto es saber si...

--Yo le diré á usted; en una oda que yo hice allá cuando muchacho,
cuando uno andaba en esas cosas de literatura... dije... cosas buenas...

--Pero ¿qué tiene que ver?

--¡Oh! ciertamente ¡oh! Bien, me parece bien. Ya se ve; estas ciencias
exactas son las que han destruido los placeres de la imaginación: ya no
hay poesía.

--¿Y qué falta hace la poesía cuando se trata de mover un barco, señor
don Timoteo?

--¡Oh! cierto... pero la poesía... amigo... ¡oh! aquellos tiempos se
acabaron. Esto... ya se ve... estará bien, pero debe usted llevarlo á
un físico, á uno de ésos...

--Señor don Timoteo, un literato de la fama de usted tendrá siquiera
ideas generales de todo, demasiado sabrá usted...

--Sin embargo... ahora estoy escribiendo un tratado completo con notas
y comentarios, míos también, acerca de quien fué el primero que usó el
asonante castellano.

--¡Hola¡ Debe usted darse prisa á averiguarlo: esto urge mucho á la
felicidad de España y á las luces... Si usted llega á morirse, nos
quedamos á buenas noches en punto á asonantes... y...

--Sí, y tengo aquí una porción de cosillas que me traen á leer; no
puedo dar salida á los que... ¡Me abruman á consultas!... ¡Oh! estos
muchachos del día salen todos tan... ¡Oh! ¿Usted habrá leído mis
poesías? Allí hay algunas cosillas...

--Sí; pero un sabio de la reputación de don Timoteo habrá publicado
además obras de fondo y...

--¡Oh! no se puede... no saben apreciar... ya sabe usted... á salir del
día... Sólo la maldita afición que uno tiene á estas cosas...

--Quisiera leer con todo lo que usted ha publicado: el género humano
debe estar agradecido á la ciencia de don Timoteo... Dícteme usted los
títulos de sus obras. Quiero llevarme una apuntación.

--¡Oh! ¡Oh!

--¿Qué especie de animal es éste, iba yo diciendo ya para mí, que
no hace más que lanzar monosílabos y hablar despacio, alargando los
vocablos y pronunciando más abiertas las _aes_ y las _oes_?

Cogí sin embargo una pluma y un gran pliego de papel presumiendo que se
llenaría con los títulos de las luminosas obras que habría publicado
durante su vida el célebre literato don Timoteo.

--Yo hice, empezó, una oda á la _Continencia_... ya la conocerá
usted... allí hay algunos versecillos.

--_Continencia_, dije yo repitiendo. Adelante.

--En los periódicos de entonces puse algunas anacreónticas; pero no con
mi nombre.

--_Anacreónticas_; siga usted; vamos á lo gordo.

--Cuando los Franceses escribí un folletito que no llegó á
publicarse... ¡como ellos mandaban!...

--_Folletito_ que no llegó á publicarse.

--He hecho una oda al Huracán, y una silva á Filis.

--_Huracán_, _Filis_.

--Y una comedia que medio traduje de cualquier modo; pero como en
aquel tiempo nadie sabía francés, pasó por mía: me dió mucha fama. Una
novelita traduje también...

--¿Qué más?

--Ahí tengo un prólogo empezado para una obra que pienso escribir, en
el cual trato de decir modestamente que no aspiro al título de sabio:
que las largas convulsiones políticas que han conmovido á la Europa
y á mí á un mismo tiempo, las intrigas de mis émulos, enemigos y
envidiosos, y la larga carrera de infortunios y sinsabores en que me
he visto envuelto y arrastrado juntamente con mi patria, han impedido
que dedicara mis ocios al cultivo de las musas; que habiéndose luego
el gobierno acordado y servídose de mi poca aptitud en circunstancias
críticas, tuve que dar de mano á los estudios amenos que reclaman
soledad y quietud de espíritu, como dice Cicerón; y en fin, que en la
retirada de Vitoria perdí mis papeles y manuscritos más importantes; y
sigo por ese estilo...

--Cierto... Ese prólogo debe darle á usted extraordinaria importancia.

--Por lo demás, no he publicado otras cosas...

--Conque una oda y otra oda, dije yo recapitulando, y una silva,
anacreónticas, una traducción original, un folletito que no llegó á
publicarse, y un prólogo que se publicará...

--Eso es. Precisamente.

Al oir esto no estuvo en mí tener más la risa, despedíme cuanto antes
pude del sabio don Timoteo, y fuíme á soltar la carcajada al medio del
arroyo á todo mi placer.

--¡Por vida de Apolo! salí diciendo. ¿Y es éste don Timoteo? ¿Y cree
que la sabiduría está reducida á hacer anacreónticas? ¿Y porque ha
hecho una oda le llaman sabio? ¡Oh reputaciones fáciles! ¡Oh pueblo
bondadoso!

¿Para qué he de entretener á mis lectores con la poca diversidad que
ofrece la enumeración de las demás consultas que en aquella mañana
pasé? Apenas encontré uno de esos célebres literatos, que así pudiera
dar su voto en poesía como en legislación, en historia como en
medicina, en ciencias exactas como en... Los literatos aquí no hacen
más que versos, y si algunas excepciones hay, y si existen entre ellos
algunos de mérito verdadero que de él hayan dado pruebas positivas, no
son excepciones suficientes para variar la regla general.

¿Hasta cuándo, pues, esa necia adoración á las reputaciones usurpadas?
Nuestro país ha caminado más de prisa que esos literatos rezagados;
recordamos sus nombres que hicieron ruido cuando, más ignorantes,
éramos los primeros á aplaudirlos; y seguimos repitiendo siempre como
papagayos: _Don Timoteo es un sabio_. ¿Hasta cuándo? Presenten sus
títulos á la gloria y los respetaremos y pondremos sus obras sobre
nuestra cabeza. ¿Y al paso que nadie se atreve á tocar á esos sagrados
nombres que sólo por antiguos tienen mérito, son juzgados los jóvenes
que empiezan con toda la severidad que aquéllos merecerían? El más
leve descuido corre de boca en boca; una reminiscencia es llamada robo;
una imitación plagio, y un plagio verdadero intolerable desvergüenza.
Esto en tierra donde hace siglos que otra cosa no han hecho sino
traducir nuestros más originales hombres de letras.

Pero volvamos á nuestro don Timoteo. Háblesele de algún joven que
haya dado alguna obra. No lo he leído... ¡Como no leo esas cosas!
exclama. Hable usted de teatros á don Timoteo.--No voy al teatro; eso
está perdido... porque quieren persuadirnos de que estaba mejor en
su tiempo; nunca verá usted la cara del literato en el teatro. Nada
conoce, nada lee nuevo; pero de todo juzga, de todo hace ascos.

Veamos á don Timoteo en el Prado; rodeado de una pequeña corte que á
nadie conoce cuando va con él: vean ustedes cómo le oyen con la boca
abierta; parece que le han sacado entre todos á paseo para que no se
acabe entre sus investigaciones acerca de la ruina que á nadie le
importa. ¿Habló don Timoteo? ¡Qué algazara y qué aplausos! ¿Se sonrió
don Timoteo? ¿Quién fué el dichoso que le hizo desplegar los labios?
¿Lo dijo don Timoteo, el sabio autor de una oda olvidada ó de un
ignorado romance? Tuvo razón don Timoteo.

Haga usted una visita á don Timoteo; en buena hora; pero no espere
usted que se la pague. Don Timoteo no visita á nadie. ¡Está tan
ocupado! El estado de su salud no le permite usar de cumplimientos; en
una palabra, no es para don Timoteo la buena crianza.

Veámosle en sociedad. ¡Qué aire de suficiencia, de autoridad, de
supremacía! Nada le divierte á don Timoteo. ¡Todo es malo! Por supuesto
que no baila don Timoteo, ni habla don Timoteo, ni ríe don Timoteo, ni
hace nada don Timoteo de lo que hacen las personas. Es un eslabón roto
en la cadena de la sociedad.

¡Oh sabio don Timoteo! ¿Quién me diera á mí hacer una mala oda para
echarme á dormir sobre el colchón de mis laureles; para hablar de mis
afanes literarios, de mis persecuciones y de las intrigas y revueltas
de los tiempos; para hacer ascos de la literatura; para recibir á las
gentes sentado; para no devolver visitas; para vestir mal; para no
tener que leer; para decir del alumno de las musas que más haga: «es un
mancebo de dotes muy recomendables, es mozo que promete»; para mirarle
á la cara con aire de protección y darle alguna suave palmadita en la
mejilla, como para comunicarle por medio del contacto mi saber; para
pensar que el que hace versos, ó sabe donde han de ponerse las comas, y
cuál palabra se halla en Cervantes, y cuál no, ha llegado al _summum_
del saber humano; para llorar sobre los adelantos de las ciencias
útiles; para tener orgullo y amor propio; para hablar pedantesco y
ahuecado; para vivir en contradicción con los usos sociales; para ser
en fin ridículo en sociedad sin parecérselo á nadie?



                         LA POLÉMICA LITERARIA

    ...à Madrid la république des lettres était celle des loups,
    toujours armés les uns contre les autres; et livrés au mépris où ce
    visible acharnement les conduit, tous les insectes, les moustiques,
    les cousins, les critiques, les maringouins, les envieux, les
    feuillistes, les libraires, les censeurs, et tout ce qui s'attache
    à la peau des malheureux gens de lettres, achevait de déchiqueter
    et de sucer le peu de substance qui leur restait.

                      BEAUMARCHAIS. _Le Barbier de Séville_, act. I.


Muchos son los obstáculos que para escribir encuentra entre nosotros
el escritor, y el escritor sobre todo de costumbres que funda sus
artículos en la observación de los diversos caracteres que andan por la
sociedad revueltos y desparramados: si hace un artículo malo, ¿quién es
él, dicen, para hacerle bueno? Y si le hace bueno, _será traducido_,
gritan á una voz sus amigos. Si huyó de ofender á nadie, son pálidos
sus escritos, no hay chiste en ellos ni originalidad; si observó bien,
si hizo resaltar los colores, y si logra sacar á los labios de su
lector tal cual picante sonrisa, «es un payaso», exclaman, como si el
toque del escribir consistiera en escribir serio; si le ofenden los
vicios, si rebosa en sus renglones la indignación contra los necios, si
los malos escritores le merecen tal cual varapalo, «es un hombre feroz,
á nadie perdona. ¡Jesús, qué entrañas!» ¡Habrá pícaro que no quiere que
escribamos disparates! ¿Dibujó un carácter, y tomó para ello toques
de éste y de aquél, formando su bello ideal de las calidades de todos?
¡Qué picarillo, gritan, cómo ha puesto á don fulano! ¿Pintó un avaro
como hay ciento? Pues ése es don Cosme, gritan todos, el que vive aquí
á la vuelta.--Y no se desgañite para decirle al público:--«Señores, que
no hago retratos personales, que no critico á uno, que critico á todos.
Que no conozco siquiera á ese don Cosme».--¡Tiempo perdido!--Que el
artículo está hecho hace dos meses, y don Cosme vino ayer.--Nada.--Que
mi avaro tiene peluca y don Cosme no la gasta.--¡Ni por ésas! Púsole
peluca, dicen, para desorientar; pero es él.--Que no se parece á don
Cosme en nada.--No importa; es don Cosme, y se lo hacen creer todos á
don Cosme por ver si don Cosme le mata; y don Cosme, que es caviloso,
es el primero á decir: «ése soy yo». Para esto de entender alusiones
nadie como nosotros.

¿Consistirá esto en que los criticados que se reconocen en el cuadro de
costumbres se apresuran á echar el muerto al vecino para descartarse de
la parte que á ellos les toca? ¡Quién sabe! Confesemos de todos modos
que es pícaro oficio el de escritor de costumbres.

Con estas reflexiones encabezamos nuestro artículo de hoy, porque, no
nos perdone Dios nuestros pecados, si no creemos que antes de llegar al
último renglón han de haber encontrado nuestros perspicaces lectores
el original del retrato que no hacemos. Como cosa de las doce serían
cuando cavilaba yo ayer acerca del modo de urdir un artículo bueno que
gustase á todos los que le leyesen, y encomendábame á toda priesa, con
más fe que esperanza, á santa Rita, abogada de imposibles, para que me
deparara alguna musa acomodaticia, la cual me enviase inspiraciones
cortadas á medida de todo el mundo. Pedíale un modo de escribir que ni
fuese serio, ni jocoso, ni general, ni personal, ni largo, ni corto,
ni profundo, ni superficial, ni alusivo, ni indeterminado, ni sabio,
ni ignorante, ni culto, ni trivial; una quimera, en fin, y pedíale
de paso un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas
que buenamente no suelen ocurrirme, que son las más, y una baraja
completa de transposiciones felices, de éstas que el diablo mismo que
las inventó no entiende, y que por consiguiente no comprometen al que
las escribe... Pero estoy para mí que no debía de hacer más caso de
mis oraciones la santa que el que hacen los cómicos de los artículos
de teatros, porque ni venía musa, ni yo acertaba á escribir un mal
disparate que pudiese dar contento á necios y á discretos. Mesábame las
barbas, y renegaba de mi mal cortada pluma, que siempre ha de pinchar,
y de mi lengua que siempre ha de maldecir, cuando un cariacontecido
mozalbete con cara de literato, es decir, de envidia, se me presentó, y
mirándome zaino y torcido, como quien no camina derecho ni piensa hacer
cosa buena, díjome entre uno y otro piropo, que yo eché en saco roto,
como tenía que consultarme y pedirme consejos en materias graves.

Invitéle á que se sentara, lo cual hizo en la punta de una silla, como
aquél que no quería abusar de mi buena crianza, poniendo su sombrero
debajo de una mesa á modo de florero ó de escupidera.

--¿Y qué es el caso? le pregunté; porque ha de advertir el lector que
yo me perezco por los diálogos.

--¿Qué ha de ser, señor Fígaro, sino que yo he puesto un artículo en
un periódico, y no bien le había leído impreso, cuando zas, ya me han
contestado?

--¡Oh! Son muy bien criados los periodistas, le dije: no saben lo que
es dejar á un hombre sin contestación.

--Sí, señor; pero de buenas á primeras, y sin pedirme mi parecer, dan
en la flor de decirme que es mi artículo un puro disparate. Es el caso
que yo también quiero contestar, porque ¿qué dirá el mundo, y sobre
todo la Europa, si yo no contesto?

--Cierto: no se piensa en otra cosa en el día sino en Portugal y en su
artículo de usted.

--Ya se ve: y como usted entiende de achaque de contestaciones, y
de cómo se lleva por aquí eso de polémica literaria, vengo á que me
endilgue usted, sobre poco más ó menos, cuatro consejos oportunos, de
modo que la materia en cuestión se dilucide, se entere el público de
quién tiene razón, y quede yo encima, que es el objeto.

--¿Y de qué habla el artículo?

--Le diré á usted: de nada: el hecho es que en la cuestión no nos
entendemos ni él ni yo, porque como la mitad de las cosas que podrían
decirse en la materia, uno y otro las ignoramos, y la otra mitad no se
puede decir...

--Sí... pues eso es muy fácil... ¿pero trata de?...

--De tabacos, sí, señor. Conque yo quisiera que usted me indicase
todos los hombres que han tenido que ver con tabacos desde Nicot que
los descubrió hasta Tissot, por lo menos, que está contra su uso. Con
la vasta erudición que usted me va á proporcionar yo haré trizas á mi
contrario...

--¡Ay, amigo!, le interrumpí, ¡y qué poco entiende usted de polémica
literaria! En primer lugar, para disputar de una materia lo primero que
usted debe procurar es ignorarla de pe á pa. ¿Qué quiere usted?, así
corren los tiempos. En segundo lugar, ¿usted sabe quién es el autor del
artículo contra usted?

--¿Y qué falta hace para aclarar la cuestión al público saber quién sea
el autor del artículo?

--¡Hombre, usted está en el cristus de la polémica literaria del país!
¿De dónde viene usted? Usted no lee. En vez de buscar libros que
confirmen la opinión de usted, la primera diligencia que ha de hacer
es saber quién es el autor del artículo contrario.

--Bueno: pues ya lo sé. Pero el caso no es ése, sino que un periódico
dice que mi artículo es malo.

--Calle usted. Somos felices.

--Yo pensaba dar razones y probar...

--No, señor, no pruebe usted nada. ¿Usted se quiere perder? Diga usted,
¿qué señas tiene el adversario de usted? ¿Es alto?

--Mucho; se pierde de vista.

--¿Tendrá seis pies?

--Más, más: hágale usted más favor... pero ¿qué tiene que ver eso con
la cuestión de tabacos?

--¿No ha de tener? Empiece usted diciendo que su artículo de usted es
bueno: primero porque él es alto.

--¡Hombre!

--Calle usted. ¿Ha escrito algunas obras?

--Sí, señor: en el año 97 escribió una comedia que no valía gran cosa.

--Bravo: añada usted que usted entiende mucho de tabacos, fundado en
que él hizo el año 97 una comedia...

--Pero, señor, haremos reir al público...

--No tenga usted cuidado: el público se morirá de risa, y la palestra
queda por el que hace reir. ¿Qué más tiene el adversario? ¿Tiene alguna
verruga en las narices, tiene moza, debe á alguien, ha estado en la
cárcel alguna vez, gasta peluca, ha tenido opinión nula?...

--Algo, algo hay de eso.

--Pues bien: á él: la opinión, la verruga: duro en sus defectos. ¿Qué
entenderá él de achaque de tabacos, si escribió en los periódicos de
entonces, y si el año 8 jugaba á la pipirijaina ó á la pata coja?

--¿Pero adónde vamos á parar?...

--Á la tetilla izquierda, señor: usted no se desanime: ¿le coge usted
en un plagio? El testo en los hocicos, el original, y ande. ¿Sabe usted
algún cuento? á contársele.

--¿Y si no vienen á pelo los cuentos que yo sé.

--No importa; usted hará reir, y ése es el caso. ¿Dice él que usted se
equivoca una vez? Dígale usted qué él se equivoca ciento, y pata. Usted
es una tal; y usted es más: éste el modo.

--Pero, señor Fígaro, ¿y dónde dejamos ya la cuestión de tabacos?

--¿Y á usted qué le importa ni á nadie tampoco? Déjela usted que
viaje. Por fin luego que usted haya agotado todos los recursos de la
personalidad, concluya usted apelando al público y diciendo que él
sabrá apreciar la moderación de usted en la cuestión presente: que
se retira usted de la polémica; en primer lugar, porque ha probado
suficientemente su opinión acerca de tabacos con las poderosas razones
antedichas de la estatura, de la verruga, de la comedia del año 97, de
las deudas y de la opinión del adversario: y en segundo lugar porque
habiendo usado el contrario de mala fe y de indecorosas personalidades
(y eso dígalo usted aunque sea mentira), de que usted no se siente
capaz en atención á que usted respeta mucho al público respetable, la
polémica se ha hecho asquerosa é interminable. Aquí dice usted una
gracia ó dos si puede acerca del mayor número de suscriciones que reúne
el periódico en que usted escribe, que es razón concluyente, y que le
piquen á usted moscas.

--Señor Fígaro, ese plan será bueno; mas yo le encuentro el
inconveniente de que si en un país en que tan poco prestigio tienen la
literatura y los literatos, en vez de darnos honor unos á otros nos
damos mutuamente en espectáculo, derribamos nosotros mismos nuestros
altares, y nos hacemos el hazmereir del público... y á mí me da
vergüenza...

--¡Ay! ¡ay! ¡ay! ¿Ahora salimos con que tiene usted vergüenza?... y...
¡voto ya! Dijéralo usted al principio. Usted es incorregible. Pues,
amigo, voy á concluir: hace muchos años que ando por este mundo, y
las más de las polémicas que he visto se han decidido por ese estilo.
Fuera, pues, razones, señor mío: látigo y más látigo: no sé qué sabio
ha dicho que las más de las cuestiones son cuestiones de nombre: aquí,
amigo mío, las más son cuestiones de personas.--Y con esto despedí á mi
cliente, quien no sé si habrá aprovechado mis consejos. Una cosa tan
sólo le supliqué al salir por el umbral de mi puerta.--Si acaso, le
dije, oye usted decir á las gentes cuando le vean por el mundo: «ahí va
el cliente de Fígaro: ése es el del artículo».--No lo creo, responda
usted: el cliente de Fígaro es un ente ideal que tiene muchos retratos
en esta sociedad, pero que no tiene original en ninguna.



                            LA FONDA NUEVA


Preciso es confesar que no es nuestra patria el país donde viven
los hombres para comer: gracias por el contrario si se come para
vivir: verdad es que no es éste el único punto en que manifestamos lo
mal que nos queremos: no hay género de diversión que no nos falte:
no hay especie de comodidad de que no carezcamos. «¿Qué país es
éste?», me decía no hace un mes un extranjero que vino á estudiar
nuestras costumbres. Es de advertir, en obsequio de la verdad,
que era francés el extranjero, y que el francés es el hombre del
mundo que menos concibe el monótono y sepulcral silencio de nuestra
existencia española.--Grandes carreras de caballos habrá aquí, me
decía desde el amanecer: no faltaremos.--Perdone usted, le respondía
yo; aquí no hay carreras.--¿No gustan de correr los jóvenes de las
primeras casas? ¿No corren aquí siquiera los caballos?...--Ni siquiera
los caballos.--Iremos á caza.--Aquí no se caza: no hay dónde, ni
qué.--Iremos al paseo de coches.--No hay coches.--Bien: á una casa de
campo á pasar el día.--No hay casas de campo, no se pasa el día.--Pero
habrá juegos de mil suertes diferentes, como en toda Europa... habrá
jardines públicos donde se baile; más en pequeño, pero habrá sus
_tívolis_, sus _ranelagh_, sus _campos elíseos_... habrá algún juego
para el público.--No hay nada para el público: el público no juega.--Es
de ver la cara de los extranjeros cuando se les dice francamente que
el público español, ó no siente la necesidad interior de divertirse,
ó se divierte como los sabios (que en eso todos lo parecen) con sus
propios pensamientos: creía mi extranjero que yo quería abusar de su
credulidad, y con rostro entre desconfiado y resignado, «Paciencia,
me decía por fin: nos contentaremos con ir á los bailes que den las
casas del buen tono y las suarés...».--Paso, señor mío, le interrumpí
yo: ¿conque es bueno que le dije que no había gallinas y se me viene
pidiendo?... En Madrid no hay bailes, no hay suarés. Cada uno habla
ó reza, ó hace lo que quiere en su casa con cuatro amigos muy de
confianza, y basta.

Nada más cierto sin embargo que este tristísimo cuadro de nuestras
costumbres. Un día sólo en la semana, y eso no todo el año, se
divierten mis compatriotas: el lunes, y no necesito decir en qué: los
demás días examinemos cuál es el público recreo. Para el pueblo bajo el
día más alegre del año redúcese su diversión á calzarse las castañuelas
(digo calzarse porque en ciertas gentes las manos parecen pies), y
agitarse violentamente en medio de la calle, en corro, al desapacible
son de la agria voz y del desigual pandero. Para los elegantes todas
las corridas de caballos, las partidas de caza, las casas de campo,
todo se encierra en dos ó tres tiendas de la calle de la Montera. Allí
se pasa alegremente la mañana en contar las horas que faltan para irse
á comer, si no hay sobre todo gordas noticias de Lisboa, ó si no dan en
pasar muchos lindos talles de quien murmurar, y cuya opinión se pueda
comprometer, en cuyos casos varía mucho la cuestión y nunca falta que
hacer.--¿Qué se hace por la tarde en Madrid?--Dormir la siesta.--¿Y el
que no duerme, qué hace?--Estar despierto; nada más. Por la noche, es
verdad, hay un poco de teatro, y tiene un elegante el desahogo inocente
de venir á silbar un rato la mala voz del bufo caricato, ó á aplaudir
la linda cara de la _altra prima donna_; pero ni se proporciona tampoco
todos los días, ni se divierte en esto sino un muy reducido número
de personas, las cuales, entre paréntesis, son siempre las mismas, y
forman un pueblo chico de costumbres extranjeras, embutido dentro de
otro grande de costumbres patrias, como un cucurucho menor metido en un
cucurucho mayor.

En cuanto á la pobre clase media, cuyos límites van perdiéndose y
desvaneciéndose cada vez más, por arriba en la alta sociedad, en
que hay de ella no pocos intrusos, y por abajo en la capa inferior
del pueblo, que va conquistando sus usos, ésa sólo de una manera se
divierte. ¿Llegó un día de días? ¿Hubo boda? ¿Nació un niño? ¿Diéronle
un empleo al amo de la casa?, que en España ése es el grande alegrón
que hay que recibir. Sólo de un modo se solemniza. Gran coche de
alquiler, decentemente regateado; pero más gran familia: seis personas
coge el coche á lo más. Pues entra papá, entra mamá, las dos hijas, dos
amigos íntimos convidados, una prima que se apareció allí casualmente,
el cuñado, la doncella, un niño de dos años y el abuelo: la abuela no
entra porque murió el mes anterior. Ciérrase la portezuela entonces
con la misma dificultad que la tapa de un cofre apretado para un
largo viaje, y á la fonda. La esperanza de la gran comida, á que se
va aproximando el coche mal que bien, aquello de andar en alto, el
rubor de las jóvenes que van sentadas sobre los convidados, y la
ausencia sobre todo del diurno puchero alborotan á nuestra gente en tal
disposición, que desde media legua se conoce el coche que lleva á la
fonda á una familia de enhorabuena.

Tres años seguidos he tenido la desgracia de comer de fonda en Madrid,
y en el día sólo el deseo de observar las variaciones que en nuestras
costumbres se verifican con más rapidez de lo que algunos piensan, ó
el deseo de pasar un rato con amigos, pueden obligarme á semejante
despropósito. No hace mucho sin embargo que un conocido mío me quiso
arrastrar fuera de mi casa á la hora de comer.--Vamos á comer á la
fonda.--Gracias; mejor quiero no comer.--Comeremos bien; iremos á
Genyeis: es la mejor fonda.--Linda fonda: es preciso comer de seis ó
siete duros para no comer mal. ¿Qué aliciente hay allí para ese precio?
Las salas son bien feas: el adorno ninguno: ni una alfombra, ni un
mueble elegante, ni un criado decente, ni un servicio de lujo, ni un
espejo, ni una chimenea, ni una estufa en invierno, ni agua de nieve
en verano, ni... ni burdeos, ni champagne... Porque no es burdeos el
valdepeñas, por más raíz de lirio que se le eche.--Iremos á los _Dos
Amigos_.--Tendremos que salirnos á la calle á comer, ó á la escalera,
ó llevar una cerilla en el bolsillo para vernos las caras en la sala
larga.--Á cualquiera otra parte. Crea usted que hoy nos van á dar bien
de comer.--¿Quiere usted que le diga yo lo que nos darán en cualquier
fonda adonde vayamos? Mire usted, nos darán en primer lugar mantel y
servilletas puercas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos:
sacarán las cucharas del bolsillo, donde están con las puntas de
los cigarros; nos darán luego una sopa que llaman de yerbas, y que
no podría acertar á tener nombre más alusivo; estofado de vaca á la
italiana, que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos
los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; frito de sesos y
manos de carnero, hechos aquéllos y éstas á fuerza de pan: una polla
que se dejaron otros ayer, y unos postres que nos dejaremos nosotros
para mañana.--Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come
barato.--Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí se aguanta mucho.

No hubo sin embargo remedio: mi amigo no daba cuartel, y estaba visto
que tenía capricho de comer mal un día. Fué preciso, pues, acompañarle,
é íbamos á entrar en los _Dos Amigos_, cuando llamó nuestra atención
un gran letrero nuevo que en la misma calle de Alcalá y sobre las
ruinas del antiguo figón de Perona dice: _Fonda del Comercio_.--¿Fonda
nueva?--Vamos á ver. En cuanto al local, no les da el naipe á
los fondistas para escoger local; en cuanto al adorno, nos cogen
acostumbrados á no pagarnos de apariencias; nosotros decimos: ¡como
haya que comer, aunque sea en el suelo! Por consiguiente nada nuevo en
este punto en la fonda nueva.

Choconos sin embargo la diferencia de las caras de ahora, y que hace
medio año se veían en aquella casa. Vimos elegantes, y diónos esto
excelente idea. Realmente hubimos de confesar que la fonda nueva es la
mejor; pero es preciso acordarnos de que la Fontana era también la
mejor cuando se instaló: ésta será, pues, otra Fontana dentro de un par
de meses. La variedad que hoy en platos se encuentra cederá á la fuerza
de las circunstancias; lo que nunca podrá perder será el servicio: la
fonda nueva no reducirá nunca el número de sus mozos, porque es difícil
reducir lo poco; se ha adoptado en ella el principio admitido en todas:
un mozo para cada sala, y una sala para cada veinte mesas.

Por lo demás no deja de ofrecer un cuadro divertido para el observador
oscuro el aspecto de una fonda. Si á su entrada hay ya una familia en
los postres, ¿qué efecto le hace al que entra frío y sereno el ruido
y la algazara de aquella gente toda alborotada porque ha comido? ¡Qué
miserable es el hombre! ¿De qué se ríen tanto? ¿Han dicho alguna
gracia? No, señor; se ríen de que han comido, y la parte física del
hombro triunfa de la moral, de la sublime; que no debiera estar tan
alegre sólo por haber comido.--Allí está la familia que trajo el
coche... ¡¡¡Apartemos la vista y tapemos los oídos por no ver, por no
oir!!!

Aquel joven que entra venía á comer de medio duro; pero se encontró
con veinte conocidos en una mesa inmediata: dejóse coger también por
la negra honrilla, y sólo por los testigos pide de á duro. Si como son
conocidos fuera una mujer á quien quisiera conquistar, la que en otra
mesa comiera, hubiera pedido de á doblón: á pocos amigos que encuentre,
el infeliz se arruina. ¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mal entendida
vergüenza de no ser calavera!

¿Y aquél otro? Aquél recorre todos los días á una misma hora varias
fondas: aparenta buscar á alguien: en efecto, algo busca; ya lo
encontró; allí hay conocidos suyos: á ellos derecho: primera frase
suya:--¡Hombre! ¿Ustedes por aquí?--Coma usted con nosotros, le
responden todos.--Excúsase al principio; pero si había de comer
solo... un amigo á quien esperaba no viene... Vaya, comeré con ustedes,
dice por fin, y se sienta. ¡Cuán ajenos estaban sus convidadores de
creer que habían de comer con él! Él sin embargo sabía desde la víspera
que había de comer con ellos: les oyó convenir en la hora, y es hombre
que come los más días de oídas, y algunos por haber oído.

¿Qué pareja es la que sin mirar á un lado ni á otro pide un cuarto al
mozo y?... Pero es preciso marcharnos, mi amigo y yo hemos concluido
de comer: cierta curiosidad nos lleva á pasar por delante de la
puerta entornada donde ha entrado á comer sin testigos aquel oscuro
matrimonio... sí; duda... Una pequeña parada que hacemos alarma á los
que no quieren ser oídos, y un portazo dado con todo el mal humor
propio de un misántropo nos advierte nuestra indiscreción y nuestra
impertinencia. Paciencia, salgo diciendo: todo no se puede observar
en este mundo; algo ha de quedar oscuro en un cuadro: sea esto lo que
quede en negro en este artículo de costumbres de la _Revista española_.



                                POESÍAS
                                  DE
                   DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Es tan conocido el mérito del autor de esta nueva colección poética,
son tan justamente apreciados en España y fuera de ella los varios
ensayos didácticos y composiciones dramáticas que en anteriores tomos
ha publicado, que no es mucho que entremos con respeto y miedo á
juzgar al que puede juzgar á los demás. El justo criterio, el gusto
depurado son las dotes que más brillan en sus escritos; pero no
contento el señor Martínez de la Rosa con haber indicado el camino
que deben trillar los que á la gloria inmortal de poetas aspiren,
nos quiere dar el ejemplo al lado de la admonición. Harta empresa es
ésa para un solo hombre. No presta el cielo al mismo tiempo la fría
severidad del crítico y la ardiente imaginación del vate, y mal pudiera
prestarlas sin contradecir sus propias leyes. Si alguna vez, pues,
se ven ambas calidades reunidas puede reputarse fenómeno. Recorramos
la lista de los primeros poetas; no hallaremos en ésa á los grandes
didácticos: preceptos será lo que en sus obras encontraremos, preceptos
de inspiración; rara vez preceptistas. Homero, Virgilio, Anacreonte,
Píndaro, Taso, Millón, etc., etc., se contentaron con la parte que les
tocó; verdad es que les tocó lo más, porque nunca harán los preceptos
un poeta. Recorramos por otra parte las obras de los grandes maestros
del arte. Aristóteles hubiera probado á entonar la trompa épica; en
balde hubiera ensayado á observar sus mismas reglas. Longino, que tan
bien entendió el sublime, no hubiera dado nunca con él. El severo
Boileau quiso pulsar la lira, y Apolo la rompió en sus débiles manos;
toda su oda á la toma de Namor puede darse por el peor concepto de
su arte poética. La Harpe dió modelos; pero modelos de escuela. En
una palabra, la cabeza puede aventajarse en el hombre, pero es por
lo regular á costa del corazón. Dos nombres colosales, que son los
que más acaso á la perfección en distintos géneros se han acercado,
pudieran citarse como poderosas excepciones de nuestro aserto: Horacio
y Voltaire. Esto sin embargo podría ser objeto de larga discusión en
que no podemos entrar ahora; en ella aparecería tal vez que el Horacio
del arte poética y de las sátiras no es el Horacio de las odas, que el
Voltaire prosista es infinitamente superior al Voltaire autor cómico,
trágico y épico.

En beneficio del señor don Francisco Martínez pueden sólo resultar
estas breves observaciones, á que la lectura grata de su libro da
lugar. Nadie puede dudar del alto puesto que entre los preceptistas
ocupa; y de su talento poético no seremos ciertamente nosotros los
que dudemos. Y no decimos tampoco que el señor Martínez es poeta
porque creamos que otros lo duden, sino porque en decirlo gozamos y en
repetirlo, nosotros sobre todo, que juzgaremos al autor con sus mismas
leyes, y que abundamos afortunadamente en sentadas opiniones suyas.
Sentimiento, intención, es lo que buscamos en el poeta: sentimiento,
intención, encontramos en el señor Martínez de la Rosa, «No remontemos,
dice el autor en su prólogo, tan desacordadamente el concepto y la
frase que cueste trasudores el entendernos». «No recuerdo un solo rasgo
sublime, dice en otra parte, en cualquiera lengua que sea, que no esté
expresado con sencillez». Esta idea, adoptada por nuestro poeta y tan
bien seguida en su _Edipo_; esta imitación de la griega sencillez
es la que distingue sus obras poéticas de las demás de su época: la
oscura ampulosidad es una montaña que abruma nuestra poesía, nada más
necesario que el que se resuelvan los jóvenes en fin á segregar del
fruto precioso el lujurioso pámpano que le ahoga. No es la palabra lo
sublime; séalo el pensamiento; parta derecho al corazón; apodérese de
él, y la palabra lo será también. «Hágase la luz, dijo Dios, y fué la
luz». Nada hay escrito más sublime, nada sin embargo menos ampuloso.
Oigamos otra expresión grande y sencilla. Muere una mujer, y exclama
su amiga: «¡Conque ésta es la primera noche que vas á pasar en la
tierra!» ¡Qué apostrofe hay más enérgico! ¡Qué formas sin embargo
más sencillas! Todas las palabras son sublimes cuando la pasión las
emplea. Siguiendo estos principios, es difícil ser á veces más poeta
que el autor de esta colección. Hay ternura en sus composiciones,
sentimiento en sus versos, profundidad á veces, dulce y melancólica
filosofía. Bien quisiéramos citar algunos trozos de los que han
señoreado en su lectura nuestro corazón. Pero el público se hará con
estas poesías, y citar fragmentos fuera imponernos la difícil tarea
de la elección. Respondemos que serán leídas con placer por los que
abriguen sentimiento; con entusiasmo por los que recibieron del cielo
la sensibilidad como primera condición de su existencia.

Una cosa confesaremos á nuestro pesar: uno de los géneros á que
más lugar ha dado en su tomo el señor Martínez de la Rosa ha sido
un género desgastado ya; un género en que tanto y tan bueno se ha
escrito, que es harto difícil sobresalir en él. No es decir esto que
sus composiciones ligeras no puedan competir con las de Anacreonte,
con las de Gesner, con las de Meléndez; pero la tendencia del siglo
es otra: si las sociedades nacientes alimentan su imaginación con
composiciones ligeras, las sociedades gastadas necesitan sensaciones
más fuertes. Acaso en esto lleve el poeta ventaja á la sociedad en que
vive; acaso las causas de la decadencia de este género no hacen favor á
los adelantos de la civilización; pero no por eso es menos cierto que
buscamos más bien en el día la importante y profunda inspiración de
Lamartine, y hasta la desconsoladora filosofía de Byron que la ligera y
fugitiva impresión de Anacreonte.

Los versificadores que sólo hacer versos saben, mas no sentirlos,
podrán tachar de poco robustos algunos del autor; nosotros, aunque
conocemos la necesaria cooperación de la más completa armonía posible
en la poesía, pasamos ligeramente sobre ese reproche, y siempre daremos
la preferencia en todo caso á las ideas.

Concluiremos dando el parabién al señor Martínez de la Rosa por su
nueva publicación, y deseando que la juventud estudiosa saque tanto
partido de su ejemplo como de las lecciones con que en sus obras
anteriores ha sabido hacerse el órgano del buen gusto, y el honor de su
patria, que colocará su nombre en la corta lista de los que en el día
pueden retribuirla gloria sólida é imperecedera.



                           LAS CASAS NUEVAS


«La constancia es el recurso de los feos, dice la célebre Ninon de
Lenclos en sus lindas cartas al marqués de Sévigné; las personas de
mérito, que saben por donde quiera han de encontrar ojos que se prenden
de ellas, no se curan de conservar la prenda conquistada; los feos,
los necios, los que viven seguros de que difícilmente podrán encontrar
quien llene el vacío de su corazón, se adhieren al amor, que una vez
por acaso encontraron, como las ostras á las peñas que en el mar las
sostienen y alimentan.

ȃstos son generalmente los que temerosos de perder el bien, que
conocen no merecer, preconizan la constancia, la erigen en virtud, y
hacen con ella el tormento de una vida que deben llenar la variedad y
la sucesión de sensaciones tan vivas como diferentes».

Aquella máxima de coqueta, al parecer ligera, si no es siempre cierta,
porque no á todos les es dado el poder ser inconstantes, es sin
embargo profunda y filosófica, y aun puede, fuera del amor, encontrar
más de una exacta aplicación. Pero mi propósito no es hundirme en
consideraciones metafísicas acerca del amor; tengamos lástima al que le
ha dejado tomar incremento en su corazón, y pasemos como sobre ascuas
sobre tan quisquilloso argumento. El hecho es que no tenía yo la edad
todavía de querer ni de ser querido, cuando entre otras varias obras
francesas que en mis manos cayeron, hacía ya un papel muy principal
la de la famosa cortesana citada. Chocóme aquella máxima, y fuese
pueril vanidad, fuese temor de que por apocado me tuviesen, adoptéla
por regla general de mis aficiones. Tuve que luchar en un principio
con la costumbre, que es en el hombre hija de la pereza y madre de
la constancia. El hombre efectivamente se contenta muchas veces con
las cosas tales cuales las encuentra, por no darse á buscar otras,
como se figura acaso difícil encontrarlas; una vez resignado por
pereza, se aficiona por costumbre á lo que tiene y le rodea; y una vez
acostumbrado, tiene la bondad de llamar constancia á lo que es en él
casi naturaleza. Pero yo luché, y al cabo de poco tiempo de ese empeño
en cerrar mi corazón á las aficiones que pudieran llegar á dominarle,
agregado esto á la necesidad de viajar y variar de objetos, en que
las revoluciones del principio del siglo habían puesto á mi familia,
lograron hacer de mí el ser más veleidoso que ha nacido. Pesándome de
ver á las mismas gentes todos los días, no hay amigo que me dure una
semana; no hay tertulia adonde pueda concurrir un mes entero; no hay
hermosa que me lo parezca todos los días, ni fea que no me encante
una vez siquiera al mes: esto me hace disfrutar de inmensas ventajas,
porque sólo se puede soportar á las gentes los quince primeros días
que se las conoce. ¡Qué de atenciones en ellas! ¡Qué de sinceros
ofrecimientos! ¿Pasaron aquéllos? ¿Se intimó la amistad? ¡Á Dios!, como
ya de cualquier modo tienen cumplido con usted; todos son desaires,
todas crudas y acedas respuestas. Pesándome de comer siempre los mismos
alimentos, hoy como á la francesa, mañana á la inglesa, un día ceno y
otro meriendo; ni tengo horas fijas, ni hago comida con concierto. Y
esto tiene la ventaja de predisponerme para el cólera. Pesándome de
hablar siempre en español, tengo amigos franceses sólo para hablar en
francés una hora al día: me trato con los operistas para hablar una vez
á la semana en italiano: aprendí griego por conocer una lengua que no
habla nadie; y sufro las impertinencias de un inglés, á quien trato,
por darme á entender en el idioma en que decía Carlos V que hablaría á
los pájaros. Pesándome de que me llamen todos los días desde el año 9
en que nací, por el mismo apellido, cien veces dejé aquél con que vine
al mundo, y ora fuí el _Duende satírico_, ora el _Pobrecito hablador_,
ora el _Bachiller Munguía_, ora _Andrés Niporesas_, ora _Fígaro_,
ora... y qué sé yo los muchos nombres que me quedarán aún que tomar
en los muchos años que, Dios mediante, tengo hecho propósito de vivir
en este bajo suelo; porque si alguna cosa hay que no me canse es el
vivir; y si he de decir la verdad, consiste esto en que á fuerza de
meditar he venido á conocer que sólo viviendo podré seguir variando.
Por último, y vengamos al asunto, pesándome de vivir todos los días en
una misma casa, la vista de un cuarto desalquilado hace en mi ánimo
el mismo efecto que produce la picadura del pez en el corazón del
anhelante pescador que le tiende el cebo. Corro á mí casa, pongo en
movimiento á mi familia, hágome la ilusión de que emprendo un viaje,
y de cuartel en cuartel, de calle en calle, de manzana en manzana,
y hasta de piso en piso, recorro alegremente y reconozco los más
recónditos escondrijos y rincones de esta populosa ciudad. Si la casa
es grande: «¡Qué hermosura!, exclamo; esto es vivir con desahogo, esto
es hijo y magnificencia». Si es chica: «Gracias á Dios, me digo, que
salí de esos eternos caserones que nunca bastan muebles para ellos;
ésta es á lo menos recogida, reducida, propia, en fin, del hombre tan
reducido también y limitado». Si es cuarto bajo: «No tiene escalera,
digo, y el hombre no ha nacido para vivir en las estrellas». Si es
alto el piso: «¡Bendito sea Dios, qué claridad, qué ventilación, y qué
pureza de aires!» Si es caro: «¿Qué importa?, lo primero es tener buena
habitación». Si es barato: «Mejor; con eso emplearé en galas lo que
había de invertir en mi vivienda».

Nadie, pues, más feliz que yo, porque en cuanto á las habladurías y
murmuraciones del mundo perecedero, así me cuido de ellas como de ir
á la Meca. Pero es el caso que tengo un amigo que es de esos hombres
que se dejan impresionar fácilmente por la última persona que oyen,
de esos caracteres débiles, flojos, apáticos, irresolutos, de reata,
en fin, que componen el mayor número en este mundo, que nacieron por
consiguiente para obedecer, callar y ser constantemente víctimas, y
cuya debilidad es la más firme columna de los fuertes.

Oyóme este amigo las reflexiones que anteceden, y vean ustedes á mi
hombre descontento ya con cuanto le rodea: ya que no lo puede mudar
todo, quiere cuando menos mudar de casa, y hetele buscando conmigo
papeles en los balcones de barrio en barrio, porque ésta es muy de
antiguo la señal que distingue las habitaciones alquilables de esta
capital, sin que yo haya podido dar hasta ahora con el origen de
esta conocida costumbre, ni menos con la de poner los papeles en
las esquinas de los balcones cuando la casa es sólo alquilable para
huéspedes.

Las casas antiguas, dijimos, que van desapareciendo de Madrid
rapidísimamente, están reducidas á una ó dos enormes piezas y muchos
callejones interminables; son demasiado grandes; son oscuras por lo
general á causa de su mala repartición y combinación de entradas,
salidas, puertas y ventanas.

Dirigímonos, pues, á ver las casas nuevas; ésas que surgen de la
noche á la mañana por todas las calles de Madrid; ésas que tienen más
balcones que ladrillos, y más pisos que balcones; ésas por medio de
las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña,
se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por
arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre
las brasas. La población que se va colocando sobre los límites que
encerraron á nuestros abuelos, me hace el efecto del helado que se
eleva fuera de la copa de los sorbetes. El caso es el mismo: la copa es
pequeña y el contenido mucho.

Muchas casas y muy lindas vimos. Mi amigo observó con razón que se
sigue en todas el método antiguo de construcción: sala, gabinete
y alcoba pegada á cualquiera de estas dos piezas; y siempre en la
misma cocina, donde se preparan los manjares, colocado inoportuna
y puercamente el sitio más desaseado de la casa. ¿No pudiera darse
otra forma de construcción á las casas, de suerte que este sitio
quedase separado de la vivienda, como en otros países lo hemos visto
constantemente observado? ¿No pudieran llegarse á desusar esos vidrios
horribles, desiguales, pequeños, unidos por plomos, generalmente
invertidos en las vidrieras? ¿No se les podrían sustituir vidrios de
mejor calidad, de más tamaño, y unidos entre sí con sutiles listones
de madera, que harían siempre mejor efecto á la vista y darían más
entrada á la luz? ¿No convendría desterrar esas pesadas maderas que
cierran los balcones, llenas de inútiles rebajos y costosas labores,
sustituyéndoles puertas ventanas de hojas más delgadas y lisas? ¿No
pudiera introducirse el uso de las comodísimas chimeneas para las casas
sobre todo más espaciosas, como se hallan adoptadas en toda Europa?
¿Tanto perderíamos en olvidar los mezquinos y miserables braseros que
nos abrasan las piernas, dejándonos frío el cuerpo y atufándonos con
el pestífero carbón, y que son restos de los sahumadores orientales
introducidos en nuestro país por los Moros? ¿Qué mal haríamos en
desterrar los canalones salientes, cuyo objeto parece ser el de reunir
sobre el pobre transeúnte, además del agua que debía naturalmente
caerle del cielo, toda la que no debía caerle, y en sustituirles los
conductos vertederos semejantes á los de Correos, pegados á la pared?

Los caseros más que al interés público consultan el suyo propio:
_aprovechemos terreno_; ése es su principio: _apiñemos gente en estas
diligencias paradas, y vivan todos como de viaje_: cada habitación es
en el día un baúl en que están las personas empaquetadas de pie, y las
cosas en la posición que requiere su naturaleza: tan apretado está
todo, que en caso de apuro todo podría viajar junto sin romperse. Las
escaleras son cerbatanas, por donde pasa la persona como la culebra que
se roza entre dos piedras para soltar su piel. Un poco más de hombre ó
un poco menos de escalera, y serán una sola cosa hombre y escalera.

Pero sigamos la historia de mi amigo. No bien hubo visto la blancura
de una de las casas nuevas, la monería de las acomodadas piececitas,
el estado de novedad de las habitaciones del piso tercero, alborózase
y: _¡este cuarto es mío!_, exclama.--Pero acabemos de ver.--Nada;
inútil, quiero casa nueva, casa nueva; no hay remedio.--De allí á
media hora estábamos ya en casa del casero. Inútil es decir que
el casero tenía mala cara; todos la tienen: es la primera cosa
que hacen en comprando casa; á lo menos tal nos parece siempre á
los inquilinos, sin que esto sea decir que no pueda ser ilusión de
óptica.--¿Qué tiene usted que mandarme?...--¿Usted es el dueño de
la casa que se está haciendo?...--Sí, señor.--Hay varios cuartos
en la casa.--Están dados.--¡Cómo!, si no están hechos...--Ahí verá
usted.--¿Pero no habría?...--Un tercero queda.--Bueno; he dicho
que quiero casa nueva.--No es tampoco de los más altos, caballero:
no tiene más que noventa y tres escalones y un tramito.--Ya se ve
que no es mucho: se baja uno á Madrid en un momento; quiero casa
nueva.--¿Pagará usted adelantado?--Hombre, ¿adelantado? Á mí nadie me
paga adelantado.--Pues déjelo usted.--¡Ah! no, eso no; bien; pagaré;
¿un mes?--Tres meses ó seis.--Pero, hombre...--Dejarlo.--No; bien,
bien; ¿cuánto renta? Es tercero y tiene pocas piezas y estrechas,
y...--Diez reales diarios; dé usted gracias que no se le pone en
doce.--¡Diez reales!--Si no acomoda...--Sí, señor, sí. ¡Cómo ha de
ser! ¡Casa nueva!--Fiador.--¿Fiador?--Y abonado.--Bueno; ¡paciencia!
Tengo amigos; el marqués de...--¿Marqués? no, no, señor.--El coronel
de...--¿Militar?, menos.--Un mayordomo de semana.--¿Tiene fuero?,
no, señor.--Pero, hombre, ¿adónde he de ir á buscar?--Ha de tener
casa abierta.--Pero si yo no me trato con taberneros, ni...--Pues
dejarlo.--¡Voto va!

No hubo más remedio que buscar el fiador: ya daba mi amigo la mudanza á
todos los diablos. Venciéronse por fin las dificultades; ya cogió las
llaves, y cogió al celador, y cogió el padrón, y cogió... ¿qué había
de coger por último?, el cielo con las manos, lectores míos. Comenzó
la mudanza: el sofá no cupo por la escalera; fué preciso izarle por
el balcón, y en el camino rompió los cristales del cuarto principal,
los tiestos del segundo, y al llegar al tercero, una de sus propias
patas, que era precisamente la que le había estorbado; si se hubiera
roto al principio, pleito por menos; fué preciso pagar los daños: el
bufete entró como taco en escopeta, haciendo más allá la pared á fuerza
de rascarle el yeso con las esquinas: la cama del matrimonio tuvo que
quedarse en la sala, porque fué imposible meterla en la alcoba; el
hermano de mi amigo, que es tan alto como toda la casa, se levantó un
chichón, en vez de levantar la cabeza, con el techo que estaba hombre
en medio con el piso. En fin, mal que bien, estuvo ya la casa adornada;
pero ¡oh desgracia!, mi amigo tiene un suegro sumamente gordo: verdad
es que es monstruoso; y es hombre que ha menester dos billetes en
la diligencia para viajar: como á éste no se le podía romper pata
como al sofá, no hubo forma de meterlo en casa. ¿Qué medió en este
conflicto? ¿Reñir con él y separarse porque no cabe en casa?, no es
decente.--¿Meterlo por el balcón?, no es para todos los días. ¡Santo
Dios!, ¡que no se hagan las casas en el día para los hombres gordos!
En una palabra, desde ayer están los trastos dentro: mi amigo en la
escalera mesándose los cabellos, luchando entre la casa nueva y el amor
filial; y el viejo en la calle esperando, ó á perder carnes, ó á ganar
casa.



                            REPRESENTACIÓN
                                  DE

                  LA FONDA, Ó LA PRISIÓN DE ROCHESTER

                                 Y DE

                             LAS ACEITUNAS
                    Ó UNA DESGRACIA DE FEDERICO II

                          Comedias en un acto


Era tiempo de peste en Cádiz, y daba su parte á la autoridad un
sargento que estaba de facción en Puerta de tierra, diciendo en los
términos siguientes: «Sin novedad: hoy han salido por esta puerta
veinte muertos con sus respectivos cadáveres. Sargento fulano».--Eso
mismo decimos hoy nosotros al público al darle parte de las dos
funciones nuevas que acabamos de ver desaprobadas con tanta razón por
el auditorio. «Sin novedad: se han representado en este teatro dos
comedias con sus respectivas silbas:» que silbas y comedias son cosas
ya tan inseparables como cadáver y muerto.

Pero vamos á la primera cosa que se representó en esta funesta noche.
Casóse un labrador, y proponíase tener muchos hijos; tantos que le
pareció venir allí de molde un libro de memorias, donde pudiera ir
apuntando sus nombres y no confundirse él, ni confundirlos jamás.
Encuadernó, pues, su libro en blanco, é iba apuntando así: «Hijos del
labrador Antón Antúnez: el primer hijo no fué hijo sino hija».

Lo mismo decimos nosotros: comedias del 24: la primera comedia, no
fué comedia, sino farsa. Júzguelo sino el lector. El caso ocurre en
Londres en tiempo de no sé qué príncipe, que acaba de desterrar á su
favorito el conde de Rochester, por ciertas sátiras que el señor conde
se ha tomado la libertad de escribir en mala hora, en peor sazón, y en
aciago día. El conde, que es hombre taimado, así se cuida de cumplir
su destierro como de adorar el zancarrón de Mahoma. El príncipe le
destierra; pero él no se da por desterrado. Todo lo contrario; quédase
el conde escondido; y ¿dónde les parece á ustedes que se esconde? En
alguna guardilla ó sótano, en algún... nada de eso: escóndese en medio
de una fonda pública que ha arrendado y beneficia en persona: ¿quién
le ha de conocer allí? En las fondas de Londres no se conoce á nadie.
Esto parece una paradoja; pero el hecho es que un constable encargado
de prender al desterrado, y que lleva sobre sí todas sus señas, le ve,
le habla, y no le conoce. Entre tanto el príncipe, que está cansado de
los pesados cargos del gobierno, ó que acaso ha encontrado alguna mosca
en la sopa y anda torcido con su cocinero, coge la capa y el sombrero,
y vase á comer á la fonda como si fueran los días de su mujer. ¿Y á
qué fonda ha de ir el príncipe? á la misma que ha arrendado Rochester.
El príncipe acaba de comer, y como había de tomar café para despejarse
la cabeza, se pone á hacer versos, como chico que acaba su plana,
porque el príncipe es poeta, por más que parezca imposible. Acaba su
composición éste, que deberá ser alguna anacreóntica, y consulta á un
muchacho de paja y cebada de la fonda, que hace también versos. En
tanto Rochester soborna al ayuda de cámara del príncipe, el cual no
hace versos, pero hace cuanto le mandan, que es mucho mejor. De allí
á poco viene el constable y quiere prender al príncipe creyéndole
Rochester. El príncipe, temblando que le lleven á la cárcel y le den
azotes por haber hecho novillos de su oficio de gobernar y haber traído
la vida del hombre malo comiendo de figón en figón, imagina la idea
de darle al constable un papel con su firma, donde está el perdón del
conde. Éste, que anda á caza de descuidos por este estilo, atrapa el
papel, y con esta superchería queda perdonado. En celebridad se casa
la muchacha de la fonda con el mancebo de los versos, porque ya hemos
dicho que en esta farsa todos son poetas menos el autor. Casada la
chica, perdonado el conde, se acaba la comedia y empieza la silba.

Seguía la apuntación del labrador Antón Antúnez, y decía: «El segundo
hijo murió al nacer, por lo cual no fué hijo ni hija». La segunda
comedia, pues, fué todo mentira: ni fué cierta ni verosímil. Federico
de Prusia acaba de ser derrotado por los Rusos, gente descomunal ya
desde aquellos tiempos, y se echa á buscar solo y de incógnito casa de
huéspedes por los pueblos de la comarca. Llega á uno donde meten mucho
ruido un pleito sobre unas aceitunas (que por lo malas deben de ser
de la fonda de Rochester arriba expresada). Un sargento prusiano dejó
al partir para la guerra, ocho años antes, un barril de aceitunas en
depósito á un vecino del pueblo, pero dejó también oculta en el barril
una suma de dinero. El taimado depositario le vuelve á su regreso las
aceitunas, mas no las monedas. En el momento en que acaba de llegar
Federico, ha sentenciado el pleito en favor del infiel depositario un
majadero, es decir, un alcalde del pueblo. El rey, que está desocupado,
ya que no pudo ganar la batalla, se empeña en ganar el pleito: un
muchacho que es muchacha, y á quien le sucede lo mismo que al hijo de
Antón Antúnez, porque le representa la señora Castillo vestida de
hombre, da en conocer la falsedad del depositario al notar que las
aceitunas son frescas, cosa imposible llevando ocho años de depósito;
lo cual es una prueba convincente de que anduvo en las aceitunas la
mano del gato, ó la del depositario, que galos y depositarios se van
allá. El rey, pues, hace justicia seca, entre polvo y polvo, porque
Federico tomaba mucho tabaco; y castigado el vicio, y recompensada la
virtud, y dicha la moraleja, de la cual se deduce que es muy peligroso
cambiar las aceitunas cuando se trata de robar, y comenzada de nuevo la
batalla, que suena en el teatro á vejigas reventadas, y descubierto el
rey, y quedándose sólo en majadero el que era antes majadero y alcalde
todo junto, cae la cortina; lo que comunicamos al público para su
satisfacción. Aquí vuelve á empezar el estribillo de la silba con que
rematan ahora todas las piezas.

¿Dónde hemos leído nosotros que poseía el teatro tantas comedias nuevas
para la próxima temporada cómica? Por la cruz que tenemos á cuestas con
este teatro, no lo creemos, y no lo creemos porque recordamos cierto
caso que queremos contar á nuestros lectores, ya que con tanta comezón
de contar nos encontramos hoy. Reñían un andaluz y otro andaluz, el
uno más feo que el otro, y echábanse á la cara mil denuestos, cuando
cansado ya el uno del mucho vocear, y del no decirse nada en limpio,
empínase en las puntas de los pies, y dícele á su adversario:--Pero
¿qué habla usted ahí, compadre?, si todo el mundo sabe que usted es
hombre de dos caras. Á lo que repuso el menos feo, no bien lo hubo
oído:--Amigo, siento mucho no poder decir á usted otro tanto.--¿Y por
qué?, diga usted, preguntó el feo.--Porque si usted tuviera otra cara,
repuso el chulo, no le veríamos nunca ésa que trae hoy.

Si tuviera el teatro buenas comedias, ¿cómo le habíamos de ver nunca
esos harapos de farsa que nos enseña?



                           VARIOS CARACTERES


No siempre está en mano del hombre el coordinar sus ideas y formar con
ellas una obra arreglada, con principio, medio y fin. ¿Á quién no le
habrá sucedido repetidas veces abrir un libro, leer maquinalmente y
no poder establecer entre lo escrito y su cabeza ninguna especie de
comunicación, cerrar el libro y no poderse dar cuenta de lo que ha
leído? En estos casos, que muy á menudo me suceden, suelo echar mano
del sombrero y la capa, y no pudiendo fijar mi atención en una sola
cosa trato de fijarla en todas: sálgome á la calle, éntrome por los
cafés, voyme á la Puerta del Sol, á Correos, al Museo de pinturas, á
todas partes, en fin, y en ninguna puedo decir que estoy en realidad.
Cualquiera me conocerá en estos días en que el fastidio se apodera de
mi alma, y en que no hay cosa que tenga á mis ojos color, y menos,
color agradable. En estos días llevo cara de filósofo, es decir, de mal
humor; una sonrisa amarga de indiferencia y despego á cuanto veo se
dibuja en mis labios; llevo conmigo un lente, no porque me sirva, pues
veo mejor sin él, sino para poder clavar fijamente el objeto que más
me choca, que un corto de vista tiene licencia para ser desvergonzado;
no saludo á ningún amigo ni conocido que encuentro, porque esto sería
hacer yo también un papel en la comedia de que pretendo ser únicamente
espectador, y que sólo para divertirme á mí creo por entonces que
representa el mundo entero. Mala crianza será, pero me acerco á
escuchar conversaciones de corrillos: es de advertir que cuando el
tedio me abruma con su peso, no puedo tener más que tedio. Recibo
insensible las impresiones de cuanto pasa á mi alrededor; á todas me
dejo amoldar con indiferencia y abandono; en semejantes días no hay
hermosas para mí, no hay feas, no hay amor, no hay odio.

Ésta es la razón por que me fuera imposible hacer hoy un artículo de
costumbres medianamente coordinado: si ha menester plan, si necesita
reflexión la cosa que hoy emprenda inútil me es emprenderla; conozco
que no he de poder llevarla á cabo.--Acaso encontraría, investigando
metafísicamente mi corazón, la causa que ha podido ponerme hoy en esta
extraña disposición de ánimo; pero este trabajo me cansaría, y he dicho
que no quiero hacer hoy impresiones sino recibirlas. En estos días es,
sin embargo, cuando colocado detrás de mi lente, que es entonces para
mí el vidrio de la linterna mágica, veo pasar el mundo todo delante de
mis ojos; é imparcial, ajeno de consideración que á él me ligue véole
tal cual se presenta en cada fisonomía, en cada acción que observo
indolentemente.

--¿Qué hace don Julián en ese café? Todos los días viene al dar las
cuatro: el mozo no ha menester que le hablen una palabra: apenas se ha
colocado aquél en su silla, ya tiene la cafetera encima de la mesa.
Toma, paga, y se duerme. Ésa es la principal ocupación de don Julián.
Tomar café una vez cada día.

--¿Y qué hace en el café aquel viejo? Treinta años ha que viene: todas
las tardes juega su partida de ajedrez: todas las tardes se la ven
jugar aquellos cuatro originales que tiene en derredor: ni él hace más
en la vida, ni ellos ven otra cosa. Eso es lo que se llama aislarse en
medio del mundo.

--¿Quién es aquél que cruza por aquella esquina? ¡Bello muchacho!
Pero no; conforme se acerca cuento las arrugas del rostro. ¡Ah! es
un joven de sesenta años. Á las ocho de la mañana sale vestido ya y
ceñido, prendido y ajustado: ni una mota, ni una arruga lleva el frac:
la bota es un espejo: el guante blanco como la nieve: la corbata no
hace un pliegue: el pelo rizado, mejor diremos pintado: en todos los
conciertos, en todos los bailes, en el paseo, en la luneta, erguido
siempre, bailando, coqueteando. ¿Nunca se descompone, nunca se ensucia?
¿Qué secreto posee? ¿No le crece nunca la barba? Jamás. Es sólo de
extrañar que vaya solo; ó acaba de dejar algunas señoras, ó va á
buscarlas. Las hablará de la ópera, del figurín, de lo mal que bailó
el solo Gasparito; ésta es la existencia del viejo verde: miradle
contraerse y revolcarse en su vanidad al lado de una hermosa: ¿es una
serpiente que se roza contra un árbol? No; el viejo verde al lado de
las bellas es una oruga que se desliza por entre las rosas.

--¿Han visto ustedes unas caras paradas, unos ojos mudos, unos
corbatines siempre iguales, un vestido regular y uniforme, unos cuerpos
ni elegantes ni mal vestidos, unos brazos que se balancean monótonos,
siempre con la regularidad y compás de las aspas de un molino? ¿Saben
ustedes que los hombres de esas señas hablen nunca nada que pueda ser
referido, escriban nada que deba ser leído, hagan una acción digna de
ser imitada? No; ésos son oficinistas ó propietarios. Se levantan,
fuman, dicen palabras, dan pasos, saludan, entran, salen, se ríen
(éstos nunca lloran), son hombres entre otros hombres. En una palabra,
duermen despiertos.

--¿Cómo hace aquel original para llevar hace diez años el mismo frac,
abrochado siempre del mismo modo, los mismos guantes, el mismo pañuelo
blanco al cuello con el mismo lazo, el mismo pantalón, la misma postura
de sombrero?... ¿No se desnuda ese hombre? ¿No envejece? Ése es el
judío errante.

--¿De qué habla don Cosme? Lo diré: don Cosme viene de la calle de la
Paz: allí acude todos los días á las ocho de la mañana: alarga una
mano á la banasta de los periódicos: es un parroquiano á la lectura
de papeles á cuarto. Hoy la Revista, mañana el _Boletín_... Gran
noticioso. Ése sabe siempre á punto fijo, de muy buena tinta, los
pormenores de la última batalla: sabe si don Miguel está en Coimbra,
en Lisboa ó en Badajoz: entiende muy bien la marcha de Nicolás, que
así llama él con franqueza al autócrata ruso. Suele sucederle luego
que los que él supuso entrar vencedores en un punto, entraron en él
prisioneros; pero todo es entrar. Estos hombres hablan siempre al oído:
contraen la costumbre de suponerse espiados por las grandes cosas que
creen decir: de resultas, si le encuentran á usted, le dirá al oído muy
secretamente: «Buenos días; beso á usted la mano».

--¿Hay nada más torpe en estos hombres amigos de usted que le ven
parado en una calle, y no conocen que cuando está usted parado es que
no quiere andar, que cuando está callado es que no quiere hablar?

--¡Dios me libre de un hombre amable! No iré á su casa, porque me
convidará. No le encontraré en la calle, porque vendrá á mí con los
brazos abiertos aunque me haya visto ayer; se enganchará de mí,
me preguntará de mi salud, de mis hijos, de mis comedias, de mis
artículos, de mis... Pero líbreme, aunque sea el diablo, de una mujer
amable; nunca sabré si me quiere ó si me estima, si es bien criada ó
tierna, si... ¡Válgame Dios! y líbreme, aunque sea el diablo, de una
mujer amable: ésa me volvería loco.

--Oigan ustedes á don Lucas Mentirola. Ése viene siempre de donde
sucede algo. ¿Ha habido fuego? «Vengo de allí: hace estragos
horrorosos».--¿Ha llegado el tenor nuevo? «Sí, responde, le acabo de
dar un abrazo: viene gordo, y su voz es un portento; le hice entrar
en un portal y cantar un rato... por mí lo hizo. Es gran muchachón,
rubio, alto, ¡extranjero!» Al otro día se sabe que el tenor no ha
llegado, y si ha llegado es chiquito, negro, bizco...--¿Está malo algún
sujeto marcado? «Hoy está mejor, dice; se ha reído mucho conmigo;
una hora he estado con él». Luego se averigua que el que tanto se ha
reído estaba ya enterrado.--¿Quién es aquel botarate?--¿Aquél?: un
monstruo; aquél se prevale de la bondad, del candor de la casa donde
le reciben; hay una mujer hermosa; nada la dice; sin embargo afecta
ir á la casa á horas de franqueza; la acompaña al Prado; en baile ó
sarao donde está ella está él; siempre al lado de la hermosa, siempre
baila con ella; cuando ella no le ve, finge mirarla con zelos de algún
otro; afecta disimulo, que en realidad no puede existir, pues nada hay
que disimular. ¿Se retiran? Siempre da el brazo á la hermosa. Ella en
tanto, á quien nada dice, que nada nota en él de galanteo, está bien
lejos de creer que el público malicioso no habla de otra cosa sino
de sus amores con fulanito. Fulanito tiene amor propio, no amor. Se
contenta con que las gentes crean que es feliz; para él no hay otro
modo de serlo. ¡Qué horrible carácter! ¡Qué triste buena fe la de su
víctima que no lo conoce!



                   NADIE PASE SIN HABLAR AL PORTERO

                                   ó

                        LOS VIAJEROS EN VITORIA


¿Por qué no ha de tener España su portero, cuando no hay casa
medianamente grande que no tenga el suyo? En Francia eran antiguamente
los suizos los que se encargaban de esta comisión; en España parece
que la toman sobre sí algunos vizcaínos. Y efectivamente, si nadie ha
de pasar hasta hablar con el portero, ¿cuándo pasarán los de allende
si se han de entender con un vizcaíno? El hecho es, que desde París
á Madrid no había antes más inconveniente que vencer que 365 leguas,
las landas de Burdeos y el registro de la puerta de Fuencarral. Pero
hete aquí que una mañana se levantan unos cuantos alaveses (Dios los
perdone) con humor de discurrir, caen en la cuenta de que están en la
mitad del camino de París á Madrid, como si dijéramos estorbando, y
hete que exclaman:--Pues qué, ¿no hay más que venir y pasar? _Nadie
pase sin hablar al portero._ De entonces acá cada alavés de aquéllos es
un portero, y Vitoria es un cucurucho tumbado en medio del camino de
Francia: todo el que viene entra; pero hacia la parte de acá está el
fondo del cucurucho, y fuerza es romperle para pasar.

Pero no ocupemos á nuestros lectores con inútiles digresiones.
Amaneció en Vitoria y en Álava uno de los primeros días del corriente,
y amanecía poco más ó menos como en los demás países del mundo; es
decir, que se empezaba á ver claro, digámoslo así, por aquellas
provincias, cuando una nubecilla de ligero polvo anunció en la carrera
de Francia la precipitada carrera de algún carruaje procedente de la
vecina nación. Dos importantes viajeros, francés el uno, español el
otro, envuelto éste en su capa, y aquél en su capote, venían dentro.
El primero hacía castillos en España, y el segundo los hacía en el
aire, porque venían echando cuentas acerca del día y hora en que llegar
debían á la villa de Madrid, leal y coronada (sea dicho con permiso del
padre Vaca). Llegó el veloz carruaje á las puertas de Vitoria, y una
voz estentórea, de éstas que salen de un cuerpo bien nutrido, intimó
la orden de detener á los ilusos viajeros.--¡Hola!, ¡eh!, dijo la voz,
nadie pase.--¡Nadie pase!, repitió el español.--_¿Son ladrones?_,
dijo el francés.--No, señor, repuso el español asomándose, _son de
la aduana_. Pero ¿cuál fué su admiración cuando sacando la cabeza
del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso,
que era el que toda aquella bulla metía? Dudoso todavía el viajero,
extendía la vista por el horizonte por ver si descubría alguno del
resguardo; pero sólo vió otro padre al lado y otro más allá, y ciento
más, repartidos aquí y allí como los árboles en un paseo.--¡Santo
Dios!, exclamó: ¡cochero! este hombre ha equivocado el camino; ¿nos ha
traído usted al yermo ó á España?--Señor, dijo el cochero, si Álava
está en España, en España debemos estar.--Vaya, poca conversación,
dijo el padre, cansado ya de admiraciones y asombros: conmigo es con
quien se las ha de haber usted, señor viajero.--¡Con usted, padre!
¿Y qué puede tener que mandarme su reverencia? Mire que yo vengo
confesado desde Bayona, y de allá aquí maldito si tuvimos ocasión de
pecar, ni aun venialmente, mi compañero y yo, como no sea pecado viajar
por estas tierras.--Calle, dijo el padre, y mejor para su alma. En
nombre del Padre, y del Hijo...--¡Ay Dios mío! exclamó el viajero,
erizados los cabellos, que han creído en este pueblo que traemos los
malos y nos conjuran.--Y del Espíritu Santo, prosiguió el padre;
apéense, y hablaremos.--Aquí empezaron á aparecerse algunos facciosos y
alborotados, con un Carlos V cada uno en el sombrero por escarapela.

Nada entendía á todo esto el francés del diálogo; pero bien presumía
que podía ser negocio de puertas. Apeáronse, pues, y no bien hubo visto
el francés á los padres interrogadores,--¡Cáspita!, dijo en su lengua,
que no sé cómo lo dijo, y ¡qué uniforme tan incómodo traen en España
las gentes del resguardo, y qué sanos están, y qué bien portados! Nunca
hubiera hablado en su lengua el pobre francés.--¡Contrabando!, clamó el
uno; contrabando, clamó otro; y contrabando fué repitiéndose de fila en
fila. Bien como cuando cae una gota de agua en el aceite hirviendo de
una sartén puesta á la lumbre, álzase el líquido hervidor, y bulle, y
salta, y levanta llama, y chilla, y chisporrotea, y cae en el hogar, y
alborota la lumbre, y subleva la ceniza, espelúznase el gato inmediato
que descansando junto al rescoldo dormía, quémanse los chicos, y la
casa es un infierno; así se alborotó, y quemó, y se espeluznó y chilló
la retahíla de aquel resguardo de nueva especie, compuesto de facciosos
y de padres, al caer entre ellos la primera palabra francesa del
extranjero desdichado.

--Mejor es ahorcarle, decía uno, y servía el español al francés de
truchimán.--¡Cómo ha de ser mejor!, exclamaba el infeliz.--Conforme,
reponía uno, veremos.--¿Qué hemos de ver, clamaba otra voz, sino que es
francés?

Calmóse, en fin, la zalagarda; metiéronlos con los equipajes en una
casa, y el español creía que soñaba y que luchaba con una de aquellas
pesadillas en que uno se figura haber caído en poder de osos, ó en el
país de los caballos, ó Houinboins, como Gulliver.

Figúrese el lector una sala llena de cofres y maletas, provisiones
de comer, barriles de escabeche y botellas, repartidas aquí y allí,
como suelen verse en las muestras de las lonjas de ultramarinos. ¡Ya
se ve!, era la intendencia. Dos monacillos hacían en la antesala con
dos voluntarios facciosos el servicio que suelen hacer los porteros
de estrado en ciertas casas, y un robusto sacristán, que debía ser el
portero de golpe, los introdujo. Varios carlistas y padres registraban
allí las maletas, que no parecía sino que buscaban pecados por entre
los pliegues de las camisas, y otros varios viajeros, tan asombrados
como los nuestros, se hacían cruces como si vieran al diablo. Allá en
un bufete, un padre más reverendo que los demás, comenzó á interrogar á
los recién llegados.

--¿Quién es usted?, le dijo al francés, y el francés, callado, que no
entendía. Pidiósele entonces el pasaporte.

--¡Pues! francés, dijo el padre. ¿Quién ha dado este pasaporte?

--Su majestad Luis Felipe, rey de los Franceses.

--¿Quién es ese rey? Nosotros no conocemos á la Francia, ni á ese don
Luis. Por consiguiente, este papel no vale. ¡¡¡Mire usted, añadió entre
dientes, si no habrá algún sacerdote en todo París que pueda dar un
pasaporte, y no que nos vienen ahora con papeles mojados!!!

--¿Á qué viene usted?

--Á estudiar este hermoso país, contestó el francés con aquella
afabilidad tan natural en el que está debajo.

--¿Á estudiar?, ¿eh? Apunte usted, secretario: estas gentes vienen á
estudiar: me parece que los enviaremos al tribunal de Logroño...

--¿Qué trae usted en la maleta? Libros... pues... _Recherches sur...
al sur_, ¿eh?, este _Recherches_ será algún autor de marina: algún
herejote. Vayan los libros á la lumbre. ¿Qué más? ¡Ahí una partida de
relojes, á ver... _London_... ése será el nombre del autor. ¿Qué es
esto?

--Relojes para un amigo relojero que tengo en Madrid.

--_De comiso_, dijo el padre, y al decir _de comiso_, cada circunstante
cogió un reloj, y metiósele en la faltriquera. Es fama que hubo alguno
que adelantó la hora del suyo para que llegase más pronto la del
refectorio.

--Pero, señor, dijo el francés, yo no los traía para usted...

--Pues nosotros los tomamos para nosotros.

--¿Está prohibido en España el saber la hora que es?, preguntó el
francés al español.

--Calle, dijo el padre, si no quiere que se le exorcice; y aquí le echó
la bendición por si acaso. Aturdido estaba el francés, y más aturdido
el español.

Habíanle entre tanto desvalijado á éste dos de los facciosos, que con
los padres estaban, hasta del bolsillo, con más de tres mil reales que
en él traía.

--¿Y usted, señor de acá?, le preguntaron de allí á poco, ¿qué es?,
¿quién es?

--Soy español y me llamo don Juan Fernández.

--Para servir á Dios, dijo el padre.

--Y á su majestad la reina nuestra señora, añadió muy complacido y
satisfecho el español.

--_Á la cárcel_, gritó una voz; _á la cárcel_, gritaron mil.

--¿Pero, señor, ¿por qué?

--¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí no hay más reina
que el señor don Carlos V, que felizmente gobierna la monarquía sin
oposición ninguna?

--¡Ah!, yo no sabía...

--Pues sépalo, y confiéselo, y...

--Sé y confieso, y... dijo el amedrentado dando diente con diente.

--¿Y qué pasaporte trae? También francés... Repare usted, padre
secretario, que estos pasaportes traen la fecha del año 1833. ¡Qué de
prisa han vivido estas gentes!

--¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesi á mí!, dijo Fernández, que
ya estaba á punto de volverse loco.

--En Vitoria, dijo enfadado el padre, dando un porrazo en la mesa,
estamos en el año 1.º de la cristiandad, y cuidado con pasarme de aquí.

--¡Santo Dios!, en el año 1.º de la cristiandad. ¿Conque todavía
no hemos nacido ninguno de los que aquí estamos?, exclamó para sí
el español. ¡Pues vive Dios que esto va largo!--Aquí se acabó de
convencer, así como el francés, de que se había vuelto loco, y lloraba
el hombre y andaba pidiendo su juicio á todos los santos del Paraíso.

Tuvieron su club secreto los facciosos y los padres, y decidiéronse
por dejar pasar á los viajeros: no dice la historia por qué; pero
se susurra que hubo quien dijo, que si bien ellos no reconocían á
Luis Felipe, ni le reconocerían jamás, podría ocurrir que quisiera
Luis Felipe venir á reconocerlos á ellos, y por quitarse de encima
la molestia de esta visita, dijeron que pasasen, mas no con sus
pasaportes, que eran nulos evidentemente por las razones dichas.

Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla: Supuesto que ustedes
van á la revolucionaria villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra
Álava, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su conciencia: el gobierno
de esta gran nación no quiere detener á nadie; pero les daremos
pasaportes válidos. Extendióseles en seguida un pasaporte en la forma
siguiente:

                                   ☨
                    AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD

NOS fray Pedro Jiménez Vaca.=Concedo libre y seguro pasaporte á don
Juan Fernández, de profesión católico, apostólico y romano, que pasa á
la villa revolucionaria de Madrid á diligencias propias: deja asegurada
su conducta de catolicismo.

--Yo, además, que soy padre intendente, habilitado por la Junta suprema
de Vitoria, en nombre de su majestad el emperador Carlos V, y el
padre administrador de correos que está ahí aguardando el correo de
Madrid, para despacharlo á su modo, y el padre capitán del resguardo,
y el padre gobierno que está allí durmiendo en aquel rincón, por
quitarnos de quebraderos de cabeza con la Francia, quedamos fiadores
de la conducta de catolicismo de ustedes; y como no somos capaces de
robar á nadie, tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales en
esas doce onzas de oro, que es la cuenta cabal: y se las dió el padre
efectivamente.

Tomó Fernández las doce onzas, y no extrañó que en un país donde cada
1833 años no hacen más que uno, doce onzas hagan tres mil reales.

Dicho esto, y hecha la despedida del padre prior, y del desgobernador
gobierno que dormía, llegó la mala de Francia, y en expurgar la pública
correspondencia, y en hacernos el favor de leer por nosotros nuestras
cartas, quedaba aquella nación poderosa y monástica ocupada á la salida
de entrambos viajeros, que hacia Madrid se venían, no acabando de
comprender si estaban real y efectivamente en este mundo, ó si habían
muerto en la última posada sin haberlo echado de ver; que así lo
contaron en llegando á la revolucionaria villa de Madrid, añadiendo que
por allí _nadie pasa sin hablar al portero_.



                            LA PLANTA NUEVA

                                  ó

                              EL FACCIOSO

                           HISTORIA NATURAL


Razón han tenido los que han atribuido al clima influencia directa
en las acciones de los hombres; duros guerreros ha producido siempre
el norte, tiernos amadores el mediodía, hombres crueles, fanáticos y
holgazanes el Asia, héroes la Grecia, esclavos el África: seres alegres
é imaginativos el risueño cielo de Francia, meditabundos aburridos el
nebuloso Albión. Cada país tiene sus producciones particulares: he aquí
por qué son famosos los melocotones de Aragón, la fresa de Aranjuez,
los pimientos de Valencia y los facciosos de Roa y de Vizcaya.

Verdad es que hay en España muchos terrenos que producen ricos
facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año
dos ó tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el
suelo, y á un volver de cabeza nace un faccioso. Nada debe admirar por
otra parte esta rara fertilidad, si se tiene presente que el faccioso
es fruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silvestre entre los
matorrales, y que así se aclimata en los llanos como en los altos: que
se transplanta con facilidad y que es tanto más robusto y rozagante
cuanto más lejos está de población: esto no es decir que no sea también
en ocasiones planta doméstica: en muchas casas los hemos visto y los
vemos diariamente, como los tiestos, en los balcones, y aun sirven
de dar olor fuerte y cabezudo en cafés y paseos; el hecho es que en
todas partes se crían; sólo el orden y el esmero perjudican mucho á la
cría del faccioso, y la limpieza, y el olor de la pólvora sobre todo,
le matan: el faccioso participa de las propiedades de muchas plantas;
huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle á echar mano; se encierra
y esconde como la capuchina á la luz del sol, y se desparrama de noche;
carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol á que se arrima,
tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de
apoyo; gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se mantiene,
como esos frutos, de lo que coge á los demás; produce lluvia de sangre
como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las
auras á una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la asafétida, y es
vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse
escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el
jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero
sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces
hace en ocasiones.

Es planta peculiar de España, y eso moderna, que en lo antiguo ó se
conocía poco, ó no se conocía por ese nombre: la verdad es que ni habla
de ella Estrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio el Joven,
ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, en fin, de algunos siglos
de fecha.

En cuanto á su figura y organización, el faccioso es en el reino
vegetal la línea divisoria con el animal, y así como la mona es en
éste el ser que se parece al hombre, así el faccioso en aquél es
la producción que más se parece á la persona; en una palabra, es
al hombre y á la planta lo que el murciélago al ave y al bruto; no
siendo, pues, muy experto, cualquiera lo confunde; pondré un ejemplo:
cuando el viento pasa por entre las cañas silba; pues cuando pasa por
entre facciosos habla: he aquí el origen del órgano de la voz entre
aquella especie. El faccioso echa también, á manera de ramas, dos
piernas y dos brazos uno á cada lado, que tienen sus manojos de dedos,
como púas una espiga; presenta faz y rostro, y al verle cualquiera
diría que tiene ojos en la cara, pero sería grave error; distínguese
esencialmente de los demás seres en estar dotado de sinrazón.

Admirable es la naturaleza y sabia en todas sus cosas: el que recuerde
esta verdad y considere las diversas calidades del hombre que andan
repartidas en los demás seres, no extrañará cuanto de otras propiedades
del faccioso maravillosas vamos á decir. ¿Hay nada más singular que la
existencia de un enjambre de abejas, la república de un hormiguero,
la sociedad de los castores? ¿No parece que hay inteligencia en la
africana palma, que ha de vivir precisamente en la inmediación de su
macho, y que arrancado éste, y viuda ella, dobla su alta cerviz, se
marchita, y perece como pudiera una amante tórtola? Por eso no se puede
decir que el faccioso tenga inteligencia, sólo porque se le vean hacer
cosas que parezcan indicarlo; lo más que se puede deducir es que es
sabia, admirable, incomprensible la naturaleza.

Los facciosos, por ejemplo, sin embargo de su gusto por el despoblado,
júntanse, como los lobos, en tropas, por instinto de conservación,
se agarran con todas sus ramas al perdido caminante ó al descarriado
caballo; le chupan el jugo y absorben su sangre, que es su verdadero
riego, como las demás plantas el rocío. Otra cosa más particular. Es
planta enemiga nata de la correspondencia pública; dondequiera que
aparece un correo, nacen en el acto de las mismas piedras facciosos
por todas partes; rodéanle, enrédanle sus ramas entre las piernas,
súbensele por el cuerpo como la serpentaria, y le ahogan; si no suelta
la valija muere como Laomedonte, sin poderse rebullir; si ha lugar á
soltarla, sálvase acaso. Diránme ahora, ¿y para qué quieren la valija,
si no saben leer? Ahí verán ustedes, respondo yo, si es incomprensible
la naturaleza; toda la explicación que puedo dar es que se vuelven
siempre á la valija como el heliótropo al sol.

Notan también graves naturalistas de peso y autoridad en la materia,
que así como el feo pulpo gusta de agarrarse á la hermosa pierna de
una mujer, y así como esas desagradables florecillas, llenas de púas y
en forma de erizos, que llamamos comúnmente amores, suelen agarrarse á
la ropa, así los facciosos, sobre todo los más talludos y los vástagos
principales, se agarran á las cajas de fondos de las administraciones;
y plata que tiene roce con facciosos pierde toda su virtud, porque
desaparece. ¡Rara afinidad química! Así que, en tiempos revueltos
suélese ver una violenta ráfaga de aire que da con un gran manojo de
facciosos, arrancados de su tierra natural, en algún pueblo, el cual
dejan exhausto, desolado y lleno de pavor y espanto. Meten por las
calles un ruido furioso á manera de proclama, y es niñería querer
desembarazarse de ellos, teniendo dinero, sin dejársele; bien así como
fuera locura querer salir de un zarzal una persona vestida de seda sino
desnuda y arañada.

Muchas de las calidades de esta estrambótica planta pasamos en
silencio, que pueden fácilmente de las ya dichas inferirse, como son
las de albergarse en tiempos pacíficos entre plantas mejores, como la
zizaña entre los trigos, y pasar por buenas, y tomar sus jugos de donde
aquéllas los toman, y otras.

Planta es, pues, perjudicial, y aun perjudicialísima, el faccioso;
pero también la naturaleza, sabia en esto como en todo, que al criar
los venenos crió de paso los antídotos, dispuso que se supiesen
remedios especiales á los cuales no hay mata de facciosos que resista.
Gran vigilancia sobre todo, y, donde quiera que se vea descollar
uno tamaño como un cardillo, arrancarle: hacer ahumadas de pólvora
en los puntos de Castilla, que como Roa y otros los producen tan
exquisitos, es providencia especial: no se ha probado á quemarlos como
los rastrojos, y aunque este remedio es más bien contra brujas, podría
no ser inoportuno, y aun tengo para mí que había de ser más eficaz
contra aquéllos que contra éstas. El promover un verdadero amor al
país en todos sus habitantes, abriéndoles los ojos para que vean á los
facciosos claros como son y los distingan, sería el mejor antídoto;
pero esto es más largo y para más adelante, y ya no sirve para lo
pasado. Por lo demás podemos concluir que ningún cuidado puede dar á
un labrador bien intencionado la acumulación del faccioso, pues es
cosa muy experimentada que en el último apuro la planta es también de
invierno, como si dijéramos de cuelga; y es evidente y sabido que una
vez colgado este pernicioso arbusto y altamente separado de la tierra
natal que le presta el jugo, pierde como todas las plantas su virtud,
es decir, su malignidad. Tiene de malo este último remedio que para
proceder á él es necesario colgarlos uno á uno, y es operación larga.
Somos enemigos además de los arbitrios desesperados, y así en nuestro
entender, de todos medios contra facciosos parécenos el mejor el de la
pólvora, y más eficaz aún la aplicación de luces que los agostan, y
ante las cuales perecen corridos y deslumbrados.



                               LA JUNTA

                          DE CASTEL-O-BRANCO


No hay cosa como una junta, si se trata sobre todo de juntarse aquéllos
á quienes Dios crió. Podrán no hacer nada las gentes en una junta,
podrán no tener nada que hacer tampoco, pero nada es más necesario que
una junta; así que, lo mismo es nacer un partido, pónenle al momento en
junta como lo habían de poner en nodriza, y no bien abre los ojos á la
luz se encuentra ya juntado, que no es poca ventaja. La junta, pues, es
el precursor de un partido por lo regular, y esta clase de juntas andan
siempre por esos caminos interceptando, ó interceptadas, cuando no
están fuera del reino tomando aires, ó tomando las de Villadiego, que
de todo toman las juntas.

La que en el día llama nuestra atención es la de Castel-o-Branco.
Empezaría á anochecer en Castel-o-Branco, y poníase por consiguiente
oscuro el horizonte, cuando acertó á pasar por allí un español de estos
sanos de los del siglo pasado, y que poco ó nada se curan del gobierno;
de éstos que dicen: á mí siempre me han de gobernar, tómelo por donde
quiera. Á qué iba el español á Castel-o-Branco, eso sería averiguación
para más despacio. Basta saber que iba y que ya llegaba, cuando se
halló detenido en medio de su camino por un portugués, que con voz
descompuesta y cara de causa perdida: «Casteçao, le dijo, ¿es vasallo
deu senhor emperante Carlos V? ¿Vien de Castella?»--Entendíasele
un poco más al castellano de gallego que de achaque de gobiernos,
y con voz reposada y tranquilo continente: «Yo no sé de quién soy
vasallo, contestó, ni me urge saberlo, sino que voy á mis negocios:
yo ni pongo rey ni quito rey: quien anda el camino tenga cuidado...».
Enfadábase ya el portugués, y era cosa temible. Conociólo el labriego,
y antes que echase la casa por la ventana, si bien allí no había
casa ni ventana: «No se enfade vuestra merced, señor portugués, le
dijo, que yo siempre seré vasallo de quien mande; sabido es que yo y
los míos nunca descomponemos partido. ¿Pero quién es mi rey en esta
tierra?--Eu senhor Carlos V.--Vaya, sea en hora buena, contestó el
Castellano, porque yo por ahí atrás me dejaba reinando á mi señora la
reina...--¡Casteçao!--No se enfade vuestra merced...», y de allí á poco
entraban ya compadres por el pueblo el portugués de la mala cara y el
español de las buenas palabras.

Pocos pasos habrían andado, cuando se esparció la noticia por todo
Castel-o-Branco de cómo había llegado un vasallo de su majestad
imperial. Es de advertir que como todos los días no tiene su majestad
imperial proporción de ver un vasallo suyo, porque andan para él los
vasallos por las nubes, decidióse lo que era natural y estaba en el
orden de las cosas; y fué que así como un pueblo de vasallos suele
solemnizar la entrada de un rey, así pareció justo que un pueblo de
reyes solemnizase la entrada de un vasallo. Echáronse, pues, á vuelo
las campanas: con este motivo hubo quien dijo: _principio quieren las
cosas_, y quien añadió: _que el reinar no quiere más que empezar_.
Digo, pues, que se echaron á vuelo las campanas, y el labriego se
aturdía; verdad es que el ruido no era para menos.

--¿Qué fiesta es mañana?, preguntaba el buen hombre.

--Festéjase la llegada de vuestra merced, señor Casteçao.

--¿Mi llegada? ¡Vea usted qué diferencia! Allá en España nunca festejó
nadie mis idas y mis venidas, y eso que siempre anduve de ceca en meca;
ya veo que en este país se ocupan más en cada uno.

