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Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5) Author: Toreno, José Maria Queipo de Llano Ruiz de Saravia, Conde de Language: Spanish As this book started as an ASCII text book there are no pictures available. *** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5)" *** GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (2 DE 5) *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También han sido modernizados los topónimos y los nombres propios de persona, siempre que se han encontrado referencias bibliográficas. * Se han incorporado las correcciones mencionadas en la fe de erratas aparecida en este segundo tomo. * Se ha alterado la numeración de los apéndices para que incorporen el número del libro al que corresponden, obteniendo así una identificación única a lo largo de todos los tomos de la obra. * Las páginas en blanco han sido eliminadas. HISTORIA DEL Levantamiento, Guerra y Revolución de España. HISTORIA DEL Levantamiento, Guerra y Revolución DE ESPAÑA POR EL CONDE DE TORENO. TOMO II. Madrid: IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN, 1835. ... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in scribendo? ne qua simultatis? CICER., _De Oratore, lib. 2, c. 15._ RESUMEN DEL LIBRO QUINTO. _Primer sitio y defensa de Zaragoza. — Asiento de la ciudad. — Estado apurado de la misma. — Salida de Palafox, 15 de junio. — Primera embestida de los franceses contra Zaragoza y su derrota, 15 de junio. — Don Lorenzo Calvo de Rozas. — Preparativos de defensa en Zaragoza. — Don Antonio Sangenís. — Intimación de Lefebvre-Desnouettes. — El general Palafox en Épila. — Acción de Épila. — Piensa Palafox en volver a Zaragoza. — Entrada allí de Lazán el 24 de junio. — Juramento de los zaragozanos. — Amenaza villana de un polaco a Calvo. — Conferencia y proposiciones de los generales franceses. — Los franceses reforzados. Verdier general en jefe. — Vuélase un almacén de pólvora. — Ataque contra el monte Torrero. — Castigo del comandante. — Llegada de un refuerzo a los españoles. — 30 de junio, principia el bombardeo. — Nuevas obras de defensa de los sitiados. — Ataques del 1.º y 2 de julio. — Agustina Zaragoza. — Entrada de Palafox el 2 en Zaragoza. — Otros combates. — Puente echado por los franceses en San Lamberto. — Estrago hecho por los mismos. — Otras medidas de los sitiados. — Apodérase el enemigo de Villafeliche. — Otros combates. — Ataques del 3 y 4 de agosto. — Avanzan los franceses al Coso. — Salida de Palafox de Zaragoza. — Vuelve Lazán el 15 con socorros. — El 8 Palafox. — Continúan los choques y reencuentros. — Los franceses reciben el 6 orden de retirarse. — Contraorden poco después. — Resolución magnánima de los zaragozanos. — 13, orden definitiva dada a los franceses de retirarse. — Llegada a Zaragoza de una división de Valencia. — Aléjanse los franceses de Zaragoza el 14. — Fin del sitio. — Alegría de los aragoneses, estado de la ciudad. — Cataluña. — Bloqueo de Figueras por los somatenes. — Socorre la plaza el general Reille. — Don Juan Clarós. — Vuelve Duhesme a Gerona. — Junta de Lérida. — Tropas de Menorca mandadas por el marqués del Palacio. — El conde de Caldagués va en socorro de Gerona. — Atacan los franceses a Gerona el 13 de agosto. — Son derrotados el 16. — Levantan el sitio. — Portugal. — Estado de aquel reino y de su insurrección. — Évora. — Expedición inglesa enviada a Portugal. — Sir Arthur Wellesley. — Sale la expedición de Cork. — Desembarco en Mondego. — Estado de Junot y sus disposiciones. — Acción de Roliça. — Socorros llegados al ejército inglés. — Batalla de Vimeiro 21 de agosto. — Armisticio entre ambos ejércitos. — Convenio del almirante ruso con el inglés. — Convención de Cintra. — Españoles de Portugal. — Restablecen los ingleses la regencia de Portugal. — Elvas sitiada por los españoles. — Almeida por los portugueses. — Desaprobación general de la convención de Cintra en Inglaterra. — Declaración de S. M. B. de 4 de julio. — Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados españoles. — Dumourier. — Conde d’Artois. — Luis XVIII. — Príncipe de Castelcicala. — Tropa española en Dinamarca. — Marqués de la Romana. — Lobo. — Fábregues. — Se disponen a embarcarse las tropas del norte. — Kindelán. — Kindelán y Guerrero. — Juramento de los españoles en Langeland. — Dan la vela para España. — Trátase de reunir una junta central. — Situación de Madrid. — Consejo de Castilla. — Sus manejos. — Opinión sobre aquel cuerpo. — Estado de las juntas provinciales. — Llegada a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia. — Correspondencia entre las juntas. — Proceder del consejo. — Entrada en Madrid de Llamas y Castaños. — Proclamación de Fernando VII. — Insurrección de Bilbao. — Movimientos en Guipúzcoa y Navarra. — Nuevos manejos del consejo. — Propuesta de Cuesta a Castaños. — Consejo de guerra celebrado en Madrid. — Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla. — Acaba el gobierno de las juntas provinciales._ HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO QUINTO. [Marginal: (* Ap. n. 5-1.) Primer sitio y defensa de Zaragoza.] Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro,[*] defendiose largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También desguarnecida y desmurada resistió al de Francia con tenaz porfía, si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En esta como en aquella mancillaron su fama ilustres capitanes: y los impetuosos y concertados ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de sus invictos moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron los franceses a Zaragoza; una malogradamente, otra con pérdidas e inauditos reveses. Cuanto fue de realce y nombre para Aragón la heroica defensa de su capital, fue de abatimiento y desdoro para sus sitiadores aguerridos y diestros no haberse enseñoreado de ella pronto y de la primera embestida. [Marginal: Asiento de la ciudad.] Baña a Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro. Cíñela al mediodía y del lado opuesto Huerva, acanalado y pobre, que más abajo rinde a aquel sus aguas, y casi en frente a donde desde el Pirineo viene también a fenecer el Gállego. Por la misma parte y a un cuarto de legua de la ciudad se eleva el monte Torrero, cuya altura atraviesa la acequia imperial, que así llaman al canal de Aragón por traer su origen del tiempo del emperador Carlos V. Antes del sitio hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y olivares con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el nombre de torres. A izquierda del Ebro está el Arrabal que comunica con la ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro de madera en una riada que hubo en 1802. Pasaba la población de 55.000 almas: menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad fortificada; diciendo Colmenar,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-2.)] a manera de profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que reparaba esta falta el valor de sus habitantes.» Cercábala solamente una pared de diez a doce pies de alto y de tres de espesor, en parte de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por algunos edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que dan salida al campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo, y extramuros se distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de Aragón, rodeada de un foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen otros tantos bastiones. Las calles en general son angostas, excepto la del Coso muy espaciosa y larga, casi en el centro de la ciudad, y que se extiende desde la puerta llamada del Sol hasta la plaza del Mercado. Las casas de ladrillo y por la mayor parte de dos o tres pisos. La adornan edificios y conventos bien construidos y de piedra de sillería. La piedad admira dos suntuosas catedrales, la de nuestra Señora del Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años para su asistencia el cabildo. El último templo antiquísimo, el primero muy venerado de los naturales por la imagen que en su santuario se adora. Como no es de nuestra incumbencia hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos detendremos ni en sus antigüedades ni grandeza, reservando para después hablar de aquellos lugares, que a causa de la resistencia que en ellos se opuso adquirieron desconocido renombre; porque allí las casas y edificios fueron otras tantas fortalezas. Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al levantarse en mayo. El corto tiempo transcurrido no había dejado aumentarlos notablemente, y antes bien se habían minorado con los descalabros padecidos en Tudela y Mallén. [Marginal: Estado apurado de Zaragoza.] En semejante estado déjase discurrir la consternación de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche del 14 de junio, de haber sido aquel día derrotado Don José de Palafox en las cercanías de Alagón, según dijimos en el anterior libro. Desapercibidos sus habitantes tan solamente hallaron consuelo con la presencia de su amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo no dio descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él vinieron proposiciones del general Lefebvre-Desnouettes a fin de que se rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto y firmado por los emisarios españoles Castelfranco, Villela y Pereira que acompañaban al ejército francés, y de quienes ya hicimos mención. Fue la respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores; y con las pocas tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas de campaña se colocó fuera no lejos de la ciudad al amanecer del 15. [Marginal: Salida de Palafox, 15 de junio.] Estaba a su lado el marqués de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán Don Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer a los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox viendo cuán superior era el número de sus contrarios, determinó retirarse, y ordenadamente pasó a Longares, pueblo seis leguas distante, desde donde continuó al puerto del Frasno cercano a Calatayud: queriendo engrosar su corta división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el barón de Versages. Semejante movimiento si bien acertado en tanto que no se consideraba a Zaragoza con medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo desamparada y a merced del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente el general francés Lefebvre-Desnouettes, y con sus 5 a 6000 infantes y 800 caballos a las nueve de la mañana del mismo 15 presentose con ufanía delante de las puertas. Habían crecido dentro las angustias: no eran arriba de 300 los militares que quedaban entre miñones y otros soldados: los cañones pocos y mal colocados como por gente a quien no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien se contaba en un principio, Don Juan Cónsul y Don Ignacio López, el último acompañaba a Palafox y el primero, por orden suya, hallábase de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto y por todas partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía por tanto que ningún obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos paisanos y soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder precavidamente. De tan casual e impensado acontecimiento nació la memorable defensa de Zaragoza. [Marginal: Primera embestida de los franceses contra Zaragoza y su derrota, 15 de junio.] La perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que habían empezado a hacer fuego, y dio a otros alas para ayudarlos y favorecerlos. Pero como aún no había ni baterías ni resguardo importante, consiguieron algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro de las calles. Acometidos por algunos voluntarios y miñones de Aragón al mando del coronel Don Antonio de Torres, y acosados por todas partes por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos despedazados cerca de nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta del mismo nombre. Enfurecidos los habitantes y con mayor confianza en sus fuerzas después de la adquirida si bien fácil ventaja, acudieron sin distinción de clase ni de sexo a donde amagaba el peligro, y llevando a brazo los cañones antes situados en el mercado, plaza del Pilar y otros parajes desacomodados, los trasladaron a las avenidas por donde el enemigo intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horrorosas descargas. Creyó entonces necesario el general francés emprender un ataque formal contra las puertas del Carmen y Portillo. Puso su mayor conato en apoderarse de la última, sin advertir que situada a la derecha la Aljafería eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de aquel castillo, cuyas fortificaciones aunque endebles, le resguardaban de un rebate. Así sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por un oficial retirado de nombre Don Mariano Cerezo, militar tan bravo como patriota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se acercaban a sus muros. Dejáronles aproximarse y a quema ropa los ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que fuera más certera la artillería en sus tiros un oficial sobrino del general Guillelmi, quien encerrado allí con su tío desde el principio de la insurrección, olvidándose del agravio recibido, solo pensó en no dar quiebra a su honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía de su persona. Igualmente fueron los franceses repelidos en la Puerta del Carmen, sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les hacía, escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares, cuya buena puntería causó en las filas enemigas notable matanza. Nadie rehusaba ir a la lid: las mujeres corrían a porfía a estimular a sus esposos y a sus hijos, y atropellando por medio del inminente riesgo los socorrían con víveres y municiones. Los franceses aturdidos al ver tanto furor y ardimiento titubeaban y crecía con su vacilar el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo no obstante y reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de la Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas. Menester fue para poner término a la sangrienta y reñida pelea que sobreviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a media legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo sembrado de más de 500 cadáveres. La pérdida de los españoles fue mucho más reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada victoria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo y resistir hasta el último aliento. Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban todavía el paradero del general Palafox. Grande fue su tristeza al saber su ausencia, y no teniendo fe en las autoridades antiguas ni en los demás jefes, los diputados y alcaldes de barrio a nombre del vecindario se presentaron [Marginal: Don Lorenzo Calvo de Rozas.] luego que cesó el combate al corregidor e intendente Don Lorenzo Calvo de Rozas, que, hechura de Palafox, merecía su confianza. Instáronle para que hiciera sus veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que aquel no volviera. Unía Calvo en su persona las calidades que el caso requería. Declarado abiertamente en favor de la causa pública, habíase fugado de Madrid en donde estaba avecindado. Hombre de carácter firme y sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de tibio, el entusiasmo y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Autorizado como ahora se veía por la voz popular y punzado por el peligro que a todos amenazaba, empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos. [Marginal: Preparativos de defensa en Zaragoza.] Prontamente llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para que expidiese y firmase a los de su jurisdicción las convenientes órdenes. Mandó iluminar las calles con objeto de evitar cualquier sorpresa o excesos; empezáronse a preparar sacos de tierra para formar baterías en las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y Santa Engracia; abriéronse zanjas o cortaduras en sus avenidas; dispusiéronse a artillarlas, y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una banqueta para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los vecinos en estado de llevar armas, que se apostasen en los diversos puntos debiendo alternar noche y día; ocupáronse los niños y mujeres en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los religiosos hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y ahinco aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya convertido Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban por desempeñar debidamente lo que a cada uno se había encomendado. Con más lentitud se procedió en la construcción de baterías por falta de ingeniero que dirigiese la obra. [Marginal: Don Antonio Sangenís.] Solo había uno, que era Don Antonio Sangenís, y este había sido el 15 llevado a la cárcel por los paisanos que le conceptuaban sospechoso, habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda de la ciudad. Ignorose su suerte en medio de la confusión, pelea y agitación de aquel día y noche, y solo se le puso en libertad por orden de Calvo de Rozas en la mañana del 16. Sin tardanza trazó Sangenís atinadamente varias obras de fortificación, esmerándose en el buen desempeño, y ayudado en lugar de otros ingenieros por los hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Pintan estos pormenores, y por eso no son de más, la situación de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que estaban de recursos y de hombres inteligentes en los ramos entonces más necesarios. [Marginal: Intimación de Lefebvre Desnouettes.] Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente empeñarse en nuevos ataques antes de recibir de Pamplona mayores fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones correspondientes. Mientras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre probar la vía de la negociación, intimó el 17 que, a no venir a partido, pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la ciudad. Contestósele dignamente,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-3.)] y se prosiguió con mayor empeño en prepararse a la defensa. [Marginal: El general Palafox en Épila.] El general Palafox en tanto, vista la decisión que habían tomado los zaragozanos de resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y llamar a otra parte su atención. Unido al barón de Versages contaba con una división de 6000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de junio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila. En aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa, por lo común allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse a Valencia, y no empeorar con una derrota la suerte de Zaragoza. Palafox, asistido de admirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las filas, exhortando a todos a cumplir con el duro pero honroso deber que la patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir por el estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que tachasen de temeraria su empresa. Respondiose a su voz con universales clamores de aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De tamaña importancia es en los casos arduos la entera y determinada voluntad de un caudillo. [Marginal: Acción de Épila.] Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana siguiente a la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando estos su movimiento, se le anticiparon y acometieron a su ejército en Épila a las nueve de la noche, hora desusada y en la que dieron de sobresalto e impensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho prisionera una avanzada, y también por el descuido con que todavía andaban nuestras inexpertas tropas. Trabose la refriega, que fue empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo orden premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo cada uno en medio de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy inteligente oficial Don Ignacio López, se señaló en aquella jornada, y algunos regimientos se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que, sin precipitación, tomaron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba el de Fernando VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio de seis horas, como si se compusiera de soldados veteranos. También hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato una batería de las más importantes. Disputaron pues unos y otros el terreno a punto que los franceses no los incomodaron en la retirada. [Marginal: Piensa Palafox en volver a Zaragoza.] Palafox convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su ayuda dentro de Zaragoza, determinó superando obstáculos meterse con los suyos en aquella ciudad, por lo que después de haberse rehecho, y dejando en Calatayud un depósito al mando del barón de Versages, dividió su corta tropa en dos pequeños trozos: encargó el uno a su hermano Don Francisco, y acaudillando en persona el otro volvió el 2 de julio a pisar el suelo zaragozano. [Marginal: Entrada allí el 24 de junio de Lazán.] Ya había allí acudido desde el 24 de junio su otro hermano el marqués de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a instancias y por aviso del intendente Calvo de Rozas. Deseaba este un arrimo para robustecer aún más sus acertadas providencias, acordar otras, comprometer en la defensa a las personas de distinción que no lo estuviesen todavía, imponer respeto a la muchedumbre congregando una reunión escogida y numerosa, y afirmarla en su resolución por medio de un público y solemne juramento. Para ello convocó el 25 de junio una junta general de las principales corporaciones e individuos de todas clases, presidida por el de Lazán. En su seno expuso brevemente Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se hallaba, y cuáles eran sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar con sus luces y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. [Marginal: Juramento de los zaragozanos.] Conformes todos aprobaron lo antes obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o morir, y resolvieron que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos armados prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas un público y majestuoso juramento. Amaneció aquel día y a una hora señalada de la tarde se pobló el aire de un grito asombroso y unánime, «de que los defensores de Zaragoza juntos y separados derramarían hasta la última gota de su sangre por su religión, su rey y sus hogares.» Movió a curiosidad entre los enemigos la impensada agitación que causó tan nueva solemnidad, y con ansia de informarse de lo que pasaba, aproximose a la línea española un comandante de polacos acompañado de varios soldados; y aparentando deseos de tomar partido él y los suyos con los sitiados, pidió como seguro de su determinación tratar con los jefes superiores. [Marginal: Amenaza villana de un polaco a Calvo.] Salió Calvo de Rozas, indicó al comandante que se adelantase para conferenciar solos: hízolo así, mas a poco y alevosamente cercaron a Calvo los soldados del contrario. Encaráronle las armas, y después de preguntar lo que en Zaragoza ocurría, tuvo el comandante la descompuesta osadía de decirle que no era su intento desamparar sus banderas; que había solo inventado aquella artimaña para averiguar de qué provenía la inquietud de la ciudad, e intimar de nuevo por medio de una persona de cuenta la rendición, siendo inevitable que al fin se sometiesen los zaragozanos al ejército francés, tan superior y aguerrido. Añadiole que a no consentir con lo que de él exigía sería muerto o prisionero. En vez de atemorizarse con la villana amenaza, reportado y sereno contestole Calvo: «harto conocidas son vuestras malas artes y la máscara de amistad con que encubrís vuestras continuadas perfidias, para que desprevenido y no muy sobre aviso acudiera yo a vuestro llamamiento: los muertos o prisioneros seréis vos y vuestros soldados si intentáis traspasar las leyes admitidas aun entre las naciones bárbaras. El castillo de donde estamos tan próximos a la menor señal mía disparará sus cañones y fusiles, que por disposición anterior están ya apuntados contra vosotros.» Alterose el polaco con la áspera contestación, y reprimiendo la ira suavizó su altanero lenguaje, ciñéndose a proponer al intendente Calvo una conferencia con sus generales. Vino en ello, y tomando la venia del de Lazán se escogió por sitio el frente de la batería del Portillo. [Marginal: Conferencia y proposiciones de los generales franceses.] Todavía en el mismo día avistáronse allí con Calvo y otros oficiales españoles autorizados por el gobernador y vecindario, los generales franceses Lefebvre y Verdier, recién llegado. Limitáronse las pláticas a insistir estos en la entrega de Zaragoza, ofreciendo olvido de lo pasado, respetar las personas y propiedades, y conservar a los empleados en sus destinos; con la advertencia que de lo contrario convertirían en cenizas la ciudad, y pasarían a cuchillo los moradores. Calvo contestó con brío, prometiendo sin embargo que daría cuenta de lo que proponían, y que en la mañana siguiente se les comunicaría la definitiva resolución, [Marginal: (* Ap. n. 5-4.)] en cuya conformidad pasó el 27 temprano al campo francés Don Emeterio Barredo llevando consigo una respuesta [*] firmada por el marqués de Lazán, en la que se desechaban las insidiosas proposiciones del enemigo. [Marginal: Los franceses, reforzados. Verdier, general en jefe.] Claro era que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirían a repulsa tan temeraria, mayormente cuando los franceses habían engrosado su ejército, y cuando se había mejorado su posición. Por aquellos días además de haberse desembarazado de Palafox arrojándole de Épila, habían recibido de Pamplona y Bayona socorros de cuantía. Trájolos el general Verdier, quien por su mayor graduación reemplazó en el mando en jefe a Lefebvre, y no menos fueron por de pronto reforzados que con 3000 hombres, 30 cañones de grueso calibre, cuatro morteros, 12 obuses, y 800 portugueses a las órdenes de Gómez Freire. Fundadamente pensaron entonces que con buen éxito podrían vencer la tenacidad zaragozana. [Marginal: Vuélase un almacén de pólvora.] Así fue que en el mismo día 27 renovaron el fuego, y dirigieron con particularidad su ataque contra los puestos exteriores. Repelidos con pérdida en las diversas entradas de la ciudad, de que quisieron apoderarse, no pudo impedírseles que se acercasen al recinto. Como en sus maniobras se notó el intento de enseñorearse del monte Torrero, con diligencia se metieron en Zaragoza los víveres y municiones que estaban encerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna precaución originó un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los edificios, zumbando y resonando el aire con el disparo y caída de piedras, astillas y cascos. Tuviéronse los zaragozanos por muertos y como si fuesen a ser sepultados en medio de ruinas. Despavoridos y azorados huían de sus casas, ignorando de dónde provenía tanto ruido, turbación y fracaso. Causábalo el haberse pegado fuego por descuido de los conductores a la pólvora que se almacenaba en el seminario conciliar, y este y la manzana de casas contiguas y las que estaban enfrente se volaron o desplomaron, rompiéndose los cristales de la ciudad, con muertes y desdichas. Agregábase a la horrenda catástrofe la pérdida de la pólvora tan necesaria en aquel tiempo, y en el que había de todo apretada pobreza. Y para que apareciese enteramente acrisolada la constancia aragonesa, los franceses fiados en la desolación y universal desconsuelo reiteraron sus ataques en tan apurado momento. No se descorazonaron los defensores, antes bien enfurecidos hicieron que se malograse la tentativa de los enemigos, inhumana en aquella sazón. Desde aquel día no transcurrió uno en que no hubiese reñidas contiendas, escaramuzas, salidas, acometimientos de sitiados y sitiadores. Largo sería e imposible referir hazañas tantas y tan gloriosas, rara vez empañadas con alguna bastarda acción. [Marginal: Ataque contra el monte Torrero.] Túvose sin embargo por tal lo ocurrido en el monte Torrero. El comandante a cuyo cargo estaba el puesto, de nombre Falcón, ora por connivencia, ora por desaliento, que es a lo que nos inclinamos, le desamparó vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas alturas, causó en breve notables estragos. [Marginal: Castigo del comandante.] El vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante español, le obligó más adelante a que compareciese ante un consejo de guerra, y por sentencia de este fue arcabuceado. La misma suerte cupo durante el sitio al coronel Don Rafael Pesino, gobernador de las Cinco Villas, y a otros de menos nombre, acusados de inteligencia con el enemigo. Ejemplar castigo, tachado por algunos de precipitado, pero que miraron otros como saludable freno contra los que flaqueasen por tímidos o tramasen alguna