En estos y otros propósitos entretenidos llegaron á una casa que tenía
una gran muestra, donde en letras gordas decía:

                       JUNTA SUPREMA DE GOBIERNO
                 De todas las Españas, con sus Indias.

No quisiera entrar el labrador; pero hízole fuerza el portugués.
Agachó, pues, la cabeza, y hallóse de escalón en escalón en una sala
grande como un reino, si se tiene presente que allí los reinos son como
salas.

Hallábase la tal sala alhajada á la espartana, porque estaba desnuda:
en torno yacían los señores de la junta sentados, pero mal sentados,
sea dicho en honor de la verdad. Luces había pocas y mortecinas. Un mal
espejo les servía para dos fines; para verse muchos siendo pocos, y
consolar de esta manera el ánimo afligido, y para decirse de cuando en
cuando unos á otros: «Mírese su excelencia en ese espejo». Porque es de
advertir que se daban todos unos á otros dos cosas, á saber: las buenas
noches y la excelencia.

Portero no había; verdad es que tampoco había puertas, por ser la casa
de estas malas de lugar que, ó no las tienen, ó las tienen que no
cierran. Una mala mesa en medio, y un mal secretario, eran los muebles
que componían todo el ajuar.

No sé dónde he leído yo que en cierta tierra de Indios el congreso
supremo de la tribu se reúne para deliberar en grandes cántaros de agua
fresca, donde se sumergen desnudos sus individuos, dejando sólo fuera
del cántaro la cabeza para deliberar. No se puede negar que existe
gran semejanza entre la junta de Castel-o-Branco y el congreso de los
cántaros, y que los carlistas que componen la una y los salvajes que
forman el otro están igualmente frescos.

Dominaba en el testero de la sala de Juntas el tesorero general del
pretendiente, don Matías Jarana, porque en tiempos de apuro el que
tiene el dinero es el empleado principal; el cual, si no era gran
tesorero, era gran canónigo. Dicho esto, me parece excusado detenernos
mucho en describirle; estamos seguros de que el inteligente lector se
lo habrá figurado ya tal como era. Oprimía á su lado el ministro de
hacienda una mala banqueta, que gemía no tanto por el noble peso que
sostenía, como por el mal estado en que se encontraba. Tambaleábase
por consiguiente su excelencia á cada momento: figurósele al labriego
temblor el movimiento oscilante de su excelencia; pero está averiguado
que era el mal asiento. Flaco, seco, y con cara de contradicción, hacía
de notario de reinos don Jorge Ganzúa, que lo había sido de Coria.

Veíase á otra parte de pie, y en actitud de huir á la primera orden, á
un cabo del resguardo, partidario que fué del año 23. Representaba éste
al ministro de la guerra, y llamábase Cuadrado, además de serlo.

Un dependiente del cabildo de Coria y dos personajes más, en calidad de
consejeros supremos de la Junta, hacían como que meditaban, por el buen
parecer, en un rincón de la sala.

Indecible fué la alegría de la Junta suprema cuando el portugués
hubo presentado á nuestro pobre labriego en calidad de vasallo de su
majestad imperial.

--Excelentísimos señores, exclamó el señor tesorero en altas voces,
reconozcamos en ese vasallo el dedo del Señor: ya ha llegado el día
del triunfo de su majestad imperial, y ha llegado ya al mismo tiempo
un vasallo: todo ha llegado. Opino que en vista de esta novedad
deliberemos.

--En cuanto á lo de deliberar, dijo entonces el señor notario, recuerdo
al señor presidente que esto es una junta.

--No me acordaba, dijo entonces el presidente; nótese que ésta es la
primera junta de que tengo el honor de ser individuo.

--Se conoce, dijo el notario; y lo apuntó en el acta.--Hable, pues, si
sabe y si tiene de qué el excelentísimo señor ministro de hacienda.

--Dispiértele usted, dijo entonces el presidente al portugués que hacía
de ujier, dispiértele usted, pues parece que su excelencia duerme.

Llegóse el portugués á su excelencia, que efectivamente dormía, y
díjole en su lengua:--No haga caso su excelencia de que está en junta,
que es llegado el momento de hablar.--Soñaba á la sazón su excelencia
que se le venían encima todos los ejércitos de la reina, y volviendo en
sí de su pesadilla con dificultad:

--¿Hablo yo?, dijo; vamos á ver. Las mejoras, pues, aunque no nos toque
el decirlo, las mejoras...

--Al orden, al orden, interrumpió el presidente: ¿qué es eso de mejoras?

--Soñaba que estábamos en España, contestó su excelencia turbado.
Perdone la Junta. Por consiguiente hable otro, que yo no estoy para el
paso. Mi intermisión por otra parte no urge. Mi ministerio...

--Excelentísimo señor, dijo el presidente, cierto; pero acaba de
llegar...

--¿Ha llegado la hacienda, ha llegado mi ministerio?, preguntó azorado
el señor Tallarín, buscando con los ojos por todas partes si llegaría á
ver un peso duro...

--Todavía no, pero...

--¡Ah!, pues entonces, repuso el ministro, repito que no corro prisa; y
volviéndose en la banqueta y hacia el portugués: Avíseme usted, señor
don Ambrosio de Castro y Pajarez, Almendrudo, Oliveira y Caraballo
de Alburquerque y Santaren, en cuanto llegue la hacienda. Dicho esto,
volvió su excelencia á anudar el roto hilo de su feliz ensueño, donde
es fama que soñó que era efectivamente ministro.

--Yo hab... b... blaré, dijo entonces uno de los consejeros supremos
que era tartamudo, yo hablaré, que he s... s... s... ido por... pr...
pr... pro... curador...

--Mejor será que no hable nadie, dijo entonces el notario al oído del
presidente, si ha de hablar el señor...

--Di... di... dice bien el señor not... notario, dijo entonces el
consejero sentándose, p... p... por... porque no acabaríamos nunca...

--Pido la palabra, dijo el que estaba á su lado.

--¿Quién diablos se la ha de dar á vuestra excelencia, dijo entonces el
presidente amoscado, si nadie la tiene?

--Recuerdo á su excelencia, dijo el notario, que en el orden del
gobierno de su majestad imperial no se puede pedir la palabra, y que es
frase mal sonante: ó hablar de pronto, ó no hablar.

--Si el señor Cuadrado no está para hablar, dijo entonces el
presidente, nos iremos á casa.

--Más estoy para obrar que para hablar, contestó su excelencia; pero
fuerza será, pues no hay quien hable. Digo en primer lugar que yo no
doy un paso más adelante si no se conviene en presentar mañana á la
firma de su majestad imperial un decreto... ¿Eh?

--Adelante.

--Bueno. Y declaro como fiel y obediente vasallo de su majestad
imperial el señor Carlos V, por quien derramaré desinteresadamente
hasta la primera gota de mi sangre, que no sigo en el partido si su
majestad no lo firma.

--Mal pudiera oponerse la Junta á tanta generosidad.

--Propongo, pues, continuó el excelentísimo señor cabo, ministro de la
guerra, el siguiente decreto que traigo para la firma. «Yo, don Carlos
V, por la gracia del reverendísimo padre Vaca, y del excelentísimo
señor Cuadrado, emperador de, etc., etc. (Aquí los reinos todos.) Sin
entrar en razones quiero y mando que queden suprimidos los carabineros
de costas y fronteras, y se reorganice el antiguo resguardo: quedando
todos los fondos á disposición del excelentísimo señor Cuadrado.--Yo el
emperador.--Al ministro de la guerra Cuadrado». Y por el pronto será
del resguardo el señor vasallo que está presente, encargado por ahora,
y hasta que haya más, de obedecer las órdenes del gobierno.

--Alto, dijo al llegar aquí el señor canónigo presidente, que yo traigo
también mi decreto, y dice así el borrón _mutatis mutandis_.

(No hemos podido haber á las manos ninguna copia de este borrón por más
exquisitas diligencias que hemos practicado; pero ya se deja inferir
poco más ó menos su tenor. ¡Válgame Dios, y qué cosas se pierden en
este mundo!)

Anotó el notario en el acta el segundo decreto, y pasó á proponer el
siguiente que acababa de redactar como ministro de gracia y justicia,
dejando aparte la gracia y la justicia: decía así el borrón:

«Artículo 1.º. En atención á la tranquilidad con que posee y gobierna
su majestad imperial el señor don Carlos V estos sus reinos, todos
los que las presentes vieren y entendieren, se entusiasmarán
espontáneamente y se llenarán de sincera y voluntaria alegría, pena de
la vida, en cuanto llegue á su noticia este decreto: debiendo durar el
entusiasmo tres días consecutivos sin intermisión, desde las seis de
la mañana en punto, en que empezará, hasta las diez de la noche por lo
menos, en que podrá quedarse cada cual sereno.

Art. 2.º. No pudiendo concebir la Junta suprema de Castel-o-Branco el
abuso de las luces introducido en estos reinos de algún tiempo á esta
parte, suprime y da por nulas todas las iluminaciones encendidas y por
encender, en atención á que sólo sirven para deslumbrar las más veces
á sus amados vasallos, y manda que no se solemnice ninguna victoria,
aunque la llegara á lograr algún día casualmente, con esa especie de
regocijo, en que nadie se divierte sino los cosecheros de aceite.

Art. 3.º. Quedan prohibidas como perjudiciales todas las mejoras
hechas, debiendo considerarse nula cualquiera que se hiciese sin
querer, pues queriendo no se hará.

Art. 4.º. Convencida la Junta de que nada se saca de las escuelas sino
ruido, y que se calienten la cabeza los hijos de los amados vasallos
del señor don Carlos V, quedan cerradas las que hubiese abiertas:
debiendo olvidar cada vecino en el término improrrogable de tres días,
contados desde la fecha, lo poco ó mucho que supiese, so pena de
tenerlo que olvidar donde menos le convenga.

Art. 5.º. Siendo de algún modo necesario hacerse con vasallos para
ser obedecido de alguien, la Junta suprema perdona é indulta á todos
los españoles que hubiesen obedecido á la reina gobernadora, si bien
reservándose, para cuando los tenga debajo, el derecho de castigarlos
entonces uno á uno ó _in solidum_, como mejor la plazca.

Art. 6.º. No siendo regular que el supremo gobierno se exponga al menor
percance, tanto más cuanto que hay en España, según parece, españoles
que se hacen matar por su señor Carlos V, sin meterse á averiguar
si su majestad y sus adláteres pasan como ellos trabajos, y dan su
cara al enemigo, ó si esperan descansadamente jugando á las bochas
ó al gobierno, á que se lo den todo hecho á costa de su sangre para
agradecérselo después como es costumbre de caballeros pretendientes, es
decir, á coces; la Junta suprema y el gobierno de su majestad imperial
permanecerán en Castel-o-Branco; tanto más cuanto que hay en Portugal
muy buenos vinos y otras bagatelas precisas para la sustentación de
sus desinteresados individuos; y sólo entrará en España, si entra, á
recibir enhorabuenas y dar fajas y bastones á los principales facciosos
y cabecillas que para lograrlos pelean desinteresadamente por el señor
Carlos V, y bastonazos á los demás».

¡Viva! ¡viva! exclamó al llegar aquí toda la Junta, y es fama que
despertó entonces el ministro de hacienda, y aun hay quien añade que
echó un cigarro á pesar del mal estado de su ministerio.

Temblaba á todo esto el buen labriego, pues ya había caído él en la
cuenta de que si todos aquellos señores habían de mandar, y no había
otro sino él por allí que obedeciese, era la partida más que desigual.
Calculando, pues, que en un pueblo donde no había más que la justicia
y él, él había de ser forzosamente el ajusticiado, andaba buscando
arbitrios para escaparse del poder de la Junta; la cual así pensaba en
soltarle, como quien lo consideraba en aquellos momentos un cacho de la
apetecida España, que la Providencia tiene guardada felizmente para más
altos fines.

Pero Dios, que no se olvida nunca de los suyos, aunque ellos se olviden
de él, lo había dispuesto de otro modo: no bien se había leído el
último renglón del decreto del notario, cuando se oyó en la calle un
espantable ruido.--Estos son tiros, exclamó Cuadrado, que era el único
que alguna vez los había oído desde lejos.--¡Tiros! dijo el presidente,
¿á que estamos ganando una batalla sin saber una palabra?...

--No corremos ese riesgo, entró gritando el portugués: sálvense
vuestras excelencias, sálvense: aquí quedo yo, que soy portugués y
basto para cien casteçaos.--Os perdono, dijo entonces volviéndose á los
que ya entraban, os perdono, casteçaos; daos, que no os quiero matar.

Pero ya en esto diez y nueve robustos contrabandistas habían entrado
á dar sus diez y nueve votos en la Junta, y echándose cada uno un
argumento á la cara: _¡Viva Isabel II!_, dijeron. Hacíase cruces el
presidente, escondíase debajo de la banqueta el excelentísimo señor
ministro de hacienda, tapaba el notario de reinos el acta, no salía el
tartamudo de la p... inicial de perdón, y hacían los demás un acto de
traición con más miedo del infierno que amor de Dios. El labriego sólo
era el que bendecía su estrella, y quien echando mano de un cordel que
para otros usos traía, dispuso á la Junta en forma de traílla; la cual
en la misma y más custodiada que tabaco en rama, por los diez y nueve
votos de contrabando que habían levantado la sesión, se entró por los
términos de España, á las voces del portugués, que casi desde Castel-o
Branco les gritaba todavía en mal castellano: «No tenhan miedo vuestras
excelencias, aunque los aforquen los casteçaos; que yo en acabando de
pelear aquí por su majestad don Miguel I, que es cosa pronta, he de
pasar la raya; y ó me llevo allá al emperador Carlos V, ó me traigo acá
á Castilla».



                          LAS CIRCUNSTANCIAS


Las circunstancias, he pensado muchas veces, suelen ser la excusa de
los errores y la disculpa de las opiniones. La torpeza ó mala conducta
hallan en boca del desgraciado un tápalo-todo en las circunstancias
que, dice, le han traído á menos. En estas reflexiones estaba
ocupada mi fantasía no hace muchos días, cuando recibí una carta, que
por confirmar mis ideas sobre el particular y venir tan oportuna á
este objeto, de que pensaba hacer un artículo de costumbres, quiero
trasladar _ad pedem litteræ_ á mis lectores. Decía así la carta:

«Señor Fígaro.--Muy señor mío: Á usted, señor Fígaro, observador de
costumbres, me dirijo con dos objetos. Primero, quejarme de mi mala
estrella. Segundo, inquirir de su experiencia, pues le imagino á usted
por sus escritos hombre de ésos que han vivido más de lo que les queda
que vivir, si hay efectivamente de tejas abajo una fatalidad que
persigue á los humanos, y una desgracia en el mundo que se asemeje
á la desgracia mía. Soy un verdadero juguete de las circunstancias,
cuyo torrente no pude nunca resistir, y que así me envolvieron como
envuelven los violentos remolinos de una olla al inexperto nadador que
se arrojó incauto en la pérfida corriente del caudaloso río.

»Mi padre era inglés y rico, señor Fígaro, pero hallábase aislado en el
mundo; era naturalmente metido en sí, y sólo un amigo tenía: antojósele
á este amigo entrometerse en una conspiración; confió á mi padre varios
papeles importantes; descubrióse la conspiración, y ambos tuvieron que
huir. Vínose mi padre á España, reducido á oro lo que pudo realizar
de sus cuantiosos bienes; vió una linda gaditana, prendóse de ella,
casóse, y antes de los nueve meses murió inconsolable, dando y tomando
siempre en lo de la conspiración, que hubo de volverle el juicio. Vea
usted aquí, señor Fígaro, á Eduardo Priestley, humilde servidor de
usted, cuyo destino debía haber sido sin duda ser inglés, protestante
y rico, español, católico y pobre, sin que pudiese encontrar más causa
de este trastrueque que las circunstancias. Ya usted ve que la tomaron
conmigo desde pequeñito. Mi madre era mujer de rara penetración y
de ilustradas ideas. Crióme lo mejor que supo, y en darme toda la
educación que se podía dar entonces en España, consumió el poco caudal
que la dejara mi padre. Lleno yo de entusiasmo por la magistratura,
y aborreciendo la carrera militar á que querían destinarme, estudié
leyes en la universidad; pero puedo asegurar á usted que á pesar de eso
hubiera salido buen abogado, pues era raro mi talento, sobre todo para
ese estudio. Probablemente, señor Fígaro, después de haber sido gran
abogado, hubiera vestido una toga, hubiera calentado acaso una silla
ministerial, y el consejo de Castilla me hubiera recogido al fin de mis
días en su seno, donde hubiera muerto descansadamente, dejando fama
imperecedera. Las circunstancias sin embargo me lo impidieron. Había un
Napoleón en el mundo, y fué preciso que éste quisiera ser emperador, y
emplear á sus hermanos en los mejores tronos de Europa, para que yo no
fuese ni buen abogado ni mal ministro.

»Yo tenía sentimientos generosos; mis compañeros tomaron las armas
y dejaron el estudiar nuestras leyes para defenderlas, que urgía
más. ¿Qué remedio? Dejé como fray Gerundio los estudios y me metí á
predicador; es decir, me hice militar en obsequio de la patria. En la
campaña perdí mi carrera, la paciencia y un ojo; y las circunstancias
me dejaron tuerto y capitán: sabe el cielo que para ninguna de estas
dos cosas servía. Yo, señor Fígaro, era impetuoso y naturalmente
inconstante; menos servía, pues, para casado, ni nunca pensara en
serlo; pero de resultas del bombardeo de Cádiz murió mi madre, que
gozando por sus relaciones de familia de algún favor hubiera adelantado
mi carrera. Otro favor que me hicieron las circunstancias. Víme solo en
el mundo, y en ocasión en que una linda Aragonesa, hija de un diputado
á cortes de Cádiz, recogiéndome y ocultándome en su casa, cubierto de
heridas, me salvó la vida por una rara combinación de circunstancias;
caséme de honrado y agradecido, que no de enamorado, es decir, que
me casaron las circunstancias. En mi segunda carrera debiera haber
llegado á general según mis servicios, que á otros fajaron haciéndolos
muy flacos á la patria; pero era yerno de un diputado: quitáronme las
charreteras, envolviéronme en la común desgracia, y las circunstancias
me llevaron á Ceuta, adonde bien sabe Dios que yo no quería ir; allí
hice la vida de presidario y de mal casado, que cualquiera de estos dos
dogales por sí solo bastara para acabar con un hombre. Ya ve usted que
yo no tenía la culpa. ¿Quién diablos me casó? ¿Quién me hizo militar?
¿Quién me dió opiniones? En presidio no se hace carrera, pero se hace
mucho rencor. Sin embargo, salimos de presidio, y como yo era hombre
de bien contúveme; pretendí, pero como no anduve por los cafés, ni
peroré, medios que exigían entonces las circunstancias para prosperar,
no sólo no me emplearon, sino que me cantaron el _trágala_. Irritéme:
el cielo es testigo que yo no había nacido para periodista; pero las
circunstancias me pusieron la pluma en la mano: hice artículos contra
aquel gobierno; y como entonces era uno libre para pensar como el que
estaba encima, recogí varias estocadas de unos cuantos aficionados,
que se andaban haciendo motines por las calles. Ésta fué la corona
de laurel que dieron las circunstancias á mi carrera literaria.
Escapéme, y fuí á reunirme con los de la fe; dijéronme allí que las
circunstancias no permitían admitir en las filas á un hombre que había
sido marido de la hija de un diputado de las cortes de Cádiz, y no me
ahorcaron por mucho favor.

»No pudiendo vivir como realista, fuíme á Francia, donde en calidad de
liberal me colocaron en un depósito, con seis cuartos al día. Vino por
fin la amnistía, señor Fígaro. ¡Eh! Gracias á una reina clemente, ya
no hay colores, ya no hay partidos. Ahora me emplearán, digo yo para
mí; tengo talento, mis luces son conocidas, soy útil... Pero, ¡ay!,
señor Fígaro, ya no tengo madre, ya no tengo mujer, ya no tengo dinero,
ya no tengo amigos; las circunstancias de mi vida me han impedido
adquirir relaciones. Si llegara á hacerme visible para el poder,
acaso lograría: sus intenciones son las mejores del mundo; mas ¿cómo
abrirme paso por entre la nube de porteros y ujieres que parapetan y
defienden la llegada á los destinos? Las solicitudes que se presentan
solas son papeles mojados. ¡Hay tantos que piden por pedir! ¡Hay
tantos que niegan por negar!--Cien memoriales he dado, otras tantas
espaldas he visto.--Deje usted; veremos si estas circunstancias se
fijan, me dicen los unos.--Espere usted, me responden los otros: hay
tantos pretendientes en estas circunstancias.--Pero, señor, replico
yo, también es preciso vivir en estas circunstancias. ¿Y no hay
circunstancias para los que logran?

»Ésta es, señor Fígaro, mi posición: ó yo no entiendo las
circunstancias, ó soy el hombre más desdichado del mundo. El hijo del
Inglés, el que debía haber sido rico, magistrado, literato, general,
hombre ajeno de opiniones, acabará probablemente sus tres carreras
distintas en un solo hospital verdadero, merced á las circunstancias;
al mismo tiempo que otros que no nacieron para nada, y que han tenido
realmente todas las opiniones posibles, anduvieron, andan y andarán
siempre levantados en zancos por esas mismas circunstancias.--De usted,
señor Fígaro.--_Eduardo de Priestley, ó el hombre de circunstancias._»

No puedo menos de contestar al señor de Priestley que el daño suyo
estuvo, si hemos de hablar vulgarmente, en nacer desgraciado, mal que
no tiene remedio: si hemos de raciocinar, en traer siempre trocadas
las circunstancias, en no saber que mientras haya hombres la verdadera
circunstancia es intrigar; estar bien emparentado; lucir más de lo
que se tiene; mentir más de lo que sabe; calumniar al que no puede
responder; abusar de la buena fe; escribir en favor, y no en contra
del que manda; tener una opinión muy marcada, aunque por dentro se
desprecien todas, procurando que esa opinión que se tenga sea siempre
la que haya de vencer, y vociferarla en tiempo y lugar oportunos;
conocer á los hombres; mirarlos de puertas adentro como instrumentos, y
tratarlos como amigos; cultivar la amistad de las bellas, como terreno
productivo; rasarse á tiempo, y no por honradez, gratitud ni otras
ilusiones; no enamorarse sino de dientes afuera, y eso de las cosas que
puedan servir...

Pero, santo Dios, gritará un rígido moralista, ¡qué cuadro!
¡¡¡Maquiavélicos principios!!!--Fígaro no dice que sean buenos, señor
moralista; pero tampoco Fígaro hizo el mundo como es, ni lo ha de
enmendar, ni á variar el corazón humano alcanzarán todas las sentencias
posibles. Las circunstancias hacen á los hombres hábiles lo que ellos
quieren ser, y pueden con los hombres débiles; los hombres fuertes
las hacen á su placer, ó tomándolas como vienen sábenlas convertir en
su provecho. ¿Qué son por consiguiente las circunstancias? Lo mismo
que la fortuna: palabras vacías de sentido con que trata el hombre de
descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos; las más
veces, nada. Casi siempre el talento es todo.



                            REPRESENTACIÓN
       DE LA COMEDIA ORIGINAL EN TRES ACTOS Y EN VERSO TITULADA

                        UN TERCERO EN DISCORDIA

                                  DE
                   DON MANUEL BRETÓN DE LOS HERREROS


Una comedia nueva del aplaudido autor de _Á Madrid me vuelvo_ y de la
_Marcela_ no podía menos de llamar la pública expectación, y aun de
prevenirla favorablemente.

En esta composición dramática como en la _Marcela_, se ha propuesto el
poeta, no censurar un defecto ridículo determinado, no ridiculizar un
vicio feo ó una pasión denigrante, no un objeto moral circunscrito y
de general aplicación. Un cuadro bien presentado, en que se reúnen á
formar el conjunto varios caracteres sacados de la sociedad, hábilmente
colocados en contraste, parece haber sido la idea del autor.

En la _Marcela_ es una mujer amable, cuya peligrosa amabilidad da
esperanzas á tres amantes igualmente indignos de su alto cariño. En
_Un tercero en discordia_ es una joven perseguida también por tres
amadores; los caracteres nuevos que presenta esta composición dramática
son los de los dos amantes más importunos de Luciana. El uno es un
joven en demasía desconfiado del cariño y fidelidad de su amada; en una
palabra, un hombre zeloso: el segundo es un necio por el contrario
harto confiado en el amor de una mujer que no le ha dicho siquiera
que le ama, pero de cuyo cariño cree poder estar seguro; en una
palabra, un presuntuoso. _Un tercero en discordia_ que ni es zeloso,
ni presuntuoso, sino un tipo de la perfección social, un amante que
ama sin prisa, sin mal humor nunca, que jamás confía en que es amado,
que nunca exige nada, impasible, eterno, imagen del no movimiento y de
la no acción, es el justo medio presentado en este carrusel amatorio.
Á los ojos de una mujer sentimental, exaltada, romántica, de pasiones
vivas, pudiera no parecer don Rodrigo el más perfecto ni el más amante;
pero á los ojos de una muchacha bastante fría, como el autor nos la
pinta, bien educada, y de suyo sosegada, no hay duda que don Rodrigo
debe ser el amante preferido, el esposo. El padre de la niña es un buen
hombre, que tiene más de tonto que de otra cosa, de estos que hablan
con las manos, que escriben la conversación, conforme la van haciendo,
en el pecho de su interlocutor, que le desabotonan el chaleco, y le
quitan el lazo de la corbata, etc. Una ama de gobierno vieja, de éstas
que hacen oficio de todo en las casas, regañona y entrometida en los
intereses de la familia, es el quinto y último personaje de la comedia.

De esta construcción del plan se infiere que el contraste que
presentan el zeloso y el confiado ha de dar lugar á escenas cómicas:
así es; rasgos hay felicísimos que revelan el poeta dramático. El
confiado, traduciendo todos los desaires y desprecios por disimulo
ó enojo amoroso, es sumamente cómico y lindamente imaginado: el
zeloso, por el contrario, tratando de luchar inútilmente á cada paso
con su indómita pasión y exaltándose á la vista sola de un papel
cualquiera, después de haber jurado la enmienda, excita la risa de
la buena comedia. Aquí notaremos la habilidad del poeta. El confiado
no necesitaba ser correspondido; de esta manera era más ridículo,
y así lo ha hecho el autor; el zeloso, por el contrario, no podía
desarrollar su carácter sin haber recibido pruebas muy grandes de
amor: así que, el autor ha hecho que Luciana le correspondiese en un
principio. Verdad es que de aquí nace un gravísimo inconveniente: á
saber, que la misma Luciana que tutea al zeloso en el primer acto y le
corresponde indudablemente, se halla ya en el tercero, es decir, en
horas, tan convencida y fastidiada de la importunidad de su amante,
que se echa, sin verter una lágrima siquiera, en brazos del justo
medio don Rodrigo. Diríamos que éste pudiera ser el inconveniente de
la rigorosa unidad de tiempo, y diríamos que una mujer que se dice
enamorada de un hombre no lo deja por zeloso (porque éste es acaso el
carácter que menos choca á la pasión), sino después por lo menos de
haber sufrido mucho y de haber llorado más; diríamos que generalmente
se observa que los amores más duraderos son aquéllos en que uno de los
dos amantes es extraordinariamente zeloso, y añadiríamos que no es el
destino de los amores arrebatados el acabarse pronto, sino el acabarse
mal. Pero el talento del autor ha previsto todas estas objeciones, y
nos ha presentado desde luego una de esas muchachas que no sienten ni
padecen: que entran en el mundo con un temperamento indiferente, y por
consiguiente que se guían en su elección por su propia conveniencia, y
nunca á ciegas: de ésas que encuentra usted donde quiera, que empiezan
á corresponder á un amante por hacer algo, por el gusto de tener
amante, por cualquier cosa, y que al volver de una esquina le dejan
plantado con todo su amor, y toman otro: mujeres, en fin, muy buenas,
muy perfectas, muy impasibles. En este género, Luciana y Marcela son
admirables, son dos modelos.

¿Nos permitirá el autor que no convengamos con él en una cosa? El
calor, sin duda, de su imaginación poética le lleva á formarse á
veces una sociedad ideal, donde sólo considera virtudes y vicios,
perfecciones y defectos personificados, y situaciones posibles de
efecto; esto le aparta de la pintura verdadera de la sociedad en que
vivimos: queremos decir, que tanto en la _Marcela_ como en ésta, los
desenlaces no nos parecen naturales. Al fin, en _Marcela_, no hay otro
inconveniente contra los usos sociales que el declarar en público á
sus amantes lo que sólo puede uno oir en particular; porque si una
mujer tiene derecho á no corresponder á un hombre, no le tiene para
ponerle en ridículo sólo porque la ama. En _Un tercero en discordia_
es menos verosímil, porque al fin, si una mujer es tan imprudente que
despide en público á sus amantes, ¿qué pueden hacer éstos con una
señora sino respetarla? Pero Luciana encarga á su elegido, lo cual es
poco delicado, que desengañe á los otros: don Rodrigo lo admite, aunque
obligado, y los dos sufren. Esta última parte es la imposible, y en
corazones bien puestos sólo de una manera puede desenlazarse. Por otra
parte, el señor Bretón insiste en colocar siempre á las mujeres en una
posición en que no están en el día en nuestra sociedad: no son ya las
reinas del torneo, como en los siglos medios: nadie se sujeta á esos
jurados, á esas competencias: más; el hombre desama á la mujer, como la
mujer al hombre, y en esto felizmente somos iguales. Todo hombre bien
educado es deferente con las señoras; pero las señoras no están por eso
exentas de guardar consideraciones al sexo fuerte: la sociabilidad es
recíproca. Mucho sentiríamos que no fuese el autor de nuestra opinión.

Acabaremos este rápido juicio con una observación. En nada brilla más
el singular talento poético del señor Bretón, que en la sencillez de
sus planes; en todas sus comedias se conoce que hace estudio y gala
de forjar un plan sumamente sencillo; poca ó ninguna acción, poco ó
ningún artificio. Esto es sólo concedido al talento, y al talento
superior. Una comedia llena de incidentes que cualquiera inventa, es
fácil de hacerla pasar á un público á quien siempre cautivan el interés
y la curiosidad.

El señor Bretón desprecia estos triviales recursos, y sostiene y lleva
á puerto feliz entre la continua risa del auditorio, y de aplauso en
aplauso, una comedia apoyada principalmente en la pintura de algunos
caracteres cómicos, en la viveza y chiste del diálogo, en la pureza,
fluidez y armonía de su fácil versificación. En estas dotes no tiene
rival, si bien puede tenerlos en cuanto á intención, profundidad ó
filosofía.

Alguna palabra exótica tildaríamos en _Un tercero en discordia_; pero
¿qué son esos pequeñísimos lunares en una comedia que ha sido muy
reída, y que han coronado los aplausos del auditorio? Damos el parabién
al señor Bretón por este nuevo lauro adquirido, y nos le damos á
nosotros mismos.

En los actores se ha notado un zelo extraordinario; demasiado zelo, si
éste puede ser demasiado alguna vez. El artificio del actor consiste en
ocultar su zelo y su esfuerzo, y dominar su habilidad hasta reducirla
al punto de la verdad imitada. En el mundo no se observa nunca que
cada uno quiera hablar, andar, reir y manotear para arrancar aplausos
á los que van por la otra acera; todo esto se hace naturalmente, y el
no haberlo hecho así es el defecto general que en toda la comedia hemos
notado. ¿Podríamos decirle al actor encargado del papel del padre, sin
que se ofendiese, que cuando uno de esos hombres significativos en su
acción desabrocha á otro y le escribe en la ropa, lo hace por un efecto
de distracción, y por consiguiente lo hace como quien no hace nada,
no se ríe de su misma manía, no escribe en lo interior de la camisa,
metiéndole todo el brazo en el cuerpo, sino sólo en la solapa; no mira
las prendas que aja, sino á los ojos de su interlocutor, porque si
las mirara, las vería, le chocarían á él mismo y se avergonzaría? ¿Á
su interlocutor don Rodrigo le podríamos decir que cuando un fracaso
de ésos sucede, no se hacen extremos, sino que sólo en la cara se da
á entender, lo menos que se puede, la mortificación? ¿Llevará á mal
que le advirtamos que en la sociedad nunca se vuelve uno al público á
decirle lo que piensa, porque en la sociedad no hay público; y que en
la comedia, que es un remedo de las costumbres, no se debe declamar
como en un melodrama lleno de exclamaciones y asombros, sino hablar
naturalmente?

Al zeloso le diríamos que el deseo de marcar su papel le ha hecho
confundir alguna vez los arrebatos de un amante desconfiado con el
furor de un marido zeloso: un amante, sobre todo en los principios,
aunque tenga muchos zelos, modera algo más que un marido su genio,
porque puede perder la posesión que no ha logrado aún, y que éste tiene
ya asegurada. No se produce con dominio, sino con reconcentración;
reconviene, vilipendia, injuria, si es preciso, pero nunca habla con
los puños cerrados: las transiciones sobre todo del furor al cariño
son más marcadas. Nada más tierno y sumiso que un amante zeloso en sus
lúcidos intervalos.

Hemos dicho ya que los actores no deben acordarse de que existe
público: por tanto nos ha chocado extraordinariamente que la actriz ama
de gobierno haya hecho cortesías al público al recibir aplausos. Buena
es la política, pero á su tiempo.

Hemos notado en general que gritan demasiado algunos actores, sobre
todo cuando creen que lo que dicen debe llamar la atención. En otra
ocasión hemos dicho ya que el querer dar valor á las frases suele
quitárselo: en realidad es suponer que el público es sordo ó muy torpe;
ambas cosas son desagradables. Dolorosísimo nos es haber de encontrar
defectos; todo lo más que podemos hacer es escribir nuestra crítica
con decoro, y apoyándola siempre en razones; pero si la obligación
del actor es representar bien, la del crítico es juzgar bien é
imparcialmente. En compensación diremos con placer que hemos visto á
la par aciertos, y que, segregados los defectillos que hemos notado,
esta comedia se ha representado mejor que otras; el barba sobre todo ha
dado el color verdadero á su carácter, si se le perdona la exageración;
y los lunares de los demás actores no merecen que alarguemos este
artículo con nuevas observaciones.



                           REPRESENTACIÓN DE
                              LA MOJIGATA

                                COMEDIA
                  DE DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN


Nada más temible en las conmociones políticas que las reacciones:
ellas hacen desandar á los partidos por lo común mucho más camino del
que durante su progresivo movimiento anterior lograron avanzar. La
literatura no es la que menos se ha resentido en nuestro país y en
varias épocas recientes de esta lastimosa verdad. Un nombre solo de un
hombre, envuelto en la ruina de su partido, suele bastar á proscribir
una obra inocente; al paso que la suspicacia del vencedor, rezelándose
de su misma sombra, suele hallar en las frases más indiferentes
alusiones peligrosas capaces de comprometer su seguridad. He aquí la
razón por que se ha escrito con más libertad é independencia en épocas
ciertamente mucho más atrasadas que las que nosotros hemos alcanzado.

La mayor parte de las obras de nuestros autores que han corrido y
corren en manos de todos constantemente, no hubieran visto jamás
la luz pública si hubieran debido sujetarse por primera vez á la
censura parcial y opresora con que un partido caviloso y débil ha
tenido en nuestros tiempos cerradas las puertas del saber. Y decimos
débil, porque sabido es que tanto más tiránico es un partido, cuanto
menos fuerza moral, cuantos menos recursos físicos tiene de que
disponer. Desprovisto de fuerzas propias, va á buscarlas en las ajenas
conciencias, y teme la palabra. Sólo un gobierno fuerte y apoyado en la
pública opinión puede arrostrar la verdad, y aun buscarla: inseparable
compañero de ella, no teme la expresión de las ideas, porque indaga
las mejores y las más sanas para cimentar sobre ellas su poder
indestructible.

El teatro es acaso el ramo que más se ha resentido de estas funestas
verdades: por ellas hemos visto interceptadas malamente comedias
que respiran la más pura moral, entre ellas _la Mojigata_. Al verla
representar de nuevo en el día, no sabemos si sea más de alabar la
ilustrada providencia de un gobierno reparador que la ofrece de nuevo
á la pública expectación, que de admirar la crasa ignorancia que la
envolvió por tantos años en la ruina de una causa momentáneamente
caída. ¿Tan hipócrita es el partido que tiene por enseña el fanatismo,
que se creyó atacado en _la Mojigata_? ¡Tanto le ofende la fiel
representación de los extravíos humanos!, ¡tan ligada se halla con
ellos su existencia!

_La Mojigata_ era conocida y sabida ya de memoria de todo el mundo:
por lo tanto, si bien es indudable que tiene mérito suficiente para
llamar al teatro numerosa concurrencia, eslo también para nosotros que
ha debido á su larga prohibición la mayor parte de la importancia que
en esta ocasión se le ha dado: esto es tanto más cierto, cuanto que
estamos acostumbrados á ver sin entrada otras composiciones del mismo
Moratín escapadas de la común prohibición. Para hablar literalmente de
_la Mojigata_, necesitaríamos estar más seguros de nuestras propias
fuerzas: seríanos indispensable además dedicar á su examen un artículo
más extenso de lo que las actuales circunstancias nos permiten; porque
en el caso de que nos atreviésemos, como pudiéramos atrevernos tal
vez á hallar en ella lunares, de que no hay obra humana exenta, ¿qué
de razones no necesitaríamos acumular para contrarrestar la opinión
pública tan exclusiva cuando llega á cobijar bajo su protección un
nombre, una vez proclamado célebre? El mérito de Moratín, por otra
parte, es tan generalmente reconocido, que creemos inútil insistir en
esta ocasión en la ampliación de sus bellezas; y con respecto á sus
defectos, sólo diremos que la diferencia que existe entre los hombres
de gran talento y la medianía, es que de aquéllos se puede decir que
suelen alguna vez incurrir en faltas, y de ésta por el contrario,
que suelen alguna vez tener bellezas. Esto es todo lo que nos parece
que se puede decir con respecto á Moratín en parangón con los que
después de él han escrito comedias del mismo género en nuestro país.
Agréguese á esto una consideración: en todos los países el primero que
se ha elevado, el primer reformador ha llevado y ha debido llevar
la mejor parte de reputación, porque es preciso proceder siempre por
comparación; apenas hay en el mundo otra manera de raciocinar.

Por lo que hace á comparar á Moratín con Molière, como han pretendido
algunos hacerlo, bueno y justo es que se diga que Moratín es el Molière
español: esto sin embargo, creemos, según nuestras cortas luces, que
_la Mojigata_ no podrá sostener nunca la comparación al lado del
_Hipócrita_ de Molière, que es la comedia de éste con quien tiene más
relación; si exceptuamos el desenlace, que es infinitamente superior en
_la Mojigata_, porque pocas veces anduvo feliz Molière en desenlaces.
El mérito principal de Moratín parécenos estribar más en la pintura
local de las costumbres de su época, y en el manejo de los modismos
de la lengua, que en la pintura del corazón humano; sin que por esto
queramos decir que fuese ignorante de él Moratín: la gracia de Molière
es más candorosamente cómica, y se trasluce menos al poeta; presenta
las situaciones solas, y esto basta en él para hacer reir. Moratín
ayuda á la situación con una sátira más decidida: no se contenta con
exponer el cuadro ridículo sencillamente á la vista del espectador:
echa además en la balanza para inclinarla á su favor el peso de su
propia opinión; sus gracias toman muchas veces gran parte de realce de
su mordacidad. Sea hecho este paralelo de paso con el respeto debido á
ambos ingenios peregrinos, y para decir que, por las expuestas razones,
Molière es más universal que Moratín; éste es más local; su fama por
consiguiente más perecedera é insegura.



                           REPRESENTACIÓN DE
                          EL SÍ DE LAS NIÑAS

                                COMEDIA
                  DE DON LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN


En el día podemos decir que han desaparecido muchos de los vicios
radicales de la educación que no podían menos de indignar á los hombres
sensatos de fines del siglo pasado, y aun de principios de éste.
Rancias costumbres, preocupaciones antiguas hijas de una religión
mal entendida y del espíritu represor que ahogó en España, durante
siglos enteros, el vuelo de las ideas, habían llegado á establecer una
rutina tal en todas las cosas, que la vida entera de los individuos,
así como la marcha del gobierno, era una pauta, de la cual no era
lícito siquiera pensar en separarse. Acostumbrados á no discurrir,
á no sentir nuestros abuelos por sí mismos, no permitían discurrir
ni sentir á sus hijos. La educación escolástica de la universidad
era la única que recibían los hombres: y que si una niña salía del
convento á los veinte años para dar su mano á aquél que le designaba el
interés paternal, se decía que estaba bien criada; era bien criada si
sacrificaba su porvenir al capricho ó á la razón de estado; si abrigaba
un corazón franco y sensible, si por desgracia había osado ver más allá
que su padre en el mundo, cerrábanse las puertas del convento para
ella y había de elegir por fuerza el esposo divino que la repudiaba
ó que no la llamaba á sí por lo menos. Moratín quiso censurar este
abuso, y asunto tan digno de él no podía menos de inspirarle una gran
composición. De estas breves reflexiones se puede inferir que _el Sí
de las Niñas_ no es una de aquellas comedias de carácter, destinada
como _el Avaro_ ó _el Hipócrita_, á presentar eternamente al hombre
de todos los tiempos y países un espejo en que vea y reconozca su
extravío ó su ridícula pasión; es una verdadera comedia de época, en
una palabra, de circunstancias enteramente locales, destinada á servir
de documento histórico ó de modelo literario. En nuestro entender
es la obra maestra de Moratín y la que más títulos le granjea á la
inmortalidad. El plan está perfectamente concebido. Nada más ingenioso
y acertado que valerse para convencer al tío de la contraposición
de su mismo sobrino. Así no fuera este teniente coronel, porque por
mucha que fuese en aquel tiempo la sumisión de los inferiores en las
familias, no parece natural que un teniente coronel fuese tratado como
un chico de la escuela, ni recibiese las dos, ó las tres onzas para ser
bueno. Acaso la diferencia de las costumbres haga más chocante esta
observación en nuestros días, y nos inclinamos á creer esto, porque
confesamos que sólo con mucho miedo y desconfianza osamos encontrar
defectos á un talento tan superior. El contraste entre el carácter
maliciosamente ignorante de la vieja y el desprendido y juicioso don
Diego es perfecto. Las situaciones sobre todo del tercer acto, tan bien
preparado por los dos anteriores, que pudieran llamarse de exposición,
porque toda la comedia está encerrada en el tercer acto, son
asombrosas, y desaniman al escritor que empieza. Ésta es la ocasión de
hacer una observación esencial. Moratín ha sido el primer poeta cómico
que ha dado un carácter lacrimoso y sentimental á un género en que sus
antecesores sólo habían querido presentar la ridiculez. No sabemos si
es efecto del carácter de la época en que ha vivido Moratín, en que el
sentimiento empezaba á apoderarse del teatro, ó si es un resultado de
profundas y sabias meditaciones. Ésta es una diferencia esencial que
existe entre él y Molière. Éste habla siempre al entendimiento, y le
convence presentándole el lado risible de las cosas. Moratín escoge
ciertos personajes para cebar con ellos el ansia de reir del vulgo;
pero parece dar otra importancia para sus espectadores más delicados
á las situaciones de sus héroes. Convence por una parte con el cuadro
ridículo al entendimiento; mueve por otra el corazón, presentándole al
mismo tiempo los resultados del extravío; parece que se complace con
amargura en poner á la boca del precipicio á su protagonista, como en
_el Sí de las Niñas_ y en _el Barón_; ó en hundirle en él cruelmente,
como en _el Viejo y la Niña_, y en _el Café_. Un escritor romántico
creería encontrar en esta manera de escribir alguna relación con Víctor
Hugo y su escuela, si nos permiten los clásicos esta que ellos llamarán
blasfemia. En nuestro entender éste es el punto más alto á que puede
llegar el maestro; en el mundo está el llanto siempre al lado de la
risa; parece que estas afecciones no pueden existir una sin otra en el
hombre; y nada es por consiguiente más desgarrador ni de más efecto que
hacernos regar con llanto la misma impresión del placer. Esto es jugar
con el corazón del espectador; es hacerse dueño de él completamente,
es no dejarle defensa ni escape alguno. _El Sí de las Niñas_ ha sido
oído con aplauso, con indecible entusiasmo, y no sólo el bello sexo ha
llorado, como dice un periódico, que se avergüenza de sentir; nosotros
los hombres hemos llorado también, y hemos reverdecido con nuestras
lágrimas los laureles de Moratín, que habían querido secar y marchitar
la ignorancia y la opresión. ¿Es posible que se haya creído necesario
conservar en esta comedia algunas mutilaciones meticulosas? ¡Oprobio á
los mutiladores de las comedias del hombre de talento! La indignación
del público ha recaído sobre ellos, y tanto en _la Mojigata_ como en
_el Sí de las Niñas_, los espectadores han restablecido el texto por lo
bajo: felizmente la memoria no se puede prohibir.



                      LOS TRES NO SON MÁS QUE DOS
                   Y EL QUE NO ES NADA VALE POR TRES

                          MASCARADA POLÍTICA


Mil veces les habrá sucedido á mis lectores, y aun á los que no me
leen, oir una campana y quedarles una prolongada vibración en los
oídos después de haber sonado; les habrá sucedido también viajando,
durarles gran rato, después de apeados ya del carruaje, la sensación
del movimiento y traqueteo producida por muchas horas de camino. He
aquí precisamente lo que á mí me ha sucedido y me sigue sucediendo
todavía con el fantástico aparato y desigual clamor que en mis sentidos
dejaron las pasadas máscaras. Voy por la calle y se me antojan aún
caretas las caras, y disfraces los trajes y uniformes. Oigo hablar de
cosas nuevas, y, acostumbrado á tanta cosa vieja y á tanta broma, se me
figura aún que me siguen embromando. Pasará sin duda esta sensación,
y será preciso creer á todo el mundo; pero mientras pasa ó no pasa,
mientras creo ó no creo, todo el trabajo de mi entendimiento limitado
se reduce por ahora á ver de conocer al que me habla; que no es poco.
Con tal rumor en los oídos, con tal prevención en la vista, salía yo la
última noche del pasado carnaval de Abrantes, donde había codeado á la
aristocracia, y del teatro, donde me había codeado á mí la democracia.
Llena la cabeza con estas dos ideas, que no podía amalgamar nunca, y
que así se separaban al tocarse como se separan dos bolas de billar
al chocar una con otra, se me antojó que entraba en un salón adornado
por el orden antico-moderno; toda la parte alta gótica, góticas las
paredes y ventanas: el mueblaje y adorno bajo del último gusto. Tres
comparsas le llenaban, á lo que entonces me pareció. La menos numerosa
era compuesta toda de viejos, ¡rara aprehensión!, pero gordos y
robustos; para hacer gente y engruesarse iba derramando su dinero con
tanto sigilo, como si fuese mal adquirido y peor conservado; pero á
cada moneda que daban, ¡cosa rara!, perdían carnes y fuerzas. Toda
esta comparsa andaba hacia atrás, más como quien huye que como quien
anda; para lo cual traían la cabeza y los pies vueltos del revés, que
hacían rara figura. Andaban desbandados á causa de hallarse su jefe
á diligencias propias; pero en cambio presumían serlo todos. Seguía
á esta comparsa una porción de pobres, rotos y mal parados, con una
venda en los ojos como pintan á la fe, creyendo á pies juntillas cuanto
aquéllos les decían, y tomando varios dijes de poco valor en cambio de
sus servicios. De cuando en cuando dábanles los magnates de la comparsa
un palo, y unos respondían _¡viva!_ y otros respondían _¡gracias!_
Raros trajes se veían entre ellos, pero ninguno pasaba del siglo XVIII.
Retazos de manteos, cruces y veneras, papel de Italia, espadines de
Toledo, tal cual estrella en la frente, látigo en la mano, calzón,
peluquín y hebillas. Color general blanco como la leche. Conversación
poca; chispa ninguna.

La segunda traía jefe, ó por mejor decir representante; gente nueva,
y la más barbilampiña: flaca aún como muchacho que está creciendo:
conocíase á legua que no habían tenido tantas ocasiones de comer como
los otros. No andaban, sino corrían: todo eran piernas. Bailaban todos
á una, y hacían los mismos pasos: encogíanse los altos, empinábanse
los bajos: todo su prurito era andar iguales: al menor desnivel había
gira y algazara. Pedían la palabra, y tomaban lo demás. Venían vestidos
de telas de institución, color de garantía: el disfraz era lo mejor
que traían; si bien á muchos se los traslucían por debajo juboncillos
de ambición con tal cual cenefilla de empleo, y se conocía que no
estaban hechos á usarlos, porque á los más les venían anchos. Éstos
no repartían dinero, sino periódicos; dábanlos con audacia y á venga
lo que venga: si alguno se perdía ó se interceptaba malamente, otro
al puesto, como quien tenía el molde en casa. Por el contrario de los
otros, á cada periódico que daban ganaban carnes y razón. Las caretas
eran discursos históricos de sucesión. Iban encendiendo las luces,
que la primera comparsa apagaba siempre que podía; pero el salón
estaba iluminado, de donde era fuerza inferir que se encendían más de
prisa que se apagaban. Seguía á éstos una turba desigual hambrienta
de felicidad: verdad es que nunca la habían catado. Unos eran gordos,
otros flacos: unos tenían tres piernas, otros una: uno tres ojos, otro
medio; quién era gigante, quién lilipuciano. _Se os igualará_, les
iban diciendo los magnates, _nada más fácil_, y lo creían sin mirarse
despacio unos á otros, el tonto y el discreto, el tullido y el sano,
el pobre y el rico. Éstos creían en la felicidad de este mundo: los
primeros en la del otro. Su conversación buena, su chispa mucha y mayor
el ruido que metían. Color general negro.

Era el resto de la concurrencia la mayoría; pero se conservaba á
cierta distancia del que parecía su jefe. Era el color de éste un
atornasolado claro, que visto de distintos puntos lejanos parecía
siempre un color diferente, pero en llegado á él no se le podía llamar
color. Éste y los suyos no andaban, aunque lo parecía, porque marcaban
el paso: conociendo que no había para qué, unos no traían pies, y
otros los traían de plomo. De medio cuerpo arriba venía vestido á la
antigua española, de medio cuerpo abajo á la moderna francesa, y en
él no era disfraz, sino su traje propio y natural. Ni era alto, ni
bajo, ni gordo, ni flaco; sutil como cuerpo glorioso, y máscara, en
fin, racional, si las hubo nunca. No traía careta, sino que enseñaba
una cara de risa que á todos quería dar contento. Era su comparsa
gente pasiva y estacionaria, de esta que tiene y no quiere perder,
que no tiene por qué moverse, miedosa que teme perniquebrarse á cada
paso, escarmentada ya y paralítica, envilecida con el sufrimiento
y bien avenida á todo, despreocupada, que se ríe de los hombres y
sus partidos. Éstos no decían nada; ni aplaudían, ni censuraban;
traían caretas de yeso, miraban á una comparsa, miraban á otra, y ora
temblaban, y ora reían. En realidad no hacían cuenta con su jefe: éste
era el que contaba con ellos; es decir, con su inercia.

En una palabra, parecían tres las comparsas y no eran más que dos.
Cuando yo entré en el baile acababan de separarse; hasta entonces
habían bailado mezclados, porque hasta entonces no había faltado
bastonero que los había hecho bailar á todos á un mismo son.

Apenas tuve tiempo de reconocer lo que llevo descrito, cuando se
dirigieron á mí varios de la primera comparsa.--¡Ah, Fígaro maldito!,
aquí está. «_¡Nadie pase sin hablar al portero!_» «_¡La planta nueva!_»
¿Sabes que nos has hecho más daño que un cañón?--Mala entrada es ésta,
dije yo para mí.--Mira, prosiguieron, tú debes ser tonto. ¿Qué provecho
has sacado de tus artículos?--El gusto de escribir lo que pienso, y
me sobra.--Eso por un lado y por otro el que te ahorquemos, si...
¡desigual es el partido!--Ya me pondré á distancia respetable.--Vente
con nosotros.--Gracias.--Te irá mejor; no hallarás rivales, porque no
escribimos; te daremos una prebenda.--Soy casado.--Te daremos un empleo
en correos y podrás interceptar las cartas.--No soy curioso.--Andarás
por esas breñas.--No soy peregrino.--Dormirás al sereno.--Más quiero
dormir sereno.--Tendrás inquisición y rey absoluto.--Lo agradezco, pero
es tarde.--¡Matarle! ¡Matarle!

--¡Ea, dejad á Fígaro!, dijeron los de la segunda comparsa, sacándome
de entre ellos; éste es nuestro, enteramente nuestro. ¿No es verdad,
Fígaro?--¡De corazón!--¡Bravo! Tú también eres igual.--Y si no soy
igual me es igual todo.--¡Ya! Por eso te descuidas, y haces á veces
artículos tan largos y tan pesados, y con tantas digresiones y
atrevimiento: no teniendo respeto á nadie, fácil es hacer reir...--No
hay para qué hablar más, que ya me habéis conocido, dije yo
apresurándome á interrumpir á los míos, que me iban tratando peor que
los contrarios.

Mientras esto me pasaba en un rincón de la sala andábanse embromando
los principales personajes de las dos comparsas. Estas bromas pararán
en veras, dije yo para mí, y acerquéme á oir.--Andad, decían unos,
hipócritas; á nosotros no nos embromaréis, porque os conocemos: ahora
andáis con careta del pretendiente, pero es mentira: vosotros existíais
antes que él. Vosotros triunfasteis malamente en Villalar en nombre
de otro Carlos V: desde entonces no dejó de crecer un punto vuestra
audacia: vosotros fuisteis los que el año 14 engañasteis á un rey y
perdisteis á un pueblo; vosotros los que el año 23...--¡Silencio!
respondieron los otros; ¿qué nos echáis en cara? Echaos la culpa á
vosotros mismos, que dos veces fuisteis los amos, y dos veces...--Sí,
pero no tengáis cuidado; á la tercera...--Veremos.--Sí; vosotros lo
que queréis es embaucar al pueblo con vuestros sortilegios, cubrirle
los ojos y taparle la boca para beber su sangre que os engorda:
el favoritismo, el absolutismo, el oscurantismo, el fanatismo, el
egoísmo... ésas son vuestras virtudes... ése es el Carlos V que
proclamáis; y lo demás es farsa y mascarada. Quitaos esas caretas
de ley de Felipe V, que ya os hemos conocido.--¡Miren!, contestaban
los ofendidos; ¿y qué queréis vosotros? ¿Queréis hacer felices á los
pueblos? Broma y más broma. Igualdad, para tener todos derecho á todo,
representaciones nacionales para ocupar un puesto en ellas, porque
todos hacéis oficio de leer y escribir, y pensáis que hablando...
y los empleos, en fin, que por tantos años tuvimos nosotros, y las
rentas que nos comemos y...--Y bien, y bien; ¿y hay nada más justo?
Nosotros haremos el bien público, haciendo el nuestro, aun sin querer
hacerlo...--¡Careta!, ¡pretexto!--Pretexto, sí; pero más noble que el
vuestro. En nosotros tendrá la sucesión directa...--¡Fuera, fuera la
careta! ¡También os conocemos!--¡Holgazanes!--¡Ambiciosos!

Al llegar aquí la broma, exasperáronse unas y otras máscaras, y ¡oh!,
¡qué noche de horror y de confusión!--¡Á ellos, á ellos!, gritaron unos
y otros desenvainando sus armas. Un paquete de _Boletines de Comercio_
atrasados, lanzado por un brazo vigoroso y joven, vino á estrellarse
sobre un grupo de peluquines; seis cayeron del golpe. Diez y nueve
_Siglos_, llenos de reconvenciones, se alzaron á una contra la pandilla
blanca; y ¿quién les pudiera resistir? Tampoco se descuidaban los
acometidos: volaban _Estrellas_ por todas partes, pero daban en el aire
con los _Siglos_ y los _Boletines_ que iban, y caían desvaneciéndose
como los fuegos fatuos del verano. Un discurso parlamentario encontraba
en el aire una exhortación carlista y arrollábala al punto. ¡Qué furor!
Volaban _Tiempos_ y _Cínifes_, lanzábanse _Ateneos_ y _Minervas_,
enemigo herido de ellos, enemigo dormido y fuera por consiguiente de
combate. Hasta hubo quien sacó _Correos_, _Crónicas_ y _Auroras_,
armas prohibidas porque suelen dispararse contra el mismo que las
carga. ¿Quién diría el destrozo y la mortandad? ¿Y quién el fin de tan
sangrienta lucha, si el jefe de la inerte comparsa no se apareciese
con una sonrisa en la boca y una _Revista_ en la mano? Interpúsola
el atornasolado como pudiera Mercurio su caduceo, y cedieron los
combatientes al arma más pesada. Todos quedaron aplanados. ¡Ay de aquél
á quien le cayó encima una noticia diversa! ¡Ay del que tuvo que sufrir
el peso de la crónica de provincias! ¡Mísero el que sintió sobre sí la
cámara de los diputados! Quiso la buena suerte que esto cayese todo
sobre la comparsa blanca, y nadie de ella pudo ya levantar cabeza.
Roncaban unos, y otros se quejaban amargamente. En la comparsa nueva
cayó un artículo de entrada, y ¡oh prodigio!, como el maná, súpole á
cada uno al manjar más de su gusto; á nadie empero levantó chichón ni
cardenal.

--¡Hola!, ¿quién es éste? ¿Es vuestro?, preguntaron los jóvenes á sus
contrarios.--¿Qué ha de ser nuestro?, ¡ay míseros!, contestaron los
vencidos.--¡Ah!, ¡ya!, repusieron los primeros. ¿Quién diablos te había
de conocer? Vaya, pase, pase por nuestro; mira, júzganos.

--¿Yo juzgar?, dijo el mediador. No lo permita el cielo. Si fuera
conciliar...

--Mira que si no quieres ser nuestro juez, serás su reo. ¡Esos
hipócritas!...

--¡Oh!, no hipócritas, precisamente, no... seductores..., dijo el
mediador.

--¡Revolucionario!, gritaron los viejos.

--Revolucionarios, precisamente... no... fautores de asonadas...,
interrumpió el justo medio.

--¡Fanáticos!, gritaron los jóvenes.

--No, fanáticos, no... ilusos, incautos...

--¡Ignorantes!

--¡Incrédulos!

--Señores, todos tienen ustedes razón; la unión, la cultura, un justo
medio... ni uno ni otro... las dos cosas...

--¡Nosotros queremos todo nuevo!

--No, nuevo no, dijo el justo medio.

--¡Nosotros todo viejo!

--No, viejo no, repuso el atornasolado.

--¡Nosotros lo negro!

--¡Nosotros lo blanco!

--Todo, bien, todo; si se puede todo: está entendido; daremos un blanco
que tire á negro, y un negro que tire á blanco.

--¿Conque sí?

--No digo que sí, precisamente;... mas...

--¿Conque no?

--No digo que no, precisamente;... pero...

--Eso, eso es ponerse en la razón, dijo á este punto levantándose
pausadamente la mayoría hasta entonces inmóvil: nosotros estamos por
ese señor de la antigua española y moderna francesa. No somos partido,
pero somos los más. Venga cualquiera cosa, llámenlo como quieran,
y vamos viviendo. De cualquier modo hemos vivido hasta ahora, de
cualquier modo moriremos.

--La verdadera diversión, señores, si me atrevo llamarlo así, dijo
entonces animado con su inmensa fuerza el atornasolado de no conocido
color, es tomar, permítaseme la frase, de los juegos venerandos
antiguos lo preciso, modificándolo según el humor de los que han
de divertirse. Y á propósito de esto diré para convencer á ustedes
lo siguiente: «Las necesidades y las reformas, las instituciones y
garantías, así como la antigua monarquía de las ideas nuevas, la
discordia, la hidra de las revoluciones, y la bondad de arriba abajo,
y no de abajo arriba, la legitimidad, los malévolos seducidos, un campo
de horror y dulce fraternidad, los sucesos retrógrados y las masas
progresivas...».--Otras cosas podría decir;... pero... ¡Cuán dulce es
la paz, señores! Y por fin el talento es mío, mía la experiencia, el
tacto mío, y la nación mía, porque no es de nadie, porque es pasiva:
al que se oponga á mi justa conciliación, añadió riéndose con la más
amable y cariñosa sonrisa, al que no quiera ser feliz, como yo entiendo
la felicidad, harásele feliz, mal que le pese.

Un prolongado clamor de la multitud inmensa, tan callada toda la noche,
pero un clamor no de entusiasmo pasajero, sino tranquilo, sereno,
como la voz del poder que no ha menester esforzarse para hacerse oir,
aplaudió sordamente la alocución ambilátera, que, traducida al lenguaje
inteligible, quería decir á unos: _Ya es tarde_; y á otros: _Es
temprano todavía_.

Restablecida la paz y el silencio, desapareció á mis ojos el baile y
ambos partidos con él: halléme en medio de Madrid repitiendo para mí:
_Los tres no son más que dos_, y _El que no es nada vale por tres_.



                         EL SIGLO EN BLANCO[1]


No sé qué profeta ha dicho que el gran talento no consiste precisamente
en saber lo que se ha de decir, sino en saber lo que se ha de callar:
porque en esto de profetas no soy muy fuerte, según la expresión de
aquél que miraba detenidamente al Neptuno de la fuente del Prado, y
añadía de buena fe enseñándosele á un amigo suyo: Aquí tiene usted á
Jonás conforme salió del vientre de la ballena.--¿Hombre, á Jonás?, le
replicó el amigo, si éste es Neptuno...--Ó Neptuno, como usted quiera,
replicó el _cicerone_, que en esto de profetas no soy muy fuerte.--El
hecho es que la cosa se ha dicho, y haya sido padre de la Iglesia,
filósofo ó dios del paganismo, no es menos cierta ni verosímil, ni más
digna tampoco de ser averiguada en tiempos en que dice cada cual sus
cosas y las ajenas como y cuando puede.

Platón, que era hombre que sabía dónde le apretaba el zapato, si bien
no los gastaba, y que sabía asimismo cuánto tenía adelantado para
hablar el que no ha hablado nada todavía, había adoptado por sistema
enseñar á sus discípulos á callar antes de pasar á enseñarles materias
más hondas, y en esa enseñanza invertía cinco años, lo cual prueba
evidentemente dos cosas: primera, que Platón estaba, como nuestras
universidades, por los estudios largos: segunda, que no es cosa tan
fácil como parece enseñar á callar al hombre, el cual nació para
hablar, según han creído erróneamente algunos autores mal informados,
dejándose deslumbrar sin duda por las apariencias de verosimilitud
que le da á esta opinión el don de la palabra, que nos diferencia tan
funestamente de los más seres que crió de suyo callados y taciturnos la
sabia naturaleza.

De cuanto se pueda callar en cinco años podráse formar una idea
aproximada con sólo repasar por la memoria cuánto hemos callado
nosotros, mis lectores y yo, en diez años, esto es, en dos cursos
completos de Platón que hemos hecho pacíficamente desde el año 23
hasta el 33 inclusive, de feliz recuerdo, en los cuales nos sucedía
precisamente lo mismo que en la cátedra de Platón, á saber, que
sólo hablaba el maestro, y eso para enseñar á callar á los demás, y
perdónenos el filósofo griego la comparación. Esto con respecto á dar
una idea de lo mucho que se puede callar en cinco ó en diez años; ahora
bien, con respecto á lo que se puede callar en un solo día, basta para
formar una idea leer, si es posible, _el Siglo_, periódico que no se
ofenderá si aseguramos de él que trae cosas que no están escritas;
periódico enteramente platónico, pero que no puede haber sacado tanto
provecho como honra de su ciencia en el callar.

Confesemos sin embargo que lo que hay que leer es un artículo que no
está escrito. Leer palabras y más palabras lo hace cualquiera, y toda
la dificultad, si puede cifrarse en alguna cosa, se cifra evidentemente
en leer un papel blanco.

Un artículo en blanco es susceptible de las interpretaciones más
favorables: un artículo en blanco es un artículo en el sentido de
todos los partidos: es cera blanda, á la cual puede darse á voluntad
la forma más adaptada al gusto de cada uno. Un artículo en blanco es
además picante, porque excita la curiosidad hasta un punto difícil de
pintar. ¿Qué dirá? ¿Qué no dirá? En un mundo como éste de ilusión y
fantasmagoría, donde no se goza sino en cuanto se espera, es indudable
que el hacer esperar es hacer gozar. Las cosas una vez tocadas y
poseídas pierden su mérito; desvanécese el prestigio, rómpese el
velo con que nuestra imaginación las embellecía, y exclama el hombre
desengañado: _¿Es esto lo que anhelaba?_ Este sistema de hacer gozar
haciendo esperar, del cual pudiéramos citar en el día algún sectario
famoso, es evidente, y por él nunca podrá entrar en competencia con un
artículo en blanco un artículo en negro. Éste ya sabemos lo que puede
querer decir, aunque no sea más que haciendo deducciones del color.

De esta facilidad con que puede leerse un artículo en blanco se deduce
un principio que desgraciadamente ha sido fin para _El Siglo_; á saber,
que se pueden comparar con las cosas escritas en tinta simpática y
con esas pantallas elegantes que toman más ó menos color según se
acercan más ó menos á la lumbre; leídos en un gabinete ministerial
naturalmente resguardado de toda intemperie, y en que suele estar alto
el termómetro, toman un calorcito subido que ofende la vista; y leídos
al aire libre se revisten de una tinta suave que da gozo á la multitud.
Pero siempre hacen fortuna, porque en el primer caso, y cuando dan con
un lector amigo del silencio, suelen dar por gusto al periodista, y
en tal caso se da un privilegio exclusivo al autor de un artículo en
blanco, para que puedan también quedar en blanco los números sucesivos.

Bien conocerá el lector, aun sin haber leído _El Siglo_, como
probablemente no le habrá leído por aficionado que sea á leer, que no
es mi intención defender ni acriminar los artículos en blanco, ni mucho
menos á los gobiernos, que temo á Dios gracias.

Es únicamente mi objeto apuntar unas cuantas ideas acerca de la teoría
de los artículos en blanco, género nuevo en nuestro país, y para el
cual debió decir Malherbe aquellos versos:

      Et rose elle a vécu ce que vivent les roses,
                L'espace d'un matin.

_Quod scripsi scripsi_, dijo un antiguo y famoso magistrado. He aquí
otra de las ventajas de un artículo en blanco; y si hay quien culpe
todavía de poco carácter á la _Revista_, desafiamos por esta vez al
_Siglo_ á que tenga más que nosotros. No dirá por esta vez _quod
scripsi scripsi_. En tiempo en que es tan de primera necesidad no
contradecirse nunca, he aquí otra ventaja de los escritores en blanco.
Ni se crea que es fácil tampoco sobresalir en este género: yo confieso
en verdad que si es cierto aquello de que _principio quieren las
cosas_, al ponerme á escribir un artículo en blanco, no sabría por
dónde empezar, y en cuanto á lo de prohibirlos, confieso que me había
de ver más apurado todavía.

_El Siglo es más grande que los hombres_; he aquí una verdad que ha
echado por tierra el tiempo. Nosotros en realidad, al condolernos
sinceramente de la suerte de nuestro colega, inferimos: ó es el siglo
más chico de lo que habíamos pensado, ó no es este siglo que alcanzamos
el que habíamos menester.

Inferimos que no está bastante ilustrado el país para leer artículos
en blanco, y que es más acertado meter las cosas con cuchara, como
lo entiende el _Boletín_: adoptamos el agüero que nos ofrece nuestro
silencioso cofrade. Á catorce _Siglos_ nos ha dejado este periódico; es
decir, en la edad media; confesemos francamente que no podemos pasar de
aquí, y quedémonos en blanco en hora buena. Muchos son efectivamente
los puntos que ha dejado en blanco nuestro buen _Siglo_ en punto á
amnistía, en punto á política interior, en punto á honor y patriotismo
de no sé qué hazaña, y en punto, en fin, á Cortés; pero más creemos
que hubieran sido aún los puntos en blanco, si conforme era el 14 el
siglo, hubiera sido el 19. Y por último, deducimos de todo lo dicho y
de la muerte que alcanza á nuestro buen _Siglo_, á pesar de toda su
ilustración y grandeza, que el siglo es chico como son los hombres, y
que en tiempos como éstos los hombres prudentes no deben hablar, ni
mucho menos callar.


                              NOTAS:

[1] Antes de ayer apareció en esta corte el número 14 del periódico
_El Siglo_ con varios artículos en blanco, cuyos epígrafes eran: _De
la amnistía; Política interior; carta de don Miguel y don Manuel María
Hazaña en defensa de su honor y patriotismo; sobre Cortés, y canción á
la muerte de don Joaquín de Pablo Chapalangarra._ Posteriormente hemos
sabido que se ha suprimido la publicación de este periódico.



                               VENTAJAS
                      DE LAS COSAS Á MEDIO HACER


Suele decirse que nadie tiene más edad que la que representa, y ésta
es una de las muchas mentiras que corren acreditadas y recibidas en el
mundo con cierto agradable barniz de verdad, y que entran en el círculo
de todo aquello que sin ser _vero_, es sin embargo _ben trovato_. Si
una mentira pudiese probar algo, ésta probaría una verdad, á saber,
que no hay nada positivo, que no hay nada tal cual es, sino tal cual
parece. Por el mismo estilo podría decirse que ciertos pueblos no
envejecen, porque para envejecer es preciso vivir. He aquí la razón
por qué siempre que yo me paro á mirar con reflexión nuestra España
(que Dios guarde de sí misma sobre todo) suelo dirigirle mentalmente
aquel cumplimiento tan usual entre gentes que se ven de tarde en tarde:
«¡Hombre, por usted no pasan días!» Por nuestra patria efectivamente
no pasan días; bien es verdad que por ella no pasa nada: ella es por
el contrario la que suele pasar por todo. Así es que después de sus
años mil, vésela de temporada en temporada aparecer joven y rozagante,
como quien empieza á vivir de nuevo. Si la hubiésemos de comparar con
algo, la compararíamos con esas viejas verdes que unos días se tiñen
las canas y otros no; ó con esos seres que pasan el invierno entre
dos piedras en una aparente muerte, y que necesitan todo el sol del
mes de julio para empezar á rebullirse; ó con la comparsa del célebre
Robinson, silbado años pasados en esta corte, que andaba dos pasos
adelante y uno atrás; ó con la casta Penélope, que deshacía de noche
la tela que tramaba por el día; ó con los galos en fin, de los cuales
se dice que tienen mil vidas; si bien con una notable diferencia:
éstos siempre caen de pie, y de la España no nos atreveríamos á decir
claramente cómo cae siempre. En una palabra, se la puede comparar con
todo y exactamente con nada.

No es esto que queramos hablar mal de España: mala ocasión
escogeríamos, sobre todo cuando está casualmente en el día en que
se tiñe las canas, en que se despereza y se rebulle, en que da el
paso adelante, en que teje la tela, y en que se levanta renqueando
de la última caída. Dios nos libre de semejante intención como de
un manifiesto; nuestro objeto es retratarla, y aun hacerla favor si
cabe. Es el mal que se escapa á la observación como el agua á la
presión: piensa usted cogerlo por un lado, deslízase por otro; como
esos calidoscopios fantasmagóricos que á cada movimiento presentan una
figura distinta á la vista divertida; así nuestra patria ofrece unas
veces encima unos colores y otras veces otros.

El año 8, según decía su gobierno, no podía ser feliz sino bajo la
ilustrada dominación del dispensador supremo de la dicha de los
pueblos. Poco después, toda su bienandanza debía consistir en manejarse
por sí sola, rechazando la citada ilustrada dominación. El año 14 era
indudable que sólo su legítimo rey y su legítima libertad la podían
conducir á la dicha estable y duradera. Á mitades del mismo año
pendía su salvación de su legítimo rey, pero sin auxilio ya de la tal
libertad, ni maldita la ayuda de vecino. Hecha ya la casa, abajo los
andamios. Hasta el año 19 inclusive, el orden y la paz, la gloria y la
ventura sólo podían apoyarse en la santa inquisición. El año 20 ya se
averiguó que aquella dicha de que había gozado por tan santo medio no
era la verdadera; la verdadera era la que iba á tener, fundada en la
igualdad y en la libertad: entonces se supo á ciencia cierta que iba á
ser venturosa. El año 23 sin embargo se vió felizmente restituida á la
felicidad verdadera; entonces sólo podía esperarla de aquellos mismos
franceses, los únicos que el año de 8 podían hacerla feliz, y que el
año 9 sólo podían hacerla desgraciada. En aquel año 23 recibió, pues,
su verdadera dicha del absolutismo, único gobierno capaz de llevar á
un pueblo á su esplendor con mano fuerte: entonces abrió los ojos por
cuarta vez, y vió palpablemente cómo había de ser feliz. Y por fin,
el año 34, abre los ojos por quinta vez, y se convence de una manera
irrecusable, como siempre, de que su felicidad sólo puede depender de
la representación nacional, y de que un gobierno absoluto no es la
piedra filosofal. Escarmentada como siempre de sus pasados errores, ya
no volverá á caer en el lazo que la tienden los malévolos y los ilusos,
y todos esos bribonazos que andan siempre engañando y extraviando
pueblos; en el año 34 se convence definitivamente de que la verdadera
felicidad es la de ahora; todas las demás han sido felicidades de poco
momento. Confesemos que esta su convicción de ahora es la más fuerte,
aunque no sea más que por haber estado ya otras veces convencida de lo
mismo.

Hay quien cree que la felicidad es una de las muchas mentiras _ben
trovatas_, como llevamos dicho, para nuestro consuelo: ya nos
guardaremos nosotros de creer esto: y si en ninguna parte la vemos
más que escrita, no será sin duda porque no exista, sino porque no
se ha sabido dar con ella hasta la presente. Siempre resulta de lo
dicho que por la España no pasan días: nuestra patria es siempre la
misma; siempre jugando á la gallina ciega con su felicidad: empeñada
en atraparla, por el estilo de aquel loco, maniático por atraparse con
la mano izquierda el dedo pulgar de la misma mano que tenía cogido
con la derecha; y siempre más convencido la última vez que todas las
anteriores.

Intrincado y oscuro laberinto le parecería á cualquiera nuestra
felicidad. Habrá quien diga que de no haber hecho nunca las cosas
claras y terminantes le viene el mal de haberse de contradecir... Pero
réstanos saber si es un mal el contradecirse; esto no está averiguado:
decir siempre la verdad nos obligaría á decir siempre una misma cosa;
esto sobre ser una pesadez insufrible nos conduciría á decirlo todo de
una vez. ¿Y después? No diríamos nada. Figúrese el lector qué vacío
en una larga existencia. Decimos por el contrario una cosa hoy y
otra mañana, ¡Figúrese el lector qué variedad! Hay tela cortada para
toda la vida. Igual consecuencia sacamos respecto á hacer las cosas
claras y terminantes. Nosotros estamos por las cosas oscuras: hablamos
seriamente. En primer lugar nadie nos negará una inmensa ventaja que
sobre las cosas claras llevan las oscuras, á saber, que éstas se pueden
aclarar. Hágalo usted todo de una vez; el día 1.º del año por ejemplo.
¿Y los 364 restantes qué hace usted? Holgar. Dios nos libre: la
ociosidad es madre de todos los vicios. Si éste es de todos los males
el peor, vale más hacer mal y deshacer bien, que no hacer nada.

Para concluir, figurémonos por un momento que lo que vamos á hacer el
año 34, porque yo creo que vamos á hacer algo, lo hubiéramos hecho de
primeras el año 9, ó el 14, ó el 20. ¿Qué haríamos el 34? ¿Ser felices?
¡Brava ocupación! Hubiéramos vivido de entonces acá, hubiéramos
envejecido en esta felicidad que vamos á atrapar precisamente ahora;
en una palabra hubieran pasado los días y las cosas por nosotros, en
vez de pasar nosotros por los días y las cosas, y no estaríamos, como
estamos, en los principios. ¡Espantosa perspectiva! Más sabios, por el
contrario, nosotros dejamos siempre algo que hacer, algo oscuro que
aclarar para mañana. ¡Ay de aquel día en que no haya nada que hacer, en
que no haya nada que aclarar!



              HERNÁN PÉREZ DEL PULGAR, EL DE LAS HAZAÑAS

                        BOSQUEJO HISTÓRICO POR
                   DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Entre los muchos y graves compromisos que rodean por todas partes al
periodista, y al lado del riesgo de escribir, sin querer, lo que no
piensa, ó de no pensar bastantemente lo que escribe; á la par del
percance de ir mal expresadas, ó de ser mal entendidas é interpretadas
sus frases, de ser responsable de lo que otros escriben, y de verse
esclavo de la libertad de sus conciudadanos, que él mismo acaso fundara
y constituyera, pudiera campear como grande entre los mayores el
compromiso de haber de criticar imparcial y concienzudamente la obra
literaria de un ministro. No porque no pueda un ministro escribir
una obra buena, sino precisamente por lo mismo que puede escribirla;
el elogio que dirigido á un particular aparece imparcial y generoso
en la boca del crítico, encaminado á una excelencia toma para con la
opinión pública casi siempre el sabor de lisonja y adulación, por justo
y merecido que en el fondo sea. Es preciso, pues, que el periodista
tenga la grandeza de ánimo suficiente para arrostrar la tacha de
adulador, cuando quiere su mala suerte que se reúnan en un hombre solo
el poder y el mérito. Esto felizmente no sucede todos los días. Andarse
desenterrando por otra parte defectos, ó muy leves ó imaginados, sólo
para granjearse opinión de fuerte y de arriscado, sería una pequeñez
indigna de quien abrigase un corazón noble y generoso. Puestos
nosotros en tan duro trance, tomamos el único partido que parece
señalarnos nuestro carácter independiente; y nos limitamos á asegurar
con franqueza que si pudiera pesarnos alguna vez de que el señor don
Francisco Martínez de la Rosa ocupase el alto puesto en que le han
colocado las esperanzas de los españoles, sería en esta ocasión en que
quisiéramos tributar nuestra alabanza y respeto al hombre de letras con
toda independencia del hombre de estado.

Tiempo hacía ya que esperábamos algún fruto de la pluma del señor
Martínez de la Rosa los que de esperar vivimos, y los que ya hemos
tomado sabor á los partos de su buen ingenio. La obra que publica en
el día no es acaso la más importante que de él podíamos esperar; es un
simple bosquejo histórico de la vida de Hernán Pérez del Pulgar, uno de
los héroes con que se honra España, según la misma expresión del autor;
es empero en su género un apreciabilísimo trabajo. Gran servicio hace á
su patria indudablemente el hombre estudioso que desenterrando en las
antiguas crónicas y leyendas los grandes hechos con que la ilustraron
sus hijos, los ofrece como modelos á la generación presente y á las
venideras. Don Francisco Martínez de la Rosa, tan justamente aficionado
á las cosas de Granada, no podía menos de investigar con diligencia
los hechos de Pulgar, por su naturaleza enlazados con la historia de
aquella ciudad. La claridad, el orden y gradación de los hechos, la
narración sencilla, elegante, y no pocas veces florida, y aquellas
reflexiones políticas ó morales que suelen nacer tan naturalmente á
veces de la misma relación de los hechos bajo la pluma del historiador,
colocan este bosquejo histórico entre lo mejor que poseemos en este
género. No luce en él la enérgica concisión de Tácito, ni la profunda
filosofía de Plutarco; pero puede rivalizar su estilo con lo mejor de
nuestro siglo de oro. Tan cierta es esta proposición, que, al leer
_Hernán Pérez del Pulgar_, hemos creído más de una vez tener entre
manos un libro desenterrado de aquella época. No faltará quien tachará
este cuidado, esta esmerada imitación del lenguaje de Solís y de
Mariana, como una extremada afectación de purismo; no faltará quien
llame á la obra entera un arcaísmo; no faltará quien crea, acaso con
razón, que se descubre el artificio que en tan escrupuloso remedo ha
debido emplear su autor; nosotros nos contentaremos con indicar que, á
nuestro débil entender, las lenguas siguen la marcha de los progresos y
de las ideas; que pensar fijarlas en un punto dado á fuer de escribir
castizo, es intentar imposibles; que es imposible hablar en el día el
lenguaje de Cervantes, y que todo el trabajo que en tan laboriosa tarea
se invierta, sólo podrá perjudicar á la marcha y al efecto general de
la obra que se escriba.

De aquí nazca acaso que el señor Martínez, en quien por otros
escritos conocemos una alma inclinada de suyo al entusiasmo y una
imaginación poética, no se deja arrebatar de un arranque sólo de calor
y patriotismo, él tan ardiente y patriótico, al describir los hechos
grandiosos y hazañas singulares de su héroe: ni aquella misma Granada
de él tan querida y privilegiada, basta á inflamar su acompasado y
monótono estilo anticuado. La traba que en su manera de escribir se
había impuesto, ha sido ocasión tal vez de que se halla en la obra este
vicio. El bosquejo histórico parecerá en nuestra biblioteca moderna lo
que Pompeya y Herculano en la Italia del día.

Por lo demás échase bien de ver cuánta sea la erudición del señor
Martínez, al advertir que llenan dos terceras partes del tomo las notas
y apéndices con que ha creído deber autorizar las increíbles hazañas de
Pulgar.

En este punto fuerza es respetar la escrupulosa y exquisita erudición
de su excelencia. Nosotros no concluiremos este juicio crítico sin
envidiársela, y sin darle el parabién por su bosquejo histórico, que
alternará, en nuestro entender, dignamente con sus escritos anteriores.
_Aut agere scribenda, aut legenda scribere_, decía un célebre Romano:
_ó hacer cosas dignas de ser escritas, ó escribir cosas dignas de ser
leídas_. Ya que no podemos ser Hernando del Pulgar, quisiéramos ser su
historiador.



                           REPRESENTACIÓN DE
                         UN NOVIO PARA LA NIÑA

                                   ó

                         LA CASA DE HUÉSPEDES

          Comedia nueva original, escrita en diversos metros


Después de largos años de asedio, por fin ha tomado una empresa
posesión de los teatros de esta corte. No queremos decir con esto que
el ayuntamiento, que primero los ha dirigido, no sacase de ellos el
partido posible, ni que... nosotros nunca queremos decir más de lo que
decimos; antes si por algo pecamos, es precisamente por decir lo que
queremos. En este particular nos bastará contar un caso, que alude á la
circunstancia de haber tenido primero los teatros la municipalidad y de
tenerlos después una empresa particular, y le contaremos sin perjuicio
del respeto que tenemos al excelentísimo ayuntamiento.

Había en Barcelona, no podemos decir en qué época, un corregidor zeloso
del bien público, si los ha habido nunca: y debía haber al mismo tiempo
que corregidor bailes de máscaras, porque se acercaba el carnaval.
Sabido es que en Barcelona nunca han sido cosa mala las máscaras como
en Madrid. Era el tal corregidor hombre sagaz, y había notado en el
año precedente, primero de su corregimiento, que el primer baile de
máscaras no había sido concurrido ni brillante. Llevado, pues, del
deseo de que la cosa empezase bien, publicó en un bando la siguiente
cláusula:

«Habiendo notado la autoridad en el año anterior que el primer baile
que en la Lonja de esta ciudad se dió no fué brillante ni concurrido, y
no habiendo podido averiguar la causa de esta extrañeza, ha dispuesto
que este año se empiece por el segundo baile».

He aquí precisamente lo que encontramos nosotros aplicable al presente
caso. Nada hubiera quedado que desear en materia de teatros, si se
hubiera empezado hace muchos años por el segundo baile, es decir, por
tener una empresa particular los teatros de esta corte.

Antes de ayer se dió principio á la nueva temporada cómica: es fuerza
confesar que es grande el zelo de la nueva empresa. Dejando aparte
la compañía de ópera que nos tiene preparada, acerca de la cual
guardaremos silencio hasta que la experiencia, confirmando nuestras
buenas esperanzas, autorice nuestros elogios, diremos desde luego que
empezar dando al público en el primer día tres novedades dramáticas en
sólo dos teatros, es empezar con muy buenos auspicios.

El autor de la novedad del Príncipe ha callado en los anuncios su
nombre, y nosotros no nos creemos con derecho á revelarle. Parécenos
sin embargo modestia inútil y excusada diligencia, porque su fácil
versificación y el género á que pertenece, y el sello que lleva,
delatan al autor aun á los menos inteligentes, á los menos versados y
peritos en el arte, con sólo que hayan oído otra producción del mismo
ingenio.

El título nos anunciaba un argumento nuevo original, interesante. El
amor mal entendido de una madre que establece una casa de huéspedes
con el interesado objeto de hallar un novio para su hija, exponiéndola
á los riesgos y humillaciones de tan falsa posición, bien merecía una
comedia, y una comedia buena sobre todo. Don Donato, hombre original,
viejo y achacoso, pero rico y pagado, no de su persona precisamente,
sino de su dinero, es uno de los huéspedes de doña Liboria y de los
amantes de su hija Concha; hombre intolerable, porque tiene dinero,
que insulta, porque paga, y que reconvenido de grosero responde: «Hago
bien, tengo dinero». Este rasgo maestro es la mejor definición que se
puede hacer de su carácter. Don Fulgencio, fatuo, con sus puntas de
caballero de industria, es otro huésped y otro amante; es la manía de
éste la de rozarse con grandes, la de vender protección, la de comer
en todas partes; en una palabra, el convidado de piedra. Don Manuel,
pasante de abogado, pobre, pero honrado, á pesar de Cervantes, que dice
en cierta parte: _Si es que el pobre puede ser honrado_, es el tercer
huésped y pretendiente; éste es modesto, vive de dar lecciones, y tan
corto de genio como de recursos metálicos, que lo uno suele ir en el
mundo con lo otro. Concha es una niña á quien el viejo rico fastidia,
á quien el fatuo incomoda, y que sólo del pasante se enamora. Doña
Liboria es una madre cariñosa, viuda, con pocos recursos, que llora
la ausencia de un hijo, de quien no tiene noticia: busca novio para
su niña, y en esto está dicho todo, y aun disculpado su carácter. El
primer acto es un acto por consiguiente de exposición en que harto
tenía que hacer el poeta con presentar al público la galería de
caracteres sobre que gira su obra, y en honor de la verdad no podemos
menos de decir que están esos caracteres pintados con pincel maestro.
Éste es el género de este autor, y es difícil en él aventajarle. En
el segundo acto, la niña, hostigada por doña Liboria, se ve precisada
á elegir, y anduviera mal su amor y el de don Manuel si no llegara
un nuevo huésped joven, rico, que viene de América después de largos
años de expatriación. Tiene su familia en Madrid, pero no dando con
ella se ve precisado á tomar habitación en una casa de huéspedes hasta
encontrarla. Fácilmente conoce el que haya visto comedias que el recién
llegado don Diego es el hijo de doña Liboria: ha hecho fortuna en
América, lo cual es de tradición: sabedor del estado de su familia, él
se encarga de despedir á los recién pretendientes: consíguelo en el
tercer acto desengañando á doña Liboria acerca de la fatuidad de don
Fulgencio, de la loca pretensión del viejo, y de los riesgos á que ha
expuesto á su hija. El honrado y modesto don Manuel es finalmente el
premiado con la mano de Conchita, después de haberse atrevido los dos
enamorados á declararse su tierno pensamiento en unas endechas, harto
más poéticas de lo que la verosimilitud exigía.

Por este sucinto análisis habrá comprendido el lector el argumento
y plan de la comedia. Con respecto al juicio crítico de ella,
confesamos ingenuamente que cuando la amistad nos une con el autor
de una comedia, tememos que este sentimiento nos ofusque, y así
nos oculte los defectos como nos abulte las bellezas. Sólo diremos,
con respecto á _Un novio para la niña_, que tanto las bellezas como
los defectos que quiera encontrar en ella el crítico severo son los
mismos que en las más obras de su autor se encuentran. ¿Ofenderíamos
la amistad si aconsejásemos al autor que meditase algún tanto más sus
planes? Éste es generalmente el escollo de la abundancia de genio. El
autor se deja llevar de su facilidad: en ésta no le conocemos rival,
así como tampoco en el chiste y la agudeza: sus descripciones, así
de los bailes como de las casas de huéspedes, son un espejo fiel de
las costumbres: su diálogo está lleno de gracias y de viveza. Su
versificación es un modelo; pero donde se prueba cuánto puede el
ingenio es en una circunstancia notable. Tres comedias consecutivas
nos ha dado este poeta, en las cuales ha sabido hacer tres obras
diferentes, repitiéndose á sí mismo. Una joven sencilla y virtuosa y
tres pretendientes de diversos caracteres forman el argumento de todas
ellas. Otro se hubiera visto apurado para hacer de él una sola comedia.
El autor de _Un novio para la niña_ ha hecho sin embargo con él tres
dramas diferentes.



                     EL HOMBRE PONE Y DIOS DISPONE

                                   ó

                    LO QUE HA DE SER EL PERIODISTA


Gran cosa dijo el primero que anunció este proverbio, hoy tan trillado.
Si hay proverbios que envejecen y caducan, éste toma por el contrario
más fuerza cada día. Yo por mi parte confieso que á haber tenido la
desgracia de nacer pagano, sería ese proverbio una de las cosas que más
me retraerían de adoptar la existencia de muchos dioses; porque soy de
mío tan indómito é independiente, que me asustaría la idea de proponer
yo, y de que dispusiesen de mis propósitos millares de dioses, ya que
desdichadamente ha de ser hombre un periodista, y, lo que es peor,
hombre débil y quebradizo. Ello no se puede negar que un periodista es
un ser bien criado, si se atiende á que no tiene voluntad propia; pues
sobre ser bien criado, debe participar también de calidades de los más
de los seres existentes: ha menester, si ha de ser bueno y de dura, la
pasta del asno y su seguridad en el pisar, para caminar sin caer en un
sendero estrecho, y como de esas veces fofo y mal seguro; y agachar
como él las orejas cuando zumba en derredor de ellas el garrote.
Necesita saberse pasar sin alimento semanas enteras como el camello,
y caminar la frente erguida por medio del desierto. Ha de tener la
velocidad del gamo en el huir para un apuro, para un día en que Dios
disponga lo que él no haya puesto. Ha de tener del perro el olfato,
para oler con tiempo dónde está la fiera, y el ladrar á los pobres; y
ha de saber dónde hace presa, y dónde quiere Dios que hinque el diente.
Le es indispensable la vista perspicaz del lince para conocer en la
cara del que ha de disponer, lo que él debe poner; el oído del jabalí
para barruntar el run run de la asonada; se ha de hacer, como el topo,
el mortecino, mientras pasa la tormenta; ha de saber andar cuando va
delante con el paso de la tortuga, tan menudo y lento que nadie se lo
note, que no hay cosa que más espante que el ver andar al periodista;
ha de saber, como el cangrejo, desandar lo andado, cuando lo ha andado
de más, y cómo de esas veces ha de irse sesgando por entre las matas
á guisa de serpiente; ha de mudar camisa en tiempo y lugar como la
culebra; ha de tener cabeza fuerte como el buey, y cierta amable
inconsecuencia como la mujer; ha de estar en continua atalaya como el
ciervo, y dispuesto como la sanguijuela á recibir el tijeretazo del
mismo á quien salva la vida; ha de ser, como el músico, inteligente en
las fugas, y no ha de cantar de contralto más que escriba con trabajo;
y á todo, en fin, ha de poner cara de risa como la mona. Esto con
respecto al reino animal.

Con respecto al vegetal parécese el periodista á las plantas en acabar
con ellas un huracán sin servirles de mérito el fruto que hayan dado
anteriormente: como la caña ha de doblar la cerviz al viento, pero sin
murmurar como ella; ha de medrar como el junco y la espadaña en el
pantano; ha de dejarse podar como y cuando Dios disponga, y tomar la
dirección que le dé el jardinero; ha de pinchar como el espino y la
zarza los pies de los caminantes desvalidos, dejándose hollar de la
rueda del poderoso; en días oscuros ha de cerrar el cáliz y no dejar
coger sus pistilos como la flor del azafrán; ha de tomar color según le
den los rayos del sol; ha de hacer sombra, en ocasiones dañina, como el
nogal; ha de volver la cara al astro que más calienta como el girasol,
y es planta muerta si no; seméjase á las palmas en que mueren las
compañeras empezando á morir una; así ha de servir para comer como para
quemar, á guisa de piña; ha de oler á rosa para los altos, y á espliego
para los bajos; ha de matar halagando como la hiedra.

Por lo que hace al mineral, parece el periodista á la piedra en que no
hay picapedrero que no le quite una esquirla y que no le dé un porrazo;
ha de tener tantos colores como el jaspe, si ha de parecer bien á
todos; ha de ser frío como el mármol debajo del pie del magnate; ha de
ser dúctil como el oro: de plata no ha de tener ni aun el hablar en
ella; ha de tener los pies de plomo; ha de servir como el bronce para
inmortalizar hasta los dislates de los próceres; lo ha de soldar todo
como el estaño; ha de tener más vetas que una mina, y más virtudes que
un agua termal. Y después de tanto trabajo y de tantas calidades ha de
saltar, por fin, como el acero en dando con cosa dura.

En una palabra, ha de ser el periodista un imposible: no ha de contar
sobre todo jamás con el día de mañana: ¡dichoso el que puede contar con
el de ayer! No debe por consiguiente decir nunca como _el Universal_:
«Este periódico sale todos los días excepto los lunes»; sino decir: «De
este periódico sólo se sabe de cierto que no sale los lunes». Porque el
hombre pone y Dios dispone.



                      VIDAS DE ESPAÑOLES CÉLEBRES
                         POR DON JOSÉ QUINTANA

                               TOMO III

 DON ÁLVARO DE LUNA, CONDESTABLE DE CASTILLA, Y FRAY BARTOLOMÉ DE LAS
           CASAS, OBISPO DE CHIAPA Y PROTECTOR DE LOS INDIOS


Triste es por cierto considerar que donde son tan pocas las obras que
pueden llamar fundadamente la atención de los literatos, se atreviesen
aun los acontecimientos y las circunstancias á estorbar ó retardar la
publicación de tal cual libro científico, luminoso ó bien escrito.
La obra que anunciamos fué comenzada ha muchos años por el señor don
Manuel José Quintana, poeta y literato bien conocido y apreciado entre
nosotros, bajo un plan perfectamente concebido, y que llevado á cabo
con la diligencia que el señor Quintana se prometía emplear en ella,
hubiera dado gloria á su autor y lustre á su patria.

Desgraciadamente, los tristes acontecimientos y las revueltas políticas
que vinieron poco después de la publicación de las cinco primeras
vidas á conmover violentamente nuestra patria, y que envolvieron en su
torbellino al autor, fueron causa de que se suspendiese este importante
trabajo. Restituido á sus hogares, como él mismo dice en el prólogo
de este su tercer tomo, lo primero á que atendió fué á revisar los
estudios que en esta parte tenía hechos, y poner en orden los más
adelantados para su publicación. Fruto de estas tareas continuas
fueron las dos vidas de Vasco Núñez de Balboa y de Francisco Pizarro,
que se dieron á luz en el año de 30, y las dos que ahora publica de don
Álvaro de Luna y fray Bartolomé de las Casas.

No es esta ocasión de hablar ni del primer tomo, ni del segundo de esta
obra, que ya en distintas ocasiones han sido juzgados y apreciados
justamente por los periódicos y por el público. La diversidad de
épocas, empero, en que se han publicado los tomos de las _Vidas
célebres_, han debido dar un carácter particular á cada uno, ora por la
influencia que ejercen siempre en el escritor las circunstancias que
le rodean, ora por el sello que las diversas edades del autor no han
podido menos de imprimir á trabajos interrumpidos por muchos lustros.
Nótese consiguientemente en las primeras vidas, para servirnos de
una expresión del mismo poeta que analizamos, el _hervir vividor_ de
la juventud, el entusiasmo, el encanto, el color de heroísmo con que
suele complacerse la primera edad del hombre en revestir todos los
objetos que se presentan á su vista. La materia de ellas contribuía
también en verdad á prestar una tinta más poética á aquellos hombres
cuya historia, perdiéndose en la oscuridad de los tiempos remotos, se
clasifica naturalmente entre las tradiciones fabulosas que presiden á
la formación de las sociedades. Por el contrario, conforme se acerca
la historia á los tiempos modernos, la multiplicidad de datos que se
acumulan en comprobación ó contradicción de los hechos, y la mayor
importancia que naturalmente damos á los que por más recientes se
enlazan con los nuestros, ó han podido tener influencia en ellos, atan
al historiador y tórnanle más circunspecto, dejando á la par menos
libertad á su imaginación para campear libre y osadamente. Así que, en
el primer tomo leemos continuamente al poeta. En el segundo, y aun más
en el tercero, leemos al historiador, si menos galano, más filósofo.
Vemos al hombre que ha pasado por el tamiz de las revoluciones, que
ha sufrido, que ha aprendido á conocer á los hombres. El primer tomo
descubre en todas sus páginas la expresión noble y generosa de una
alma joven y poética, que no ve más allá de la exterioridad aparente
en las acciones. El tercero respira la amargura del desengaño, la
triste verdad de la experiencia. Las dos vidas que encierra este
tomo ofrecían á su cronista más que medianas dificultades, que ni ha
desconocido, ni le han arredrado. Don Álvaro de Luna, juguete de los
caprichos de la fortuna, víctima de su propia elevación, y escarmiento
de favoritos, es uno de los hombres que más celebridad han obtenido
en nuestra patria; de esa celebridad empero estéril, hija de una
existencia tan improductiva como ruidosa. Triste es reflexionar que
entre los muchos hombres que han inmortalizado su nombre en las páginas
de nuestra historia, es contado el número de los que han influido en su
prosperidad. De aquí ha nacido sin duda que la nación ha permanecido
estancada, cuando sus hijos adelantaban su fama particularmente.
Harto débiles para sobreponerse á su siglo y á su país, en vez de
prestarles su influencia, la han recibido de ellos: han sucumbido á las
circunstancias que los han rodeado, casi siempre, en vez de dominarlas.
Considerados políticamente nuestros grandes hombres, han sido bien
pequeños. En este número no puede menos de colocarse el condestable; su
paso, semejante al de la tempestad, fué ruidoso, sí, pero nada fecundo.
La reflexión política que parece deducirse de la narración de la vida
del condestable, es aquélla que cita el mismo autor del cronista Pero
de Guzmán, y en que nos asegura abundar gustosísimo: «La mi gruesa é
material opinión es esta: que ni buenos temporales ni salud son tan
provechosos é necesarios al reino como justo é discreto rey».

Fray Bartolomé de las Casas, este hombre tan extraordinario, por las
opiniones que osó, casi temerariamente, adoptar en unos tiempos en
que creían sus compatriotas que el Hacedor supremo había hecho á la
raza india para uso particular de la Europa, y que no dudó en ver
hombres donde sólo veían siervos los demás; tan locamente encomiado
por los extraños, como injustamente vilipendiado por los propios,
es el objeto de la segunda parte del tercer tomo. La vida de Fray
Bartolomé pertenece más bien á la humanidad entera que á la España
sola. Las Casas no fué un hombre de un talento superior: fué sí un
hombre extraordinario por su fanatismo filantrópico, digámoslo así.
Éste es el juicio que de la lectura de su vida resulta. Arrebatado
en sus opiniones exclusivas, si bien justas, su exaltación inutilizó
y malogró casi siempre la pureza de sus intenciones. No bastan éstas
empero para constituir grande al hombre: es preciso saberlas llevar
á cabo y hacerlas triunfar. Dirásenos que la fortuna pudo influir en
el mal éxito de los afanes de las Casas: ésta es una vulgaridad que
nunca entenderemos: el hombre superior hace la fortuna: conocedor de
las circunstancias que se oponen al logro de sus planes, las esquiva ó
las dirige, y las domina. El que sucumbe á ellas es el hombre vulgar;
por más que haya vencimientos más gloriosos que la misma victoria,
nunca será grande el guerrero constantemente vencido. Todo el mérito,
pues, que á las Casas podemos conceder es el de haberse adelantado á su
siglo en la manera de considerar á los Indios, el de un tesón á prueba
de todo desaire, el de un zelo ejemplar, y el de haber tenido alguna
influencia, si bien indirectísima é imperceptible casi, en mejorar
la existencia de algunas tribus americanas.--El señor Quintana ha
respondido victoriosamente en su prólogo á la acusación que se le podía
hacer de poco afecto al honor de su país, cuando adopta tan francamente
los sentimientos y principios del protector de los Indios. «¿Se negará
uno, dice en su prólogo, á las impresiones que recibe, y repelerá el
fallo que dictan la humanidad y la justicia por no comprometer lo que
se llama el honor de su país? Pero el honor de un país consiste en las
acciones verdaderamente grandes, nobles y virtuosas de sus habitantes:
no en dorar con justificaciones ó disculpas insuficientes las que ya
por desgracia llevan en sí mismas el sello de inicuas é inhumanas».
Si la noble Independencia del señor Quintana, con la cual nosotros
simpatizamos, hubiera menester defensa, ¿qué podríamos añadir á tan
enérgicos renglones? El escritor no es el hombre de una nación: el
filósofo pertenece á todos los países: á sus ojos no hay límites, no
hay términos divisorios: la humanidad es y debe ser para él una gran
familia.

El señor Quintana, al continuar la vida de los españoles célebres, hace
un servicio señalado á su patria, á la literatura. Su narración clara
y elegante, su estilo conciso y fluido, su lenguaje castizo y correcto
pueden presentarse en este género como modelos: y el criterio y la
imparcialidad del historiador dan á su obra un lenguaje distinguido
entre esta clase de libros. Es de desear que este Plutarco español
continúe una obra que redunda tanto en honor de su pluma como en gloria
de nuestra patria.



                           REPRESENTACIÓN DE
               LA NIÑA EN CASA Y LA MADRE EN LA MÁSCARA

                           COMEDIA ORIGINAL
                 DE DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA


Uno es el objeto del poeta cómico: la corrección del vicio que se
propone por asunto de su obra. Los medios que pueden conducirle á
su único fin son, en nuestro entender, diversos, porque no creemos
en la exclusión de género alguno. Si la ironía ó la parodia de las
situaciones de la vida y de las manías del hombre le presentan el
cuadro de su error y le conducen, avergonzándole de sí mismo, al
convencimiento y la corrección, también la pintura fiel de las
desgracias á que pueden arrastrarle sus vicios le llevan, moviendo
su corazón, al mismo resultado. Molière, jugando locamente con los
extravíos y presentándonos el lado ridículo de nuestras preocupaciones,
puede haber corregido á los más pundonorosos. Kotzebue, desarrollando
á nuestra vista las circunstancias de las pasiones, y arrancando
lágrimas al corazón, puede haber corregido á los más sensibles. Si
Regnard puede haber hecho sonrojarse á un jugador, Ducange puede
haberle hecho arrepentirse. Para esto basta con que el poeta (adopte
el camino que quiera) presente siempre la verdad y no transija en
punto con la inverosimilitud. Este principio general, que dicta la
misma naturaleza, y que, sancionado por el simple sentido común, mal
puede ser recusado ni aun por el clásico más rígido, parece haber sido
reconocido hace ya tiempo por los poetas modernos; muchos de ellos le
han llevado hasta un punto tal, que no han vacilado en adoptar á un
tiempo ambos caminos: refundiendo en uno los dos géneros encontrados,
dirigieron contra el vicio moral que se proponían corregir todos los
recursos del arte. El primero que entre nosotros ha dado el ejemplo de
esta novedad dramática ha sido el mismo Moratín, en quien encontramos
esta diferencia esencial si le comparamos con Molière, como creemos
haber dicho ya en otra ocasión. En la Comedia nueva aquel poeta no
se contenta con hacer ver á los espectadores cuán ridículo es un don
Eleuterio, sino que escarmienta crudamente á su protagonista, como
desconfiando de que bastase el ridículo á corregirlo. En _el Viejo y la
Niña_ no se satisface con escarnecer la manía de un viejo que se cree
capaz de hacer por fuerza la felicidad de una joven: esle necesario
cebarse además en la desdicha de esta víctima inocente. En _el Sí de
las Niñas_, al paso que libra á la pública diversión el error de una
madre que profesa á su hija un amor mal entendido, mueve el corazón
con los lamentos de doña Paquita, y se complace en ponerla á dos
dedos del principio, por si, no bastando á las madres imprudentes la
representación de su ridiculez, han menester además que se les descorra
el velo del funesto porvenir que preparan á sus hijas, violentadas por
su indiscreto cariño. Entre los dramáticos que han sucedido á Moratín,
con más ó menos fortuna, unos han seguido la escuela de Molière, otros
la de Moratín. En la comedia que da motivo á este artículo ha probado
el señor Martínez de la Rosa, como ya se traslucía en otras obras
suyas, que no es la _vis cómica_ del primero su mérito principal. Los
escritos de este autor descubren en él, por lo general, un fondo de
sensibilidad que debía hacerle adoptar este género, que de buena gana
llamaríamos misto, si nos creyésemos con derecho y autoridad para poner
nombres á las cosas. Admitida esta observación, ¿cuál era el vicio ó el
extravío que se proponía combatir el poeta cómico en _la Niña en casa
y la Madre en la máscara_? No era una pasión en general, uno de esos
vicios que tienen un nombre y un carácter circunscrito, y que suelen
ser el mejor asunto de la comedia. El objeto es convencer á las madres
locas, á las viejas verdes, del riesgo á que exponen á sus hijas cuando
descuidan su educación por el torbellino del mundo, de que no bastan
á hacerlas prescindir ni su edad, ni su responsabilidad doméstica
y social. Objeto era éste profundamente moral. El refinamiento de
la cultura y sociabilidad moderna no excluyen del mundo edad ni
circunstancia alguna; pero si el mundo no arroja de sí á las madres,
si no las encierra en sus casas, la moral y el interés de sus familias
ponen ciertos cotos á su disipación. Para lograr su fin y presentarnos
el cuadro del escarmiento, ya que no había adoptado de todo punto
el arma del ridículo, debía pintar á una niña inocente y candorosa,
porque ésta era la única á quien podía traer funestas consecuencias el
abandono de su madre, y esas consecuencias del tal abandono debían ser
tales que la misma madre se avergonzase de ellas y llorase lágrimas
amargas de arrepentimiento. Esto es justamente lo que ha hecho el señor
don Francisco Martínez de la Rosa: de suerte que fuera injusticia
negarle que su plan está bien concebido. Teodoro, joven de perdidas
costumbres, solicita á un tiempo á la madre y á la hija: esto tiene la
doble ventaja de probar que cuando una niña sin experiencia se halla
sola en el mundo, es más fácil que haga una elección poco acertada, y
de hacer ver á la madre que una vieja loca nunca puede ser sinceramente
querida. Hasta aquí sólo encontramos que admirar en _la Niña en casa_.
No nos sucede lo mismo con respecto á los personajes accesorios del
tío y de don Luis. El primero es uno de esos personajes que, sin estar
precisamente de más en el argumento, están sin embargo poco enlazados
con él: así es, que en el tío no hay acción, no hay movimiento. De
estos viejos, echados como un libro en una comedia para presentar el
contraste, no con su carácter, sino con sus máximas, tiene Moratín
algunos. Nosotros entendemos que la moral de una comedia no la ha de
poner el autor en boca de este ó de aquel personaje: ha de resultar
entera de la misma acción, y la ha de deducir forzosa é insensiblemente
el espectador del propio desenlace. El tío no sirve en _la Niña en
casa_ sino para hacer la exposición, que en este supuesto resulta no
ser muy ingeniosa ni muy nueva, y para el desenlace, que también en
rigor pudiera haberse llevado á cabo sin él. Si es episódico el tío
por no tener gran parte en la acción de la comedia, ¿qué diremos de
don Luis? De éste sentimos, no sólo que está poco enlazado con el
argumento, sino que está completamente de más, y que perjudica para el
desenlace sobre todo. Es inútil, porque nada hace sino precisamente lo
que no debiera ni pudiera hacer nadie. Es inverosímil que este hombre,
testigo de la pasión de Inés, esté siempre dispuesto á tomarla por
esposa. Con respecto al argumento, sólo una observación nos queda que
hacer.

Es lástima por cierto que el señor Martínez de la Rosa, que maneja el
amor y el sentimiento en toda la comedia con tal tino, que sorprende á
la naturaleza y hace suyos los secretos de ella, suponga á Inés, que
nos pinta tan joven, tan inexperta, tan apasionada, desimpresionada
sólo porque encuentra á su amante en su casa. Esto, á sus ojos, no
teniendo otros antecedentes de su carácter, no puede ser nunca más que
una falta suficientemente disculpada por el amor. Era preciso que para
desengañarse Inés tuviese pruebas de la bajeza de Teodoro, que supiese
de él lo que sabe el tío, y que se le hiciese conocer su doble y baja
conducta. Y aun en este caso, si podía renunciar á él, no por eso
podría tolerar siquiera en el momento del desengaño la perspectiva de
otro hombre y otra boda. Ese mismo escarmiento del hombre en quien más
había confiado debía llevarla á desconfiar doblemente de los otros que
le hubiesen sido indiferentes. Ésta es la naturaleza; por otra parte no
era el objeto de la comedia casar á la niña, sino corregir á la madre;
de suerte que desde el momento en que ésta se desengaña queda concluida
la comedia: _qui ne sait se borner ne sut jamais écrire_, ha dicho un
famoso crítico. Sin que queramos hacer una aplicación exacta de este
axioma al señor Martínez, confesamos que es sensible que se haya dejado
llevar de la antigua tradición de que han de acabar con boda todas las
comedias.

La misma inculpación pudiera hacerse con respecto á alguna escena
harto prolongada: las pasiones tienen un límite, una expresión última,
después de la cual nada se puede escribir que no sea para descender.
Por ejemplo, después de haberse arrojado Inés á los pies de su amante,
después de hacerle locamente dueño de su albedrío, ¿qué les quedaba
que hacer?, ¿qué les quedaba que decir? Aquella escena pudiera haberse
cortado allí en obsequio del mayor efecto. En el desenlace se olvida
el poeta de que tiene esperando á la puerta á la madre, y prolonga
igualmente demasiado la escena del descubrimiento del amante y del
desmayo de Inés.

Sensible nos es haber de encontrar defectos; pero en primer lugar es
sabido que el crítico no puede dejarse alucinar como el espectador
por las impresiones fugitivas; su deber es escudriñar, su primera
obligación la imparcialidad. En segundo lugar, si en esto puede haber
algún riesgo para el escritor, no será seguramente cuando recae en un
hombre del talento y el buen juicio del señor Martínez. Sólo se ofende
de la crítica severa el que no es capaz de dejarla de merecer nunca.
El talento superior la desprecia cuando es injusta ó parcial, caso
de que nos parece estar muy distantes; y sabe darle su valor, y aun
apreciarla, cuando es sincera, noble y de buena fe.

Después de esta breve indicación de los lunares que, á nuestro modo de
entender, oscurecen el mérito de _la Niña en casa_, y que apuntamos
con harta desconfianza de nosotros mismos, entraremos con más placer
á encomiar lo mucho que en ella encontramos superior. El carácter de
la madre es excelente y sostenido: el de Inés es delicado, tierno,
profundo, está tocado con una maestría encantadora: el de Teodoro era
el más fácil de escribir, y sin embargo nosotros nos contentáramos con
que el actor encargado de él le hubiese representado con igual tino
que el autor le ha escrito. Los medios de seducción empleados por el
criado de Teodoro, y sobre todo por la criada de Inés, son un modelo
en su género. Del lenguaje nada diremos, porque el elogiarle como un
mérito extraordinario en el señor Martínez, sería suponer que podía
no haber sido excelente: esto sería hacer una ofensa á este poeta,
uno de nuestros mejores hablistas, delante de quien hablaremos y
escribiremos siempre, en este particular, con respeto y con envidia.
La versificación difícilmente pudiera ser mejor, y el diálogo,
generalmente animado y cómico, está salpicado de chistes del mayor
gusto. Presiden á él siempre la cultura y el conocimiento de la fina
sociedad. En toda la comedia se descubre al filósofo, al poeta cómico,
al conocedor del hombre, en fin, á quien pocos pueden igualar en ese
tino con que se apodera del corazón y le conmueve con una palabra sola
á veces, con un solo ¡ay! El público, al aplaudir esta comedia, no hace
más que tributar una justicia de que ya había dado pruebas en otras
ocasiones.



                           ESPAGNE POÉTIQUE

  CHOIX DE POÉSIES CASTILLANES DEPUIS CHARLES-QUINT JUSQU'À NOS JOURS
                        MISES EN VERS FRANÇAIS

   Avec une dissertation comparée sur la langue et la versification
 espagnoles, une introduction en vers et des articles typographiques,
                      historiques et littéraires

                       PAR DON JUAN MARÍA MAURY

                 Ouvrage orné de plusieurs portraits.


Hubo un tiempo feliz para nuestra patria, en que supo en armas, en
política, en letras, dar la ley al mundo. Cuando es llegada para
una nación la hora de la gloria, parece que se complace el cielo en
acumular lauros de todas especies sobre su generosa frente. Tocóle
á la España esta época, y sublimóse á un grado de esplendor que ya
difícilmente alcanzará ni ella ni pueblo alguno. En un mismo siglo
expulsaba heroicamente de su profanado suelo los restos de la opresión
dominadora que, por espacio de ocho largos siglos, la avasallara, y
hacía ondear el estandarte de la cruz sobre las mezquitas de la media
luna: extendía el poder de sus armas victoriosas por gran parte de
la Europa: no contenta con tremolar el pabellón español en las tres
partes del mundo conocido, vínole éste estrecho á su gloria, y lanzóse
al vago inmenso del Océano, buscando mundos nuevos que conquistar.
Roma, Méjico, Lepanto inclinaron sucesivamente la cerviz humillada bajo
su poderoso cetro: no le bastaba tampoco el dominio de la fuerza; no le
satisfacía que el sol no se pusiese nunca en sus dilatados términos,
era preciso que el ingenio español desplegase también su poderío,
y concluyese la conquista de las armas. Á la sombra de los ganados
laureles nacieron y crecieron hombres que previnieron é inutilizaron
para la patria los posibles rigores del olvido. Lope y Calderón no
fueron efectivamente nuestras glorias menores. Si cuando circunstancias
de doloroso recuerdo hicieron degenerar después á la España, quedaron
sus grandes hechos consignados en la historia, para servir de eterna
reconvención á las degradadas generaciones posteriores, los escritos de
nuestros grandes hombres permanecieron como blanco perpetuo de envidia
para los que después de ellos habían de venir.

Olvidada luego la antigua influencia nuestra, levantadas otras naciones
á ocupar el puesto privilegiado que vergonzosamente les cedíamos en el
rango de los pueblos, la literatura no podía menos de resentirse de
nuestra decadencia política y militar: callaron los cisnes de España;
una nación vecina, de quien atinadamente dice el señor Maury: _Le goût
naquit français_, creó una literatura nueva, que debía adolecer sin
embargo de la influencia regularizadora, acompasada, filosófica del
siglo en que aquélla prosperaba. Millares de preceptistas creyeron leer
en Horacio lo que nunca acaso había pensado decir; Shakespeare y Lope
fueron sacrificados en las aras de la nueva escuela, y el gusto se
asentó sobre las ruinas del genio; el corto número de sus apasionados
hubo de contentarse con admirarlos en silencio; nadie osó alabarlos
sin rubor. Entronizada la nueva escuela, que nada debía en verdad á
la España, ésta debía quedar borrada del mundo literario, y un célebre
crítico pudo decir de ella impunemente: _un rimeur sans péril delà
les Pyrénées_, etc., y llamarla bárbara, sin que nadie se atreviese á
sospechar que se podría volver por ella algún día victoriosamente. Las
épocas y los gustos se suceden sin embargo rápidamente, y el hombre
debía volver á conocer que no había nacido sólo para un mundo de amarga
y disecada realidad; escritores osados intentaron sacudir el yugo
impuesto por los preceptistas; el mundo debía encontrar al fin, en
política como en literatura, la libertad para que nació; la literatura
española debía surgir desde este momento y aparecer más radiante que
nunca, como un inmenso fanal oscurecido largo tiempo por una espesa
niebla. Los Alemanes fueron los primeros que desenterraron nuestras
bellezas, y Calderón vino á serles un objeto de culto. Había falta sin
embargo todavía de una obra que hiciese conocer á la nación exclusiva
que los españoles son hombres también y poetas. Tan grande empresa
debía arredrar al más osado. No bastaba decir: «Aprendan ustedes á
leer el castellano». Esto hubiera sido acaso reproducir la Casandra
de Troya, y era preciso decir: «Aprendan ustedes en francés á leer el
castellano». Don Juan María Maury, nuestro compatriota, tomó sobre sí
la arrojada empresa de convencer al sordo que se negaba á oir, y si es
cierto que _in magnis audisse sat est_, la idea sola del señor Maury
constituye el mayor elogio de su obra.

Esta idea llevaba empero en sí misma un escollo inevitable: la índole
de la lengua y de la poesía francesa, tan opuesta á la española, debía
ser un obstáculo invencible. El intentar la perfección hubiera, pues,
sido desatino: en acercarse á ella estaba la victoria; admitido este
principio, creemos que la ha alcanzado muchas veces el señor Maury. El
plan de su obra es el más á propósito para el objeto que se propone:
la colección de poesías escogidas hubiera sido incompleta sin una
reseña histórica de nuestra literatura; este vacío ha tratado de llenar
su introducción. Convenimos con _el Monitor francés_ que al analizar
la _España poética_ siente que el autor se haya dejado llevar de su
inclinación y aun de tal cual parte de amor propio al escribirla en
verso; amor propio disculpable en un español que ha podido desplegar
tales fuerzas en el difícil empeño de poetizar en una lengua extraña.
Este plan envuelve el inconveniente que abraza el punto mismo: una
historia de literatura llena de fechas y nombres propios es argumento
harto estéril para las musas: al quererlo tratar poéticamente le ha
sido forzoso al autor embarazar su lectura con notas históricas,
si bien importantes, prolijas, y á veces minuciosas. Una disculpa
encontramos con todo á su introducción poética. Acaso necesitaba el
autor captarse la benevolencia de sus lectores creando en ellos hacia
él una prevención favorable de su suficiencia. Si tal fué su objeto,
hale conseguido sobradamente. Las noticias biográficas de nuestros
poetas era otro punto importante que no podía olvidarse en semejante
trabajo.

Con respecto al desempeño de la obra en general, varios críticos
franceses se apresuraron á admitir en la literatura francesa al señor
Maury, que se había adquirido indudablemente no pocos títulos á ocupar
en ella un lugar distinguido.

«La expresión de don Juan Maury, dijo un periódico francés haciendo
el juicio de esta obra, siempre elegante, anuncia un estudio profundo
de la lengua francesa». Tacháronle otros de una concisión harto
incorrecta, de licencias inútiles, y de haber españolizado demasiado la
poesía francesa. Esto, á nuestro entender, sobre ser lo más atrevido
que ha podido hacer, nos parece un bien hecho á la lengua francesa,
harto poco libre y desembarazada, y esta verdad la han confirmado
escritores modernos de aquel país que después del señor Maury han roto
las antiguas cadenas de la sintaxis francesa. Después de haber leído
_Notre-Dame de Paris_, obra que ha hecho indudablemente una revolución
en la lengua del Sena, la inculpación hecha á Maury cae por sí sola.

Más fundado nos parece el reproche que se le ha hecho de poca fidelidad
al texto que traduce: abrevia y suprime á veces con notable perjuicio
del original: ejemplo de esto puede ser la égloga de Garcilaso,
_Salicio y Nemoroso_; otras amplifica, desliendo un pensamiento
enérgico en más versos franceses de los necesarios. Puédele obligar á
lo primero el miedo de verter al francés ideas propiamente españolas,
cuya osada energía no consiente la índole de la poesía francesa, y en
el segundo la precisión de rimar y redondear los pensamientos en una
poesía que apenas admite _les enjambements_. Hay en cambio traducciones
bellísimas, y en algunas creemos que ha mejorado el original. Ejemplo
de las primeras puede ser la fábula de _El caballo y la ardilla_
de Iriarte. Lo mismo puede decirse de la oda _Á las estrellas_ de
Meléndez, de la _Rosa_ de Rioja, etc.

Interminable empeño sería el de presentar en un artículo de periódico,
acaso ya demasiado largo, los muchos trozos que pueden servir de modelo
á traductores, y en que ha sabido vencer el señor Maury la inmensa
dificultad que le oponían la diversidad de índoles de las lenguas, de
poesías, de giros, de locuciones, etc. Contentémonos con que haya dado
una idea ventajosa, si á veces incompleta, de nuestros poetas á los
extranjeros, y reconozcamos francamente en honor de Maury que los más
de los defectos no son culpa del autor, y que las más de las bellezas
son propias suyas.

Garcilaso, santa Teresa, Luis de León, Herrera, Cervantes, Góngora,
Lope de Vega, los Argensolas, Quevedo, Rioja, Villegas, Luzán,
Cadalso, Iriarte, Meléndez, Iglesias, Noroña, Cienfuegos, Moratín,
Quintana y Arriaza son los poetas que el autor ha puesto á contribución
para formar esta colección escogida: no ha olvidado por eso que
poseemos una inmensa riqueza literaria de autores desconocidos, en
nuestros romanceros sobre todo: al coger de ellos los mejores y más
afamados, ha creído deber dar una idea de este género puramente
español, en que se hallan consignados los hechos principales de nuestra
historia, y que es el verdadero depósito de la tradición fabulosa é
histórica de nuestros tiempos primitivos.

Alguna reconvención pudiera hacerse al señor Maury acerca de la
elección de algunas piezas; pero es difícil desnudarse de toda
prevención y parcialidad amistosa, sobre todo cuando ha de hablarse
de poetas contemporáneos: desde la dedicatoria se observa una
predilección, que no llamaremos precisamente injusta, hacia las poesías
del señor Arriaza; pero con la cual no convenimos del todo, sin que
esto sea negar el sello de picante originalidad y de estro poético que
casi siempre caracterizan á este escritor.

Generalmente hallamos mejor traducido el género heroico y el de las
fábulas. Quevedo, por ejemplo, era intraducible, y el señor Maury,
en una sola composición jocosa que de él escoge, lo ha probado. No
habiéndole traducido él victoriosamente, creemos que puede cualquiera
renunciar á este empeño. Rioja, Quintana y los romances son los que
han encontrado más simpatías en la índole de la lengua francesa; la
tendencia filosófica de los primeros, y el vigor varonil y sabor
anticuado de los segundos, pueden haber contribuido á esto.

Mucho sentimos no poder citar largamente los elogios que diversos
periódicos franceses tributaron á la _España poética_ á la sazón de su
publicación.

«Si don Juan Maury, dijo uno de ellos, es español de nacimiento,
diríasele francés por el talento con que escribe la lengua de Racine,
ora en prosa, ora en verso, y cosmopolita por lo bien que sabe apreciar
todas las lenguas de Europa». Nosotros diremos más. Don Juan Maury ha
sabido hacerse con dos patrias: ha conquistado con su _España poética_
su naturalización en la literatura francesa: no sabemos cuál le debe
más, si esta que ha enriquecido con una noticia que no podía sin
vergüenza ignorar, ó la española, cuyo mérito ha sabido hacer valer
entre los extranjeros.

Sabemos que el señor Maury piensa en introducir y poner en venta
en su patria esta obra impresa en París, que sólo conocen hasta la
presente los más afectos á la literatura: deseamos ardientemente que
la aprobación de nuestros compatriotas confirme nuestro débil juicio y
dé realce al voto que en su favor han emitido los diarios extranjeros.
Entre tanto no podemos menos, como españoles, de felicitar al señor
Maury por su importante trabajo y su acertado desempeño en general.
Y la literatura española que había tenido un intérprete para los
Italianos en Conti, y para los Ingleses en la _Antología española_ de
M. Wiffen y en el informe de lord Holland sobre Lope de Vega, debe
igual servicio con respecto á los Franceses al señor Maury. Sería,
pues, imperdonable ingratitud en nosotros criticar con más rigorosa
severidad una obra á quien tanto debemos por todos respectos los
literatos zelosos de la gloria de las letras españolas.



                           REPRESENTACIÓN DE
                       LA CONJURACIÓN DE VENECIA

                               año 1310

               DRAMA HISTÓRICO EN CINCO ACTOS Y EN PROSA
                 DE DON FRANCISCO MARTÍNEZ DE LA ROSA


No necesitamos remontarnos al origen del teatro para combatir la
vana preocupación de los preceptistas que han querido reducir á la
tragedia, propiamente llamada así, y á la comedia de costumbres ó de
carácter el arte dramático. La razón natural puede guiarnos mejor. Con
respecto á la comedia sea en buen hora el espejo de la vida, la fiel
representación de los extravíos, de los vicios ridículos del hombre.
Pero con respecto á todo lo que no es comedia, examinemos un momento
cuál puede ser el objeto del teatro. En todos los pueblos conocidos
debe éste su origen al orgullo nacional, que podríamos llamar el amor
propio de los pueblos. La vida de sus antiguos héroes, y el recuerdo
de sus hazañas, fué en Grecia el primer objeto del teatro. En un
pueblo constituido como el griego, que se suponía hijo de dioses y
semidioses, los primeros dramas debieron participar de esta grandeza
y sublimidad á que debían su origen. No eran los hombres, ni sus
pasiones, ni los sucesos hijos de ellas, los representados: eran
acciones sobrenaturales las que formaban el argumento, y el cielo
y la fatalidad eran su máquina principal. ¿Qué mucho, pues, que los
preceptistas, que de aquellos modelos deducían las reglas, fijasen para
este género, no pudiendo concebir otro, la precisa condición de que no
hablasen en la tragedia sino héroes y príncipes casi divinos, y de que
hablasen en aquel lenguaje, que sólo á ellos podía convenir? Entiéndese
esto fácilmente. Pero, cuando destruidas las antiguas creencias, no se
pudo ver en los reyes sino hombres entronizados, y no dioses caídos,
no se comprende cómo pudo subsistir la tragedia heroica aristotélica.
Para los pueblos modernos no concebimos esa tragedia, verdadera
adulación literaria del poder. Por otra parte, ¿son por ventura los
reyes y los príncipes los únicos capaces de pasiones? No sólo es éste
un error, sino que, limitando á tan corto círculo el dominio de la
representación teatral, frústrase su objeto principal. Los hombres no
se afectan generalmente sino por simpatías: mal puede, pues, aprovechar
el ejemplo y el escarmiento de la representación el espectador que no
puede suponerse nunca en las mismas circunstancias que el héroe de
una tragedia. Estas verdades generalmente sentidas, si no confesadas,
debieron dar lugar á un género nuevo para los preceptistas rutineros;
pero que es en realidad el único género que está en la naturaleza. La
historia debió ser la mina beneficiable para los poetas, y debió nacer
forzosamente el drama histórico. Nuestros poetas, que no sufrieron
más inspiraciones que las de su genio independiente, no hicieron más
que dos clases de dramas: ó comedias de costumbres y carácter, como
_el Embustero_ de Alarcón, y _el Desdén_ de Lope y Moreto, ó dramas
históricos, como _el Ricohombre_ y el _García_. Á este género, fiel
representación de la vida, en que se hallan mezclados como en el mundo
reyes y vasallos, grandes y pequeños, intereses públicos y privados,
pertenece _la Conjuración de Venecia_. Todo lo más á que está obligado
el poeta es á hacer hablar á cada uno, según su esfera, el lenguaje que
le es propio, y resultará indudablemente doble efecto de esta natural
variedad; tanto más, cuanto que el lenguaje del corazón es el mismo
en las clases todas, y que las pasiones igualan á los hombres que su
posición aparta y diversifica.

Venecia, ese fenómeno en política, esa excepción rarísima entre los
gobiernos, esa cuidad prodigiosa hasta en su existencia y construcción,
que esclavizó por tantos años los mares, y que fué la primera esclava
de sí misma, presenta un campo de larga y fecunda recolección para
el historiador y el poeta. El imperio del terrorismo, por tantos
años triunfante contra las leyes de la naturaleza, ofrece argumentos
repetidos de singular efecto teatral, y el autor, al escoger la
célebre conjuración de 1310, no hace sino dar una prueba del tino que
le distingue. El gobierno aristocrático de Venecia, reducido á un
corto número de familias patricias, debía dar lugar á conjuraciones
continuas: el pueblo oprimido no podía menos de aspirar á reconquistar
sus derechos usurpados; y el rebelo y la desconfianza, inseparables
compañeros de la injusticia y la tiranía, debían hacer cruel al poder.
De aquí el atroz sistema inquisitorial, que ahogaba en el patíbulo,
según la expresión del señor Martínez, las mismas quejas. Razones de
alta política impelieron al embajador de Génova á proteger aquella
famosa conspiración. Ábrese la escena en su casa, donde se reúnen los
principales conjurados á convenir en los medios de derribar la tiranía
oligárquica de Venecia, durante su famoso carnaval: la libertad y
confusión de esta temporada de alegría y festividad parecen prestarse
á las ocultas maquinaciones de los conjurados. El primer acto, pues,
no es más que la exposición del drama, y en él se deja traslucir ya
que ha de ser el protagonista el joven Rugiero, huérfano, de padres
y patria desconocidos, pero veneciano por posición y afecto. En el
segundo acto aparece el panteón de la familia de Morosini, á cuya
cabeza se hallan dos hermanos, Pedro, primer presidente del tribunal de
los diez, y Juan, senador. Pedro conversa con sus espías acerca de una
conjuración que sabe tramarse contra la república, y Rugiero es uno de
los conjurados acechados. Un rumor extraño interrumpe su conversación;
ocúltase, y sobreviene la joven Laura, hija del senador Morosini:
casada en secreto con Rugiero, viene á esperarle al panteón, donde le
ve sigilosamente por tercera vez: en esta escena, Rugiero confía parte
de la conjuración á su amada; uno de los espías apaga la lámpara que
los ilumina, y en medio de la oscuridad se apoderan los satélites del
tribunal del joven conjurado, cayendo privada de sentido la infeliz
esposa. Laura se halla trasladada á su habitación á principios del
tercer acto sin saber por qué medio: dudosa de la suerte de su esposo,
determina confiar el fatal secreto de su boda á Morosini, en una
escena llena de sentimiento y de interés: el cariñoso padre, después
de perdonar su extravío, le promete emplear su favor en salvar á
Rugiero, proyecto que pone por obra con su implacable hermano, del cual
sólo consigue esta atroz respuesta: «Di sólo una cosa, pregunta Juan
Morosini, ¿vive Rugiero?--Vive.--¡Gracias á Dios!--¡Pero no lo digas á
tu hija!--¿Por qué?--_Porque tendría que llorarle dos veces._»

La plaza de San Marcos, centro de la pública diversión del carnaval,
es el lugar de la escena del cuarto acto. Vénse varios conjurados
disfrazados y repartidos entre la multitud, que esperan el momento de
las doce. Nada más ingenioso, ni más dramático, que un acto entero
transcurrido en la descripción de la algazara del carnaval, cuando
espera el espectador entre angustias mortales ver estallar de un
momento á otro la revolución y la muerte entre la misma alegría
indolente y confiada de un pueblo enloquecido. Suenan las doce, y al
grito de _Venecia y libertad_, grito que encontró grandes simpatías en
nuestro público, estalla la conjuración, lucen los aceros, y suceden
gritos de muerte á los cantos de regocijo. La república ha tomado sin
embargo medidas preventivas: Rugiero preso no ha podido acudir con
sus tropas, y triunfa el gobierno. «¡Al tribunal, al tribunal los que
escapen con vida!» clama ferozmente el presidente Morosini, triunfante
en la plaza de San Marcos y tendidos ya á sus pies, muertos ó heridos,
varios conjurados.

El tribunal de los diez, juzgando á los reos, se presenta en el quinto
acto. Tómanse declaraciones, Laura es interrogada, pero su razón está
perturbada, y sólo pregunta por su esposo; Rugiero es juzgado; y en
su interrogatorio reconoce en él el presidente Morosini, que ha de
condenarle, á su hijo. Privado de sentido á tan atroz reconocimiento,
retírase del tribunal: es condenado Rugiero: en el momento de ir al
patíbulo, Laura se arroja á su encuentro. «¡Ya estás aquí!» exclama:
frenética alegría se pinta en su semblante; sepáranla sin embargo de su
esposo, y la infeliz «¿dónde te llevan?» exclama. De allí á un momento
ve la desdichada el patíbulo: entonces sabe qué es de su esposo.
«¡Jesús mil veces!» grita despavorida, cae exánime, y baja el telón á
ocultar tan espantoso desenlace.

El plan está superiormente concebido, el interés no decae un solo
punto, y se sostiene en todos los actos por medios sencillos,
verosímiles, indispensables: insistimos en llamarlos indispensables,
porque ésta es la perfección del arte. No basta que los sucesos hayan
podido suceder de tal modo; es forzoso, para que el espectador no se
distraiga un momento del peligro, que no hayan podido suceder de otro
modo, sentadas las primeras condiciones del argumento. La exposición
hecha por medio del embajador de Génova, que dicta una nota á su
gobierno, es nueva é ingeniosa, de puro natural. Una conjuración contra
la tiranía creará siempre en el teatro el mayor interés, por lo mismo
que es difícil prever su éxito, y que éste se desea feliz. Supone el
mayor conocimiento dramático el hacer declarar á Rugiero su conjuración
cuando es oído de sus enemigos y en los brazos de su amada: quisiera
uno hacerle callar: es terrible arrojar una escena de amor entre
sepulcros: un diálogo de vida en un sitio de muerte, y complicar la más
tierna pasión con los riesgos de una conjuración; es sublime lanzar la
prisión entre dos amantes felices que se ven solos por tercera vez.
¿Por qué ha prolongado tanto el señor Martínez la escena de Laura y
Rugiero? ¿Por qué pueden hablar una hora sintiendo tanto? El poeta que
hace decir á una mujer: «¡Cómo queman tus lágrimas, Rugiero! Deja,
déjame: yo las enjugaré con mi mano», debiera conocer todo el valor de
una escena corta, cuando reina en ella la pasión. Bella es la escena de
Laura y su padre, y más bella sería á nuestros ojos si no adoleciera
del mismo empeño de desleir demasiado las ideas tiernas. El sentimiento
es una flor delicada: manosearla es marchitarla. También nos parece que
podría suprimirse el monólogo del padre al fin del tercer acto, ó al
menos cortarse; ni le creemos necesario ni del mayor efecto.

Donde reconocemos el mayor mérito de la composición es en la
disposición y contraste singulares del acto cuarto y del final del
drama: acaso por esa misma razón no ha sido lo más aplaudido: el terror
hace enmudecer; las manos no pueden reunirse y golpear cuando han
de acudir á los ojos. Por otra parte, ¿quién se acuerda en aquellos
momentos de que es una comedia, de que todo es un artificio del poeta
y los actores? Las escenas del interrogatorio son de aquéllas que por
tener bulto parecen satisfacer más al público y llevarse la palma.
Sin embargo, el crítico no puede mirarlas bajo este punto de vista.
Siempre que un poeta represente en la escena al opresor y al oprimido,
éste interesará fácilmente: el mayor número del público le forman
desgraciados, porque ¿quién puede jactarse de no serlo? Simpatizan con
el infeliz, y cualquier respuesta enérgica de un reo inocente á un juez
duro será aplaudida en el teatro; no es ésta la principal habilidad
del señor Martínez; el elogiarle lo que cualquiera puede hacer sería
elogiarle torpemente. Su mérito está en ese conocimiento del corazón
humano con que prepara los efectos, con que se introduce furtivamente
en el pecho del espectador, con que le lleva de sentimiento delicado
en sentimiento delicado á enmudecer y llorar. Hay sin embargo pasajes
que no esperan y sorprenden en el interrogatorio de Maffei y Rugiero.
Nada más sublime que esas respuestas: «¿Y por qué nombraste á ésos,
y no á otros?--_Porque en aquel instante no me ocurrieron vuestros
nombres._--_De lo que he dicho en el tormento responderá el verdugo._»
Y aquél: «_Concededme esa gracia y os perdono_», de Rugiero.

En la respuesta de Juan Morosini: «Estoy pensando que no tienes
hijos... y que no vas á comprenderme»; y en la de Rugiero: «De cierto
es mi padre, cuando no logro ni al morir el consuelo de verle», se
reconoce al punto al poeta sensible que ha bebido en el cáliz de la
desgracia, y que concluía una elegía:

      Yo aquí no tengo para ornar tu tumba
      Ni una flor que enviarte, que las flores
      No nacen entre el hielo, y si naciesen
      Sólo al tocarlas yo se marchitaran.

No acabaremos este juicio sin hacer una reflexión ventajosísima para
el autor: ésta es la primera vez que vemos en España á un ministro
honrándose con el cultivo de las letras, con la inspiración de las
musas. ¿Y en qué circunstancias? Un estatuto real, la primera piedra
que ha de servir al edificio de la regeneración de España, y un drama
lleno de mérito; y esto lo hemos visto todo en una semana: no sabemos
si aun fuera de España se ha repetido esta circunstancia particular.



                             LAS PALABRAS


No sé quién ha dicho que el hombre es naturalmente malo: ¡grande
picardía por cierto! nunca hemos pensado nosotros así: el hombre es
un infeliz, por más que digan; un poco fiero, algo travieso, eso sí;
pero en cuanto á lo demás, si ha de juzgarse de la índole del animal
por los signos exteriores, si de los resultados ha de deducirse alguna
consecuencia, quisiera yo que Aristóteles y Plinio, Buffon y Valmont de
Bomare, me dijesen qué animal, por animal que sea, habla y escucha. He
aquí precisamente la razón de la superioridad del hombre, me dirá un
naturalista: y he aquí precisamente la de su inferioridad, según pienso
yo, que tengo más de natural que de naturalista. Presente usted á un
león devorado del hambre (cualidad única en que puede compararse el
hombre al león), preséntele usted un carnero, y verá usted precipitarse
á la fiera sobre la inocente presa con aquella oportunidad, aquella
fuerza, aquella seguridad que requiere una necesidad positiva, que
está por satisfacer. Preséntele usted al lado un artículo de un
periódico el más lindamente escrito y redactado, háblele usted de
felicidad, de orden, de bienestar, y apártese usted algún tanto; no
sea que si lo entiende le pruebe su garra que su única felicidad
consiste en comérsele á usted. El tigre necesita devorar al gamo, pero
seguramente que el gamo no espera á oir sus razones. Todo es positivo
y racional en el animal privado de la razón. La hembra no engaña al
macho, y viceversa; porque como no hablan, se entienden. El fuerte no
engaña al débil, por la misma razón: á la simple vista huye el segundo
del primero, y éste es el orden, el único orden posible. Désele el
uso de la palabra: en primer lugar necesitarán una academia para que
se atribuya el derecho de decirles que tal ó cual vocablo no debe
significar lo que ellos quieren, sino cualquiera otra cosa; necesitarán
sabios por consiguiente que se ocupen toda una larga vida en hablar
de cómo se ha de hablar; necesitarán escritores, que hagan macitos de
papeles encuadernados, que llamarán libros, para decir sus opiniones á
los demás, á quienes creen que importan; el león más fuerte subirá á
un árbol y convencerá á la más débil alimaña de que no ha sido criada
para ir y venir y vivir á su albedrío, sino para obedecerle á él; y no
será lo peor que el león lo diga, sino que lo crea la alimaña. Pondrán
nombre á las cosas, y llamando á una _robo_, á otra _mentira_, á otra
_asesinato_, conseguirán, no evitarlas, sino llenar de delincuentes
los bosques. Crearán la vanidad y el amor propio; el noble bruto que
dormía tranquilamente las veinte y cuatro horas del día, se desvelará
ante la fantasma de una distinción; y al hermano á quien sólo mataba
para comer, matarále después por una cinta blanca ó encarnada. Déles
usted, en fin, el uso de la palabra, y mentirán: la hembra al macho
por amor; el grande al chico por ambición; el igual al igual por
rivalidad; el pobre al rico por miedo y por envidia: querrán gobierno
como cosa indispensable, y en la clase de él estarán de acuerdo ¡vive
Dios!: éstos se dejarán degollar porque los mande uno solo, afición
que nunca he podido entender; aquéllos querrán mandar á uno solo, lo
cual no me parece gran triunfo; aquí querrán mandar todos, lo cual ya
entiendo perfectamente; allí serán los animales nobles, de alta cuna,
quiere decir... (ó mejor, no sé lo que quiere decir) los que manden á
los de baja cuna: allá no habrá diferencia de cunas... ¡Qué confusión!
¡Qué laberinto! Laberinto que prueba que en el mundo existe una verdad,
una cosa positiva, que es la única justa y buena, que ésa la reconocen
todos y convienen en ella: de eso proviene no haber diferencias.

En conclusión, los animales, como no tienen el uso de la razón ni de la
palabra, no necesitan que les diga un orador cómo han de ser felices;
no pueden engañar ni ser engañados; no creen ni son creídos.

El hombre por el contrario: el hombre habla y escucha: el hombre cree,
y no así como quiera, sino que cree todo. ¡Qué índole! El hombre cree
en la mujer, cree en la opinión, cree en la felicidad... ¡Qué sé yo lo
que cree el hombre! Hasta en la verdad cree.--Dígale usted que tiene
talento.--_¡Cierto!_ exclama en su interior.--Dígale usted que es el
primer ser del universo.--_Seguro_, contesta.--Dígale usted que le
quiere.--_Gracias_, responde de buena fe.--¿Quiere usted llevarle á la
muerte? trueque usted la palabra, y dígale: _te llevo á la gloria_:
irá.--¿Quiere usted mandarle? dígale usted sencillamente: yo _debo
mandarte_.--_Es indudable_, contestará.

He aquí todo el arte de manejar á los hombres. ¿Y es malo el hombre?
¿Qué manada de lobos se contenta con un manifiesto? Carne pedirán, y
no palabras. «El hambre, oh lobos, decidles, se ha acabado: ahogado el
monstruo para siempre...--Mentira, gritarán los lobos... al redil, al
redil, el hambre se quita con cordero...». «La hidra de la discordia,
ó ciudadanos, dice por el contrario un periódico á los hombres, yace
derribada con mano fuerte; el orden, de hoy más, será la base del
edificio social; ya asoma la aurora de justicia por qué sé yo qué
horizonte; el iris de paz (que no significa paz) luce después de la
tormenta (que no se ha acabado); de hoy más la legalidad (que es la
cuadratura del círculo) será el fundamento del procomún...», etc., etc.
¿Ha dicho usted _hidra de la discordia, justicia, procomún, horizonte,
iris y legalidad_? Ved en seguida á los pueblos palmotear, hacer
versos, levantar arcos, poner inscripciones.--¡Maravilloso don de la
palabra! ¡Fácil felicidad! Después de un breve diccionario de palabras
de época, tómese usted el tiempo que quiera: con sólo decir _mañana_ de
cuando en cuando y echarles palabras todos los días, como echaba Eneas
la torta al Cancerbero, duerma usted tranquilo sobre sus laureles.

Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del hombre...
palabras todo, ruido, confusión: positivo, nada. ¡Bienaventurados los
que no hablan, porque ellos se entienden!



                          REPRESENTACIÓN DE
                               NUMANCIA

                        TRAGEDIA EN TRES ACTOS


He aquí una de las cosas exceptuadas en el _reglamento para la censura
de periódicos_, y de que se puede hablar, si se quiere, por supuesto.
Ni un solo artículo en que se prohíba hablar de Numancia. No se puede
hablar de otras cosas, es verdad; pero todo no se ha de hablar en un
día. Por hoy, que es lo que más urge, ¿quién le impide á usted estarse
hablando de Numancia hasta que se pueda hablar de otra cosa? Tanto
más ventilada quedará la cuestión. Dado siempre el supuesto de que no
ha de haber _borrones, pena de dos mil reales_; las cosas limpias: el
periódico ha de ser impenitente y pertinaz; sin enmienda como carlista
ó pasaporte. Un artículo de periódico ha de salir bien de primera
vez, que al fin no es ningún _reglamento de milicia_. Dado también el
supuesto de que no se deje usted _nada en blanco_, pena de los dichos
dos mil reales. No, sino andarse dando á leer al público papelitos en
blanco. ¡Sabe nadie lo que se puede aprender en un papel blanco! ¡Dado
el supuesto además de que ha de poder usted ser _elector_, porque al
fin gran talento tendrá el que no ha sabido hacerse una rentita de seis
mil reales!

Abundando en todos estos supuestos, diremos que el teatro estaba casi
lleno en su representación. Parécenos que en decir esto no hay peligro.
Igualmente llena estaba la tragedia de alusiones patrióticas. Mucho
nos gusta á los españoles la libertad, en las comedias sobre todo.
Innumerables fueron los aplausos: tan completa la ilusión, y tantas las
repeticiones de _libertad_, que se olvidaba uno de que estaba en una
tragedia. Casi parecía verdad. ¡Tanta es la magia del teatro!--Otra
cosa que tampoco exceptúa el reglamento es el señor Luna: de éste se
puede hablar, en cuanto á actor, atendido que el señor Luna ni es
_cosa de religión_, ni _prerrogativa del trono_, ni _estatuto real_,
ni su representación es _fundamental_, ni tiene fundamento alguno,
ni perturba tranquilidad, ni infringe ley, ni desobedece á autoridad
legítima, ni se _disfraza con alusiones_, sino con muy malos trajes
antiguos; ni es licencioso y contrario á costumbre alguna, buena, ni
mala; ni es _libelo_, ni _infamatorio_, ni le coge por ningún lado
ningún _ni_ de cuantos _níes_ en el reglamento se incluyen; ni menos
es _soberano_, ni _gobierno extranjero_. Y á nosotros, sí nos atañe,
por el contrario, no dejar este punto de nuestro papel en blanco, so
pena de la consabida de los _dos mil reales_ á la primera, del duplo á
la segunda, y de dar al traste la tercera, que va la vencida. Decimos
esto, porque no nos ha gustado el señor Luna: triste cosa es, pero no
lo podemos remediar. Hay, sí, en él, zelo y buena intención; pero esto,
todos sabemos ahora más que nunca que no basta siempre. Su declamación
en este papel es enfática y poco natural: sus transiciones son duras,
más duras y crueles que una censura. Sensible nos es haberle de decir
nuestra opinión: empero tal es nuestro deber, y en eso no somos más que
los intérpretes del público mismo.

Por lo demás, la tragedia, que literariamente hablando no es de mérito
sobresaliente, ha hecho el efecto que debía hacer una composición,
como ella, eminentemente patriótica. Cada cual se fué á su casa con la
triste convicción de que, en política como en tragedia, lo que más le
cuesta á un pueblo es conquistar su libertad. Es de esperar que tenga
mejor fin la nuestra, por esta vez, que la de Numancia. Á bien que de
nosotros depende.

La decoración última nos pareció muy regular, inclusos los comparsas y
aquellas descabelladas doncellas, que chillaban á lo lejos, huyendo de
los feroces Romanos, y que parecían periódicos perseguidos por algún
reglamento.

El telón al caer se detuvo á la mitad del camino á tomar un ligero
descanso; no parecía sino que caminaba por la senda de los progresos,
según lo despacio que iba, y los tropiezos que encontraba. Tardó más en
bajar que han tardado las patrias libertades en levantarse.



                           JARDINES PÚBLICOS


He aquí una clase de establecimientos planteados varias veces en
nuestro país á imitación de los extranjeros, y que sin embargo rara vez
han prosperado. Los filósofos, moralistas, observadores, pudieran muy
bien deducir extrañas consecuencias acerca de un pueblo, que parece
huir de toda pública diversión. ¿Tan grave y ensimismado es el carácter
de este pueblo, qué se avergüence de abandonarse al regocijo cara á
cara consigo mismo? Bien pudiera ser. ¿Nos sería lícito, á propósito de
esto, hacer una observación singular, que acaso podrá no ser cierta, si
bien no faltará quien la halle _ben trovata_? Parece que en los climas
ardientes de mediodía el hombre vive todo dentro de sí: su imaginación
fogosa, emanación del astro que le abrasa, le circunscribe á un
estrecho círculo de goces y placeres más profundos y más sentidos: sus
pasiones más vehementes le hacen menos social: el Italiano, sibarita,
necesita aislarse con una careta en medio de la general alegría; al
Andaluz enamorado bástanle, no un libro y un amigo, como decía Rioja,
sino unos ojos hermosos en que reflejar los suyos, y una guitarra que
tañer; el Árabe impetuoso es feliz arrebatando por el desierto el
ídolo de su alma á las ancas de su corcel; el voluptuoso Asiático para
distraerse se encierra en el harén. Los placeres grandes se ofenden de
la publicidad, se deslíen; parece que ante ésta hay que repartir con
los espectadores la sensación que se disfruta. Nótese la índole de los
bailes nacionales. En el norte de Europa, y en los climas templados, se
hallarán los bailes generales casi. Acerquémonos al mediodía; veremos
aminorarse el número de los danzantes en cada baile. La mayor parte de
los nuestros no han menester sino una ó dos parejas: no bailan para los
demás, bailan uno para otro. Bajo este punto de vista, el teatro es
apenas una pública diversión, supuesto que cada espectador de por sí no
está en comunicación con el resto del público, sino con el escenario.
Cada uno puede individualmente figurarse que para él, y para él solo se
representa.

Otra causa puede contribuir, si ésa no fuese bastante, á la dificultad
que encuentran en prosperar entre nosotros semejantes establecimientos.
La manía del buen tono ha invadido todas las clases de la sociedad:
apenas tenemos una clase media, numerosa y resignada con su verdadera
posición; si hay en España clase media, industrial, fabril y comercial,
no se busque en Madrid, sino en Barcelona, en Cádiz, etc.; aquí no
hay más que clase alta y clase baja: aquélla, aristocrática hasta en
sus diversiones, parece huir de toda ocasión de rozarse con cierta
gente: una señora tiene su jardín público, su sociedad, su todo, en
su cajón de madera, tirado de dos brutos normandos, y no hay miedo
que si se toma la molestia de hollar el suelo con sus delicados pies
algunos minutos, vaya á confundirse en el Prado con la multitud que
costea la fuente de Apolo: al pie de su carruaje tiene una calle
suya, estrecha, peculiar, aristocrática. La clase media, compuesta de
empleados ó proletarios decentes, sacada de su quicio y lanzada en
medio de la aristocrática por la confusión de clases, á la merced de un
frac, nivelador universal de los hombres del siglo XIX, se cree en la
clase alta, precisamente como aquél que se creyese en una habitación,
sólo porque metiese en ella la cabeza por una alta ventana á fuerza de
elevarse en puntillas. Pero ésta, más afectada todavía, no hará cosa
que deje de hacer la aristocracia que se propone por modelo. En la
clase baja, nuestras costumbres, por mucho que hayan variado, están
todavía muy distantes de los jardines públicos. Para ésta es todavía
monadas exóticas extranjeriles, lo que es ya para aquélla común y
demasiado poco extranjero. He aquí la razón por qué hay público para la
ópera y para los toros, y no para los jardines públicos.

Por otra parte, demasiado poco despreocupados aún, en realidad, nos da
cierta vergüenza inexplicable de comer, de reir, de vivir en público:
parece que se descompone y pierde su prestigio el que baila en un
jardín al aire libre, á la vista de todos. No nos persuadimos de que
basta indagar y conocer las causas de esta verdad para desvanecer sus
efectos. Solamente el tiempo, las instituciones, el olvido completo de
nuestras costumbres antiguas, pueden variar nuestro oscuro carácter.
¡Qué tiene éste de particular en un país en que le ha formado tal una
larga sucesión de siglos en que se creía que el hombre vivía para hacer
penitencia! ¡Qué después de tantos años de gobierno inquisitorial!
Después de tan larga esclavitud es difícil saber ser libre. Deseamos
serlo, lo repetimos á cada momento; sin embargo lo seremos de derecho
mucho tiempo antes de que reine en nuestras costumbres, en nuestras
ideas, en nuestro modo de ver y de vivir la verdadera libertad. Y las
costumbres no se varían en un día, desgraciadamente en un día, ni con
un decreto, y más desgraciadamente aún, un pueblo no es verdaderamente
libre mientras que la libertad no está arraigada en sus costumbres, é
identificada con ellas.

No era nuestro propósito ahondar tanto en materia tan delicada:
volvamos, pues, al objeto de nuestro artículo. El establecimiento de
los dos jardines públicos, que acaban de abrirse en Madrid, indica de
todos modos la tendencia enteramente nueva que comenzamos á tomar.
El jardín de las Delicias, abierto hace más de un mes en el paseo de
Recoletos, presenta por su situación topográfica un punto de recreo
lleno de amenidad; es pequeño, pero bonito: un segundo jardín más
elevado, con un estanque y dos grutas á propósito para comer, y una
huerta en el piso tercero, si nos es permitido decirlo así, forman un
establecimiento muy digno del público de Madrid. Para nada consideramos
más útil este jardín que para almorzar en las mañanas deliciosas de
la estación en que estamos, respirando el suave ambiente embalsamado
de las flores, y distrayendo la vista por la bonita perspectiva que
presenta, sobre todo, desde la gruta más alta; y para pasear en él las
noches de verano.

El jardín de Apolo, sito en el extremo de la calle de Fuencarral,
no goza de una posición tan ventajosa, pero una vez allí el curioso
reconoce en él un verdadero establecimiento de recreo y diversión.
Domina á todo Madrid, y su espaciosidad, el esmero con que se ven
ordenados sus árboles nacientes, los muchos bosquetes enramados, llenos
por todas partes de mesas rústicas para beber, y que parecen nichos
de verdura ó verdaderos gabinetes de Flora; sus estrechas calles y el
misterio que promete el laberinto de su espesura, hacen deplorar la
larga distancia del centro de Madrid á la que se halla colocado el
jardín, que será verdaderamente delicioso en creciendo sus árboles y
dando mayor espesura y frondosidad.

En nuestro entender, cada uno de estos jardines merece una concurrencia
sostenida; las reflexiones con que hemos encabezado este artículo deben
probar á sus respectivos empresarios, que si hay algún medio para
hacer prosperar sus establecimientos en Madrid es recurrir á todos
los alicientes imaginables, á todas las mejoras posibles. De esta
manera nos lisonjeamos de que el público tomará afición á los jardines
públicos, que tanta influencia pueden tener en la mayor civilización
y sociabilidad del país, y cuya conservación y multiplicidad exige
incontestablemente una capital culta como la nuestra.



                           REPRESENTACIÓN DE
                       TANTO VALES CUANTO TIENES

               Comedia original en tres actos y en verso
                         DE DON ÁNGEL SAAVEDRA


Humilde y cabizbajo presentaba un ingenio novel á un gran poeta, más
desvergonzado aún que poeta, un manuscrito suyo, y pedíale su parecer.
Llegó el maestro á un trozo más oscuro que otros.--¿Qué ha querido
usted decir aquí?, le preguntó con sorna de hombre satisfecho de sí
mismo.--Señor, respondió el novel, ahí quise decir tal cosa. Á lo cual
respondió el desvergonzado:--Pues si tal cosa quiso usted decir, ¿por
qué no la dijo usted?

Si el señor Saavedra, autor conocido, que apreciamos, y en quien
reconocemos dotes muy aventajadas, quiso hacer una comedia suya, ¿por
qué no huyó al emprender su obra de toda coincidencia con comedias
anteriores? Tanto más sensible es esto, cuanto que había encontrado
un argumento enteramente nuevo; y procuraremos probar esta que parece
paradoja.

Creemos que el señor Saavedra tenía fuerzas más que suficientes para
crear en el teatro un argumento original: estamos muy seguros de que
ni ha imitado, ni tratado de imitar; y así juzgamos que el no haber
desentrañado bastante la idea feliz que concibió, ha sido causa de que
su obra tenga puntos de contacto con otras de otros ingenios. Verdad
es que ha cumplido con la máxima latina _non nova, sed nove_; si,
habiéndose apartado desde un principio de la senda trillada, se ha
visto enredado en un argumento también trillado, halo presentado á lo
menos con novedad. Para los que creen que en el siglo XIX todo está
dicho en literatura, no le quedaba otra corona que alcanzar al señor
Saavedra. Falta ahora considerar si aquel principio es absolutamente
cierto. Las pasiones son las mismas en todos tiempos, es verdad, y los
vicios y los extravíos; buscar, pues, caracteres nuevos fuera ardua
empresa. Un avaro siempre apagará de dos luces una: un usurero siempre
será cruel: un enamorado siempre será sublime en la tragedia, ridículo
en la comedia; pero las preocupaciones sociales varían, porque siguen
la marcha de los siglos, y cada siglo tiene sus preocupaciones, como
cada hombre su cara, según ya creemos haber dicho en otra ocasión. Un
supersticioso, un fanático por religión podía ser un carácter cómico
hace un siglo: en el día apenas hay público que encierre modelos
suficientes para encontrar el efecto: _Tanto vales cuanto tienes_ no
debía ser una comedia de carácter: lo era de costumbres. Ahora bien,
en el siglo XIX; siglo harto matemático y positivo; siglo del vapor;
siglo en que los caminos de hierro pesan sobre la imaginación como
un apagador sobre una luz, en que Anacreonte, con su barba bañada de
perfumes, Petrarca con sus eternos suspiros, y aun Meléndez con todas
sus palomas, harían un triste papel, al lado, no de un Rothschild ó
un Aguado, pero aun de un mediano mecánico, que supiese añadir un
resorte á cien resortes anteriores; en un siglo en que se avergüenza
uno de no haber inventado algún utensilio de hierro, en que no se
puede hacer alarde de una pasión caballeresca, ó de una vida poética y
contemplativa, sin ser señalado como un ser de otra especie por cien
dedos especuladores; en un siglo para el cual el amor es un negocio,
como otro cualquiera, de conveniencia y acomodo; en un siglo en que
no se puede amar sin hacer reir; en que la ciencia está reducida á
periódicos, la guerra á protocolos, el valor á disciplina, el talento
á manufacturas, la literatura á declamaciones políticas, el teatro
á decoraciones y _fioriture_, no se nos diga que no hay argumentos
nuevos para comedias. Molière no podía haber agotado estos asuntos.
Un filarmónico ocupado todo el día en casar armonías y en combinar
puntos, un diplomático redactando notas ambiguas, un periodista
haciendo párrafos y colocando frases, un mecánico moviendo ruedas, son
seres tan ridículos por lo menos como un poeta apareando consonantes
que tiren de una idea cual un juego de caballos de un carruaje. En
este siglo, pues, _Tanto vales cuanto tienes_ prometía una inmensa
originalidad. Que el hombre es interesado, ciertamente ya estaba dicho:
añadir que cuando tiene dinero todos le hacen buena cara, y cuando es
pobre todos le llaman pícaro, era verdad sabida en tiempo de Homero,
porque está grabada en el corazón del hombre, animal perfecto por
otra parte; es verdad en una palabra que tiene olvidada todo rico, y
que todo pobre tiene presente. Pero manifestar lo ridículo de un ser
racional y poético, como el hombre; de un ser espiritual, que se empeña
en despojarse á sí mismo de su imaginación para limitar el círculo de
sus goces; que se vuelve máquina él mismo á fuerza de hacer máquinas,
y que no sabe dejar de creer en una divinidad, en un cielo, en una
vida de gloria y de idealismo, sino para creer en lo que toca; de
un ser siempre extremado que no puede abarcar en uno la imaginación
y la habilidad; que ha de ser todo fanático en el siglo XIV, ó todo
despreocupado, árido y desnudo en el siglo XIX; de unos hombres que,
como los Israelitas, no saben dejar de creer en un Dios, de que son
hechura, sino para creer en un becerro de oro, hechura suya; eso es lo
que no está dicho, ni está hecho; eso es lo que nos atrevimos á esperar
de _Tanto vales cuanto tienes_; y eso, en fin, lo que queda por hacer,
si es que hay un ingenio que se salve de la irrupción de las artes y
del martilleo de las fábricas.

Si el señor Saavedra había asido una idea tan feliz, si quería hacer
una comedia enteramente original que á nada anterior se pareciese, ¿por
qué no lo ha hecho, teniendo sobre todo un talento distinguido para
llevarlo á cabo?

Dirásenos ahora que hay cierta injusticia en juzgar á un autor, no por
lo que ha hecho, sino por lo que uno cree que debía haber hecho. Esto
es verdad hasta cierto punto.

El célebre ideólogo Destutt-Tracy remitió en una ocasión á un príncipe
alemán una obra suya consultándole sobre su desempeño. Respondióle el
príncipe con un largo cartapacio en que, á fuer de decirle lo que él
hubiera dicho en tales y tales casos, y lo que en tales y tales otros
hubiera dejado de decir, desbaratábale la obra, no perdonando en ella
cosa que Destutt-Tracy hubiese imaginado.--Decid al príncipe, respondió
Destutt-Tracy al que traía el mensaje, que en ese caso no hubiera hecho
yo mi obra, sino la suya.

Esto podría respondernos el señor Saavedra: juzguemos, pues, su obra
tal cual es suya, y no tal cual nosotros la hemos imaginado, quién sabe
si equivocadamente.

Doña Rufina, viuda de un marqués, que sólo le dejó al morir una hija de
ella de nupcias anteriores y su vanidad, vive en Sevilla míseramente.
Tiene un hermano, cuya cualidad principal es un uniforme de comisario
ordenador, y un primo militar, jugador y petardista. En Indias existe
un hermano suyo, riquísimo, merced á cuyos envíos pecuniarios suele
reponer de cuando en cuando el mal estado de sus intereses. La hija es
obsequiada por el hijo de un mercader rico. Al principiar la comedia se
recibe una carta en que el Indiano avisa cómo debe llegar en breve, y
que piensa repartir con sus hermanos sus cuantiosos caudales. Con este
motivo doña Rufina despide afrentosamente al novio de la niña, cuyo
origen plebeyo no conviene ya á su futura posición social, y la familia
toda sobre la promesa de la carta se arroja en brazos del usurero don
Simón, que al ciento por ciento les presta un poco de dinero. De allí
á poco llega el Indiano don Blas, y encuentra á la familia ocupada
en preparar su recibimiento. Prodígansele las finezas y los más
escrupulosos obsequios, pero don Blas parece haberse arruinado, gracias
á ciertos piratas berberiscos: esta peripecia fatal atrae sobre la casa
los insultos del usurero, y sobre el adulado Indiano la execración y
los ultrajes, rota ya la máscara del interés. Sólo la niña procede
generosa con el desgraciado. Sin embargo, don Blas tenía asegurados sus
caudales, y precisamente uno de los comerciantes de Cádiz, á quien
arruina el reintegro de los bienes robados por los piratas, es el padre
del amante de la hija de doña Rufina. Éste viene á zanjar cuentas; al
conocerse en la casa la fortuna renaciente, quieren comenzar de nuevo
las adulaciones, pero ya es tarde. Don Blas, indignado, rompe con
su hermana, con el comisario y con el primo militar, dota á la niña
virtuosa, casándola con su amante, y da fin la comedia.

Si bien es cierto el principio sobre que gira esta composición
dramática, también es evidente que la educación hace disimular en la
sociedad generalmente el interés, que á todos domina más ó menos,
y que esas transiciones que por cambios de fortuna se advierten en
el teatro, pocas veces son tan bruscas, que puedan, sin faltar á la
verosimilitud, encerrarse en una comedia arreglada á las unidades.
Por esto era necesario que el autor escogiese una familia de mala
educación: doña Rufina, mujer sumamente ordinaria, no puede ocultar sus
sentimientos: esta ordinariez, mirada de esta manera, no sólo es muy
disculpable, sino que viene á ser un mérito. El nudo es ingenioso: no
necesita don Blas fingir su ruina, supuesto que es verdadera la noticia
de su robo, y que es muy verosímil que ignorase la familia que estaban
sus bienes asegurados. Éste es el mérito principal de la comedia, pues
produce un desenlace natural; igualmente ingenioso es haber hecho al
amante de la hija víctima del reintegro del Indiano. El carácter del
usurero está bien pintado; pero, siendo episódico, ni merece tanta
importancia como se le da, ni habría inconveniente para la comedia en
reducir la escena larguísima en que hace el principal papel. Alguna
languidez hemos creído notar en toda la comedia que pudiera descargarse
ventajosísimamente. No es natural que la niña, que tan generosamente
se portó con su tío, sea menos generosa con su madre, y la vea salir
de la casa del modo que la arroja su hermano, sin interceder por
ella eficazmente. El argumento tiene el inconveniente de preverse su
fin desde el principio; pero esto es más culpa del asunto que del
autor. Para dar fin á nuestras observaciones, quisiéramos que el poeta
eliminase algunas frases demasiado mal sonantes en el teatro, aun
suponiéndolas naturales en boca de doña Rufina; y hubiéramos deseado
que, aun dominados por el interés, sus interlocutores fuesen menos
despreciables. Las debilidades humanas interesan; pero seres fríamente
malos, corrompidos y sin ninguna especie de sentimiento ni moralidad,
sólo pueden producir tedio ú horror.

El lenguaje es castizo y puro: la versificación generalmente buena,
y aun tiene trozos de mucho mérito: hay gracias en el diálogo, que
es bastante animado; y pinceladas verdaderamente cómicas en diversas
ocasiones: citaremos en este género con placer el contraste que
presenta la llegada del Indiano, solo, y mal vestido, con los halagos
de su hambrienta familia.



                            CARTA DE FÍGARO
                    Á UN BACHILLER SU CORRESPONSAL


Yo no sé si se acordarán todos los suscritores de nuestro decano
periódico de aquel Fígaro condenado á provocar su sonrisa eternamente,
tenga él ó no humor de divertirse á sí ó á los demás. Pero sí puede muy
bien haber sucedido que la mayor parte de nuestros lectores no se hayan
acordado más de nosotros que nuestra ilustrada junta sanitaria de
surtir de medicinas á Madrid: al menos tenemos la positiva y halagüeña
seguridad de que uno siquiera ha notado la falta de nuestros cándidos
párrafos, durante tan largo silencio. Éste ha sido un aficionado á
nuestro papel, encerrado, según nos dice, en uno de los más recónditos
rincones de esta monarquía, á trozos regenerada, á trozos oprimida
todavía por el oscurantismo, alimaña tan de moda de algún tiempo á
esta parte en periódicos y alocuciones. Fírmase _el bachiller_, y
dirige al señor Fígaro exclusivamente su carta, reducida á un sinfín
de preguntas acerca de las circunstancias; á las cuales contestaríamos
privadamente á no dar la funesta casualidad de que olvida nuestro
bachiller lo principal, como se usa en el país, y no nos dice el pueblo
de su residencia, ni la fecha á que escribe, ni el modo de ponerle el
sobre, contando sin duda demasiado con la sagacidad de las redacciones
de periódicos. Careciendo, pues, de un medio seguro de hacer llegar á
sus manos la respuesta, y siendo por otra parte demasiado atentos para
dejar á nadie sin ella, porque al fin ni somos santos ni autoridades,
que son los únicos que á todo el mundo oyen y á ninguno contestan, nos
decidimos á insertar en nuestro gacetín estas letras, ciertos de que
allá en la librería del pueblo donde estuviere nuestro corresponsal,
se las encontrará, quedando de este modo solventada con él la deuda de
urbanidad que nos obliga á contraer.

En esto no hacemos sino imitar el ejemplo de un cura catalán, cuyo
caso contaremos. Debíale un eclesiástico de un pueblo de Andalucía una
peseta; cantidad que, si bien no era para perdida, debía considerarse
como tal, por la dificultad de hacer la remesa á tanta distancia ó de
girar una letra de tan módico importe. Escribíale, pues, en vista de
esto el aprovechado clérigo catalán: «Muy señor mío: con respecto á la
cuenta que de la citada peseta tenemos pendiente, he discurrido que por
el presente aviso puede echarla en el cepillo de ánimas de la iglesia
de ese pueblo, pues yo ya la he sacado del de esta á buena cuenta; y en
paz. Con lo cual queda de usted su afectísimo capellán el cura de...».

Ahora bien, he aquí nuestra contestación al incógnito corresponsal.
Mucho me huelgo, señor bachiller de este pueblo, de cuyo nombre mal
pudiera acordarme, de haber recibido su carta benévola y preguntona.

Hónrame sobremanera la falta que nota de escritos míos en la Revista;
pero ha de hacerse cargo de muchas cosas. Mis artículos en primer lugar
no han de ser artículos de decreto que se fragüen á un dos por tres y
á salga lo que saliere, sin perjuicio de enmendarlos luego ó de que
nadie se cure de obedecerlos. Al fin tengo mi poca ó mucha reputación
que perder. Por otra parte, acaso no sabrá vuesa merced que desde que
tenemos una racional libertad de imprenta, apenas hay cosa racional que
podamos racionalmente escribir. Si á esto se agrega, como vuesa merced
no tendrá dificultad en agregarlo, que estamos ahora los periodistas
tratando de tomar color, para lo cual tenemos que esperar á que lo
tome primero el gobierno con el objeto de tomar otro distinto, puesto
que él se ha quedado con la iniciativa, no se admirará de que callemos
nosotros, bien así como él calla en puntos de más prisa y trascendencia.

Además, aunque los partes oficiales y los relatos de las sesiones en
sustancia no dicen nada, no dejan por eso de ser largos; nos ocupan
por consiguiente las tres cuartas partes de nuestras columnas, y no
nos dejan espacio para nada. Añada vuesa merced á esas causas que yo
escribo tan despacio, que cuando estoy sobre mi bufete con la pluma en
la mano, no parece sino que estoy organizando la milicia urbana, ó
tomando providencias contra algún motín.

Por lo demás, aquí, según usanza antigua, todo va como Dios quiere,
y no puede haber cosa mejor, porque al fin Dios no puede querer
nada malo. Nuestra patria camina á pasos agigantados hacia el fin
para que aquel Señor la crió: que es su felicidad. Por el pronto
ya tenemos el uniforme de los señores Próceres, que es manto azul
rastrero, según las venerandas leyes del siglo XIV, exceptuado el
terciopelo, que no alcanzaron aquellos estamentos, si bien aquí entra
el modificar aquellos venerandos usos según las necesidades del día:
verdad igualmente aplicable al calzón de casimir, media de seda,
hebilla y tahalí, de que nada dicen Pero López de Ayala, ni Zurita,
ni el Centón, pero que constituyen con la gola altibaja y demás este
nuevo antico-moderno. Tiene su correspondiente espada, su gorro y su
enagüilla de glacé. Dicen que cuesta mucho; pero más ha costado llegar
á este punto. Si vuesa merced tiene baraja, como es de suponer, mirando
al rey de espadas podrá formar una idea aproximada, y por ende verá
que es bonito; y que si bastan, como es de creer, para costearle los
sesenta mil reales de procerazgo, ha de ser curioso el ver á esos
señores vestidos y hablando, todo á un tiempo.

Igualmente sabrá vuesa merced como todas las vísperas de alboroto,
que según parece va á ser el pan nuestro de cada día, se deberán
afeitar como la palma de la mano todos los que tengan bigote, por ser
incompatibles estos cuatro pelos con el orden y la libertad racional.
Efectivamente que muchas de sus calamidades le vienen al hombre de no
saber echar pelillos á la mar. Por esas medidas conocerá vuesa merced
que aquí no nos dormimos en las pajas.

Tal vez habrán dicho en ese villorrio que está el cólera en Madrid.
Lo que es aquí nadie lo sabe de oficio; lo que hay no es el cólera,
sino una enfermedad reinante y sospechosa; tanto que esas malditas
sospechas han llevado á muchos al cementerio, en fuerza sin duda de los
cavilosos. Pero si dicen á vuesa merced que mueren tantas y cuantas
gentes al día, no lo crea; al día no muere nadie, porque si así fuese
habría parte sanitario, si es que no le dan por no haber sanidad
maldita de que darle. En consecuencia, si el mal está en Madrid, la
autoridad lo tiene callado, y así que nadie lo sabe.

Tres cosas sin embargo van mejor todos los días sin que se eche de ver:
la libertad, la salud y la guerra de Vizcaya. ¡Tal es la reserva con
que se hacen estas cosas!

¿Se sabe algo por ahí, señor bachiller, de don Carlos? por acá todos
convenimos en que está en Londres, en Francia y en Elizondo á un mismo
tiempo, así como están de acuerdo los médicos en que el cólera no
puede venir á Madrid por estar muy alto, y en que es contagioso y no
epidémico, y epidémico y no contagioso. En cuanto al modo de curarlo,
ya averiguado, llenos están los cementerios de preservativos seguros,
de remedios infalibles y de métodos curativos. Volviendo á don Carlos,
dicen que el gobierno sabe de fijo dónde para; pero vaya usted á
preguntárselo.

Por acá no se encuentra un procurador, ni un cajista de imprenta, ni
un médico, ni un limón, ni una sanguijuela por un ojo de la cara; pero
para eso se encuentran mendigos á pedir de boca, basura en las calles á
todas horas, y una camilla al volver de cada esquina.

¡Ah! se me olvidaba; el discurso de la corona ha gustado generalmente;
es tan bueno que es de aquellas cosas que no tienen contestación; á lo
menos hasta ahora nadie se la ha dado. Se asegura sin embargo que la
están pensando á toda prisa.

Díceme que viene vuesa merced á Madrid. Si está pronto á presentar
sus cuentas á Dios, venga cuanto antes. Si viene á pretender, ó ha
tenido empleo y ha sido emigrado en tiempo de la constitución, no hay
para qué. Si es carlista puede venir seguro de adelantar algo, que
carlistas, y muchos, encontrará en buenos destinos, que le favorezcan:
preguntaráme tal vez si no los quitan; ¿para qué, si andando el tiempo
ellos se irán muriendo? Si viene á oir las discusiones estamentales,
en buen hora, por lo que respecta al Estamento de Procuradores; pues
en el de Próceres han encaramado al público en un camaranchón estrecho
y _cortilargucho_, según dice _la Pata de cabra_, como si no quisieran
ser oídos. Se está allí tan mal como en el teatro de la Cruz ó en un
concierto de guitarra. Han arrinconado igualmente en un ángulo del
techo á los taquígrafos, de tal suerte que parecen telas de araña.

Muy alto piensan hablar si desde allí les han de seguir la palabra.

No sé si me dejo algo á que contestar; si así fuese, en otra carta irá,
pues á la hora que es ando de prisa por tener que formar una lista de
los señores procuradores que no han llegado aún, y otra de los cordones
sanitarios inútiles que hay en España, que cogerá algunos pliegos.

Quedo, pues, rogando, señor bachiller, que los facciosos de las
gavillas que hace un año se están destruyendo todos los días
completamente, no intercepten por esas _veredas_ esta carta, y que
la administración de correos, tan bien montada en este país, no la
incomunique para diligencias propias, ó no se la mande por América, así
como recibimos, por qué sé yo dónde, la correspondencia de Francia,
merced á las victorias no interrumpidas que nos tienen expedita la
carretera principal.

De vuesa merced, señor bachiller, atento servidor.

_P. D._ No se le importe á vuesa merced un bledo de las venidas de
don Carlos á este país, pues que la cuádruple alianza está contratada
para su conducción fuera de la península, cuantas veces se le hallare;
porque en lo de dejarle venir, coja vuesa merced el texto y verá como
nada hay tratado, además de que mal pudiera la cuádruple alianza
sacarle de la península si él no viniera.



                  SEGUNDA Y ÚLTIMA CARTA DE FÍGARO AL
                 BACHILLER SU CORRESPONSAL DESCONOCIDO


¿Querrá creer vuesa merced, señor bachiller, que han encontrado malicia
en la primera carta que le escribí, y cuya publicidad de ninguna manera
he podido evitar en esta corte? De todo tiene la culpa el empeño
que manifiesta de no tener nombre conocido, ni domicilio sabido,
precisamente en unos tiempos en que las cosas todas se vuelven nombres.
¿No repara vuesa merced cómo una cosa se llama _regeneración_, otra
_reformas_, otra _estamentos_, aquélla de más allá _libertad_, esotra
_representación nacional_? ¿qué más? Cosa hay que se llama _seguridad
individual_, y _ley_, y...

¿Qué le costaba á vuesa merced ponerse un nombre, y más que vuesa
merced no sea nada en sustancia tampoco? Así evitaríamos el que se
anduviese todo el mundo leyendo lo que le escribo y murmurando de ello
de corrillo en corrillo, ni más ni menos que si yo dijera todo lo que
hay que decir, ó todo cuanto en el caso me ocurre.

Pero en esta carta, que será la última, yo le juro á vuesa merced por
la racional libertad de que gozamos (y es todo un juramento), que
quiero que me hagan ministro si me consiento á mí mismo la más leve
chanza sobre cosa de gobierno, ó que por lo menos lo parezca. No sino
ándeme yo en chanzas, y bregue con el censor, y prohíbame el escribir
más á mis amigos, que será arrancarme el alma, sólo porque él reciba
sueldo del gobierno é instrucciones, y yo del gobierno ni quiera lo
uno ni necesite lo otro; y préndanme bonitamente, y quédense con el
_por qué_ por allá, y... No, señor: si vuesa merced quiere divertirse
con mis cartas, dígame quién es, y lo escribiré en sesión secreta;
todo lo más que puede suceder es que abran la carta; pero entonces,
ya, señor bachiller, que la prohíban. Ésta, pues, sobre ser la última,
no encerrará reflexión ni broma alguna, tanto por las razones dichas,
cuanto porque Dios sabe, y si no lo sé yo, que no tengo para gracias el
humor: en punto sobre todo á gobierno haré la del loco con el podenco.
«Quita allá que es gobierno». Hechos no más en adelante; y si á los
hechos lisa y llanamente contados les encuentran malicia, no estará
en mí, sino en los hechos ó en el que los leyere; entonces malicia
encontrarían hasta en una fusión cordial del Estamento y del ministerio.

Corren voces de que un ministro va á hacer dimisión; pero no lo crea
vuesa merced; ésas son bromas: lo mismo están diciendo hace dos meses
de otro, y pasa un día, y pasa otro día, y en resumidas cuentas no
pasan días por él.

En el Estamento de Próceres ya sabrá vuesa merced que la contestación
al discurso del trono fué cosa muy bien escrita; fué un modelo de
lenguaje y de elegancia castellana; es uno de los trozos más correctos
que posee la lengua.

De la de Procuradores nada tengo que contar á vuesa merced, sino es que
en este momento no es oportuno que use el hombre el don de la palabra
con que le distinguió su divina Majestad de los demás animales. Lo
que urge por ahora es que cada uno calle lo que sepa, si es que no lo
quiere decir en un tomo voluminoso, que entonces, como nadie lo ha
de leer, debe el hombre ser libre; pero decirlo todas las mañanas en
un periódico, eso no. El don de la palabra es como todas las cosas;
repetido diariamente cansa.

Los jurados no son para este momento; no hay cosa peor que jurar, y si
es en vano peor que peor. En eso va de acuerdo el partido ministerial
con el padre Ripalda. Se ha convenido por ahora en que los españoles
somos muy brutos para decir lo que pensamos; y más para que nos juzguen
en regla.

Sabrá vuesa merced cómo se ha determinado que la legislación nuestra no
es absurda.

¿Querrá vuesa merced creer que se ha lucido la Cataluña? Los señores
procuradores por aquella provincia se han plantado con 29. Llegaban á
Martorell el 28, habiendo salido de Barcelona el 22, que es caminar; al
llegar allí supieron lo del cólera por más que aquí no se lo contamos á
nadie, y oficiaron diciendo que eso no era regular: efectivamente, es
más fácil que vaya la nación toda á Martorell, que no que venga todo
Martorell á la nación. ¡El uno, figúrese vuesa merced que ya iba de
aquí escamado de lo de Vallecas! Eso de representar ha de ser donde á
uno le coja, porque andarse de ceca en meca para dar representaciones
nacionales, eso fuera ser procurador de la lengua. Si la patria tiene
urgencia que se la pase, más vale un mal procurador de Cataluña que
cuatro buenas patrias. Un procurador catalán, á imitación de García del
Castañar, no dará por todas las grandezas de la corte ni un dedo de
Martorell.

Ya sabe vuesa merced cómo estaban presos dos individuos sobre lo de
aquella grandísima conspiración que dicen que ha habido; como no les
han encontrado delito, los han desterrado uno á Badajoz, y otro á
Zaragoza: parece que han representado, pero sus representaciones son
como las de Cataluña, que nadie las oye.

Según los estados sanitarios que ahora nos da _la Gaceta médica_,
resulta que sin haber habido cólera en Madrid, como ya dije á vuesa
merced, han muerto de él unas cuatro mil personas y pico, sin que se
pueda saber cuál es el pico. Por ahí verá vuesa merced si la enfermedad
es traidora.