alevosía. [Marginal: Llegada de un refuerzo a los españoles.] Empeñábase así la resistencia, y cobraban todos ánimo con los oficiales y soldados que a menudo acudían en ayuda de la ciudad sitiada. Llenó sobre todo de particular gozo la llegada a últimos de junio de 300 soldados del regimiento de Extremadura al mando del teniente coronel Don Domingo Larripa, que vimos allá detenido en Tárrega, sin querer cumplir las órdenes de Duhesme, y también la que por entonces ocurrió de 100 voluntarios de Tarragona capitaneados por el teniente coronel Don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algún tanto el haber perdido las alturas de Torrero. Mas dueños los franceses de semejante posición, determinaron molestar la ciudad con balas, granadas y bombas. Para ello colocaron en aquella eminencia una batería formidable de cañones de grueso calibre y morteros. Levantaron otras en diversos puntos de la línea, con especialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la Aljafería. [Marginal: 30 de junio, principia el bombardeo.] Preparados de este modo, al terminarse el 30 de junio y a las doce de la noche rompieron el fuego, y dieron principio a un horroroso bombardeo. Los primeros tiros salvaron la ciudad sin hacer daño: acortáronlos, y las bombas penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de la iglesia del Pilar y arruinando varias casas, empezaron a causar quebrantos y destrozos. Al amanecer los vecinos lejos de arredrarse a su vista, trabajaron a competencia y con sumo afán para disminuir las lástimas y desgracias. [Marginal: Nuevas obras de defensa de los sitiados.] Construyéronse blindajes en calles y plazas, torciose el curso de Huerva y se le metió en la ciudad para apagar con presteza cualquier incendio. Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en trabajos útiles y que pedían resguardo a los que no eran llamados a guerrear. Para observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse atalayas en la torre que denominaban nueva, si bien fabricada en 1504, la cual elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo pareció acomodada al caso, aunque ladeada a la manera de la famosa de Pisa. No satisfechos los sitiados con estas obras y las antes construidas, ideando otras, cortaron y zanjaron calles, atroneraron casas y tapiales, apilaron sacos de tierra, trazaron y erigieron nuevas baterías, las cubrieron con cañones arrumbados por viejos en la Aljafería o con los que sucesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y en fin quemaron y talaron las huertas y olivares, los jardines y quintas que encubrían los aproches del enemigo, perjudicando a la defensa. Sus dueños no solamente condescendían en la destrucción con desprendimiento magnánimo, sino que las más veces ayudaban con sus brazos al total asolamiento. Y cuando lidiando en otro lado descubrían la llama que devoraba el fruto de años de sudor y trabajo o el antiguo solar de sus abuelos, ensoberbecíanse de cooperar así y con largueza a la libertad de la patria. ¿De qué no eran capaces varones dotados de virtudes tan esclarecidas? [Marginal: Ataques del 1.º y 2 de julio.] Al bombardeo siguiose en la mañana del 1.º de julio un ataque general en todos los puntos. Empezaron a batir la Aljafería y Puerta del Portillo, mandada por Don Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la Bernardona. La Puerta del Carmen encargada al cuidado de Don Domingo Larripa fue casi al mismo tiempo embestida, y tampoco tardaron los enemigos en molestar la de Sancho custodiada por el sargento mayor Don Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño apoderarse de la del Portillo, hubo allí tal estrago que, muertos en una batería exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos, [Marginal: Agustina Zaragoza.] lo cual dio ocasión a que se señalase una mujer del pueblo llamada Agustina Zaragoza. Moza esta de 22 años y agraciada de rostro, llevaba provisiones a los defensores cuando acaeció el mencionado abandono. Notando aquella valerosa hembra el aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el suelo, puso fuego a una pieza, e hizo voto de no desampararla durante el sitio sino con la vida. Imprimiendo su arrojo nueva audacia en los decaídos ánimos, se precipitaron todos a la batería, y renovose tremendo fuego. Proeza muy semejante la de Agustina a la de María Pita en el sitio que pusieron los ingleses a la Coruña en 1589, fue premiada también de un modo parecido, y así como a aquella le concedió Felipe II el grado y sueldo de alférez vivo, remuneró Palafox a esta con un grado militar y una pensión vitalicia. Continuaba vivísimo el fuego, y nuestra artillería muy certera arredraba al enemigo, sin que hasta entonces hubiese oficial alguno de aquella arma que la dirigiese. No eran todavía las doce del día cuando entre el horroroso y mortífero estruendo del cañón se presentaron los subtenientes de aquel distinguido cuerpo Don Jerónimo Piñeiro y Don Francisco Rosete, que fugados de Barcelona corrían apresuradamente a tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, después de largo viaje y fatigoso tránsito, se pusieron el primero a dirigir los fuegos de la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Carmen. Con la ayuda de oficiales inteligentes creció el brío en los nuestros, y aumentose el estrago en los contrarios. La noche cortó el combate, mas no el bombardeo, renovándose aquel al despuntar del alba con igual furia que el día anterior. Las columnas enemigas con diversas maniobras intentaron enseñorearse del Portillo, y abierta brecha en la Aljafería se arrojaron a asaltar aquella fortaleza; pero fuese que no hallasen escalas acomodadas, o fuese más bien la denodada valentía de los sitiados, los franceses repelidos se desordenaron y dispersaron en medio de los esfuerzos de jefes y oficiales. Otro tanto pasaba en el Portillo y Carmen. El marqués de Lazán, durante el ataque, recorrió la línea en los puntos más peligrosos, remunerando a unos y alentando a otros con sus palabras. Ya era entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros familiarizándose más y más con los riesgos de la guerra, desconocidos al mayor número, redoblaron sus esfuerzos alentados con un inesperado y para ellos halagüeño acontecimiento. [Marginal: Entrada de Palafox el 2 en Zaragoza.] De boca en boca y con rapidez se difundió que Don José de Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que pronto gozarían todos de su presencia. En efecto penetrando en Zaragoza a las cuatro de la tarde de aquel día, que era el 2, apareciose de repente en donde se lidiaba, y a su vista arrebatados de entusiasmo hicieron los nuestros tan firme rostro a los franceses, que sin insistir estos en nueva acometida se contentaron con proseguir el bombardeo. [Marginal: Otros combates.] Viendo sin embargo que para aproximarse a las puertas era menester hacerse dueños de los conventos de San José y Capuchinos y otros puntos extramuros, comenzaron por entonces a embestirlos. En el convento de San José, asentado a la derecha del río Huerva, no había otro amparo que el de las paredes en cuyo macizo se habían abierto troneras. Asaltáronle 400 polacos, y repelidos con gran pérdida tuvieron que aguardar refuerzo, y aun así no se posesionaron de aquel puesto sino al cabo de horas de pelea. No fueron más afortunados en el de Capuchinos cercano a la Puerta del Carmen. Lucharon los defensores cuerpo a cuerpo en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no desampararon el edificio hasta después de haberle puesto fuego. [Marginal: Puente echado por los franceses en San Lamberto.] También quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla izquierda del Ebro, principalmente a causa de los socorros que la libre comunicación proporcionaba. Para estorbarla pensaron en cruzar el río, echando el 10 de julio un puente de balsas en San Lamberto. Salió contra ellos el general Palafox con paisanos y una compañía de suizos que acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino con refuerzo a sostenerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fue derribado de una granada. [Marginal: Estrago hecho por los mismos.] Los enemigos no se atrevieron a pasar muy adelante, y aprovechando los nuestros el precioso respiro que daban, levantaron en el Arrabal tres baterías, una en los tejares, y las otras dos en el rastro de los clérigos y en San Lázaro: de las que protegidos los labradores se escopetearon varias veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los ahuyentaron, distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tío Jorge. [Marginal: Otras medidas de los sitiados.] Así que los sitiadores no pudieron cerrar del todo las comunicaciones de Zaragoza, pero talaron los campos, quemaron las mieses, y extendiéndose hacia el Gállego viose desconsoladamente arder el puente de madera que da paso al camino carretero de Cataluña, y destruirse e incendiarse las aceñas y molinos harineros que abastecían la ciudad. Las angustias crecían, mas al par de ellas también el ardimiento de los sitiados. Se acopió la harina del vecindario para amasar solamente pan de munición que todos comían con gusto, y para fabricar pólvora se establecieron molinos movidos por caballos, y se cogió el azufre en donde quiera que lo había: se lavó la tierra de las calles para tener salitre, y se hizo carbón con la caña del cáñamo tan alto en aquel país. No poco cooperó al acierto y dirección de estos trabajos, como de los demás que ocurrieron, el sabio oficial de artillería Don Ignacio López, quien desde entonces hasta el fin del sitio fue uno de los pilares en que estribó la defensa zaragozana. [Marginal: Apodérase el enemigo de Villafeliche.] Eran estas precauciones tanto más necesarias, cuanto no solo los franceses ceñían más y más la plaza, sino que también previeron los sitiados que bien pronto intentarían destruir o tomar los molinos de pólvora de Villafeliche a doce leguas de Zaragoza, que eran los que la proveían. Así sucedió. El barón de Versages desde Calatayud asomándose a las alturas inmediatas a aquel pueblo, impidió al principio que lograsen su objeto. Mas revolviendo sobre él los enemigos con mayores fuerzas tuvo que replegarse y dejar en sus manos tan importantes fábricas. [Marginal: Otros combates.] En medio del tropel de desdichas que oprimían a los zaragozanos permanecían constantes sin que nada los abatiese. En continuada vela desbarataban las sorpresas que a cada paso tentaban sus contrarios. El 17 de julio dueños ya estos del convento de Capuchinos, sigilosamente a las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el tiro de cañón de la Puerta del Carmen. Los nuestros lo notaron y en silencio también aguardando el momento del asalto rompieron el fuego y derribaron sin vida a los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con mayor furia renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras puertas las noches siguientes: en todas infructuosamente, no habiendo podido tampoco apoderarse del convento de Trinitarios descalzos sito extramuros de la ciudad. En lucha tan encarnizada los españoles a veces molestaban al enemigo con sus salidas, y no menos quisieron que adelantarse hasta el monte Torrero. Aparentando pues un ataque formal por el paseo antes deleitoso que de la ciudad iba a aquel punto, dieron otros de sobresalto en medio del día en el campamento francés. Todo lo atropellaron y no se retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las márgenes del Gállego midieron igualmente unos y otros sus armas en varias ocasiones, y señaladamente en 29 de julio en que nuestros lanceros sacaron ventaja a los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuentros el coronel Butrón, primer ayudante de Palafox. Restaban aún nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y resplandeciese la bizarría y firmeza de los zaragozanos. Noche y día trabajaban sus enemigos para construir un camino cubierto que fuese desde el convento de San José por la orilla del Huerva hasta las inmediaciones de la Bernardona, y a su abrigo colocar morteros y cañones, no mediando ya entre sus baterías y las de los españoles sino muy corta distancia. [Marginal: Ataques del 3 y 4 de agosto.] Aguardábase por momentos una general embestida, y en efecto en la madrugada del 3 de agosto el enemigo rompió el fuego en toda la línea, cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas en el barrio de la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y el Carmen hasta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francés Lacoste, ayudante de Napoleón, que había llegado después de comenzado el sitio, con razón juzgó no ser acertado el ataque antes emprendido por el Portillo, y determinó que el actual se diese del lado de Santa Engracia, como más directo y como punto no flanqueado por el castillo. La principal batería de brecha estaba a 150 varas del convento, y constaba de 6 piezas de a 16 y de 4 obuses. Habían además establecido sobre todo el frente de ataque 7 baterías, de las que la más lejana estaba del recinto 400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado fácil es imaginarse cuán terrible y destructor sería su fuego. Sea de propósito o por acaso, notose que sus tiros con particularidad se asestaban contra el hospital general en que había gran número de heridos y enfermos, los niños expósitos y los dementes. Al caer las bombas hasta los más postrados, desnudos y despavoridos saltaron de sus camas y quisieron salvarse. Grande desolación fue aquella. Mas con el celo y actividad de buenos patricios, muchos, en particular niños y heridos, se trasladaron a paraje más resguardado. Prosiguió todo aquel día el bombardeo, conmoviéndose unos edificios, desplomándose otros, y causando todo junto tal estampido y estruendo que se difundía y retumbaba a muchas leguas de Zaragoza. Al alborear del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería en frente de Santa Engracia. No había enderredor del monasterio foso alguno, coronando solo sus pisos varias piezas de artillería. Empezaron a batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada inmediata del mismo nombre, y distrayendo la atención con otros ataques del lado del Carmen, Portillo y Aljafería. A las nueve de la mañana estaban arrasadas casi todas nuestras baterías y practicables las brechas. Palafox presentándose por todas partes, corría a donde había mayor riesgo y sostenía la constancia de su gente. En lo recio del combate propúsole Lefebvre-Desnouettes: «paz y capitulación.» Respondiole Palafox: «guerra a cuchillo.» A su voz atropellábanse paisanos y soldados a oponerse al enemigo, y abalanzándose a dicho monasterio de Santa Engracia, célebre por sus antigüedades y por ser fundación de los reyes católicos, se metían dentro sin que los arredrara ni el desplomarse de los pisos ni la caída de las mismas paredes que amagaba. A todo hacían rostro, nada los desviaba de su temerario arrojo. Y no parecía sino que las sombras de los dos célebres historiadores de Aragón, Jerónimo Blancas y Zurita, cuyas cenizas allí reposaban, ahuyentadas del sepulcro al ruido de las armas y vagando por los atrios y bóvedas, los estimulaban y aguijaban a la pelea, representándoles vivamente los heroicos hechos de sus antepasados que tan verídica y noblemente habían trasmitido a la posteridad. Tanto tenía de sobrehumano el porfiado lidiar de los aragoneses. Al cabo de horas, y cuando el terreno quedaba no sembrado sino cubierto de cadáveres, y en torno suyo ruinas y destrozos, pudieron los franceses avanzar y salir a la calle de Santa Engracia. Pisando ya el recinto vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con arrogancia se encaminaban al Coso. Mas pesoles muy luego su sobrada confianza. Cogidos y como enredados entre calles y casas estuvieron expuestos a un horroroso fuego que de todos lados se les hacía a manera de granizada. Cortadas las bocacalles y parapetados los defensores con sacas de algodón y lana, y detrás de las paredes de las mismas casas, los abrasaron por decirlo así a quema ropa por espacio de tres horas, sin que pudieran salir al Coso, a donde desemboca la calle de Santa Engracia. Desesperanzaban ya los franceses de conseguirlo, cuando volándose un repuesto de pólvora que cerca tenían los españoles, con el daño y desorden que esta desgracia causó, fueles permitido a los acometedores llegar al Coso, y posesionarse de dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del convento de San Francisco a la izquierda, y el hospital general a la derecha. En este fue espantoso el ataque, prendiose fuego, y los enfermos que quedaban arrojándose por las ventanas caían sobre las bayonetas enemigas. Entre tanto los locos encerrados en sus jaulas cantaban, lloraban o reían según la manía de cada uno. Los soldados enemigos tan fuera de sí como los mismos dementes, en el ardor del combate mataron a muchos y se llevaron a otros al monte Torrero, de donde después los enviaron. Mucha sangre había costado a los franceses aquel día, habiendo sido tan de cerca ofendidos: contáronse entre el número de los muertos oficiales superiores, y fue herido su mismo general en jefe Verdier. [Marginal: Avanzan los franceses al Coso.] Dueños de aquella parte sentaron los enemigos sus águilas victoriosas en la cruz del Coso, templete con columnas en medio de la calle del mismo nombre. Todo parecía así perdido y acabado. Calvo de Rozas y el oficial Don Justo San Martín fueron los últimos que a las cuatro de la tarde, después de haberse volado el mencionado repuesto, desampararon la batería que enfilaba desde el Coso la avenida de Santa Engracia. Pero el primero no decayendo de ánimo dirigiose por la calle de San Gil al Arrabal para desde allí juntar dispersos, rehacer su gente, traer los que custodiaban aquellos puntos entonces no atacados, y con su ayuda prolongar hasta la noche la resistencia, aguardando de fuera y antes de la madrugada, según veremos, auxilio y refuerzos. Favoreció a su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una equivocación afortunada de los enemigos, quienes queriendo encaminarse al puente que comunica con el Arrabal, en vez de tomar la calle de San Gil que tomó Calvo y es la directa, desfilaron por el arco de Cineja, callejuela torcida que va a la Torrenueva. Aprovechándose los aragoneses del extravío, los arremetieron en aquella estrechura y los acribillaron y despedazaron. Obligoles a hacer alto semejante choque, y en el entretanto volviendo Calvo del Arrabal con 600 hombres de refresco y otros muchos que se le agregaron, desembocaron juntos y de repente en la calle del Coso en donde estaba la columna francesa. Embistió con 50 hombres escogidos, y el primero el anciano capitán Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado [para que todo fuera extraordinario] de espada y rodela, y bien unido con los suyos se arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorprendidos con el súbito y furibundo ataque. Acometieron los demás por diversos puntos, y disparando desde las casas trabucazos y todo linaje de mortíferos instrumentos, acosados los franceses y aterrados, se dispersaron y recogieron en los edificios de San Francisco y hospital general. Anocheció al cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer sobresalto supieron por experiencia con cuanta ventaja resistirían al enemigo dentro de las calles y casas. Sosteníales también la firme esperanza de que con el alba aparecería delante de sus puertas un numeroso socorro de tropas, que así se lo había prometido su idolatrado caudillo Don José de Palafox. [Marginal: Salida de Palafox de Zaragoza.] Había partido este de Zaragoza con sus dos hermanos a las doce del día del 4, después que los franceses dueños del monasterio de Santa Engracia estaban como atascados en las calles que daban al Coso. Presumíase con fundamento que no podrían en aquel día vencer los obstáculos con que encontraban; mas al mismo tiempo careciendo de municiones y menguando la gente, temíase que acabarían por superarlos si no llegaban socorros de a fuera, y si además tropas de refresco no llenaban los huecos y animaban con su presencia a los tan fatigados si bien heroicos defensores. No estaban aquellas lejos de la ciudad, pero dilatándose su entrada pensose que era necesario fuese Palafox en persona a acelerar la marcha. No quiso este sin embargo alejarse antes que le prometiesen los zaragozanos que se mantendrían firmes hasta su vuelta. Hiciéronlo así, y teniendo fe en la palabra dada convino en ir al encuentro de los socorros. Correspondió a la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de junio había desde Cataluña penetrado en Aragón el 2.