Ha de saber vuesa merced que en Madrid son los cordones sanitarios
y las medidas de aislamiento la cosa más mala del mundo. Por eso no
se han usado. Pero á catorce leguas de Madrid no hay cosa mejor. Así
es que en Segovia se separa al enfermo de su familia: se lleva á
ésta á una barraca, se tapian las casas y las calles, se queman las
ropas, ¡qué sé yo! ¡Hay enfermedad más rara y más variable! Parece un
periódico. ¡Aquí epidémica! ¡Allá contagiosa! ¡Válgame Dios!

¡Mire vuesa merced el telegrafito y el consuelito de Bayona y las
cartas de Londres! Ahora salimos con que es don Carlos el que está en
Navarra. Créase vuesa merced después de los cónsules, y de telégrafos,
y de cartas de Londres.

¡Ah! ¿Sabe vuesa merced quién es ministerial?... _La Abeja._ Aquella
_Abeja_... En una palabra, _la Abeja_.

¿Sabe vuesa merced quién es el periódico de la oposición? _La Revista._
Ello nos cuesta un ojo de la cara. El gobierno, de resultas, ha
recogido cuantas suscripciones y auxilios prestaba; hasta ha habido
persona que ha devuelto su ejemplar particular sin leerle, que ha sido
lástima. Desde entonces parece que ha tenido mano de santo, porque la
suscripción sube que es un contento. ¡Cómo ha de ser! Ya sabe vuesa
merced que somos buenos cristianos. Así es que lo llevamos con bastante
resignación.

Perdone vuesa merced, porque he oído llamar à mi puerta. Acaso vengan
á prenderme ó á llevarme á Zaragoza. Así como así no debo de estar
muy cuerdo. Por lo tanto, señor bachiller, felicidades, y póngase un
nombre. Cuando la misma _Revista_ se ha puesto el suyo, bien podrá
conocer que no es tiempo ya de andarse con anónimos y secretitos.

_P. D._ ¿Ha leído vuesa merced _el Pobrecito Hablador_? Yo le publicaba
en tiempo de Calomarde y de Zea: ahora como ya tenemos libertad
racional, probablemente no se podría publicar.



                                 MODAS


Deseamos con impaciencia que la absoluta desaparición del cólera
vuelva á traer al seno de esta capital las elegantes que el miedo nos
ha robado, y que la animación de una época más feliz haga renacer la
apagada coquetería de las bellas que permanecen todavía casi aisladas
en medio de esta gran población. Vacíos casi los teatros, desiertos
los paseos, suspendidas las sociedades, ¿adónde iríamos á buscar la
moda?--Sólo podemos hacer algunas indicaciones generales acerca de
los caprichos, más ó menos fundados, de esa diosa del mundo, que así
avasalla los trajes y peinados como los gustos y opiniones.--Es de
moda, por ejemplo, en la ópera, la señora Campos; así es que apenas hay
noche que no se la aplauda. No es menos de moda el sorbete de arroz, ni
menos insípido tampoco.--Está decididamente en boga reírse todos los
días de los gestos espantables del señor Género, quejarse del gobierno,
y asombrarse de la inacción de los estamentos. Estas tres modas durarán
probablemente más que el talle largo.

Hacen furor los oficios de próceres y procuradores imposibilitados: es
por cierto cosa furibunda. Al cabo de algún tiempo sucederá con estas
imposibilidades de asistir, lo que sucedía el invierno pasado con los
capotes forrados de encarnado, que no había barbero sin capote: á este
paso dentro de poco no habrá representante sin imposibilidad. Es de
esperar, sin embargo, que esta moda de poco gusto y de menos patria
se proscriba, como se proscribió para siempre el escote exagerado de
las mujeres, al cual se parece en presentar desnudas cosas que deben
siempre estar tapadas.--Empiezan á estilarse mucho los artículos de
oposición: se asegura que hacen bien á todos los cuerpos. Algunos
se ven, sin embargo, que hacen tan mala cara al Estamento, como los
ferronieres de metal á las señoras, que las desfiguran todas y hacen
traición á su hermosura; en este caso están los de hechura llamada á la
sesión secreta. Lo más raro es, que, según parece, esos artículos salen
fabricados del mismo Estamento, no porque sea la mejor fábrica, sino
por estar allí las primeras materias y la mano de obra. Esa moda no
nos gusta: se semeja un tanto cuanto á la falda corta en no ser la más
decorosa.

Los artículos ministeriales, que algunos seudo-elegantes quieren
introducir, no se acreditan. Son como los peines altos, que sólo sirven
para que se vea venir desde lejos á quien los usa, y para dar una
elevación ridícula á la persona. Hay, sin embargo, un regular surtido
al uso de los pretendientes, en la fábrica-colmena de _la Abeja_,
imprenta de don Tomás Jordán. Aunque es moda nueva, se venden baratos,
sin duda porque la gente de gusto no los gasta. Es moda anti-nacional
como los sombreros de señora: así es, que por más flores que se les
pongan, no se saben llevar, con paciencia, se entiende. Estas dos modas
últimas, exageradas, como algunos las llevan, no nos parecen del caso;
los ministeriales no hacen buena figura, y los de oposición pueden
llegar á hacerla mucho peor. Con cierta medida todo es bueno.

Se siguen estilando las sesiones cortas, muy cortas, como si dijéramos,
á media pierna: en esto se dan la mano con los vestidos de maja: así es
que se suelen dejar lo mejor en descubierto.

En punto á calzado, sólo podemos decir que lo más común es andarse
con pies de plomo.--Con respecto á talle, la gran moda es estar muy
oprimido, tan estrecho que apenas se pueda respirar: por ahora á lo
menos éste es el uso; podrá pasar pronto, si no nos ahogamos antes.--En
punto á muebles los hay nuevos todos los días; pero allá se van con los
antiguos. Por lo que hace á adornos de mesa, sabido es que en España no
somos fuertes; bien que falta lo principal, que es qué comer.

De colores, en fin, estamos poco más ó menos como estábamos; si bien el
blanco y negro son los fundamentales, aquél más caído, éste más subido:
lo más común especialmente en personas de calidad, son los colores
indecisos, tornasolados, partícipes de negro y blanco, como gris ó
entre dos luces: en una palabra, colores que apenas son colores; es de
esperar que pronto se habrán de admitir, sin embargo, de grado ó por
fuerza, colores más fuertes y decididos, puros y sin mezcla alguna. En
el ínterin chocan tanto estos últimos, que hay personas nerviosas que
sólo al considerar que habrá que entrar en ellos, padecen y ofician, y
guardan la cama.



                      LA GRAN VERDAD DESCUBIERTA


Dirán que los grandes trastornos políticos no sirven para nada.
¡Mentira!, ¡atroz mentira! Del choque de las cosas y de las opiniones
nace la verdad. De dos días de discusión nace un principio nuevo
y luminoso. ¿Saben ustedes lo que se ha descubierto en España, en
Madrid, ahora, hace poco, hace dos días no más? Se ha descubierto,
se ha decidido, se ha determinado que _la ley protege y asegura la
libertad individual_. Cosa recóndita, de nadie sabida, ni nunca
sospechada. Han sido precisos todos los sucesos de la Granja, la caída
de tres ministerios, una amnistía, la vuelta de todos los emigrados,
la rebelión de un mal aconsejado príncipe, una cuádruple alianza, una
guerra en Vizcaya, un jura, una proclamación, un estatuto, unas leyes
fundamentales resucitadas en traje de Próceres, una representación
nacional, dos estamentos, dos discusiones, una corrección ministerial,
un empate y la reserva de un voto importante, que no hacía falta, para
sacar del fondo del arca política la gran verdad de que la ley protege
y asegura la libertad individual. Pero ahora ya lo sabemos. _Girolamo,
lo sappiamo_, responderá alguno. _Sappete_ un!!! Ahora es, y no antes,
cuando verdaderamente lo sabemos, y ya nunca se nos olvidará.

¡Que nos quiten esa ventaja! Á un dos por tres descubrió Copérnico
que la tierra es la que gira; en un abrir y cerrar de ojos descubrió
Gassendi la gravedad de los cuerpos; Newton halló su prisma en un
mal vidrio; Linneo encontró los sexos de las plantas entre rama y
rama. Pero han sido necesarios siglos de opresión y una corrección
ministerial para descubrir que la ley protege y asegura algo. He
aquí la diferencia que hay de las verdades físicas á las verdades
políticas: aquéllas suelen encontrarse detrás de una mata: éstas
están siglos enteros agazapadas detrás de una corrección ministerial.
Ábrase la discusión, discútase el punto, pronúnciese la modificación
ministerial, _et voilà la vérité_, que salta como un chorro, y salpica
á los circunstantes. ¡¡¡¡Uff!!!! _La ley protege y asegura la libertad
individual._ Luego que esto esté escrito y sancionado, ya quisiera yo
saber quién es el que no anda derecho. ¿Qué ladrón vuelve á robar, qué
asesino mata, qué facción vuelve á levantar la cabeza, y qué carlista,
en fin, no se apea de su destino? La discusión, la discusión; he aquí
el secreto. _La ley protege_, es decir, que la ley no es cosa mala,
como se había creído hasta ahora; la ley por último, he aquí la gran
verdad escondida. Loor á la revolución, loor á las discusiones largas y
peliagudas, loor á las correcciones ministeriales, y loor en fin, para
siempre, y más loor á la gran verdad descubierta.



                            EL MINISTERIAL


¿Qué me importa á mí que Locke exprima su exquisito ingenio para
defender que no hay ideas innatas, ni que sea la divisa de su escuela:
_Nihil est intellectu quod prius non fuerit in sensu?_ Nada. Locke
pudiera muy bien ser un visionario, y en ese caso ni sería el primero
ni el último. En efecto, no debía de andar Locke muy derecho: ¡figúrese
el lector que siempre ha sido autor prohibido en nuestra patria!...
Y no se me diga que ha sido mal mirado, como cosa revolucionaria,
porque, sea dicho entre nosotros, ni fué nunca Locke emigrado, ni tuvo
parte en la constitución del año 12, ni empleo el año 20, ni fué nunca
periodista, ni tampoco urbano. Ni menos fué perseguido por liberal;
porque en sus tiempos no se sabía lo que era haber en España ministros
liberales. Sin embargo, por más que él no escribiese de ideas para
España, en lo cual anduvo acertado, y por más que se le hubiese dado
un bledo de que todos los padres censores de la Merced y de la Vitoria
condenasen al fuego sus peregrinos silogismos, bien empleado le estuvo.
Yo quisiera ver al señor Locke en Madrid en el día, y entonces veríamos
si seguiría sosteniendo que porque un hombre sea ciego y sordo desde
que nació, no ha de tener por eso ideas de cosa alguna que á esos
sentidos ataña y pertenezca. Es cosa probada que el que no ve ni oye
claro á cierta edad, ni ha visto nunca ni verá. Pues bien, hombres
conozco yo en Madrid de cierta edad, y no uno ni dos, sino lo menos
cinco, que así ven y oyen claro como yo vuelo. Hábleles usted, sin
embargo, de ideas; no sólo las tienen, sino que ¡ojalá no las tuvieran!
Y de que estas ideas son innatas, así me queda la menor duda, como
pienso en ser nunca ministerial; porque si no nacen precisamente con el
hombre, nacen con el empleo, y sabido se está que el hombre, en tanto
es hombre, en cuanto tiene empleo.

Podría haber algo de contusión en lo que llevo dicho, porque los
ideólogos más famosos, los Condillac y Destutt-Tracy, hablan sólo del
hombre, de ese animal privilegiado de la creación, y yo me ciño á
hablar del ministerial, ese ser privilegiado de la gobernación. Saber
ahora lo que va de ministerial á hombre, es cuestión para más despacio,
sobre todo cuando creo ser el primer naturalista que se ocupa de este
ente, en ninguna zoología clasificado. Los antiguos por supuesto no le
conocieron; así es que ninguno de sus autores le mienta para nada entre
las curiosidades del mundo antiguo, ni se ha descubierto ninguno en las
excavaciones de Herculano, ni Colón encontró uno solo entre todos los
Indios que descubrió; y entre los modernos, ni Buffon le echó de ver
entre los racionales, ni Valmont de Bomare le reconoce; ni entre las
plantas le coloca Jussieu, Tournefort, ni de Candolle, ni entre los
fósiles le clasifica Cuvier; ni el barón de Humboldt, en sus largos
viajes, hace la cita más pequeña que pueda á su existencia referirse.
Pues decir que no existe, sin embargo, sería negar la fe, y vive Dios
que mejor quiero pasar que la fe y el ministerialismo sean cosas para
renegadas que para negadas, por más que pueda haber en el mundo más de
un ministerial completamente negado.

El ministerial podrá no ser hombre; pero se le parece mucho, por
defuera sobre todo: la misma fachada, el exterior mismo. Por supuesto,
no es planta, porque no se cría ni se coge; más bien pertenecería al
reino mineral, lo uno porque el ministerialismo tiene algo de mina, y
lo otro porque se forma y crece por superposición de capas: lo que son
las diversas capas superpuestas en el reino mineral, son los empleos
aglomerados en él: á fuerza de capas medra un mineral; á fuerza de
empleos crece un ministerial, pero en rigor tampoco pertenece á este
reino. Con respecto al reino animal, somos harto urbanos, sea dicho
con terror suyo, para colocar al ministerial en él. En realidad, el
ministerial más tiene de artefacto que de otra cosa. No se cría,
sino que se hace, se confecciona. La primera materia, la masa, es
un hombre. Coja usted un hombre (si es usted ministro, se entiende,
porque si no, no sale nada): sonríasele usted un rato, y le verá
usted ir tomando forma, como el pintor ve salir del lienzo la figura
con una sola pincelada. Déle usted un toque de esperanza, derecho al
corazón, un ligero barniz de nombramiento, y un color pronunciado de
empleo, y le ve usted irse doblando en la mano como una hoja sensitiva,
encorvar la espalda, hacer atrás un pie, inclinar la frente, reir á
todo lo que diga: y ya tiene usted hecho un ministerial. Por aquí se
ve que la confección del ministerial tiene mucho de sublime, como lo
entiende Longino. Dios dijo: _Fiat lux, et lux facta fuit._ Se sonrió
un ministro, y quedó hecho un ministerial. Dios hizo al hombre á su
semejanza, por más que diga Voltaire que fué al revés: así también un
ministro hace un ministerial á imitación suya. Una vez hecho, le sucede
lo que al famoso escultor griego que se enamoró de su hechura, ó lo que
al Supremo Hacedor, de quien dice la Biblia á cada creación concluida:
_Et vidit Deus quod erat bonum._ Hizo el ministro su ministerial, y vió
lo que era bueno.

Aquí entra el confesar que soy un si es no es materialista, si no tanto
que no pueda pasar entre las gentes del día lo bastante para haber
muerto emparedado en la difunta que murió de hecho á catorce años, y
que mató no ha mucho de derecho el ministerio de gracia y justicia,
que fué matarla muerta. Dígolo, porque soy de los que opinan en los
ratos que estoy de opinar algo sobre algo, con muchos fisiólogos y con
Gall, sobre todo, que el alma se adapta á la forma del cuerpo, y que la
materia en forma de hombre da ideas y pasiones, así como da naranjas en
forma de naranjo.--La materia, que en forma sólo de procurador producía
un discurso racional, unas ideas intérpretes de su provincia, se seca,
se adultera en forma ministerial: y aquí entran las ideas innatas,
esto es, las que nacen con el empleo, que son las que yo sostengo, mal
que les pese á los ideólogos. Aquí es donde empieza el ministerial á
participar de todos los reinos de la naturaleza. Es mona por una parte
de suyo imitadora; vive de remedo. Mira al amo de hito en hito: ¿hace
éste un gesto?, miradle reproducido como en un espejo en la fisonomía
del ministerial. ¿Se levanta el amo? La mona al punto monta á caballo.
¿Se sienta el amo? Abajo la mona.--Es papagayo por otra parte; palabra
soltada por el que le enseña, palabra repetida. Sucédele así lo que
á aquel loro, de quien cuenta Jouy que habiendo escapado con vida de
una batalla naval, á que se halló casualmente, quedó para toda su vida
repitiendo, lleno de terror, el cañoneo que había oído: ¡pum!, ¡pum!,
¡pum!, sin nunca salir de esto. El ministerial no sabe más que este
cañoneo. «La España no está madura.--No es oportuno.--Pido la palabra
en contra.--No se crea que al tomar la palabra lo hago para impugnar la
petición, sino sólo sí para hacer algunas observaciones», etc., etc. Y
todo ¿por qué?, porque le suena siempre en los oídos el cañoneo del año
23. No ve más que el Zurriago, no oye más que á Angulema.

El cangrejo porque se vuelve atrás de sus mismas opiniones francamente:
abeja en el chupar: reptil en el serpentear: mimbre en lo flexible:
aire en el colarse: agua en seguir la corriente: espino en agarrarse á
todo: aguja imantada en girar siempre hacia su norte: girasol en mirar
al que alumbra: muy buen cristiano en no votar: y seméjase, en fin, por
lo mismo al camello en poder pasar largos días de abstinencia; así es
que en la votación mal decidida álzase el ministerial y exclama: «Me
abstengo:» pero, como aquel animal, sin perjuicio de desquitarse de la
larga abstinencia á la primera ocasión.

El ministerial anda á paso de reforma; es decir, que más parece que se
columpia, sin moverse de un sitio, que no que anda.

Es por último el ministerial de suyo tímido y miedoso. Su coco es el
urbano: no se sabe por qué le ha tomado miedo; pero que se le tiene es
evidente: semejante á aquel loco célebre que veía siempre la mosca en
sus narices, tiene de continuo entre ceja y ceja la anarquía: y así la
anda buscando por todas partes, como busca Guzmán en _la Pata de cabra_
las fantasmas por entre las rendijas de las sillas.--El ministerial,
para concluir, es ser que dará chasco á cualquiera, ni más ni menos
que su amo. Todas las esperanzas anteriores, sus antecedentes todos se
estrellan al llegar al sillón; á cuyo propósito quiero contar un cuento
á mis lectores.

Era año de calamidad para un pueblo de Castilla, cuyo nombre callaré;
reunióse el ayuntamiento, y decidió recurrir á otro pueblo inmediato,
en el cual se veneraba el cuerpo de un santo muy milagroso, según
las más acordes tradiciones, en petición de la sagrada reliquia y de
algunas semillas de granos para la nueva cosecha. Hízose el pedido,
que fué al punto mismo otorgado. Al año siguiente pasaba el alcalde
del pueblo sano por el afligido: es de advertir que contra todas las
esperanzas, si bien la cosecha era abundante, el cielo, que oculta
siempre al hombre débil sus altos fines, no había querido terminar
la plaga, sin duda porque al pueblo no le debía de convenir.--¿Cómo
ha ido por ésta?, le preguntaba el uno al otro alcalde.--Amigo,
le respondió el preguntado, con expresión doliente y afligido, la
semilla asombrosa... pero... no quisiera decírselo á usted.--¡Hombre!,
¿qué?--Nada: la semilla, como digo, asombrosa, pero el santo salió
flojillo.

Los ministeriales efectivamente, amigo lector, no quisiera decirlo,
pero salieron también flojillos.



                  SEGUNDA CARTA DE UN LIBERAL DE ACÁ
                         Á UN LIBERAL DE ALLÁ


Sin duda será cosa que te asombre, querido Silva Carballo
d'Alburquerque, recibir mi segunda carta antes que la primera. Ya se
ve, acostumbrados ahí en Portugal á proceder lógicamente y empezar
siempre por el principio, me tratarás de loco, si es que no me tratas
de ministerial. Pero te has de hacer varios cargos. En primer lugar, no
en todas partes hay las mismas costumbres. En España solemos empezar
por lo último, dejándonos lo principal en el tintero, y pensar que yo
solo me he de salir del camino trillado es pedir peras al olmo, ó,
lo que es lo mismo, libertad á un ministerio; es buscar cotufas en
el golfo; más claro, por si no entiendes este refrán, es buscar una
sentencia de muerte en causa carlista.

Ni yo veo la necesidad de empezar siempre por el principio, sobre ser
esto cosa que á cualquiera le ocurriría, y aquí no somos cualquiera: el
empezar por lo último tiene la singular ventaja, que á ti no te habrá
ocurrido, de aparecer las cosas acabadas desde luego. Las naciones se
manejan como los sonetos; los cuales si han de ser buenos, no hay poeta
mediano que no los empiece por el último verso. Agrega á esto que de
hacer las cosas mal, resulta otro beneficio, cual es el de poderlas
enmendar, y así lo que no va en el libro va en la fe de erratas. Á
cuyo propósito viene de perilla el recordarte el cuento de nuestro don
Bartolomé, acerca del mal pintor que quería blanquear, y luego pintar
su casa, y á quien un inteligente aconsejaba que mejor le estaría para
su gloria pintarla primero y después blanquearla.--En segundo lugar
has de saber que mi primera carta fué malamente interceptada: y no es
decir que te la enviase yo por Vizcaya, lo cual hubiera sido grave
error geográfico, sino por el conducto de este malhadado periódico, que
perdone la censura. Pero es de advertir, amigo, que un periódico es en
el día en punto á interceptaciones una verdadera Vizcaya. Es más fácil
casi llevar un pliego al general en jefe, aunque no se sepa dónde para,
que hacer llegar al público un mal artículo. Verdad es que, si hemos de
hablar claro, es más fácil saber dónde está el público que dónde está
Rodil: ya ves que no te lo pondero poco. Cada periódico dice que lo
tiene en su casa; pero en realidad el público es como la libertad, que
todos dan en decir que la tenemos, y ninguno la ve.

Interceptada, pues, mi primera carta, ¿qué otro recurso me queda que
escribirte la segunda? Si yo no fuera tan escrupuloso, bien pudiera
llamar segunda á la primera; pero yo, amigo, como Boileau, _j'appelle
un chat un chat et Rolet un fripon_.

Y así me dejaran, como llamaría otras muchas cosas por su nombre: que
á creerme autorizado como el ministerio de lo interior á mudar los
nombres á las cosas, ya puedes imaginarte que no sería por mis cartas
por donde empezaría.

Vamos á otra cosa; ¿no hay facciosos en Portugal, querido Silva? ¿Hay
país más raro? ¿Cómo podéis vivir sin facciosos? ¿De qué habláis pues?
¿á quién perseguís? ¿de qué llenáis vuestra gaceta? ¿Vivís sin partes
oficiales, sin sorpresas? Raro me habían dicho que era Portugal, pero
no tanto.

Dolorosa me ha sido la muerte de vuestro don Pedro, muy dolorosa, más
por afición que le tenía, que por creer que os fuese necesario. Sin ir
más lejos, aquí no hemos tenido don Pedro, y nos hemos pasado sin él:
verdad es que también nos pasamos sin otras cosas. ¿Es posible que en
Portugal nadie tiene miedo á los liberales? ¡Lo que va de un clima á
otro! Lo mismo sucede con esto que con las tarántulas, que en tierra de
Tarento son ponzoñosas, y en países más fríos no; por acá los liberales
son tremendos; así es que les tenemos, no diré un miedo cerval, pero
sí un miedo ministerial. Si el liberal, sobre todo, ha emigrado, y si
necesita empleo para vivir, es cosa muy perjudicial: los liberales
buenos son los que no han emigrado, ni se han estado aquí, y los que
no necesitan comer para vivir. Los demás llevan siempre la anarquía
en el bolsillo. En Portugal, por el contrario, los temibles eran los
miguelistas; aquí no: aquí los carlistas son como si dijéramos de
casa... pero baste en este punto.

Por las gacetas, dices, conoces que lo de Vizcaya va bien; yo lo creo:
un señor procurador bien informado ha dicho no ha mucho en el Estamento
que el año pasado tenía la facción unos dos mil hombres, y que en
el día cuenta veinte mil; me parece, pues, que no puede ir mejor; la
facción parece deuda del Estado según crece.

Preguntarásme de dineros: en eso sí que estamos bien: ya sabes por la
mucha filosofía que has estudiado, que no es más rico aquél que tiene
más dinero, sino aquél que tiene menos deseos. Por esta regla de eterna
verdad, ¿qué nación más rica que la nuestra? Aquí nadie desea más de lo
que tenemos: ¡mira tú si nos contentamos con poco! En realidad no falta
casi nada, porque no falta más que dinero. Pero esto se compondrá, Dios
y un empréstito mediantes.

Por las discusiones del Estamento te enterarías de como la España
no está bastante civilizada; en una palabra, bastante madura para
instituciones más anchas. Pero si no está madura para eso, lo está en
cambio para otras cosas. Para pagar lo que se ha comido y lo que no
se ha comido; para reconocer sus deudas y las ajenas está en toda su
sazón. Se desgaja del árbol. En punto á deudas está al nivel de las
naciones más cultas. Efectivamente, si es señal de madurez en la fruta
el estar caída, convengamos en que nuestra patria está más que madura;
está pasada.

Con respecto á caminos no hay otra novedad, si es que eso se puede
llamar novedad, que el seguir los más de ellos interceptados, incluso
el de las reformas. Á bien que siempre nos queda expedito el del cielo,
que es el gran camino, y por el cual caminamos á pasos agigantados con
toda la paciencia de buenos cristianos: los demás en realidad más son
veredas que caminos.

Á propósito de veredas, ya sabrás que han nombrado á Mina para la
guerra de Vizcaya. Mina hará una carrera rápida con este gobierno. Un
año ha tardado no más en ser empleado. Otro año más, y sabe Dios adónde
llegará.

El Estamento de Próceres tuvo antes de ayer una sesión: es probable que
tenga otras.--Sabrás como ya se emplean por todas partes los hombres
de talento. No se da un solo destino que no sea al mérito.

La milicia urbana ya se ha reunido, no sólo una vez, sino que creo que
ha sido hasta dos. Se dice que si dará ó no dará un poquito de servicio
las tardes de los días de fiesta en el teatro. Con esto ya verás qué
paso lleva Zumalacárregui.

El cólera sigue haciendo en algunas provincias más estragos que un
reglamento de censura.

Mucho me alegro de que en Portugal seáis tan libres y tan felices. Aquí
es enteramente lo mismo.

Hasta otra, querido Silva.--_El liberal de acá._



              PRIMERA CONTESTACIÓN DE UN LIBERAL DE ALLÁ
                          Á UN LIBERAL DE ACÁ


Dices, querido liberal casteçao, que me asombrará el recibir tu segunda
carta antes que la primera. Te equivocaste, amigo, como es estrella
vuestra en todas ocasiones: á mí en hablándoseme de ese país no me
asombra nada. Hubiérame antes parecido cosa rara haber recibido tus
cartas por su orden. Ya por acá sabemos que en punto á _cartas_ no
jugáis muy limpio.

Pero, en fin, he recibido la segunda, á propósito de lo cual te diré
que vengan ellas, y vengan como y cuando puedan, que yo luego las
ordenaré, como Dios me diere á entender, á semejanza de aquél que, no
sabiendo más de ortografía que muchos gobernantes de gobierno, enviaba
juntos en la posdata gran número de comas y signos de puntuación,
añadiendo á su corresponsal: _por lo que hace á los puntos y las
comas_, ahí van todos juntos para que usted se entretenga en ponerlos
en su lugar, que yo ando de prisa.

Nótase en toda tu carta cierto mal sabor de ironía, capaz de dar
vahídos al más duro de cabeza, si se les diese á ciertas cabezas duras
algo de algo. Por el rey don Sebastián te juro que no entiendo por qué
os quejáis tanto los liberales casteçaos. ¿Tenéis vosotros vencedores
y vencidos? Claro está que no; porque aunque los facciosos en algunas
partes hasta ahora han podido más, se les debía contar lo que de dos
que habían reñido decía un chusco, al preguntarle quién de los dos
había podido más. «Claro está, respondió, que el que cayó debajo,
puesto que tuvo al otro encima».

Ellos han podido más, porque en realidad siempre os tienen encima.

Insisto por otra parte en que no hay vencedores ni vencidos, como dice
vuestro ministerio; para convencerse de lo cual basta echar una ojeada
á los puestos respectivos que ocupaban el año 32 Calomarde y los suyos,
y á los que ocupan en el día sus sucesores: esas mudanzas no han sido
haber vencedor ni vencido, sino finura de Calomarde, que ha renunciado
generosamente su sillón á los que mandan en el día.

Convengamos en que es un gran consuelo para uno que lo pasa mal,
decirle al oído: lo pasa usted mal, pero hágase usted cargo de que no
hay vencedores ni vencidos. En no habiendo vencedores ni vencidos, que
te roben al volver de una esquina, que te salga una lupia en medio
de la frente, ó una joroba en medio de las espaldas, nada te debe
de importar: porque sin esos vencedores y vencidos no hay felicidad
posible en la tierra, como lo hallarás escrito en todos los filósofos.
Ahora con vencedores y vencidos marchas por tu camino como un coche
con sus ruedas. Despachaos, pues, los liberales casteçaos á vencer á
alguien, y si los carlistas no se dejan vencer, venceos por el pronto á
vosotros mismos, que ése será el vencimiento que esos señores querrán
dar á entender como necesario para que todo entre en caja, sobre ser
esa clase de victoria la más agradable á los ojos de Dios.

Y aunque no tuvierais en cada desgracia que os sucede el gran consuelo
de reflexionar que no hay vencedores ni vencidos, no veo yo la causa de
tanta aflicción. Que está el pretendiente en Vizcaya... y bien: ¿y qué
es el pretendiente? Según una feliz expresión de un diputado francés,
traducida y arreglada para vosotros por un amigo tuyo y mío, nada: un
faccioso más.

Que se ha aumentado la facción; que tenía dos mil hombres el año
pasado, y que éste tiene veinte mil, como me dices en tu segunda carta.
Pero ¿qué es eso, amigo mío? Bien contado, nada: diez y ocho mil
facciosos más.

Que os dió gran dolor lo de Carondelet: ¡oh almas apocadas! ¿Y qué es
eso bien mirado? Nada: una sorpresa más.

¡Ay, amigo, las cosas son como se quieren ver! Filosofemos un momento.
Quiero suponer que volviéramos al año 23, que es todo lo peor que os
podría suceder. ¿Y bien?, á los ojos de la poesía, ¿qué sería esto?
Nada: diez años más de despotismo; y que te ahorcasen á ti por ejemplo.
¿Y qué sería esto comparado con la inmensidad del universo? Nada: un
ahorcado más en el mundo.

Que no tenéis dinero... ¿y qué es eso? Nada: una miseria más. Que no
teniendo un cuarto, habéis reconocido todo lo anterior. ¿Y qué es eso?
Nada: una deuda más. Que tenéis que recurrir á un empréstito. ¿Y qué es
eso? ¡oh ánimas mezquinas! Nada: un empréstito más. Que hay cólera, en
fin, en varias provincias... ¿Y qué es eso últimamente? Una calamidad
más.

Ya ves que tomadas las cosas de esa manera, maldito si hay por qué
afligirse. Á propósito de afligirse, ¿qué hay del ministerio del
interior? Después de haber mudado los nombres á las cosas, supongo que
habrá hecho mil otras reformas de primera importancia. Escríbeme largo
en ese punto, si hay de qué.

¿Cómo va de milicia urbana? Ya inspirará confianza á todo el mundo; ya
estará toda organizada y armada; doylo por supuesto.

Háceme reir por último en tu carta lo que del miedo que á los liberales
se tiene por ahí, me dices. En cuanto á eso y en cuanto á los muchos
que han andado de cárcel en cárcel, y de destierro en destierro por
conspiradores, así como á los que andan sin colocación todavía por
anarquistas, concluiré esta misiva con recordarte el lema que un
escribano ladino encontró en un pesado mamotreto, revolviendo el
archivo de la chancillería de Valladolid. Decía así: «Causa formada á
las monjas del convento de Santa Clara de esta ciudad, por volar, y
otros excesos».

Así me parece á mí que son los excesos de esos pobres liberales de
Castilla como los vuelos de las madres: con lo cual quedo á tus
órdenes, esperando noticias de esa nación privilegiada, la cual se me
figura que andando siglos podrá llegar algún día á remontarse á la
altura de Portugal.--_O senhor don Sebastian Carvalhao d'Alburquerque._



                        LA CUESTIÓN TRANSPARENTE


No ha dos días que un señor orador apellidó en el Estamento de
Procuradores á la cuestión de los empleos, cuestión transparente,
porque detrás de ella, por más que se quiera evitar, siempre se ven
las personas. Nosotros pensamos lo mismo. Hay expresiones felices que
nunca quedarán, en nuestro entender, bastante grabadas en la memoria.
Cuánto sea el valor de estas expresiones dichas en tiempo y lugar, no
necesitamos inculcárselo al lector. Felices son por lo bien ocurridas;
felices por el apropósito; y felices, en fin, porque hacen fortuna.
Estas expresiones, de tal suerte dispuestas y colocadas, suelen ser
el cachetero de las discusiones, la última mano, la razón, en fin,
sin réplica ni respuesta. Después que un orador ha dicho en clara y
distinta voz que el pretendiente es un faccioso más, ya quisiera yo
saber qué se le contesta. Cuando un orador suelta el _mal aconsejado_,
el _inoportuno_, el _cimiento_ y la _rama podrida_, ya quisiera yo que
me dijeran hasta qué punto puede llevarse la cuestión en cuestión;
y si hay oradores, si hay epítetos y adjetivos, si hay expresiones
felices, hay cuestiones que no lo son menos. Una cuestión, cuando es
una simple cuestión, es una cuestión y nada más. Pero hay cuestiones de
cuestiones. Las hay espesas y de suyo oscuras y enmarañadas, al trasluz
de las cuales nada se ve: puédese escribir encima de ellas _non plus
ultra_; nada hay más allá; entre éstas pudiera muy bien clasificarse la
de los _derechos sociales_. ¿Qué se ve al través de esta cuestión? Nada
ciertamente; algún _visto_, algún _veremos_, ó por mejor decir algún
_no veremos_. La de la _libertad de imprenta_. He aquí otra cuestión,
oscura, negra como boca de lobo. Encima de ella ya se distinguen
algunas prohibiciones, tal cual destierro; pero al trasluz, ¿qué se ve
detrás? Absolutamente nada: como dice Guzmán en _la Pata de cabra_,
sólo se ve que no se ve nada. Lo de la milicia urbana: he aquí una
señora cuestión; ésta es más tupida que una manta. ¿Qué se ve detrás?
Es todo lo más, si confusamente se divisa por encima un reglamento que
se las puede apostar en enmiendas y fe de erratas al mismo diccionario
geográfico. Es todo lo más, si en la superficie se distinguen algunos
miles de hombres sin fusiles, y multitud de fusiles sin hombres. Pero
al trasluz nada. Semejante al retablo de maese Pedro, las pocas figuras
que hay, todas están delante. Detrás ni aun Ginesillo de Parapilla y
Pasamonte, que las mueve, se distingue.

Estas cuestiones, pues, oscuras y tupidas, no valen nada. Las grandes
cuestiones son las _transparentes_. La de los empleos, por ejemplo:
he aquí una cuestión de pura gasa. Aquí es donde se ve claro; detrás
de ella, no se necesita lente para echar de ver los empleos, y no
tamaños como avellanas; el más pequeño aparece á guisa de prodigio
microscópico, más grande que nuestra misma libertad; y en punto á
tamaños no hay más que ponderar; pues aún se ve más, porque detrás del
empelo se ve á lo lejos (un poco más en pequeño, es verdad) al hombre;
pero se ve. ¡Qué no se divisa detrás de ciertos empleos! y no á ojos
vistas precisamente, sino aun á cierra ojos. Se ven los empleados;
verdad es que apenas se ven los de los tres; pero, en fin, se ve; en
una palabra, se ve que se ve algo; se ve que se verá más; y se verá,
digámoslo de una vez, lo que siempre se ha visto; los compromisos,
los amigos, los parientes... es el gran punto de vista: todo se ve.
¡Fatalidad de las cosas humanas! En las otras cuestiones anhelaríamos
la transparencia. Y en ésta en que se ve, nos hallamos precisados á
exclamar: _¡Ojalá no se viera!_



                      ¿ENTRE QUÉ GENTES ESTAMOS?


Henos aquí refugiándonos en las costumbres: no todo ha de ser siempre
política; no todos facciosos.--Por otra parte no son las costumbres
el último ni el menos importante objeto de las reformas. Sirva, pues,
sólo este pequeño preámbulo para evitar un chasco al que forme grandes
esperanzas sobre el título que llevan al frente estos renglones, y
vamos al caso.

No hace muchos días que la llegada inesperada á Madrid de un
extranjero, antiguo amigo mío de colegio, me puso en la obligación
de cumplir con los deberes de la hospitalidad. Acaso sin esta
circunstancia nunca hubiese yo solo realizado la observación sobre que
gira este artículo. La costumbre de ver y oir diariamente los dichos
y modales que son la moneda de nuestro trato social, es culpa de que
no salte su extrañeza tan fácilmente á nuestros sentidos; mi amigo
no pudo menos de abrirme el camino, que el hábito tenía cerrado á mi
observación.

Necesitábamos hacer varias visitas: «¡Un carruaje!» dijimos; pero un
coche es pesado; un cabriolé será más ligero: no bien lo habíamos
dicho, ya estaba mi criado en casa de uno de los mejores alquiladores
de esta corte, sobre todo, de ésos que llevan dinero por los que
llaman _bombés décents_, donde encontró efectivamente uno sobrante
y desocupado, que, para calcular cómo sería el maldecido, no se
necesitaba saber más. Dejó mi criado la señal que le pidieron, y dos
horas después ya estaba en la puerta de mi casa un birlocho pardo con
varias capas de polvo de todos los días y calidades, el cual no le
quitaban nunca porque no se viese el estado en que estaba, y aun yo
tuve para mí que lo debían de sacar en los días de aire á tomar polvo
para que le encubriese las macas que tendría. Que las ruedas habían
rodado hasta entonces, no se podía dudar; que rodarían siempre y que no
harían rodar por el suelo al que dentro fuese de aquel inseguro mueble,
eso era ya otra cuestión: que el caballo había vivido hasta aquel punto
no era dudoso; que viviría dos minutos más, eso era precisamente lo que
no se podía menos de dudar cada vez que tropezaba con su cuerpo, no
perecedero, sino ya perecido, la curiosa visual del espectador. Cierto
ruido desapacible de los muelles y del eje le hacía sonar á hierro como
si dentro llevara medio rastro. Peor vestido que el birlocho estaba el
criado que le servía, y entre la vida del caballo y la suya no se podía
atravesar concienzudamente la apuesta de un solo real de vellón: por
lo mal comidos, por lo estropeados, por la vida, en fin, del caballo
y el lacayo, por la completa semejanza y armonía que en ambos entes
irracionales se notaba, hubiera creído cualquiera que eran gemelos,
y que no sólo habían nacido á un mismo tiempo, sino que á un mismo
tiempo iban á morir. Si andaba el birlocho era un milagro; si estaba
parado un capricho de Goya. Fué preciso conformarnos con este elegante
mueble: subí, pues, á él y tomé las riendas, después de haberse sentado
en él mi amigo el extranjero. Retiróse el lacayo cuando nos vió en
tren de marchar, y fué á subir á la trasera; sacudí mi fusta sobre el
animal, con mucho tiento por no acabarle de derrengar; ¿mas cuál fué
mi admiración, cuando siento bajar el asiento y veo alzarse las varas
levantando casi del suelo al infeliz animal, que parecía un espíritu
desprendiéndose de la tierra? ¿Y qué dirán ustedes que era?, que el
birlocho venía sin barriguera; y lo mismo fué poner el lacayo la planta
sobre la zaga, que, á manera de balanza, vino á tierra el mayor peso,
y subió al cielo la ligera resistencia del que _tantum pellis et ossa
fuit_.

«Esto no es conmigo», exclamé; bajamos del birlocho, y á pie nos fuimos
á quejar, y reclamar nuestra señal á casa del alquilador. Preguntamos
y volvimos á preguntar, y nadie respondía, que aquí es costumbre muy
recibida: pareció por fin un hombre, digámoslo así, y un hombre tan
mal encarado como el birlocho: expúsele el caso, y pedíle mi señal en
vista de que yo no alquilaba el birlocho para tirar de él, sino para
que tirase él de mí.--¿Qué tiene usted que pedirle á ese birlocho y
á esa jaca sobre todo?, me dijo echándome á la cara una interjeción
expresiva y una bocanada de humo de un maldito cigarro de dos cuartos.
Después de semejante entrada nada quedaba que hablar.--Véale usted
despacio, le contesté sin embargo.--Pues no hay otro, siguió diciendo;
y volviéndome la espalda: ¡Á París por gangas!, añadió.--Diga usted,
señor grosero, le repuse, ya en el colmo de la cólera, ¿no se contentan
ustedes con servir de esta manera, sino que también se han de aguantar
sus malos modos? ¿Usted se pone aquí para servir, ó para mandar al
público? Pudiera usted tener más respeto y crianza para los que son más
que él.--Aquí me echó el hombre una ojeada de arriba abajo, de éstas
que arrebañan á la persona mirada, de éstas que van acompañadas de un
gesto particular de los labios, de éstas que no se ven sino entre los
majos del país.--Nadie es más que yo, don caballero ó don lechuga; si
no acomoda, dejarlo. ¡Mire usted con lo que se viene el seor levosa! Á
ver, chico, saca un bombé nuevo; ¡ahí en el bolsillo de mi chaqueta
debo tener uno!--Y al decir esto, salió una mujer y dos ó tres mozos
de cuadra; y llegáronse á oir cuatro ó seis vecinos y catorce ó quince
curiosos transeúntes; y como el calesero hablaba en majo y respondía
en desvergonzado, y fumaba y escupía por el colmillo, é insultaba á la
gente decente, el auditorio daba la razón al calesero, y le aplaudía y
soltaba la carcajada, y le animaba á seguir: en fin, sólo una retirada
á tiempo pudo salvarnos de alguna cosa peor, por la cual se preparaba á
hacernos pasar el concurso que allí se había reunido.

¿Entre qué gentes estamos?, me dijo el extranjero asombrado. ¡Qué
modos tan raros se usan en este país!--Oh, es casual, le respondí algo
avergonzado de la inculpación, y seguimos nuestro camino. El día había
empezado mal, y yo soy supersticioso con estos días que empiezan mal:
acaban peor.

Tenía mi amigo que arreglar sus papeles, y fué preciso acompañarle á
una oficina de policía: ¡aquí verá usted, le dije, otra amabilidad y
otra finura! La puerta estaba abierta y naturalmente nos entrábamos;
pero no habíamos andado cuatro pasos, cuando una especie de portero
vino á nosotros gritándonos:--¡Eh! ¡hombre!, ¿adónde va usted?,
fuera.--Éste es pariente del calesero, dije yo para mí; salimos fuera,
y sin embargo esperamos el turno.--Vamos, adentro: ¿qué hacen ustedes
ahí parados?, dijo de allí á un rato para darnos á entender que ya
podíamos entrar: entramos, saludamos, nos miraron dos oficinistas de
arriba abajo, no creyeron que debían contestar al saludo, se pidieron
mutuamente papel y tabaco, echaron un cigarro de papel, nos volvieron
la espalda, y á una indicación mía para que nos despachasen en atención
á que el Estado no les pagaba para fumar, sino para despachar los
negocios:--Tenga usted paciencia, respondió uno, que aquí no estamos
para servir á usted.--Á ver, añadió dentro de un rato, venga eso;
y cogió el pasaporte y lo miró.--¿Y usted quién es?--Un amigo del
señor.--¿Y el señor?, algún francés de estos que vienen á sacarnos los
cuartos.--Tenga usted la bondad de prescindir de insultos, y ver si
está ese papel en regla.--Ya le he dicho á usted que no sea insolente
si no quiere usted ir á la cárcel.

Brincaba mi extranjero, y yo le veía dispuesto á hacer un
disparate.--Amigo, aquí no hay más remedio que tener paciencia.--¿Y qué
nos han de hacer?--Mucho y malo.--Será injusto.--¡Buena cuenta!--Logré
por fin contenerle.--Pues ahora no se le despacha á usted; vuelva usted
mañana.--¿Volver?--Vuelva usted, y calle usted.--Vaya usted con Dios.

Yo no me atrevía á mirar á la cara á mi amigo.--¿Quién es ese señor
tan altanero?, me dijo al bajar la escalera, y tan fino y tan... ¿Es
algún príncipe?--Es un escribiente que se cree la justicia y el primer
personaje de la nación: como está empleado, se cree dispensado de tener
crianza.

--Aquí tiene todo el mundo esos mismos modales según voy viendo.--¡Oh!,
no; es casualidad.--_C'est drôle_, iba diciendo mi amigo, y yo
diciendo: ¿Entre qué gentes estamos?

Mi amigo quería hacerse un pantalón, y le llevé á casa de mi sastre.
Ésta era más negra: mi sastre es hombre que me recibe con sombrero
puesto, que me alarga la mano y me la aprieta; me suele dar dos
palmaditas ó tres, más bien más que menos, cada vez que me ve; me llama
simplemente por mi apellido, á veces por mi nombre como un antiguo
amigo; otro tanto hace con todos sus parroquianos, y no me tutea, no
sé por qué: eso tengo que agradecerle todavía. Mi francés nos miraba
á los dos alternativamente, mi sastre se reía; yo mudaba de colores,
pero estoy seguro que mi amigo salió creyendo que en España todos
los caballeros son sastres ó todos los sastres son caballeros. Por
supuesto que el maestro no se descubrió, no se movió de su asiento,
no hizo gran caso de nosotros, nos hizo esperar todo lo que pudo,
se empeñó en regalarnos un cigarro y en dárnoslo encendido él mismo
de su boca; cuantas groserías, en fin, suelen llamarse franquezas
entre ciertas gentes.--Era por la mañana: la fatiga y el calor nos
habían dado sed: entramos en un café y pedimos sorbetes.--¡Sorbetes
por la mañana!, dijo un mozo con voz brutal y gesto de burla. ¡Que
si quieres!--¡Bravo!, dije para mí. ¿No presumía yo que el día había
empezado bien?--Pues traiga usted dos vasos pequeños de limón...--Vaya,
¡hombre!, anímese usted; tómelos usted grandes, nos dijo entonces el
mozo con singular franqueza, si tiene usted cara de sed.--Y usted tiene
cara de morir de un silletazo, repuse yo ya incomodado; sirva usted con
respeto, calle, y no se chancee con las personas que no conoce, y que
están muy lejos de ser sus iguales.

Entre tanto que esto pasaba con nosotros, en un billar contiguo diez
ó doce señoritos de muy buenas familias jugaban al billar con el mozo
de éste, que estaba en mangas de camisa, que tuteaba á uno, sobaba á
otro, insultaba al de más allá, y se hombreaba con todos: todos eran
unos. ¿Entre qué gentes estamos?, repetía yo con admiración.--_C'est
drôle!_, repetía el francés.--¿Es posible que nadie sepa aquí ocupar su
puesto? ¿Hay tal confusión de clases y personas? ¿Para qué cansarme en
enumerar los demás casos que de este género en aquel bendito día nos
sucedieron? Recapitule el lector cuántos de éstos le suceden al día y
le están sucediendo siempre, y esos mismos nos sucedieron á nosotros.
Hable usted con tres amigos en una mesa de café: no tardará mucho en
arrimarse alguno que nadie del corro conozca, y con toda franqueza
meterá su baza en la conversación. Vaya usted á comer á una fonda, y
cuente usted con el mozo que ha de servirle como pudiera usted contar
con un comensal. Él le bordará á usted la comida con chanzas groseras;
él le hará á usted preguntas fraternales y amistosas... él... Vaya
usted á una tienda á pedir algo.--¿Tiene usted tal cosa?--No, señor;
aquí no hay.--¿Y sabe usted dónde la encontraría?--¡Toma!, ¡qué sé yo!
Búsquela usted. Aquí no hay.--¿Se puede ver al señor de tal?, dice
usted en una oficina.--Y aquí es peor, pues ni siquiera contestan
_no_: ¿ha entrado usted?, como si hubiera entrado un perro.--¿Va usted
á ver un establecimiento público?--Vea usted qué caras, qué voz, qué
expresiones, qué respuestas, qué grosería.--Sea usted grande de España;
lleve usted un cigarro encendido. No habrá aguador ni carbonero que no
le pida la lumbre, y le detenga en la calle, y le manosee y empuerque
su tabaco, y se le vuelva apagado. ¿Tiene usted criados? Haga usted
cuenta que mantiene unos cuantos amigos, ellos llaman por su apellido
seco y desnudo á todos los que lo sean de usted, hablan cuando habla
usted, y hablan ellos... ¡Señor!, ¡señor! ¿entre qué gentes estamos?
¿Qué orgullo es el que impide á las clases ínfimas de nuestra sociedad
acabar de reconocer el puesto que en el trato han de ocupar? ¡Qué
trueque es éste de ideas y de costumbres!

Mi francés había hecho todas estas observaciones, pero no había hecho
la principal; faltábale observar que nuestro país es el país de las
anomalías; así que, al concluirse el día: Amigo, me dijo, yo he viajado
mucho; ni en Europa, ni en América, ni en parte alguna del mundo he
visto menos aristocracia en el trato de los hombres; éste es el país
adonde yo me vendría á vivir; aquí todos los hombres son unos: se
cree estar en la antigua Roma. En llegando á París voy á publicar
un opúsculo en que pruebe que la España es el país más dispuesto á
recibir...

--Alto ahí, señor observador de un día, dije á mi extranjero
interrumpiéndole: adivino la idea de usted. Las observaciones que
ha hecho usted hoy son ciertas: la observación general empero que de
ellas deduce usted es falsa: ésa es una anomalía como otras muchas que
nos rodean, y que sólo se podrían explicar entrando en pormenores que
no son del momento: éste es desgraciadamente el país menos dispuesto
á lo que usted cree, por más que le parezcan á usted todos unos. No
confunda usted la debilidad de la senectud con la de la niñez: ambas
son debilidad; las causas son no obstante diferentes; esa franqueza,
esa aparente confusión y nivelamiento extraordinario no es el de una
sociedad que acaba, es el de una sociedad que empieza; porque yo llamo
empezar...--¡Oh! sí, sí entiendo. _¡C'est drôle! ¡C'est drôle!_,
repetía mi francés.

--Ahí verá usted, repetía yo, entre qué gentes estamos.



                             DOS LIBERALES

                                   ó

                         LO QUE ES ENTENDERSE

                            PRIMER ARTÍCULO


Entre las personas que me hacen demasiado favor, sin duda, en ocuparse
en los articulejos que he solido dar á luz durante mi corta existencia
periodística, algunos hay que me dirigen diariamente amistosas
reconvenciones sobre lo perezosa que se ha hecho mi pluma de algún
tiempo á esta parte. Esto es lo que llamaría yo de buena gana no saber
de la misa la media, si no temiese ofender á los que con su aprecio me
honran y distinguen: no entraré en aclaraciones acerca del particular,
porque acaso no me bastara el querer satisfacerlas: sólo les diré, que
llamarme perezoso equivale á reconvenir á un cojo de ambas piernas,
porque no ande. Si esto no basta, ya no sé qué decir: ¡ojalá no sobre!
Les podré añadir, que por una rara combinación de circunstancias que
mis lectores no entenderán, y que yo entiendo demasiado, nunca escribo
yo más artículos que cuando ellos no ven ninguno, de suerte que en vez
de decir: «Fígaro no ha escrito este mes», fuera más arrimado á la
verdad decir el mes en que no hubiesen visto un solo _Fígaro_ al pie de
un artículo: «¡Cuánto habrá escrito Fígaro este mes!» Parece la cosa
digna de explicación; pero, amigo lector, ¡cómo de esas cosas suceden
que no se explican, y cómo de esas cosas se explicarían que no se
entenderían!

Sentadas estas bases, basta por toda satisfacción saber que tengo
un criado montañés, que, á fuer de quererme, se toma conmigo raras
libertades: lo mismo es ver que he escrito como cosa de un cuarto de
hora, que es todo lo más que él me permite, porque blasona de cuidarse
mucho de mi bienestar, éntrase en mi cuarto gruñendo entre dientes
como criado viejo; tiende la vista descortésmente sobre mi papel,
mirándole sólo con un ojo á causa de no tener otro: «¡Hola!, dice,
¡oposicioncita! ¿Eh? ¡Basta señor, basta!», y unas veces derribando el
tintero sobre el escrito, llénamelo de borrones, y otras, que son las
más, asiendo de un apagador, encájalo por montera sobre el candelero y
apaga la luz. Yo no sé con quién diablos ha servido el tal montañés;
pero él jura que esto me conviene; verdad es que me conoce, y sabe
que si no me fuera á la mano estaría escribiendo todavía, porque,
como él dice, la materia no es corta, y la intención no es buena. El
montañés tiene ascendiente sobre mí, sin que yo lo pueda remediar, por
consiguiente no hay que echarle de casa: conténtome, pues, con decir,
cada vez que me corta el hilo de mis eternos discursos:

      Dios le dé salud,
      Dios le dé salud,
      Á aquel montañés
      Que apagó la luz.

Cantaba yo por lo bajo este refrán (porque por lo alto no me atrevo á
cantar) esta mañana misma, contemplando con las lágrimas en los ojos y
á oscuras el estrago que había hecho en mi bufete la última visita de
mi montañés, cuando vuelve éste á entrar con el correo en la mano: es
de advertir que yo llamo correo á toda carta que recibo, por la simple
razón de que según está en el día el servicio de correos, resulta ser
igual enviar una carta por la valija pública, ó llevarla uno mismo:
entró pues con mi correo de Madrid, y entre algunas apuntaciones
que me envían mis corresponsales, las cuales así me guardaré yo de
publicarlas, como se guardará el censor de permitirlas, encuéntrome con
dos cartas evidentemente de liberales, puesto que cada uno trae su hoja
de servicios al margen: ambos de buena fe, amantes ambos del bien de su
país. Y como se reduzcan ellas á darme cuatro consejos que tengo bien
merecidos por los muchos desmanes que he cometido en punto á escribir,
y por los que pienso seguir cometiendo en cuanto pueda, trasladarélas
al curioso lector, si es que ha quedado lector curioso en España
después de todo lo que se ha leído en la larga fecha que llevamos de
completa libertad intelectual. (Sea dicho con licencia de Dios y de la
conciencia.)

Dice el uno: «Señor Fígaro: gracias á Dios, impertérrito escritor, que
ha dado usted algún descanso á su pluma: no le negaré á usted que sus
artículos me han solido hacer reir alguna vez; pero siempre tuve en
medio de eso deseos vehementes de dar á usted un consejo. Yo, señor
Fígaro, soy liberal desde chiquito, así como hay otros chiquitos desde
liberales; anduve en lo del año 12, asunto de grandes controversias;
que salvé, pues, la patria de la dependencia francesa, no hay para
qué decirlo; que vino el rey, todo el mundo lo sabe; ¡ojalá, nadie lo
supiera! y que fuí luego á Melilla, eso lo sé yo, y basta. Vino el año
20 y vine yo; es decir, que vinimos todos. Cómo se manejó aquello, pues
la cosa fué sonada, ya habrá llegado á oídos de usted, porque le tengo
por liberal de esta nueva cría. Fué el caso no habernos entendido,
que á entendernos otro gallo nos cantara; pero ¿qué quiere usted? la
inteligencia no fué el don de que anduvo más pródigo el Ser supremo:
en cambio nos dió memoria de firme, para nuestra desdicha, y voluntad,
la cual podemos tener todo lo mala posible. ¡Tal es el hombre! Pero si
nosotros no nos entendimos parece que nos entendió Angulema, y aun nos
tradujo y nos refundió de tal suerte, que quedamos peor parados que
comedia antigua en manos de poeta moderno. ¿Y quién tuvo la culpa? La
libertad de imprenta. Claro está. Y si no lo probaré. Las naciones del
norte vieron que la chispa eléctrica corría demasiado, suscitaron aquí
el partido descontento, y alzáronse las guerrillas. Ya ve usted que
esto es claro, ¡la libertad de imprenta!

»Dieron dinero y auxilios, y la facción creció. Verdad es que la
facción no sabía leer. Pero si no hubiera sido por la libertad de
imprenta la facción no hubiera crecido.

»Acaloráronse los ánimos, y de puro no saber leer ni escribir, no nos
pusimos de acuerdo. ¡Ya ve usted! ¡La libertad de imprenta!

»Entró Angulema, y ¿quién le dió sus bayonetas? La libertad de
imprenta.

»Hubo desgraciadamente defección, torpeza ó mala fe en nuestro
ejército, y á Cádiz con la maleta. ¡La libertad de imprenta!

»Acabóse todo, publicóse el gran manifiesto impreso. ¡La libertad de
imprenta! y buenas noches.

»Aquí entró la emigración, y de la emigración el escarmiento. Ya ve
usted, pues, si unido de esta suerte á esta causa, puedo yo no ser
liberal de veras.

»Hoy es, y ésta es la primera vez que hemos venido los emigrados, sin
venir ningún año particular. Nacimos el año 12, nos fuimos con el 14,
volvimos con el 20, y escapamos con el 23. Ahora nos hemos venido
sin fecha: como ratones arrojados de la despensa por el gato, hemos
ido asomando el hocico poco á poco, los más atrevidos antes, los más
desconfiados después, hasta que hemos visto que el campo es nuestro.

»No comprendiendo nosotros mismos nuestra venida, á cada paso creemos
ver de nuevo el gato.

»Ahora bien, nuestro gato es la anarquía, porque el otro que había en
la casa se escaldó para siempre. ¿Y le parece á usted justo, señor
Fígaro, que yo y otros como yo, que hemos tenido la gloria y la fortuna
de escapar de dos fechas en contra y de dos emigraciones, que hemos
vuelto, y que, á causa de nuestros antecedentes y de nuestros talentos
(perdone usted el galicismo, que me lo traje de Francia), nos hemos
encontrado al frente de las cosas con muy buenos destinos, vayamos
á incurrir en los mismos tropiezos de antes? No, señor: hemos hecho
amende honorable. El andar de prisa los jóvenes, sólo tendrá por
resultado atropellarnos á los viejos: por consiguiente queremos orden.
Bien comprendo que querrán andar de prisa aquellos emigrados que no han
encontrado destinos, porque andando ellos los toparán. Lo mismo digo
de los liberales que quedaron por aquí, y los de la nueva cría. Éstos
al fin pueden decir: _Hos ego versículos feci, tulit alter honores_.
Si no tienen otra cosa todavía, por fuerza han de tener prisa. Pero
nosotros, señor Fígaro, los que hemos llegado á mesa puesta...

»Nosotros no tenemos más norte que lo pasado: nosotros vemos la
anarquía, exista ó no: nosotros nos hemos enmendado: volvamos de
nuestros errores y evitaremos á toda costa la libertad de imprenta y
toda clase de libertad; la república nos acecha, el gorro nos amenaza,
la guillotina nos amaga, y nuestro libro consultor es el año 23, y
sobre todo el 92.

»He dicho todo esto porque, deseando el bien para mi patria, y que
evitemos los escollos pasados, creo que debemos ir poco á poco y
unirnos cordialmente los que tenemos los destinos y los que no los
tienen. Entendámonos por fin de esta manera. Ya ve usted que soy hombre
que me pongo en todo; me he puesto en mi destino, y ahora me pongo en
la razón.

»Por lo tanto, los artículos de usted que tienden á una oposición
directa, los artículos de usted, que quieren poner en ridículo nuestra
lentitud, sólo pueden dar armas á nuestros enemigos. Aquí no hay más
divisa que Isabel II. Y en cuanto á escribir, escribir nuestros mismos
defectos para que los corrijamos, es disparate, porque no por eso
los hemos de corregir: debe alabarse todo lo que hagamos, siquiera
para no dar que reir á nuestra costa á los carlistas, y le advierto
caritativamente que si persiste en el camino de esa oposición que ha
manifestado, haremos correr la voz de que todos los que hacen esa
oposición nos quieren precipitar de nuevo y quieren reproducir el año
23; hasta diremos que están vendidos á don Carlos, y no faltará quien
lo crea, pues aquí para todo hay creyentes, y lo que aquí no se cree,
ya es preciso que sea increíble.

»Con lo cual queda de usted su afectísimo liberal escarmentado, y con
competente destino, etc».



                             DOS LIBERALES

                                   ó

                         LO QUE ES ENTENDERSE

                           SEGUNDO ARTÍCULO


Al sentar la pluma en el papel para este segundo artículo, que en
nuestro número 122 del jueves dejamos prometido, mal pudiera dejar
de recordar cierto lance ocurrido no ha muchos años á un buen cómico
francés. Había empezado su carrera dramática con no muy buenos
auspicios; y esto en tales términos, que nunca le dejaba el público
llegar al fin de la representación. Escarmentado el hombre de
estudiar papeles en balde, y deseoso de mudar públicos, tomó la rara
resolución de no dar en cada parte más de una representación, y de no
estudiar nunca más que el primer acto del papel que á su cargo tomaba.
Trascurrió así algún tiempo felizmente; pero hubo de llegar un día á
un pueblo, donde fuese por casualidad, fuese por alguna causa en él
sobrenatural, no sólo no le silbó el público desde los primeros versos,
como le solía acontecer, sino que descendieron los aplausos sobre
él, como el maná sobre los Israelitas. Pero bajó el telón acabado el
primer acto, y nuestro cómico, no habiendo estudiado el segundo, se vió
precisado á salir y decir: «Señores, no hallándome acostumbrado á la
acogida benévola que este ilustrado público acaba de hacerme, me veo
en la triste precisión de anunciar el segundo acto para mañana, á causa
de no haberlo estudiado». Con lo cual recibió la acostumbrada silba,
entonces por haberlo hecho bien.

Los que hayan leído el principio de mi anterior artículo habrán
comprendido ya el cuentecillo; á los que no, les diré francamente que
al ver por fin impreso un artículo mío en el _Observador_ del jueves,
cosa á que no estaba ya acostumbrado, me hallé en el mismo, mismísimo
caso que el cómico silbado. No presumiendo que había de imprimirse
nunca ni aun la primera parte de mi artículo, quedéme _in pectore_ con
la segunda.

He aquí la causa de su detención en publicarse; supuesto sin embargo,
que me he visto tan agradablemente sorprendido, vuelvo á hojear mi
correo, encuentro la continuación, y tal cual es allá sale la siguiente
carta del otro liberal, si no lo han mis lectores por enojo.

«Yo, señor Fígaro, con permiso del gobierno, soy liberal de padre á
hijo, porque en mi casa éste fué mal de familia. Mala herencia me
dejaron; pero sobre no haber otra, quien lo hereda no lo hurta. Á saber
yo hurtar otro gallo me cantara, y no tendría necesidad de ser hoy en
el día liberal, que antes pudiera ser lo que me diese la gana; y así
podría irme á Francia con el dinero y la maldición del público, como
tomar á mi cargo un buen destino de donde pudiera seguir haciendo de
las mías, que el dinero llama dinero.

»El hecho es que no hay nada de esto, y que en mi casa no hay más que
dos cosas: mi opinión liberal, con la cual me doy á todos los diablos,
y una silla en la cual me siento.

»Yo fuí de los primeros que tomaron las armas contra los Franceses en
tiempo de la independencia: á un mismo tiempo casi acabó la guerra y
la constitución. Entonces no extrañé yo que no me diese premio el
recién llegado; pero llegó el año 20, y por más que peroré en todos
los cafés de Madrid, por más patriotismo que lucí en listas públicas
y motines, no pude ser nunca más que empleado en loterías. Yo fuí
miliciano nacional, yo pedí regencia... yo... qué sé yo lo que hice.
Pero mi suerte era trabajar siempre para otros. En la guerra de la
independencia trabajé, como todos, para su majestad; y dejemos este
cuento, que es cuento de cuentos. En la constitución trabajé para que
se hiciesen ministros unos cuantos, y para que se hiciesen ricos otros
pocos. Ésta es la suerte de los que vamos de buena fe. Hasta en mi
empleo de loterías, al cabo, ¿qué hacía? Trabajar porque les cayese
á otros.--El año 23 se fué á Cádiz la patria, y yo me fuí con ella.
Llegué roto y descalzo: hice prodigios en el Trocadero: la cosa se
puso de pésima data, y cada pedazo de la patria tomó por donde pudo.
Pedazo hubo que no paró hasta América. Sólo yo, sin patria, que se me
había ido entre las manos, y sin empleo, que se encargó un realista
de regentar en Madrid durante mi ausencia; sin dinero, porque yo no
había hecho más que motines mientras que otros habían hecho pacotilla,
volvíme á Madrid, donde me pasé en la cárcel muy buenos meses por haber
sido liberal.--Los diez años, no hablemos de ellos. ¡Ojalá hubiera sido
emigrado! Con sólo este deseo se podrá formar idea de mi situación.

»Ocurre lo de la Granja, y viendo un resquicio por donde salvar la
patria, hágome _cristino_ de aquellos primeros que en secreto casi se
armaron en Madrid. Á poco el ministro famoso que no quería innovaciones
peligrosas, debió encontrar malo que hiciéramos la innovación de ser
_cristinos_, y salimos desterrados yo y otros pocos.

»Vuelvo del destierro á fuerza de empeños, y amanece el día 27 de
octubre. Los realistas amenazan á Madrid. Lleno de patriotismo salgo
á salvar la patria en peligro, desarmo cuantos puedo, á riesgo de mi
vida, pero pasa el peligro, ceden los rebeldes, y una autoridad á quien
presento mis trofeos me prende porque la patria no necesita de mis
servicios, y porque ando armado sin autorización. He aquí lo que es
la suerte de los hombres. Si los realistas aprietan más, soy un héroe
aquel día: cedieron pronto, y fuí un desobediente, un perturbador.
Si ellos hubieran vencido, me hubieran ahorcado. Mi partido fué más
generoso, se contentó con prenderme.

»Salgo, por fin, de la cárcel, y mi entusiasmo siempre en pie. Al
fin los liberales, digo para mí, hemos de ser premiados algún día.
Me presento á alistarme en las filas de la urbana, y me dicen que
habiendo perdido mis pocos bienes el año 23, no ofrezco garantías.
¡Qué bien hicieron los realistas en dejarnos sin camisa! Si nos dejan
algo hubiéramos podido armarnos contra ellos.--En el ínterin nace el
Estatuto y las leyes fundamentales. Me presento á reclamar mi destino;
pero, amigo, las leyes fundamentales no dicen nada de loterías: llévese
el diablo las invenciones modernas. Por más que he registrado crónicas
y partidas, nada he encontrado: me he convencido, pues, de que las
loterías es una innovación. Mi empleo, pues, nada tiene que ver con la
monarquía: no apoyándose mi reclamación en las leyes fundamentales, es
considerada como sin fundamento.

»Amplíase entre tanto la milicia, y al fin entro en ella. Me ofrezco á
la patria para lo de Vizcaya, creyendo hacer falta. ¡Error! Nadie hace
falta allí. Aprendo el ejercicio, y como no nos reunimos, ¿querrá usted
creer, señor Fígaro, que todavía no conozco la cara de mis compañeros?

»Pero no importa; ocurren no sé qué conspiraciones, y préndenme por
anarquista. Se indaga, se busca; lo único que se ha descubierta es que
yo he estado en la cárcel. El peligro, pues, no era para la patria,
sino para mí.

»Éste es mi estado, señor Fígaro. Con todo sigo siendo liberal: así es,
que no me llega la camisa al cuerpo.

»En atención á estos datos, suplico á usted que se sirva no dejar
dormir su pluma en ese camino de la oposición, en que ha marchado con
tanta gloria; en la inteligencia de que si usted afloja, yo y los míos
haremos correr por todas partes la voz de que se ha vendido usted al
ministerio.

»Esto no marcha, y sólo una oposición sostenida puede salvarnos.
Á ellos, pues, señor Fígaro, y dóblelos usted á sátiras si quiere
conservar el aprecio de su seguro servidor.--_El liberal progresivo, y
sin destino._»

Ésas son las dos cartas: las dos son liberales; las dos de hombres de
buena fe, que sólo desean el bien de la patria.--Si escribo en liberal,
dirán unos que estoy vendido á don Carlos. Si escribo en ministerial,
dirán otros que estoy vendido al ministerio. ¡Si al menos se supiese
quién paga mejor!

¡¡¡Gracias á Dios, por fin, que ya estamos de acuerdo; gracias á Dios
que nos entendemos!!!



                           LA VIDA DE MADRID


Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe
pertenecer á la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo á
las muy superiores, ó á las muy estúpidas les es dado no admirarse
de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo, para éstas no hay
cosa que valga nada. Colocada la mía á igual distancia de las unas
y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto
más distante de ellas cuanto menos concibo que se pueda vivir sin
admirar. Cuando en un día de ésos, en que un insomnio prolongado, ó un
contratiempo de la víspera preparan al hombre á la meditación, me paro
á considerar el destino del mundo: cuando me veo rodando dentro de él
con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie
para qué, ni adónde; cuando veo nacer á todos para morir, y morir sólo
por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los
puntos del orbe, donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en
casa del vecino á juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le
ve el fin á este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades
tampoco tuvo principio; cuando pregunto á todos y me responde cada cual
quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de
contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de
arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder
del Ser supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha
podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no
suceda más que una sola cosa á la vez, y que todos queden descontentos.
Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en
fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego
que todos tienen sin embargo á esta vida tan mala. Esto último bastaría
á confundir á un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras
muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento;
porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa
como la vida.

Esto, considerada la vida en general, donde quiera que la tomemos
por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en
todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino á creer que el
hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta ó
más baja; pero en cuanto á su felicidad nada habrá adelantado. Toda
la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los
términos de su conversación. Lord Wellington hablará de los whigs, el
Indio nómade hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará
á aquél el concluir con los primeros, que á éste el dar caza á las
segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y
de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le
persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como
debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la
vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento á toda reflexión
para desearla.

El joven que voy á tomar por tipo general es un muchacho de regular
entendimiento, pero que posee sin embargo más doblones que ideas, lo
cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia
naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser
enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente
porque nos estreche una grande amistad, sino porque no hay más que
dos modos de pasear, ó solo ó acompañado. La conversación de los
jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fué, que
á pocas preguntas y respuestas nos hallamos á la altura de lo que se
llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia.
Preguntóme qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella.
Por mi parte pronto hube despachado: á lo primero le contesté: «Soy
periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público,
en escribir lo que no pienso y en hacer creer á los demás lo que no
creo. ¡Cómo sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está
reducida á querer decir lo que otros no quieren oir». Á lo segundo, de
si estaba contento con esta vida, le contesté, que estaba por lo menos
tan resignado como lo está con irse á la gloria el que se muere.

¿Y usted?, le dije. ¿Cuál es su vida en Madrid?--Yo, me repuso, soy
muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente no escribo. Es
decir... escribo... ayer escribí una esquela á Borrel para que me
enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses
por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré á usted.

Yo no soy amigo de levantarme tarde; á veces hasta madrugo; días hay
que á las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate;
es preciso vivir con el país. Si á esas horas ha parecido ya algún
periódico me lo entra mi criado, después de haberle ojeado él: tiendo
la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos
leído ya; todos me suenan á lo mismo: entra otro, lo cojo, y es la
segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de
Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que
me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que
seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo.
Tanto valdría decirle á un ciego que no hay cosa como ver.

Como á aquellas horas no tengo ganas de volverme á dormir, dejo los
periódicos: me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú,
y á la calle. Doy una vuelta á la Carrera de San Jerónimo, á la calle
de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de
terreno á todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos
ellos, compro cigarros en un café, saludo á alguna asomada, y me vuelvo
á casa á vestir.

¿Está malo el día?, el capote de barragán: á casa de la marquesa hasta
las dos; á casa de la condesa hasta las tres; á tal otra casa hasta las
cuatro: en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde
entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde
voy: ésta es toda la conversación de Madrid.

¿Está el día regular? Á la calle de la Montera. Á ver á La Gallarde ó á
Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa,
el sufrimiento y las esperanzas.

¿Está muy bueno el día? Á caballo. De la puerta de Atocha á la de
Recoletos, de la de Recoletos á la de Atocha. Andado y desandado
este camino muchas veces, una vuelta á pie. Á comer á Genieys, ó al
Comercio: alguna vez en mi casa; las más fuera de ella.

¿Acabé de comer? Á Solito. Allí dos horas, dos cigarros, y dos amigos.
Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la
Montera. ¡Oh!, y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco
se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se
hace nada, sea lícito al menos hablar.

--¿Qué se da en el teatro?, dice uno.

--Aquí: 1.° sinfonía; 2.º pieza del célebre Scribe; 3.º sinfonía; 4.º
pieza nueva del fecundo Scribe; 5.° sinfonía; 6.º baile nacional; 7.º
la comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe;
8.º sinfonía; 9.º...

--Basta, basta; ¡santo Dios!

--Pero, chico, ¿qué lees ahí?, si ése es el Diario de ayer.

--Hombre, parece el de todos los días.

--Sí, aquí es _Guillermo_ hoy.

--_¿Guillermo?_ ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?

--Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.

--Á mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno?

--Sí, sí, respondo á mi compañero de paseo; á mí también me suele tocar
el turno.

Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de
sociedad, al café otra vez á disputar un poco de tiempo al dueño. Luego
á ninguna parte. Si es noche de sociedad, á vestirme; gran tualeta.
Á casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de
la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las
visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y... pero lo bueno,
nunca se cansa uno de verlo.

--¿Y qué hace usted en la sociedad?

--Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo á la sala; entro al
ecarté; vuelvo á entrar en la sala; vuelvo á salir al gabinete; vuelvo
á entrar en el ecarté...

--¿Y luego?

--Luego á casa, y ¡buenas noches!

Ésta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y
de releerla, figurándome que no he ofendido á nadie, y que á nadie
retrato en ella, é inclinándome casi á creer que por ésta no tendré
ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola á la
consideración de los que tienen apego á la vida.



                           BAILE DE MÁSCARAS
                         BILLETES POR EMBARGO


Desgraciadamente para la empresa de teatros, que no se cansa de hacer
en obsequio del público todos los sacrificios que están al alcance
de una especulación que con tantas dificultades tiene que luchar, el
tiempo no ha favorecido la entrada del segundo. Sólo á esta causa
podemos achacar la poca concurrencia, si es que no se quiere seguir la
opinión de los que aseguran que no es Madrid pueblo que pueda resistir
tres meses de carnaval. Acaso han empezado los bailes demasiado pronto,
si bien nosotros tenemos entendido que para embromarse y engañarse los
hombres unos á otros todos los meses son buenos. Sea de esto lo que
quiera, el hecho es que el teatro del Príncipe ha presentado, sobre
todo en este segundo baile, en que se han procurado corregir los leves
defectos notados en el primero, un aspecto de lujo y de hermosura
poco común en bailes de esta especie; y es de esperar que el sentido
común venza por fin la resistencia que ideas ridículas de intempestiva
aristocracia parecen oponer todavía entre nosotros á la igualdad y
publicidad que reina en esta diversión, aun en tiempos en que dicen
que la libertad tiende sus alas protectoras sobre todas las clases
indistintamente.

Sólo una cosa encontramos notable y digna de ser al público referida
en estos bailes de teatro hasta ahora; cosa que contaremos, pero como
es conocido el cuidado que siempre en nuestros artículos ponemos de
huir de toda inculpación de personalidad, y como por repetidas órdenes,
instrucciones censoriales y reglamentos, todavía vigentes, no le es
permitido á la libertad de imprenta decir todo lo que piensa, la
contaremos sencillamente, y sin darle color, con la natural malignidad
que suelen encontrar en nuestros escritos los benévolos lectores. Al
referir un hecho, sucedido en Madrid, en estos tiempos y á vista de
todo el que lo haya querido ver, no podemos hacernos culpables de nada;
si la cosa hace reir por sí, no estará la malicia en nosotros, sino en
la cosa.

Sabido es, y ojalá no lo fuera, que el excelentísimo ayuntamiento
tiene en cada teatro de esta ilustrada capital de esta renegada patria,
un palco, palco que por más señas vale por dos; localidad que en la
contrata del gobierno con el empresario de teatros ha sido conservada
para el uso de los señores capitulares.

Llegada sin embargo la época de los bailes de máscaras parece que el
señor corregidor de esta muy heroica villa pasó al empresario un bando,
ó sea instrucción, relativa á varias medidas de policía interior de
estas funciones, en la cual no dejó de tocarse la grave cuestión de
si los señores capitulares, cuyo número parece montar á setenta y
cinco, deberían ó no tener entrada á las funciones. Pareció indudable
que tenían derecho á su palco, pero no tan indudable que lo tuviesen
igualmente á entrar en el salón y disfrutar en él y en las demás
localidades dispuestas ad hoc por el empresario, á fuerza de dinero
suyo. El empresario creyó cumplir con lo que la justicia exigía dando
pase á los señores setenta y cinco para su palco; pero no satisfaciendo
esto á dichos señores setenta y cinco, parece que se recrecieron
disturbios y reyertas de graves consecuencias para la república.
Nuestro corregidor, cuya ilustración sería difícil poner en duda,
ofició al empresario para que se diesen á los setenta y cinco señores
otros tantos billetes, es decir, setenta y cinco. Pero montando setenta
y cinco billetes, á razón de 23 reales por cada uno, á la cantidad de
1885 reales de vellón, desfalco notable en la entrada de cada noche, y
pudiendo estos billetes ser luego regalados y no servir aun para su uso
primitivo, dado caso que éste fuese de justicia, el empresario no sólo
se negó á darlos, sino que elevó la cuestión al señor gobernador civil,
y con ánimo, según creemos, de seguirlo elevando en todo caso hasta la
última potencia posible, y de no ceder de su derecho sino á la fuerza.

En tan apuradas circunstancias, yendo y viniendo días, llegábase el
día del baile, y en el ínterin que se decidía si los señores setenta
y cinco capitulares, por representar la villa de Madrid, la cual ha
cedido en una contrata particular los teatros á una empresa, deben
disfrutar ó no gratis de todas las funciones que en el local puede
dar la empresa, incluso alumbrado, alfombra, mesas de juego, ambigú y
demás; en el ínterin, repetimos, que esto se decidía, se presentó en
el despacho de los billetes el alguacil mayor, con su correspondiente
escribano y demás alguaciles menores, y embargó dichos setenta y cinco
billetes, para dichos setenta y cinco capitulares, previa la competente
protesta del despachador de ceder á la fuerza, y el competente recibo
del competente escribano. Ignoramos cuáles puedan ser las decisiones
ulteriores que sobre esta cuestión, que pudiéramos llamar de los
setenta y cinco, recaigan, ni es esto de nuestra incumbencia, ni nos
adelantaremos á dar nuestro voto en el particular, si bien nadie ha
dicho que no lo podemos tener como cada vecino de esta villa, á quien
representan los setenta y cinco capitulares.

Sólo sí contaremos un caso que nada tiene que ver con lo que llevamos
contado, y al referir el cual protestamos contra toda alusión. Es
capítulo aparte: táchesenos, si se quiere, de confundir unas materias
con otras: en un periódico no pueden venir las materias muy separadas
aunque uno quiera; pero no se nos tache de malignos, que ésta fuera
inculpación á la cual no podríamos resistir.

El caso era que en un pueblo solía salir en un día señalado todos
los años una procesión, no sabemos á qué propósito, la cual tenía de
costumbre inmemorial designada la carrera que debía seguir. Ocurrió
un año, antes del tiempo de la procesión, tapiar é incomunicar
cierta calleja, por la cual solía pasar aquélla; y convertida ya la
calleja en callejón sin salida, fué preciso variar la carrera que la
solemnidad ambulante llevaba. Alborotóse empero el pueblo, y sobre
todo los vecinos de la calleja, que querían disfrutar del paso de la
Virgen; y tanta fué la grita y la zalagarda, que fué indispensable la
intervención del alcalde, el cual oídas las partes, que fué cosa rara,
decretó: «En atención á lo que se me ha dicho por una y otra parte, y
á pesar de estar hecha la calleja callejón sin salida, mando y ordeno
que se guarden los usos y costumbres, y que vaya la procesión por la
calleja».



                        LA CALAMIDAD EUROPEA[2]


Muchas y grandes han sido las calamidades con que la Providencia en sus
secretos fines quiso afligir en distintas épocas al hombre. Ya desde
un principio pudo conocer el más lego la desgracia que presidía á la
creación de este mísero globo. El que vió en los primeros tiempos que
fué preciso arrancar al hombre de su propia costilla la mujer, ó había
de tener poco olfato, ó debía ya decir para su capote (permítaseme el
anacronismo) que había de venir presto abajo nuestra felicidad. Así
fué; habló una serpiente; la mujer dió oídos al primer advenedizo,
fragilidad que desgraciadamente se ha transmitido de siglo en siglo;
cortóse la manzana del árbol del bien y del mal, que por lo visto
sólo tenía el mal para nosotros, hincóle el diente el crédulo esposo,
y vínose abajo á renglón seguido todo el edificio del primaveral
paraíso. Primera calamidad, y no la más floja. Henos aquí ya habitando
la tierra, merced á la picia del primer hombre: nace el segundo mortal,
y segunda picia: lo primero que hace es matar al tercero: he aquí una
raza maldita, y la segunda calamidad. Con tan galanos principios no
debió de ser difícil augurar los fines. El primer homicidio no debía
de ser el último. Endurécese el hombre en el mal, sucédele un vicio á
otro, un crimen abona el anterior, y pónese la cosa tan de mala data,
que cansado y arrepentido el Hacedor, lluévele encima al hombre, y
pónelo perdido. ¡Día de agua! Ni sirven ramas, ni valen altos montes.
Se abren las cataratas del cielo, derrámase el líquido abundante,
ahógase todo bicho, y he aquí la tercera calamidad.

Vuelve el hombre á poblar, y ya de aquí en adelante imposible fuera
poner orden en las calamidades. No bien sale del reciente escarmiento,
lánzase de nuevo al crimen: olvida su Dios y su religión; de nada ha
servido el diluvio; el Criador lo conoce, y vista la ineficacia del
agua, aquí prueba con Sodoma y Gomorra la virtud del fuego: igual
resultado. Allá convierte en sal al curioso. Acá confunde en Babel
las lenguas insolentes, y vuélvese la torre una cazuela de un teatro
de Madrid. Tiempo perdido. Desde entonces todos hablan y ninguno se
entiende; pero no por eso se ha mejorado nuestra condición. Caiga
agua, baje fuego, venga sal, lluevan lenguas sobre nosotros; el hombre
insolente todo lo aprovecha. Inventa barcos, y anda sobre el agua;
recoge la lumbre, y caliéntase á ella; toma la sal, y échala en el
puchero; aprende las lenguas, y corre á enseñarlas por el equitativo
estipendio de treinta reales al mes...

¿Quién tendría desde entonces el vano proyecto de seguir en su curso
las calamidades del hombre? Poco antes de llegar á la tierra de
promisión, adora el becerro de oro, figura simbólica del siglo XIX,
que había de adorar el oro, aunque fuese en un becerro; en Jericó hace
añicos todos los cántaros de la provincia; en Egipto adora la cebolla,
ídolo por cierto de muy mal tono; en el Indostán tributa honores al sol
y al fuego; en la India occidental, que tenía más de occidental que de
India, adora la luna entera; más económico en Asia, adora media luna
no más; en África reverencia á los bichos ponzoñosos; en Europa rinde
culto á sus grandes ladrones y asesinos, y erige altares á sus tiranos;
aquí se hunde la Atlántida, preparando á navegantes con su hundimiento
descubrimientos fatales; ábrense volcanes por todas partes, vomitando
lumbre sobre él; las tempestades aquí, la peste allí, la guerra de
nación en nación, las preocupaciones doquiera, la mujer en todas
partes; todo es error y desgracia, todo crimen y confusión el mundo;
todo es, en fin, calamidades.

Dejemos, pues, á un lado las del mundo para ocuparnos sólo de las de
Europa.

Nace apenas la sociedad europea, y surgiendo de ella Elena, lánzase
aquélla contra el Asia en mil frágiles barquillos á llevar á las playas
troyanas el hierro y la destrucción. _Nótese que la primera calamidad
europea emanó de la importancia dada á la fidelidad de una mujer._

El adulterio, el asesinato y el incesto reciben á su vuelta á los
vencedores argivos. Cien repúblicas en seguida, ansiosas de libertad,
se aherrojan mutuamente, y un ejército de Persas viene hasta Maratón
á sembrar el luto en la sociedad europea. _Nótese que la segunda
calamidad es una intervención extranjera._

Dos bandoleros famosos, Remo y Rómulo, echan los cimientos de la ciudad
universal, que con las armas en la mano avasalla después y esclaviza
á la Europa entera. _Nótese que el principio de la tercera calamidad
fueron dos ladrones públicos._

El Norte vomita sobre el Mediodía hordas innumerables de Vándalos
y Godos, que mudan á sangre y fuego la faz de la malhadada Europa.
_Nótese que la cuarta calamidad vínole á Europa del Norte._

El hijo de Dios había descendido ya á morir en la tierra por los
hombres; una religión nueva alzaba sus bienhechoras cruces por todas
partes; más de cien hijos espúreos, saliendo del río principal, como
sangrías de licor ponzoñoso, inundan el mundo de sectas parciales:
los hijos de un innovador atrevido se arrojan de Asia á Europa con
el alfanje en la una mano y el Korán en la otra: numerosas cruzadas
se levantan por la religión, y encienden la guerra general: nuevas
sectas derraman luego la sangre alemana, y poco después la inglesa
y la francesa. La reacción, sangrienta, como la acción, establece
tribunales horribles, y cada pueblo, durante siglos enteros, aquí por
la guerra civil, allí por la conquista de otro hemisferio, es una ara
inmensa cubierta de mártires; los hombres son mitad víctimas, mitad
sacrificadores. _Obsérvese que la quinta calamidad le vino al hombre de
la preocupación religiosa, de la superstición, del fanatismo._

Sobre la sangre humeante de los _autos de fe_ nace la política, y
con ella el soñado equilibrio de los reinos; guerras de sucesión,
guerras de familia suceden á las guerras religiosas; pueblos enteros
perecen víctimas de guerras personales de sus reyes, y de etiquetas
palaciegas. _Adviértase que la sexta calamidad le vino á la Europa de
la importancia dada al apellido de sus pretendidos dueños absolutos._

Vencedores éstos contemplan como instrumentos á sus súbditos; pero
cansados al fin los pueblos, caen en la cuenta de sus derechos, y un
grito unánime de libertad resuena en el universo. La Europa le acoge,
y responde á él; se abre una lucha sangrienta de principios; una
revolución espantosa traspasa todos los límites posibles; un coloso
nace de ella á detenerla; vencido empero el coloso, la libertad vuelve
á desplegar sus alas. Desde entonces los hombres siguen vertiendo
anchos ríos de sangre para reconquistar de la rutina el derecho
más sencillo y claro de todos: su propia voluntad. _Nótese que la
sétima calamidad nos viene de haber conferido nuestros poderes sin
restricción, sin prenda, sin garantía; de haber dejado prescribir un
derecho._

Hemos llegado á la octava calamidad europea. ¿Pues cuál otra horrible
calamidad nos amenaza? ¿Otro cólera? Si el hombre nació para morir,
la peste es una muerte cualquiera. Mayor es la calamidad que nos
amaga: más terrible la prueba á que nos sujeta la Providencia. ¿Algún
reglamento? Eso sería una gota más en el mar. ¿Algún empréstito? El
deber es calamidad sólo para quien ha de pagar, ó para quien presta.
¿Otra invasión de Rusos? Más todavía. ¿Qué sería una invasión de Rusos?
Algunos años de despotismo. Para pueblos tan acostumbrados, para
pueblos donde hay quien pelee por él, nada. Es volver la tortilla. No
faltaría quien la comiera.

La gran calamidad europea, la calamidad de las calamidades, he aquí
cómo la hallamos consignada en un comunicado que en un periódico leemos.

«Que conmigo se haga una injusticia (nos dice un personaje, un tanto
cuanto atropellado en las formas), puede ser un triunfo para mis
enemigos; pero en el caso presente la violencia usada hacia mí es un
desastre para todos, es una brecha abierta en el corazón de nuestras
instituciones, es una calamidad nacional; ¿y quién sabe si no podrá
hacerse una calamidad europea? Los trastornos que podrían resultar
de tan evidente violación de los principios conservadores de nuestro
régimen, podrían ir más allá de los Pirineos».

He aquí bien clara la gran calamidad, que entre tanto que lo es para la
Europa, lo es indudablemente para el que escribe. La cosa en verdad no
es insignificante como muchos creen; bien pudiera ser trascendental;
pero lo que ni nosotros habíamos presumido, ni nuestros lectores
tampoco, es que esto podría trastornar el mundo. Curiosos por demás de
lo que nos podría acontecer, hemos recorrido, como ha visto el lector,
la historia del mundo y de sus calamidades. Hemos temblado por nosotros
y por la Europa. ¿Obrará este accidente como el robo de Elena? ¿Será
Troya nuestra patria? ¿Tendrá los resultados del levantamiento de Remo
y Rómulo? ¿Será la voz del destituido el grito de Lutero? ¿Imperará á
los mares como el _quos ego_ de Virgilio? ¿Será su desgracia, justa ó
injusta, legal ó ilegalmente llevada á cabo, el Waterloo de nuestra
pequeña libertad? ¿Qué parte del mundo se hundirá? ¿Obrará como un
diluvio, como un castigo del cielo, ó como una calamidad puramente
humana?

¡Ah!, ¡plegue al cielo apartar de nosotros tan terribles infortunios!
_¡¡¡Lejos, pobre España, lejos de nosotros el profeta y la
profecía!!!_[3]


                                NOTAS:

[2] Todo el mundo recuerda la expulsión del señor Burgos del Estamento
de ilustres Próceres. Aquel acto, legal ó ilegal, y el párrafo del
artículo citado más abajo, y publicado en los periódicos de la época
por el destituido, son datos más que suficientes para la inteligencia
de este escrito, que entonces no vió la luz por circunstancias
independientes de la voluntad del autor.

[3] Poco después despareció efectivamente el profeta, y la profecía
todavía no ha parecido.



                             TERCERA CARTA
                         DE UN LIBERAL DE ACÁ
                         Á UN LIBERAL DE ALLÁ


Dos cartas he recibido tuyas, querido Silva, la una en letra de molde
por el conducto de esta estafeta pública, y secreta la otra en que nos
haces á los liberales de acá estupendos cargos. No tiene la primera
contestación, ó al menos á mí no me ocurre, lo cual es lo mismo, puesto
que he de ser yo quien la ha de dar. Tiénela sí la segunda, y larga;
tanto que pudiera ocupar con ella más pliegos que ocupó la memoria de
marina presentada en las Cortes, más tiempo que dura una facción, y más
terreno que el que reconoce cuándo y cómo quiere Zumalacárregui, sin
darte por eso más fruto ni más sustancia que el que pueden dar de sí
todas esas cosas juntas.