º batallón de voluntarios con 1200 plazas al mando del coronel Don Luis Amat y Terán, 500 hombres de guardias españolas al del coronel Don José Manso, y además dos compañías de voluntarios de Lérida, cuya división se había situado en Gelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxilio y un convoy que bajo su amparo podría meterse en la ciudad sitiada, era dado prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5000 hombres procedente de Valencia que se adelantaba por el camino de Teruel. El tiempo urgía; no sobraba la más exquisita diligencia, por lo que, y a mayor abundamiento, despachose al mismo Calvo de Rozas para enterar a Palafox de lo ocurrido después de su partida y servir de punzante espuela al pronto envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario al general en Villafranca de Ebro, pasaron juntos a Osera, cuatro leguas de Zaragoza, en donde a las nueve de la noche entraron las tropas alojadas antes en Gelsa y Pina. En dicho pueblo de Osera celebrose consejo de guerra, a que asistieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el brigadier Don Francisco Osina, el coronel de artillería Don J. Navarro Sangrán [estos dos procedentes de Valencia] y otros jefes. Informados por el intendente Calvo del estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó que el marqués de Lazán con los 500 hombres de guardias españolas, formando la vanguardia se metiese en la ciudad en la madrugada del 5, que con la demás tropa le siguiese Don José de Palafox, y que su hermano Don Francisco quedase a la retaguardia con el convoy de víveres y municiones custodiado también por Calvo de Rozas. Acordose asimismo que para mantener con brío a los sitiados y consolarlos en su angustiada posición, partiesen prontamente a Zaragoza como anunciadores y pregoneros del socorro el teniente coronel Don Emeterio Barredo y el tío Jorge, cuya persona rara vez se alejaba del lado de Palafox, siendo capitán de su guardia. Partiéronse todos a desempeñar sus respectivos encargos, y la oportuna llegada a la ciudad de los mencionados emisarios, desbaratando los secretos manejos en que andaban algunos malos ciudadanos, confortó al común de la gente y provocó el más arrebatado entusiasmo. [Marginal: Vuelve Lazán el 5 con socorros.] A ser posible, hubiera crecido de punto con la entrada, pocas horas después, del marqués de Lazán. Retardose la de su hermano y la del convoy por un movimiento del general Lefebvre-Desnouettes, quien mandaba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado la llegada de Lazán y quería impedir la de los demás, juzgando acertadamente que le sería más fácil destruirlos en campo abierto que dentro de la ciudad. Palafox, desviándose a Villamayor, situado a dos leguas y media, en una altura desde donde se descubre Zaragoza, esquivó el combate y aguardó oportunidad de burlar la vigilancia del enemigo. Para ejecutar su intento con apariencia fundada de buen éxito, mandó que de Huesca se le uniese el coronel Don Felipe Perena con 3000 hombres que allí había adiestrado, y después dejando a estos en las alturas de Villamayor para encubrir su movimiento, [Marginal: El 8, Palafox con otro nuevo.] y valiéndose también de otros ardides engañó al enemigo, y de mañana y con el sol entró el día 8 por las calles de Zaragoza. Déjase discurrir a qué punto se elevaría el júbilo y contentamiento de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus ímpetus dentro de un término conveniente y templado. Los franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el número de su gente hasta rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaecidos de espíritu, visto que de nada servían en aquella lid las ventajas de la disciplina, y que para ir adelante menester era conquistar cada calle y cada casa, arrancándolas del poder de hombres tan resueltos y constantes. Amilanáronse aún más con la llegada de los auxilios que en la madrugada del 5 recibieron los sitiados, y con los que se divisaban en las cercanías. [Marginal: Continúan los choques y reencuentros.] No por eso desistieron del propósito de enseñorearse de todos los barrios de la ciudad, y destruyendo las tapias, formaron detrás líneas fortificadas, y construyeron ramales que comunicasen con los que estaban alojados dentro. Desde el 5 hubo continuados tiroteos, peleábase noche y día en casas y edificios, incendiáronse algunos y fueron otros teatro de reñidas lides. En las más brilló con sus parroquianos el beneficiado Don Santiago Sas, y el tío Jorge. También se distinguió en la Puerta de Sancho otra mujer del pueblo llamada Casta Álvarez, y mucho por todas partes Doña María Consolación de Azlor, condesa de Bureta. A ningún vecino atemorizaba ya el bombardeo, y avezados a los mayores riesgos bastábales la separación de una calle o de una casa para mirarse como resguardados por un fuerte muro u ancho foso. Debieran haberse eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos, pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su memoria. [Marginal: Los franceses reciben el 6 orden de retirarse.] Por entonces empezó a susurrarse la victoria de Bailén. Daban crédito los sitiados a noticia para ellos tan plausible, y con desdén y sonrisa la oían sus contrarios, cuando de oficio les fue a los últimos confirmada el día 6 de agosto. Procurose ocultar al ejército, pero por todas partes se traslucía, mayormente habiendo acompañado a la noticia la orden de Madrid de que levantasen el sitio y se replegasen a Navarra. Meditaban los jefes franceses el modo de llevarlo a efecto, [Marginal: Contraorden poco después.] y hubieran bien pronto abandonado una ciudad para sus huestes tan ominosa si no hubieran poco después recibido contraorden del general Monthion desde Vitoria, a fin de que antes de alejarse aguardasen nuevas instrucciones de Madrid del jefe de estado mayor Belliard. Permanecieron pues en Zaragoza, y continuaron todavía unos y otros en sus empeñados choques y reencuentros. Los franceses con desmayo, los españoles con ánimo más levantado. [Marginal: Resolución magnánima de los zaragozanos.] Así fue que el 8 de agosto, luego que entró Palafox, congregose un consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma tenacidad y valentía que hasta entonces todos los barrios de la ciudad, y en caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el río, y en el Arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido. Felizmente su constancia no tuvo que exponerse a tan recia prueba, [Marginal: 13, orden definitiva dada a los franceses de retirarse.] pues los franceses, sin haber pasado del Coso, recibieron el 13 la orden definitiva de retirarse. Llegó para ellos muy oportunamente, porque en el mismo día caminando a toda priesa, y conducida en carros por los naturales del tránsito la división de Valencia al mando del mariscal de campo Don Felipe Saint-March, [Marginal: Llegada a Zaragoza de una división de Valencia.] corrió a meterse precipitadamente en la ciudad invadida. Y tal era la impaciencia de sus soldados por arrojarse al combate, que sin ser mandados y en unión con los zaragozanos embistieron a las seis de la tarde desaforadamente al enemigo. Hallábase este a punto de desamparar el recinto, y al verse acometido apresuró la retirada volando los restos del monasterio de Santa Engracia. En seguida se reconcentró en su campamento del monte Torrero, y dispuesto a abandonar también aquel punto, [Marginal: Aléjanse los franceses de Zaragoza el 14.] prendió por la noche fuego a sus almacenes y edificios, clavó y echó en el canal la artillería gruesa, destruyó muchos pertrechos de guerra, y al cabo se alejó al amanecer del 14 de las cercanías de Zaragoza. La división de Valencia con otros cuerpos siguieron su huella, situándose en los linderos de Navarra. [Marginal: Fin del sitio.] Terminose así el primer sitio de Zaragoza, que costó a los franceses más de 3000 hombres y cerca de 2000 a los españoles. Célebre y sin ejemplo, más bien que sitio pudiera considerársele como una continuada lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de tropas aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos cuanto en un principio y los más señalados fueron conseguidos, no por el brazo de hombres acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales, sino por pacíficos labriegos que ignorando el terrible arte de la guerra, tan solamente habían encallecido sus manos con el áspero y penoso manejo de la azada y la podadera. [Marginal: Alegría de los aragoneses. Estado de la ciudad.] Al cerciorarse de la retirada de los franceses prorrumpieron los moradores de Zaragoza en voces de alegría con loores eternos al Todopoderoso y gracias rendidas a la Virgen del Pilar, que su devoción miraba como la principal protectora de sus hogares. No daba facultad el gozo para reparar en qué estado quedaba la ciudad: triste era verdaderamente. La parte ocupada por los sitiadores arruinada, los tejados de la que había permanecido libre hundidos por las granadas y bombas. En unos parajes humeando todavía el fuego mal apagado, en otros desplomándose la techumbre de grandes edificios, y mostrándose en todos el lamentable espectáculo de la desolación y la muerte. Celebráronse el 25 magníficas exequias por los que habían fallecido en defensa de su patria, de quienes nunca mejor pudiera repetirse con Pericles, «que en brevísimo tiempo y con breve suerte habían sin temor perecido en la cumbre de la gloria.»[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-5.)] Concedió Palafox a los defensores muchos privilegios, entre los que con razón algunos se graduaron de desmedidos. Mas este y otros desvíos desaparecieron y se ocultaron al resplandor de tantos e inmortales combates. [Marginal: Cataluña.] No desdijeron de aquella defensa las esclarecidas acciones que por entonces y con el mismo buen éxito que las primeras acaecieron en Cataluña. El Ampurdán había imitado el ejemplo de los otros distritos de su provincia, y estaba ya sublevado cuando los franceses acometieron infructuosamente a Gerona la vez primera. El movimiento de sus somatenes fue provechoso a la defensa de aquella plaza, [Marginal: Bloqueo de Figueras por los somatenes.] molestando con correrías las partidas sueltas del enemigo e interrumpiendo sus comunicaciones. Llevaron más allá su audacia, y apoyados en algunos soldados de la corta guarnición de Rosas, bloquearon estrechamente el castillo de San Fernando de Figueras, defendido por solos 400 franceses con escasas vituallas. Despechados estos de verse en apuro por la osadía de meros paisanos, quisieron vengarse incomodando con sus bombas a la villa y arruinándola sin otro objeto que el de hacer daño. [Marginal: Socorre la plaza el general Reille.] Mas hubiéranse quizá arrepentido de su bárbara conducta, si estando ya casi a punto de capitular no los hubiera socorrido oportunamente el general Reille. Ayudante este de Napoleón, había por orden suya llegado a Perpiñán y reunido precipitadamente algunas fuerzas. Con ellas y un convoy tocó el 5 de julio los muros de Figueras y ahuyentó a los somatenes. Persuadido Reille que Rosas, aunque en parte desmantelada, atizaba el fuego de la insurrección y suministraba municiones y armas, intentó el 11 del mismo julio tomarla por sorpresa, pero le salió vano su intento habiendo sido completamente rechazado. A la vuelta tuvo que padecer bastante, acosado por los somatenes, que en varios otros reencuentros, señaladamente en el del Alfar, desbarataron a los franceses. [Marginal: Don Juan Clarós.] Era su principal caudillo Don Juan Clarós, hombre de valor y muy práctico en la tierra. [Marginal: Vuelve Duhesme a Gerona.] Duhesme, por su parte, luego que volvió a Barcelona después de habérsele desgraciado su empresa de Gerona, no descansaba ni vivía tranquilo hasta vengar el recibido agravio. Juntó con premura los convenientes medios, y al frente de 6000 hombres, un tren considerable de artillería con municiones de boca y guerra, escalas y demás pertrechos conducentes a formalizar un sitio, salió de Barcelona el 10 de julio. Confiado en el éxito de esta nueva expedición contra Gerona, públicamente decía: _el 24 llego, el 25 la ataco, la tomo el 26 y el 27 la arraso_. Conciso como César en las palabras no se le asemejó en las obras. Por de pronto fue inquietado en todo el camino. Detuvieron a sus soldados entre Caldetas y San Pol las cortaduras que los somatenes habían abierto, y cuyo embarazo los expuso largo tiempo a los fuegos de una fragata inglesa y de varios buques españoles. Prosiguiendo adelante se dividieron el 19 en dos trozos, tomando uno de ellos la vuelta de las asperezas de Vallgorguina, y el otro la ruta de la costa. De este lado tuvieron un reñido choque con la gente que mandaba Don Francisco Miláns, y por el de la Montaña, vencidos varios obstáculos, con pérdidas y mucha fatiga llegaron el 20 a Hostalrich, cuyo gobernador Don Manuel O’Sullivan, de apellido extranjero pero de corazón español y nacido en su suelo, contestó esforzadamente a la intimación que de rendirse le hizo el general Goulas. Volviéronse a unir las dos columnas francesas después de otros reencuentros, y juntas avanzaron a Gerona, en donde el 24 se les agregó el general Reille con más de 2000 hombres que traía de Figueras. Aunque a vista de la plaza, no la acometieron formalmente hasta principios de agosto, y como el no haber conseguido el enemigo su objeto dependió en mucha parte de haberse mejorado la situación del principado con los auxilios que de fuera vinieron, y con el mejor orden que en él se introdujo, será conveniente que acerca de uno y otro echemos una rápida ojeada. [Marginal: Junta de Lérida.] Habíase congregado en Lérida a últimos de junio una junta general en que se representaron los diversos corregimientos y clases del principado. Fue su primera y principal mira aunar los esfuerzos, que si bien gloriosos, habían hasta entonces sido parciales, combinando las operaciones y arreglando la forma de los diversos cuerpos que guerreaban. Acordó juntar con ellos y otros alistados el número de 40.000 hombres, y buscó y encontró en sus propios recursos el medio de subvenir a su mantenimiento. Para lisonjear sin duda la opinión vulgar de la provincia, adoptó en la organización de la fuerza armada la forma antigua de los miqueletes. Motejose con razón esta disposición como también el que dándoles mayor paga disgustase a los regimientos de línea. Los miqueletes, según Melo, se llamaron antes almogávares, cuyo nombre significa gente del campo, que profesaba conocer por señales ciertas el rastro de personas y animales. Mudaron su nombre en el de _miquelets_ en memoria, dice el mismo autor, de Miquelot de Prats, compañero del famoso César Borja. Pudo en aquel siglo y aun después convenir semejante ordenación de paisanos, aunque muchos lo han puesto en duda; mas de ningún modo era acomodada al nuestro faltándole la conveniente disciplina y subordinación. [Marginal: Tropas de Menorca mandadas por el marqués del Palacio.] Acudieron también a Cataluña, por el propio tiempo, parte de las tropas de las islas Baleares. Al principio se habían negado sus habitantes a desprenderse de aquella fuerza, temerosos de un desembarco. Pero en julio, más tranquilos, convinieron en que la guarnición de Mahón con el marqués del Palacio, que mandaba en Menorca desde el principio de la insurrección, se hiciese a la vela para Cataluña. Dicho general, si bien había suscitado alteraciones de que hubieran podido resultar males y abierta división entre las dos islas de Mallorca y Menorca, habíase sin embargo mantenido firmemente adicto a la causa de la patria, y contestado con dignidad y energía a las insidiosas propuestas que le hicieron los franceses de Barcelona y sus parciales. El 20 de julio salió pues de Menorca la expedición, compuesta de 4630 hombres, con muchos víveres y pertrechos, y el 23 desembarcó en Tarragona. Dio su llegada grande impulso a la defensa de Cataluña, y trasladándose sin tardanza de Lérida a aquel puerto la junta del principado, nombró por su presidente al marqués del Palacio, y se instaló solemnemente el 6 de agosto. Se empezó desde entonces en aquella parte de España a hacer la guerra de un modo mejor y más concertado. Al principio, sin otra guía ni apoyo que el valor de sus habitantes, redújose por lo general a ser defensiva y a incomodar separadamente al enemigo. Con este fin determinó el nuevo jefe tomar la ofensiva, reforzando la línea de somatenes que cubría la orilla del Llobregat. Escogió para mandar la tropa que enviaba a aquel punto al brigadier conde de Caldagués, quien se juntó con el coronel Baguet, jefe de los somatenes. La presencia de esta gente incomodaba a Lecchi, comandante de Barcelona en ausencia de Duhesme, mayormente cuando por mar le bloqueaban dos fragatas inglesas, de una de las cuales era capitán el después tan conocido y famoso Lord Cochrane. Temíase el francés cualquier tentativa, y creció su cuidado luego que supo haber los somatenes recobrado el 31 a Mongat con la ayuda de dicho Cochrane, y capitaneados por Don Francisco Barceló. [Marginal: El conde de Caldagués va en socorro de Gerona.] No queriendo desperdiciar la ocasión, y valiéndose de la inquietud y sobresalto del enemigo, pensó el marqués del Palacio en socorrer a Gerona. Al efecto y creyendo que por sí y los somatenes podría distraer bastantemente la atención de Lecchi, dispuso que el conde de Caldagués saliese de Martorell el 6 de agosto con tres compañías de Soria y una de granaderos de Borbón, alrededor de cuyo núcleo esperaba que se agruparían los somatenes del tránsito. Así sucedió, agregándose sucesivamente Miláns, Clarós y otros al conde de Caldagués, que se encaminó por Tarrasa, Sabadell y Granollers a Hostalrich. El 15 se aproximaron todos a Gerona, y en Castellá, celebrándose un consejo de guerra y de concierto con los de la plaza, se resolvió atacar a los franceses al día siguiente. Contaban los españoles 10.000 hombres, por la mayor parte somatenes. Veamos ahora lo que allí había ocurrido desde que el enemigo la