¿Me preguntas si es gobierno representativo lo que tenemos? No entiendo
yo muchas veces tus preguntas. Todo es aquí representativo. Cada
liberal es una pura y viva representación de los trabajos y pasión de
Cristo, porque el que no anda azotado, anda crucificado. Luego, no hay
oficina en que no se encuentren representaciones de algún quejoso:
hay por otra parte muchos que están representando á cada paso sobre
lo mucho que no se hace y lo poco que se deshace; verdad es que no se
cuida más de estas representaciones que de las teatrales; pero, ¿son
ó no son representaciones? Cada español por otra parte representa un
triste papel en el drama general, y toda nuestra patria misma está
á dos dedos de representar el cuadro del hambre... Todo es, pues,
pura representación; venirnos, pues, con la pregunta truhanesca de si
estamos ó no en un sistema representativo, es burlarse de uno en sus
barbas y preguntarle á un borracho si bebe vino. Desengáñate de una
vez, y acaba de creer á pies juntillas, no sólo que vivimos bajo un
régimen representativo, aunque te engañen las apariencias, sino que
todo esto no es más que una pura representación, á la cual, para ser de
todo punto igual á una del teatro, no le faltan más que los silbidos,
los cuales, si se ha de creer en corazonadas y en síntomas y señales
anteriores, no deben andar muy lejos, ni de hacerse esperar mucho,
según la mareta sorda que se empieza ya á sentir.

Añades que no somos libres. Menos entiendo yo esto que lo otro. Gozamos
de la más amplia libertad posible; y en esto te juro que hemos llegado
á tal altura de tolerancia y despreocupación, que ninguna nación culta
ni inculta rayó jamás tan alto. Y voy á darte la prueba. Suponte por
un momento, aunque te pese hasta el figurártelo, que eres español. No
te aflijas, que esto no es más que una suposición. Que eres español,
y que dices para tu capote, por ejemplo: «Yo quiero ser carlista». En
hora buena: coges tu fusil y tu canana, y ancha Castilla; nadie te lo
estorba; que te cansas de la facción y que te vas á tu casa, nadie
te dice una palabra, con tal que tantas cuantas veces lo hagas, uses
de la fórmula de decir que te acoges á algún indulto de los últimos
que hayan salido, ó de los primeros que vayan á salir. Ya ves tú que
esto no cuesta trabajo. Que te levantas un día de mal humor, y que
conspiras como carlista, ó que te defiendes en tu cuartel á balazos ó
con cualquiera otro medio inocente: vas á Filipinas y ves tierras, y
siempre aprendes geografía.

Verdad es, que si como te había de dar por conspirar en favor de
los diez años, te da por conspirar en favor de los tres, hay una
diferencia, y que entonces no necesitas salir al campo ni tirar un tiro
para que te prendan, sino que te vienen á prender á tu misma casa, que
es gran comodidad; pero, amigo, no se cogen truchas á bragas enjutas,
y algo le ha de costar á uno ser liberal. Y luego que eso te sucederá
si eres tonto, porque nadie te manda ser liberal; tú puedes ser lo
que te dé la gana. Añade á eso que libertad completa no la hay en el
mundo, que eso es un disparate. Así es, que cuando yo digo que somos
libres, no quiero yo decir por eso que podemos ser libres á banderas
desplegadas y salir diciendo por las calles: «¡Viva la libertad!» ú
otros despropósitos de esta especie; ni que podemos dar en tierra con
los empleados de Calomarde que quedan en su destino, lo cual tampoco
sería justo, porque yo no creo que porque los haya empleado éste ú
aquél dejen por eso de necesitar un sueldo. ¡Pobrecillos! Nada de eso:
quiero decir que podemos gritar en días solemnes: «¡Viva el Estatuto!»,
y podemos estarnos cada uno en su casa, y callar á todo siempre y
cuando nos dé la gana. Si esto no es libertad, venga Dios y véalo. Lo
mismo es esto que lo que acerca de la libertad de imprenta me añades.
¿Y quién duda que tenemos libertad de imprenta? Que quieres imprimir
una esquela de convite; más, una esquela de muerte; más todavía, una
tarjeta con todo tu nombre y tu apellido, bien especificado: nadie
te lo estorba. Ahí verás cuán equivocados vivís, y cuán peligroso es
creerse de los informes que da cualquiera. Que eres poeta, y que llega
un día de su Majestad y haces una oda: allí puedes alabar todo lo
que pasa, y puedes decir que todo va bien en buenos ó malos versos,
que toda esa libertad te dejan. Y también puedes decirlo en prosa, y
puedes no decirlo de ninguna manera, si eres hombre de sentido común,
y nadie se mete contigo. Que quieres publicar un periódico, nada más
fácil. Vas, y ¿qué haces? Lo primero reúnes seis mil reales de renta,
que esto en España todos nacen con ellos, y si no los encuentras á
la vuelta de una esquina. Lo segundo, entregas veinte mil reales en
depósito: que no los tienes; también los encuentras al momento. Aquí
todo el mundo te convida con una talega á primera vista. Y estos
veinte mil reales son sagrados, como todos los depósitos, como los de
Gremios, etc., etc. El día de mañana, ó al otro, por ejemplo, te los
vuelven. Pides luego tu licencia; que te la niegan, ó que no tienes las
cualidades necesarias... no publicas tu periódico. Y está muy bien,
porque si no eres empleado de nombramiento real, ó no eres mayorazgo
de seis mil reales de renta, ó no eres abogado del colegio, que es
lo que hay que ser en España, ¿qué has de publicar en tu periódico,
sino tonterías y oscurantismo? Pero que eres apto, no por tus luces
ó tu patriotismo, sino por tus reales ó tus pedimentos del colegio
(de otra parte no), y que te dan tu licencia, te ponen tu censor
correspondiente, que te deja decir todo, por supuesto, y lluévete
suscripción encima, porque eso sí, el país es amigo de leer, y es una
viña para especulaciones, sobre todo literarias.

Rectifica, pues, amigo Silva, tus ideas con respecto á España, y cree
no sólo que vivimos bajo un régimen representativo, sino que somos
libres más que ninguna nación del mundo, y que tenemos amplia libertad
de imprenta.

Una vez convencido de estas tres bases fundamentales, tratará de
convencerte de esas otras menudísimas dudas que abrigas acerca de la
prosperidad de la España, que no le va en zaga en nada á Portugal,--_El
liberal de acá_.

_P. D._ La cuádrupla alianza sigue produciendo saludables efectos.



                       LO QUE NO SE PUEDE DECIR
                           NO SE DEBE DECIR


Hay verdades de verdades, y á imitación del _diplomático_ de Scribe
podríamos clasificarlas con mucha razón en dos: la verdad que no es
verdad, y... Dejando á un lado las muchas de esa especie que en todos
los ángulos del mundo pasan convencionalmente por lo que no son,
vamos á la verdad verdadera, que es indudablemente la contenida en el
epígrafe de este capítulo.

Una cosa aborrezco, pero de ganas, á saber, esos hombres naturalmente
turbulentos que se alimentan de oposición, á quienes ningún gobierno
les gusta, ni aun el que tenemos en el día; hombres que no dan tiempo
al tiempo, para quienes no hay ministro bueno, sobre todo desde que se
ha convencido con ellos en que Calomarde era el peor de todos; esos
hombres que quieren que las guerras no duren, que se acaben pronto las
facciones, que haya libertad de imprenta, que todos sean milicianos
urbanos... Vaya usted á saber lo que quieren esos hombres. ¿No es un
horror?

Yo no. Dios me libre. El hombre ha de ser dócil y sumiso, y cuando
está sobre todo en la clase de los súbditos, ¿qué quiere decir esa
petulancia de juzgar á los que le gobiernan? ¿No es esto la débil y
mezquina criatura pidiendo cuentas á su Criador?

La ley, señor, la ley. Clara está y terminante: impresa y todo: no
es decir que se la dan á uno de tapadillo. Ése es mi norte. Cójame
Zumalacárregui, si se me ve jamás separarme un ápice de la ley.

Quiero hacer un artículo, por ejemplo: no quiero que me lo prohíban,
aunque no sea más que por no hacer dos en vez de uno. ¿Y qué hace
usted? me dirán esos perturbadores que tienen siempre la anarquía entre
los dedos para soltársela encima al primer ministro que trasluzcan,
¿qué hace usted para que no se lo prohíban?

¡Qué he de hacer, hombres exigentes! Nada: lo que debe hacer un
escritor independiente en tiempos como éstos de independencia. Empiezo
por poner al frente de mi artículo, para que me sirva de eterno
recuerdo: «Lo que no se puede decir, no se debe decir». Sentada en el
papel esta provechosa verdad, que es la verdadera, abro el reglamento
de censura: no me pongo á criticarlo: ¡nada de eso! no me compete. Sea
reglamento ó no sea reglamento, cierro los ojos, y venero la ley, y la
bendigo que es más. Y continúo:

Artículo 12. «No permitirán los censores que se inserten en los
periódicos:

«Primero: artículos en que viertan máximas ó doctrinas que conspiren
á destruir ó alterar la religión, el respeto á los derechos y
prerrogativas del trono, el Estatuto Real, y demás leyes fundamentales
de la monarquía».

Esto dice la ley. Ahora bien: doy el caso que me ocurra una idea que
conspira á destruir la religión. La callo, no la escribo, me la como.
Éste es el modo.

No digo nada del respeto á los derechos y prerrogativas del trono,
el Estatuto, etc., etc. ¿Si les parecerá á esos hombres de oposición
que no me ocurre nada sobre esto? Pues se equivocan; ni cómo he de
impedir yo que me ocurran los mayores disparates del mundo. Ya se ve
que me ocurriría entrar en el examen de ese respeto, y que me ocurriría
investigar los fundamentos de todas las cosas más fundamentales. Pero
me llamo aparte, y digo para mí: ¿No está clara la ley? Pues punto
en boca. Es verdad que me ocurrió; pero la ley no condena ocurrencia
alguna. Ahora; en cuanto á escribirlo, ¿no fuera una necedad? No
pasaría. Callo, pues; no lo pongo, y no me lo prohíben. He aquí el
medio sencillo, sencillísimo. Los escritores, por otra parte, debemos
dar el ejemplo de la sumisión. Ó es ley, ó no es ley. Mal haya los
descontentadizos. ¡Mal haya esa funesta oposición! ¿No es buena manía
la de oponerse á todo, la de querer escribirlo todo?

Que no pasan las _sátiras_ é _invectivas_ contra la autoridad; pues
no se ponen tales sátiras ni invectivas. Que las prohíben, aunque se
_disfracen_ con _alusiones_ ó _alegorías_. Pues no se disfrazan. Así
como así ¡no parece sino que es cosa fácil inventar las tales alusiones
y alegorías!

Los _escritos injuriosos_ están en el mismo caso, aun cuando vayan con
_anagramas_ ó en otra cualquiera forma, _siempre que los censores se
convenzan de que se alude á personas determinadas_.

En hora buena; voy á escribir ya; pero llego á este párrafo y no
escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama.
No importa; puede convencerse el censor de que se alude, aunque no se
aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no
escribo nada; mejor para mí; mejor para él; mejor para el gobierno: que
encuentre alusiones en lo que no escribo. He aquí, he aquí el sistema.
He aquí la gran dificultad por tierra. Desengañémonos: nada más fácil
que obedecer. Pues entonces, ¿en qué se fundan las quejas? ¡Miserables
que somos!

Los _escritos licenciosos_, por ejemplo. ¿Y qué son escritos
licenciosos? ¿Y qué son costumbres? Discurro, y á mi primera
resolución, nada escribo; más fácil es no escribir nada, que ir á
averiguarlo.

Buenas ganas se me pasan de injuriar á _algunos soberanos_ y _gobiernos
extranjeros_. ¿Pero no lo prohíbe la ley? Pues chitón.

Hecho mi examen de la ley, voy á ver mi artículo; con el reglamento de
censura á la vista, con la intención que me asiste, no puedo haberlo
infringido. Examino mi papel; no he escrito nada, no he hecho artículo,
es verdad. Pero en cambio he cumplido con la ley. Éste será eternamente
mi sistema; buen ciudadano, respetaré el látigo que me gobierna, y
concluiré siempre diciendo:

«Lo que no se puede decir, no se debe decir».



                         REVISTA DEL AÑO 1834


No sé por qué capricho extraordinario, y en oposición con mis hábitos
antiguos, el 31 de este diciembre que espira hubo de asaltarme el
sueño mucho más pronto de lo que acostumbra; no diré si fué porque
leí ese día más artículos de periódico de los que puede resistir mí
débil naturaleza, ó si fuí á alguna representación nueva, de ésas en
que el autor y los actores hacen todo lo que pueden, y en que suele
uno no poder con lo que hacen. Lo único que puedo asegurar, juzgando
por los resultados, es que reclinado en una poltrona moderna me
entregué á Morfeo con la misma seguridad y descuido que un juez en la
audiencia, ó que una autoridad no responsable en días de calamidad.
No sé el tiempo que habría transcurrido desde el momento que hice tan
completa abnegación de mí mismo, cuando se me antojó ver un anciano
venerable, que por su reloj de arena y su luz hube de reconocer por el
Tiempo; envuelto en una nube, como pudiera un majo en su capa, porque
es sabido que esta clase de visiones siempre aparecen entre nubes,
aparecía indicarme con el dedo dos puertas, una enfrente de otra, en la
una de las cuales se leía _pasado_, y en la otra _futuro_. Parecióme
entonces que salía de su seno un ser más joven que él en verdad, pero
semejante á aquellos hombres, que todos conocemos, en quienes la
decrepitud y la muerte ha seguido muy de cerca á su nacimiento. En su
frente se leía en letras gruesas 1834. Seguíanle, y fueron pasando
ante mis ojos deslumbrados, doce mancebos, en cada uno de los cuales
se veían sobre sus diversos atributos el nombre de un mes. Al pasar
cada uno de ellos ante el primer venerable personaje, que iba á acabar
con su existencia, hacíanle profundo acatamiento, lo cual me recordó á
los hombres que siempre están más comedidos con quien peor los trata.
Figuróseme que le daban cuenta exacta de su corta y efímera vida, y el
anciano iba resumiendo los datos en un gran libro lleno de borrones y
de enmiendas. «Según las mentiras que en ese libro se aciertan de lejos
á divisar, dije para mí, debe de ser el libro de la historia». Así era
efectivamente.

Pasados en revista los doce mancebos, y oídas sus revelaciones, á
tiempo que iba á poner el último el pie en el dintel de una de las dos
puertas, fué preciso escuchar la relación que, en descargo sin duda de
su conciencia, hizo al Tiempo el segundo personaje, y de la cual, si
mal no me acuerdo, hube de recoger los siguientes fragmentos.

«Al nacer, comenzó el buen viejo, que se veía morir, después de tan
corta vida, encontré al mundo poco más ó menos como mis predecesores:
reyes por todas partes mandando pueblos, pueblos por todas partes
dejándose mandar por reyes. Engaños y falsedades, donde quiera,
charlatanismo en todas partes, crédulos é ignorantes siempre erigiendo
el edificio de su poder...

Encontré á España empezando á despertar de un sueño como el de
Endimión, aparte la diferencia del número de los años. En política
un manifiesto; barrera entre el despotismo y la libertad, existía
oponiendo diques á todas las corrientes; yo le desbaraté, y la
corriente de la libertad, sin verse expedita aún, halló rendijas y
aberturas por donde penetrar é ir poco á poco fertilizando los campos.
En mis primeros momentos de vida, en tiempo de máscaras por más señas,
llamé al poder á un hombre todo esperanzas, de éstos de quienes se
dice simplemente que prometen; pero no me estaba reservado ver en mi
corta vida realizadas las promesas, y dudo que las vean mis sucesores
cumplidas. Durante mi tiempo ha nacido un monstruo, el _miedo á la
anarquía_; monstruo como el terror, pánico; él ha perseguido á mis
hijos predilectos; él ha alargado la vida á los hijos de mis diez
antepasados...

Sin embargo, una representación nacional ha venido á sentarse en
los escaños públicos de dos estamentos, que he venerado, y en cuya
naturaleza antico-moderna no he hecho alto. Lo he tomado como me lo han
dado. La posteridad no dirá que no he sido filósofo: todo lo contrario:
he tomado las cosas conforme han venido: he visto abolido el voto
de Santiago, pequeño paso, y como éste otros tan menudos que ni los
recuerdo. Grande, nada he visto sino la paciencia. He visto celebrarse
un gran tratado diplomático: no he visto sus resultados.

Encontré á mi advenimiento algunos facciosos: al morir me hallo en el
apuro del que muere muy rico, en este particular; no sé los que dejo.

He mirado estrellarse en las provincias reputaciones antiguas, como la
espuma del mar en las rocas.

Una calamidad tan espantosa como ésa ha hecho y hará por mucho tiempo
memorable mi existencia; un azote del cielo ha devastado el suelo. El
cólera-morbo se ha llevado lo que ha perdonado la guerra civil.

En punto á ciencias no he visto nada: en literatura, he visto una ó dos
producciones nuevas; he visto dos dramas históricos, de que no sé si
hablarán tanto como yo mis sucesores.

En artes tampoco he visto gran cosa. El año 34 será célebre por sus
calamidades; nadie empero le verá jamás en el libro de los adelantos
humanos para España; es de temer que no sea yo el último á quien se
haga ese reproche.

Al dejar mi corto reinado, déjolo peor que lo encontré, y ojalá que el
remedio estuviera tan cerca como mi fin. Debo advertir que he vivido
amordazado, y que muero todavía sin voz. Por eso me fuera imposible
decir cuanto he visto; pero sólo declararé que me hubiera estado mejor
haber nacido ciego.

Mi fin se acerca por momentos. ¡Ojalá que mis sucesores puedan dar
mejor cuenta de sus días, ojalá que no vean tantos como yo perdidos, ó
manchados!»

Al decir estas últimas palabras, abriéronse de repente entrambas
puertas con nunca oído estrépito. El Tiempo extendió su hoz destructora
sobre las trece cabezas, y se hundieron rápidamente en el interior
del _pasado_, que volvió á cerrarse en el mismo instante. La puerta
de lo _futuro_ se abrió entonces... un velo denso me impidió ver su
interior distintamente... en aquel punto doce terribles campanadas
me indicaron las doce de la noche, desperté y aún vi dos cosas entre
sueños: un enorme letrero en la puerta de lo _futuro_, que empezaba á
desaparecer á mis ojos despiertos, el cual decía: «año 1835». La cosa
segunda que vi fué que al hacer este sueño no había hecho más que un
plagio imprudente á un escritor de más mérito que yo. Di las gracias
á Jouy, me acabé de despertar, y me preparé á ver en el próximo y
naciente 1835 un segunda edición de los errores de 1834. Ojalá que la
experiencia desmienta mi funesto pronóstico.



                              LA SOCIEDAD


Es cosa generalmente reconocida que el hombre es _animal social_, y yo,
que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo, que
no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente
de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin duda. No pienso
adherirme á la opinión de los escritores mal humorados que han querido
probar que el hombre habla por una aberración, que su verdadera
posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave error en
buscar y fabricarse todo género de comodidades, cuando pudiera pasar
pendiente de las bellotas de una encina el mes, por ejemplo, en que
vivimos. Hanse apoyado para fundar semejante opinión en que la sociedad
le roba parte de su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que
el frío no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos
á los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas
las necesidades de la vida la peor: eso sí. Ésta es una desgracia,
pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son
verdad: razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas
investigaciones para buscar ésta. Á nuestro modo de ver no hay nada más
fácil que encontrarla: allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo
malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión.

Ahora bien; convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no nos
costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre
nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos
queda otro recurso que pintarla.

De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo,
blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias, trate
de unir sus esfuerzos á los de su semejante para luchar contra sus
enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es decir, el
que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que busque á
su hermano (que así se llaman los hombres unos á otros por burla sin
duda) para pedirle su auxilio: de aquí podría deducirse que la sociedad
es un cambio mutuo de servicios recíprocos. Grave error, es todo lo
contrario: nadie concurre á la reunión para prestarle servicios, sino
para recibirlos de ella: es un fondo común donde acuden todos á sacar,
y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta.
La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el
gran lazo que la sostiene es por una incomprensible contradicción
aquello mismo que parecería destinado á disolverla; es decir, el
egoísmo. Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reúne unos á otros
en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto
consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual
es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos á otros:
segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos; y
en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer á nosotros
mismos más que á los otros.

Averiguar ahora si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si
el gran poder de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y si
quien ponía por base de todo el egoísmo, podía haberle sustituido el
desprendimiento, ni es cuestión para nosotros, ni de estos tiempos, ni
de estos países.

Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino
á cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos,
amantes, amigos..... en una palabra, no somos hombres todavía; pero
á cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa:
entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces no
hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada cierta edad
se ven hombres buenos todavía, esto está sin duda dispuesto así para
que ni la ventaja cortísima nos quede de tener una regla fija á que
atenernos, y con el fin de que puedan llevarse chasco hasta los más
experimentados.

Pero como no basta estar convencidos de las cosas para convencer de
ellas á los demás, inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones
á un primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo, joven,
vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en el colegio,
y versado en los autores clásicos, traía al mundo llena la cabeza de
las virtudes que en los poemas y comedias se encuentran. Buscaba un
Pilades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro de encontrar
una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era una crueldad.
¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como lo hemos sido
todos? Pero además hubiera sido imposible. Limitéme, pues, á tomar
sobre mí el cuidado de introducirle en el mundo, dejando á los demás el
desengañarle de él.

Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables,
al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni
aun una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos
cuantos fraques y cadenas, pantalones colan y mi-colan, reloj, sortijas
y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras virtudes en
sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor tono. Un poco de
presunción, un personal excelente, suficiente atolondramiento para
no quedarse nunca sin conversación, un modo de bailar semejante al
de una persona que anda sin gana, un bonito frac, seis apuestas de
á onza en el _ecarté_, y todo el desprecio posible de las mujeres,
hablando con los hombres, le granjearon el afecto y la amistad
verdadera de todo el mundo. Es inútil decir que quedó contento de su
introducción. «Es encantadora, me dijo, la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué
generosidad! ¡¡¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!!!» Á los quince días
conocía á todo Madrid: á los veinte no hacía caso ya de su antiguo
consejero: alguna vez llegó á mis oídos que afeaba mi filosofía y mis
descabelladas ideas, como las llamaba: «Preciso es que sea muy malo
mi primo, decía, para pensar tan mal de los demás:» á lo cual solía
yo responder para mí: «Preciso es que sean muy malos los demás, para
haberme obligado á pensar tan mal de ellos».

Cuatro años habían pasado desde la introducción de mi primo en la
sociedad: habíale perdido ya de vista, porque yo hago con el mundo lo
que se hace con las pieles en verano; voy de cuando en cuando, para que
no entre el olvido en mis relaciones, como se sacan aquéllas tal cual
vez al aire para que no se albergue en sus pelos la polilla. Había,
sí, sabido mil aventuras suyas de éstas que, por una contradicción
inexplicable, honran mientras sólo las sabe todo el mundo en confianza,
y que desacreditan cuando las llega á saber alguien de oficio, pero
nada más. Ocurrióme en esto noches pasadas ir á matar á una casa la
polilla de mi relación; y á pocos pasos encontréme con mi primo.
Parecióme no tener todo el buen humor que en otros tiempos le había
visto; no sé si me buscó él á mí, si le busqué yo á él; sólo sé que
á pocos minutos paseábamos el salón de bracero, y alimentando el
siguiente diálogo:

--¿Tú en el mundo?, me dijo.

--Sí, de cuando en cuando vengo: cuando veo que se amortigua mi odio,
cuando me siento inclinado á pensar bien, cuando empiezo á echarle
menos, me presento una vez, y me curo para otra temporada. Pero ¿tú no
bailas?

--Es ridículo: ¿quién va á bailar en un baile?

--Sí por cierto... ¡si fuera en otra parte! Pero observo desde que
falto á esta casa multitud de caras nuevas... que no conozco...

--Es decir, que faltas á todas las casas de Madrid... porque las caras
son las mismas; las casas son las diferentes; y por cierto que no vale
la pena de variar de casa para no variar de gente.

--Así es, respondí, que falto á todas. Quisiera por lo tanto que
me instruyeses... ¿Quién es, por ejemplo, esa joven?... linda por
cierto.... baila muy bien... parece muy amable...

--Es la baroncita viuda de ***. Es una señora que, á fuerza de ser
hermosa y amable, á fuerza de gusto en el vestir, ha llegado á ser
aborrecida de todas las demás mujeres. Como su trato es harto fácil, y
no abriga más malicia que la que cabe en veinte y dos años, todos los
jóvenes que la ven se creen con derecho á ser correspondidos; y como
al llegar á ella se estrellan desgraciadamente los más de sus cálculos
en su virtud (porque aunque la ves tan loca al parecer, en el fondo
es virtuosa), los unos han dado en llamar coquetería su amabilidad,
los otros por venganza le dan otro nombre peor. Unos y otros hablan
infamias de ella; debe por consiguiente á su mérito y á su virtud el
haber perdido la reputación. ¿Qué quieres?, ¡¡¡ésa es la sociedad!!!

--¿Y aquélla de aquel aspecto grave, que se remilga tanto cuando un
hombre se la acerca? Parece que teme que la vean los pies según se baja
el vestido á cada momento.

--Ésa ha entendido mejor el mundo. Ésa corresponde con bufidos á todo
galán. Una casualidad rarísima me ha hecho descubrir dos relaciones que
ha tenido en menos de un año: nadie las sabe sino yo: es casada; pero
como brilla poco su lujo, como no es una hermosura de primer orden,
como no se pone en evidencia, nadie habla mal de ella. Pasa por la
mujer más virtuosa de Madrid. Entre las dos se pudiera hacer una maldad
completa: la primera tiene las apariencias, y ésta la realidad. ¿Qué
quieres?, ¡[¡¡]en la sociedad siempre triunfa la hipocresía!!! Mira;
apartémonos: quiero evitar el encuentro de ése que se dirige hacia
nosotros: me encuentra en la calle y nunca me saluda; pero en sociedad
es otra cosa: como es tan desairado estar de pie, sin hablar con nadie,
aquí me habla siempre. Soy su amigo para los momentos de fastidio:
también en el Prado se me suele agregar cuando no ha encontrado ningún
amigo más íntimo. Ésa es la sociedad.

--Pero observo que huyendo de él nos hemos venido al _ecarté_. ¿Quién
es aquél que juega á la derecha?

--¿Quién ha de ser? Un amigo mío íntimo, cuando yo jugaba. Ya se ve;
¡perdía con tan buena fe! Desde que no juego no me hace caso. ¡Ay!,
éste viene á hablarnos.

Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso.
¿Cómo le tratan á usted?... le preguntó mi primo.

--Pícaramente; diez onzas he perdido. ¿Y á usted?

--Peor todavía; á Dios.

Ni siquiera nos contestó el perdidoso.--Hombre, si no has jugado, le
dije á mi primo, ¿cómo dices?...

--Amigo, ¿qué quieres? Conocí que me venía á preguntar si tenía
suelto. En su vida ha tenido diez onzas; la sociedad es para él una
especulación: lo que no gana lo pide...

--Pero ¿y qué inconveniente había en prestarle? Tú que eres tan
generoso...

--Sí, hace cuatro años; ahora no presto ya hasta que no me paguen lo
que me deben; es decir, que ya no prestaré nunca. Ésa es la sociedad. Y
sobre todo, ese que nos ha hablado...

--¡Ah!, es cierto; recuerdo que era antes tu amigo íntimo: no os
separabais.

--Es verdad; y yo le quería: me lo encontré á mi entrada en el mundo;
teníamos nuestros amores en una misma casa, y yo tuve la torpeza de
creer simpatía lo que era comunidad de intereses. Le hice todo el bien
que pude, ¡inexperto de mí! Pero de allí á poco puso los ojos en mi
bella, me perdió en su opinión, y nos hizo reñir: él no logró nada;
pero desbarató mi felicidad. Por mejor decir, me hizo feliz; me abrió
los ojos.

--¿Es posible?

--Ésa es la sociedad: era mi amigo íntimo. Desde entonces no tengo más
que amigos; íntimos, estos pesos duros que traigo en el bolsillo: son
los únicos que no venden: al revés, compran.

--¿Y tampoco has tenido más amores?

--¡Oh!, eso sí: de eso he tardado más en desengañarme. Quise á una que
me quería sin duda por vanidad, porque á poco de quererla me sucedió
un fracaso que me puso en ridículo, y me dijo que no podía arrostrar
el ridículo; luego quise frenéticamente á una casada: ésa sí, creí que
me quería sólo por mí; pero hubo hablillas, que promovió precisamente
aquella fea que ves allí, que como no puede tener amores, se complace
en desbaratar los ajenos; hubieron de llegar á oídos del marido, que
empezó á darla mala vida: entonces mi apasionada me dijo que empezaba
el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo
primero. Es decir, que amaba más á su comodidad que á mí. Ésa es la
sociedad.

--¿Y no has pensado nunca en casarte?

--Muchas veces; pero á fuerza de conocer maridos, también me he
desengañado.

--Observo que no llegas á hablar á las mujeres.

--¿Hablar á las mujeres en Madrid? Como en general no se sabe hablar
de nada, sino de intrigas amorosas, como no se habla de artes, de
ciencias, de cosas útiles, como ni de política se entiende, no se
puede uno dirigir ni sonreir tres veces á una mujer; no se puede ir
dos veces á su casa sin que digan: «Fulano hace el amor á mengana».
Esta expresión pasa á sospecha, y dicen con una frase por cierto
bien poco delicada: «¿Si estará metido con fulana?» Al día siguiente
esta sospecha es ya una realidad, un compromiso. Luego hay mujeres,
que porque han tenido una desgracia ó una flaqueza, que se ha hecho
pública por este hermoso sistema de sociedad, están siempre acechando
la ocasión de encontrar cómplices ó imitadoras que las disculpen, las
cuales ahogan la vergüenza en la murmuración. Si hablas á una bonita,
la pierdes; si das conversación á una fea, quieres atrapar su dinero.
Si gastas chanzas con la parienta de un ministro, quieres un empleo. En
una palabra, en esta sociedad de ociosos y habladores nunca se concibe
la idea de que puedas hacer nada inocente, ni con buen fin, ni aun sin
fin.

Al llegar aquí no pude menos de recordar á mi primo sus expresiones
de hacía cuatro años: «Es encantadora la sociedad: ¡qué alegría! ¡qué
generosidad! ¡ya tengo amigos, ya tengo amante!!!»

Un apretón de manos me convenció de que me había entendido, «¿Qué
quieres? me añadió de allí á un rato; nadie quiere creer sino en
la experiencia: todos entramos buenos en el mundo, y todo andaría
bien si nos buscáramos los de una edad; pero nuestro amor propio nos
pierde: á los veinte años queremos encontrar amigos y amantes en las
personas de treinta, es decir, en las que han llevado el chasco antes
que nosotros, y en los que ya no creen: como es natural le llevamos
entonces nosotros, y se le pegamos luego á los que vienen detrás. Ésa
es la sociedad; una reunión de víctimas y de verdugos. ¡Dichoso aquél
que no es verdugo y víctima á un tiempo! ¡pícaros, necios, inocentes!!!
¡Más dichoso aún, si hay excepciones, el que puede ser excepción!!!»



                          UN PERIÓDICO NUEVO

        Noble Espagne, où la littérature est réduite à la liberté du
        monologue de Figaro.

                            F. SOULIÉ. La librairie à Paris.
                                _Livre des Cent-et-un._


¿Por qué no pone usted un periódico suyo? ¿Cuándo sale _Fígaro_? ¡Es
idea peregrina! Ya he visto en los demás periódicos la publicación del
permiso para el periódico nuevo. ¿Saldrá por fin en febrero, en marzo?
¿Cuándo? ¿Nos hará usted reir, por supuesto?

He aquí las preguntas que por todas partes se me dirigen, que me
cercan, me estrechan, me comprometen, y á las cuales me veo más apurado
para responder, que se ven hace tres días.... Iba á hacer una mala
comparación; y si me la había de suprimir algún amigo de estos que
miran de continuo por mi tranquilidad, suprímomela yo.

¿Por qué no he de publicar un periódico también?, he dicho
efectivamente para mí. En todos los países cultos y despreocupados la
literatura entera, con todos sus ramos y sus diferentes géneros, ha
venido á clasificarse, á encerrarse modestamente en las columnas de los
periódicos. No se publican ya infolios corpulentos de tiempo en tiempo.
La moda del día prescribe los libros cortos, si han de ser libros. Y
si hemos de hablar en razón, si sólo se ha de escribir la verdad, si
no se ha de decir sino lo que de cierto se sabe, convengamos en que
todo está dicho en un papel de cigarro. Los adelantos materiales han
ahogado de un siglo á esta parte las disertaciones metafísicas, las
divagaciones científicas; y la razón, como se clama por todas partes,
ha conquistado el terreno de la imaginación, si es que hay razón en el
mundo que no sea imaginaria. Los hechos han desterrado las ideas. Los
periódicos, los libros. La prisa, la rapidez, diré mejor, es el alma
de nuestra existencia, y lo que no se hace de prisa en el siglo XIX,
no se hace de ninguna manera; razón por la cual es muy de sospechar
que no hagamos nunca nada en España. Las diligencias y el vapor han
reunido á los hombres de todas las distancias: desde que el espacio ha
desaparecido en el tiempo, ha desaparecido también en el terreno. ¿Qué
significaría, pues, un autor formando á pie firme un libro, detenido él
solo en medio de la corriente que todo lo arrebata? ¿Quién se detendría
á escucharle? En el día es preciso hablar y correr á un tiempo, y de
aquí la necesidad de hablar de corrida, que todos desgraciadamente no
poseen. Un libro es, pues, á un periódico, lo que un carromato á una
diligencia. El libro lleva las ideas á las extremidades del cuerpo
social con la misma lentitud, tan á pequeñas jornadas como éste lleva
la gente á las provincias. Así sólo puede explicarse la armonía, la
indispensable relación que existe entre la ilustración del siglo y la
escasez de los libros nuevos. De otra suerte sería preciso inferir
que la civilización mata las artes y las letras. Y decimos las artes,
porque aquella misma rapidez de existencia ha lanzado sobre el terreno
de la pintura la litografía, y ha levantado al lado de las antiguas
moles de arquitectura gótica de los tiempos lentos, las modernas
construcciones de las ratoneras que por casas habitamos en el día.

Convencidos de que el periódico es una secuela indispensable, si no un
síntoma de la vida moderna, esperarían tal vez aquí nuestros lectores
una historia de esta invención; una seria disertación sobre los
primeros periódicos, y acerca de si debieron ó no su primer nombre á
una moneda veneciana que limitaba su precio. Nada de eso. Sólo diremos
que los primeros periódicos fueron _gacetas_: no nos admiremos, pues,
si fieles á su origen, si reconociendo su principio, los periódicos
han conservado la afición á mentir, que los distingue de las demás
publicaciones desde los tiempos más remotos; en lo cual no han hecho
nunca más que administrar una herencia. Es su mayorazgo; respetamos
éste como los demás, pues que estamos á esta altura todavía.

Inapreciables son las ventajas de los periódicos; habiendo periódicos,
en primer lugar, no es necesario estudiar, porque á la larga, ¿qué cosa
hay que no enseñe un periódico? Sabe usted por un periódico la hora á
que empieza el teatro, y algunas veces la función que se representa,
es decir, siempre que la función que se representa es la misma que
se anuncia: esto, al fin, sucede algunas veces. Por los periódicos
sabe usted de día en día lo que sucede en Navarra, cuando sucede
algo; verdad es que esto no es todos los días; pero para eso muchas
veces sabe usted también lo que no sucede: no se sabe ciertamente la
pérdida del enemigo, pero ésa siempre debe ser mucha; y en cambio se
sabe que llegó la noche, porque la noche llega siempre; no es como la
libertad, ni como las cosas buenas, que no llegan nunca; y se sabe que
los caballos de los facciosos corren más que los nuestros, puesto que
siempre deben aquéllos su salvación á su velocidad. Así se supiera
dónde diantres los van á buscar. Esta investigación sería de grande
utilidad para mejorar nuestras crías. Por un periódico sabe usted que
hay Cortes reunidas para elevar sobre el _cimiento_ el edificio de
nuestra libertad. Por ellos se sabe que hay dos Estamentos, es decir,
además del de Procuradores, otro de Próceres. Por los periódicos sabe
usted, _mutatis mutandis_, es decir, quitando unas cosas y poniendo
otras, lo que hablan los oradores, y sabe usted, como por ejemplo
ahora, cuándo una discusión es tal discusión, y cuándo es meramente
_conversación_, para repetir la frase feliz de un orador.

¿Á quién debe aquel orador de café, que perora sobre la intervención
extranjera, sus vastos conocimientos acerca de las intenciones de Luis
Felipe, sino á los periódicos? ¿Dónde habría aprendido aquella columna
de la Puerta del Sol, que hace la oposición de corrillo en corrillo, lo
que es un tory y un whig, y un reformista, y lo que puede una alianza,
sobre todo si es cuádrupla, y una _resistencia_, sobre todo si es una?
¿Dónde aprendería, siendo español, lo que es un progreso? ¿En qué libro
encontraría lo que quiere decir un _ministro responsable_, y una _ley
fundamental_, y una _representación nacional_, y una _fantasma_? ¿En
qué universidad podría aprender la sutil distinción que existe entre
las _fantasmas que matan y las que no matan_? Distinción por cierto
sumamente importante para nosotros pobres mortales, que somos los que
hemos de morir.

Convengamos, pues, en que el periódico es el grande archivo de los
conocimientos humanos, y que si hay algún medio en este siglo de ser
ignorante, es no leer un periódico.

Éstas y otras muchas reflexiones, las cuales no expongo todas, por
ser siempre mucho más lo que callo que lo que digo, me movieron á
ser periodista; pero no como quiera periodista atenido á sueldos y
voluntades ajenas, sino periodista por mí y ante mí.

Dicho y hecho, concibamos el plan. El periódico se titulará _Fígaro_,
un nombre propio; esto no significa nada y á nada compromete, ni á
_observar_, ni á _revistar_, ni á ser _eco de nadie_, ni á _chapar
flores_, ni á _compilar_, ni á maldita de Dios la cosa. Encierra sólo
un tanto de malicia, y eso bien sé yo que no me costará trabajo. Con
sólo contar nuestras cosas lisa y llanamente, ellas llevan ya la
bastante sal y pimienta. He aquí una de las ventajas de los que se
dedican á graciosos en nuestro país: en sabiendo decir lo que pasa,
cualquiera tiene gracia, cualquiera hará reir. Sea esto dicho sin
ofender á nadie.

El periódico tratará... de todo. ¿Qué menos?, pero como no ha de ser ni
tan grande como nuestra paciencia, ni tan corto como nuestra esperanza,
y como han de caber mis artículos, no pondremos las reales órdenes. Por
otra parte, no gusto de afligir á nadie; por consiguiente no se pondrán
los reales nombramientos: menos gusto de estar siempre diciendo una
misma cosa; por lo tanto fuera los partes oficiales. Estoy decidido á
no gastar palabras en balde; mi periódico ha de ser todo sustancia;
así, cada sesión de Cortes vendrá en dos líneas; algunos días en menos;
como de esas veces no ocupará nada.

Artículos de _política_. Los habrá. Éstos, en no entendiéndolos nadie,
estamos al cabo de la calle. Y eso no es difícil, sobre todo quien no
los ha de entender es el censor. Oposición: eso por supuesto. Á mí,
cuando escribo, me gusta siempre tener razón.

De _hacienda_. Largamente, pero siempre en broma, para nosotros será un
juego esto; no nos faltará á quien imitar. Los asuntos de cuentas sólo
son serios para quien paga; pero para quien cobra...

De _guerra_. También daremos artículos, y en abundancia: buscaremos
primero quien lo entienda y quien sepa hablar de la materia; por lo
demás saldremos del paso, si no bien, mal: nunca serán los artículos
tan pesados como el asunto.

De _interior_. Hasta los codos. Desentrañaremos esto; y tanto queremos
hablar de esta materia, que no nos detendremos en enumerar lo que se ha
hecho; sólo hablaremos de lo que falta por hacer.

De _estado_. Aquí nos extenderemos sobre el _statu quo_ y sobre el
Estatuto, y nos quedaremos extendidos; ni moveremos pie ni pata.

De _marina_. Esto es más delicado. ¿Ha de ser _Fígaro_ el único que
hable de eso? No me gusta ahogarme en poca agua.

De _gracia y justicia_. He dicho muchas veces que no soy ministerial:
haré por lo tanto justicia seca. ¡Ojalá que me dejen también hacer
gracias!

De _literatura_. En cuanto se publique un libro bueno le analizaremos;
por consiguiente, no seremos pesados en esta sección.

De _teatro español_. No diremos nada mientras no haya nada que decir.
Felizmente va largo.

De _actores_. Aquí seremos malos de buena fe: seremos actores hablando
de actores.

De _música_. Buscaremos un literato que sepa música, ó un músico que
sepa escribir: entre tanto, _Fígaro_ se compondrá como se han compuesto
hasta el día los demás periódicos. Felizmente pillaremos al público
acostumbrado; y él y nosotros estamos iguales.

_Modas._ En esta sección hablaremos de empréstitos, de intrigas, de
favor... en una palabra, lo que corre... á la _dernière_ siempre.

De _costumbres_. Por supuesto: malas: lo que hay: escribiremos como
otros viven sobre el país. _Fígaro_ hablará, bajo este título, de
paciencia, de tinieblas, de mala intención, de atraso, de pereza, de
apatía, de egoísmo. En una palabra, de nuestras costumbres.

_Anuncios._ Queriendo hacer lo más corta posible esta parte del
periódico, sólo anunciará las funciones buenas, los libros regulares,
las reformas, los adelantos, los descubrimientos. Ni se pondrán las
pérdidas, ni menos todo lo que se vende entre nosotros. Esto sería no
acabar nunca.

He aquí el periódico de Fígaro. Ya está concebida la idea. Sin embargo,
no es eso todo. Es preciso pedir licencia; pero para pedir licencia es
preciso poder presentar fianzas. Si yo las tuviera no sería yo el que
me pusiera á escribir tonterías para divertir á otros, _ó tener empleo
con sueldo_... Pero si tuviera empleo, y jefe, y horas fijas, y once,
y expedientes, y la cesantía al ojo, no tendría yo humor de escribir
periódicos... _ó ser catedrático_... pero si fuera catedrático sabría
algo, y entonces no servía para periodista...

Está decidido que no sirvo para pedir licencia. Otro al canto; un
testaférreo; un sueldo al testaférreo; seguridades contra seguridades,
fianza, depósito, licencia, en fin. He aquí ya á _Fígaro_ con licencia:
no esa licencia tan temida, esa licencia fantasma, esa licencia que
nos ha de volver al despotismo, esa licencia que está detrás de todo,
acechando siempre el instante, y el ministro, y el... No, sino licencia
de imprimirse á sí mismo.

Ya no falta más que imprenta. Corro á una...--Aquí es imposible: no
hay letra.--Corro á otra: aquí, le diré á usted francamente, no hay
prensas.--Á otra: aquí no queremos periódicos, hay que trabajar de
noche. Dios ha hecho la noche para dormir.--Sí, pero no el impresor,
contesto furioso.--¿Qué quiere usted? Luego es trabajo en que no se
gana: como no hay cajistas en España, piden un sentido, se hacen
valer; el público no quiere pagar caro, el oficial no quiere trabajar
barato.--¿Conque es imposible imprimir un periódico?--Poco menos,
señor; y si acaso se lo imprimen á usted, será caro y mal. Pondrán unas
letras por otras.--Eso ¡pardiez! no será imprimir mi periódico, sino
otro del cajista.--Pues eso, señor, sucederá; en habiendo un día de
formación no tendrá usted cajistas; y si usted se enfada algún día por
una errata, le dejarán plantado, y si no se enfada también.

¿Es posible? ¿Conque no hay _Fígaro_? ¡Oh! ¡Habrá _Fígaro_, habrá
_Fígaro_! Venceremos las dificultades... ¡Ah! se me olvidaba. ¡Papel! Á
una fábrica, á otra, á otra... Éste es chico, éste caro, éste grande,
éste moreno, éste con demasiada cola...--Mire usted, como usted le
quiere no le hay, me dicen por fin. Es preciso mandarlo hacer.--Pues
lo mando hacer: para dentro de ocho días.--Señor, la fábrica está
á sesenta leguas; hay que hacer los moldes, y luego el papel, y
luego secarlo, y si llueve... y luego traerlo... y el ordinario echa
quince días ó veinte... y...--¿No hay quien le eche á usted á los
infiernos?... grito desesperado. ¡País de obstáculos!

Es preciso resignarse, esperar... Al fin lo habrá todo... demasiado
va á haber luego... ésta es la idea que me detiene, por fin, que
cuando haya editor, redactores, impresor, cajistas, papel... entonces
también habrá censor... Eso sí, eso siempre lo hay... ni hay que
mandarle hacer, ni hay que esperar...--Aquí acabo de perder la cabeza,
enciérrome en mi casa, ¡voto va! Pues ha de haber _Fígaro_, sí,
señor, por lo mismo ha de haber _Fígaro_, y ha de hablar de todo,
absolutamente de todo.

Diciendo esto llego á mi casa, me siento á mi bufete para tomar
disposiciones.--¿Qué hace usted?, le digo á mi escribiente, de mal
humor.--Señor, me responde, estoy traduciendo, como me ha mandado
usted, este monólogo de su tocayo de usted, en el _Mariage de Figaro_
de Beaumarchais, para que sirva de epígrafe á la colección de sus
artículos que va usted á publicar.--¿Á ver cómo dice?

«Se ha establecido en Madrid un sistema de libertad que se extiende
hasta á la imprenta; y con tal que no hable en mis escritos, ni de la
autoridad, ni del culto, ni de la política, ni de la moral, ni de los
empleados, ni de las corporaciones, ni de los cómicos, ni de nadie
que pertenezca á algo, pueda imprimirlo todo libremente, previa la
inspección y revisión de dos ó tres censores. Para aprovecharme de esta
hermosa libertad anuncio un periódico...».

--Basta, exclamó al llegar aquí mi escribiente, basta; eso se ha
escrito para mí; cópielo usted aquí al pie de este artículo: ponga
usted la fecha en que eso se escribió...--1784.--Bien. Ahora la fecha
de hoy.--22 de enero de 1835.--Y debajo:--_Fígaro_.



                              LA POLICÍA


Así como hay en el mundo hombres buenos, también hay cosas buenas: no
citaremos nombres propios en la primera clase, por no ofender á la
mayoría; pero en la segunda preciso será citar si queremos que nos
crean. Cosa buena por ejemplo es la previa censura, y para algunos
no sólo buena sino excelente. Que manda usted, y que manda usted mal,
dos cosas que pueden ir juntas. ¿Pues no es cosa buena y rebuena que
nadie pueda decirle á usted una palabra? Que manda usted, y que no
manda usted mal, pero que es usted hombre de calma; y como había usted
de mandar algo bueno, no manda usted nada, ni bueno, ni malo. ¿Pues no
es un placer verdaderamente que si hay algún escritorzuelo atrevido
que sale á decir: «Esto no marcha», salga por otra parte el censor
que usted le pone, y le escriba en letra gorda y desigual al pie del
folleto: «Esto no puede correr?». Vaya si es cosa buena. Que es usted
un sujeto de luces por otra parte, amigo del gobierno, y que tiene
usted poco sueldo, ó no tiene usted ninguno, como suele suceder; vaya
si es cosa buena que le den á usted 20,000 reales de sueldo, ú opción á
los primeros que vaquen, sólo por poner: «Esto no puede correr», que al
cabo es decir una verdad como un templo... Cosa buena es y muy buena.
Replicáronnos los que viven de disputar que la tal previa censura no es
igualmente buena para el que escribió el artículo que no puede correr,
ni para el país que de él pudiera sacar provecho; pero en primer lugar,
que al sentar nosotros la proposición de que hay cosas buenas, no
hemos dicho para quién, y en segundo añadiremos que ése es el destino
de las cosas de este mundo, en las cuales no hay una sola buena para
todos. Países hay donde se cree que la perfección consiste en que las
cosas sean buenas para los más; pero también hay países donde se cree
en brujas, y no por eso son las brujas más verdaderas. Dejemos por
consiguiente este punto, que entra en el número de los muchos que no
son oportunos todavía para nosotros, y convengamos únicamente en que
hay cosas buenas.

Sabido esto, pocas hay que se puedan comparar con la policía. Por de
pronto su origen está en la naturaleza; la policía se debe al miedo, y
el miedo es cosa tan natural, que poco ó mucho no hay quien no tenga
alguno; y esto sin contar con los que tienen demasiado, que son los
más. Todos tenemos miedo: los cobardes á todo: los valientes á parecer
cobardes: en una palabra, el que más hace es el que más lo disimula,
y esto no lo digo yo precisamente; antes que yo lo ha dicho Ercilla,
en dos versos, por más señas, que si bien pudieran ser mejores,
difícilmente podrían ser más ciertos.

      El miedo es natural en el prudente,
      Y el saberlo vencer es ser valiente.

Preclaro es, pues, el origen de la policía. No nos remontaremos á las
edades remotas para encontrar apoyos en favor de la policía. Trabajo
inútil fuera, pues ya nos lo dan hecho; un orador ha dicho que en todos
los países la ha habido _con este ó aquel nombre_, y es punto sabido
y muy sabido que la había en Roma y en el consulado de Cicerón: no se
sabe si con este ó con aquel nombre, no precisamente con su subdelegado
al frente y sus celadores al pie; pero ello es que la había, y si
la había en Roma, es cosa buena: si á esto se añade que la hay en
Portugal, y que el pueblo da á sus individuos el nombre de _morcegos_,
ya no hay más que saber.

Venecia ha sido el estado que ha llevado á más alto grado de esplendor
la policía; pues ¿qué otra cosa era el famoso tribunal pesquisidor de
aquella república? Á ella se debía la hermosa libertad que se gozaba
en la reina del Adriático, y que con colores tan halagüeños nos ha
presentado un literato moderno en la escena, y un célebre novelista en
su _Bravo_. La inquisición no era tampoco otra cosa que una policía
religiosa; y si era buena la inquisición, no hay para qué disputarlo.
Aquí se prueba lo que ha dicho el orador citado, de que siempre ha
existido en todos los países _con este ó aquel nombre_.

Otra prueba de que es cosa buena la policía es su existencia, no sólo
en Roma y en Portugal, sino también en Austria; y sobre todo, en la
Italia sujeta á aquel imperio, donde es delito á los ojos de la policía
haber á las manos un papel francés. Así son los Italianos tan felices,
así se hacen lenguas del emperador de Austria. Óigase otro ejemplo.
Ahí está la Polonia, que debe su actual felicidad, ¡vaya si es feliz!,
á la policía rusa. Que la policía es, pues, una institución liberal,
se deduce claramente de su existencia en Austria y en Polonia; y si
nos venimos más acá, veremos que en Francia la instaló Bonaparte, uno
de los amigos más acérrimos de la libertad; y tanto, que él tomó para
sí toda la que pudo coger á los pueblos que sujetó; y á España, por
fin, la trajo el célebre conquistador del Trocadero el año 23, y fué
lo que nos dió en cambio y permuta de la constitución que se llevó;
prueba de que él creía que valía tanto por lo menos la policía como la
constitución.

Pues luego, si ha hecho bienes al país, no hay para qué ponerlo en
cuestión.

Á la policía debió el desgraciado Miyar su triste fin; y como ha
dicho muy bien otro orador, á la policía se debió sin duda alguna
aquella inocente treta por la cual se sonsacó de Gibraltar á un
célebre patriota para acabarlo en territorio español, con toda
nobleza y valentía. Pero ¿á qué más ejemplos?; de cuantos liberales
han muerto judicialmente asesinados en los diez años, acaso no habrá
habido uno que no haya tenido algo que agradecer á esa brillante
institución. Ahora bien, continuador el año 35 y heredero universal,
como se ha pretendido, de los diez años, mal pudiera rehusar herencia
tan legítima: así hemos visto á nuestra policía recientemente hacer
prodigios en punto á conspiraciones.

La policía se divide en política y en urbana. Y es cosa tan buena como
otra. Por la primera, supongamos que sabe usted que se habla en un
café, en una casa, ó que no se habla, pero que tiene usted un enemigo;
¿quién no tiene un enemigo? Va usted á la policía, y con contar el
caso, y con añadir que en la casa tienen pacto con _isabelinos_, y
que detrás del _viva de ordenanza_ está tapada la anarquía, hace
usted prender á su enemigo. ¿Pues no es cosa excelente? Luego, para
cualquier carrera se necesita saber algo, suponiendo que no haya favor
ó parentesco; para médico, por ejemplo, alargar la enfermedad; para
abogado, embrollar el asunto; para militar, ir á Vizcaya... para cura,
todos sabemos ya lo que se necesita saber, y por ese estilo; pero para
ser de policía, basta con no ser sordo, ¡Y es tan fácil no ser sordo!
Ahora, si fuera preciso hacerse el sordo, ya era otra cosa: era preciso
saber entonces casi tanto como para ser ministro.

Por otra parte decía un ilustre amigo nuestro, que la España se había
dividido siempre en dos clases; gentes que prenden á gentes que son
prendidas: admitida esta distinción, no se necesita preguntar si es
cosa buena la policía.

Acerca de los premios destinados á la delación, y para cuyos gastos
será sin duda gran parte de los millones del presupuesto, esto es
indispensable: primero, porque uno no ha de delatar de balde, y
segundo, porque no se cogen truchas, etc., refrán que pudiéramos
convertir en _no se cogen anarquistas_, etc. En una palabra, ó se ha
de prender, ó no se ha de prender: si se ha de prender, es preciso que
haya quien delate; y si ha de haber delatores, éstos han de comer,
porque tripas llevan pies. Por consiguiente, no sólo es cosa buena la
policía, sino también los ocho millones.

En los Estados-Unidos y en Inglaterra no hay esta policía política;
pero sabido es en primer lugar el desorden de ideas que reina en
aquellos países; allí puede uno tener la opinión que le dé la gana; por
otra parte, la libertad mal entendida tiene sus extremos, y nosotros
leyendo en el gran libro abierto de las revoluciones, como ha dicho muy
bien otro orador, debemos aprender algo en él, y no seguir las mismas
huellas de los países demasiado libres, porque vendríamos á parar al
mismo estado de prosperidad que aquellas dos naciones. La riqueza vicia
al hombre, y la prosperidad le hace orgulloso por más que digan.

La otra policía es urbana. Ésta es todavía más cosa buena que la otra.
Entre las ventajas que produce nos contentaremos con los pasaportes,
con los cuales va usted adonde quiere y adonde le dejan. Paga usted
su peseta, y ya sabe usted que tiene pasaporte. Suponga usted que á
imitación de Inglaterra no hubiera pasaportes. En verdad que no se
concibe cómo se puede ir de una parte á otra sin pasaporte: si fuera
sin caminos, sin canales, sin carruajes, sin posadas, ¡vaya!, ¡pero sin
pasaportes! Por el mismo consiguiente saca usted su carta de seguridad,
y ya está usted seguro de haberse gastado dos reales; pero en cambio
hay otro que desde que usted los tiene de menos los tiene de más. De
modo, que para éste, sobre todo la carta de seguridad es cosa buena,
tan buena por el pronto como dos reales. Hay cosas mejores, es verdad,
pero siempre es cosa buena.

Probada, pues, hasta la evidencia la bondad de la policía, ¿cómo
pudiéramos no agregarnos al voto de los 50 señores Procuradores que
han perdido la última votación? Poco vale por cierto nuestra opinión;
no somos desgraciadamente ni procuradores ni inviolables, pero en
cambio tendremos policía por lo menos; pagaremos en compañía de
nuestros compatriotas ocho millones para que nos averigüen nuestras
conversaciones, nuestros pensamientos, nuestros... y si algún día la
policía nos prende, como es probable, por anarquistas, exclamaremos con
justo entusiasmo: «¡Buena cárcel nos mamamos! ¡Pero buen dinero nos
cuesta!»



                               POR AHORA


En nuestro último artículo, en que defendíamos la policía, dejamos
ligeramente apuntado que hay _cosas buenas_ en el mundo; y probamos
hasta la evidencia, como solemos, que una de ellas es la policía. Como
no nos pasa por la imaginación que uno solo de nuestros lectores se
haya resistido á nuestras razones, tratamos de probar hoy otra verdad
más indisputable todavía, á saber: que sentado el principio de que hay
cosas buenas, hay _palabras_ que parecen _cosas_, es decir, que hay
_palabras buenas_.

Á primera vista parece que buenas deben ser todas las palabras, puesto
que sirven todas para hablar, ó sea para gastar conversación, que es el
fin que parecemos proponernos; esto es un error sin embargo, y error
grave. Palabras hay malas, profundamente malas por sí mismas, y sin
necesidad de accesorios, que forman por sí solas oración y sentido, por
más que suelan ellas no tener sentido común. Palabras que valen más
que un discurso, y que dan que discurrir; cuando uno oye por ejemplo
la palabra _conspiración_, cree estar viendo un drama entero, y aunque
no sea nada en realidad. Cuando uno oye la palabra _libertad_, sólo
ella, solita, cree uno estar oyendo una larga comedia. Cuando uno oye
la palabra _imprenta_, ¿no cree ver detrás la censura, el imposible
vencido, la cuadratura del círculo, la gran quisicosa? ¿No hay quien
ve en ella el abismo, la anarquía, aquel qué sé yo, que nadie sabe
explicar ni comprender? Cada una de estas palabras son verdaderas
linternas mágicas: el mundo todo pasa al través de ellas. Una vez
encendidas todo se ve dentro.

Estas palabras que encierran por sí solas una significación entera y
determinada son malas generalmente: las buenas son aquéllas que no
dicen nada por sí, como por ejemplo: _prosperidad_, _ilustración_,
_justicia_, _regeneración_, _siglo_, _luces_, _responsabilidad_,
_marchar_, _progreso_, _reforma_, etc., etc. Éstas no tienen un sentido
fijo y decisivo: hay quien las entiende de un modo, hay quien las
entiende de otro, hay, por fin, quien no las entiende de ninguno. Éstas
son buenas, porque, blandas como cera, adáptanse á todas las figuras:
éstas son, en fin, el alimento de toda conversación. Con ellas no hay
discurso que no se pueda sostener, no hay cosa que no se pueda probar,
no hay pueblo á quien no se pueda convencer. Éstas son las palabras que
parecen cosas.

Ahora bien, cuando dos de estas palabras insignificantes y maleables
se llegan á encontrar en el camino una de otra, únense al momento y
se combinan por una rara afinidad filológica; y entonces no toman
por eso mayor sentido; todo lo contrario, juntas suelen querer decir
menos todavía que separadas: entonces estas palabras buenas suelen
convertirse en lo que vulgarmente llamamos _buenas palabras_.

He aquí las reflexiones que teníamos presentes al sentar en el papel
el titulillo de este artículo. Nadie nos negará que la palabra _por_
quiere decir poco cuando va sola; pues de la palabra _ahora_, no
decimos nada. He aquí, pues, dos palabras excelentes, y combínense como
se combinen. Júntese el _por_ con el _que_, y resultará el _porqué_.
Siempre se ha dicho que el _porqué_ de las cosas es inaveriguable; por
consiguiente no quiere decir nada. Póngase el _ahora_ en _oración_, y
digamos, por ejemplo: «¿Qué hay ahora? ¿Qué se hace ahora?» Nada. Ambas
son, pues, palabras nulas, y buenas por consiguiente. Combínense ahora
juntas y digamos: _por ahora_, y se verá el efecto peregrino de la suma
de todas las nulidades.

Pocas palabras hay tan buenas, tan útiles en el día, tan en boga;
pocas palabras buenas que puedan tan fácilmente convertirse en _buenas
palabras_. ¿Á qué nos contesta usted con el _por ahora_? Es la espada
de Alejandro, que corta todo nudo gordiano; es la panacea universal
que templa todos los dolores. Buena jornada habíamos echado, si no
pudiéramos contestar á todo: _Por ahora_.

¿Cuánto no suaviza esta frase toda mala contestación? Por mejor decir,
no hay con ella mala contestación posible, y todo aquél que sepa lo que
es una repulsa seca, sabrá apreciar cuánto valen las buenas palabras.
Son el vino que se mezcla con el agua para quitarle su crudeza.
Ejemplo. _No_, quiere decir que _no_. Pero si en vez de decir _no_,
dice usted _por ahora no_, aunque usted quiera decir lo mismo, si habla
usted sobre todo con un tonto, como suele suceder, ha dicho usted una
gran cosa. ¿Y qué cuesta decir dos palabras más?

Convencidos hombres muy ilustrados de esta verdad, ¿cómo pudieran no
usarlas continuamente?

Lluevan sobre ellos en buen hora demandas y peticiones, renuévese la
tabla de los derechos, clamen por todas partes tribuna y periódicos por
la libertad de imprenta; no le responderán á usted con un no seco, sino
que _por ahora no conviene_. Pida usted más garantías; abogue usted
por una verdadera seguridad individual; porque tal ó cual estado es
absurdo. _Lo vemos_, responderán, y lo que es más _con dolor_; empero
_por ahora_ no es oportuno. Para que un pueblo esté bien gobernado,
para que sea feliz, es preciso que se difunda la _ilustración_;
para que un pueblo sea libre, es preciso que sepa mucho... y esté
bastantemente ilustrado... véase si no _Grecia_ y _Roma_; aquéllos
eran pueblos libres... ¡pero lo que se sabía allí!, ¡qué pueblos tan
ilustrados! ¿Qué tiene que ver la España del siglo XIX con la _Grecia_
de _Licurgo_ y la _Roma_ de _Numa_?

Venga usted á decirme que el sistema judicial no es gran cosa. Que
cada uno multa como le da la gana, y juzga como le parece. Pero eso
es _por ahora_ no más. Deje usted que llegue aquel día raro, aquel
día particular, que ha de ser el decisivo; el día, en fin, de la
oportunidad, el día que nos convenga pasarlo bien, que ese día será
otra cosa.

Que hay confusión de poderes, de palabras y de cosas; que no nos
entendemos; que es una verdadera Babel; que no andamos un paso, un solo
paso; pero eso es _por ahora_. Todavía no conviene que nos entendamos.
Es preciso buscar el momento oportuno. Pues qué, ¿no hay más que
entenderse cualquier día del año, cualquier año del siglo?

¿Y quién es el encargado, preguntarán ustedes, de conocer el momento?,
¿quién es ese sabio sagaz y penetrante, que ha de conocer cuándo nos
conviene ser iguales, ser libres, poder hablar, ser, en una palabra,
felices?, ¿dónde está la línea divisoria entre la inoportunidad y
la oportunidad?, ¿quién es el ilustrado encargado de medir nuestra
ilustración?

_Por ahora_, amigo lector, no se columbra todavía á ese sabio:
responderemos: ni nosotros hemos hecho ánimo de responder _por ahora_
á todas las preguntas, ni nos dejarán responder tampoco _por ahora_;
aunque quisiéramos. Limitándonos _por ahora_ á probar que como hay
cosas buenas entre nosotros, hay palabras que parecen cosas, y
_palabras buenas_ que nos dan por _buenas palabras_. Que las voces _por
ahora_ son las primeras de ese género, y si bien se mira, bastante
hemos dicho _por ahora_.



                              LITERATURA

                  POESÍAS DE DON JUAN BAUTISTA ALONSO


Los hombres son raros en verdad. De cuatro veces tres no se entienden
unos á otros; y de tres cuatro no se entienden á sí mismos. Diría
uno oyendo ese prolongado clamor que pide libertad de imprenta
diariamente: «Éste es el país de la imprenta, de los libros... de los
periódicos...». Solemne chasco se llevaría quien tales consecuencias
dedujese. Es preciso entendernos: ese clamor de libertad de imprenta,
tan continuo, tan incesante, tan justo, puede tener dos principios:
puede considerarse como un derecho meramente político reclamado por
un pueblo víctima, que hace el último esfuerzo para romper la cadena;
y puede mirarse también como un órgano meramente literario, exigido
por un pueblo ansioso de ilustración. En el primer caso la imprenta
es el baluarte de la libertad civil, en el segundo el paladión de los
conocimientos humanos. Desgraciadamente, si se contempla despacio el
cuadro de nuestra ilustración científica, literaria y artística, esta
ansia de libertad de imprenta no se puede achacar á la cooperación de
ambos principios reunidos, cooperación que sería la perfección; no. Es
preciso contentarse con reconocerle la primera causa por origen; y esto
pinta bastante nuestra situación. Pedimos libertad de imprenta, no para
lucirnos, sino para quejarnos, como anda buscando la voz para gritar el
que abrumado por una horrible y miedosa pesadilla, tiene embargada el
habla por el sueño. Busquemos en España desgraciados y oprimidos, ¿pero
literatos?

Á estas tristes reflexiones da lugar cada publicación original que
levanta la cabeza de cuando en cuando, mostrándose, como á hurtadillas,
entre nosotros. Es la voz que resuena en el desierto: ni un eco hay
que responda, ni un oído que la albergue, ni un pueblo que la escuche.
Montes de arena, hoy aquí, mañana allí: y un huracán violento. Nada más.

Si bien luce algún ingenio todavía de cuando en cuando, nuestra
literatura sin embargo no es más que un gran brasero apagado, entre
cuyas cenizas brilla aún pálida y oscilante tal cual chispa rezagada.
Nuestro siglo de oro ha pasado ya, y nuestro siglo XIX no ha llegado
todavía.

En poesía estamos aún á la altura de los arroyuelos murmuradores, de la
tórtola triste, de la palomita de Filis, de Batilo y Menalcas, de las
delicias de la vida pastoril, del caramillo y del recental, de la leche
y de la miel, y otras fantasmagorías por este estilo. En nuestra poesía
á lo menos no se hallará malicia; todo es pura inocencia. Ningún rumbo
nuevo, ningún resorte no usado. Convengamos en que el poeta del año
35, encenagado en esta sociedad envejecida, amalgama de oropeles y de
costumbres perdidas; presa él mismo de pasioncillas endebles, saliendo
de la fonda ó del billar, de la ópera ó del sarao, y á la vuelta de
esto empeñado en oir desde su bufete el cefirillo suave que juega
enamorado y malicioso por entre las hebras de oro ó de ébano de Filis,
y pintando á la Gesner la deliciosa vida del otero (invadido por los
facciosos), es un ser ridículamente hipócrita, ó furiosamente atrasado.
¿Qué significa escribir cosas que no cree ni el que las escribe, ni el
que las lee?

Empero no quisiéramos que se interpretara en mal del libro que
analizamos esta serie de reflexiones generales, que tienden sólo á
probar, no el atraso particular de tal ó cual poeta, sino el general
atraso de nuestra poesía. Mal pudiéramos por otra parte acriminar á
nadie de seguir demasiado estrictamente el camino más trillado; no
todos tienen espíritu suficiente para sacudir las cadenas de la rutina;
ni la antigua escuela que nos abruma aún por todas partes con su
acompasada monotonía nos permite otra cosa. Antes de inventar nos es
forzoso olvidar, y ésta es una doble tarea de que no son todos capaces;
acaso cuando le ocurre á cada cual olvidar, es tarde ya para él. Todo
va despacio entre nosotros, ¿por qué ha de ir de prisa sólo la poesía?

Colocándonos, pues, en la época á que corresponden estas poesías,
examinemos el libro en venta, no ya comparando á nuestro autor con
lord Byron ó Lamartine, puesto que su género es tan distinto que
difícilmente se le pudieran hallar puntos de contacto.

El tomo del señor Alonso se compone de _odas_, según la antigua
clasificación, y bajo este rótulo se encierran verdaderos _discursos_,
más ó menos filosóficos, elegíacos ó pindáricos, en que el poeta
desarrolla buena porción de dotes aventajadísimas: consta el volumen
además de romances, de sonetos, de letrillas, anacreónticas y canciones.

La colección del señor Alonso comienza con una oda titulada: _Que la
instrucción es la mejor y la más durable de las riquezas_. Sin convenir
de ninguna manera en este principio, encontramos en la tal composición
buen juicio, y esa misma instrucción que el autor llama riqueza, y que
nosotros, menos poetas sin duda, llamaremos sólo instrucción á secas.

La oda elegíaca que sigue está salpicada de poesía por todas partes:
es á la muerte de una joven hermosa recién casada. Imágenes atrevidas,
símiles felicísimos, sentimiento alguna vez. Después de haber dicho que

        Cintia á su Delio mira
      Y entre sus brazos sonriendo espira.

añade el poeta Alonso:

        Así en oscuro templo,
      Donde el silencio sepulcral domina,
      La agonizante lámpara vislumbra
      Sus moribundos trémulos reflejos,
      Mientras su luz se ahuyenta
      En desiguales partes soñolienta;

        Y al consumir oculta
      Entre las sombras de la negra noche,
      Último resto del fulgor dudoso,
      El tibio germen de su triste vida,
      Fugaz vigor adquiere
      Y súbita creciendo alumbra y muere.

Quítensele á esas estrofas algún adjetivo inútil, y cierta oscuridad
que resulta de la violenta colocación del tercer verso de la segunda, y
es un rasgo de primer orden.

Como imitación de san Juan de la Cruz, la oda á la profesión religiosa
de la señorita madrileña tiene todo el mérito de hallarse bien tomado
el tono de esta clase de composiciones: hay unción, hay aquel dialecto
figurado y simbólico que han usado todos los poetas de este género.

Dice el poeta á la muerte de una niña:

        Impune hiere el bárbaro asesino,
      Y tranquilo se goza en sangre humana
      Retiñendo el puñal de muerte lleno;
      Y asesinando vive
      Alumbrándole el sol, que alumbra al bueno.

Esta estrofa parece de Cienfuegos; su mismo atrevimiento, su novedad,
su amargura misma.

Parécenos sin embargo que el género filosófico no es el sol de
Austerlitz para el señor de Alonso: le comparáramos de buena gana en
esta circunstancia con Meléndez, de quien las odas y los discursos,
salvo alguna excepción como el de _las artes y las estrellas_, no son
lo que le da inmortalidad.

El género del señor Alonso es el género mismo de Meléndez, el bucólico;
tiene composiciones enteras dignas de Batilo, sabe revestirse
perfectamente del candor pastoril, de aquel dialecto juguetón, de aquel
tono que huele á tomillo, según la feliz expresión de un académico, que
también hay académicos felices en ocurrencias.

        Iremos á la fuente
      Y allí la sed fogosa apagaremos
      En su fresca corriente,
      Y el bien que nos debemos
      Sin miedo y sin testigos gozaremos.
............................................
        ¿Á qué envidiar cortadas
      Las frutas en los cestos cortesanos,
      Si aquí penden colgadas
      En árboles galanos
      Que desde el suelo alcanzarán las manos?

He aquí al poeta en su terreno. Cuando se entrega á su verdadera
inspiración, nada huelga en él, nada le falta. Ya no hay aquella
dureza, aquella confusión de epítetos superabundantes, aquella especie
de oscuridad, aquella afectada profundidad, aquel lujo pampanoso de
poesía y de ruido que se advierte en sus primeras composiciones. Las
dos estrofas citadas son un modelo; es difícil hacer nada más acabado
que la segunda, felicísima imitación de Virgilio.

¿Cómo no citar aquí, cual la reina del tomo, la composición á la _vida
feliz_, desempeñada en primorosas quintillas? Es de lo mejor que hay
escrito en castellano, y en cualquiera lengua. ¡Qué sencillez tan
elocuente!, ¡qué giros tan castizos, tan elegantes!, ¡qué verdad, qué
pureza, qué encanto singular! Júzguela el lector por sí mismo, y una
vez leído ese lindo rasgo de poesía, le aconsejamos que, en lugar de
pasar á leer ninguna otra composición, la vuelva á leer segunda vez, y
no salga de ella jamás.

Como modelo de facilidad en la versificación, las _Quejas del Moro_ es
romance inimitable; y en punto á romances, aunque son buenos el retrato
de Rosana, el del cumpleaños de la señora doña María de los Dolores
Armijo de Cambronero, el de Anfriso á Dalmiro, campea sobre todos
el de _el Consejo_. Es todo un romance y todo un consejo. ¡Qué pura
intención!, ¡qué verdad!, ¡qué noble indignación contra el seductor
Fabio!, ¡qué interés tan noble por la inocente Elisa!, ¡cómo corre la
pluma en él!, ¡cómo se desahoga la vena del poeta!

Fácilmente conocerá el lector que ya puestos á citar, citaríamos de
buen talante infinitas bellezas más por ese mismo estilo que brillan
en la colección; con tanto más placer, cuanto que amigos del poeta,
quisiéramos no vernos obligados á poner al lado del elogio conquistado
la merecida crítica. Pero conocemos demasiado al señor Alonso y sus
severos principios de virtud, para ofenderle con una parcialidad
indigna del escritor público. Al notar los defectos de su obra, como
lo hemos hecho, repetiremos su axioma: _Amicus Plato, sed magis amica
veritas_.

En resumen, el señor de Alonso tiene en general el mérito de ser
original, y en estos tiempos no es poco. No se puede comparar con
Rioja, con Herrera, con Garcilaso; no es precisamente Meléndez, ni
Cienfuegos; no es Quintana; no es... es un poeta _sui generis_; el
señor Alonso es Alonso. Es superior, como hemos dicho, en el género
bucólico. Su versificación es en general buena, casi siempre armoniosa.
No es muy correcto, y esto no porque le creamos incapaz de corrección;
pero ha hecho mal en no pulirse más, como él mismo dice en su prólogo,
por falta de _humor y de paciencia_. Hubiera podido expurgar algún
tanto sus poesías, suprimir alguna composición, y acortar muchas. Poeta
franco y libre, suelta la rienda á su inspiración y escribe demasiado.
El talento no ha de servir para saberlo y decirlo todo, sino para
saber lo que se ha de decir de lo que se sabe. Esa superabundancia de
vena suele dañar al efecto, desliendo demasiado ideas que, ligeramente
apuntadas, resaltarían doble; porque en las artes de imaginación suele
querer decir de más lo que se dice de menos. Manifiesta instrucción
y filosofía, si no abusara á veces de la primera, y si no afectase
demasiado la segunda. Conoce su lengua, y aun creemos que pueda deber
al cultivo de la poesía esas disposiciones oratorias que hemos oído
elogiar en él aplicadas al foro.

Damos el parabién al señor Alonso por los laureles que acumula sobre
su cabeza con la publicación de sus poesías, y nos le damos á nosotros
mismos por haber tenido ocasión de hacer pública justicia al mérito del
señor Alonso.



                            CARTA DE FÍGARO
                       Á SU ANTIGUO CORRESPONSAL


Ya se ve que te escribo poco, amigo mío; pero ¿qué quieres? me he
propuesto no escribirte sino cuando suceda por acá alguna cosa buena,
cuando haya alguna buena noticia, ó cuando las novedades que ocurran
sean tan grandes que valgan la pena de escribir sobre ellas cuatro
párrafos de sustancia y de gusto. Cosa buena no ocurre, ni viene buena
noticia de ninguna parte; y por lo que hace á novedades, todas las de
por acá son viejas. Á mí se me figura siempre que he visto ya en otra
parte todas nuestras novedades; y debe de consistir en que las unas son
plagios, las otras imitaciones, y las demás repeticiones de nosotros
mismos. Siempre vamos por el mismo camino, y, lo que es peor, al mismo
paraje. Hay sin embargo quien asegura que esta vez no vamos por ningún
camino, ni á ninguna parte; si esto fuese cierto, ya sería el caso muy
diferente.

Me preguntas ¿qué era eso que andábamos buscando aquí y que no se
encontraba? Por esas señas apenas sé lo que me quieres decir. Todo...
Me he figurado, al fin, si me querrías hablar del ministerio. Pero si
era eso, ¿á qué tanto misterio? Ya no estamos en tiempo de Calomarde;
ahora se puede hablar claro y sin rodeos todo lo que se piensa, cuando
se piensa. Aquí se habla mal de muchos ministros, y se los nombra y
todo: á nadie han preso todavía por eso, lo cual es muy de alabar, y
prueba por lo menos que no se quieren cometer injusticias.

En punto á ministerio te diré que es cierto que hemos andado buscando
ministros. Tú sabes el cuento de Diógenes y la linterna. Poco más ó
menos se ha hecho aquí buscando un hombre. Parece que no es nada el
ser ministro. Pues es algo. Antes, ¡vaya! Pero ahora con esto de que
el ministro ha de saber hablar, y se ha de vestir limpio, y qué sé yo
cuántas cosas... Sucede que no se atreven á quitar un ministro, porque,
amigo, ¿dónde van por otro? Hombres para ministros no nacen todos los
días; y si _nacieran_, como decía muy bien el señor presidente del
consejo de ministros en una lindísima elegía,

      Sólo al tocarlos yo se marchitarán,

porque ésa es la suerte de todas las cosas de nuestro país. Pero por
fin el hombre ya parece que se ha encontrado, y está provisto el
ministerio de la guerra.

Hace un año, poco más, decía el gobierno (que entonces era Cea)
que para acabar con don Carlos no se necesitaban _liberales_ ni
_innovaciones_. Pasó el tiempo, y fué preciso echar mano de _liberales_
y de _innovaciones_, lo menos que se pudo, es verdad; pero al fin fué
preciso. Que tuvimos ya nuestro poco de liberales, y nuestro poquito de
innovación; siguieron los que entraron con el mismo cantar: «Nosotros
lo acabaremos, dijeron; pero ni hace falta Mina, ni...». Pues hizo
falta _Mina_, hizo falta _Valdés_... Y hará falta todo.

Pues un espejo de lo que ha sucedido en guerra ha sido _gracia_ y
_justicia_. De renuncia en renuncia vinimos á parar en fin al señor
Dehesa. Yo no le conocía, ni tú tampoco; pero eso no prueba nada. Me
dirás á eso que tú no has dicho que pruebe algo; entonces estamos de
acuerdo. En interior ha sido otra cosa; allí no costó nada el hacer la
mudanza, si se exceptúa lo que costó decidirse á ella, y han puesto al
señor Medrano. Con respecto á sus doctrinas, bien conocidas son; no hay
sino coger los periódicos y echarse á adivinar en las sesiones que dan
los taquígrafos lo que deben haber dicho los oradores, y por ahí te
pones al corriente en un momento.

Lo que es la hacienda sigue lo mismo, y el estado _in statu quo_. La
marina sin novedad, que por cierto es lástima. La cuádrupla alianza
parece que tiene olvidada su cláusula de sacar al pretendiente del
territorio de la Península. Á eso dirán que ya han cumplido, y que lo
han sacado otra vez... No es para todos los días andar como pala de
horno, sacando y metiendo á su alteza en la Península. Que se salga
él si quiere, y si no que lo deje; lo demás no es tener maldita la
formalidad.

Los presupuestos van en boga. El Conservatorio de música no ha podido
sacar un maravedí á la nación. Primero se contentó con 600,000 reales,
luego ya pidió 400,000, después bajó hasta 80,000. Pero nada. Sin
embargo, á él se le dan dos cominos de todo eso. Anoche se cantó allí
la _Norma_, y se asegura que siguen cantando. Siempre se ha dicho que
«el español cuando canta, ó rabia ó no tiene blanca». Mira tú lo que
es: yo era de opinión de que le hubieran votado alguna friolera.

Ya vamos mudando los nombres á las cosas. En verdad que hasta ahora no
estamos más que en las calles; pero por alguna parte se ha de empezar.
Ya los mudaremos todos, si Dios quiere.

Los teatros siguen abiertos la cuaresma; eso sí, las comedias con este
régimen, ó lo que sea, pelechan. Y á propósito de comedias, te diré
que aquellos veinte y ocho carlistas que se habían cogido en la costa
cantábrica han resultado ser veinte y siete. Parece que había sido un
yerro de cuenta.

La fusión sigue en boga por todas partes: dentro de poco conseguirán
que se junten el agua y el aceite. Pero ¡qué químicos, amigo, qué
químicos! Así nos refundiéramos como nos fundimos.

Á propósito, también se me olvidaba la gran novedad, la verdadera
novedad del día. _La Revista_ y _el Mensajero_ se han fundido, es
decir, se han casado. Si ha sido casamiento por amor ó por interés
no te lo diré; pero yo creo que se querían; ya sabes que hace tiempo
que se conocían; dónde se han visto, y dónde se han tratado, nadie lo
sabe, porque al fin los padres siempre han andado por distinto lado,
pero los chicos son el diablo: ello es que de la noche á la mañana nos
hemos encontrado hecha la boda. La novia ha llevado casa puesta, coche
y buen dote; y el novio sobre un capital decente muy buenas dotes. Él
es un poco brusco y exigente; nada de transigir: hombre al fin: ella,
que si fué coqueta, que si no fué coqueta. Pero es lo que ha dicho _el
Mensajero_: «Lo que no es en mi año, no es en mi daño». Por otra parte,
vaya usted á buscar una mujer que no sea coqueta, y que no haya hecho
cara á... ¡Delirios! ó no casarse, ó apechugar con ellas como son.

La boda fué ayer, y hoy podemos decir con Desmahis:

        La jeune épouse de la veille
      Tout à la fois pâle et vermeille
      Avait encor l'air étonné;
      Et tout ensemble heureuse et sage,
      Laissait lire sur son visage
      Le plaisir qu'elle avait donné.

Yo creo que harán buen menaje, porque, al fin, pienso como Voltaire:

      Point de milieu; l'hymen et ses liens
      Sont les plus grands ou des maux ou des biens.

Y más creo, que no tendrá que reproducir nunca _la Revista_ la
queja aquella de la señora que se querellaba de su marido ante los
tribunales, diciendo: «Mi marido es gran músico, buen escribano,
singular contador, salvo que no multiplica».

Con esto, y con añadirte que en Navarra no hay novedad, y que
se acabará probablemente la sesión sin presentarse la ley de
ayuntamientos, y sin lograr una buena ley de imprenta, ya me parece que
te digo bastante. Si á esto añades que estas semanas pasadas nos han
robado en Madrid hasta por las calles, ¡tantos ladrones ha habido! no
te queda más que saber.--Tuyo.



                            EL HOMBRE-GLOBO


La física ha clasificado los cuerpos, según el estado en que los pone
el mayor ó menor grado de calórico que contienen, en sólidos, líquidos
y gaseosos. Así el agua es sólido en el estado de hielo, líquido en el
de fluidez, y gas en el de la ebullición. Es ley general de los cuerpos
la gravedad, ó la atracción que ejerce sobre ellos el centro común; es
natural que esta atracción ejerza más fuertemente en los que reúnen
en menor espacio mayor cantidad de las moléculas que los componen;
que éstos por consiguiente tengan más gravedad específica, y ocupen
el puesto más inmediato al centro. Así es, que en la escala de las
posiciones de los cuerpos, los sólidos ocupan el puesto inferior, los
líquidos el intermedio, y los gaseosos el superior. Una piedra busca
el fondo de un río; un gas busca la parte superior de la atmósfera.
Cada cuerpo está en continuo movimiento para obedecer á la ley que
le obliga á buscar el puesto variable, que corresponde al grado de
intensidad que adquiere ó que pierde. La nube, conforme se condensa,
baja, y cuando se liquida, cae; este mismo cuerpo, puesto al fuego, se
dilata, y cuando se evapora y se gasifica, sube.

No trato de instalar un curso de física, lo uno porque dudo si tengo la
bastante para mí, y lo otro porque estoy persuadido de que mis lectores
saben de ella más que yo; no hago más que sentar una base de donde
partir.

Igual clasificación á esta que ha hecho la ciencia de los fenómenos en
los cuerpos en general, se puede hacer en los hombres en particular.
Probemos.

Hay hombres sólidos, líquidos y gaseosos. El hombre sólido es ese
hombre compacto, recogido, obtuso, que se mantiene en la capa inferior
de la atmósfera humana, de la cual no puede desprenderse jamás. Sólo
el contacto de la tierra puede sostener su vida; es el Anteo moderno,
y usando de un nombre atrevido, el _hombre-raíz_, el _hombre-patata_:
arrancado el terrón que le cubre, deja de ser lo que es. Es el sólido
de los sólidos. Toda la ausencia posible de calórico le mantiene en
un estado tal de condensación, que ocupa en el espacio el menor sitio
posible; gravita extraordinariamente; empuja casi hacia abajo el suelo
que le sostiene; está con él en continua lucha, y le vence y le hunde.
Le conocerán ustedes á legua: su frente achatada se inclina al suelo,
su cuerpo está encorvado, su propio pelo le abruma, sus ojos no tienen
objeto fijo, ven sin mirar, y en consecuencia no ven nada claro. Cuando
una causa, ajena de él, le conmueve, produce un son confuso, bárbaro y
profundo, como el de las masas enormes que se desprenden en el momento
del deshielo en las regiones polares. Y como en la naturaleza no falta
nunca, ni en el hielo, cierto grado calórico, él también tiene su
alma particular; es su grado de calórico; pero tan poca cosa, que no
desprende luz; es un fuego fatuo entre otros fuegos fatuos; sirve para
confundirle y extraviarle más; el _hombre-sólido_, por lo tanto, en
religión, en política, en todo, no ve más que un laberinto, cuyo hilo
jamás encontrará; un caos de fanatismo, de credulidad, de errores.
No es siquiera la linterna apagada; es la linterna que nunca se ha
encendido, que jamás se encenderá: falta dentro el combustible. El
_hombre-sólido_ cubre la faz de la tierra; es la costra del mundo. Es
la base de la humanidad, del edificio social. Como la tierra sostiene
todos los demás cuerpos, á los cuales impide que se precipiten al
centro, así el _hombre-sólido_ sostiene á los demás que se mantienen
sobre él. De esta especie sale el esclavo, el criado, el ser abyecto;
en una palabra, el que nunca ha de leer y saber esto mismo que se dice
de él. No raciocina, no obra, sino sirve. Sin _hombres-sólidos_ no
habría tiranos; y como aquéllos son eternos, éstos no tendrán fin. Es
la muchedumbre inmensa que llaman pueblo, á quien se fascina, sobre
el cual se pisa, se anda, se sube: cava, suda, sufre. Alguna vez se
levanta, y es terrible, como se levanta la tierra en un terremoto.
Entonces dicen que abre los ojos. Es un error. Tanto valdría llamar
ojos de la tierra á las grietas que produce un volcán. Ni más ni menos
que una piedra, no se mueve de su sitio si no le dan un empellón; de la
aldea donde nació (si es que el _hombre-sólido_ nace; yo creo que al
nacer no hace más que variar de forma); del café donde le pusieron á
servir sorbetes; del callejón donde limpia botas; del buque donde carga
las velas ó les toma rizos; del regimiento donde dispara tiros; de la
cocina donde adereza manjares; de la esquina donde carga baúles; de la
calle donde barre escorias; de la máquina donde teje medias; del molino
donde hace harina; de la reja con que separa terrones. Es el primer
instrumento adherido siempre á los demás instrumentos.

El _hombre-líquido_ fluye, corre, varía de posición; vuela á ocupar el
vacío, tiene ya mayor grado de calórico; serpentea de continuo encima
del _hombre-sólido_, y le moja, le gasta, le corroe, le arrastra, le
vuelca, le ahoga. En momentos de revolución él es el empujado; pero se
amontona, sale de su cauce, y como el torrente que arrastra árboles y
piedras, lo trastorna todo aumentando su propia fuerza con las masas
de _hombre-sólido_ que lleva consigo. Pero así como el torrente no
sabe la fuerza que le impele, ni si hace al correr daño ó provecho,
así el _hombre-líquido_ al moverse no es más que un instrumento menos
imperfecto, que subleva instrumentos más ignorantes; pero lleno ya de
pretensiones, mete ruido, desafía al cielo, enuncia una voz, produce
eco. Ésta es una diferencia esencial del sólido al líquido para
nuestro asunto; la piedra no suena sino cuando la impelen á rodar;
el agua murmura sólo corriendo y existiendo. La clase media de la
humanidad, así también, va siempre murmurando. Un golpe dado en un
cuerpo sólido le arranca un pedazo; el golpe dado ya en el líquido
encuentra resistencia, produce ondas, imprime movimiento. He aquí otra
observación. El golpe dado al pueblo simplemente es sólo perjudicial
para él: el que se da en la clase media suele salpicar al que le da.

El _hombre-líquido_ tiene un alma menos compacta, y en ella más
grados de calórico, pero alma de imitación; como todo líquido, remeda
al momento la forma del vaso donde está; en pequeña cantidad se le
da la figura que se quiere, en gran porción toma la que puede. El
_hombre-líquido_ es la clase media; le conocerán ustedes también al
momento; su movimiento continuo le delata; pasa de un empleo á otro, va
á ocupar los vacíos de las vacantes: hoy en una provincia, mañana en
otra, pasado en la corte; pero por fin, como todo líquido, encuentra
el mar, donde se para y se encarcela; no le es dado correr más. Hoy
es arroyo, mañana río caudaloso. Igual. Hoy es meritorio, mañana
escribiente, pasado oficial; su instinto es crecer, rara vez separarse
del suelo; si se alza momentáneamente, vuelve á caer.

Dada una idea rápida y general del _hombre-sólido_ y del
_hombre-líquido_, pasemos al objeto de nuestro artículo, al
_hombre-gas_. De las dos especies referidas está lleno el mundo; no se
ve otra cosa. Pero como para la formación de la tercera se necesita
un grado altísimo de calórico, hay regiones enteras que carecen del
suficiente para formarla.

He aquí nuestra desgracia; siguiendo el camino que nos señala nuestra
nueva metafísica, estamos, por ahora, en las regiones árticas del
pensamiento. Lo probaré.

El _hombre-gas_, llegado á adquirir la competente dilatación, se
alza por sí solo donde quiera que está, y se sobrepone á ocupar el
puesto que le corresponde en la escala de los cuerpos; llega hasta
la altura que su intensidad le permite, y se detiene en ella; no hay
obstáculos para él, porque si pudiera haberlos, rompería, como el
vapor, la caldera, y escaparía. Ponedle en una aldea; él vencerá la
distancia y llegará á la capital; tirará el arado; pondrá un pie en el
_hombre-sólido_, otro en el _líquido_, y una vez arriba: «Yo mando,
exclamará, no obedezco». Tales son las leyes de la naturaleza. Una vez
comprendido este principio general de física, mis lectores conocerán al
_hombre-gas_ á primera vista. Su frente es altiva, sus ojos de águila,
su fuerza irresistible, su movimiento el del tapón de una botella de
Champagne. Pero para dar al gas una forma no hay más medio que el de
encerrarle en un continente que la tenga. Nada, pues, más natural que
el que demos á esta especie el nombre de _hombre-globo_: sólo así
podemos hacerle perceptible á nuestros sentidos.

De todos nuestros lectores es conocida la historia de los globos desde
las primeras mongolfieras hasta el último experimento de la dirección,
emprendido y malogrado últimamente en París: todos saben que hay gases
de gases, y que los hay específicamente más ligeros que otros; pero
no todos se habrán parado á considerar detenidamente hasta qué punto
podemos vanagloriarnos en nuestro país de la perfección de los gases
que artificialmente necesitamos producir para nuestras ascensiones. Yo
creo que nuestra vanidad no debe hacernos perder la cabeza, si queremos
reparar en su equívoca calidad.

Es claro que en tiempos pasados la atmósfera en que podía elevarse el
_hombre-globo_ entre nosotros, era sumamente limitada: los que más se
habían podido separar del suelo habían hecho consistir todo su esfuerzo
en llegar á los escalones del trono, y si un _hombre-globo_ llegaba á
ser entonces ministro, había hecho toda la ascensión que se podía de
él esperar: uno solo conocieron nuestros físicos más experimentados
que consiguió remontarse en aquella época hasta las más altas cornisas
del coronamiento del real palacio; pero sea por falta de dirección una
vez en el aire, sea por haber calculado mal la intensidad de su gas,
una ráfaga violenta bastó para romper el globo, y el aire se lo llevó
hasta caer todo agujereado á orillas del Tíber, donde yace todavía
mal parado: culpa acaso también de no haber hecho uso de para-caídas,
aunque, como dice muy bien don Simplicio de Bobadilla, _para-caídas_ no
hay _como un globo roto_.

Pero cuando posteriormente se han visto en todos los países elevarse
muchos á alturas desmesuradas y mantenerse más ó menos tiempo en ellas,
no se concibe nuestra casi total ausencia de _hombres-globos_ que se
elevan verdaderamente, sino atribuyéndolo á desgracia del país mismo.
Los Estados-Unidos tuvieron un _hombre-globo_ que subió cuanto pudo, y
manejando diestramente su válvula, descendió como y cuando le plugo;
de Francia hicieron mil su ascensión, que están todavía en altura,
haciendo la admiración de los espectadores; la Suecia mira uno en
su pináculo todavía; y si el mayor de todos fué á parar hasta Santa
Elena, es preciso confesar que hay descensos gloriosos, como retiradas
honrosas.

Ahora bien, observamos al _hombre-globo_ en nuestro país. El año 8
empezaron á quererse henchir multitud de mongolfieras; pero estábamos
indudablemente al principio de la invención, y no debieron de tener
gas mejor que el humo de paja, porque los unos dieron al traste con su
globo en el estrecho, los otros quisieron sostenerse en tierra firme;
pero han ido poco á poco deshinchándose, y una ráfaga ha acabado con
unos, otra con otros.

El año 20 quisieron repetir el experimento; pero por lo visto no
habían aprendido nada nuevo: no contaron nuestros _hombres-globos_ con
el aire del norte, que los envolvió, pegó fuego á unos que cayeron
miserablemente donde pudieron, y arrebató á otros á caer de golpe
y porrazo en países remotos y extranjeros. Raro fué el que cayó
suavemente. Pero adelanto positivo para la ciencia no hubo ninguno.

He aquí sin embargo á nuestros _hombres-globos_ probando de nuevo otra
ascensión; pero escarmentados ya nuestros antiguos y derretidos Ícaros,
tienen miedo hasta al gas que los ha de levantar: y en una palabra,
nosotros no vemos que suban más alto que subió Rozzo. Para nosotros
todos son Rozzos.

Vean ustedes sin embargo al _hombre-globo_ con todos sus caracteres.
¡Qué ruido antes! «¡La ascensión! Va á subir. ¡Ahora, ahora sí va
á subir!» Gran fama, gran prestigio. Se les arma el globo; se les
confía: ved cómo se hinchan. ¿Quién dudará de su suficiencia? Pero
como casi todos nuestros globos, mientras están abajo entre nosotros
asombra su grandeza, y su aparato y su fama. Pero conforme se van
elevando, se les va viendo más pequeños; á la altura apenas de Palacio,
que no es grande altura, ya se les ve tamaños como avellanas, ya el
_hombre-globo_ no es nada: un poco de humo, una gran tela, pero vacía,
y por supuesto, en llegando arriba, no hay dirección. ¡Es posible que
nadie descubra el modo de dar dirección á este globo!

Entre tanto el _hombre-globo_ hace unos cuantos esfuerzos en el aire,
un viento le lleva aquí, otro allá, descarga lastre... ¡inútiles
afanes!, al fin viene al suelo: sólo observo que están ya más duchos en
el uso del para-caídas: todos caen blandamente, y no lejos: los que más
se apartan van á caer al Buen-Retiro.

Pero, señor, me dirán, ¿y ha de ser siempre esto así? ¿No les basta
á esos hombres de experiencias? ¿Serán ellos los últimos que se
desengañen de sí mismos?

He ahí una respuesta que yo no sabré dar. Yo no veo la ciencia
desesperada, creo que acaso habrá por ahí escondidos otros
_hombres-globos_; pero si los hay, ¿por qué no obedecen á las leyes de
la naturaleza? Si su gas tiene más intensidad, ¿cómo no se elevan por
sí solos, cómo no se sobreponen á los otros?

Esta investigación me conduciría muy lejos. Mi objeto no ha sido más
que pintar el _hombre-globo_ de nuestro país: un artículo de física no
puede ser largo: si fuera de política sería otra cosa. Haré mi última
deducción, y concluiré: los Rozzos, que hasta ahora han hecho pinitos
á nuestra vista, parece que ya se han elevado cuanto elevarse pueden.
¡Otros al puesto, experimentos nuevos! Si por el camino trillado nada
se ha hecho, camino nuevo.

Esto la razón sola lo indica. Si hay un _hombre-globo_, que salga,
y le daremos las gracias; mas cuenta con engañarse en sus fuerzas:
recuerde que primero hay que subir, y luego hay que dar dirección; y
como dice Quevedo, «ascender á rodar es desatino; y el que desciende
de la cumbre, ataja», observe que puede sucederle lo que á los demás,
que conforme se vaya elevando se vaya viendo más pequeño. Si no le hay,
lastimoso es decirlo, pero aparejemos el _para-caídas_.



                              LA ALABANZA
                                   ó
                         QUE ME PROHÍBAN ÉSTE


Suponiendo que se escriba con principios, se puede escribir después
con varios fines. Ó se escribe para sí, ó se escribe para otros.
Descifremos bien esto. Lo que se escribe en un libro de memorias se
escribe evidentemente para sí. De modo que un souvenir es un monólogo
escrito. No diré precisamente que sea necio el decirse uno las cosas á
sí mismo, porque al cabo, ¿dónde habían de encontrar ciertos hombres un
auditorio indulgente si no hablasen consigo mismos? Lo que diré es que
yo nací con buena memoria. ¡Ojalá fuera mentira! Y tengo reparado que
las cosas que una vez me interesan, tarde ó jamás se me olvidan; por
lo tanto nunca las apunté; y las que no me interesaron siempre juzgué
que no valían la pena de apuntarlas. Por otra parte, de diez cosas que
en la vida suceden las nueve son malas, sin que esto sea decir que la
otra sea enteramente buena. Razón de más para no apuntar. ¡Cuánto
más filosófico y más consolador sería sustituir al _souvenir_ otro
repertorio de anotaciones llamado _olvido! Cosas que debo olvidar_,
pondría uno encima: figúrese el lector si el tal librico necesitaría
hojas, y si podría uno estar ocioso un solo instante, una vez
comprometido á llenar sus páginas de buena fe. Siempre he abundado en
la idea de que se hacen generalmente las cosas al revés: el _souvenir_
es una idea inversa; en este sentido nunca he escrito para mí.

Continuemos echando una ojeada sobre los que escriben para sí.

El que escribe un memorial escribe sin duda para sí. Generalmente nadie
lee los memoriales, sino el que los escribe, que es el único á quien
importan; la prueba de esto es que cuando el empleo se ha de dar,
ya está dado antes de hacer el memorial; y cuando hay que hacer el
memorial, es señal de que no hay que contar con el empleo. Apelo á los
señores que están colocados y á los que se han de colocar. Es, pues,
más necio escribir un memorial, que un _souvenir_. En este sentido
tampoco he escrito nunca para mí.

El que escribe un informe, un consejo, un parecer, escribe para sí; la
prueba es que generalmente siempre se pide el consejo después de tomada
la determinación, y que cuando el informe no gusta se desecha.

El que escribe á una querida escribe para sí, por varias razones; por
lo regular rara vez se encuentran dos amantes en igual grado de pasión;
por consiguiente el calor del uno es griego para el otro, y vice versa.
Además, desde el momento en que dejamos de querer á nuestra amada,
dejamos de escribirla. Prueba de que no escribíamos para ella.

Los autores han dicho siempre en sus prólogos, y se lo han llegado á
creer ellos mismos, que escriben para el público; no sería malo que
se desengañasen de este error. Los no leídos y los silbados escriben
evidentemente para sí: los aplaudidos y celebrados escriben por su
interés, alguna vez por su gloria; pero siempre para sí.

¿Quién es, pues, me dirán, el que escribe para otro? Lo diré. En los
países en que se cree que es dañoso que el hombre diga al hombre lo
que piensa, lo cual equivale á creer que el hombre no debe saber lo
que sabe, y que las piernas no deben andar, en los países donde hay
censura, en esos países es donde se escribe para otro, y ese otro es el
censor. El escritor que, lleno ya un pliego de papel, lo lleva á casa
de un censor, el cual le dice que no se puede escribir lo que él lleva
ya escrito, no escribe ni siquiera para sí. No escribe más que para el
censor. Éste es el único hombre en que yo disculparía que escribiese
un libro de memorias, y hasta que escribiese un memorial. Á mayores
tonterías puede obligar una prohibición.

Estoy muy lejos de querer decir que yo haya escrito nunca para otro,
en este sentido, porque, aunque es verdad que he tenido relaciones con
varios señores censores, por otra parte muy beneméritos, puedo asegurar
que en cuanto he escrito nunca he puesto una sola palabra para ellos,
no porque no crea que no son muy capaces de leer cualquier cosa, sino
porque siempre acaban por establecerse entre el censor y el escritor
etiquetillas fastidiosas y dimes y diretes de poca monta, y á decir
verdad soy poco amigo de cumplimientos. Los de los censores me hacen el
mismo efecto que le hacían al portugués los del casteçao. El cuento es
harto sabido para repetirlo. Esto sería no escribir para nadie.

Bien determinado como estoy á no escribir jamás para el censor, he
tratado siempre de no escribir sino la _verdad_, porque al fin, he
dicho para mí, ¿qué censor había de prohibir la _verdad_, y qué
gobierno ilustrado, como el nuestro, no la había de querer oir? Así
es, que si en el reglamento de censura se prohíbe hablar contra la
religión, contra las autoridades, contra los gobiernos y los soberanos
extranjeros, y contra otra porción de materias, es porque se ha
presumido con mucha razón que era imposible hablar mal de esas cosas,
diciendo verdad. Y para mentir más vale no escribir. Todo esto es
claro; es más que claro; casi es justo.

Lo que está permitido es alabar, sin que en eso haya límite ninguno;
porque es probado que en la alabanza ni puede haber demasía, sobre
todo, para el alabado, ni puede dejar de haber verdad y justicia. Por
esta razón yo me he propuesto alabarlo siempre todo, y á este principio
debo la gran publicidad que se ha permitido á mis débiles escritos.
Sistema que seguiré siempre, y que hoy más que nunca seguiré, porque
efectivamente no hay motivo para otra cosa.

Al decidirme á este plan tuve presente otra consideración, por mejor
decir, un principio de moral incontestable en todos los tiempos y
países. El hombre no debe hacer cosa que no pueda confesar y publicar
altamente. Es así que no puede decir ningún escritor que se le ha
prohibido un artículo por la censura porque eso lo prohíbe la ley, y
la ley no puede ser mala; luego ¿cómo había yo de escribir artículos
que se me pudiesen prohibir? Ni los he escrito, ni los he de escribir,
ni lo dijera, si por algún evento los hubiera escrito, ni yo lo quiero
decir, ni me dejarán tampoco, aunque yo quisiera. No hay medio. Por eso
hago bien en no querer.

Persuadir ahora de las ventajas que me trae el no escribir para otro, y
el alabar constantemente cuanto veo, paréceme un tanto inútil. Y tienen
mis alabanzas lo que tienen pocas, y es, que no me han valido ningún
empleo; no porque yo no pudiera servir para él, sino porque ellos que
no lo dan, y yo que no lo recibo, hemos querido sin duda que mis
alabanzas sean del todo independientes.

De esta independencia nace el desembarazo con que he alabado
francamente en distintas ocasiones, ora el amor de familia con que se
ha solido colocar á los deudos y amigos de los gobernantes, cosa que
ha variado ya enteramente; ora la prudente lentitud con que se han
entregado y se entregan las armas á nuestros amigos; ora la oportunidad
ó idea con que se vistió á los señores Próceres, y en momentos de
aprieto, fundados en que más da el _duro que el desnudo_; ora la
perspicacia con que se han descubierto varias conspiraciones, y se ha
salvado á la patria amenazada; ora la previsión con que se evitó que se
interpretase mal la primera acometida del cólera; ora la precipitación
con que se ha llevado á su término la guerra civil; ora... pero ¿á qué
más? yo no he dejado cosa apenas que no haya alabado; y si algo me he
dejado, por mi vida que me pesa, y téngolo de alabar hoy.

Por todo lo que llevo dicho hay pocas cosas que me incomoden tanto como
el oir el continuo clamoreo de esas gentes quejumbrosas, á quienes
todo cuanto se hace, ó parece mal, ó parece por lo menos poco. Aquí
me irrito, y les respondo: ¿Poco, eh? Vamos á ver: ¿cuántos meses
llevamos?--¿De qué?, me preguntan.--¿De qué? De que... de... Estatuto
Real.--No llega á un año.--Y en poco menos de un año, aquí es la mía,
se han reunido dos estamentos; se han mudado dos ministros de la
guerra; se han visto tres ministros de lo interior; no se ha visto más
que un ministro de Estado, pero se le ha oído más que si hubieran sido
tres. Se ha visto un ministro de hacienda, y la hacienda también, y,
como dice el refrán, _hacienda, tu dueño te vea_; y si no se ha visto
marina, eso poco importa, que nada dice de marina el refrán. En menos
de un año se ha abolido el voto de Santiago; ha habido también sus
sesiones de Próceres alguna vez; y si en menos de un año se ha puesto
la facción sobrado pujante, también en menos de un año han penetrado
los primeros talentos de España, que era preciso, por fin, hacer un
esfuerzo. En menos de un año, ¡qué de generales famosos no se han
estrellado! ¡Qué de facciosos no se han perdonado! ¡Qué de gracias no
se han dicho por varios insignes oradores! ¡Cómo en menos de un año ha
dicho el uno un chascarrillo, y cómo le han contestado con otro y con
otros! ¡Qué de insultillos ocultos del procurador al ministro, y del
ministro al procurador!

        Cien veces ciento
      Mil veces mil.

¡Cuánta serenidad, pues, en menos de un año, para ocuparse en apuros
de la patria hasta de los más pequeños dimes y diretes! ¡Cuánta
conversación! Temístocles le decía á su general: _¡Pega, pero escucha!_
Cada uno de nuestros oradores es un Temístocles; con tal que le dejen
hablar, él le dirá también á la guerra civil, al pretendiente, á toda
calamidad: _Pega, pero escucha_. ¿Qué más cosas querrían ver esas
gentes, qué más sobre todo querrían oir en poco menos de un año?

_No hay previsión_, me decía uno días pasados.--¡No hay previsión!,
exclamé. Esto ya es mala fe. Y todo ¿por qué? Porque han sucedido
cuatro lances desgraciados, que á pesar de haberse sabido no se
pudieron prevenir. Pero esto ¿qué importa? Á buen seguro que en cuanto
acabó de suceder lo de Correos bien se puso un centinela avanzada en
medio de la Puerta del Sol, que antes no le había; el cual se está allí
las horas muertas, viendo si viene algo por la calle de Alcalá. ¡Qué
vuelvan ahora los del 18! ¿Y no hay previsión?

¡Maldicientes! Lo mismo que el entusiasmo. Mil veces he oído decir
que han apagado el entusiasmo. ¿Y qué? Pongamos que sea cierto. ¿No
se acaba de decidir ahora que se haga entusiasmo nuevo? ¿No se va á
escribir á todos los señores gobernadores que fomenten el espíritu
público y que hagan entusiasmo á toda prisa? ¿Y no lo harán por
ventura? Y excelente y de la mejor calidad. El año pasado no hacía
falta el entusiasmo; como que la facción era poca y el peligro
ninguno nos íbamos bandeando sin entusiasmo y sin espíritu público;
y luego, que entonces estaba la anarquía cosida siempre á los autos
del entusiasmo, y ahora ya no. Y el entusiasmo de ahora ha de ser un
entusiasmo moderado, un entusiasmo frío y racional, un entusiasmo que
mate facciosos, pero nada más: entusiasmo, señor, de quita y pon,
y entusiasmo, en una palabra, sordo-mudo de nacimiento: entusiasmo
que no cante, que no alborote el cotarro; que no se vuelva la casa
un gallinero. Y éste es el bueno, el verdadero entusiasmo. No, si no
volvamos á las canciones patrióticas. ¿Qué trajo la ruina del sistema?
Unas veces dicen que fué la libertad de imprenta, otras que fué... No,
señor, hoy estamos de acuerdo en que fueron las canciones. ¿Y esto no
será de alabar?

Yo alabaré siempre; yo defenderé: reniego de la oposición. ¿Qué quiere
decir la oposición?

He aquí un artículo escrito para todos, menos para el censor. La
ALABANZA, en una palabra: ¡QUE ME PROHÍBAN ÉSTE!



                           UN REO DE MUERTE


Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso por primera vez
la pluma en la mano para hilvanar en forma de discurso mis ideas,
el teatro se ofreció primer blanco á los tiros de esta que han
calificado muchos de mordaz maledicencia. Yo no sé si la humanidad bien
considerada tiene derecho á quejarse de ninguna especie de murmuración,
ni si se puede decir de ella todo el mal que se merece; pero como hay
millares de personas seudo-filantrópicas, que al defender la humanidad
parece que quieren en cierto modo indemnizarla de la desgracia de
tenerlos por individuos, no insistiré en este pensamiento. Del
llamado teatro, sin duda por antonomasia, dejéme suavemente deslizar
al verdadero teatro: á esa muchedumbre en continuo movimiento, á esa
sociedad donde sin ensayo ni previo anuncio de carteles, y donde á
veces hasta de balde y en balde se representan tantos y tan distintos
papeles.

Descendí á ella, y puedo asegurar que al cotejar este teatro con el
primero, no pudo menos de ocurrirme la idea de que era más consolador
éste que aquél: porque al fin, seamos francos, triste cosa es
contemplar en la escena la coqueta, el avaro, el ambicioso, la zelosa,
la virtud caída y vilipendiada, las intrigas incesantes, el crimen
entronizado á veces y triunfante; pero al salir de una tragedia para
entrar en la sociedad puede uno exclamar al menos: «Aquello es falso;
es pura invención; es un cuento forjado para divertirnos»; y en el
mundo es todo lo contrario; la imaginación más acalorada no llegará
nunca á abarcar la fea realidad. Un rey de la escena depone para irse
á acostar el cetro y la corona, y en el mundo el que la tiene duerme
con ella, y sueñan con ella infinitos que no la tienen. En las tablas
se puede silbar al tirano; en el mundo hay que sufrirle; allí se le va
á ver como una cosa rara, como una fiera que se enseña por dinero; en
la sociedad cada preocupación es un rey; cada hombre un tirano; y de
su cadena no hay librarse; cada individuo se constituye en eslabón de
ella; los hombres son la cadena unos de otros.

De estos dos teatros sin embargo, peor el uno que el otro, vino á
desalojarme una frase que lo ocupó todo: la política. ¿Quién hubiera
leído un ligero bosquejo de nuestras costumbres, torpe, y débilmente
trazado acaso, cuando se estaban dibujando en el gran telón de la
política escenas, si no mejores, de un interés ciertamente más próximo
y positivo? Sonó el primer arcabuz de la facción, y todos volvimos la
cara á mirar de dónde partía el tiro: en esta nueva representación,
semejante á la fantasmagórica de Mantilla, donde empieza por verse una
bruja, de la cual nace otra y otras, hasta _multiplicarse al infinito_,
vimos un faccioso primero, y luego vimos _un faccioso más_, y en pos de
él poblarse de facciosos el telón. Lanzado en mi nuevo terreno esgrimí
la pluma contra las balas, y revolviéndome á una parte y otra, di la
cara á dos enemigos; al faccioso de fuera, y al justo medio, á la
parsimonia de dentro. ¡Débiles esfuerzos! El monstruo de la política
estuvo en cinta y dió á luz lo que había mal engendrado; pero tras éste
debían venir hermanos menores, y uno de ellos, nuevo Júpiter, debía
destronar á su padre. Nació la censura, y heme aquí poco menos que
desalojado de mi última posición. Confieso francamente que no estoy
en armonía con el reglamento: respétole y desobedezco; he aquí cuanto
se puede exigir de un ciudadano: á saber, que no altere el orden; es
bueno tener entendido que en política se llama _orden_ á lo que existe,
y que se llama _desorden_ este mismo _orden_ cuando le sucede otro
_orden_ distinto; por consiguiente es perturbador el que se presenta á
luchar contra el orden existente con menos fuerzas que él; el que se
presenta con más, pasa á _restaurador_, cuando no se le quiere honrar
con el pomposo título de _libertador_. Yo nunca alteraré el orden
probablemente, porque nunca tendré la locura de creerme por mí solo más
fuerte que él: en este convencimiento, infinidad de artículos tengo
solamente rotulados, cuyo desempeño conservo para más adelante; porque
la esperanza es precisamente lo único que nunca me abandona; pero al
paso que no los escribiré, porque estoy persuadido de que me los habían
de prohibir (lo cual no es decir que me los han prohibido, sino todo
lo contrario, puesto que yo no los escribo), tengo placer en hacer
de paso esta advertencia, al refugiarme, de cuando en cuando, en el
único terreno que deja libre á mis correrías el temor de ser rechazado
en posiciones más avanzadas. Ahora bien, espero que después de esta
previa inteligencia no habrá lector que me pida lo que no puedo darle:
digo esto porque estoy convencido de que ese pretendido acierto de un
escritor depende más veces de su asunto y de la predisposición feliz
de sus lectores que de su propia habilidad. Abandonado á esta sola,
considérome débil, y escribo todavía con más miedo que poco mérito, y
no es ponderarlo poco, sin que esto tenga visos de afectada modestia.

Habiendo de parapetarme en las costumbres, la primera idea que me
ocurre es que el hábito de vivir en ellas, y la repetición diaria de
las escenas de nuestra sociedad, nos impide muchas veces pararnos
solamente á considerarlas, y casi siempre nos hace mirar como naturales
cosas que en mi sentir no debieran parecérnoslo tanto. Las tres
cuartas partes de los hombres viven de tal ó cual manera porque de
tal ó cual manera nacieron y crecieron; no es una gran razón; pero
ésta es la dificultad que hay para hacer reformas: he aquí por qué las
leyes difícilmente pueden ser otra cosa que el índice reglamentario
y obligatorio de las costumbres: he aquí por qué caducan multitud de
leyes que no se derogan: he aquí la clave de lo mucho que cuesta hacer
libre por las leyes á un pueblo esclavo por sus costumbres.

Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto: volvamos á él: este
hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada á
cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la
sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno
de sus miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el
fatídico grito que desde el amanecer resuena por las calles del gran
pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente
por estribillo á un trozo de poesía romántica.

      Para hacer bien por el alma
      Del que van á ajusticiar.

Ese grito, precedido por la lúgubre campanilla, tan inmediata y
constantemente como sigue la llama al humo, y el alma al cuerpo; este
grito que implora la piedad religiosa en favor de una parte del ser que
va á morir, se confunde en los aires con las voces de los que venden y
revenden por las calles los géneros de alimento y de vida para los que
han de vivir aquel día. No sabemos si algún reo de muerte habrá hecho
esta singular observación, pero debe ser horrible á sus oídos el último
grito que ha de oir de la _coliflorera_ que pasa atronando las calles á
su lado.

Leída y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma
de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado
es trasladado á la capilla, en donde la religión se apodera de él como
de una presa ya segura: la justicia divina espera allí á recibirle
de manos de la humana. Horas mortales transcurren allí para él: gran
consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir
de los hombres, ó, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno.
La vanidad sin embargo se abre paso al través del corazón en tan
terrible momento, y es raro el reo que pasada la primera impresión,
en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y
refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad
pocas veces posible. Esta tiránica sociedad exige algo del hombre
hasta en el momento en que se niega entera á él; injusticia por cierto
incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima. Parece que
la sociedad al exigir valor y serenidad en el reo de muerte con sus
constantes preocupaciones se hace justicia á sí misma, y extraña que no
se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes.

En tan críticos instantes, sin embargo, rara vez desmiente cada cual
su vida entera y su educación; cada cual obedece á sus preocupaciones
hasta en el momento de ir á desnudarse de ellas para siempre. El
hombre abyecto, sin educación, sin principios, que ha sucumbido
siempre ciegamente á su instinto, á su necesidad, que robó y mató
maquinalmente, muere maquinalmente. Oyó un eco sordo de religión en
sus primeros años, y este eco sordo, que no comprende, resuena en la
capilla, en sus oídos, y pasa maquinalmente á sus labios. Falto de
lo que se llama en el mundo honor, no hace esfuerzo para disimular
su temor, y muere muerto. El hombre verdaderamente religioso vuelve
sinceramente su corazón á Dios, y éste es todo lo menos infeliz que
puede el que lo es por última vez. El hombre educado á medias, que
ensordeció á la voz del deber y de la religión, pero en quien estos
gérmenes existen, vuelve de la continua afectación de despreocupado en
que vivió, y duda entonces y tiembla. Los que el mundo llama impíos
y ateos, los que se han formado una religión acomodaticia, ó las han
desechado todas para siempre, no deben ver nada al dejar el mundo. Por
último, el entusiasmo político hace veces casi siempre de valor: y en
esos reos, en quienes una opinión es la preocupación dominante, se han
visto las muertes más serenas.

Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros
de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un
compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas
populares, inmorales é irreligiosas, que momentos antes componían
juntamente con las preces de la religión el ruido de los patios y
calabozos del espantoso edificio. El que hoy canta esa salve se la oirá
cantar mañana.

En seguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe
al reo, que vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado
atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil
y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.

Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito. Las ventanas y
balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se
apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del
hombre.--¿Qué espera esa multitud? diría un extranjero que desconociese
las costumbres. ¿Es un rey el que va á pasar; ese ser coronado, que
es todo un espectáculo para un pueblo? ¿Es un día solemne? ¿Es una
pública festividad? ¿Qué hacen ociosos esos artesanos? ¿Qué curiosea
esta nación?--Nada de eso. Ese pueblo de hombres va á ver morir
á un hombre.--¿Dónde va?--¿Quién es?--¡Pobrecillo!--Merecido lo
tiene.--¡Ay! si va muerto ya.--¿Va sereno?--¡Qué entero va!

He aquí las preguntas y expresiones que se oyen resonar en derredor.
Numerosos piquetes de infantería y caballería esperan en torno del
patíbulo. He notado que en semejante acto siempre hay alguna corrida:
el terror que la situación del momento imprime en los ánimos causa la
mitad del desorden: la otra mitad es obra de la tropa que va á poner
orden. ¡Siempre bayonetas en todas partes! ¿Cuándo veremos una sociedad
sin bayonetas? ¡No se puede vivir sin instrumento de muerte! Esto no
hace por cierto el elogio de la sociedad ni del hombre.

No sé por qué al llegar siempre á la plazuela de la Cebada mis
ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de
desprecio. No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que
puede tener la sociedad de mutilarse á sí propia: siempre resultaría
ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el
mundo, ¿qué loco se atrevería á rebatir ése? Pienso sólo en la sangre
inocente que ha manchado la plazuela; en la que manchará todavía. ¡Un
ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la
incomprensible vanidad de presumirse perfecto!

Un tablado se levanta en un lado de la plazuela: la tablazón desnuda
manifiesta que el reo no es noble. ¿Qué quiere decir un reo noble? ¿Qué
quiere decir garrote vil? Quiere decir indudablemente que no hay idea
positiva ni sublime que el hombre no impregne de ridiculeces.

Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha
llegado al patíbulo: en el día no son ya tres palos de que pende la
vida del hombre; es un palo solo: esta diferencia esencial de la horca
al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, á quienes
su amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos ó
asados. Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas
de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había
llegado el momento de la catástrofe: el que sólo había robado acaso á
la sociedad, iba á ser muerto por ella: la sociedad también da ciento
por uno: si había hecho mal matando á otro, la sociedad iba á hacer
bien matándole á él. Un mal se iba á remediar con dos. El reo se sentó
por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj: las doce y diez minutos:
el hombre vivía aún... De allí á un momento una lúgubre campanada de
San Millán, semejante al estruendo de las puertas de la eternidad que
se abrían, resonó por la plazuela: el hombre no existía ya: todavía
no eran las doce y once minutos.--«La sociedad, exclamé, estará
satisfecha: ya ha muerto un hombre».



                      UNA PRIMERA REPRESENTACIÓN


En los tiempos de Iriarte y de Moratín, de Comella y del abate
Cladera, cuando divididas las pandillas literarias se asestaban de
librería á librería, de corral á corral, las burlas y los epigramas,
la primera representación de una comedia (entonces todas eran comedias
ó tragedias) era el mayor acontecimiento de la España. El buen pueblo
madrileño, á cuyos oídos no habían llegado aún, ó de cuya memoria
se habían borrado las encontradas voces de _tiranía_ y _libertad_,
hacía entonces la vista gorda sobre el gobierno. Su majestad cazaba
en los bosques del Pardo, ó reventaba mulas en la trabajosa cuesta de
la Granja; en la corte se intrigaba, poco más ó menos como ahora, si
bien con un tanto más de hipocresía; los ministros colocaban á sus
parientes y á los de sus amigos; esto ha variado completamente; la
clase media iba á la oficina; entonces un empleo era cosa segura, una
suerte hecha; y el honrado, el heroico pueblo iba á los toros á llamar
_bribón_ á boca llena á Pepe-hillo y Pedro Romero cuando el toro no se
quería dejar matar á la primera. Entonces no había más guerra civil que
los famosos bandos y parcialidades de _chorizos_ y _polacos_. No se
sospechaba siquiera que podía haber más derecho que el de tirar varias
cáscaras de melón á un _morcillero_, y el de acompañar la silla de
manos de la Rita Luna, de vuelta á su casa desde el teatro, lloviendo
dulces sobre ella. En aquellos tiempos de tiranía y de inquisición
había sin embargo más libertad; y no se nos tome esto en cuenta de
paradojas, porque al fin se sabía por donde podía venir la tempestad,
y el que entonces la pagaba era por poco avisado. En respetando al
rey, y á Dios, respeto que consistía más bien en no acordarse de ambas
majestades, que en otra cosa, podía usted vivir seguro sin carta de
seguridad, y viajar sin pasaporte. Si usted quería escribir, imprimía
y vendía cuanto á las mientes se le viniese, y ahí están si no las
obras de Saavedra, las del mismo Comella, las de Iriarte, las de
Moratín, las poesías de Quintana, que escritas en nuestros días no
podrían probablemente ver en muchos años la luz pública. Entonces ni
había espías, ni menos policía: no le ahorcaban á usted hoy por liberal
y mañana por carlista, ni al día siguiente por ambas cosas: tampoco
había esta comezón que nos consume de ilustración y prosperidad: el que
tenía un sueldo se tenía por bastante ilustrado, y el que se divertía
alegremente se creía todo lo próspero posible. Y esto pesado en la
balanza de las compensaciones es algo sin duda.

Había otra ventaja, á saber, que si no quería usted cavar la tierra,
ni servir al rey en las armas, cosas ambas un si es no es incómodas;
si no quería usted quemarse las cejas sobre los libros de leyes ó
de medicina; si no tenía usted ramo ninguno de rentas donde meter
la cabeza, ni hermana bonita, ni mujer amable, ni madre que lo
hubiese sido; si no podía usted ser paje de bolsa de algún ministro ó
consejero, decía usted que tenía una estupenda vocación; vistiendo el
tosco sayal tenía usted su vida asegurada, y dejando los estudios, como
fray Gerundio, se metía usted á predicador. El oficio en el día parece
también haber perdido algunas de sus ventajas.

Por nuestros escritos conocerán nuestros lectores que no debimos
alcanzar esos tiempos bienaventurados. Pero ¿quién no es hijo de
alguien en el mundo? ¿Quién no ha tenido padres que se lo cuenten?

Entonces en el teatro se escuchaban pocas silbas, y el ilustrado
público, menos descontentadizo, era á la par más indulgente. Lo que por
aquellos tiempos podía ser una _primera representación_, lo ignoramos
completamente; y como no nos proponemos pintar las costumbres de
nuestros padres, sino las nuestras, no nos aflige en verdad demasiado
esta ignorancia.

En el día una primera representación es una cosa importantísima para
el autor de..., ¿de que diremos? Es tal la confusión de los títulos
y de las obras, que no sabemos cómo generalizar la proposición. En
primer lugar hay lo que se llama _comedia antigua_, bajo cuyo rótulo
general se comprenden todas las obras dramáticas anteriores á Comella;
de capa y espada, de intriga, de gracioso, de figurón, etc., etc.; hay
en segundo el drama, dicho melodrama, que fecha de nuestro interregno
literario, traducción de la _Porte Saint-Martin_ como _el Valle del
torrente_, _el Mudo de Arpenas_, etc., etc.: hay el drama sentimental
y terrorífico, hermano mayor del anterior, igualmente traducción, como
_la Huérfana de Bruselas_; hay después la comedia dicha clásica de
Molière y Moratín, con su versito asonantado ó su prosa casera; hay la
tragedia clásica, ora traducción, ora original, con sus versos pomposos
y su correspondiente hojarasca de metáforas y pensamientos sublimes de
sangre real: hay la piececita de costumbres, sin costumbres, traducción
de Scribe: insulsa á veces, graciosita á ratos, ingeniosa por aquí y
por allí; hay el drama histórico, crónica puesta en verso, ó prosa
poética, con sus trajes de la época y sus decoraciones _ad hoc_, y al
uso de todos los tiempos: hay, por fin, si no me dejo nada olvidado, el
drama romántico, nuevo, original, cosa nunca hecha ni oída, cometa que
aparece por primera vez en el sistema literario con su cola y sus colas
de sangre y de mortandad, el único verdadero; descubrimiento escondido
á todos los siglos y reservado sólo á los Colones del siglo XIX. En una
palabra, la naturaleza en las tablas, la luz, la verdad, la libertad en
literatura, el derecho del hombre reconocido, la ley sin ley.

He aquí que el autor ha dado la última mano á lo que sea: ya lo ha
cercenado la censura decentemente; ya la empresa se ha convencido de
que se puede representar, y de que acaso es cosa buena.

Entonces los periodistas, amigos del autor, saben por casualidad la
próxima representación, y en todos los periódicos se lee, entre las
noticias de facciosos derrotados completamente, la cláusula que sigue:

«Se nos ha asegurado ó sabemos (el _sabemos_ no se aventura todos
los días) que se va á poner en escena un drama nuevo en el teatro
de... (por lo regular del Príncipe). Se nos ha dicho que es de un
autor conocido ya _ventajosamente_ por obras literarias de un mérito
incontestable. Deben desempeñar los principales papeles nuestra célebre
señora Rodríguez y el señor Latorre. La empresa no ha perdonado medio
alguno para ponerlo en escena con toda aquella brillantez que requiere
su argumento; y tenemos _fundados motivos_ (la amistad, nadie ha dicho
que no sea un motivo, ni menos que no sea fundado) para asegurar
que el éxito corresponderá á las esperanzas, y que por fin el teatro
español, etc., etc.», y así sucesivamente.

Luego que el público ha leído esto, es preciso ir al café del Príncipe:
allí se da razón de quién es el autor, de cómo se ha hecho la comedia,
de por qué la ha hecho, de que tiene varias alusiones sumamente
picantes, lo cual se dice al oído: el café del Príncipe, en fin, es el
memorialista, el valenciano del teatro.

¿Ha visto usted eso del drama que trae _la Revista_?--¿Qué drama es
ése?--No sé.--Sí, hombre, si es aquél que estaba componiendo...--¡Ah!,
sí. ¡Hombre, debe ser bueno!--Preciso.--¿Cómo se titula?--¡FULANO!--¿Á
secas?--No sé si tiene otro título.--Es regular.--¿Cuántos
actos?--Cinco creo.--No son actos, dice otro.--¿Cómo?, ¿no son
actos?--Sí, son actos, pero... yo no sé.--¡Ah!, sí.--¿Y muere mucha
gente?--¡Por fuerza!, dicen que es bueno.

¡Gustará!, dicen en otro corrillo.--Hombre, eso como este público
es así... yo no me atrevería... pero mi opinión es que ó debe
alborotar, ó le tiran los bancos.--¡Hola!--No hay medio. Hay cosas
atrevidas; ¡pero qué escenas! Figúrese usted que hay uno que es hijo
de otro.--¡Oiga!--Pero el hijo está enamorado... Deje usted: yo no me
acuerdo si es el hijo ó el padre el que está enamorado. Es igual. El
caso es que luego se descubre que la madre no es madre: no; el padre
es el que no es padre; pero hay un veneno, y luego viene el otro, y
el hijo ó la madre matan al padre ó al hijo.--¡Hombre! Eso debe ser
de mucho efecto.--¡Ya lo creo! Y hay una tempestad y una decoración
oscura, tétrica, romántica... en fin, con decirle á usted que la dama,
ayer en el ensayo no podía seguir hablando.--¡[¡¡¡]Ui!!!!

Si la cosa es por otro estilo, aunque ahora no hay cosas por otro
estilo:--Es bonita, dicen, sólo que es pesada; pero á mí me hizo reir
mucho cuando la leí; es clásica por supuesto; pero no hay acción; no
sucede nada.

El autor entre tanto se las promete felices, porque en los ensayos han
convenido los actores (que son muy inteligentes) que hay una escena
que levanta del asiento: sólo se teme que el galán, que ha creído que
el papel no es para su carácter, porque no es de bastante bulto, le
haga con tibieza: y el segundo gracioso no ha entendido una palabra
del suyo: no hay forma de hacérselo entender. Por otra parte, una dama
está un poquillo ofendida porque la protagonista, que nació demasiado
pronto, tiene más años de los que ella quiere aparentar. Y los segundos
papeles están en malas manos, porque como aquí no hay actores...

Esto, sin embargo, los ensayos siguen su curso natural: el autor se
consume porque los actores principales no dicen su papel en el ensayo,
sino que lo rezan entre dientes.--Un poco más energía, se atreve á
decir el autor, en ademán de pedir perdón.--No tenga usted cuidado,
le responden: á la noche verá usted.--Con esto apenas se atreve á
hacer nuevas advertencias; si las hace, suele atraerse alguna risilla
escondida; verdad es que á veces el autor suele entender de representar
menos todavía que el actor.

--¿Qué saco yo en la cabeza?, le pregunta una joven. ¿Diadema?--No
es necesario.--Como soy...--No importa, se va usted á acostar cuando
sucede el lance.--Es verdad.

--Y yo, ¿qué saco en las piernas?--La época, el calzón ajustado, pie y
brazo acuchillados.--Es que no tengo.--Sí tienes, dice un compañero, el
calzón que te sirvió para Dido.--Ya; pero eso debe ser otra época.--No
importa; le pones cuatro lazos, y es eso.

--Yo saco peluca rubia, dice el gracioso.--¿Por qué rubia?--No tengo
más que rubias; todas las hacen rubias.--Bien; así como así la escena
es en Francia.--¡Ah!, ¡entonces!... los Franceses son rubios.--¿Y
calva, por supuesto?--No, hombre, no: si no tiene usted más que
cincuenta años.--Es que todas mis pelucas tienen calva.--Entonces saque
usted lo que usted quiera.

Yo necesito un retrato, ¿qué saco?, dice otro.--No, un medallón:
cualquiera cosa: desde fuera no se ve.

Arreglado ya lo que cada uno saca, se conviene en que las decoraciones
harán efecto, porque se han anunciado como nuevas: la del pabellón
de _la Expiación_, en poniéndole cuatro retratos, es romántica
enteramente, y si se añaden unas armas, no digo nada; un gabinete de la
edad media; la de tal otra comedia en abriéndole dos puertas laterales,
y en cerrándole la ventana, es el cuarto de la dama.

Si hay comparsas se arma una disputa sobre si se deben afeitar ó no; si
tienen que afeitarse es preciso que se les den dos reales más; ¿se han
de poner limpios de balde? Para conciliar el efecto con la economía,
se convienen en que los cuatro que han de salir delante se afeiten;
los que están en segundo término, ó confundidos en el grupo, pueden
ahorrarse las navajas. Si deben salir músicos, es obra de romanos
encontrarlos; porque es cosa degradante soplar en un serpentón, ó dar
porrazos á un pergamino á la vista del público; cuando van por la calle
ó de casa en casa, entonces nadie los ve.

Por fin, ha llegado la noche: merced á los anuncios de los periódicos
y de los carteles, en los cuales se previene al público que si se
tarda en los entreactos es porque hay que hacer, y que como la función
es larga, no admite intermedio ni sainete; merced á estas inocentes
estratagemas, se acaban los billetes al momento, y á la tarde están
á dos, tres duros las lunetas. El autor ha tomado los suyos, y los
amigos, que han comido con él, le tranquilizan, asegurándole que si el
drama fuera malo se lo hubieran dicho francamente en las repetidas
lecturas que se han hecho previamente en casa de éste ó de aquél. Todo
lo contrario: se han extasiado: y no es decir que no lo entiendan. El
buen ingenio anda aquel día distraído; no responde con concierto á cosa
alguna; reparte algunos apretones de manos, lo más expresivos posibles,
á cuenta de aplausos, y está muy modesto; se cura en salud; refuerza
alguna sonrisa para contestar á los muchos que llegan y le dicen
embromándole, sin temor de Dios: «Conque hoy es la silba; voy á comprar
un pito».

¡Las seis!, es preciso asistir al vestuario.--¿Qué tal estoy?--Bien:
parece usted un verdadero abate; dése usted más negro en esa mejilla;
otra raya; es usted más viejo. Usted sí que está perfectamente, señora,
y cierto que daría los mejores trozos de mi comedia por ser el galán de
ella, y hacer el papel con usted. Se me figura que está frío el segundo
galán.--¡Ah!, no; ya lo verá usted; ahora está bebiendo un poco de
ponche para calentarse.--¿Sí, eh? ¡Magnífico! No se le olvide á usted
aquel grito en aquel verso.--No se me olvida, descuide usted; aturdiré
el teatro.--Sí, un chillido sentido: como que ve usted al otro muerto.
Conque salga como en el penúltimo ensayo me contento. Alborota usted
con ese grito. ¡Á mí me estremeció usted, y soy el autor!...

--¡La orden! ¡La orden!, gritan á esta sazón.

--¿Cómo la orden?, exclama el autor asustado. ¿La han prohibido?--No,
señor, es la orden para empezar; habrá venido su alteza.

Suena una campanilla. ¡Fuera, fuera!, y salen precipitadamente de la
escena aquella multitud de pies que se ven debajo del telón.

¡Cuidado con los arrojes, señor autor!, dice un segundo apunte
cogiéndole de un brazo.--¿Qué es eso?--Nada; los arrojes son cuatro
mozos de cordel que hacen subir el telón, bajando ellos colgados de
una cuerda. Se oye un estruendo espantoso: se ha descorrido la cortina,
y el ingenio se refugia á un rincón de un palco segundo, detrás de su
familia, ó de sus amigos, á quienes mortifica durante la representación
con repetidas interrupciones. Tiene toda la sangre en la cabeza, suda
como un cavador, cierra las manos; hace gestos de desesperación cuando
se pierde un actor.--Si lo dije, si no sabe el papel.--¿Silban?--¿Qué
murmullo es ése?--Bien, bien: este aplauso ha venido muy bien ahí:
esto va bien; ese trozo tenía que hacer efecto por fuerza.--¡Bárbaros!
¿Por qué silban? Si no se puede escribir en este país: luego la están
haciendo de una manera... Yo también la silbaría.

En el auditorio son las expresiones fugitivas.--¡Vaya! Ya tenemos el
telón bajando y subiendo.--¡Bravo!, se han dejado una silla.--Mire
usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve?--¡Hombre!,
¡en esa sala han nacido árboles!--¿Lo mató? ¡Ah!, ¡ah!, ¡oh! Si morirá
el apuntador.--Pues, señor, hasta ahora no es gran cosa.--Lo que tiene
es buenos versos.

Entre tanto la condesita de *** entra al segundo acto dando portazos
para que la vean; una vez sentada no se luce el vestido; los
_fashionables_ suben y bajan á los palcos: no se oye: el teatro es un
infierno: luego parece que el público se ha constipado adrede aquel
día. ¡Qué toser, señor, qué toser!

Llegó el quinto acto, y la mareta sorda empieza á manifestarse cada
vez más pronunciada: á la última puñalada el público no puede más, y
prorrumpe por todas partes en ruidosas carcajadas: los amigos defienden
el terreno; pero una llave decide la cuestión: sin duda no es la llave
con que encerraba Lope de Vega los preceptos; y cae el telón entre la
majestuosa algazara y con toda la pompa de la ignominia.

No sé qué propensión tiene la humanidad á alegrarse del mal ajeno; pero
he observado que el público sale más alegre y decidor, más risueño
y locuaz de una representación silbada: el autor entre tanto sale
confuso y renegando de un público tan atrasado: no están todavía los
españoles, dice, para esta clase de comedias: se agarra otro poco á
las intrigas, otro poco á la mala representación, y de esta suerte ya
puede presentarse al día siguiente en cualquier parte con la conciencia
limpia.

Sus amigos convienen con él, y en su ausencia se les oye decir:--Yo lo
dije; esa comedia no podía gustar; pero ¿quién se lo dice al autor?
¿Quién pone el cascabel al gato?--Yo le dije que cortara lo del padre
en el segundo acto: aquello es demasiado largo; pero se empeñó en
dejarlo.

He observado sin embargo que los amigos literatos suelen portarse
con gran generosidad; si la comedia gusta, ellos son los que como
inteligentes hacen notar los defectillos de la composición, y entonces
pasan por imparciales y rectos: si la comedia es silbada, ellos son
los que la disculpan y la elogian; saben que sus elogios no la han
de levantar, y entonces pasan por buenos amigos. En el primer caso
dicen:--Es cosa buena, ¿cómo se había de negar? No tiene más sino
aquello, y lo otro, y lo de más allá... ya se ve; las cosas no pueden
ser perfectas.

En el segundo dicen:--Señor, no es mala; pero no es para todo el mundo:
hay cosas demasiado profundas: tiene bellezas: sobre todo hay versos
muy lindos.

Pero la parte indudablemente más divertida es la de oir, acercándose
á los corrillos, los votos particulares de cada cual: éste la juzga
mala porque dura tres horas; aquél porque mueren muchos; el otro
porque hay gente de iglesia en ella; el de más allá porque se muda de
decoraciones: esotro porque infringe las reglas: los contrarios dicen
que sólo por estas circunstancias es buena. ¡Qué Babilonia, santo
Dios! ¡Qué confusión!

Al día siguiente los periódicos... Pero ¿quién es el autor? ¿Es
un principiante, un desconocido? ¡Qué nube! ¿Es algo más? ¡Qué
reticencias! ¡Qué medias palabras! ¡Qué exacto justo medio!

¡¡¡Después de todo eso, haga usted comedias!!!



                             LA DILIGENCIA


Cuando nos quejamos de que _esto no marcha_, y de que la España no
progresa, no hacemos más que enunciar una idea relativa: generalizada
la proposición de esa suerte es evidentemente falsa; reducida á sus
límites verdaderos, hay un gran fondo de verdad en ella.

Así como no notamos el movimiento de la tierra, porque todos vamos
envueltos en él, así no echamos de ver tampoco nuestros progresos. Sin
embargo, ciñéndonos al objeto de este artículo, recordaremos á nuestros
lectores que no hace tantos años carecíamos de multitud de ventajas,
que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su respectivo lugar;
hijas de la época, escuelas indispensables del adelanto general del
mundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de las
comunicaciones entre los pueblos apartados: los tiranos, generalmente
cortos de vista, no han considerado en las diligencias más que un
medio de transportar paquetes y personas de un pueblo á otro: seguros
de alcanzar con su brazo de hierro á todas partes, se han sonreído
imbécilmente al ver mudar de sitio á sus esclavos: no han considerado
que las ideas se agarran como el polvo á los paquetes y viajan también
en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la libertad estaría
todavía probablemente encerrada en los Estados-Unidos, la navegación
la trajo á Europa; las diligencias han coronado la obra: la rapidez
de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido á los hombres
de todos los países: verdad es que ese lazo de los liberales lo es
también de sus contrarios; pero ¿qué importa? La lucha es así general y
simultánea; sólo así puede ser decisiva.

Hace pocos años, si le ocurría á usted hacer un viaje, empresa que se
acometía entonces sólo por motivos muy poderosos, era forzoso recorrer
todo Madrid, preguntando de posada en posada por medios de transporte.
Éstos se dividían entonces en coches de colleras, en galeras, en
carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la celeridad no había
diferencia ninguna: no se concebía cómo podía un hombre apartarse de un
punto en un solo día más de seis ó siete leguas; aun así era preciso
contar con el tiempo y con la colocación de las ventas: esto, más que
viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe
el mundo al dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En
los coches viajaban sólo los poderosos: las galeras eran el carruaje
de la clase acomodada; viajaban en ellas los empleados que iban á
tomar posesión de su destino, los corregidores que mudaban de vara:
los carromatos y las acémilas estaban reservadas á las mujeres de
militares, á los estudiantes, á los predicadores cuyo convento no les
proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes
los hombres á los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual
sabía que había otros pueblos que el suyo en el mundo, á fuerza de fe;
pero viajar por instrucción y por curiosidad, ir á París sobre todo,
eso ya suponía un hombre superior, extraordinario, osado, capaz de
todo: la marcha era una hazaña, la vuelta una solemnidad: y el viajero,
al divisar la venta del Espíritu Santo, exclamaba estupefacto: «¡Qué
grande es el mundo!» Al llegar á París después de dos meses de medir la
tierra con los pies, hubiera podido exclamar con más razón: «¡Qué corto
es el año!»

Á su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban, y se apiñaban á su alrededor
para cerciorarse de si había efectivamente París, de si se iba y se
venía, de si era en fin, aquel mismo el que había ido, y no su ánima
que volvía sola! Se miraba con admiración el sombrero, los anteojos, el
baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía de París. Se tocaba,
se manoseaba, y todavía parecía imposible. ¡Ha ido á París! ¡ha vuelto
de París!!! ¡Jesús!!!

Los tiempos han cambiado extraordinariamente: dos emigraciones
numerosas han enseñado á todo el mundo el camino de París y Londres.
Como quien hace lo más, hace lo menos, ya el viajar por el interior
es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo opuesto: en el día
se mira con asombro al que no ha estado en París; es un punto menos
que ridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en ninguna
parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, ó está uno en la
emigración, ó de vuelta de ella, ó disponiéndose para otra: el liberal
es el símbolo del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y
reflujo. Y no sé cómo se lo componen los absolutistas; pero para ellos
no se han establecido las diligencias; ellos esperan siempre á pie
firme la vuelta de su Mesías; en una palabra, siempre son de casa; este
partido no tiene más movimiento que el del caracol; toda la diferencia
está en tener la cabeza fuera ó dentro de la concha. Á propósito, ¿la
tiene ahora dentro ó fuera?

Volviendo empero á nuestras diligencias, no entraré en la explicación
minuciosa y poco importante para el público de las causas que me
hicieron estar no hace muchos días en el patio de la casa de postas,
donde se efectúa la salida de las diligencias llamadas _reales_, sin
duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las diligencias
de común con su majestad; una empresa particular las dirige, el público
las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto á los
_billares_; pero como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas
mis dudas no haría gran diligencia en el artículo de hoy, prescindiré
de digresiones, y diré en último resultado, que ora fuese á despedir á
un amigo, ora fuese á recibirle, ora en fin con cualquier otro objeto,
yo me hallaba en el patio de las diligencias.

No es fácil imaginar qué multitud de ideas sugiere el patio de las
diligencias: yo por mi parte me he convencido que es uno de los teatros
más vastos que puede presentar la sociedad moderna al escritor de
costumbres.

Todo es allí materiales, pero hechos ya y elaborados: no hay sino
ver y coger. Á la entrada le llama á usted ya la atención un pequeño
aviso que advierte pegado en un poste, que nadie puede entrar en el
establecimiento público sino los viajeros, los mozos que traen sus
fardos, los dependientes y las personas que vienen á despedir ó recibir
á los viajeros: es decir, que allí sólo puede entrar todo el mundo. Al
lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los itinerarios,
los precios: aconsejaremos sin embargo á cualquiera que reproduzca,
al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba á
entrar años pasados en el botánico con chaqueta y palo, y á quien un
dependiente decía:--No se puede pasar en ese traje: ¿no ve el cartel
puesto de ayer?--Sí, señor, contestó el palurdo, pero... ¿eso rige
todavía?

Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunte luego: verá cómo no hay
carruajes para muchas de las líneas indicadas; pero no se desconsuele,
le dirán la razón. «¡¡¡Como los facciosos están por ahí, y por allí, y
por más allá!!!» Esto siempre satisface: verá además cómo los precios
no son los mismos que cita el aviso; en una palabra, si el curioso
quiere proceder por orden, pregunte y lea después, y si quiere atajar,
pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá suceder que
no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver á otra hora, ó no
volver si no quiere.

El patio comienza á llenarse de viajeros y de sus familias y amigos:
los unos se distinguen fácilmente de los otros. Los viajeros entran
despacio: como muy enterados de la hora, están ya como en su casa:
los que vienen á despedirlos, si no han venido con ellos, entran de
prisa y preguntando: «¿Ha marchado ya la diligencia? Ah, no; aquí está
todavía». Los primeros tienen capa ó capote, aunque haga calor; echarpe
al cuello y gorro griego ó gorra si son hombres: si son mujeres gorro
ó papalina, y un enorme ridículo; allí va el pañuelo, el abanico, el
dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves, ¡qué más sé yo!

Los acompañantes, portadores de menos aparato, se presentan vestidos de
ciudad, á la ligera.

Á la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados
allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento
de su estancia en la población: media hora falta sólo: una niña, ¡qué
joven, qué interesante!, apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar
la vida por los ojos cuajados en lágrimas: á su lado el objeto de sus
miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo
pie, su trémula mano... «Vamos, niña, dice la madre, robusta é impávida
matrona, á quien nadie oprime nada, y cuya despedida no es la primera
ni la última, ¿á qué vienen esos llantos? No parece sino que nos vamos
del mundo».

Un militar que va solo examina curiosamente las compañeras de viaje;
en su aire determinado se conoce que ha viajado y conoce á fondo todas
las ventajas de la presión de una diligencia. Sabe que en diligencia
el amor sobre todo hace mucho camino en pocas horas. La naturaleza en
los viajes, desnuda de las consideraciones de la sociedad, y muchas
veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda sola y
triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse á la persona á quien nunca
se ha visto, á quien nunca se volverá acaso á ver, que no le conoce á
uno, que no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar,
y con quien se va encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus
noches? Luego parece que la sociedad no está allí: una diligencia viene
á ser para los dos sexos una isla desierta; y en las islas desiertas
no sería precisamente donde tendríamos que sufrir más desaires de
la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan natural no tiene que
establecerse entre los viajeros!, ¡qué multitud de ocasiones de
prestarse mutuos servicios!, ¡cuántas veces al día se pierde un guante,
se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche ó en la posada!,
¡cuántas veces hay que dar la mano para bajar ó subir! Hasta el rápido
movimiento de la diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que
pasa la vida, de lo precioso que es el tiempo; todo debe ir de prisa
en diligencia. Una salida de un pueblo deja siempre cierta tristeza
que no es natural al hombre: sabido es que nunca está el corazón más
dispuesto á recibir impresiones que cuando está triste: los amigos, los
parientes que quedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah!, ¡la naturaleza
es enemiga del vacío!

Nuestro militar sabe todo esto; pero sabe también que toda regla
tiene excepciones, y que la edad de quince años es la edad de las
excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de la niña con una
sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.--Pobre niña, dice entre
dientes: lo que es la poca edad: si pensará que no se aprecian las
caras bonitas más que en Madrid: el tiempo le enseñará que es moneda
corriente en todos países.

Una bella parece despedirse de un hombre de unos cuarenta años: el
militar fija el lente: ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero
¿cuándo no lloran las mujeres?; las lágrimas por sí solas no quieren
decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y las de la niña:
una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del militar. Entre
las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son reñir
enteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el
hombre. ¡Ah!, es su marido.--Se puede querer mucho á su marido, dice el
militar para sí, y hacer un viaje divertido.

--¡Voto va!, ya ha marchado, entra gritando un original cuyos
bolsillos vienen llenos de salchichón para el camino, de frasquetes
ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos, de chismes
de encender... ¡Ah!, ¡ah!, éste es un verdadero viajero: su mujer
le acosa á preguntas:--¿Se ha olvidado el pastel?--No, aquí le
traigo.--¿Tabaco?--No, aquí está.--¿El gorro?--En este bolsillo.--¿El
pasaporte?--En este otro.

Su exclamación al entrar no carece de fundamento; faltan sólo minutos,
y no se divisa disposición alguna de viaje. La calma de los mayorales
y zagales contrasta singularmente con la prisa y la impaciencia que se
nota en las menores acciones de los viajeros; pero es de advertir que
éstos al ponerse en camino alteran el orden de su vida para hacer una
cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario hacen lo de
todos los días.

Por fin, se adelanta la diligencia, se aplica la escalera á sus
costados, y la vaca recibe en su seno los paquetes: en menos de un
minuto está dispuesta la carga, y salen los caballos lentamente á
colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor á las
repetidas solicitudes de los viajeros.--Á ver, esa maleta; que vaya
donde se pueda sacar.--Que no se moje ese baúl.--Encima ese saco de
noche.--Cuidado con la sombrerera.--Ese paquete, que es cosa delicada.
Todo lo oye, lo toma, lo encajona, á nadie responde; es un tirano en
sus dominios.--La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos sus pasaportes?
¿Están todos? Al coche, al coche.

El patio de las diligencias es á un cementerio lo que el sueño á la
muerte, no hay más diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser
para siempre; no les comprende el terrible _voi ch'intrate lasciate
ogni speranza_, de Dante.

Se suceden los últimos abrazos, se renuevan los últimos apretones de
manos; los hombres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, y las
mujeres lloran sin vergüenza.

--Vamos, señores, repite el conductor: y todo el mundo se coloca. La
niña, anegada en lágrimas, cae entre su madre y un viejo achacoso que
va á tomar las aguas: la bella casada entre una actriz que va á las
provincias, y que lleva sobre las rodillas una gran caja de cartón
con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja monstruosa que
lleva encima un perro faldero, que ladra y muerde por el pronto como
si viese al aguador, y que hará probablemente algunas otras gracias
por el camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé,
entre un francés que le pregunta: «¿Tendremos ladrones?», y un fraile
corpulento, que con arreglo á su voto de humildad y de penitencia, va
á viajar en estos carruajes tan incómodos. La rotonda va ocupada por
el hombre de las provisiones: una robusta señora que lleva un niño de
pecho y un bambino de cuatro años, que salta sobre sus piernas para
asomarse de continuo á la ventanilla; una vieja verde, llena de años
y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento viajero una
caja de un loro, é hinca el codo para colocarse en el costado de un
abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va,
trata de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado
todo el mundo se confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos
del fraile, el llanto de la criatura; las preguntas del francés, los
chillidos del bambino, que arrea los caballos desde la ventanilla, los
sollozos de la niña, los juramentos del militar, las palabras enseñadas
del loro, y multitud de frases de despedida.--Á Dios--hasta la
vuelta--tantas cosas á Pepe:--envíame el papel que se ha olvidado--que
escribas en llegando.--Buen viaje.

Por fin suena el agudo rechinido del látigo, la mole inmensa se
conmueve, y estremeciendo el empedrado, se emprende el viaje, semejante
en la calle á una casa que se desprendiese de las demás con todos sus
trastos é inquilinos á buscar otra ciudad en donde empotrarse de nuevo.



                               EL DUELO


Muy incrédulo sería preciso ser para negar que estamos en el siglo de
las luces y de la más extremada civilización: el hombre ha dado ya
con la verdad, y la razón más severa preside á todas las acciones y
costumbres de la generación del año 1835.

Dejaremos á un lado, por no ser hoy de nuestro asunto, la perfección
á que se ha llegado en punto á religión y á política, dos cosas
esencialísimas en nuestra manera actual de existir, y á que los pueblos
dan toda la importancia que indudablemente se merecen. En el primero no
tenemos preocupación ninguna, no abrigamos el más mínimo error; cuando
decimos con orgullo que el hombre es el ser más perfecto, la hechura
más acabada de la creación, sólo añadimos á las verdades reconocidas
otra verdad más innegable todavía. Hacemos muy bien en tener vanidad.
Si hemos adelantado en política, dígalo la estabilidad que alcanzamos,
la fijación de nuestras ideas y principios: no sólo sabemos ya cuál es
el buen gobierno, el único bueno, el verdadero secreto para constituir
y conservar una sociedad bien organizada, sino que lo sabemos
establecer y lo gozamos con toda paz y tranquilidad. Acerca de sus
bases estamos todos acordes, y es tal nuestra ilustración, que una vez
reconocida la verdad y el interés político de la sociedad, toda guerra
civil, toda discordia viene á ser imposible entre nosotros; así es que
no las hay. Que hubiese guerra en los tiempos bárbaros y de atraso, en
los cuales era preciso valerse hasta de la fuerza para hacer conocer
al hombre cuál era el Dios á quien había de adorar, ó el rey á quien
había de servir... nada más natural. Ignorantes entonces los más, y
poco ilustrados, no fijadas sus ideas sobre ninguna cosa, forzoso era
que fuese presa de multitud de ambiciosos, cuyos intereses estaban
encontrados. Empero ahora, en el siglo de la ilustración, es cosa
bien difícil que haya una guerra en el mundo. Así es que no las hay.
Y si las hubiera sería en defensa de derechos positivos, de intereses
materiales, no de un apellido, no del nombre de un ídolo. La prueba de
esto mismo es bien fácil de encontrar. Esa poca de guerra, _que empieza
ahora_, en nuestras provincias, es indudablemente por derechos claros
y bien entendidos: sobre todo, si alguno de los partidos contendientes
pudiese ir á ciegas en la lid, é ignorar lo que defiende, no sería
ciertamente el partido más ilustrado, es decir, el liberal. Éste bien
sabe por lo que pelea; pelea por lo que tiene, por lo que le han
concedido, por lo que él ha conquistado.

En un siglo en que ya se ven las cosas tan claras, y en que ya no es
fácil abusar de nadie, en el siglo de las luces, una de las cosas sobre
que está más fijada la pública opinión, es el honor, quisicosa que, _en
el sentido que en el día le damos_, no se encuentra nombrada en ninguna
lengua antigua. Hijo este _honor_ de la edad media y de la confluencia
de los Godos y los Árabes, se ha ido comprendiendo y perfeccionando á
tal grado, á la par de la civilización, que en el día no hay una sola
persona que no tenga su honor á su manera: todo el mundo tiene honor.

En los tiempos antiguos, tiempos de confusión y de barbarie, el que
faltando á otro abusaba de cualquier superioridad que le daban las
circunstancias ó su atrevimiento, se infamaba á sí mismo, y sin hablar
tanto de honor quedaba deshonrado. Ahora es enteramente al revés.
Si una persona baja ó mal intencionada le falta á usted, usted es
el infamado. ¿Le dan á usted un bofetón? Todo el mundo le desprecia
á usted, no al que le dió. ¿Le faltan á usted su mujer, su hija, su
querida? Ya no tiene usted honor. ¿Le roban á usted? Usted robado queda
pobre, y por consiguiente deshonrado. El que le robó, que quedó rico,
es un hombre de honor. Va en el coche de usted y es un hombre decente,
caballero. Usted se quedó á pie, es usted gente ordinaria, canalla.
¡Milagros todos de la ilustración!

En la historia antigua no se ve un solo ejemplo de un duelo. Agamenón
injuria á Aquilea, y Aquiles se encierra en su tienda, pero no le pide
satisfacción: Alcibíades alza el palo sobre Temístocles, y el gran
Temístocles, según una expresión de nuestra moderna civilización, queda
como un cobarde.

El duelo, en medio de la duración del mundo, es una invención de ayer:
cerca de seis mil años se ha tardado en comprender que cuando uno se
porta mal con otro, le queda siempre un medio de enmendar el daño que
le ha hecho, y este medio es matarle. El hombre es lento en todos sus
adelantos, y si bien camina indudablemente hacia la verdad, suele
tardar en encontrarla.

Pero una vez hallado el desafío, se apresuraron los reyes y los
pueblos, visto que era cosa buena, á erigirlo en ley, y por espacio
de muchos siglos no hubo entre caballeros otra forma de enjuiciar y
sentenciar el combate. El muerto, el caído era el culpable siempre en
aquellos tiempos: la cosa no ha cambiado por cierto. Siguiendo, empero,
el curso de nuestros adelantos, se fueron haciendo cabida los jueces en
la sociedad, se levantó el edificio de los tribunales con su séquito de
escribanos, notarios, autos, fiscales y abogados, que dura todavía y
parece tener larga vida, y se convino en que los _juicios de Dios_ (así
se había llamado á los desafíos jurídicos, merced al empeño de mezclar
constantemente á Dios en nuestras pequeñeces) eran cosa mala. Los
reyes entonces alzaron la voz en nombre del Altísimo, y dijeron á los
pueblos: «No más juicios de Dios; en lo sucesivo nosotros juzgaremos».

Prohibidos los juicios de Dios, no tardaron en prohibirse los duelos;
pero si las leyes dijeron: «No os batiréis», los hombres dijeron: «No
os obedeceremos»; y un autor de muy buen criterio asegura que las
épocas de rigorosa prohibición han sido las más señaladas por el abuso
del desafío. Cuando los delitos llegan á ser de cierto bulto, no hay
pena que los reprima. Efectivamente, decir á un hombre: «No te harás
matar, pena de muerte», es provocarle á que se ría del legislador
cara á cara; es casi tan ridículo como la pena de muerte establecida
en algunos países contra el suicidio; sabia ley que determina que se
quite la vida á todo el que se mate, sin duda para su escarmiento.

Se podría hacer á propósito de esto la observación general de que sólo
se han obedecido en todos tiempos las leyes que han mandado hacer á
los hombres su gusto; las demás se han infringido y han acabado por
caducar. El lector podrá sacar de esto alguna consecuencia importante.

Efectivamente, al prohibir los duelos en distintas épocas, no se ha
hecho más que lo que haría un jardinero que tirase la fruta queriendo
acabarla; el árbol en pie todos los años volvería á darle nueva tarea.

Mientras el _honor_ siga entronizado donde se le ha puesto; mientras
la opinión pública valga algo, y mientras la ley no esté de acuerdo
con la opinión pública, el duelo será una consecuencia forzosa de esta
contradicción social. Mientras todo el mundo se ría del que se deje
injuriar impunemente, ó del que acuda á un tribunal para decir: «Me han
injuriado», será forzoso que todo agraviado elija entre la muerte y una
posición ridícula en sociedad. Para todo corazón bien puesto la duda no
puede ser de larga duración: y el mismo juez que con la ley en la mano
sentencia á pena capital al desafiado indistintamente ó al agresor,
deja acaso la pluma para tomar le espada en desagravio de una ofensa
personal.

Por otra parte, si se prescinde de la parte de preocupación más ó
menos visible ó sublime del pundonor, y si se considera en el duelo
el mero hecho de satisfacer una cuenta personal, diré francamente que
comprendo que el asesino no tenga derecho á quitar la vida á otro, por
dos razones: primera, porque se la quita contra su gusto siendo suya:
segunda, porque él no da nada en cambio.

Los duelos han tenido sus épocas y sus fases enteramente distintas: en
un principio se batían los duelistas á muerte, á todas armas, y tras
ellos sus segundos: cada injuria producía entonces una escaramuza.
Posteriormente se introdujo el duelo á primera sangre; el primero le
comprendo sin disculparle; el segundo ni le comprendo ni le disculpo;
es de todas las ridiculeces la mayor: los padrinos ó testigos han
sucedido á los segundos, y su incumbencia en el día se reduce á impedir
que su mala fe abuse del valor ó del miedo. Al arma blanca se sustituye
muchas veces la pistola, arma de cobarde, con que nada le queda
que hacer al valor sino morir; en que la destreza es infame si hay
superioridad, é inútil si hay igualdad.

La libertad empero, si no es la licencia de mi imaginación, me ha
llevado más lejos de lo que yo pretendía ir: al comenzar este artículo
no era mi objeto explorar si las sociedades modernas entienden bien el
honor, ni si esta palabra es algo; individuo de ellas y amamantado con
sus preocupaciones, no seré yo quien me ponga de parte de unas leyes
que la opinión pública repugna, ni menos de parte de una costumbre que
la razón reprueba. Confieso que pensaré siempre en este particular
como Rousseau, y los más rígidos moralistas y legisladores, y obraré
como el primer calavera de Madrid. ¡Triste lote del hombre el de la
inconsecuencia!

Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses
fuí testigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que
el desenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación _ab ovo_.

Mi amigo Carlos, hijo del marqués de ***, era heredero de bienes
cuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menos
apreciable de sus circunstancias. Adorado de sus padres, que habían
empleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se
presentó en el mundo con talento, con instrucción, con todas esas
superfluidades de primera necesidad, con una herencia capaz de
asegurar la fortuna de varias familias, con una figura á propósito para
hacer la de muchas mujeres, y con un carácter destinado á constituir la
de todo el que de él dependiese.

Pero desgraciadamente la diferencia que existe entre los necios y los
hombres de talento suele ser sólo que los primeros dicen necedades, y
los segundos las hacen: mi amigo entró en sociedad, y á poco tiempo
hubo de enamorarse; los hombres de imaginación necesitan mujeres muy
picantes ó muy sensibles, y esta especie de mujeres deben de ser
mejores para ajenas que para propias. La joven Adela era sin duda
alguna de las picantes: hermosa á sabiendas suyas, y con una conciencia
de su belleza acaso harto pronunciada, sus padres habían tratado de
adornarla de todas las buenas cualidades de sociedad; la sociedad llama
buenas cualidades en una mujer lo que se llama alcance en una escopeta
y tino en un cazador; es decir, que se había formado á Adela como una
arma ofensiva con todas las reglas de la destrucción: en punto á la
coquetería era una obra acabada, y capaz de acabar con cualquiera;
muy poco sensible, en realidad, podía fingir admirablemente todo ese
sentimentalismo, sin el cual no se alcanza en el día una sola victoria;
cantaba con una languidez mortal; le miraba á usted con ojos de víctima
espirante, siendo ella el verdugo; bailaba como una sílfida desmayada;
hablaba con el acento del candor y de la conmoción; y de cuando en
cuando un destello de talento ó de gracia venía á iluminar su tétrica
conversación, como un relámpago derrama una ráfaga de luz sobre una
noche oscura.

¿Cómo no adorar á Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor
entre la malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el
cielo en la tierra.

Los padres no deseaban otra cosa: era un partido brillante, la boda era
para entrambos una especulación; de suerte que lo que sin razón de
estado no hubiera pasado de ser un amor, una calamidad, pasó á ser un
matrimonio. Pero cuando el mundo exige sacrificios los exige completos,
y el de Carlos lo fué; la víctima debía ir adornada al altar. Negocio
hecho: de allí á poco Carlos y Adela eran uno.

He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buena
madre de familias: también suele salir de una tormenta una cosecha: yo
soy de opinión que la mujer que empieza mal, acaba peor. Adela fué un
ejemplo de esta verdad: medio año hacía que se había unido con santos
vínculos á Carlos; la moda exigía cierta separación, cierto abandono.
¿Cuánto no se hubiera reído el mundo de un marido atento á su mujer?
Adela por otra parte estaba demasiado bien educada para hacer caso de
su marido. ¡La sociedad es tan divertida y los jóvenes tan amables!
¿Qué hace usted en un rigodón si le oprimen la mano? ¿Qué contesta
usted si le repiten cien veces que es interesante? Si tiene usted
visita todos los días, ¿cómo cierra usted sus puertas? Es forzoso
abrirlas, y por lo regular de par en par.

Un joven del mejor tono fué más asiduo y mañoso, y Adela abrazó por fin
las reglas del gran mundo: el joven era orgulloso, y entre el cúmulo de
adoradores de camino trillado parece despreciar á Adela; con mujeres
coquetas y acostumbradas á vencer, rara vez se deja de llegar á la meta
por ese camino.¡¡¡Adela no quería faltar á su virtud... pero Eduardo
era tan orgulloso!!! Era preciso humillarlo: esto no era malo; era un
juego; siempre se empieza jugando. Cómo se acaba no lo diré; pero así
acabó Adela como se acaba siempre.

La mala suerte de mi amigo quiso que entre tanto marido como llega
á una edad avanzada diariamente con la venda de himeneo sobre los
ojos, él sólo entreviese primero su destino, y lo supiese después
positivamente. La cosa desgraciadamente fué escandalosa, y el mundo
exigía una satisfacción. Carlos hubo de dársela. Eduardo fué retado, y
llamado yo como padrino no pude menos de asistir á la satisfacción.

Á las cinco de la mañana estábamos los contendientes y los padrinos en
la puerta de..., de donde nos dirigimos al teatro frecuente de esta
especie de luchas. Ésta no era de aquéllas que debían acabar con su
almuerzo. Una mujer había faltado, y el _honor_ exigía en reparación la
muerte de dos hombres. Es incomprensible, pero es cierto.

Se eligió el terreno, se dió la señal, y los dos tiros salieron á un
tiempo: de allí á poco había espirado un hombre útil á la sociedad.
Carlos había caído, pero habían quedado en pie su _mujer_ y su _honor_.

Un año hizo ayer de la muerte de Carlos: su familia, sus amigos le
lloran todavía.

¡He aquí el mundo!, ¡he aquí el honor!, ¡he aquí el duelo!



                               EL ÁLBUM


El escritor de costumbres no escribe exclusivamente para esta ó aquella
clase de la sociedad, y si le puede suceder el trabajo de no ser de
ninguna de ellas leído, debe de figurarse al menos, mientras que su
modestia ó su desgracia no sean suficientes á hacerle dejar la pluma,
que escribe imparcialmente para todos. Ni los colores que han de dar
vida al cuadro de las costumbres de un pueblo ó de una época pudieran
por otra parte tomarse en un cálculo determinado y reducido; la mezcla
atinada de todas las gradaciones diversas es la que puede únicamente
formar el todo, y es forzoso ir á buscar en distintos puntos las tintas
fuertes y las medias tintas, el claro oscuro, sin los cuales no habría
cuadro.

La cuna, la riqueza, el talento, la educación, á veces obrando
separadamente, obrando otras de consuno, han subdividido siempre á los
hombres hasta lo infinito, y lo que se llama en general la sociedad es
un amalgama de mil sociedades colocadas en escalón, que sólo se rozan
en sus fronteras respectivas unas con otras, y las cuales no reúne en
un todo compacto en cada país sino el vínculo de una lengua común, y de
lo que se llama entre los hombres patriotismo ó nacionalismo. Hay más
puntos de contacto entre una reunión de _buen tono_ de Madrid y otra de
Londres ó de París, que entre un habitante de un cuarto principal de la
calle del Príncipe y otro de un cuarto bajo de Avapiés, sin embargo de
ser estos dos españoles y madrileños.

Sabiendo esto el escritor de costumbres no desdeña muchas veces
salir de un brillante _rout_, ó del más elegante sarao, y previa la
conveniente transformación de traje, pasar en seguida á contemplar
una escena animada de un mercado público, ó entrar en una simple
horchatería á ser testigo del modesto refresco de la capa inferior del
pueblo, cuyo carácter trata de escudriñar y bosquejar.

¡Qué de costumbres diversas establecidas en una atmósfera, que en
otra inferior, ni aun sabiéndolas se comprenderían! El título de
este artículo, sin ir más lejos, es verdadero griego para la inmensa
mayoría que compone este pueblo. No harán, pues, un gesto de desagrado
nuestras elegantes lectoras cuando nos vean explicar la significación
de nuestro título: esta explicación no es ciertamente para ellas; pero
nosotros no tenemos la culpa si su extraordinaria delicadeza y si su
civilización llevada al extremo, que forma de ellas un pueblo aparte,
y pueblo escogido, nos pone en el caso de empezar para traducir hasta
las palabras de su elegante vocabulario, cuando queremos dar cuenta al
público entero de los usos de su impagable sociedad.

El que la voz _álbum_ no sea castellana es para nosotros, que ni somos
ni queremos ser _puristas_, objeción de poquísima importancia; en
ninguna parte hemos encontrado todavía el pacto que ha hecho el hombre
con la divinidad ni con la naturaleza de usar de tal ó cual combinación
de sílabas para explicarse: desde el momento en que por mutuo acuerdo
una palabra se entiende, ya es buena: desde el punto en que una lengua
es buena para hacerse entender en ella, cumple con su objeto, y mejor
será indudablemente aquélla cuya elasticidad le permite dar entrada á
mayor número de palabras exóticas, porque estará segura de no carecer
jamás de las voces que necesite: cuando no las tenga por sí, las traerá
de fuera. En esta parte diremos de buena fe lo que ponía Iriarte
irónicamente en boca de uno que _estropeaba_ la lengua de Garcilaso:

      «Que si él habla lengua castellana,
      Yo hablo la lengua que me da la gana».

Pasando por alto este inconveniente, el _álbum_ es un enorme libro, en
cuya forma es esencial condición que se observe la del papel de música.
Debe de estar, como la mayor parte de los hombres, por de fuera,
encuadernado con un lujo asiático, y por dentro en blanco: su carpeta,
que será más elegante si puede cerrarse á guisa de cartera, debe ser de
la materia más rica que se encuentre, adornada con relieves del mayor
gusto, y la cifra ó las armas del dueño: lo más caro, lo más inglés,
eso es lo mejor: razón por la cual sería muy difícil lograr en España
uno capaz de competir con los extranjeros. Sólo el conocido y el hábil
_Alegría_ podría hacer una cosa que se aproximase á un _álbum_ decente.
Pero en cambio es bueno advertir que una de las circunstancias que debe
tener, es que se pueda decir de él: «Ya me han traído el _álbum_ que
encargué á Londres». También se puede decir en lugar de Londres, París;
pero es más vulgar, más trivial. Por lo tanto, nosotros aconsejamos á
nuestras lectoras que digan _Londres_: lo mismo cuesta una palabra que
otra; y por supuesto que digan de todas suertes que se lo han enviado
de fuera, ó que lo han traído ellas mismas cuando estuvieron allá la
primera, la segunda, ó cualquiera vez, y aunque sea obra de _Alegría_.

¿Y para qué sirve, me dirá otra especie de lectores, ese gran librote,
ese especie de misal, tan rico y tan enorme, tan extranjero y tan raro?
¿De qué trata?

Vamos allá. Ese librote es, como el abanico, como la sombrilla, como
la tarjeta, un mueble enteramente de uso de señora, y una elegante sin
_álbum_ sería ya en el día un cuerpo sin alma, un río sin agua, en una
palabra, una especie de Manzanares. El _álbum_, claro está, no se lleva
en la mano, pero se transporta en el coche; el _álbum_ y el _coche_ se
necesitan mutuamente: lo uno no puede ir sin lo otro; es el agua con
el chocolate; el _álbum_ se envía además con el lacayo de una parte á
otra. Y como siempre está yendo y viniendo, hay un lacayo destinado á
sacarlo; el lacayo y el _álbum_ es el ayo y el niño.

_¿De qué trata?_ No trata de nada; es un libro en blanco. Como una
bella conoce de rigor á los hombres de talento en todos ramos, es un
libro el _álbum_ que la bella envía al hombre distinguido para que
éste estampe en una de sus inmensas hojas, si es poeta, unos versos,
si es pintor, un dibujo, si es músico, una composición, etc. En su
verdadero objeto es un repertorio de la vanidad: cuando una hermosa,
por otra parte, le ha dispensado á usted la lisonjera distinción de
suplicarle que incluya algo en su _álbum_, es muy natural pagarle en la
misma moneda; de aquí el que la mayor parte de los versos contenidos
en él suelen ser variaciones de distintos autores sobre el mismo tema
de la hermosura y de la amabilidad de su dueño. Son distintas fuentes
donde se mira y se refleja un solo Narciso. El _álbum_ tiene una virtud
singular, por la cual deben apresurarse á hacerse con él todas las
elegantes que no lo tengan, si hay alguna á la sazón en Madrid: hemos
reparado que todas las dueñas de _álbum_ son hermosas, graciosas, de
gran virtud y talento, y amabilísimas: así consta á lo menos de todos
estos libros en blanco, conforme van tomando color.

Como el caso es tener un recuerdo, propio, intrínsecamente de la
persona misma, es indispensable que lo que se estampe vaya de puño
y letra del autor; un _álbum_, pues, viene á ser un _panteón_ donde
vienen á enterrarse en calidad de préstamos adelantados hechos á la
posteridad una porción de notabilidades; á pesar de que no todos
los hombres de mérito de un _álbum_ lo son igualmente en las edades
futuras. Y como por una distinción de exquisito precio, la amistad
participa del privilegio del mérito, de poner algo en el _álbum_, y
como se puede ser muy buen amigo y no tener ninguna especie de mérito,
un _álbum_ viene á ser frecuentemente, más bien que un panteón, un
cementerio, donde están enterrados, tabique por medio, los tontos al
lado de los discretos, con la única diferencia de que los segundos
honran al _álbum_, y éste honra á los primeros.

Sabido el objeto del _álbum_, cualquiera puede conocer la causa á que
debe su origen: el orgullo del hombre se empeña en dejar huellas por
todas partes; en rigor las pirámides famosas ¿qué son sino la firma de
los Faraones en el gran _álbum_ de Egipto? Todo monumento es el _fac
simile_ del pueblo que le erigió, estampado en el grande _álbum_ del
triunfo. ¿Qué es la historia sino el _álbum_ donde cada pueblo viene á
depositar sus obras?

La Alhambra está llena de los nombres de viajeros ilustres que no han
querido pasar adelante sin enlazar con aquellos grandes recuerdos sus
grandes nombres; esto que es lícito en un hombre de mérito, confesado
por todos, es risible en un desconocido, y conocemos un sujeto que se
ha puesto en ridículo en sociedad por haber estampado en las paredes de
la venerable antigüedad de que acabamos de hablar, debajo del letrero
puesto por Chateaubriand: «Aquí estuvo también Pedro Fernández el día
tantos de tal año». Sin embargo, la acción es la misma, por parte del
que la hace.

He aquí cómo motiva el origen de la moda del _álbum_ un autor francés,
que escribía como nosotros un artículo de costumbres acerca de él el
año 11, época en que comenzó á hacer furor esta moda en París:

«El origen del _álbum_ es noble, santo, majestuoso. San Bruno había
fundado en el corazón de los Alpes la cuna de su orden; dábase allí
hospitalidad por espacio de tres días á todo viajero. En el momento de
su partida se le presentaba un registro, invitándole á escribir en él
su nombre, el cual iba acompañado por lo regular de algunas frases de
agradecimiento, frases verdaderamente inspiradas. El aspecto de las
montañas, el ruido de los torrentes, el silencio del monasterio, la
religión grande y majestuosa, los religiosos humildes y penitentes,
el tiempo despreciado, y la eternidad siempre presente, debían de
hacer nacer bajo la pluma de los huéspedes que se sucedían en la
augusta morada altos pensamientos y delicadas expresiones. Hombres
de gran mérito depositaron en este repertorio cantidad de versos y
pensamientos justamente célebres. El _álbum_ de la Gran Cartuja es
incontestablemente el padre y modelo de los _albums_».

Esta afición, recién nacida, cundió extraordinariamente; los ingleses
asieron de ella; los franceses no la despreciaron, y todo hombre de
alguna celebridad fué puesto á contribución: el valor por consiguiente
de un _álbum_ puede ser considerable; una pincelada de Goya, un
capricho de David, ó de Vernet, un trozo de Chateaubriand, ó de lord
Byron, la firma de Napoleón, todo esto puede llegar á hacer de un
_álbum_ un mayorazgo para una familia.

Nuestras señoras han sido las últimas en esta moda como en otras, pero
no las que han sabido apreciar menos el valor de un _álbum_: ni es de
extrañar: el libro en blanco es un templo colgado todo de sus trofeos;
es su _lista civil_, su presupuesto, ó por lo menos el de su amor
propio. Y en rigor, ¿qué es una bella sino un _álbum_, á cuyos pies
todo el que pasa deposita su tributo de admiración? ¿Qué es su corazón
muchas veces sino _álbum_? Perdónenos la atrevida comparación; ¡pero
dichoso el que encuentra en esta especie de _álbum_ todas las hojas en
blanco! ¡Dichoso el que no pudiendo ser el primero (no pende siempre de
uno el madrugar) puede ser siquiera el último!

El _álbum_ no se llama nunca _el álbum_, sino _mi álbum_: esto es
esencial. En rigor las señoras no han tomado de él más que la parte
agradable: todos los inconvenientes están de parte de los que han de
quitarle hoja á hoja la calidad de _blanco_. ¡Qué admirable fecundidad
no se necesita para grabar un cumplimiento, por lo regular el mismo,
y siempre de distinto modo, en todos los _albums_ que vienen á parar
á manos de uno! Luego, ¡hay tantas mujeres á quienes es más fácil
profesar amor que decírselo! ¡Cuánta habilidad no es menester para que
comparados después estos diversos depósitos no pueda picarse ningún
amor propio! ¡Qué delicadeza para decir galanterías, que no sean más
que galanterías, á una hermosa de la cual sólo se conoce el _álbum_!

Si éste es el mueble indispensable de una mujer de moda, también es
la desesperación del poeta, del hombre de mérito, del amigo. Siempre
se espera mucho del talento, y nunca es más difícil lucirle que en
semejantes ocasiones.

Nosotros para tales casos, si en ellos nos encontrásemos, reclamaríamos
siempre toda indulgencia, y no concluiremos este artículo sin recordar
á las hermosas que cada una de ellas no tiene más que un _álbum_ que
dar á llenar, y que cada poeta suele tener á la vez varios á que
contribuir.



                      LAS ANTIGÜEDADES DE MÉRIDA
                            PRIMER ARTÍCULO


Hace mucho tiempo creo haber dado cuenta á mis lectores de cierta
inconstancia y versatilidad, bases de mi carácter, el cual podría muy
bien venir á ser el de no tener ninguno: yo no sé si hace demasiada
falta el carácter para vivir; pero en caso de duda bien se podrían
encontrar no lejos de nosotros multitud de ejemplares de gentes, que
no teniendo ninguno conocido, no sólo aciertan á vivir, sino que están
sanas y gordas, y aun cómodamente establecidas.

Ahora bien, aquella comezón singular, aquel mi prurito de mudar de
casa, que puse en conocimiento del público en uno de mis artículos,
titulado _las Casas nuevas_, cuyo título recuerdo porque no estoy muy
seguro de que se acuerde todo el mundo de mis artículos tan bien como
yo, debía llegar á ser con el tiempo, según ya entonces se anunciaba,
síntoma de más grave importancia. Afición naciente entonces, creíala
contentar yo siempre, inocente de mí, con pasar de un barrio de Madrid
á otro, de una calle á su vecina, de un piso al que encima ó debajo
tenía. Pero sucedió con ella lo que con toda afición mal reprimida: de
idea pasajera pasó á idea fija, y no cortado el mal en su principio,
debía llegar á ser una pasión devoradora de mudar de sitio; pasión que
indudablemente me hubiera llevado al sepulcro, como todas las pasiones
vehementes, á no verse satisfecha.

Felizmente el mundo es grande, mucho más grande que yo, y es de esperar
por mi fortuna que sea todavía más grande que mi pasión de amovilidad.
¿Qué hago yo en Madrid, exclamé una mañana, después de haberle rodado
en todas direcciones, en este Madrid, tan limitado como todas nuestras
cosas, en el cual no puede uno echarse á la calle un día con ánimo de
andar sin encontrarse á los cuatro pasos con la puerta de Atocha, ó la
de Alcalá, con el campo de los Moros, ó la Pradera de los Guardias?
¿En este Madrid, que sólo se puede comparar en eso nuestra libertad,
dentro de la cual no puede uno aventurarse á moverse sin tropezar en
una traba? ¿Qué hago en Madrid?, me dije. Primero es preciso saber si
hay alguien que haga algo en Madrid: todo es chico en Madrid: no quepo
en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está
lleno, todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de
la Revista española... _j'étouffe_. Fuera, pues, de Madrid: no bien
lo había dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el equipaje de
_Fígaro_, más ligero que unas poesías fugitivas. Un lente para observar
á los hombres, recado de escribir para bosquejarlos, y mi mal ó buen
humor para reirme de los más de ellos. _Omnia mea mecum porto._

El carruaje marchaba lentamente; sin embargo, no era carruaje del
gobierno, y tardé en perder de vista el delicioso empedrado, las
desiguales cúpulas de los numerosos conventos, que, semejantes al
espectro descrito por Virgilio, hunden su planta en los abismos y
esconden su cabeza en las nubes, ocupándolo todo. De cuando en cuando
volvía la cabeza á mirar atrás, no como Héctor hacia su Andrómaca sino
que me parecía oir todavía fuera de puertas el ruido de los abogados
y poetas del café del Príncipe; resonaba en mis oídos la canturia
monótona de nuestros actores cómicos; oía las silbas dadas á nuestros
ingenios clásicos y románticos; perseguíame la deuda interior como un
remordimiento: sin embargo, yo no la había arreglado: las reformas
eran las únicas que no me perseguían, ellas debían ser sin duda las
perseguidas.

El ruido se iba por fin apagando, y Castilla en tanto desarrollaba á
mi vista el árido mapa de su desierto arenal, como una infeliz mendiga
despliega á los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en
ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Un
gemido sordo, pero prolongado, había sustituido al ruidoso murmullo
de la ciudad populosa: era la contribución que resonaba por el
yermo. _Felicidad_, decía el segundo con acento irónico, para el que
sabía oirle: _miseria_, decía el primero con acento de verdad y de
desesperación.

No eran ciertamente los pueblos los que podían estorbarme en el camino;
viajando por España se cree uno á cada momento la paloma de Noé,
que sale á ver si está habitable el país; y el carruaje vaga solo,
como el arca, en la inmensa extensión del más desnudo horizonte. Ni
habitaciones, ni pueblos. ¿Dónde está la España?

Tres días rodamos por el vacío: hacia el fin del cuarto una explanada
sin límites se desenvolvió á mis ojos, y se dibujaban en el fondo
pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos vestigios de una
magnifica población. ¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté. No; los
ha habido. Eran las ruinas de la antigua _Emerita-Augusta_.

La humilde Mérida, semejante á las aves nocturnas, hace su habitación
en las altas ruinas. Es un hijo raquítico, que apenas alienta, cobijado
por la rica faldamenta de una matrona decrépita. Es un niño dormido en
brazos de un gigante.

Mérida es indudablemente una de las poblaciones, mejor diremos, uno
de los recuerdos más antiguos de nuestra España. Sus fundadores
eligieron un terreno fértil, un clima productor, y un río cuyas aguas,
pérfidamente mansas como la sonrisa de una mujer, debían regar una
campiña deleitosa. Convencidos de las ventajas de su posición, los
dominadores del mundo la llevaron al más alto grado de esplendor; y
es fama conservada por los más de nuestros autores, que ha tenido un
millón de habitantes. Erigida en _colonia romana_, y gozando de todos
los fueros é inmunidades de tal, fué la segunda ciudad del imperio, y
el sitio del descanso á que aspiraban altos funcionarios y guerreros
cansados del aplauso de la victoria.

La caída del imperio, las irrupciones de los vándalos y de los
godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la
frente de Mérida, y no han sido bastantes á allanar y nivelar su
suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones
han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al
desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas á
polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo
primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en
Mérida que no haya formado parte de una habitación romana: nada más
común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento
de mármol ó de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes
hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales: y un labrador,
creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela
el _aquí yace_ de un procónsul, ó la advocación de un dios. Trozos de
jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo
que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir
del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino
con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna
cineraria, ó de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo
que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus
bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en
sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes
superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía al tiempo
por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se
construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un
carácter respetable de su antigüedad que difícilmente puede ocultarse á
la perspicacia de un arqueólogo.

Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir
el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el _hervir
vividor_ de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral
y respetuoso no es interrumpido siquiera por el _aquí fué_ del hombre
reflexivo y meditador.



                      LAS ANTIGÜEDADES DE MÉRIDA
                       SEGUNDO Y ÚLTIMO ARTÍCULO


Mi primer cuidado en Mérida fué hacerme con un _cicerone_; pero no
ofreciéndome alicientes la entrevista con ningún _literato_ del país,
ni queriendo que me contase ningún pedante lo que acaso sabría yo mejor
que él, después de haber buscado inútilmente en aquel museo del tiempo
alguna historia de las antigüedades ó de la misma ciudad, sólo traté de
sorprender la tradición popular en su curso, y atúveme á un extremeño
que se me presentó como el hombre más instruido del común del pueblo
acerca de las bellezas de Mérida, y que haría por tanto oficio de
enseñarlas.

Mi _cicerone_ era una verdadera ruina, no tan bien conservada como
las romanas; sus piernas se plegaban en arco, como si el peso de la
cabeza hubiese sido por mucho tiempo oneroso á la base del edificio;
sus brazos pendían también como dos arcos laterales cuyo pie hubiesen
carcomido dos ramales de un río, que hubiesen lamido por muchos años
los costados del hombre. La cara hubiera dado lugar á las más graves
investigaciones de una academia: semejante á una moneda largo tiempo
enterrada, y tomada á trechos del orín y de la tierra, sus facciones
estaban medio borradas, y ora parecían letras en estilo lapidario,
ora vistas á otra luz semejaban algo un rostro humano maltratado por
la intemperie ó la incuria de sus guardianes. La fecha no se conocía,
y aquel fragmento podía ser de varias épocas. Su desigual cabello,
blandamente meneado por el viento, remedaba esa yerbecilla que por
entre las cornisas y coronamiento de una torre antigua hace nacer la
humedad; sus dientes eran almenados, y la posición inclinada del cuerpo
todo, fuera al parecer del centro de gravedad, le hacía parecer una
pared que comienza á cuartearse, cuyas grietas hubiesen sido la boca y
los ojos, y me trajo á la memoria la célebre torre de Pisa.

Tal se me representó á mí al menos mi _cicerone_: tal me pintaba mi
imaginación cuanto en Mérida veía.

--¿De qué año es usted, buen hombre?, no pude menos de
preguntarle.--Tres duros y medio, señor, me contestó, en estilo
monetario, queriéndome decir que tenía tantos años como reales aquellas
medallas.--Pardiez, no le hubiera creído tan del día. ¿Y usted es el
que suele enseñar á los viajeros las otras ruinas de esta ciudad?

--Sí, señor... estoy algo enterado...

--¿Y vienen muchos viajeros?...

--Extranjeros, sí, señor. Ingleses sobre todo, y se han solido llevar
algunas cosas. Pintan ahí, y dibujan, y escriben, y qué sé yo... nos
muelen á preguntas... parecen locos los ingleses. Pero españoles,
señor, pocos: los más pasan sin preguntar; como no vengan de estancia
al pueblo...

--Mérida ha sido gran ciudad, interrumpí al hombre de la tradición,
poniéndonos en camino para recorrer las antigüedades, y siguiendo yo á
la que me servía de guía.

--¡Oh!, sí, señor. La historia dice que tenía ochenta puertas, y que
cada puerta estaba guardada por cuatrocientos soldados de á pie y
ciento _de caballería_; tenía cuatro palacios magníficos en los cuatro
ángulos, que eran de cuatro _príncipes_ muy ricos.

--¿Y estas ruinas son muy antiguas?

--¡Vaya!

--¿De los romanos todas?

--¡Qué!, más antiguas, señor, mucho más; de los moros, y de los godos,
y de los... qué sé yo de cuánta casta de gentes... mucho antes que los
romanos.

--¡Hola! Perfectamente.

En esto llegábamos al puente, verdadera obra romana: colocado sobre
uno de los puntos en que presenta el río mayor latitud, más de sesenta
ojos espaciosos le dan una longitud que se pierde de vista: él solo
es una historia de las dominaciones que han pasado por nuestro suelo:
sólo las dos cabezas, en una extensión regular, se conservan puras é
intactas: remendado lo demás á trechos, ora por los godos, ora por los
árabes, la distinta forma de los espolones, el color de la piedra y su
diversa labor, revelan las fechas de las composturas: la más moderna es
la mayor, y se hizo á costa de los tributos rendidos por los pueblos
de cincuenta leguas á la redonda. Nuestras pobres piedras, unidas con
hierro y argamasa, declaran toda la debilidad de nuestros medios, al
lado de los pedruscos romanos, cuya única trabazón consiste en su
colocación, y que durarán todavía más que las nuestras.

Perdíase mi fantasía en la investigación de los tiempos: romano ya
enteramente, figurábaseme ver el dios tutelar del río, que, levantando
la espalda colosal, repelía indignado la mísera traba que la moderna
arquitectura osaba enlazar á la antigua sobre sus ondas, cuando la voz
de mi _cicerone_, semejante á un aire colado, me sacó de mi estupor,
y volviéndome hacia un nicho de ladrillo levantado sobre el trozo más
romano del puente, en el cual se divisaba una pequeña é informe efigie
de yeso, me dijo:

--Éste, señor, es san Antonio.

--¡Muy poderosa es una religión, exclamé, cayendo de más alto que la
catarata del Niágara, que ha podido colocar esa efigie de yeso sobre
este puente romano! ¡El agua se ha llevado los dioses; sus piedras han
durado más que ellos; y nuestro yeso dura más que ellos y sus piedras!

Dos acueductos magníficos enriquecían de aguas á Mérida: otro moderno
parece elevado entre los antiguos como una parodia de piedra, como
una insolencia, como un insulto y una befa hecha al poder caído: sin
embargo, las ruinas son las triunfantes; arcos colosales y gigantes
asombran la vista: allí todo es obra del hombre, que ha hecho hasta la
piedra; no son ya trozos cortados de una cantería: el hombre ha cogido
la tierra y el guijo, lo ha amasado entre sus manos como harina, y ha
hecho una mole indestructible, una argamasa compacta, á la cual el
tiempo ha dado la última mano, prestándole al mismo tiempo color, y
sobre la cual salta en pedazos el pico de hierro: el poder del hombre
se estrella en su propia obra.

Uno de los dos acueductos romanos parecía no tener otro objeto que
formar un gran depósito de aguas destinado á una _naumaquia_, gran
diversión de un gran pueblo, para quien era sólo obra del deseo el
crear un mar en medio de la tierra.

--Éste es, me dijo gravemente mi _cicerone_ al llegar á la naumaquia,
casi terraplenada por el tiempo, éste es el baño de los moros.

--Gracias, buen hombre, le respondí lleno de agradecimiento. ¿Y como
cuántos moros cabrían en este baño?, le pregunté.

--¡Ui! ¡Figúrese usted!, me dijo con aire de respeto y voz solemne,
como aterrado del número de los moros, y de la capacidad del baño.

El trozo mejor conservado es el circo; las ruinas han designado el
terreno sin embargo, elevándolo sobre su antiguo nivel hasta el
punto de enterrar varias de las puertas que le daban entrada; pero
se distinguen todavía enteras muchas de las divisiones destinadas á
las fieras y á los reos y atletas; la gradería, perfectamente buena á
trechos, parece acabarse de desocupar, y cree uno oir el crujido de las
clámides y las togas barriendo los escalones.

--Ésta era, me dijo mi _cicerone_, la plaza de los toros; por allí
salía el toro, me añadió, indicándome una puerta medio terraplenada, y
por aquí, concluyó en voz baja y misteriosa, enseñándome la jaula de
una fiera, entraban el viático cuando el toro hería á alguno de muerte.

Una ruidosa carcajada que no fuí dueño de contener resonó por el ancho
y destrozado circo, y pasamos á ver el anfiteatro, peor conservado,
el hipódromo, apenas reconocible por la meta, y de allí nos dirigimos
hacia la _vía romana_, vulgo en el país _calzada romana_; aquí
es tradición que debe de haber muchos sepulcros: se han hallado
efectivamente algunos. Sabida es la costumbre de los romanos de colocar
los sepulcros á orillas de los caminos, por la cual ellos solían en sus
epitafios dirigir la palabra á los pasajeros.

Nosotros, al heredar las frases hechas y las locuciones enteras de
su lenguaje, sin heredar sus costumbres, hemos tenido que hacer
metafóricas sus expresiones propias; así, cuando hablemos de las
cenizas de un muerto, que nosotros no quemamos, y cuando en un epitafio
apostrofamos un viajero que no ha de ver á orillas del camino nuestro
sepulcro, cometemos según los hablistas una belleza, llamada figura
retórica, y según mi entender una tontería, que pudiera llamarse _decir
una cosa por otra_.

Á la parte opuesta de Mérida suélense encontrar sepulcros de niños, á
juzgar por sus dimensiones.

El arco de Trajano colocado en el centro de la actual población está en
buen estado, y lo que me asombró fué encontrar en dos nichos laterales
de su parte interior dos estatuas de mármol blanco, de un trabajo
acabado y del gusto griego más puro, considerablemente maltratadas, en
verdad, pero muy capaces de lucir como dos trozos antiguos de primer
orden: y digo que esto me asombró por dos razones: primera, porque
en Madrid creo haber visto un museo de escultura extraordinariamente
pobre; segunda, porque la posteridad de los romanos se advierte en
acabar de desmoronar á pedradas la obra de algún Fidias del imperio.

Á un tiro de bala de Mérida existe una capilla dedicada á santa Olalla,
patrona de la que fué _colonia romana_, llamada _el hornillo de la
Santa_, por haber sido martirizada allí: está construida con fragmentos
de un templo de Marte: el viajero no se cansa de admirar los relieves,
los trozos de columnas: aquel pequeño monumento se me representaba
un hombre de una estatura colosal, á quien el tiempo y los achaques
hubiesen encorvado y reducido á la altura de un enano. Dentro se ve ó
se adivina la efigie de santa Olalla, y en la portada de la ermita se
lee en letras gruesas la inscripción siguiente:

      MARTI SACRUM
      VETILLA PACULLI

La idea que este contraste presenta, imagínela el lector; estas letras
parecen haber sido de bronce, pero habiendo saltado el metal, sólo ha
quedado el hueco de ellas, y éste hace el mismo efecto que el cóncavo
vacío de los ojos de una calavera.

En la ciudad hay otros restos de igual importancia; entre ellos es de
citar la casa del conde de los Corvos, construida de moderno ladrillo y
cal, entre los huecos que han dejado las magníficas y desmesuradamente
altas columnas de un templo de Diana, de pie todavía y empotradas
en ella; el conjunto presenta la disforme idea de un vivo atado á un
cadáver; aquella suma de dos épocas tan encontradas forma un verdadero
matrimonio, en que los consortes parecen estar riñendo continuamente.

El _conventual_ es otra ruina, pero más moderna; colocado á la cabeza
del puente, ofrece el aspecto de un edificio grandioso, y sus murallas
siguen largo trecho la dirección del río; parece haber sido una
fortaleza gótica; posteriormente perteneció á los templarios, y se
arruinuó en poder de los caballeros de Santiago.

Sobre una alta columna romana, que se levanta en medio de una plaza,
domina una efigie de santa Olalla mirando al oriente. Al llegar aquí
y concluir nuestro paseo, se acercó á mí mi _cicerone_, y me dijo con
notable fervor:--Repare usted, señor: ésta es otra vez santa Olalla: yo
no me acuerdo qué año hubo en Mérida una peste muy mortífera; la santa
miraba entonces á poniente; hiciéronle grandes rogativas, y una mañana
amaneció vuelta al oriente y cesó la peste; desde entonces mira á esa
parte, y ya no se teme la peste en Mérida.

Efectivamente, parece que desde entonces no ha vuelto ningún azote de
esa especie á afligir á la antigua colonia romana, si se exceptúa el
cólera; y ése, todo el mundo sabe que no es peste: con lo cual queda en
pie la tradición, y la santa siempre vuelta.

No concluiré este artículo, por largo que sea ya, sin hacer mención del
último descubrimiento que ha llamado la atención de los meridenses,
si se puede hablar así de unos hombres que viven entre sus ruinas tan
ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las
habitan.

Cavando un labrador su corral, encontró recientemente debajo de su
miserable casa el pavimento de una habitación, indudablemente romana,
hecho de un precioso mosaico, en el cual asombra tanto la obra de
la apariencia como el lujo que revela. Piedrecitas iguales de media
pulgada de diámetro, y de colores hábilmente combinados, forman figuras
simbólicas, cuya inteligencia no es fácil; algunas tienen un carácter
egipcio, lo cual puede hacer sospechar si habrá pertenecido la casa
á algún sacerdote ó arúspice; á la cabeza de la pieza se descubre,
pero no se descifra, una inscripción en letras latinas, y á los dos
lados parece prolongarse el precioso mosaico á otras habitaciones no
descubiertas todavía.

La autoridad de Mérida parece haber dado parte convenientemente al
gobierno; pero no habiéndose dispuesto nada todavía, el dueño de la
casa reclama que se le deje usar de su terreno como mejor le convenga,
ó que se le compre; en el ínterin, no habiendo fondos destinados
á continuar esta importante excavación, y habiendo quedado á la
intemperie el pavimento descubierto hasta la presente, el polvo, el
agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante, echa á
perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y
lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir
un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la
excavación.

Mérida, la antigua _Emerita-Augusta_, posesora de tantos tesoros
numismáticos, olvidada de ellos, y olvidada ella misma, es en el día
una población de cortísima importancia; puéblanla apenas mil vecinos,
y de su grandeza pasada sólo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos
recuerdos. Después de haber saludado á las unas con supersticioso
respeto, y de haber enlazado los otros con vanidad al nombre español
que llevo, proseguí mi viaje, lleno de aquella impresión sublime y
melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación
filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron,
para volver á entrar en ella más tarde ó más temprano.



                             LOS CALAVERAS
                           ARTÍCULO PRIMERO


Es cosa que daría que hacer á los etimologistas y á los anatómicos
de lenguas el averiguar el origen de la voz calavera en su acepción
figurada, puesto que la propia no puede tener otro sentido que la
designación del cráneo de un muerto, ya vacío y descarnado. Yo no
recuerdo haber visto empleada esta voz, como sustantivo masculino, en
ninguno de nuestros autores antiguos, y esto prueba que esta acepción
picaresca es de uso moderno. La especie sin embargo de seres á que
se aplica ha sido de todos los tiempos. El famoso Alcibíades era el
_calavera_ más perfecto de Atenas: el célebre filósofo que arrojó sus
tesoros al mar, no hizo en eso más que una _calaverada_, á mi entender
de muy mal gusto: César, marido de todas las mujeres de Roma, hubiera
pasado en el día por un excelente _calavera_: Marco Antonio echando
á Cleopatra por contrapeso en la balanza del destino del imperio, no
podía ser más que un _calavera_; en una palabra, la suerte de más
de un pueblo se ha decidido á veces por una simple _calaverada_. Si
la historia, en vez de escribirse como un índice de los crímenes de
los reyes y una crónica de unas cuantas familias, se escribiera con
esta especie de filosofía, como un cuadro de costumbres privadas, se
vería probada aquella verdad; y muchos de los importantes trastornos
que han cambiado la faz del mundo, á los cuales han solido achacar
grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy verosímil y
sencilla explicación en las _calaveradas_.

Dejando aparte la antigüedad (por más mérito que les añada, puesto que
hay muchas gentes que no tienen otro), y volviendo á la etimología de
la voz, confieso que no encuentro qué relación puede existir entre un
_calavera_ y una _calaverada_. ¡Cuánto exceso de vida no supone el
primero! ¡Cuánta ausencia de ella no supone la segunda! Si se quiere
decir que hay un punto de similitud entre el vacío del uno y de la
otra, no tardaremos en demostrar que es un error. Aun concediendo que
las cabezas se dividan en vacías y en llenas, y que la ausencia del
talento y del juicio se refiera á la primera clase, espero que por mi
artículo se convencerá cualquiera de que para pocas cosas se necesita
más talento y buen juicio que para ser _calavera_.

Por tanto, el haber querido dar un aire de apodo y de vilipendio á
los _calaveras_ es una injusticia de la lengua y de los hombres que
acertaron á darle los primeros ese giro malicioso: yo por mí rehúso esa
voz; confieso que quisiera darle una nobleza, un sentido favorable,
un carácter de dignidad que desgraciadamente no tiene, y así sólo la
usaré, porque no teniendo otra á mano, y encontrando esa establecida,
aquellos mismos cuya causa defiendo se harán cargo de lo difícil
que me sería darme á entender valiéndome para designarlos de una
palabra nueva; ellos mismos no se reconocerían, y no reconociéndolos
seguramente el público tampoco, vendría á ser inútil la descripción que
de ellos voy á hacer.

Todos tenemos algo de _calaveras_, más ó menos. ¿Quién no hace locuras
y disparates alguna vez en su vida? ¿Quién no ha hecho versos, quién no
ha creído en alguna mujer, quién no se ha dado malos ratos algún día
por ella, quién no ha prestado dinero, quién no ha debido, quién no ha
abandonado alguna cosa que le importase por otra que le gustase, quién
no se casa en fin?... Todos lo somos; pero así como no se llama locos
sino á aquéllos cuya locura no está en armonía con la de los más, así
sólo se llama _calaveras_ á aquéllos cuya serie de acciones continuadas
son diferentes de las que los otros tuvieran en iguales casos.

El _calavera_ se divide y subdivide hasta lo infinito, y es difícil
encontrar en la naturaleza una especie que presente al observador mayor
número de castas distintas: tienen todas empero un tipo común de donde
parten, y en rigor sólo dos son las calidades esenciales que determinan
su ser, y que las reúnen en una sola especie: en ellas se reconoce al
_calavera_, de cualquier casta que sea.

1.°. El _calavera_ debe tener por base de su ser lo que se llama
_talento natural_ por unos; _despejo_ por otros; _viveza_ por los más:
entiéndase esto bien; _talento natural_: es decir, no cultivado. Esto
se explica: toda clase de estudio profundo, ó de extensa instrucción,
sería lastre demasiado pesado que se opondría á esa ligereza, que es
una de sus más amables calidades.

2.°. El _calavera_ debe tener lo que se llama en el mundo _poca
aprehensión_. No se interprete esto tampoco en mal sentido. Todo lo
contrario. Esta _poca aprehensión_ es aquella indiferencia filosófica
con que considera _el qué dirán_ el que no hace más que cosas
naturales, el que no hace cosas vergonzosas. Se reduce á arrostrar en
todas nuestras acciones la publicidad, á vivir ante los otros, más
para ellos que para uno mismo. El _calavera_ es un hombre público
cuyos actos todos pasan por el tamiz de la opinión, saliendo de él
más depurados. Es un espectáculo cuyo telón está siempre descorrido;
quítensele los espectadores, y á Dios teatro. Sabido es que con mucha
aprehensión no hay teatro.

El _talento natural_, pues, y la _poca aprehensión_, son las dos
cualidades distintas de la especie: sin ellas no se da _calavera_. Un
tonto, un timorato del _qué dirán_, no lo serán jamás. Sería tiempo
perdido.

El _calavera_ se divide en _silvestre_ y _doméstico_.

El _calavera silvestre_ es hombre de la plebe, sin educación ninguna y
sin modales; es el capataz del barrio, tiene honores de jaque, habla
andaluz; su conversación va salpicada de chistes; enciende un cigarro
en otro, escupe por el colmillo; convida siempre, y nadie paga donde
está él; es chulo nato: dos cosas son indispensables á su existencia:
la querida, que es manola, condición _sine qua non_, y la navaja, que
es grande; por un quítame allá esas pajas le da honrosa sepultura en
un cuerpo humano. Sus manos siempre están ocupadas: ó empaqueta el
cigarro, ó saca la navaja, ó tercia la capa, ó se cala el chapeo, ó
se aprieta la faja, ó vibra el garrote: siempre está haciendo algo.
Se le conoce á larga distancia, y es bueno dejarle pasar como al
jabalí. ¡Ay del que mire á su Dulcinea! ¡Ay del que la tropiece! Si es
hombre de levita, sobre todo, si es señorito delicado, más le valiera
no haber nacido. Con esa especie está á matar, y la mayor parte de
sus calaveradas recaen sobre ella; se perece por asustar á uno, por
desplumar á otro. El _calavera silvestre_ es el gato del _lechuguino_:
así es que éste le ve con terror; de quimera en quimera, de _qué se me
da á mí_ en _qué se me da á mí_, para en la cárcel; á veces en presidio
¡pero esto último es raro: se diferencia esencialmente del ladrón en su
condición generosa: da y no recibe; puede ser homicida, nunca asesino.
Este _calavera_ es esencialmente español.

El _calavera doméstico_ admite diferentes grados de civilización, y
su cuna, su edad, su profesión, su dinero le subdividen después en
diversas castas. Las principales son las siguientes:

El _calavera-lampiño_ tiene catorce ó quince años, lo más diez y ocho.
Sus padres no pudieron nunca hacer carrera con él: le metieron en el
colegio para quitársele de encima, y hubieron de sacarle porque no
dejaba allí cosa con cosa. Mientras que sus compañeros más laboriosos
devoraban los libros para entenderlos, él los despedazaba para hacer
balitas de papel, las cuales arrojaba disimuladamente y con singular
tino á las narices del maestro. Á pesar de eso, el día de examen el
talento profundo y tímido se cortaba, y nuestro audaz muchacho repetía
con osadía las cuatro voces tercas que había recogido aquí y allí, y
se llevaba el premio. Su carácter resuelto ejercía predominio sobre la
multitud, y capitaneaba por lo regular las pandillas y los partidos.
Despreciador de los bienes mundanos, su sombrero, que le servía de
blanco ó de pelota, se distinguía de los demás sombreros como él de los
demás jóvenes.

En carnaval era el que ponía las mazas á todo el mundo, y aun las manos
encima si tenían la torpeza de enfadarse; si era descubierto hacía
pasar á otro por el culpable, ó sufría en el último caso la pena con
valor, y riéndose todavía del feliz éxito de su travesura. Es decir que
el _calavera_, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza á
descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número de
sus hazañas era infinito. Un maestro había perdido unos anteojos, que
se habían encontrado en su faltriquera: el rapé de otro había pasado
al chocolate de sus compañeros, ó á las narices de los gatos, que
recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la
peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un
sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un
problema que estaba por resolver. Aquel día no se despejó más incógnita
que la calva del buen señor.

Fuera ya del colegio, se trató de sujetarlo en casa y se le puso
bajo llave, pero á la mañana siguiente se encontraron colgadas las
sábanas de la ventana; el pájaro había volado; y como sus padres se
convencieron de que no había forma de contenerle, convinieron en
que era preciso dejarle. De aquí fecha la libertad del _lampiño_.
Es el más pesado, el más incómodo: careciendo todavía de barba y de
reputación, necesita hacer dobles esfuerzos para llamar la pública
atención; privado él de medios, le es forzoso afectarlos. Es risa oirle
hablar de las mujeres como un hombre ya maduro; sacar el reloj como si
tuviera que hacer; contar todas sus acciones del día como si pudieran
importarle á alguien, pero con despejo, con soltura, con aire cansado y
corrido.

Por la mañana madrugó porque tenía una cita: á las diez se vino á
encargar el billete para la ópera, porque hoy daría cien onzas por
un billete; no puede faltar. ¡Estas mujeres le hacen á uno hacer
tantos disparates! Á media mañana se fué al billar; aunque hijo
de familia no come nunca en casa; entra en el café metiendo mucho
ruido, su duro es el que más suena; sus bienes se reducen á algunas
monedas que debe de vez en cuando á la generosidad de su mamá, ó de
su hermana, pero los luce sobremanera. El billar es su elemento; los
intervalos que le deja libre el juego suéleselos ocupar cierta clase
de mujeres, únicas que pueden hacerle cara todavía, y en cuyo trato
toma sus peregrinos conocimientos acerca del corazón femenino. Á veces
el _calavera-lampiño_ se finge malo para darse importancia; y si
puede estarlo de veras mejor; entonces está de enhorabuena. Empieza
asimismo á fumar, es más cigarro que hombre, jura y perjura y habla
detestablemente; su boca es una sentina, si bien tal vez con chiste.
Va por la calle deseando que alguien le tropiece; y cuando no lo hace
nadie, tropieza él á alguno; su honor entonces está comprometido, y
hay de fijo un desafío; si éste acaba mal, y si mete ruido, en aquel
mismo punto empieza á tomar importancia; y entrando en otra casta,
como la oruga que se torna mariposa, deja de ser _calavera-lampiño_.
Sus padres, que ven por fin decididamente que no hay forma de hacerle
abogado, le hacen meritorio; pero como no asiste á la oficina, como
bosqueja en ella las caricaturas de los jefes, porque tiene el instinto
del dibujo, se muda de bisiesto y se trata de hacerlo militar: en
cuanto está declarado irremisiblemente mala cabeza se le busca una
charretera, y si se encuentra ya es un hombre hecho.

Aquí empieza el _calavera-temerón_, que es el gran calavera. Pero
nuestro artículo ha crecido debajo de la pluma más de lo que hubiéramos
querido, y de aquélla que para un periódico convendría: ¡tan fecunda
es la materia! Por tanto nuestros lectores nos concederán algún ligero
descanso, y remitirán al número siguiente su curiosidad si alguna
tienen.



                             LOS CALAVERAS
                     ARTÍCULO SEGUNDO Y CONCLUSIÓN


Quedábamos al fin de nuestro artículo anterior en el
_calavera-temerón_. Éste se divide en paisano y militar; si el influjo
no fué bastante para lograr su charretera (porque alguna vez ocurre
que las charreteras se dan por influjo), entonces es paisano; pero no
existe entre uno y otro más que la diferencia del uniforme. Verdad es
que es muy esencial, y más importante de lo que parece: el uniforme ya
es la mitad. Es decir, que el paisano necesita hacer dobles esfuerzos
para darse á conocer; es una casa pública sin muestra; es preciso
saber que existe para entrar en ella. Pero por un contraste singular
el _calavera-temerón_, una vez militar, afecta no llevar el uniforme,
viste de paisano, salvo el bigote; sin embargo, si se examina el modo
suelto que tiene de llevar el frac ó la levita, se puede decir que
hasta este traje es uniforme en él. Falta la plata y el oro, pero queda
el despejo y la marcialidad, y eso se trasluce siempre; no hay paño
bastante negro ni tupido que le ahogue.

El _calavera-temerón_ tiene indispensablemente, ó ha tenido alguna
temporada una cerbatana, en la cual adquiere singular tino. Colocado en
alguna tienda de la calle de la Montera, se parapeta detrás de dos ó
tres amigos, que fingen discurrir seriamente.

--Aquel viejo que viene allí: ¡mírale que serio viene!--Sí; al de la
casaca verde, ¡va bueno!--Dejad, dejad. ¡Pum!, en el sombrero. Seguid
hablando y no miréis.

Efectivamente, el sombrero del buen hombre produjo un sonido seco: el
acometido se para, se quita el sombrero, lo examina.

--¡Ahora!, dice la turba. ¡Pum!, otra en la calva.--El viejo da un
salto y echa una mano á la calva; mira á todas partes... nada.

--¡Está bueno!, dice por fin, poniéndose el sombrero; algún
pillastre... bien podía irse á divertir...

--¡Pobre señor!, dice entonces el _calavera_, acercándosele; ¿le han
dado á usted?, es una desvergüenza... ¿pero le han hecho á usted mal?...

--No, señor, felizmente.

--¿Quiere usted algo?

--Tantas gracias.

Después de haber dado gracias, el hombre se va alejando, volviendo poco
á poco la cabeza á ver si descubría... pero entonces el _calavera_ le
asesta su último tiro, que acierta á darle en medio de las narices,
y el hombre derrotado aprieta el paso, sin tratar ya de averiguar de
dónde procede el fuego; ya no piensa más que en alejarse. Suéltase
entonces la carcajada en el corrillo, y empiezan los comentarios sobre
el viejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre el frac verde. Nada
causa más risa que la extrañeza y el enfado del pobre; sin embargo,
nada más natural.

El _calavera-temerón_ escoge á veces para su centro de operaciones la
parte interior de una persiana; este medio permite más abandono en la
risa de los amigos, y es el más oculto; el _calavera_ fino le desdeña
por poco expuesto.

Á veces se dispara la cerbatana en guerrilla; entonces se escoge por
blanco el farolillo de un escarolero, el fanal de un confitero, las
botellas de una tienda; objetos todos en que produce el barro cocido
un sonido sonoro y argentino. ¡Pim!, las ansias mortales, las agonías,
y los votos del gallego y del fabricante de merengues, son el alimento
del _calavera_.

Otras veces el _calavera_ se coloca en el confín de la acera y
fingiendo buscar el número de una casa, ve venir á uno, y andando con
la cabeza alta, arriba, abajo, á un lado, á otro, sortea todos los
movimientos del transeúnte, cerrándole por todas partes el paso á su
camino. Cuando quiere poner un término á la escena, finge tropezar con
él, y le da un pisotón; el otro entonces le dice: _perdone usted_; y el
_calavera_ se incorpora con su gente.

Á los pocos pasos, se va con los brazos abiertos á un hombre muy
formal, y ahogándole entre ellos:--Pepe, exclama, _¿cuándo has vuelto?
¡Sí, tú eres!_ Y lo mira: el hombre, todo aturdido, duda si es un
conocimiento antiguo... y tartamudea... Fingiendo entonces la mayor
sorpresa: ¡Ah!, usted perdone, dice retirándose el _calavera_: creí que
era usted un amigo mío...--No hay de qué.--Usted perdone. ¡Qué diantre!
No he visto cosa más parecida.

Si se retira á la una ó las dos de su tertulia, y pasa por una botica,
llama: el mancebo, medio dormido, se asoma á la ventanilla.--¿Quién
es?--Dígame usted, pregunta el _calavera_, ¿tendría usted espolines?

Cualquiera puede figurarse la respuesta: feliz el mancebo, si en vez de
hacerle esa sencilla pregunta, no le ocurre al _calavera_ asirle de las
narices al través de la rejilla, diciéndole:--Retírese usted; la noche
está muy fresca, y puede usted atrapar un constipado.

Otra noche llama á deshoras á una puerta.--¿Quién?, pregunta de allí á
un rato un hombre que sale al balcón medio desnudo.--Nada, contesta:
soy yo, á quien no conoce, no quería irme á mi casa sin darle á usted
las buenas noches.--¡Bribón!, ¡insolente! Si bajo...--Á ver cómo baja
usted; baje usted: usted perdería más: figúrese usted dónde estaré yo
cuando usted llegue á la calle. Conque buenas noches: sosiéguese usted,
y que usted descanse.

Claro está que el _calavera_ necesita espectadores para todas estas
escenas: sólo lo son en cuanto pueden comunicarse; por tanto el
_calavera_ cría á su alrededor constantemente una pequeña corte de
aprendices, ó de meros curiosos, que no teniendo valor ó gracia
bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de
cómplices y partícipes: éstos le miran con envidia, y son las trompetas
de su fama.

El _calavera-langosta_ se forma del anterior, y tiene el aire más
decidido, el sombrero más ladeado, la corbata más _négligé_: sus
hazañas son más serias; éste es aquél que se reúne en pandillas:
semejante á la _langosta_, de que toma nombre, tala el campo donde
cae; pero como ella no es de todos los años, tiene temporadas, y como
en el día no es de lo más en boga, pasaremos muy rápidamente sobre él.
Concurre á los bailes llamados de _candil_, donde entra sin que nadie
le presente, y donde su sola presencia difunde el terror: arma camorra,
apaga las luces, y se escurre antes de la llegada de la policía, y
después de haber dado unos cuantos palos á derecha é izquierda: en
las máscaras suele mover también su zipizape: en viendo una figura
antipática, dice: _aquel hombre me carga_; se va para él, y le aplica
un bofetón: de diez hombres que reciban bofetón, los nueve se quedan
tranquilamente con él, pero si alguno quiere devolverle, hay desafío;
la suerte decide entonces, porque el _calavera_ es valiente: éste es
el difícil de mirar: tiene un duelo hoy con uno que le miró de frente,
mañana con uno que le miró de soslayo, y al día siguiente lo tendrá con
otro que no le mire: éste es el que suele ir á las casas públicas con
ánimo de no pagar: éste es el que talla y apunta con furor; es jugador,
griego nato, y gran billarista además. En una palabra, éste es el
venenoso, el _calavera-plaga_: los demás divierten; éste mata.

Dos líneas más allá de éste está otra casta, que nosotros rehusaremos
desde luego; el _calavera-tramposo_, ó trapalón, el que hace deudas,
el parásito, el que comete á veces picardías, el que empresta para no
devolver, el que vive á costa de todo el mundo, etc., etc.: pero éstos
no son verdaderamente calaveras; son indignos de este nombre: ésos son
los que desacreditan el oficio, y por ellos pierden los demás. No los
reconocemos.

Sólo tres clases hemos conocido más detestables que ésta: la primera
es común en el día, y como al describirla habríamos de rozarnos con
materias muy delicadas, y para nosotros respetables, no haremos más que
indicarla. Queremos hablar del _calavera-cura_. Vuelvo á pedir perdón;
pero ¿quién no conoce en el día algún sacerdote de ésos que queriendo
pasar por hombres despreocupados, y limpiarse de la fama de carlistas,
dan en el extremo opuesto; de ésos que para exagerar su liberalismo
y su ilustración empiezan por llorar su ministerio; á quienes se ve
siempre al rededor del tapete y de las bellas en bailes y en teatros,
y en todo paraje profano, vestidos siempre y hablando mundanamente;
que hacen alarde de?... Pero nuestros lectores nos comprenden. Este
_calavera_ es detestable, porque el cura liberal y despreocupado debe
ser el más timorato de Dios, y el mejor morigerado. No creer en Dios y
decirse su ministro, ó creer en él y faltarle descaradamente, son la
hipocresía ó el crimen más hediondos. Vale más ser cura carlista de
buena fe.

La segunda de estas aborrecibles castas es el _viejo-calavera_,
planta como la caña, hueca y árida con hojas verdes. No necesitamos
describirla, ni dar las razones de nuestro fallo. Recuerde el lector
esos viejos que conocerá, un decrépito que persigue á las bellas, y
se roza entre ellas como se arrastra un caracol entre las flores,
llenándolas de baba; un viejo sin orden, sin casa, sin método... el
joven al fin tiene delante de sí tiempo para la enmienda y disculpa en
la sangre ardiente que corre por sus venas; el _viejo-calavera_ es la
torre antigua y cuarteada que amenaza sepultar en su ruina la planta
inocente que nace á sus pies; sin embargo, éste es el único á quien
cuadraría el nombre de _calavera_.

La tercera, en fin, es la _mujer-calavera_. La mujer con _poca
aprehensión_, y que prescinde del primer mérito de su sexo, de ese
miedo á todo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujer para ser hombre;
es la confusión de los sexos, el único hermafrodita de la naturaleza;
¿qué deja para nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasiones, puede ser
desgraciada, pero no le es lícito ser _calavera_. Cuanto es interesante
la primera, tanto es despreciable la segunda.

Después del _calavera-temerón_ hablaremos del _seudo-calavera_. Éste es
aquél que sin gracia, sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, se
esfuerza para pasar por _calavera_: es género bastardo, y pudiérasele
llamar por lo pesado y lo enfadoso el _calavera-mosca. Rien n'est beau
que le vrai_, ha dicho Boileau, y en esta sentencia se encierra toda la
crítica de esa apócrifa casta.

Dejando por fin á un lado otras varias, cuyas diferencias estriban
principalmente en matices y en medias tintas, pero que en realidad se
refieren á las castas madres de que hemos hablado, concluiremos nuestro
cuadro en un ligero bosquejo de la más delicada y exquisita, es decir,
del _calavera de buen tono_.

El _calavera de buen tono_ es el tipo de la civilización, el emblema
del siglo XIX. Perteneciendo á la primera clase de la sociedad,
ó debiendo á su mérito y á su carácter la introducción en ella,
ha recibido una educación esmerada; dibuja con primor y toca un
instrumento: filarmónico nato, dirige el aplauso en la ópera, y le
dirige siempre á la más graciosa, ó á la más sentimental: más de
una mala cantatriz le es deudora de su boga: se ríe de los actores
españoles y acaudilla las silbas contra el verso: sus carcajadas se
oyen en el teatro á larga distancia: por el sonido se le encuentra:
reside en la luneta al principio del espectáculo, donde entra tarde en
el paso más crítico, y del cual se va temprano: reconoce los palcos,
donde habla muy alto, y rara noche se olvida de aparecer un momento por
la _tertulia_ á asestar su doble anteojo á la banda opuesta, maneja
bien las armas y se bate á menudo, semejante en eso al _temerón_,
pero siempre con fortuna y á primera sangre: sus duelos rematan en
almuerzo, y son siempre por poca cosa. Monta á caballo y atropella con
gracia á la gente de á pie: habla el francés, el inglés y el italiano:
saluda en una lengua, contesta en otra, cita en las tres: sabe casi
de memoria á Paul de Kock, ha leído á Walter Scott, á D'Arlincourt, á
Cooper, no ignora á Voltaire, cita á Pigault-Lebrun, mienta á Ariosto,
y habla con desenfado de los poetas y del teatro. Baila bien y baila
siempre. Cuenta anécdotas picantes, le suceden cosas raras, habla de
prisa, y tiene _salidas_. Todo el mundo sabe lo que es tener _salidas_.
Las suyas se cuentan por todas partes; siempre son originales: en
los casos en que él se ha visto, sólo él hubiera hecho, hubiera
respondido aquello. Cuando ha dicho una gracia, tiene el singular tino
de marcharse inmediatamente: esto prueba gran conocimiento: la última
impresión es la mejor de esta suerte, y todos pueden quedar riendo y
diciendo además de él: _¡Qué cabeza! ¡Es mucho fulano!_

No tiene formalidad, ni vuelve visitas, ni cumple palabras; pero de él
es de quien se dice: _¡Cosas de fulano!_ y el hombre que llega á tener
_cosas_ es libre, es independiente. Niéguesenos, pues, ahora que se
necesita talento y buen juicio para ser _calavera_. Cuando otro falta á
una mujer, cuando otro es insolente, él es sólo atrevido, amable; las
bellas que se enfadarían con otro, se contentan con decirle á él: _¡No
sea usted loco! ¡Qué calavera! ¿Cuándo ha de sentar usted la cabeza?_

Cuando se concede que un hombre está loco, ¿cómo es posible enfadarse
con él? Sería preciso ser más loca todavía.

Dichoso aquél á quien llaman las mujeres _calavera_, porque el bello
sexo gusta sobremanera de toda especie de fama; es preciso conocerle,
fijarle, probar á sentarle, es una obra de caridad. El _calavera de
buen tono_ es, pues, el adorno primero del siglo, el que anima un
círculo, el cupido de las damas, _l'enfant gâté_ de la sociedad y de
las hermosas.

Es el único que ve el mundo y sus cosas en su verdadero punto de
vista: desprecia el dinero, le juega, le pierde, le debe; pero siempre
noblemente y en gran cantidad: trata, frecuenta, quiere á alguna
bailarina ó á alguna operista; pero amores volanderos, mariposa ligera
vuela de flor en flor. Tiene algún amor sentimental, y no está nunca
sin intrigas, pero intrigas de peligro y consecuencia: es el terror de
los padres y de los maridos. Sabe que, semejante á la moneda, sólo toma
su valor de su curso y circulación, y por consiguiente no se adhiere á
una mujer sino el tiempo necesario para que se sepa. Una vez satisfecha
la vanidad, ¿qué podría hacer de ella? El estancarse sería perecer; se
creería falta de recursos ó de mérito su constancia. Cuando su boga
decae, la reanima con algún escándalo ligero; un escándalo es para la
fama y la fortuna del _calavera_ un leño seco en la lumbre: una hermosa
ligeramente comprometida, un marido batido en duelo, son sus despachos
y su pasaporte: todas le obsequian, le pretenden, se le disputan. Una
mujer arruinada por él, es un mérito contraído para con las demás. El
hombre no _calavera_, el hombre de _talento y juicio_ se enamora, y por
consiguiente es víctima de las mujeres: por el contrario las mujeres
son las víctimas del _calavera_. Dígasenos ahora si el hombre de
_talento y juicio_ no es un necio á su lado.

El fin de éste es la edad misma; una posición social nueva, un
empleo distinguido, una boda ventajosa, ponen término honroso á sus
inocentes travesuras. Semejante entonces al sol en su ocaso, se retira
majestuosamente, dejando, si se casa, su puesto á otros, que vengan en
él á la sociedad ofendida, y cobren en el nuevo marido, á veces, con
crecidos intereses las letras que él contra sus antecesores girara.

Sólo una observación general haremos antes de concluir nuestro artículo
acerca de lo que se llama en el mundo vulgarmente _calaveradas_. Nos
parece que éstas se juzgan siempre por los resultados: por consiguiente
á veces una línea imperceptible divide únicamente al _calavera_ del
_genio_, y la suerte caprichosa los separa ó los confunde en una para
siempre. Supóngase que Cristóbal Colón perece víctima del furor de su
gente antes de encontrar el nuevo mundo, y que Napoleón es fusilado
de vuelta de Egipto, como acaso merecía: la intentona de aquél y la
insubordinación de éste hubieran pasado por dos _calaveradas_, y ellos
no hubieran sido más que dos _calaveras_. Por el contrario, en el día
están sentados en gran libro como dos _grandes hombres, dos genios_.

Tal es el modo de juzgar de los hombres; sin embargo, eso se aprecia,
eso sirve muchas veces de regla. ¿Y por qué?... Porque tal es la
_opinión pública_.



                            MODOS DE VIVIR
                          QUE NO DAN DE VIVIR

                            OFICIOS MENUDOS


Considerando detenidamente la construcción moral de un gran pueblo,
se puede observar que lo que se llama _profesiones conocidas_ ó
_carreras_, no es lo que sostiene la gran muchedumbre: descártense
los abogados y los médicos, cuyo oficio es vivir de los disparates y
excesos de los demás: los curas, que fundan su vida temporal sobre la
espiritual de los fieles: los militares, que venden la suya con la
expresa condición de matar á los otros: los comerciantes, que reducen
hasta los sentimientos y pasiones á valores de bolsa: los nacidos
propietarios, que viven de heredar: los artistas, únicos que dan
trabajo por dinero, etc., etc.: y todavía quedará una multitud inmensa
que no existirá de ninguna de esas cosas, y que sin embargo existirá:
su número en los pueblos grandes es crecido, y esta clase de gentes no
pudieran sentar sus reales en ninguna otra parte: necesitan el ruido
y el movimiento, y viven, como el pobre del Evangelio, de las migajas
que caen de la mesa del rico. Para ellos hay una rara superabundancia
de pequeños oficios, los cuales, no pudiendo sufragar por sus cortas
ganancias á la manutención de una familia, son más bien _pretextos de
existencia_ que verdaderos oficios: en una palabra, _modos de vivir
que no dan de vivir_: los que los profesan son no obstante como las
últimas ruedas de una máquina, que sin tener á primera vista grande
importancia, rotas ó separadas del conjunto paralizan el movimiento.

Estos seres marchan siempre á la cola de las pequeñas necesidades de
una gran población, y suelen desempeñar diferentes cargos, según el
año, la estación, la hora del día. Esos mismos que en noviembre venden
ruedos ó zapatillas de orillo, en julio venden horchata: en verano
son bañeros del Manzanares: en invierno cafeteros ambulantes: los que
venden agua en agosto, vendían en carnaval cartas y garbanzos de pega,
y en navidades motes nuevos para damas y galanes.

Uno de estos _menudos oficios_ ha recibido últimamente un golpe
mortal con la sabia y filantrópica institución de san Bernardino; y
es gran dolor, por cierto, pues que era la introducción á los demás,
es decir el oficio de examen, y el más fácil: quiero hablar de la
candela: una numerosa turba de muchachos, que podría en todo tiempo
tranquilizar á cualquiera sobre el fin del mundo (cuyos padres es de
suponer existiesen, en atención á lo difícil que es obtener hijos
sin previos padres, pero no porque hubiese datos más positivos) se
esparcían por las calles y paseos. Todas las primeras materias, todo
el capital necesario para empezar su oficio se reducían á una mecha de
trapos, de que llevaban siempre sobre sí mismos abundante provisión:
á la luz de la filosofía, debían tener cierto valor; cuando el mundo
es todo vanidad, cuando todos los hombres dan dinero por humo, ellos
solos daban humo por dinero. Desgraciadamente un nuevo Prometeo les
ha robado el fuego para comunicársele á sus hechuras, y este menudo
oficio ha salido del gremio para entrar en el número de las profesiones
conocidas, de las instituciones sentadas y reglamentadas.

Pero con respecto á los demás, dígasenos francamente si pueden
subsistir con sus ganancias: aquel hombre negro y mal encarado, que
con la balanza rota y la alforja vieja parece, según lo maltratado,
la imagen de la justicia, y cuya profesión es dar _higos_ y _pasas_
por _hierro viejo_; el otro que siempre detrás de su acémila, y tan
inseparable de ella como alma y cuerpo, no vende nada, antes compra...
_palomina_: capitalista verdadero, coloca sus fondos, y tiene que
revender después, y ganar en su preciosa mercancía; ha de mantenerse
él y su caballería, que al fin son dos aunque parecen uno, y eso
suponiendo que no tenga más familia; el que vende _alpiste_ para
_canarios_, el que pregona _pajuelas_, etc., etc.

Pero entre todos los modos de vivir ¿qué me dice el lector de la
trapera que con un cesto en el brazo y un instrumento en la mano
recorra á la madrugada, y aun más comúnmente de noche, las calles
de la capital? Es preciso observarla atentamente. La trapera marcha
sola y silenciosa: su paso es incierto como el vuelo de la mariposa:
semejante también á la abeja, vuela de flor en flor (permítaseme
llamar así á los portales de Madrid, siquiera por figura retórica, y
en atención á que otros hacen peores figuras, que las debieran hacer
mejores). Vuela de flor en flor, como decía, sacando de cada parte sólo
el jugo que necesita: repáresela de noche; indudablemente ve como las
aves nocturnas: registra los más recónditos rincones, y donde pone el
ojo pone el gancho, parecida en esto á muchas personas de más decente
categoría que ella: su gancho es parte integrante de su persona; es en
realidad su sexto dedo, y le sirve como la trompa al elefante; dotado
de una sensibilidad y de un tacto exquisitos, palpa, desenvuelve,
encuentra; y entonces por un sentimiento simultáneo, por una relación
simpática que existe entre la voluntad de la trapera y su gancho, el
objeto útil, no bien es encontrado, ya está en el cesto. La trapera
por tanto con otra educación sería un excelente periodista y un buen
traductor de Scribe: su clase de talento es la misma: buscar, husmear,
hacer propio lo hallado; solamente mal aplicado: he ahí la diferencia.

En una noche de luna el aspecto de la trapera es imponente: alargar
el gancho, hacerlo guadaña, y al verla entrar y salir en los portales
alternativamente, parece que viene á llamar á todas las puertas,
precursora de la parca. Bajo este aspecto hace en las calles de Madrid
los oficios mismos que la calavera en la celda del religioso: invita á
la meditación, á la contemplación de la muerte, de que es viva imagen.

Bajo otros puntos de vista se puede comparar á la trapera con la
muerte: en ella vienen á nivelarse todas las jerarquías: en su cesto
vienen á ser iguales como en el sepulcro Cervantes y Avellaneda: allí
como en un cementerio, vienen á colocarse al lado los unos de los
otros: los decretos de los reyes, las quejas del desdichado, los
engaños del amor, los caprichos de la moda: allí se reúnen por única
vez las poesías, releídas, de Quintana, y las ilegibles de A. ***:
allí se codean Calderón y C. ***: allá van juntos Moratín y B. ***. La
trapera, como la muerte, _equo pulsat pede pauperum tabernas regumque
turres_. Ambas echan tierra sobre el hombre oscuro, y nada pueden
contra el ilustre: ¡de cuántos bandos ha hecho justicia la primera!,
¡de cuántos batideros la segunda!

El cesto de la trapera, en fin, es la realización, única posible, de
la fusión, que tales nos ha puesto. _El Boletín de Comercio_ y _la
Estrella_, _la Revista_ y _la Abeja_, las metáforas de Martínez de la
Rosa y las interpelaciones del conde de las Navas, todo se funde en uno
dentro del cesto de la trapera.

Así como el portador de la candela era siempre muchacho y nunca
envejecía, así la trapera no es nunca joven: nace vieja: éstos son los
dos oficios extremos de la vida, y como la Providencia, justa, destinó
á la mortificación de todo bicho otro bicho en la naturaleza, como crió
el sacre para daño de la paloma, la araña para tormento de la mosca,
la mosca para el caballo, la mujer para el hombre, y el escribano para
todo el mundo, así crió en sus altos juicios á la trapera para el
perro. Estas dos especies se aborrecen, se persiguen, se ladran, se
enganchan y se venden.

Ese ser, con todo ha de vivir, y tiene grandes necesidades, si se
considera la carrera ordinaria de su existencia anterior; la trapera
por lo regular (antes por supuesto de serlo) ha sido joven, y aun
bonita; muchacha, freía buñuelos, y su hermosura la perdió. Fea,
hubiera recorrido una carrera oscura, pero acaso holgada; hubiera
recurrido al trabajo; y éste la hubiera sostenido. Por desdicha era
bien parecida, y un chulo de la calle de Toledo se encargó en sus
verdores de hacérselo creer; perdido el tino con la lisonja, abandonó
la casa paterna (taberna muy bien acomodada), y pasó á naranjera.
El chulo no era eterno, pero una naranjera siempre es vista; un
caballerete fué de parecer de que no eran naranjas lo que debía vender,
y le compró una vez por todas todo el cesto; de allí á algún tiempo,
queriendo desasirse de ella, la aconsejó que se ayudase, y reformada ya
de trajes y costumbres, la recomendó eficazmente á una modista; nuestra
heroína tuvo diez años felices de modistilla; el pañuelo de labor en la
mano, el _fichú_ en la cabeza, y el galán detrás, recorrió las calles
y un tercio de su vida; pero cansada del trabajo, pasó á ser prima de
un procurador (de la curia), que como pariente la alhajó un cuarto;
poco después el procurador se cansó del parentesco, y le procuró una
plaza de corista en el teatro: ésta fué la época de su apogeo y de su
gloria; de señorito en señorito, de marqués en marqués, no se hablaba
sino de la hermosa corista. Pero la voz pasa, y la hermosura con ella,
y con la hermosura los galanes ricos; entonces empezó á bajar de nuevo
la escalera hasta el último piso, hasta el piso bajo; luego mudó de
barrios hasta el hospital; la vejez, por fin, vino á sorprenderla entre
las privaciones y las enfermedades; el hambre le puso el gancho en la
mano, y el cesto fué la barquilla de su naufragio. Bien dice Quintana:

    ¡Ay! ¡infeliz de la que nace hermosa!

Llena por consiguiente de recuerdos de grandeza, la trapera necesita
ahogarlos en algo, y por lo regular los ahoga en aguardiente. Esto
complica extraordinariamente sus gastos. Desgraciadamente, aunque
el mundo da tanto valor á los trapos, no es á los de la trapera.
Sin embargo, ¡qué de veces lleva tesoros su cesto! ¡Pero tesoros
impagables!

Ved aquel amante, que cuenta diez veces al día y otras tantas á la
noche las piedras de la calle de su querida. Amelia es cruel con él:
ni un favor, ni una distinción, alguna mirada de cuando en cuando...
algún... nada. Pero ni una contestación de su letra á sus repetidas
cartas, ni un rizo de su cabello que besar, ni un blanco cendal de
batista que humedecer con sus lágrimas. El desdichado daría la vida por
un harapo de su señora.

¡Ah!, ¡mundo de dolor y trastrueques! La trapera es más feliz.
¡¡¡Mírala entrar en el portal, mírala mover el polvo!!! El amante la
maldice: durante su estancia no puede subir la escalera: por fin, sale
y el imbécil entra, despreciándola al pasar. ¡Insensato!, ésa que
desprecia lleva en su banasta, cogidos á su misma vista, el pelo que le
sobró á Amelia del peinado aquella mañana, una apuntación antigua de
la ropa dada á la lavandera, todo de su letra (la cosa más tierna del
mundo), y una gola de linón hecha pedazos... ¡Una gola!!! Y acaso el
borrador de algún billete escrito á otro amante.

Alcánzala, busca; el corazón te dirá cuáles son los afectos de tu
amada. Nada. El amante sigue pidiendo á suspiros y gemidos las tiernas
prendas, y la trapera sigue pobre su camino. Todo por no entenderse.
¡Cuántas veces pasa así nuestra felicidad á nuestro lado, sin que
nosotros la veamos!

Me he detenido, distinguiendo en mi descripción á la trapera entre
todos los demás menudos oficios, porque realmente tiene una importancia
que nadie le negará. Enlazada con el lujo y las apariencias mundanas
por la parte del trapo, é íntimamente unida con las letras y la
imprenta por la del papel, era difícil no destinarle algunos párrafos
más.

El oficio que rivaliza en importancia con el de la trapera es
indudablemente el del _zapatero de viejo_.

El zapatero de viejo hace su nido en los rincones de los portales; allí
tiene una especie de gruta, una socavación subterránea, las más veces
sin luz ni pavimento. Al rayar del alba fabrica en un abrir y cerrar
de ojos su taller en un ángulo (si no es lunes): dos tablas unidas
componen su recinto: una mala banqueta, una vasija de barro para la
lumbre, indispensablemente rota, y otra más pequeña para el agua en
que ablanda la suela, son todo su _menaje_; el cajón de las lesnas á
un lado, su delantal de cuero, un calzón de pana y medias azules, son
sus signos distintivos. Antes de extender la tienda de campaña, bebe
un trago de aguardiente, y cuelga con cuidado á la parte de afuera una
tabla, y de ella pendiente una bota inutilizada; cualquiera al verla
creería que quiere decir: «_aquí se estropean botas_».

No puede establecerse en un portal sin previo permiso de los
inquilinos; pero como regularmente es un infeliz, cuya existencia
depende de las gentes que conoce ya en el barrio, ¿quién ha de tener
el corazón tan duro para negarse á sus importunidades? La señora del
cuarto principal, compadecida, lo consiente: la del segundo, en vista
de esa primera protección, no quiere chocar con la señora condesa: los
demás inquilinos no son siquiera consultados. Así es que empiezan por
aborrecer al zapatero, y desahogan su amor propio resentido en quejas
contra las aristocráticas vecinas. Pero al cabo el encono pasa, sobre
todo considerando que desde que se ha establecido allí el zapatero á lo
menos está el portal limpio.

Una vez admitido, se agarra á la casa como una alga á las rocas; es
tan inherente á ella como un balcón ó una puerta; pero se parece á la
hiedra y á la mujer; abraza para destruir. Es la víbora abrigada en el
pecho: es el ratón dentro del queso. Por ejemplo, canta y martillea,
y parece no hacer otra cosa. ¡Error! Observa la hora á que sale el
amo, qué gente viene en su ausencia, si la señora sale periódicamente,
si va sola ó acompañada, si la niña balconea, si se abre casualmente
alguna ventanilla ó alguna puerta con tiento, cuando sube tal ó cual
caballero: ve quién ronda la calle, y desde su puesto conoce al primer
golpe de vista, por la inclinación del cuello y la distancia del
_cuyo_, el piso en que está la intriga. Aunque viejo, dice chicoleos á
toda criada que sale y entra, y se granjea por tanto su buena voluntad:
la criada es al zapatero lo que el anteojo al corto de vista: por
ella ve lo que no puede ver por sí, y reunido lo interior y exterior,
suma y lo sabe todo. ¿Se quiere saber la causa de la tardanza de todo
criado ó criada que va á un recado? ¿Hay zapatero de viejo? No hay que
preguntarla. ¿Tarda? Es que le está contando sus rarezas de usted,
tirano de la casa, y lo que con usted sufre la señora, que es una malva
la infeliz.

El zapatero sabe lo que se come en cada cuarto, y á qué hora. Ve salir
al empleado en rentas por la mañana, disfrazado con la capa vieja, que
va á la plaza en persona, no porque no tenga criada, sino porque el
sueldo da para estar servido, pero no para estar sisado. En fin, no se
mueve una mosca en la manzana sin que el buen hombre la vea: es una
red la que tiende sobre todo el vecindario, de la cual nadie escapa.
Para darle más extensión, es siempre casado, y la mujer se encarga de
otro menudo oficio: como casada no puede servir, es decir, de criada,
pero sirve de lo que se llama _asistenta_; es conocida por tal en
el barrio: ¿se despidió una criada demasiado bruscamente y sin dar
lugar al reemplazo? Se llama á la mujer del zapatero. ¿Hay un convite
que necesita aumento de brazos en otra parte? ¿Hay que dar de prisa
y corriendo ropa á lavar, á coser, á planchar, mil recados, en fin,
extraordinarios? La mujer del zapatero, el zapatero.

Por la noche el marido y la mujer se reúnen y hacen fondo común de
hablillas; ella da cuenta de lo que ha recogido su policía, y él sobre
cualquier friolera le pega una paliza, y hasta el día siguiente. Esto
necesita explicación: los artesanos en general no se embriagan más que
el domingo y el lunes, algún día entre semana, las pascuas, los días de
santificar, y por este estilo: el zapatero de viejo es el único que se
embriaga todos los días: ésta es la clave de la paliza diaria: el vino
que en otros se sube á la cabeza, en el zapatero de viejo se sube á las
espaldas de la mujer: es decir, que se trasiega.

Este hermoso matrimonio tiene numerosos hijos que enredan en el portal,
ó sirven de pequeños nudos á la gran red pescadora.

Si tiene usted hija, mujer, hermana ó acreedores, no viva usted en
casa de zapatero de viejo. Usted al salir le dirá: _Observe usted
quién entra y quién sale de mi casa_. Á la vuelta ya sabe quién debe
sólo decir que ha estado, _ó habrá salido un momento fuera, y como no
haya sido en aquel momento_... Usted le da un par de reales por la
fidelidad. Par de reales que sumados con la peseta que le ha dado el
que no quiere que se diga que entró, forma la cantidad de seis reales.
El zapatero es hombre de revolución, despreocupado, superior á las
preocupaciones vulgares, y come tranquilamente á dos carrillos.

En otro cuarto es la niña la que produce: el galán no puede entrar en
la casa, y es preciso que alguien entregue las cartas: el zapatero es
hombre de bien, y por tanto no hay inconveniente: el zapatero puede
además franquear su cuarto, puede... ¡qué sé yo qué puede el zapatero!

Por otra parte los acreedores, y los que persiguen á su mujer de usted,
saben por su conducto si usted ha salido, si ha vuelto, si se niega, ó
si está realmente en casa. ¡Qué multitud de atenciones no tiene sobre
sí el zapatero! Qué tino no es necesario en sus diálogos y respuestas!
¡Qué corazón tan firme para no aficionarse sino á los que más pagan!

Sin embargo, siempre que usted llega al puesto del zapatero, está
ausente; pero de allí á poco sale de la taberna de en frente, adonde ha
ido un momento á echar un trago: semejante á la araña, tiende la tela
en el portal y se retira á observar la presa al agujero.

Hay otro zapatero de viejo, ambulante, que hace su oficio de comprar
desechos... pero éste regularmente es un ladrón encubierto que se
informa de ese modo de las entradas y salidas de las casas, de... en
una palabra, no tiene comparación con nuestro zapatero.

Otra multitud de oficios menudos merecen aún una historia particular,
que les haríamos si no temiésemos fastidiar á nuestros lectores. Ese
enjambre de mozos y sirvientes que viven de las propinas, y en quienes
consiste que ninguna cosa cueste realmente lo que cuesta, sino mucho
más: la abaniquera de _abanicos de novia_ en el verano, á cuarto la
pieza; la mercadera de _torrados_ de la Ronda; el de los _tirantes
y navajas_; el cartelero que vive de estampar mi nombre y el de mis
amigos en la esquina; los comparsas del teatro, condenados eternamente
á representar por dos reales, barbas, un pueblo numeroso entre seis
ó siete; el infinito _corbatines y almohadillas_, que está en todos
los cafés á un mismo tiempo; siempre en aquél en que usted está, y
vaya usted al que quiera; el barbero de la plazuela de la Cebada, que
abre su asiento de tijera, y del aire libre hace tienda; esa multitud
de _corredores de usura_ que viven de llevar á empeñar y desempeñar;
esos músicos del anochecer, que el calendario en una mano y los reales
nombramientos en otra, se van dando días y enhorabuenas á gentes
que no conocen; esa muchedumbre de maestros de lenguas á 30 reales
y retratistas á 70 reales; todos los habitantes y revendedores del
rastro, las prenderas, los..., ¿no son todos menudos oficios? _Esas
casamenteras de voluntades_, como las llama Quevedo..., pero no todo es
del dominio del escritor, y desgraciadamente en punto á costumbres y
menudos oficios acaso son los más picantes los que es forzoso callar:
los hay odiosos, los hay despreciables, los hay asquerosos, los hay
que ni adivinar se quisieran; pero en España ningún _oficio_ reconozco
_más á menudo_, y sirva esto de conclusión, ningún _modo de vivir que
dé menos de vivir_, que el de escribir para el público, y hacer versos
para la gloria: más menudo todavía el público que el oficio, es todo lo
más si para leerlo á usted le componen cien personas, y con respecto
á la gloria, bueno es no contar con ella, por si ella no contase con
nosotros.



                                LA CAZA


Los tiempos en que la caza era á un mismo tiempo la ocupación y la
diversión de nuestros reyes y nuestros nobles, quedan ya bien lejos
de nosotros: aquel sinnúmero de empleados destinados á ese ejercicio
que llenaban el palacio han desaparecido, dejando sólo tras sí algún
nombre que otro, alguna denominación, fuera en el día de su lugar. La
invención de la pólvora fué sin duda uno de los primeros golpes, casi
mortales, para la antigua manera de cazar. ¿Á qué mantener y educar
costosamente varios halcones, cuando una menuda bola de plomo puede
hacer en menos tiempo y sin precisa enseñanza el mismo camino? Las
revoluciones, que han dejado apenas á los reyes tiempo para serlo, han
venido después á dar á ese ejercicio el último golpe de cachete; los
sotos se han descuidado; las costumbres extranjeras se han introducido,
y los teatros, los bailes, los cafés, el juego, los clubs y los
periódicos han sustituido enteramente á aquella azarosa distracción.
En otros países no han sido bastantes todas esas causas á destruirla;
en Inglaterra, por ejemplo, magníficos parques, sostenidos y cuidados
con el mismo esmero que todas las cosas inglesas, ofrecen aún abundante
caza á los _gentlemen_, que dedican á sus locas batidas una estación
del año. En Alemania no es menos la afición, y en algunos otros puntos
de Europa, como en el Tirol, se encuentran en punto á caza tiradores de
sorprendente habilidad.

Entre nosotros Carlos IV ha sido el último de nuestros príncipes
cazadores; y los nobles, reflejo siempre en sus costumbres de los
reyes, han dejado morir una diversión en la cual ya no tenían á quien
remedar: en España, pues, se puede decir que hay cazadores, hay
individuos; pero no hay _caza_ propiamente dicha, y sólo en algún
rincón de provincia da todavía esta antigua afición señales de un resto
de agonizante vida.

Una de las provincias á que esto puede aplicarse con más razón es la
Extremadura: destinada la mayor parte á dehesas para pasto, sumamente
despoblada y cubierta de encinas, malezas y jarales, se puede decir que
es casi toda ella un inmenso soto: agréguese á esto que no necesitando
cultivo alguno ni laboreo la mayor parte de su terreno, gran parte
de los hombres del país no tienen más modo de vivir que constituirse
guardas de las dehesas de los señores, ó darse ellos mismos á la caza,
atropellando todos los respetos de la propiedad, que en ninguna otra
provincia está más desconocida, y haciendo la vida de los pueblos
primitivos del hombre de la naturaleza: ni agricultura todavía, ni
industria, ni comercio, ni ciencias, ni artes, ni bellas letras...,
caza para comer y cubrirse: hay poblaciones enteras esencialmente
cazadoras: la existencia y la fisonomía de estos seres son enteramente
originales.

Al dejar Mérida el conde de ***, joven de una ilustración y un talento
poco comunes en su edad, de un patriotismo que ha probado en varias
ocasiones, y de un trato superior á todo elogio, en cuya compañía había
salido de Madrid, me invitó á pasar unos días en una de sus mejores
posesiones, famosa en el país por la abundancia de caza mayor y menor
que encierra. No llevando en mi viaje ni prisa, ni objeto determinado,
siéndome del todo indiferente matar el tiempo en una dehesa, en Badajoz
y fuera de España, y costándome por otra parte algún trabajo separarme
tan pronto de una persona cuya amistad había hecho para mí de un viaje
árido un paseo delicioso, me decidí á admitir un convite que podía
proporcionarme además una ocasión de estudiar la caza y los cazadores.

No tardamos en llegar al desierto que íbamos á habitar por algunos
días: una dehesa inmensa, empotrada en medio de otras inmensas dehesas;
el suelo alfombrado de cuantas flores y yerbas de diversos y vivísimos
matices se pueden imaginar, cubierto de altísimos jarales, salpicado
de robustas encinas y hormigueando por todas partes la caza; jabalíes,
venados, ciervos, gamos, lobos, zorros, liebres, conejos, águilas,
buitres, milanos, grullas, perdices, palomas, búhos, urracas, cucos,
alondras, multitud de otras aves, aves de todas especies y colores,
todo esto junto, revuelto, y casi mezclado, volando, saltando,
corriendo, aullando, bramando, cantando, una figura humana alguna
vez; un sol de justicia dando de día color y calor al cuadro, y una
argentada luna rodeada de lucientes estrellas, dándole de noche sombras
y misterio: figúrese usted todo esto, añádale usted algún rebaño de
ovejas y cabras trepando por la colina, tal cual vaca al parecer sin
dueño, alguna yegua de un pastor seguida de sus potros, alguna mula,
algún otro cuadrúpedo que no nombraré, diversas castas de perros,
mastines, caseros y de caza, un gallinero en la cabaña de los guardas y
un arroyo de cuando en cuando poblado de ruidosas ranas, y tendrá usted
la representación perfecta de la creación.

La vivienda humana, la población más inmediata, está á dos leguas,
Ornachos, célebre en el país por sus naranjas, que pueden realmente
competir, si no en el número, en la calidad con las mejores de
Valencia, de Andalucía y de Portugal. Tanto éste como los demás pueblos
del alrededor son enteramente cazadores, lo cual no puede menos de
resultar en grave perjuicio de la misma caza, que diariamente se
disminuye, y que acabará por desaparecer del todo.

El aspecto de uno de esos hombres que viven de la caza, llamados
vulgarmente _corsarios_, no es menos original que su lenguaje. Un mal
sombrerillo gacho amarillento, curtido del polvo y del sol; una zamarra
de piel; calzón de paño burdo; polaina ó botín de cuero; sajones de
cuero pendientes de la cintura; por calzado un pedazo de piel sin
curtir, sujeto á la pierna con cordeles; una canana al rededor del
cuerpo; un morral de piel; perdigonera y polvorín de cuerno y una
escopeta sencilla, vieja, antiquísima, de cañón largo, de chispa, llena
toda de remiendos y composturas, escopeta sin embargo que ninguno de
ellos cambiaría por otra de dos cañones y pistón del mismo _Delpire_, y
escopeta que jamás les falta. Barba crecida; las pestañas y las cejas
comidas de la intemperie, las manos y la cara como las de las fieras
que persiguen, curtidas, sin pasiones, sin sentimientos, sin expresión:
seres de los montes, sus facciones parecen rayas indeterminadas
semejantes á los de la corteza de los árboles. No pregunte usted á
este hombre si hay rey ó reina en Madrid, si es carlista ó liberal;
sino, si hay caza en el monte. Después de su frugal almuerzo, el
corsario se lanza fuera de su choza alguna vez con reclamo, más
comúnmente con perro, tan fiero y tan campesino como él, y, nuevo
Robinson del monte, le recorre, le devasta, le saquea, y corre á
vender al pueblo inmediato por siete ú ocho cuartos el fruto del sudor
de un día, que él nunca come, sea por hastío, sea por remordimiento.
¿Por remordimiento? Precisamente: no puedo hallar otro origen á la
diferencia que el hombre establece entre matar hombres y animales que
su infinito amor propio: sin embargo, hay animales que valen más que
hombres, y hombres que deberían darse la enhorabuena si no fueran más
que animales.

Pero llega el domingo, día anhelado por los empleados de la ciudad
inmediata. ¿Es una pascua? Mejor: la batida durará tres días: el
sábado por la tarde se ensillan los caballos, se hacen provisiones,
y en marcha. Se convocan los mejores escopetas y corsarios, aquéllos
para darles _ojeos_ en competente número y cubrir todos los _puestos_,
y éstos para dirigirlos y reconocer las _manchas_ ó espesuras donde
se alberga la caza. Aquella noche se pasa al hogar al rededor de una
encina, oyendo al corsario más experimentado: él explica la caza de
la perdiz como la más divertida y honorífica: la de los conejos al
_aguardo_ es pesada, y no se puede hacer sino á la madrugada y á la
caída de la tarde: en tiempo de su cría, la mejor es la _chilla_:
la _mancha_ de la _tristeza_, que cae al oriente, es la mejor para
liebres; en otro _manchón_ hay venado ó _cochino_; pero ése no se
puede cazar sin gran _recoba_, y todavía no se han traído todos los
perros: él arregla los ojeos para el día siguiente, y asainetea en fin
su conversación con el relato útil de mil anécdotas de caza, con la
variedad de los lances de su vida.

Á la mañana con la aurora todo el mundo está alerta: los corsarios y
escopetas de pie y en rueda, hunden en un enorme caldero, después de
haberse santiguado, su cuchara de cuerno sin mango, sacan con ella
una cucharada de migas, la cual hacen pasar á la mano y de ésta á la
boca; repetida esta operación hasta apurar el caldero, todo el mundo
se dirige al sitio donde se va á dar la batalla: momento de confusión:
nadie pide parecer, cada cual da el suyo: uno pide pólvora: otro
perdigones, otro postas por si sale alguna res: en fin, se carga; los
ojeadores, precedidos de un corsario, van á tomar la vuelta de la
_mancha_ ó espesura designada, y á rodearla, en tanto que los escopetas
y cazadores, capitaneados por otro corsario inteligente, van á ocupar
con el mayor silencio los puestos á la parte contraria; allí estatuas
de sí mismos, y árboles entre otros árboles, esperan traidoramente á
las víctimas, que ahuyentadas y encaminadas á ellos por los palos y
las voces de los ojeadores, vienen á ofrecerse al tiro, no teniendo
otra salida que los puestos. Apurada una mancha se pasa á otra, y
así sucesivamente. Á media mañana se comen unas naranjas y se echa
un trago: á las tres ó las cuatro se recoge la gente á la casa, y se
devora con apetito parte de la mortandad de la mañana: con el bocado en
la boca, y con todo el calor del sol, se vuelve á la caza, se cena, se
sueña con la caza, hombres y perros, y al día siguiente se repite la
misma función.

Los escopetas y cazadores ejercitados matan; pero los aficionados
principiantes ó se sobrecogen á la salida del _bicho_ y pierden el
momento favorable, ó se mueven y hacen torcer de su camino los animales
maliciosos, ó tiran por fin demasiado pronto sin calcular el tiempo y
la distancia, el vuelo recto de la perdiz, ó torcido de la paloma; en
una palabra, no logran hacer dar á una liebre la vuelta de _campana_.

Concluida la batida se suman las piezas, se reúnen las tropas, se
cruzan apuestas sobre el número de vencejos que matarán en el pueblo
en el día siguiente: hay quien se atreve á matar con bala, de doce
nueve: se suceden las burlas y los denuestos entre los peritos y los
pobres aficionados se muerden los labios de despecho, y se vuelven á
la ciudad con una insolación ó un tabardillo, la piel tostada, y con
la perspectiva ante los ojos de los sarcasmos y de las chanzas de las
damas que los esperan con impaciencia para vengarse de la soledad en
que las ha dejado una diversión que por lo regular aborrecen como una
rival que les roba sus víctimas y adoradores.

El cazador generalmente es infatigable: á la larga le sucede siempre
alguna avería, ó pierde un ojo ó un dedo, ó se rompe un brazo, y
diariamente por lo regular se hiere y se estropea bregando entre la
maleza: el sol y el aire, el agua y el frío le combaten; los peligros
le cercan; pero todo ello es nada á sus ojos. Haya que matar, y
vamos viviendo. En eso se parece al militar y al médico. Hay cierta
felicidad en su vida envidiable para aquéllos que no comprenden todas
sus delicias. Desnudo de ambición y de otras pasiones mundanas, nada
le impide satisfacer la suya, porque la afición á la caza es como el
amor, que donde está ha de dominar. Es como ciertas enfermedades que
se apoderan hasta de los huesos del enfermo: el cazador es todo caza.
Una puerta cerrada de golpe es un tiro para él: en medio de su frenesí
su podenco mismo entre las matas es un zorro: un compañero que bulle
entre la jara es un ciervo: y el burro del ganadero que corre espantado
de los tiros entre las encinas, recibe más de una vez una posta que se
le dispara, haciéndole los honores de jabalí. La escopeta es el amigo
del cazador, amigo hasta en faltarle alguna vez: su amigo perro es su
querida, su compañera, su mujer. En cuanto á las ventajas apelamos á
todo cazador viudo. La verdad, ¿cuál cuesta menos? ¿cuál vale más?

Se entiende que estas circunstancias sólo corresponden al verdadero
cazador, al cazador de batida, de ninguna manera al cazador de Madrid,
que equipado de los pies á la cabeza de instrumentos de caza, seguido
de dos podencos y dos galgos, sale al amanecer del domingo, por la
puerta de Atocha, con su hermosa escopeta debajo del brazo y su gorra
de visera reluciente, asusta á los gorriones de la pradera del Canal,
y se vuelve molido y sudado al anochecer, después de haber tenido que
comprar algún conejo y una caña de alondras para

      Volver, como suele el conde á casa
      De Toledo, vencedor.

Este simulacro de cazador le ha descrito ya mejor que pudiera yo
hacerlo mi antecesor _el Curioso Parlante_, y le dejaré por lo tanto
descansar sobre sus comprados laureles.

Después de haber sufrirlo á la intemperie ratos que hubieran sido muy
pesados á no haberlos aligerado la compañía del conde, y de habernos
ocupado seriamente unos cuantos días en matar aquellos animales, que
ni nos hacían daño, ni nos estorbaban ni podían oponernos resistencia
(si bien á mí me podía tocar muy poca parte de culpabilidad y de
remordimiento), me despedí de mi amigo, proponiéndome no volver á
probar mis fuerzas en un ejercicio para el cual sin duda no debo de
haber nacido, y que reclamará, como todas las habilidades del mundo, su
poco de vocación, que yo no tengo, y su mucho de perseverancia, de que
yo no me siento capaz.



                        IMPRESIONES DE UN VIAJE
        ÚLTIMA OJEADA SOBRE EXTREMADURA--DESPEDIDA Á LA PATRIA


Por fin, debía dejar la España, pero bien como el que se separa de una
querida á quien ha debido por mucho tiempo su felicidad, no podía menos
de volver frecuentemente la cabeza para dar una última ojeada á esta
patria donde había empezado á vivir, porque en ella había empezado á
sentir.

Uno de los puntos que antes de mi partida se ofrecieron á mi vista
fué Alange, pueblecillo situado á la falda de una colina, y en una
posición sumamente pintoresca: esta villa, que dista pocas leguas de
Mérida, posee una antigüedad sumamente curiosa: un baño romano de
forma circular y enteramente subterráneo, cuya agua nace allí mismo,
y se mantiene en el propio estado en que debía de estar en tiempo de
los procónsules; recibe su luz de arriba, y los habitantes, no menos
instruidos en arqueología que los Meridenses, le llaman también el
_baño de los Moros_. (Véase nuestro artículo sobre antigüedades de
Mérida.)

La colocación de este baño hace presumir que los Romanos debieron de
conocer las virtudes de las aguas termales de Alange. En el día son
todavía muy recomendadas, y hace pocos años se ha construido en el
centro de un vergel espesísimo de naranjos á la entrada de la población
una casa de baños, donde los enfermos, ó las personas que se bañan por
gusto, pueden permanecer alojados y asistidos decentemente durante
la temporada. El agua sale caliente, pero no se nota en su sabor, ni
en su olor, ninguna diferencia esencial del agua común. Los naturales
me refirieron una de sus primeras virtudes populares. Los arroyos y
pequeñas charcas que se forman en el país de las aguas llovedizas,
crían infinitas sanguijuelas, las cuales se introducen muchas veces en
la boca de las caballerías y las desangran: en tales casos parece que
con sólo llevar el animal, acometido mal su grado del régimen brusista,
al manantial termal y hacerle beber del agua, los bichos sanguinarios
sueltan la presa y dejan libre al paciente. En una nación donde hay
tanta sanguijuela, que como la de Horacio no se separa de su empleo,
_nisi plena cruoris_, no parece inútil la publicación de este sencillo
modo de hacerles soltar la presa. Sólo es de temer que no haya en todo
Alange agua bastante para empezar.

Este pueblo, de fundación árabe, posee además en lo alto de un cerro
eminente los restos de un castillo moro, y á sus pies corre el
Matuchel, riachuelo ó torrente notable por la abundancia de adelfas que
coronan sus márgenes.

Considerada la Extremadura históricamente ofrece al viajero multitud de
recuerdos importantes y patrióticos, y hace un papel muy principal en
nuestras conquistas del nuevo mundo; de ella salieron la mayor parte
de nuestros héroes conquistadores. Hernán Cortés reconoce por patria á
Medellín y Pizarro á Trujillo. Este último pueblo conserva un carácter
severo de antigüedad que llama la atención del viajero; los restos de
sus murallas, y multitud de edificios particulares repartidos por toda
la población, tienen un sello venerable de vejez para el artista que
sabe leer la historia de los pueblos y descifrar en sus monumentos el
carácter de cada época.

Pero considerada la Extremadura como país moderno en sus adelantos y en
sus costumbres, es acaso la provincia más atrasada de España, y de las
que más interés ofrecen al pasajero.

Si se exceptúa la Vera de Plasencia y algún otro punto, como
Villafranca, en que se cultiva bastante la viña y el olivo, la
agricultura es casi nula en Extremadura. La riqueza agrícola de la
provincia consiste en sus inmensos yermos, en sus praderas y encinares,
destinados á pastos de toda clase de ganados. Antes de la guerra de la
independencia y del decaimiento de la cabaña española, las dehesas eran
un manantial de riqueza para el país, y sobre esa base se han acumulado
fortunas colosales. Aún en el día, produciendo más la tierra de las
dehesas que la puesta á labor, fácilmente se concibe que la provincia
debe de ser sumamente despoblada; y reasumida la poca riqueza en unos
cuantos señores ó capitalistas, resulta una desigualdad inmensa en
la división de la propiedad. El sistema de las dehesas es sumamente
favorable además á la caza, de suerte que el pobre no halla más recurso
que ser guarda de una posesión, cuando tiene favor para ello, ó darse á
aquel ejercicio. Así es que hay pueblos enteros que se mantienen como
las sociedades primitivas, y que están á dos dedos del estado de la
naturaleza: ejercen su profesión así en los terrenos de los _propios_
como en los de pertenencia particular: en ninguna provincia puede estar
más desconocido el derecho de propiedad.

El hombre del pueblo de Extremadura es indolente, perezoso, hijo de
su clima, y en extremo sobrio. Pero franco y veraz, á la par que
obsequioso y desinteresado. Se ocupa poco de intereses políticos, y
encerrado en su vida oscura, no se presta á las turbulencias. Animada
en el día la provincia del mejor espíritu por la buena causa, si no
hará gran peso en la balanza liberal, tampoco ofrecerá un foco ni un
asilo á los traidores.

La industria no existe más adelantada que la agricultura: alguna
fábrica de cordelería, de cinta, de paño burdo, de bayeta, de sombreros
y de curtidos (sobre todo en Zafra) para el consumo del país, son
las únicas excepciones á la regla general: por lo demás tampoco sus
habitantes echan mucho de menos sus productos; las casas, míseramente
alhajadas, no admiten superfluidad ninguna: si se exceptúan las pocas
habitaciones de algunas personas de dinero y gusto, que en los pueblos
principales hacen venir de fuera á gran costa cuanto necesitan, se
puede asegurar que la vivienda de un extremeño es una verdadera posada,
donde el cristiano no puede menos de tener presente que hace en esta
vida una simple peregrinación, y no una estancia.

Una vez conocido el estado de la agricultura y de la industria, fácil
es deducir de cuán poca importancia será el comercio. Encerrada entre
Castilla la Nueva, Portugal y Andalucía, sin ríos navegables, sin
canales, sin más caminos que los indispensables para no ser una isla en
medio de España, sin carruajes, ni medios de conducción, ¿quién podría
traer á una provincia despoblada, y acostumbrada á carecer de todo, sus
productos, en cambio de los cuales sólo puede ofrecer á la exportación
alguna lana (porque es sabido que los más de los ganados que gozan
sus pastos no son extremeños), algún aceite que envía al Alentejo,
algún cáñamo, miel, cera, piaras de cerdos y embuchados hechos de
este precioso animal? El comercio de importación es casi nulo; y la
exportación se podría reducir á la que se hace de ganados en la feria
famosa de Trujillo, y á la que practican sus célebres choriceros en los
mercados de Madrid. En el mismo Badajoz está muy expuesto el viajero
á no encontrar nada de lo que necesite; si desgraciadamente no lleva
consigo cuanto puede hacerle falta, ni encontrará un sombrero de buena
calidad, ni calzado bien hecho, ni un sastre regular, ni unos guantes,
en fin, cosidos en la capital. Algunas producciones excelentes de
su suelo, como son las frutas, entre las cuales se distinguen las
naranjas, el melón y la sandía, sólo pueden servir al consumo del país.

La carrera de Madrid á Badajoz, principal camino de Extremadura, es una
de las más descuidadas é inseguras de España. En primer lugar no hay
carruajes; una endeble empresa sostiene la comunicación por medio de
galeras mensajerías aceleradas, que andan sesenta leguas en cinco días;
es decir, que para llegar más pronto el mejor medio es apearse. Por
otra parte son tales, que galeras por galeras, se les pudieran preferir
las de los forzados; sólo de quince en quince días sale una especie de
_coche-góndola_ con honores de diligencia. Servida además esta empresa
por criados medianamente selváticos é insolentes, no ofrece al pasajero
los mayores atractivos; añádase á esto que por economía, ó por otras
causas difíciles de penetrar, durante todo el viaje paran sus carruajes
en la posada peor de todo pueblo donde hay más de una.

En segundo lugar esas posadas, fieles á nuestras antiguas tradiciones,
son por el estilo de la que nos pinta Moratín en una de sus comedias;
todas las de la carrera rivalizan en miseria y desagrado, excepto la de
Navalcarnero, que es peor y campea sola sin émulos ni rivales por su
rara originalidad y su desmantelamiento; entiéndase que hablo sólo de
la que pertenece á la empresa de las mensajerías; habrá otras mejores
tal vez; no es difícil.

En tercer lugar suele haber ladrones, y entre otras curiosidades que se
van viendo por el camino (como por ejemplo el árbol en que fué ahorcado
por su misma tropa el general San Juan en una época de exaltación),
mal pudiera olvidar los dos amenos sitios que se descubren antes de
llegar á Mérida, comúnmente llamados los _confesonarios_; el _grande_
y el _chico_; nombre verdaderamente original; él solo es la mejor
pincelada con que el escritor de costumbres puede pintar á un pueblo;
nombre lleno de poesía y de misterio: nombre que vale él solo más que
una novela; nombre impregnado de un orientalismo singular, y á la vez
terrible, sublime é irónico, dado por un pueblo religioso á un asilo de
bandidos. Los confesonarios son dos hondonadas inmediatas, dos pequeños
valles dominados por todas partes y protegidos de la espesura, donde
los frígidos _confiesan_ á los pasajeros, donde los _pecados_ son el
dinero y la vida, y donde un _puñal_ hace á la vez de absolución y de
penitencia. Niéguese á nuestro pueblo la imaginación. Otros países
producen poetas. En España el pueblo es poeta.

Sobre la orilla izquierda del Guadiana, al oeste y á una legua de la
frontera de Portugal, se encuentra á Badajoz, antigua capital de la
Extremadura, y residencia de sus reyezuelos moros. Esta plaza fuerte,
cuyas fortificaciones ofrecen una rara mezcla de diversos sistemas
de fortificación, ofrece al forastero en su mayor eminencia restos
venerables de sus dominadores árabes: murallas, calles, casas, y hasta
torres enteras, revelan otros tiempos y otras costumbres al viajero. Á
la parte del río se ve el palacio llamado de Godoy.

Por lo demás Badajoz nada ofrece de curioso: ni una iglesia digna
de ser vista, ni un cuadro en ellas de mediano pincel, ni una mala
biblioteca, ni un colegio, ni un teatro, ni un paseo. No se puede
llamar paseo á los árboles nacientes del campo de San Francisco,
debidos al zelo del general Anleo, ni al campo de San Juan, pequeña
plazuela en medio de la ciudad adornada de algunos árboles y bancos:
ni teatro una especie de sala donde algunos aficionados, ó tal
cual compañía ambulante, dan de cuando en cuando sus originales
representaciones. La alameda de _Palmas_ está abandonada por mal sana
desde el cólera. El billar, el ejercicio de los urbanos en el campo de
San Roque, la retreta y dos ó tres cafés, son las distracciones de la
población. Hay una fonda llamada, si mal no me acuerdo, de _las cuatro
naciones. Menos naciones y mejor servicio_, puede uno decir al salir de
ella.

La amabilidad sin embargo y el trato fino de las personas y familias
principales de Badajoz compensan con usura las desventajas del pueblo,
y si bien carece de atractivos para detener mucho tiempo en su seno al
viajero, al mismo tiempo le es difícil á éste separarse de él sin un
profundo sentimiento de gratitud por poco que haya conocido personas de
Badajoz, y que haya tenido ocasión de recibir sus obsequios y de ser
objeto de sus atenciones.

La costumbre que en todos los pueblos se conserva de blanquear casi
diariamente las fachadas de las casas, les da un aspecto de novedad
y de limpieza singulares: no hay edificio que parezca viejo; en una
palabra, en Extremadura la casa es ser animado que se lava la cara
todos los días.

Para pasar á Portugal se sale de Badajoz por la puerta de Palmas, y se
pasa el Guadiana sobre un magnífico puente. No llamándome la atención
nada en Extremadura, me decidí por fin á partir.

Era el 27 de mayo: el sol empezaba á dorar la campiña y las altas
fortificaciones de Badajoz: al salir saludé el pabellón español, que en
celebridad del día ondeaba en la torre de Palmas. Media hora después
volví la cabeza: el pabellón ondeaba todavía: el Caya, arroyo que
divide la España del Portugal, corría mansamente á mis pies: tendí por
la última vez la vista sobre la Extremadura española: mil recuerdos
personales me asaltaron: una sonrisa de indignación y de desprecio
quiso desplegar mis labios, pero sentí oprimirse mi corazón, y una
lágrima se asomó á mis ojos.

Un minuto después la patria quedaba atrás, y arrebatado con la
velocidad del viento, como si hubiera temido que un resto de
antiguo afecto mal pagado le detuviera, ó le hiciera vacilar en su
determinación, expatriado corría los campos de Portugal. Entonces el
escritor de costumbres no observaba: el hombre era sólo el que sentía.



                                 CUASI
                          PESADILLA POLÍTICA


Hay hombres que dan su nombre á su siglo, hombres privilegiados que,
calculada la fuerza de cuanto los rodea, y la suya propia, saben hacer
á la primera tributaria de la segunda; que se constituyen manivelas de
la gran máquina en que los demás no saben ser más que ruedas. Dan el
impulso, y su siglo obedece. Hombres fascinadores, como la serpiente,
que hacen entrar cuanto miran en la periferia de su atmósfera; hombres
reverberos, cuya luz se proyecta toda al exterior sobre los demás
objetos y les da vida y color. Son los grandes mojones que el Criador
coloca á trechos en la creación para recordarle su origen: por ellos se
ha dicho sin duda que Dios ha hecho el hombre á su semejanza.

¡¡¡Sesóstris, Alejandro, Augusto, Atila, Mahoma, Tamurbec, León X,
Luis XIV, Napoleón!!! ¡Dioses en la tierra! Sus épocas participaron
de su energía y de su grandeza: en derredor suyo y á su ejemplo
se produjeron, á modo de emanaciones de ellos, multitud de hombres
notables, que recorrieron como satélites su misma carrera. Después de
ellos nada. Después del coloso los enanos.

Actualmente empezamos á dejar atrás una época que tendrá nombre; el
último hombre reverbero ha desaparecido. Después del hombre grande,
todo hombre es chico. Uno solo falta, y se necesitan cien mil para
llenar su vacío. ¡Y aún!!! Espirado el reino del hombre entran los
hombres. Agotados los hechos nacen las palabras.

¡Si habrá épocas de palabras, como las hay de hombres y de hechos! ¡Si
estaremos en la época de las palabras!

Acababa de hacer estas reflexiones, cuando sentí sobre mí algo, más
fuerte que yo; oí sin ver, y mudé de sitio sin andar.

--Ven conmigo, dame la mano. ¿Ves esa mancha enorme que se extiende
sobre la tierra, y crece y se desparrama como la gota de aceite que
ha caído en el papel de estraza? Es la segunda Babel. Estás sobre
París. Mira los mortales de todos los países. Cada cual se apresura
á traer aquí una piedra para contribuir al loco edificio. ¿No oyes
ya la confusión de las lenguas? El Inglés, el Alemán, el español, el
Italiano, el... ¡Babel la nueva! Empiezan á no entenderse. Ya en una
ocasión se han tirado unos á otros á la cabeza los materiales de la
grande obra; el suelo ha salido de madre como un río de su álveo; las
casas se han desmoronado... era el amago de la confusión, de la no
inteligencia. ¡Una cadena nos pesa! dijeron: y en vez de añadir: ¡Fuera
cadena! clamaron: ¡Otra que no pese! _Risum teneatis?_ El lobo los
comía, y en lugar de comerse ellos al lobo, se comieron unos á otros.
Raro modo de entenderse. Corrió la sangre, y hoy están como estaban.

Sube á lo más alto, y oirás el ruido inmenso, el ruido del siglo y de
sus palabras, y oirás sobre todas ellas la gran palabra, la palabra del
siglo.

--Lo que veo es los hombres muy pequeños; pero la distancia sin duda...

--¡Ba! de aquí no se ve más que la verdad. ¿Los ves pequeños? Ahora
es únicamente cuando los ves como ellos son. De cerca la ilusión
óptica (ésta es la verdadera física) te los hace parecer mayores.
Pero advierte que esas figuras que semejan hombres, y que ves bullir,
empujarse, oprimirse, retorcerse, cruzarse y sobreponerse, formando
grupos de vida como los gusanos producidos por un queso de Roquefort,
no son hombres tales, sino palabras. ¿No oyes el ruido que se exhala de
ellos?

--¡Ah!

--Palabras del derecho, palabras del revés, palabras simples, palabras
dobles, palabras contrahechas, palabras mudas, palabras elocuentes,
palabras-monstruos. Es el mundo. Donde veas un hombre, acostúmbrate á
no ver más que una palabra. No hay otra cosa. No precisamente á palabra
por barba; tampoco. Despacio. Á veces en uno verás muchas palabras,
tantas, que aquél solo te parecerá cien hombres; en cambio otras veces,
y será lo más común, donde creas ver cien mil hombres, no habrá más que
una palabra.

Mira las palabras de dos caras, palabras-bifrontes, Janos: son las
palabras de honor, llamadas así por apodo; según te necesiten las
verás del bueno ó del mal frente. Á su lado las _palabras-promesas_,
_palabras-manifiestos_, regularmente coronadas, siempre escuchadas
y creídas, pero tan ambiláteras como las otras; _palabras-callos_,
endurecidas, incorregibles, que han de arrancarse de raíz si han de
dejar de doler.

¿Ves esa multitud de figurillas que se agitan, se muerden, se baten,
se matan?... Todo eso es la palabra _Honor_. ¿Ves ese sinnúmero,
muchedumbre armada, toda erizada y hostil? Lo llamáis ejército, y no es
más que _ambición_; _palabra-monstruo_, _palabra-puerco-espín_, llena
de púas: _palabra-percebe_, toda patas y manos. Mira qué de furiosos;
teas encendidas, sangre, saqueo, confusión: todo ese ruido son nueve
letras: _fanatismo_, _palabra-loco de atar_; sin embargo, nadie la ata.

¡Ah! Aquí viene la _palabra-arlequín_, la _palabra-camaleón_. ¡Qué de
faces, qué soltura! todos corren tras ella: inútilmente. Mira cómo
la quiere coger la _palabra-pueblo_, gran palabra. La primera tiene
ocho letras, _libertad_. Siempre que el _pueblo_ va á cogerla, se mete
entre las dos la _palabra promesa_, la _palabra manifiesto_; pero la
_palabra-pueblo_ es de las que llamé palabras-contrahechas; ciega,
sordomuda, se deja guiar é interpretar, sin hacer más que dar de cuando
en cuando palo de ciego; como no ve, da ciento en la herradura, y
ninguna en el clavo: por lo regular se da á sí misma.

Pero todo ese vano ruido se apaga y se confunde. ¡Sitio, sitio! ¡Plaza,
plaza! La gran palabra, la nuestra, la de nuestra época, que lo coge y
lo atruena todo. En ella se cifra nuestro siglo de medias tintas, de
medianías, de cosas á medio hacer: de todas las palabras que reinan
en figura de hombres y cosas por allá bajo, ésta es en el día la que
reina sobre todas, CUASI. Ése es todo el siglo XIX. Obsérvala: á cada
una de sus facciones le falta algo; no es más que un perfil: ni está
de pie, ni sentada. Vestida de blanco y negro, día y noche. Más breve:
_palabra-cuasi_, _cuasi-palabra_.

Empecemos por aquí. Mira al suelo perpendicularmente. Á tus pies está
la Francia. Un pueblo _cuasi-libre_ la ocupa. En otro siglo hubiera
hecho una revolución entera: en éste, y en su año 30, no ha podido
hacer más que una _cuasi_ revolución; en el trono un _cuasi_ rey, que
representa una _cuasi_ legitimidad. Una cámara _cuasi_ nacional, que
sufre en el país de nuevo una _cuasi_ censura, _cuasi_ abolida, por la
_cuasi_-revolución; un rey _cuasi_ asesinado: una gran nación _cuasi_
descontenta, y otra conmoción política _cuasi_ próxima.

¿Qué ves en Bélgica? Un estado _cuasi_ naciente y _cuasi_ dependiente
de sus vecinos, mandado por otro _cuasi_ rey.

Mira la Italia. Tantos estados _cuasi_, como ciudades: _cuasi_ presa
del Austria. La antigua Venecia _cuasi_ olvidada. Un supremo pontífice,
en el día _cuasi_ pobre, y del cual _cuasi_ nadie hace caso.

Vuélvete al norte. Pueblos _cuasi_ bárbaros, regidos por un emperador
_cuasi_ déspota en un país _cuasi_ despoblado y desierto. En
Alemania los pueblos _cuasi_ más civilizados con un gobierno _cuasi_
absoluto, _cuasi_ temperado por sus dietas, instituciones _cuasi_
representativas. En Holanda, nación _cuasi_ toda mercantil y navegante,
un rey _cuasi_ rabioso, y cuyo poder _cuasi_ se desmorona.

En Constantinopla mismo, un imperio _cuasi_ agonizante, una
civilización _cuasi_ naciente, y un sultán _cuasi_ ilustrado, con
costumbres _cuasi_ europeas.

En Inglaterra, una industria y un comercio, monopolio _cuasi_ del
mundo; un orgullo nacional _cuasi_ insufrible; y otro _cuasi_ rey que
no decide _cuasi_ nada, una mayoría _cuasi_ whig. Un gobierno _cuasi_
oligárquico, que tiene la audacia de llamarse liberal.

En Portugal, una _cuasi_ nación, con una lengua _cuasi_ castellana, y
recuerdos de una grandeza _cuasi_ borrada. Un _cuasi_ ejército, y una
_cuasi_ protección á España, de _cuasi_ seis mil hombres, _cuasi_ todos
portugueses.

En España, primera de las dos naciones de la Península (es decir, de la
_cuasi-ínsula_), unas _cuasi_ instituciones reconocidas por _cuasi_
toda la nación: una _cuasi-Vendée_ en las provincias con un jefe
_cuasi_ imbécil: conmociones aquí y allí _cuasi_ parciales: un odio
_cuasi_ general á unos _cuasi_ hombres, que _cuasi_ sólo existen ya en
España. _Cuasi_ siempre regida por un gobierno de _cuasi_ medidas. Una
esperanza _cuasi_ segura de ser _cuasi_ libres algún día. Por desgracia
muchos hombres _cuasi_ ineptos. Una _cuasi_ ilustración repartida
por todas partes. Una _cuasi_ intervención, resultado de un _cuasi_
tratado, _cuasi_ olvidado, con naciones _cuasi_ aliadas. El _cuasi_ en
fin en las cosas más pequeñas. Canales no acabados: teatro empezado:
palacio sin concluir: museo incompleto: hospital fragmento; todo á
medio hacer... hasta en los edificios el _cuasi_.

Por último, tiende la vista por doquiera: una lucha _cuasi_ eterna en
Europa de dos principios: reyes y pueblos, y el _cuasi_ triunfante
de ella y resolviéndola con su justo medio de tener _cuasi_ reyes y
_cuasi_ pueblos. Época de transición, y gobiernos de transición y de
transacción: representaciones _cuasi_ nacionales, déspotas _cuasi_
populares: por todas partes un justo medio, que no es otra cosa que un
gran _cuasi_ mal disfrazado.

--¡Oh!, dejadme respirar, por Dios; estoy _cuasi_ mareado.

--Plutarco ha dicho que los pueblos serían felices _cum reges
philosopharentur, aut cum philosophi regnarent_. Respetando la opinión
de Plutarco, yo me atrevería á decir que los pueblos no serán nunca
felices, ni más ni menos que los individuos que los componen. Pero
pudieran al menos ser hombres y ser pueblos si no fueran en el día
_cuasi-nada_. Luchando entre principios contrarios, sufren el tormento
del que descuartizan cuatro caballos que corren en direcciones opuestas.

Concluido este _cuasi_ sermón, cesé de oir: y á poco cesé de ver:
dejado de la mano del ser fantástico que me sostenía sobre Babel
la nueva, volví á caer en París, donde me encontré rodando entre la
confusión de palabras vestidas de frac y de sombrero, que á pie y en
coche corren las calles de la gran capital. Volví á ver los hombres de
nuevo, grandes como no son; y abrí los ojos buscando mi cicerone.

No vi nada, sino el gran _cuasi_ por todas partes.



                           FÍGARO DE VUELTA
                CARTA Á UN SU AMIGO RESIDENTE EN PARÍS


            Puesto que ni comisión ni objeto mercantil me llamasen á
            los países extranjeros, quise visitarlos sólo por gusto, ó
            comodidad, á expensas propias y campando por mi respeto.

                          CURIOSO PARLANTE. Panorama matritense.
                                  _La vuelta de París._

      Madrid, 3 de enero de 1836.

Se vuelve á España desde París, querido amigo: es cosa probada, y, lo
que es más, es cosa buena. Ni soy yo solo quien ha llevado á cabo tan
ardua empresa. Loco estoy del gozo y del contento. Digan lo que quieran
acerca de la superioridad de estos países, la patria es para un español
más necesaria que una iglesia; ya sabes que á la vuelta de cada esquina
se encuentran todavía una ó dos en nuestro país, pues se tropiezan por
las calles aún más gentes que han vuelto de París. Por lo que hace á
mí, no me queda la menor duda de que estoy de vuelta. Después de darme
por ello el parabién, es mi primer cuidado el escribirte.

¿No lo podías creer? ¿Eh? ¿Á qué has de volver, decías? ¿Por qué? ¿Para
qué? ¿Cómo? ¿Por dónde? ¿En qué? Despacio con tantas preguntas.

¿Á qué he de volver? Á mis antiguas mañas, amigo mío. Te confieso que
no lo puedo remediar. ¡Diez meses sin murmurar! ¿Fígaro diez meses sin
curiosear los enredos de su barrio, sin hacer la oposición á nadie,
sin criticar á cómico viviente, sin probar un buen garbanzo, sin tomar
una mediana jícara de legítimo chocolate, ni ver el sol de Castilla?
¿Fígaro diez meses sin divisar una mantilla madrileña, ni una palidez
valenciana, ni un solo pie andaluz? ¿Un año casi sin pararse en la
Puerta del Sol, ni en otra puerta alguna, embozado en la _nube_[4],
sin ir al café del Príncipe, sin asistir á una sesión del Estamento;
diez meses en fin, sin ver una real orden, ni columbrar un prócer? Eso
es morirse, amigo, la vida que ustedes hacen. ¿Qué á mí tanta ciencia
y tanta industria, tanto progreso, tanto teatro, y tanto camino de
hierro? Hombres hay aquí que tienen ciencia, y la mayor por cierto,
la ciencia del vivir, y la de hablar después de vivir; hombres que
no pudieron llegar á saber en todo un París ganar un real, y que han
hallado en Madrid á un dos por tres con que pasar una real vida. Y
no te figures, no sirviendo y adulando á los demás, sino mandándolos
y haciéndose de ellos adular y servir. ¿Qué más ciencia, ni qué más
industria? Si es por progreso, amigo, esto va que vuela. Si por teatro,
¿dónde más cosas que parezcan lo que realmente no son? ¿Dónde hay nada
más parecido á un gobierno representativo que el que rige felizmente á
España en nuestros días?

¿Dónde hay telón que se parezca á un árbol, ni cómico que más se
asemeje á un príncipe, más que lo que se parece un estatuto á una
constitución? Pues, Dios mediante, han de parecerse aún más. En punto
á camino de hierro, ¿de qué otra materia parece hecho el durísimo por
donde, á más no poder, venimos caminando desde que salimos ha dos años
de la Granja, que todo ese tiempo hemos necesitado para volver otra vez
á doña María de Alagón[5]?

¿_Por qué_ me había de volver? Por la misma razón, amigo mío, que de
aquí me fuí, y por la misma idéntica que me forzó toda mi vida á mudar
de continuo casa y domicilio; por la misma que me vió pasar en otros
tiempos del _Hablador_ á _la Revista_, de _la Revista_ al _Observador_,
de los periódicos á la escena, de las comedias á las novelas; por esta
venturosa organización que para variar me dió naturaleza, y que en el
número 94 de _la Revista_ me hacía escribir:

«La necesidad de viajar y de variar de objetos... logró hacer de
mí el ser más veleidoso que ha nacido... Esto me hace disfrutar de
inmensas ventajas, porque sólo se puede soportar á las gentes los
quince primeros días que se las conoce... Si alguna cosa hay que no me
canse es el vivir, y si he de decir la verdad, consiste esto en que á
fuerza de meditar, he venido á conocer que sólo viviendo podré seguir
variando... Nadie, pues, más feliz que yo; porque en cuanto á las
habladurías y murmuraciones del mundo perecedero, así me cuido de ellas
como de ir á la Meca».

_¿Para qué?_ Para escribir, ahora que la libertad de imprenta anda ya
en España en proyecto. ¡Y qué proyecto! Tal y tan bueno, que acerca
de él sólo he de escribirte una gran carta, por no caber en ésta los
muchos y francos encomios con que le pienso glosar y comentar. ¡Yo, que
de Calomarde acá rabio por escribir con libertad, no había de haber
vuelto aunque no hubiera sido sino para echar del cuerpo lo mucho que
en estos años se me queda en él, sin contar con lo mucho con que se
quedaron los censores, que rejalgar se les vuelva! Viniera yo cien
veces, aunque no fuera sino para hablar, y volverme.

¿_Cómo_, me decías, _por dónde, en qué_? Á tales preguntas contestará
sobradamente la relación de mi viaje, si estuviera más despacio. No
niego que el _por dónde_ me apuraba. El camino de Vizcaya no está para
todo el mundo, sobre todo desde que anda por él _un faccioso más_;
que aunque no es más que uno, como ha dicho muy bien alguien, debe de
ser sin duda tan grande que lo ocupa todo. Bueno era no hace mucho
en defecto de eso el de Cataluña; pero de poco tiempo á esta parte
hay también en él algunos facciosos más y algunas diligencias menos.
Bien me decían que el de Olerón era incómodo; pero ¿qué remedio?
Volver por Portugal, como había ido, ni era lo más derecho, ni menos
para mi carácter versátil; además de que hay países que no son para
vistos dos veces; y aunque alguien me incitaba á tomar con el vapor
del Mediterráneo la vía de Marsella, Argel, Cádiz y Sevilla, eso de
volver á España por Argel, más lo tuve yo por pulla y atrevida, que por
consejo razonable.

Víneme, pues, por Olerón, adonde no creí llegar por entre tantos
gendarmes como andan por la frontera, defendiendo el paso á los
carlistas para la facción. Como yo no tengo traza de príncipe, ni
me parezco á don Carlos, ni á don Sebastián, como no traía conmigo
ni armamento ni municiones, ni caballos, me costó mucho trabajo
introducirme en España.

Los Pirineos, esos montes que no existen desde la cuádruple alianza,
esas barreras que allanó para siempre entre Francia y España nuestro
ministerio del justo medio, se pasan sin embargo á caballo en un mulo,
ó por decir mejor, en compañía de un mulo, á lo cual llaman _diligencia
de Zaragoza á Olerón_, sin que yo haya podido dar con la verdadera
causa de esta denominación en dos largos días que con dicho mulo
viví, solo con él en aquellos vericuetos, considerándole yo á él, y
considerándome él á mí. Era tanto el hielo, y tan malo el paso, que no
sé decirte quién llevaba á quién.

Posteriormente he oído hablar mucho en el Estamento, y aun por todo
Madrid, de aduanas. Hombres eminentes hay que aseguran ser las tales
un gran recurso para el Estado, y todos por aquí están creídos, hasta
el gobierno, de que tenemos una en la frontera: se dice que está en
Canfrang. Así debe de ser. Lo cierto es que cuando yo pasé, la tal
aduana habría salido á dar una vuelta con el cura y el cirujano del
pueblo, porque nunca la vi, ni ella vió jamás mis baúles. Lo que sí vi
fué varios carabineros, con quienes contraje relaciones de dinero; pero
de peseta en peseta me vi á lo mejor en Madrid, en donde ya no sirve
para no ser registrado dar una peseta, sino que es preciso dar dos
por ser la capital, y á casa luego con el contrabando. Yo no lo traía
casualmente, que lo sentí; pero te juro que el ramo está perfectamente
organizado para el que lo quiera traer. Esto te lo digo por si te
vienes. Tráete medio París en la maleta, y no vayas á creer al pie de
la letra, como yo, que todo está reformado, y que andan todos derechos,
aunque lo veas impreso, porque oficio es nuestro imprimir, y no ignoras
que los periodistas el día que no imprimimos no comemos. De todos
modos, hagas uso ó no del aviso, bueno es que esto quede entre los dos.

Te acordarás que en principios de agosto remití á _la Revista_ un
artículo en que, presumiendo á fuer de Fígaro lo que iba á suceder,
encomendaba á nuestro buen gobierno de entonces que se recogiesen con
tiempo las riquezas artísticas encerradas en los conventos: imprimióse
en efecto, aunque mal parado por algún benigno censor. No habrás
olvidado que á pocos días, por una rara coincidencia sin duda, pareció
una real orden en _la Gaceta_ dando providencia en el particular.
Parece que se nombraron efectivamente comisionados por aquí y por
allí, con sus dietas correspondientes, para la colección y resguardo
de aquellos objetos: la cosa se ha llevado tan á punta de lanza, y con
tal zelo, que yo mismo vi y toqué no muy lejos de Madrid objetos de
ésos, que paran en casa de quien los ha querido tomar. Códices viejos
por ejemplo, manuscritos, ediciones raras de obras antiguas y otras
bagatelas. ¿Para qué quiere el gobierno esas tonterías?, ¡librotes de
frailes!, _¡chucherías de las madres!_

La quinta se ha realizado con entusiasmo indecible; y pues viene á
cuento, te he de contar otra cosa que debe influir mucho en el buen
espíritu de los pueblos, y en especial de la tropa. En cierto pueblo,
no lejos de esta corte, me hallaba yo casualmente no ha muchos días
cuando acertaron á pasar los quintos que venían de Extremadura. ¡Qué
bien se trata á la tropa! ¡Qué bien á esos dignos labradores que dejan
su arado para defender nuestros empleos con su sangre! ¡Á no estar ya
en una época en que se reconoce la dignidad del hombre! ¡Yo mismo vi
también á un oficial asentar su mano fuertemente sobre la mejilla de un
quinto, y yo vi á un cabo medir á otro con su vara, insignia por cierto
militar! Y esto á la faz del pueblo, y en medio de la plaza pública, y
en día de sol claro. Con todo, si ese hombre se insolenta irá al cepo;
si deserta al palo, y si pasa á la facción le llamaremos _caribe_. Ya
ves que se van corrigiendo los abusos.

Hace pocos días que se concedió el título de ilustrísimos señores á no
sé qué individuos de no se qué corporación, consejo ó tribunal: esto es
indiferente; lo que importa es el dictadillo. Estas distinciones hacen
gran falta en España; señorías, excelencias, etc., etc.; esto siempre
es bueno, porque establece diferencias entre los hombres, que es á lo
que vamos. Bien se te alcanza que difícilmente puede tener mérito un
hombre, mientras todo advenedizo le puede llamar de _usted_. Esto está
en el espíritu de la regeneración que estamos llevando á cabo.

Todavía hay Estamento de próceres: y tienen sus sesiones corrientes:
te lo digo porque me acuerdo de que cuando yo estaba en París había
llegado á olvidarlo.

En el de procuradores ya se ha contestado al discurso de la corona; se
asegura que para dentro de un par de meses ya podrán reunirse las otras
Cortes, quién dice _revisoras_, quién _constituyentes_. Lo primero es
lo más general, lo segundo es lo más cierto; pero si en mes y medio
sólo se ha votado uno de los proyectos, ¿cuántos más se habrán votado
en marzo? Es verdad que se habla mucho. Ya tiene el gobierno ganado el
voto de confianza por unanimidad, como quien dice, porque sólo el señor
Pardiñas votó en contra. Por fin habló el señor conde de Toreno por
primera vez después de su advenimiento á la oposición: habló como si
no hubiera sido ministro. El señor Martínez de la Rosa dijo mil cosas
sobre la alquimia, y otras bagatelas. Éste habló como si fuera ministro
todavía. Y no te digo más porque no lo son ya ni uno ni otro.

Por lo que hace al gobierno, te sabré decir que hasta ahora caminamos
de milagro en milagro. En el ministerio se cuentan tres personas
distintas, pero que en realidad no componen más que un solo ministro
verdadero: dicen sus enemigos que no le falta más que hablar; de todas
suertes, no se le puede negar á este ministerio que _promete_. ¡Así
cumpla! Eso es lo que veremos. Tal cual ha empezado, confieso que si
en mi organización cupiera ser alguna vez ministerial, se me había
presentado una bonita ocasión; pero ya sabes que nunca pretendí ni
obtuve nada de gobierno alguno, sistema en que pienso vivir por muchos
años. Todo lo más á lo que podía extenderse mi ministerialismo siempre
que por alguna casualidad diéramos con un buen ministerio, sería alabar
lo bueno que hiciera con la misma independencia con que siempre gusté
de criticar lo malo.

Á propósito, no quisiera que se me olvidase. ¿Querrás creer que á mi
llegada á esta corte me encontré con personas que suponían que mi
viaje había sido costeado por el gobierno? Todavía me estoy riendo de
la idea. ¿Tú no lo sabías? Ni yo tampoco. Pero en este Madrid todo se
sabe. Por otra parte, cuando uno va á París, es claro que no puede
ser sino con algún empleo, ó con fondos del gobierno. ¿Qué fondos
particulares bastarían para llegar á París? Ni yo tengo cara tampoco
para ir á París por mi gusto. Esto es claro como la luz del día. ¡Qué
penetración! ¡Dios los bendiga!

Mas ya echo de ver que esto es un tanto largo para carta, y un si es
no es corto para folleto; á no contarte cosas que parecieran mejor
secretas, había de hacer de ello un artículo de periódico, porque
es bueno que sepas que llevado de mi comezón de escribir y de mi
versatilidad, no bien hube llegado á Madrid cuando me eché á buscar un
papel público en donde fabricar mi nido para lo que falta de invierno.
Queríale grande empero, y donde cupiese yo todo, quo no cabía el año
pasado en Madrid; largo, ancho, desahogado, como lo había imaginado mil
veces para tanto como tengo aún que decir. Empezábame ya á desesperar,
cuando he aquí que de pronto surge de la calle de las Rejas _el
español_, tamaño como por el adjunto verás. Yo, que á imitación del
borracho del cuento, aguardaba que pasase mi cusa para meterme en
ella: «_Éste es_», esclamé en cuanto le vi:

      «Extenderse, crecer, tocar al cielo»,

y metíme de rondón en él, donde quedo, para servirte, imaginando á toda
prisa artículos de teatro, literatura y costumbres, maligno un tanto
y siempre independiente; mas sin nunca entrometerme en lo de vidas
privadas, censurando las cosas, no á los hombres, procurando hermanar
con mi poca ó mucha hiel el respeto que en sociedad nos debemos los
unos á los otros, amigo de mis amigos, y por demás agradecido al
público que sufre mis habladurías. He aquí mi profesión de fe.--Tuyo
siempre.--_Fígaro._

_P. D._ Á la salida del correo queda hablando en el Estamento de
señores procuradores desde ayer el señor Perpiñá; el correo siguiente
te diré el fin de la sesión, si ha acabado.


                              NOTAS:

[4] En gitano la capa.

[5] Hoy local del Estamento de Próceres: en tiempo de la constitución
de las Cortes.



                             BUENAS NOCHES

          SEGUNDA CARTA DE FÍGARO Á SU CORRESPONSAL EN PARÍS
ACERCA DE LA DISOLUCIÓN DE LAS CORTES, Y DE OTRAS VARIAS COSAS DEL DÍA

                                     Buona sera, don Basilio,
                                     Presto andate a riposar.

                                        _Il Barbiere di Siviglia._

    Madrid, 30 de enero de 1836.


Con fecha del 3 te escribí mi primera carta, querido amigo, dándote
aviso de mi llegada á esta corte, y ando no poco inquieto con la
suerte de la tal carta (á que no he recibido contestación), porque á
la mañana siguiente del día en que te la escribí, y cuando yo presumía
que podría estar ya por lo menos en Ariza, ¿dónde dirás que me la
encontré? La encontré ni más ni menos en _el español_, mal que bien
encajonada, entre las _sesiones_ y los _cambios_, que entonces ambas
cosas existían todavía; no había hecho más camino que de la calle
del Caballero de Gracia á la de las Rejas. Como andan las cosas tan
trocadas, imaginé desde luego que habría participado ya mi naturaleza
de esta atmósfera que respiramos, y que habría enviado al _español_ mi
carta en vez del primer artículo de teatros, que debía darle, y echado
el original, destinado á la imprenta, en el buzón del correo, en vez de
nuestra correspondencia. Poníame sólo en confusión el haber notado que
la carta impresa no era precisamente la misma que yo te había escrito,
pues que en ella faltaban varios párrafos. Esto me hizo sentir tanto
más la equivocación, porque si no puede serme agradable que intercepten
nuestra correspondencia, más duro ha de parecerme que la mutilen, dado
que yo no escribo al censor, sino á ti. Soy además un tanto tímido, y
escribiéndote en confianza como te escribo, ni me cuido de pulir el
estilo lo bastante, ni menos de paliar las verdades en un punto: dígote
por tanto cosas que es vergüenza, ¡por vida mía!, que anden impresas, y
más vergüenza aún que sean ciertas.

Comoquiera que sea, aprovecho para hacer llegar ésta á tus manos por
otro conducto, que me parece más seguro, si en la publicidad está la
seguridad. Quiero más bien escribir una carta que un artículo; y he de
dar las razones. Cuando escribes una carta á una persona determinada,
puedes estar seguro de tener un lector: si es cierto lo que dicen los
franceses, que en todas las cosas _c'est le premier pas qui coûte_: no
es poca ventaja la de asegurarse de ese modo un principio de público;
y como el que escribe la carta es dueño de escribir á quien mejor le
parece, goza de otra ventaja no menor de escogerse el público á su
gusto. Sácase de aquí la forzosa consecuencia de que cuando uno escribe
una carta, sabe con quién habla, y esto no es humo de pajas tampoco en
estos tiempos que corren. Si reflexionas en fin que en el día cuantos
artículos podemos hacer han de reducirse á _artículos de fe ó de
esperanza_, no extrañarás que me decida por las cartas. Aquí para entre
los dos, quiero que me llamen partidario del Estatuto que nos rige, si
sé hacer artículos de fe; porque aunque siempre se ha dicho que vivimos
en país de ciegos (gran circunstancia para todo lo que es fe), dígote
francamente que yo veo el tuerto que ha de ser rey. _Hazlos pues_, me
dirás, _de esperanza, que de eso los hacen los demás_. Y yo también los
haría, amigo mío. ¡Así la tuviera!

Agrega á las razones dadas en favor de las cartas, que es ramo también
arreglado, que te da ganas de ponerte á escribirlas sólo porque te las
lleven á cualquier parte, y sobre todo desde la real orden de 8 de
enero, la cual está tan clara, que no parece sino que la han discutido
en Cortes, y dice así, por ver si tú la entiendes.


MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN DEL REINO.

_Real orden._

«Excmo. Sr.: Enterada S. M. la reina gobernadora del oficio de V. E. de
29 de diciembre último, ha tenido á bien resolver que mediante haber
cesado el riesgo que ofrecía la carretera de Aragón á Barcelona, y
no ser tampoco grande el que presenta la que va desde aquella ciudad
á Valencia, se despache la correspondencia pública de Barcelona por
ambas carreras, hasta que libre de todo peligro el camino de Aragón,
sea éste el solo conducto de comunicación entre Madrid y Barcelona;
siendo la voluntad de S. M. cuide V. E. de que se anuncie esta
disposición temporal en _la Gaceta_. Dios, etc. Madrid, 8 de enero de
1836.--Heros.--Excmo. Sr. director general de Correos».

Es decir que mediante á que ya no hay riesgo de Aragón á Barcelona,
se despache por ahí la correspondencia, hasta que no haya peligro.
Más claro, señor, que ya no hay riesgo; ya no hay más que peligro.
Luego llama _temporal_ á esta disposición, y efectivamente no es mal
chubasco; más que real orden parece granizada de palabras; á no ser que
la llame así por no llamarla espiritual, y por corresponder más bien
al cuerpo que al alma los asuntos de esta carretera. Concluye la real
orden con un _Dios_, etc., que no he podido dar en lo que significa,
aunque presumo que el que la puso acabó diciendo, _Dios me asista_, ó
_Dios me entiende_, ó _Dios sobre todo_, pues que su divina Majestad es
capaz de dar cumplimiento á tan extraordinaria resolución. Por donde se
ve que es más digno de lástima de lo que parece el señor director de
correos, pues no sólo ha de dirigir sus cartas á cada uno, sino que ha
de entender al ministerio; á no ser que sus excelencias se entiendan
por bajo de cuerda de otra manera más explícita, y guarden sólo para el
público ese lenguaje anfibológico.

Es lo peor que en 16 de enero, ocho días después, no estábamos más
adelantados en punto á estilo de reales órdenes, porque su majestad
por real decreto de dicho día promueve á don Francisco Javier Uriarte
y Borja á la dignidad de capitán general de la armada, «sin aumento
alguno de goce, á que generosamente renuncia Uriarte en atención á las
presentes circunstancias». Convengo en que las presentes circunstancias
no son para muchos goces; pero también es gran lástima que desde el
16 de enero no pueda gozar el señor de Uriarte sino precisamente lo
mismo que gozara hasta aquél día, y que haya de tener tan en el fiel la
balanza de sus penas y placeres. Es decir que si al día siguiente del
real decreto le hubieran dado al señor Uriarte una buena noticia, como
por ejemplo la disolución del Estamento, debería haberse mirado mucho
en gozar de aquella satisfacción que debería naturalmente caberle,
porque ése sería aumento de goce, supuesto que en su vida habrá tenido
otro igual antes del 16 de enero.

¿No sería bueno que para mejorar la suerte del señor Uriarte, y aun la
del director de Correos, se comenzasen á emplear en los ministerios
gentes que supiesen ya leer por lo menos y escribir?

Pero estarás impaciente por saber el objeto de esta segunda carta; te
habrá chocado el rótulo que en cabeza le he puesto, «_¡Buenas noches!_,
dirás, ¡cuando estoy yo esperando un nuevo día y el progreso y difusión
de las luces en cada noticia que de la patria recibo!» Quiérote sacar
de confusiones. Las _buenas noches_ que te doy no son para ti; no es
ahí, sino aquí, donde nos hemos quedado á oscuras. ¿Ves claras ahora
las _buenas noches_? ¿Tampoco? Manos pues á la obra, y escucha, que hay
que tomarlo de más arriba.

Hay entre nosotros unos pocos hombres que andan jugando á la gallina
ciega con nuestra felicidad, y que tienen el raro tino de hacer siempre
las cosas al revés. Estos tales habían leído ya el año 12 los escritos
del siglo pasado, y se habían hecho ellos solos liberales, que no había
más que pedir. Oyeron el grito de independencia nacional, y dijeron
para su sayo: «_¡Oiga!, la España se ha ilustrado_»; con lo cual no
tuvieron duda en que se podía dar una constitución, y diéronse una
especie de código, sagrado, respetable siempre como paladión que fué de
nuestra independencia y cuna de nuestra libertad, pero cuya bondad no
hubo de ser muy comprendida por los pueblos todos, realmente atrasados
para tanta mejora, pues que en cuanto se presentó el amo de casa hubo
día de sábado, y quedó el suelo limpio de innovaciones. Los hombres de
que te voy hablando dijeron: «Esto ha sido una traición, y otra vez
sucederá mejor». Esperaron, y el año 20 helos aquí que tornan á poner
la mesa y los mismos manjares sobre ella, porque el apetito, decían,
era el mismo. Pero van y vienen días; van y vienen franceses, viene y
se va la constitución, y vienen y se van nuestros hombres otra vez. Ya
en medio de los tres años entró en reflexión alguno de ellos, y dijo
para sí empezando á escarmentar: «Acaso no está la España bastante
ilustrada, y no tiene su estómago tanto apetito como yo le había
supuesto; no será malo sustituir las Cámaras á la Constitución». Pero
el tercero en discordia decidió la cuestión, y mientras que aquéllas
y éstas se andaban representando la comedia de _¿Quién ha de mandar
en casa?_, se adjudicó él á sí mismo la parte del león de la fábula.
Nuestros hombres pasaron diez años en el extranjero, y aquéllos de
quienes te voy hablando, en lugar de decir esta vez como dijeron la
primera: _Esto ha sido traición_, que entonces hubieran acertado,
dijeron: _Está visto, la España no está ilustrada_. La cosa es clara;
malograda la intentona dos veces, era preciso inferir una de dos cosas:
_ó los gobernantes ó los gobernados no sirven para el paso_. Alguien
que hubiese sido modesto hubiera dicho: _¿Si seremos unos torpes?_ Pero
nuestros hombres dijeron: _Ellos son unos sandios_. Y pusieron de nuevo
la masa: Pero esta vez, añadieron, no os hemos de ahitar, porque si el
año 12 no teníais apetito, si el año 23 dejasteis hundirse el banquete,
¿cómo podréis digerirlo el 34?» Rara consecuencia: yo hubiera sacado
precisamente la contraria; porque algo habíamos de haber adelantado del
año 12 al 20 y del 23 al 34. De suerte que ellos, que habían andado
demasiado cuando los demás estaban parados, comenzaron á pararse cuando
los demás empezamos á andar.

Figúrate, amigo mío, que eres sastre, y que le haces á un niño de siete
años un uniforme de consejero: ¡claro está que ha de venirle ancho!;
tú, sastre, entonces, dices: «Vea usted, ¡qué niño tan torpe!, le hago
un uniforme de consejero, tan hermoso y tan bordado, y al muy necio no
le viene».

Coges el uniforme, desprecias al niño y te vas. Á los siete ú ocho
años vuelves con el mismo uniforme, y el niño tiene quince. «¿Ancho
todavía?, exclamas; esto no se puede aguantar; si el uniforme está lo
mismo, ¿cómo no le viene? Está visto que este muchacho no sirve para
consejero, es un sandio». Vuélveste á tu taller, y escarmentado de las
pasadas experiencias hácesle una bonita envoltura, y vuelves con tu
lío debajo del brazo á los diez años, y entonces el muchacho tiene ya
veinte y cinco. «¡Qué diantres!, gritas asombrado, este muchacho es el
diablo, ¡tampoco le viene la envoltura! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, pues, señor,
es investible»; y coges y le dejas en cueros.

¡Vive Dios, señor sastre, qué consecuencia y qué tijera!!

He aquí, amigo mío, la historia de España desde el año 12 hasta el
34, más clara que la del padre Duchesne, traducida por el padre Isla.
Me parece que habrás entendido cuál es la envoltura, y excuso decirte
quién es el sastre. Ahora que nos podíamos empezar á vestir nos viene
con la envoltura, y porque no nos asienta dice que somos unos brutos.

Mal acomodada, en fin, esta vestimenta, que nos lía de pies y manos, y
sin siquiera andadores, reúnense los Estamentos del siglo XV arreglados
á las necesidades del siglo XIX, esto es, la envoltura con faldones
y corbata; y pasamos largos meses haciendo una comedia de capa y
espada, que no ha sido otra cosa todo el año 35, según lo mezclado de
la intriga, lo enredado del embrollo, los velos que se han corrido
y descorrido, las entradas y salidas, las mutaciones de escena, los
encuentros por las calles, las tapadas que han implorado nuestro favor,
y lo exquisito de los conceptos sin que puedan olvidarse las largas
relaciones de dama y galán, que sólo para lucirse los actores se han
estudiado y se han dicho.

Pero cansado el público de tan largos parlamentos, y de ver todavía tan
oscuro el desenlace, ilumina una noche la Península con conventos; al
resplandor de los sublimes flameros no ve cosa que le estorbe sino el
ministerio, y pide por junto su caída.

Un hombre nuevo es llamado á deshacer la facción y á rehacer la nación;
se necesitan recursos por una parte, y el hombre nuevo encuentra
recursos. Pero para rehacer la nación es preciso empezar por deshacer
lo que encuentra mal hecho. ¡Triste suerte, que hayamos de pasar un año
en deshacer el error de un día! Nueva Penélope, la España no hace sino
tejer y destejer.

Júntanse en esto las Cortes. «¡Gracias á Dios, dirás, que tenemos
quien ilustre la materia!» El trono habla á las Cortes, y las Cortes
contestan al discurso del trono. Hasta aquí no hay cuestión de
gabinete, es sólo cuestión de buena crianza. El uno dice: _Servidor
de usted_; y el otro contesta: _Muy señor mío_. No es decir esto, sin
embargo, que no baya transcurrido casi un mes en debatir y dilucidar si
el uno podía decir á su riesgo y peligro el primer cumplimiento, y si
podría el otro en consecuencia responder con el segundo. Pero al fin se
convino, se decidió que no había peligro ni por una ni otra parte en
decirse los mencionados piropos.

En seguida el ministerio abriga dudas acerca de si tiene ó no tiene
la confianza de la nación, que le acaba de confiar el poder. Y va y lo
pregunta al apoderado de la nación, cuyo apoderado conviene consigo
mismo en que no es tal apoderado, supuesto que la ley electoral, por la
cual existe, es provisional y defectuosa, y no pudo dar por resultado
la expresión de la voluntad de la nación; lo cual es tan cierto, que
esa misma representación nacional, que no es representación nacional,
va á hacer ella en virtud de sus poderes, que no son poderes, otra
ley electoral que dé por resultado la expresión nacional. Pero has de
saber que en estos gobiernos representativos queda destruido el antiguo
refrán que dice: _que nadie da lo que no tiene_, más claro, con un
ejemplo, en ellos una vela apagada puede encender otra vela. ¿Lo ves
claro ahora? Pues sin embargo, el ministro puesto por la nación, le
pregunta al tal apoderado de la nación, si la nación tiene confianza
en él. Es decir que yo mayordomo tuyo y puesto por ti, le pregunto
á tu ayuda de cámara si me da licencia de que te siga sirviendo de
mayordomo. Ya ves que el paso es natural. ¡Ventajas inmensas todas de
haber hecho las cosas á medias, cuando hubo coyuntura de hacerlas por
entero! ¡Suerte precisa de un pueblo que se empeña en que le den lo que
no se da, lo que sólo se toma! Porque el que da no puede menos de ser
legal, y la legalidad repugna toda innovación.

Felizmente como le había de haber dado al apoderado por decir que no,
dióle por decir que sí, y tuvimos _voto de confianza_.

Dióse de paso otro empujón á la cosa pública, y púsose por fin el
nombre de _guardia nacional_ á lo que el año pasado no se podía llamar
así sino con manifiesto peligro. Ya te lo he dicho, _tejer y destejer_.
En unos cuantos meses no hemos hecho sino destruir nombres nuevos para
llegar á los viejos: destejer; de _fomento_ á _interior_, de _interior_
á _gobernación_, de _subdelegado_ á _gobernador civil_; ya llegaremos
á _jefes políticos_; de _Estamentos_ á _Cortes revisoras_, y ya
llegaremos á _constituyentes_ y á _constitucionales_. En unos cuantos
meses han perdido las palabras _guardia nacional_ todo el veneno
que tenían; puestas en prensa, como han estado, lo han escurrido.
Semejantes en eso al vino, que nuevo hace daño, y embotellado y
guardado se vuelve mejor. Por el contrario, las palabras _milicia
urbana_ perdieron su fuerza y se malearon, semejantes también al vino,
que expuesto al aire libre se agria y se desvirtúa.

Después de haber conseguido desandar ese trozo de camino, vamos á la
ley electoral; que ya no sé con qué comparártela, porque, sea dicho con
respeto, no sé á qué se parece. En primer lugar el ministro, picado
sin duda de la generosidad del Estamento que le acababa de conceder su
voto de confianza, no quiere ser menos, y le da el suyo al Estamento
con tres proyectos adjuntos, el suyo, el de la mayoría, y el de la
menoría de la comisión, diciendo que no es cuestión de gabinete, y que
adopta lo que el Estamento decida. Confianza por confianza. Se adopta
la totalidad. ¡Gran victoria, parecida á otra moderna que no quiero
nombrar, y que también se volvió toda principio! _¿Qué importa?_, dice
la oposición. En los artículos te aguardo. En el todo están de acuerdo;
en lo que no están de acuerdo es en las partes que componen ese todo;
pero por lo demás, ¡qué bobería! El encabezamiento, la fecha, el oficio
de remisión, todo está bien. Es decir: «Yo te regalo una capa hecha,
sólo que no quiero que gastes de ella ni el paño, ni los embozos, ni el
cuello, ni las hechuras». Ahora, abrígate tú como puedas, que al fin yo
te regalo la capa.

Contarte, querido amigo, los pasos de la discusión es obra superior
á mis fuerzas, y decirte en quién estuvo la culpa y nombrarte al que
por falta de práctica parlamentaria dejó que su enemigo se adelantase
á tomar la mejor posición, es superior á mi voluntad; por tanto te
aconsejo que eches mano de las sesiones de cortes, y te las leas de
cabo á rabo, y si llegas á entender claro en el asunto, te aconsejo
también que te des la enhorabuena, y te tengas en la sucesivo por
hombre de talento.

¿Quieres que te diga lo que yo he sacado en limpio, por ende verás que
soy un pobre hombre? Ya yo me lo presumía, pero nunca creí quedarme á
oscuras con tantas luminarias; porgue decía yo para mí: para que se
entienda una cosa habrá de bastar ó que el que trata de averiguarla
no sea lerdo, ó que el que la explica sea muy avisado. Nada de eso, y
juzga si el pobre Fígaro es lerdo, cuando no ha sacado en limpio sino:

Que la elección directa es la más liberal; que el ministerio es
liberal, y quería lo mismo que quisiese el Estamento, siempre que lo
que quisiese el Estamento fuese lo mismo que él quería. Que ha habido
una comisión y dos proyectos en ella, y que el ministro quería lo mismo
que la comisión, que quería dos cosas distintas, y que el Estamento,
que no quería ni al ministro ni á la comisión. Que la oposición en el
Estamento era de hombres retrógrados que abogaban por el progreso,
y que querían la elección directa como la más liberal, ellos que
eran los menos liberales; que el ministro, que hacía de ministerio,
y la comisión, que hacía de las suyas, eran hombres progresivos que
abogaban por el retroceso, y que querían la elección indirecta como
la menos liberal, ellos que eran los más liberales; que los más
liberales querían que se efectuase la elección por provincias, y los
menos liberales por partidos; que hay cincuenta y tantas provincias
y doscientos y tantos partidos en España; que las provincias son más
liberales, á pesar de que los más liberales son los partidos, etc.,
etc.; y he entendido, en fin, que ni los he entendido, ni se entienden,
ni ya nunca nos entenderemos.

¿Me has entendido, Andrés? Bueno: pues ahora sabrás que de resultas
amaneció un día y se votó todo eso: abstuviéronse diez señores de
votar, lo cual hace tal vez el elogio de su conciencia; sin duda no
estaban todavía más ilustrados que yo, y se perdió la votación, todo
por cinco votos, que han venido á ser las cinco llagas, Andrés mío, de
este pobre cuerpo crucificado: viniendo á ser también por lo tanto en
sus partes cuestión de gabinete, la que en su todo no era sino cuestión
de escalera abajo.

Con esto, amigo, y para que nos entendiéramos, se tomó la determinación
de hacer callar al Estamento, que si no estaría hablando todavía,
quedándonos todos el 27 de enero á oscuras de Estamento, y de Cortes,
y de ley electoral, con la rara circunstancia de que la nación estaba
deseando que la disolvieran, y el pueblo es el primero que ha dado la
enhorabuena al gobierno por haberlo enviado á pasear. Y sin embargo ha
hecho bien y ha tenido razón. ¡Ahí verás tú lo que son anomalías!

En efecto, el trono, usando de su prerrogativa, dijo á cada cual en
lengua castellana lo que mi tocayo dice en cierta parte: _Buona sera,
don Basilio, presto andate a riposar_; y ya á la hora de ésta deben de
ir por esos caminos los señores procuradores á poner en claro para sus
comitentes la ley electoral, que así acertarán los unos á entenderla,
como los otros á explicarla.

Pero al día siguiente, querido amigo, y cuando creíamos los amigos del
ministerio que iba á dar un _golpe de estado_, sustituyendo á la ley
provisional agregada al Estatuto, otra ley provisional, en la cual
podía decir _ni quito ni pongo rey, pues no es aquélla fundamental, y
tan ministro soy yo como el padre mismo del Estatuto_, nos encontramos
con una _Gaceta_ extraordinaria que dice que se reunirán nuevas Cortes
el 22 de marzo, mas no _revisoras_ ni _constituyentes_, sino sólo
para hacer dos meses después lo que éstas debían haber hecho dos
meses antes. Á ver si lo entiendes: el ministro dijo, al llegar al
artículo que levantó la polvareda: «No me le toquéis, porque de no ser
la elección por provincias, habré de tardar dos meses más, y entonces
no puedo cumplir mi promesa, porque estoy de prisa». Respondieron las
Cortes: «Abajo el artículo»; parece natural creer que el ministro va
á echar por el atajo y decir: «No me ahorráis los dos meses; pues en
atención á la urgencia, yo me los ahorro»; no, señor, sino que dice:
«Me embarazáis dos meses, y os disuelvo para que dentro de esos dos
meses veamos si otras Cortes mejores me los ayudan á saltar». En ese
caso, pues, ¿para qué disolverlas? Aguantar los dos meses, pues que por
todos lados se presentan, y así no serán más que dos; porque si las
otras Cortes vienen diciendo erre que erre, entonces serán cuatro en
vez de dos.

De suerte que yo por el pronto sólo veo clara una cosa; y es que
para el 22 de marzo se reunirán de nuevo en Madrid otras Cortes, uno
de cuyos Estamentos será elegido por los electores que elijan los
ayuntamientos y mayores contribuyentes; que sus individuos deberán
tener doce mil reales de renta, treinta años, y haber nacido ó estar
arraigados en la provincia, según el Estatuto. Que estas tales Cortes
oirán otro discurso de la corona, y volverán á contestarle; que se
volverá á poner sobre la mesa la ley electoral, en atención á que
es preciso hacer una nueva, pues que la actual, por la cual van á
ser elegidos esos mismos que harán la otra, no vale nada. Que para
entonces es probable que empecemos á entendernos, porque es de suponer
que Tarragona, Granada y Asturias, no han de reelegir exactamente
á todos sus poderhabientes; que se discutirá luego el proyecto de
libertad de imprenta, el de responsabilidad ministerial; _y demás
objetos importantes que el bien público reclame_; que para entonces
seguramente no tendremos facción, porque estarán al caer los seis
meses de la promesa, ó no tendremos ministerio, porque estará caído si
no la cumple; que en eso se pasará la primavera y el verano;, que para
el otoño se pondrá en vigor la nueva ley electoral; y que mucho antes
del día del juicio veremos las Cortes _revisoras_ que engendrarán las
_constituyentes_; y que..., y en fin, que se acabará el mundo, algún
día, si hemos de creer las sagradas escrituras, las cuales añaden
hablando de eso, que nuestro Señor Jesucristo vendrá á juzgar á los
vivos y á los muertos; de los muertos no digo nada, pero ¡vive Dios que
si yo fuera quien hubiese de juzgar, ya los vivos estarían juzgados!

Y he aquí, amigo mío (en tanto que descubrimos el del ministerio),
descubierto el secreto de la oposición, y explicada un tanto la
anomalía de como querían los menos liberales el método más liberal, á
saber, porque era el más largo, sin contar con el rodeo que nos hacen
dar sus señorías, que por mucho tiempo reposen, ya que tan completa y
oportunamente les damos todos las _Buenas noches_.

Concluiré diciéndote, que hasta la presente estamos tan á buenas
noches de ministros como de Estamentos (pues los señores Próceres, sin
comerlo ni beberlo, también han callado todos á un tiempo, que era como
hablaban, sin que por eso dijesen entonces más que ahora).

El de la guerra está en su elemento: estos días se andaba buscando uno
para estado, ó para hacienda, como quieras entenderlo, pero vaya usted
á saber dónde estará metido: con respecto al de marina, ya oirías que
se trataba de hacer ministro de marina al señor de Galiano, á causa de
que habla muy bien; pero como el ministro ha cortado la conversación,
dudo mucho que insistan en eso: su excelencia se quedaría hablando con
las olas, y diciéndoles el _quos ego_ de Virgilio, y por cierto que
lo aprecio demasiado para desearle que le hagan ministro. De todas
suertes, no debe de admirar en ese ramo la tardanza, porque así pueden
andar buscando ministro para la marina, como marina para el ministro.
Hay quien añadía si el de la gobernación ha de mudarse; pero te aseguro
que lo tiemblo, porque si cada ministro ha de traer consigo, como ha
sucedido hasta ahora, un nombre nuevo y un nuevo reglamento para ese
dichoso ramo tan desgobernado, no ganamos para memoria y para membretes
impresos.

Sigilo y más sigilo, si he de seguirte escribiendo, no me suceda algún
chasco; y en el ínterin que te vuelvo á escribir, que será pronto,
recibe las _Buenas noches_ de tu amigo--_Fígaro_.



                            DIOS NOS ASISTA
          TERCERA CARTA DE FÍGARO Á SU CORRESPONSAL EN PARÍS


Después de mi segunda carta, fecha de 30 de enero, esperé largo
tiempo para escribirte, querido Andrés, que ocurriesen cosas dignas
de contarse. Pensarás que han ocurrido efectivamente: yo no sé si
ha sucedido algo; paréceme otras que no. Pero si no ha sucedido,
seguramente que va á suceder, y por si saliera falsa mí conjetura no
quiero fiar á la contingencia de los acontecimientos la continuación de
nuestra correspondencia. Allá va otra carta á buena cuenta.

Como te referí, cerráronse los Estamentos y quedamos á buenas noches.
La primera novedad que dió que hablar en aquellos días fué, que, según
pareció después, le quedaba algo que decir al señor Perpiñá. ¿Y qué
dirás que hizo? va, coge, y cree que tenemos libertad de imprenta:
el buen señor es por lo visto incapaz de pensar mal de nadie, y como
de cierto tiempo á esta parte no ha habido ministro que no se haya
proclamado abogado de la libertad de imprenta, aunque por el estilo
del marido que delante de gentes animaba á su mujer á comer de los
pichones, y en quedando solos le decía enseñándole un garrote _¡ay si
los catas!_ hubo de imaginar que entre nosotros pensar y decir era todo
uno; más breve: creyó que para hablar le bastaba tener licencias de
Dios, y que por tanto no necesitaba la del gobernador civil. Al revés
me las calcé. Excusable es el señor ex-procurador, porque hace tanto
tiempo que nos están diciendo que somos libres, que á veces uno mismo
se lo llega á creer. Echa mano de un folleto, desparrama en él sus
ideas como quien siembra, y tiéndese á esperar la cosecha. ¿Pero qué
dirás que cogió? Él, nada. La autoridad fué la que cogió los folletos.

Eso sí, al día siguiente la autoridad nos probó en un artículo
comunicado que los folletos se podían coger: ya lo sabíamos, y si
no, se lo hubiéramos podido preguntar al autor. Seamos con todo
imparciales. El gobierno añadió que nosotros _no ignoramos que para
publicar un papel, sea cual fuere su tamaño, se necesita licencia_.

¡Y cómo si lo sabemos! Pluguiera al cielo que nos fuese dado
ignorarlo. Es como si te pusieras en camino y te asaltasen ladrones,
y te quejases, y te respondiese el ladrón:--_¿Pues no sabe que hay
ladrones?_ y repusieras tú:--_¡Cómo no debiera haberlos!_--y te
tornasen á replicar:--_¡Pero cómo los hay!_--que sería el cuento de
nunca acabar y de tener razón el ladrón, es decir, el más fuerte.

Sólo en una cosa me divirtió el gobierno: en decir que sentía como el
que más que así sucediese; eso prueba que estaba de buen humor, señal
de que la cosa iba bien. Es la del verdugo, que te pide perdón antes
de ahorcarte; si fuese siquiera después probara arrepentimiento. Yo le
diría: «¿Y quién le pone á vuestra señoría un puñal al pecho para que
sea verdugo, si el oficio no le agrada?»

Lo peor del caso fué que el folleto no tenía más cosa buena que el
ser corto; mas como tuvo los honores de la persecución, vino á leerlo
todo el mundo; perjuicio para el gobierno, que lo había recogido;
más perjuicio aún para el autor, que lo había escrito, y á quien la
autoridad logró desacreditar, dando á su producción la mejor especie
de publicidad; y mayor que para nadie para el público, que tuvo que
echárselo á pechos en aquellos días en que no se hablaba de otra cosa.

Punto en el folleto, que es cosa antigua. Á pocos días ocurrió otra
friolera, si en estos tiempos es lícito llamar friolera á la cantidad
de dos mil reales. Giró el lance sobre la misma libertad de imprenta,
sobre si un párrafo del _español_ tenía al pie un garabato ó si no lo
tenía, sobre si se había invertido el orden, y si lo había leído el
censor antes que el público ó el público antes que el censor. Pareció
no haberlo leído en su vida el censor: se consultó el libro de los
oráculos, por apodo reglamento, y éste respondió en términos bastante
claros:

      Y para casos tales,
      Que pague el editor dos mil reales.

Figúrate qué golpe para el gobierno, y más lloviendo sobre mojado.
¡Él que como arriba dejamos dicho siente tanto estas cosas! Éstos son
golpes, amigo, que acaban con un gobierno sensible; así es que yo lo
veo y no lo veo.

Á mí me da qué hacer la libertad de imprenta: yo soy el único á quien
da qué hacer, pero en fin me da. Habla la reina, y se hace lenguas
de la libertad de imprenta; hablan los ministros, y para ellos no hay
altar donde ponerla; hablan también (esto no es pulla) los próceres, y
convienen en que es la base; abren la boca los procuradores, y procuran
por ella como por las niñas de sus ojos; hablan los periódicos, y
hártanla de piropos. Y hablo yo y digo, como don Basilio en la ópera de
mi tocayo: «_¿Á quién engañamos pues aquí?_», ¿quién diantres impide
que la establezcan? Alguno hay que habla de mala fe, y deben de ser el
pueblo, los Estamentos y los periódicos, porque en cuanto al gobierno,
¿cómo dudar de él, cáspita, siendo tan patriota?

Me podrás decir que á pesar de cuanto llevo escrito hay libertad de
imprenta, sólo que está cara, como bocado delicado que es. Cierto; por
dos mil reales te puedes dar un hartazgo; por cuatro mil dos hartazgos,
y así progresivamente hasta la cantidad de tres hartazgos, porque en
llegando á ese número simbólico, como le llama Dupuis, mueres de un
causón. Yo pienso usar de ese medio, y darme algún día hasta dos: los
primeros doscientos duros que yo vea reunidos, los tengo ya destinados
á un día de asueto. Es lo malo que si me recogen antes de que me lean,
habré pagado caro el placer de un monólogo escrito; pero siempre me
queda el recurso de aprenderlo antes de coro, y de irlo diciendo á
mis amigos, los cuales son tantos que vendrá á ser como imprimirlo.
Por fortuna no está previsto en el reglamento el caso de que uno se
sirva de imprenta á sí mismo. Sólo me detendría el temor de causar una
desazón al gobierno, quien al tomar los ejemplares y los cuatrocientos,
bien sé yo que se le había de caer la lágrima tan gorda.

De lo que puedes vivir seguro es de que esas multas no se aplican á
pago de censores; seis meses hace que están los pobrecitos echando
rúbricas día y noche como en barbecho en cuanto papel les cae debajo,
sin ver la cara de un rey en una mala moneda: eso parte el corazón.
Digo, si fuese gente interesada como muchos creen; vale Dios que no
necesitan ellos que nadie les dé un maravedí por atajar el paso á
la licencia. Hombre hay que con tan buen fin daría dinero encima de
lo suyo, si censor ó no censor hubiera aquí hombre que lo tuviera;
aun harán más probablemente, que será dejar parte del sueldo, que no
cobran, para el donativo voluntario, á que obligan ahora á todo el
mundo, con cuyos auxilios va la guerra que vuela. Es lo que muchos
dicen: ya quisieran ver á lo menos lo que dan, para formar una idea
de lo que deberían tomar. Sueldo, Dios le dé, pero rúbricas no
faltan. Censor conozco yo á quien le presentaron en un mismo día la
cuenta de su lavandera y el contrato matrimonial de su hija, y en la
primera puso: _imprímase_; y en el segundo: _no puede correr, por ser
contra las prerrogativas del altar y del trono, y encerrar alusiones
inmorales_. Y tenía razón, porque al matrimonio se sigue lo que tú
sabes, cosa por cierto inmoral y hasta fea en cuanto á ornato.

Chanzas aparte; no es el mío, que es hombre en verdad racional si los
hay, y de él estoy tan contento que el día que me lo quiten, como es de
presumir, me arrancan un pedazo del alma y el cuerpo todo entero, que á
fuerza de verdades alimento.

Dejemos á un lado esas boberías de la libertad de imprenta, que se
parece al dinero en lo indispensable, y en lo filosóficamente que sin
la una y sin el otro vamos trampeando.

Ya sabrás en París los asesinatos del santuario de Hort: hicieron eco
en Barcelona, y hubo allí la de Dios es Cristo. Muchos liberales se
afligieron, y yo también me afligí; ¡vaya!, pero no precisamente en
cuanto liberal, sino en cuanto hombre. Une estos que llaman atentados,
y que realmente lo son, con los de los conventos, y remontándote más
arriba con los del 17 de julio, de triste recordación para los frailes
de Madrid, yo te diré una cosa.

Cuando yo veo á los principales pueblos de una nación alzarse
tumultuosamente, y á pesar de las guarniciones y de la guardia
nacional, y del poder del gobierno, atropellar el orden y propasarse
á excesos lamentables en distantes puntos, en épocas diversas, y á
despecho de los sentimentales sermones de los periódicos, difícilmente
me atrevo á juzgarlos con ligereza: mientras mayores son los excesos,
más increíble el olvido de las leyes y más fuerte la insurrección,
más me empeño en buscarles una causa; ni en el orden físico ni en el
moral comprendo que lo poco pueda más que lo mucho: no comprendo que
pueda suceder nada que no sea natural, y para mí natural y justo son
sinónimos. De donde infiero que una insurrección triunfante es cosa tan
natural como la erupción de un volcán, por perjudicial que parezca. Una
causa no es una defensa, pero es una disculpa, desde el momento en que
se me conceda que una causa dada ha de tener forzosamente un efecto.

Ahora bien. ¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el
más inminente? En el poder dejado por una tolerancia mal entendida,
y por muy largo espacio, al partido carlista; en la importancia que
de resultas de la indulgencia y de un desprecio inoportuno ha tomado
la guerra civil. ¿No veía en los conventos otros tantos focos de esa
guerra, en cada fraile un enemigo, en cada carlista preso un reo
de estado tolerado? ¿No procedía del poder de esos mismos enemigos
dominantes siglos enteros en España, la larga acumulación de un antiguo
rencor jamás desahogado? ¿Qué mucho, pues, que la sociedad acometida
en masa, en masa se defienda? ¿Qué mucho que no pudiendo ahogar de una
vez al enemigo entre sus brazos, se arroje sobre la fracción más débil
de él que tiene más cerca y á su disposición? Sólo puede ser generoso
el que es ya vencedor: si al gobierno le es dado juzgar y condenar
legalmente, es porque está fuera de combate, porque representa á la
justicia imparcial. Pero se pretende que de dos atletas en la fuerza
de la pelea, el uno continúe su victoria hasta acabar con su enemigo,
y que éste se contente con decirle: «¡¡¡Espérate, no me mates, que
voy á dar parte á la justicia, que es de mi partido, para que ella te
ahorque!!!»

El pueblo no es el gobierno; es más fuerte que él, cuando éste no
comprende y satisface sus necesidades; y prueba de ello es que lleva
á cabo sus atentados sin que aquél los pueda prever ni impedir. No
es esto alabar los atentados, sino decir los inconvenientes de las
revueltas, y que por malos que parezcan son naturales, como es malo,
pero natural, que un río atajado por diques, inferiores á él, se
salga irritado de su madre é inunde la campiña que debiera fertilizar
mansamente.

Nota aquí una cosa. Quien pudo hace un año dar salida conveniente á
ese río no lo supo hacer, y cuando llega la avenida, se queja del
río. Quéjese de su torpeza, que no calculó antes de poner los diques
la fuerza que el agua traería. El gobierno no supo á tiempo contentar
á los pueblos y dar salida legal á su justo enojo, y su sucesor, que
heredó la culpa, se queja ¿de qué?, ¡¡¡de que los pueblos no son de
cartón, como uno y otro creyeron!!!

Recorre la historia: en ella aprenderás que un asesino nunca puede ser
justo; pero cuando no es uno, cuando no es una facción, cuando son los
pueblos enteros los que asesinan, rara vez dejan de obrar naturalmente.
Que no fueron entre nosotros cuatro malévolos, mal pudiera negarlo el
gobierno mismo, pues á haberlo sido, ¿cómo no hubiera estado en su
mano sujetarlos? De donde infiero que los desórdenes del pueblo, ó son
naturales y justos cuando el gobierno no los puede contener, ó son
culpa del gobierno cuando puede y no sabe, ó no quiere. Argumento sin
contestación.

Pero eso sí, vivimos en el tiempo de la legalidad. Los principales
motores fueron presos y trasladados á Canarias. Por supuesto, me
dirás, previa formación de causa y la competente condenación de los
tribunales. Claro está. ¿Cómo querías tú que un gobierno, que se queja
de los excesos del pueblo, vaya él á cometerlos? ¿Un gobierno, que
no puede como el pueblo disculparse con la seducción y la irritación
de las pasiones, había de atropellar las leyes, de que es guardián
y ejecutor, con la misma facilidad que ese pueblo á quien castiga
por haberlas atropellado? ¿Pues no ves que si el gobierno hubiera
atropellado las leyes para castigar los atropellos de otros, debería
haber empezado por embarcarse él para Canarias, y decir: _Marchemos
todos francamente, y yo el primero, por la senda de presidio?_ Vaya,
Andrés, que eso ni suponerse puede, y si te cuentan que tal caso ha
sucedido, puedes decir que el que lo cuente es un malévolo de ésos que
traen la anarquía en el bolsillo. Diría el gobierno y diría bien: «Yo
no hice tal cosa, y si la hiciera, ¿qué diferencia habría entre los
atentados del pueblo y los míos? Porque en fin, mientras que la ley no
le ha declarado reo, el condenado es asesinado: en ese caso no habría
entre mi atentado y el del pueblo más que una diferencia, á saber: que
el pueblo asesinó malamente carlistas y yo asesino malamente liberales».

Asesinatos por asesinatos, ya que los ha de haber, estoy por los del
pueblo.

Puedes estar seguro de que hay causa; y si no se les ha formado, es
porque andamos de prisa, ó por mejor decir, lo que ha ido á Canarias no
ha sido una cadena de culpables, sino una comisión artística compuesta
de liberales, que van á costa del gobierno á acabar de descubrir
aquellas islas, y escribir una memoria de las alturas del globo, y á
dar testimonio al mundo sobre todo de la altura á que estamos, tomando
el meridiano del pico de Tenerife.

También te habrán contado posteriormente otra pequeña arbitrariedad
ejecutada oficialmente en una vieja, en virtud de un _cúmplase_ de un
héroe. ¡Dios nos libre de caer en manos de héroes! Sólo te diré que á
lo menos en Barcelona tuvieron que acometer una fortaleza y exponerse
á ser rechazados. Bueno es remontarse á las causas de las cosas, al
tronco, y no á las ramas. Es así que la primera causa de que existen
facciosos fueron las madres que los parieron; ergo quitando de en medio
á las madres; lo que queda. Los teólogos dicen: _sublata causa tollitur
efectus_. Es lástima que no haya vivido el abuelo, porque mientras
más arriba más seguro es el golpe. Pero hemos tenido que contentarnos
con la madre. Está probado que así como Sansón tenía la fuerza en el
pelo, los facciosos tienen el veneno en la madre, que viene á ser
la hiel de ellos; en quitándosela se vuelven como malvas: así lo ha
probado la experiencia, porque de resultas el otro no ha fusilado
más que á treinta. ¿Quién sabe los que hubiera fusilado si hubiera
tenido madre todavía? Luego, las mujeres son las que están impidiendo
la felicidad de España, y hasta que no acabemos con ellas no hay que
pensar en tener tranquilidad. En cuanto á las hermanas, como estaban
casadas con guardias nacionales, les tocaba fusilar la mitad á los de
allá, y la otra mitad á los de acá; pero nosotros, más desprendidos,
no quisimos perdonar ni la mitad que nos tocaba, y lo fusilamos todo.
¡Bienaventurados en tiempos de héroes los incluseros, porque ellos no
tienen padre ni madre que les fusilen!

Pasadas estas etiquetas de recíproca cortesía, dieron en correr voces
de que el ejército estaba descontento, y que la guerra de Navarra
no iba lo ligera que debía. Felizmente para todos, algunos amigos
tuyos y míos, que así saben mover la pluma como esgrimir la espada,
enderezaron la opinión en artículos luminosos, probando lo que ninguno
debía tener olvidado, que las guerras civiles son largas, á pesar de
todos los programas del mundo; que éstos son por el contrario los que
tienen corta vida; que así las civiles como las demás se sostienen con
dinero y con soldados; que un gobierno en lucha con una facción pierde
más cuando pierde una batalla, que adelanta cuando la gana, y que una
derrota nuestra nos quita más honra que gloria da á la facción; que por
lo tanto es fuerza no aventurarse sino á ciencia cierta; que la guerra
no se hace en el ministerio, sino en Vizcaya; que de real orden se
llevan y se traen jueces, se envían buques á Canarias, y se conquistan
votos, pero de real orden no se ganan batallas; que algunos descalabros
nuestros han sido debidos á reales órdenes; que para hacer la guerra
se necesita un plan; que para tener plan es preciso que el general
sólo sea responsable; y que Córdoba, en fin, sin que haya necesidad
de llamarle héroe, tiene un plan, el cual es forzoso dejarle llevar á
cabo, siquiera porque no ha habido hasta ahora otro mejor que el suyo.

Tales razones no convencieron, fué bien acogida la representación del
ejército, y si bien ninguno de los que hablaban fué á dar su brazo en
vez de su voto, al fin no se admitió la dimisión, y sigue el general, y
su plan, y la guerra de Navarra, en el mejor estado posible.

Mientras todo esto pasaba echáronse encima las _próximas elecciones_,
hoy ya pasadas, y porque digo se echaron encima, no vayas á pensar
alguna tontería. Dijeron muchos si habría amaños ó si no habría
amaños; que se escribió largo y se intrigó más. Lo primero solo
prueba cultura en el país, lo segundo arguye talento. ¡Vaya usted á
impedir que hablen las gentes! Para que no fuesen las elecciones muy
populares bastante amaño era ya la propia ley electoral, en virtud de
la cual debían elegir los electores nombrados por los ayuntamientos y
los mayores contribuyentes. No hay cosa para elegir como las muchas
talegas: una talega difícilmente se equivoca; dos talegas siempre
aciertan, y muchas talegas juntas hacen maravillas. Ellas han podido
decir á su procurador por boca de los mayores contribuyentes la famosa
fórmula aragonesa: «Nos, que cada una de nos valemos tanto como vos, y
todas juntas mucho más que vos, os hacemos procurador».

Luego, los elegidos habían de tener doce mil reales de renta: gran
garantía de acierto: por poco que valga un real en estos tiempos, no
hay real que no valga una idea, sin contar con las muchas que hasta
ahora hemos visto que no valían un real, y con los varios casos en que
por menos de real daría uno todas sus ideas: bueno es siempre que haya
reales en el Estamento por si acaso no hubiese ideas. Tanto mejor si
hay lo uno y lo otro.

No es menos importante lo de los treinta años; no es menos simbólico ni
cabalístico el número de treinta que el de tres tan citado, y de que es
décuplo; treinta días tiene el mes, treinta minutos cada media hora,
por treinta dineros vendió Judas á un Dios, treinta años representa
la vida de un jugador, y treinta años, en fin, la capacidad de un
procurador. Muchos filósofos han creído que cuando el hombre nace, el
Ser Supremo, que esta atisbando, le sopla dentro el alma por medio del
mismo procedimiento que usa un operario en una fábrica de cristales
para dar forma á una vasija; pero eso es el alma, mas no la capacidad
y la facultad de procurar: esta tal otra quisicosa se la infunde el
Criador el día que cumple treinta años, por la mañanita temprano, así
como la aptitud legal y la mayoría se la comunica á los veinte y cinco.
Oh tú, Andrés, que no los has cumplido, está con cuidado el día que
los hayas de cumplir, y escríbeme para mi gobierno lo que sientas en
ese día: dime por dónde entra la capacidad, y hacia dónde se coloca en
tu persona: prevenido de esa suerte de los síntomas que la anuncian
podré yo hacer á la mía, el día que me baje, el recibimiento que se
debe á tan ilustre huésped. ¿Cuándo tendremos treinta años? Aquel día
seremos ya unos hombrecitos.

Bien ha habido hombres que han discurrido antes de los treinta años,
pero ésos son fenómenos portentosos, raros ejemplos de no vista
precocidad; y en cuanto á Pitt y otros de su especie, ministros ya
mucho antes, ni siquiera es posible considerarlos como monstruos de
naturaleza; es fuerza inferir error de cálculo y mala fe en la de
bautismo.

El haber nacido en la provincia, ó tener en ella arraigo, no es de
menos importancia, si recordamos que las primeras impresiones se
graban para siempre en la cabeza del niño, y deciden de lo que ha de
ser después cuando grande: ni es posible que un hombre conozca su
provincia, y se interese por ella, si no ha nacido por allí cerca.
Puede suceder que una provincia tenga más confianza en la reputación,
en el saber de un forastero; pero páselo en paciencia la buena de la
provincia, que más pasó Cristo por ella.

Dicen sin embargo que todos los electores no han tenido presentes todas
esas verdades; así que, unos procuradores no han nacido, otros no
tienen la renta, ¡qué sé yo! Esto tiene compostura habiendo comisión de
poderes, y en todo caso se aplica la renta de unos á otros, como hacen
los buenos cristianos con los méritos de nuestro Señor Jesucristo,
que valen mucho más que las rentas; y así poniendo de aquí y quitando
de allí tengo para mí que se ha de remediar. Y aun yo diría más. Don
Juan Álvarez Mendizábal fué elegido por ejemplo por Barcelona, siendo
natural de Cádiz, y no habiendo residido en Cataluña. Decían: «Pero
no tiene nada suyo en Cataluña, sino los electores:» ¿pues eso no es
tener?, ¿no valen tanto por lo menos los electores como una casa, ó una
tapia, ó unas cuantas fanegas de pan llevar? ¡Sino que poniéndose á
hablar las gentes!...

Por lo demás es sabido que el gobierno no ha influido absolutamente
nada en las elecciones, y desde luego se dijo que eran á pedir de boca.
Para que formes una idea, han salido elegidos los sugestos siguientes:

Por Barcelona, como llevo dicho, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Cádiz, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Gerona, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Granada, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Madrid, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Málaga, don Juan Álvarez Mendizábal.

Por Pontevedra, don Juan Álvarez Mendizábal, etc., etc., etc.

Que es el cuento de pasó una cabra, y volvió y pasó otra, y volvió á
tornar y á pasar otra cabra, y así sucesivamente.

Si oyes decir que se abre el Estamento, di que es broma, que quien se
abre es don Juan Álvarez Mendizábal.

No habrás olvidado que los ministros de estado y de hacienda, y el
presidente del consejo, son don Juan Álvarez Mendizábal, y que los
otros ministros no son sino una manera de ser, distinta sólo en
la apariencia del don Juan Álvarez Mendizábal. Ahora figúrate el
día que el Estamento don Juan Álvarez Mendizábal pida cuentas al
ministro don Juan Álvarez Mendizábal...; aquí llaman esto un _gobierno
representativo_: sin que sea murmuración, confieso que yo llamo esto un
_hombre representativo_.

Una vez conocida la buena índole de las elecciones y la idoneidad
de esos diversos señores procuradores, ocurrió la duda de si estas
Cortes que iban á reunirse vendrían sólo para hacer una ley electoral
mejor que la que les confiere su derecho; ó si podrían constituirse
revisoras. Quiénes se agarraron á la legalidad, diciendo que esto
último sería ilegal; quiénes intentaron probar que lo de menos era la
legalidad, y que lo que importaba era la conveniencia. Por fin salimos
del atolladero, y parece que no tratarán de constituirse por varias
razones. Porque no han sido convocadas para eso. Porque siendo su
objeto principal hacer una ley electoral, en virtud de la cual puedan
convocarse luego las revisoras, es claro que los demás asuntos que á
ellas se sometan, por importantes que sean, habrán de ser subalternos
al principal. La nación tiene un cimiento, y necesita una casa: en
estas Cortes va á decidir cuáles han de ser las circunstancias del
arquitecto que se la puede hacer á su gusto. Por consiguiente, todo lo
que sea proceder á construir el que sólo está comisionado para designar
el constructor, es hacer la casa y dejar para después el arquitecto:
equivale á blanquear después de pintar; es dejar al que venga detrás el
derecho de poner en duda la validez de la construcción.

En estas disputas andábamos, cuando otro _run run_ más terrible vino
á poner nuevo espanto en nuestro corazón. He aquí que una noche corre
la voz de que se va á poner la constitución del año 12. ¡Bravo!, dije
yo: esto es lo que se llama andar camino. Aquí no se sabe multiplicar,
pero restar á las mil maravillas. Vamos á quién puede más. El año 14
vino el rey y dijo: quien de catorce quita seis, queda en ocho. Vuelvan
pues las cosas al ser y estado del año 8. El año 20 vienen los otros
y dicen: quien de veinte quita seis, queda en catorce: vuelvan las
cosas al ser y estado del año 14. El año 23 vuelve el de más arriba y
dice: quien de veinte y tres quita tres, queda en veinte; vuelvan las
cosas al ser y estado de febrero del año 20. El año 1836 asoman los
segundos, y éstos quieren restar más en grande: quien de treinta y seis
quita veinte y cuatro, queda en doce; vuelva todo al año 12. Éstos han
pujado, si se exceptúa el del Estatuto, que más picado que nadie cogió
y lo restó todo, y nos plantó en el siglo XV.

¡Diantre!, ¡si volveremos todavía á la venida de Túbal! Sepamos primero
cómo se entiende nuestro progreso. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia atrás, ó
hacia adelante? Tengamos el cuento del cochero, que, montado al revés,
arreaba al coche.

Ya te lo he dicho: tejedores; tejer y destejer. Nadie vende su tela, y
nadie hace tela nueva.

Decían ellos que el volver atrás no era más que tomar carrera. ¡Dios
los bendiga, y qué larga la toman!

Vamos claros. La constitución del año 12 era gran cosa en verdad, pero
para el año 12: en el día da la maldita casualidad de que somos más
liberales que entonces: si te he de hablar ingenuamente, á mí me parece
poco.

Las circunstancias del año 12, la guerra que sosteníamos apoyada en el
fanatismo popular, y el mayor atraso de la época, exigieron concesiones
en el día no necesarias, ridículas.

En ellas hablan las Cortes en nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo
y Espíritu Santo: gran principio para una novena: buena es la devoción,
pero á su tiempo: eso es adoptar, heredar de la monarquía el derecho
divino: la sociedad puede servir á Dios en toda clase de gobiernos.
El Supremo Hacedor no delega facultades temporales ningunas, ni en un
soberano, ni en un congreso; la sociedad se hace ella misma por derecho
propio sus reyes y sus asambleas. Cristo vino al mundo á predicar, no
á redactar códigos. Á Dios daremos cuenta de nuestras creencias, no á
los hombres: reflexión igualmente aplicable al capítulo II, artículo
12, porque el Salvador quiso convencer, no obligar, porque no quiere
más homenajes que los voluntarios.

Ítem más: en la constitución del año 12 no está consignada la libertad
de imprenta, sino para las ideas políticas, y eso es decirle á un
hombre: _Ande usted, pero con una sola pierna_.

En cambio nos impone como ley fundamental el amor á la patria y la
obligación de ser justos y benéficos... en cambio... Andrés mío,
callemos, porque, repito, que la venero, y tengo por indigno de
un liberal poner en ridículo el paladión de nuestra independencia
nacional, y la cuna de nuestra libertad, por fácil que eso sea. Pero la
respeto, como Cristo respetó el testamento viejo, fundando el nuevo.
Veneremos el viejo código, y venga no obstante otro nuevo más adecuado
á la época.

Parécense los hombres del año 12, amigo Andrés, al cura que no sabía
leer más que en su breviario: ó mejor al gastrónomo en Vista-Alegre,
que viendo su mesa puesta, pugna por sentarse á ella en cuanto le dejan
un momento libre, en cuanto ve un resquicio por donde acercarse á la
mesa. El caso es el mismo: todos les hacemos cumplimientos, pero no
les dejamos sentarse. Unas veces se lo impidió el poseedor don Pascual
de la Rivera, otras los mozos de su fábrica... Convengo en que es una
desesperación; pero culpen, no á nosotros, sino á ellos mismos, que
tantas veces se dejaron interrumpir antes de llegar el bocado á la boca.

Aténgome á su artículo, que dice:

«La nación española es libre é independiente, y no es ni puede ser
patrimonio de ninguna familia, ni persona».

Esto digo yo: entre á gobernar, no éste ni aquél, sino todo el que se
sienta con fuerzas, todo el que dé pruebas de idoneidad. Basta de
ensayos. Á eso nos responden ellos: «¿Y dónde están esos hombres?»
¿Dónde han de estar? En la calle, esperando á que acaben de bailar los
señores mayores, para entrar ellos en el baile.

«¿Cómo no salen esos hombres?», añaden. ¿Cómo han de salir? De
Calomarde acá, ¿qué protección, qué ley electoral ha llamado á los
hombres nuevos para darles entrada en la república? Cuenta sin embargo
con ella, y llámelos la ley presto: ¡¡¡déjese entrar legalmente á los
hombres del año 1836, ó se entrarán ellos de rondón!!!

En conclusión, hombres nuevos para cosas nuevas: en tiempos turbulentos
hombres fuertes sobre todo, en quienes no esté cansada la vida, en
quienes haya ilusiones todavía, hombres que se paguen de gloria, y en
quien arda una noble ambición y arrojo constante contra el peligro.

«¿Qué saben los jóvenes?», exclaman. Lo que ustedes nos han enseñado,
les responderemos, más lo que en ustedes hemos escarmentado, más lo
que seguimos aprendiendo. ¡Y qué eran ustedes el año 12! Nosotros
fundaremos nuestro orgullo en ser sus sucesores, en aprovechar sus
lecciones, en coronar la obra que empezaron. Nosotros no rehusamos su
mérito; no rehúsen ellos nuestra idoneidad, que el árbol joven es la
esperanza del jardinero, si el viejo ya le da sombra.

Según el miedo que tienen de que la juventud entre en los puestos, no
parece sino que es posible hacerlo peor que ellos.

Para el año 1836 la única constitución posible es la constitución de
1836.

Una idea te diría, si no la hubieras de contar; y sólo á ti te la
diría, porque ellos la tomarán á personalidad, si de ella hiciese
un artículo, y sabe Dios que no lo digo por tal. Mucho venero á los
hombres de otra época, Andrés mío; mucho saben, sobre todo en no
hablándose de gobernar, para lo cual ya nos han manifestado repetidas
veces hasta donde rayan: mucho saben, y tanto que no sólo no los
lanzaría yo de la república, sino que los guardara muy guardados como
guardaban los romanos los libros sibilinos, para consultarlos con el
mayor respeto: de ellos armaría una biblioteca viva, donde vueltos de
espaldas en muy pulidos estantes, leyese el estudioso encima _Fulano,
de Economía Política_; _Mengano, de Reformas Constitucionales_;
_Zutano, de la Guerra de la Independencia_; _Perengano, de Metáforas y
del Espíritu del Siglo_, etc., etc.; de suerte que no hubiese más que
volverlos y ojearlos en un apuro, cuidando mucho de quitarles antes
y después el polvo, y de tornarlos á volver hasta otra duda, como
pergaminos preciosos.

Ahí verás tú si los respeto, y si los tengo en estima.

Hasta aquí de la constitución y de los hombres del año 12. Pasó el
susto, y la noticia, como habrás visto, no tuvo consecuencia. Sin duda
el ruido que metió fué el último cumplimiento de despedida que nos hizo.

No ganamos para sustos. Posteriormente se cruzaron de palabras el
pueblo de Valencia y su capitán general. Éste tomó una porción de
providencias, entre otras las de Villadiego; con cuyo ingenioso
arbitrio no le pudieron haber los valencianos, que es decir que ha
podido más que ellos, que se ha burlado de ellos. Tiene mucho talento.
Buen chasco se han llevado. Así, así: á los alborotadores hay que
jugarles esas pasadas; con eso escarmientan. Á buen seguro que si Basa
hubiera hecho otro tanto, no le hubieran deshecho á él, y el pueblo de
Barcelona se hubiera llevado el mismo chasco que el de Valencia. ¿No
queréis capitán general? Pues tomad capitán general. ¿No te figuras tú
al pueblo de Valencia buscando á su capitán general por todas partes,
como quien busca una sanguijuela extraviada, y él trota que trota para
Madrid? Á mí me hace morir de risa. Es lo que él dice: «¿Pues qué,
querían ustedes que me mataran?» ¿Qué habíamos de querer?

Conque ahora está aquí bueno, gordo y tranquilo; no ha sido poca
fortuna el poderlo contar.

En Zaragoza fué por otro estilo: salieron unos carlistas sentenciados
á qué sé yo qué bobería: se levantó el pueblo, sitió á los jueces, y
dieron en quererlos juzgar. Al maestro cuchillada. Pero no les da el
naipe para esos pasajes á los jueces de Zaragoza, como á los capitanes
generales de Valencia.

Entre tanto el ministerio de gracia y justicia sigue siempre de
mudanza, y hace bien, porque el juez que no da fruto en una tierra, lo
da en otra. El juez ha de ser como el zapato, hecho al pie; por eso el
que no le viene bien al uno, le viene al otro.

Para eso el de la gobernación no se mete con nadie, ni habla mal de
nadie. Es un excelente señor; á su oficina y no más. Da lástima hacerle
daño, y sería completo si se le volviese _C_ la _H_ de su apellido;
pero llámalo _h_.

En cuanto al de la guerra nadie sabe una palabra de él.

En mi última te pintaba en globo la confusión que en el Estamento y
fuera de él había causado la ley electoral, y te añadía:

«Yo por el pronto sólo veo clara una cosa, y es que para el 22 de marzo
se reunirán de nuevo en Madrid otras Cortes... que para entonces es
probable que empecemos á entendernos... y que seguramente no tendremos
facción, porque estarán al caer los seis meses de la promesa, ó no
tendremos ministerio, si no la cumple, porque estará caído, etc.».

De todas esas profecías sólo en la primera acerté; porque en cuanto á
entendernos da gusto. Unos dicen que Mendizábal es el primer hombre
del mundo; otros que no es tal, sino el último; que el primero es
Istúriz y Galiano; te advierto que éste son dos: otros que ni Istúriz
ni Mendizábal: no sé qué te diga: quién asegura que esto puede durar
unos quince días, quién defiende que durará más que un constipado
mal curado: éste no ve más que el prestigio que tiene todavía en
las provincias, el cual no se destruye tan fácilmente, sobre todo
cuando no deja de tener algún fundamento; aquél no atiende más que al
descrédito en que ha caído en sus corros y cafés, y cree que toda la
nación puede juzgarle con igual talento, y tan de cerca como él. Éstos
disputan que no hay hombres aquí; aquéllos que sí hay hombres; los de
la izquierda que hay dinero; los de la derecha que no hay un cuarto;
estoy por éstos. Quién opina que la guerra es inacabable; quién la da
por acabada; añadiendo que no falta más que tirar una línea: uno dice
que el mal de España no tiene remedio; otro que ésa es la mejor señal,
que empieza la revolución, y que en Francia sucedía lo mismo, á pesar
de que todo era diferente; varios juzgan que el rigor es de justicia, y
que el árbol de la libertad se riega con sangre: algunos creen que la
humanidad repugna tales horrores: no falta quien piensa que es guerra
de empleos, y sobra quien no piensa ni eso ni nada. Pero todos somos
liberales y vamos á una: eso sí. Por lo cual esto se acabará pronto de
un modo ó de otro: en prueba de ello te puedo decir que se empiezan ya
á acabar dos cosas: el dinero y la paciencia.

Pero son tantas las opiniones en fin y los hechos que se acumulan, y
tantas las cosas que van á suceder, sin contar las que han sucedido
desde la apertura de las Cortes, que me es indispensable reservarlas
para otras cartas: me limito en ésta á ponerme al corriente, saliendo
del atraso de noticias en que te tenía. En lo sucesivo aprovecharé
todas las ocasiones posibles de escribirte, y al siguiente correo para
Francia recibirás la inmediata, salvo extravío, golpe de mano airada, ó
caso fortuito.

Si en el ínterin, y en medio de este conflicto de opiniones
encontradas, me pides la mía, te contaré un caso que juzgo oportuno.

Sitiaban los Franceses al mando del mariscal Moncey esa misma Valencia,
que en distintas épocas han mandado el Cid y Carratalá. Reuniéronse
en tan grave apuro el ayuntamiento y las personas más ricas del
pueblo, entre las cuales quedóse dormido de confusión y pesadumbre
un confitero, que entendía más de ramilletes que de disturbios
políticos. Iba diciendo cada uno en la asamblea su opinión como mejor
lo entendía. Llegada que le fué su vez á nuestro hombre,--y usted, le
dijo sacudiéndole del brazo el que á su lado tenía, ¿qué piensa?--Sí,
¿cuál es su opinión de usted?, preguntaron todos á un tiempo; á cuya
pregunta contestó despertando y todo despavorido el confitero: ¡¡¡mi
opinión, sí, mi opinión, señores, es de que _Dios nos asista_!!! En
cuyo voto imitaba el confitero la rara discreción del padre Froilán
Díaz, confesor de Carlos II.

Eso mismo opino yo, Andrés mío, por ahora, y mientras no vea levantarse
en masa á la nación para ahogar de una vez y para siempre el monstruo
que en el norte nos devora, en vez de entretenerse en cuestiones
secundarias y en rencillas personales, de las cuales debiera el país
hacer justicia, como del orgullo mezquino y de la loca vanidad de sus
dueños.--Tu amigo,--_Fígaro_.


                         FIN DEL TOMO SEGUNDO


             PARIS.--ÉDOUARD BLOT, IMPRIMEUR, RUE BLEUE, 7



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