había embestido en los últimos días de julio. El número de los sitiadores, si no se ha olvidado, ascendía a cerca de 9000 hombres; el de los nuestros, dentro del recinto, a 2000 veteranos, y además el vecindario, muy bien dispuesto y entusiasmado. Los franceses, fuese desacuerdo entre ellos, fuesen órdenes de Francia, o más bien el trastorno que les causaban las nuevas que recibían de todas las provincias de España, continuaron lentamente sus trabajos sin intentar antes del 12 de agosto ataque formal. [Marginal: Atacan los franceses a Gerona el 13 de agosto.] Aquel día intimaron la rendición, y desechadas que fueron sus proposiciones rompieron el fuego a las doce de la noche del 13. Aviváronle el 14 y 15, acometiendo con particularidad del lado de Monjuich, nombre que se da, como en Barcelona, a su principal fuerte. Adelantaban en la brecha los enemigos, y muy luego hubiera estado practicable, si los sitiados, trabajando con ahinco y guiados por los oficiales de Ultonia, no se hubiesen empleado en su reparo. Apurados, sin embargo, andaban a la sazón que el conde de Caldagués, colocado con su división en las cercanías, [Marginal: Son derrotados el 16.] trató, estando todos de acuerdo, de atacar en la mañana del 16 las baterías que los sitiadores habían levantado contra Monjuich. Mas era tal el ardimiento de los soldados de la plaza, que sin aguardar la llegada de los de Caldagués, y mandados por Don Narciso de la Valeta, Don Enrique O’Donnell y Don Tadeo Aldea, se arrojaron sobre las baterías enemigas, penetraron hasta por sus troneras, incendiaron una, se apoderaron de otra y quemaron sus montajes. Hízose luego general la refriega: duró hasta la noche quedando vencedores los españoles, no obstante la superioridad del enemigo en disciplina y orden. [Marginal: Levantan el sitio.] Escarmentados los franceses abandonaron el sitio, y volviéndose Reille al siguiente día a Figueras, enderezó Duhesme sus pasos camino de Barcelona. Pero este no atreviéndose a repasar por Hostalrich ni tampoco por la marina, ruta en varios puntos cortada y defendida con buques ingleses, se metió por en medio de los montes perdiendo carros y cañones, cuyo transporte impedían lo agrio de la tierra y la celeridad de la marcha. Llegó Duhesme dos días después a la capital de Cataluña con sus tropas hambrientas y fatigadas y en lastimoso estado. Terminose así su segunda expedición contra Gerona, no más dichosa ni lucida que la primera. [Marginal: Portugal.] Llevada en España a feliz término esta que podemos llamar su primer campaña, será bien volver nuestra vista a la que al propio tiempo acabaron los ingleses gloriosamente en Portugal. [Marginal: Estado de aquel reino y de su insurrección.] Había aquel reino proseguido en su insurrección, y padecido bastantemente algunos de sus pueblos con la entrada de los franceses. Cupo suerte aciaga a Leiría y Nazareth, habiendo sido igualmente desdichada la de la ciudad de Évora. Era en Portugal difícil el arreglo y unión de todas sus provincias por hallarse interrumpidas las comunicaciones entre las del norte y mediodía, y arduo por tanto establecer un concierto entre ellas para lidiar ventajosamente contra los franceses. La junta de Oporto, animada de buen celo, mas desprovista de medios y autoridad, procedía lentamente en la organización militar, y de Galicia con escasez y tarde le llegaron cerca de 2000 hombres de auxilio. La junta de Extremadura envió por su lado una corta división a las órdenes de Don Federico Moreti, con cuya presencia se fomentó el alzamiento del Alentejo en tal manera grave a los ojos de Junot, que dio orden a Loison para pasar prontamente a aquella provincia, desamparando la Beira, en donde este general estaba, después de haber inútilmente pisado los lindes de Salamanca y las orillas de Duero. Supieron portugueses y españoles que se acercaban los enemigos, y al mando aquellos del general Francisco de Paula Leite, [Marginal: Évora.] y los nuestros al del brigadier Moreti, los aguardaron fuera de las puertas de Évora, dentro de cuyos muros se había instalado la junta suprema de la provincia. Era el 29 de julio, y las tropas aliadas no ofreciendo sino un conjunto informe de soldados y paisanos mal armados y peor disciplinados, se dispersaron en breve, recogiéndose parte de ellos a la ciudad. Los enemigos avanzaron, mas tuvieron dentro que vencer la pertinaz resistencia de los vecinos y de muchos de los españoles refugiados allí después de la acción, y que, guiados por Moreti y sobre todo por Don Antonio María Gallego, disputaron a palmos algunas de las calles. El último quedó prisionero. La ciudad fue entregada por el enemigo a saco, desahogando este horrorosamente su rabia en casas y vecinos. Moreti con el resto de su tropa se acogió a la frontera de Extremadura. En ella y en la plaza de Olivenza reunía los dispersos el general Leite. También al mismo tiempo se ocupaba en el Algarbe el conde de Castromarín en allegar y disciplinar reclutas; mas tan loables esfuerzos así de esta parte como otros parecidos en la del norte de Portugal, no hubieran probablemente conseguido el anhelado objeto de libertar el suelo lusitano de enemigos sin la pronta y poderosa cooperación de la Gran Bretaña. [Marginal: Expedición inglesa enviada a Portugal.] Desde el principio de la insurrección española había pensado aquel gobierno en apoyarla con tropas suyas. Así se lo ofreció a los diputados de Galicia y Asturias en caso que tal fuese el deseo de las juntas; mas estas prefirieron a todo los socorros de municiones y dinero, teniendo por infructuoso, y aun quizá perjudicial, el envío de gente. Era entonces aquella opinión la más acreditada, y fundábase en cierto orgullo nacional loable, mas hijo en parte de la inexperiencia. Daba fuerza y séquito a dicha opinión el desconcepto en que estaban en el continente las tropas inglesas, por haberse hasta entonces malogrado desde el principio de la revolución francesa casi todas sus expediciones de tierra. Sin embargo al paso que amistosamente no se admitió la propuesta, se manifestó que si el gobierno de S. M. B. juzgaba oportuno desembarcar en la península alguna división de su ejército, sería conveniente dirigirla a las costas de Portugal, en donde su auxilio serviría de mucho a los españoles poniéndoles a salvo de cualquier empresa de Junot. Abrazó la idea el ministerio inglés, y una expedición preparada antes de levantarse España, y según se presume contra Buenos Aires, mudó de rumbo, y recibió la orden de partir para las costas portuguesas. Púsose a su frente al teniente general Sir Arthur Wellesley, conocido después con el nombre de duque de Wellington, y de quien daremos breve noticia, siendo muy principal el papel que representó en la guerra de la península. [Marginal: Sir Arthur Wellesley.] Cuarto hijo Sir Arthur del vizconde Wellesley, conde de Mornington, había nacido en Irlanda en 1769, el mismo año que Napoleón. De Eton pasó a Francia, y entró en la escuela militar de Angers para instruirse en la profesión de las armas. Comenzó su carrera en la desastrada campaña que en 1793 acaudilló en Holanda el duque de York, donde se distinguió por su valor. Detenido a causa de temporales, no se hizo a la vela para América en 95, según lo intentaba, y solo en 97 se embarcó con dirección a opuestas regiones, yendo a la India oriental en compañía de su hermano mayor el marqués de Wellesley, nombrado gobernador. Se aventajó por su arrojo y pericia militar en la guerra contra Tipoo-Saib y los Máratas, ganándoles con fuerzas inferiores la batalla decisiva de Assaye. En 1805 de vuelta a Inglaterra tomó asiento en la cámara de los comunes, y se unió al partido de Pitt. Nombrado secretario de Irlanda, capitaneó después la tropa de tierra que se empleó en la expedición de Copenhague. Hombre activo y resuelto al paso que prudente, gozando ya de justo y buen concepto como militar, sobremanera aumentó su fama en las venturosas campañas de la península española. [Marginal: Sale la expedición de Cork.] Contaba ahora la expedición de su mando 10.000 hombres, los que bien provistos y equipados dieron la vela de Cork el 12 de julio. Al emparejar con la costa de España paráronse delante de la Coruña, en donde desembarcó el 20 su general Wellesley. Andaba a la sazón aquella junta muy atribulada con la rota de Rioseco, y nunca podrían haber llegado más oportunamente los ofrecimientos ingleses en caso de querer admitirlos. Reiterolos su jefe, pero la junta insistió en su dictamen, y limitándose a pedir socorros de municiones y dinero, indicó como más conveniente el desembarco en Portugal. Prosiguieron pues su rumbo, y poniéndose de acuerdo el general de la expedición con Sir Carlos Cotton, [Marginal: Desembarca en Mondego.] que mandaba el crucero frente de Lisboa, determinó echar su gente en tierra en la bahía de Mondego, fondeadero el más acomodado. No tardó Wellesley en recibir aviso de que otras fuerzas se le juntarían, entre ellas las del general Spencer, antes en Jerez y Puerto de Santa María, y también 10.000 hombres procedentes de Suecia al mando de Sir Juan Moore. Reunidas que fuesen todas estas tropas con otros cuerpos sueltos, debían ascender en su totalidad a 30.000 hombres inclusos 2000 de caballería; pero con noticia tan placentera recibió otra el general Wellesley por cierto desagradable. Era pues que tomaría el mando en jefe del ejército Sir H. Dalrymple, haciendo de segundo bajo sus órdenes Sir H. Burrard. Recayó el nombramiento en el primero porque habiendo seguido buena correspondencia con Castaños y los españoles, se creyó que así se estrecharían los vínculos entre ambas naciones con la cumplida armonía de sus respectivos caudillos. No obstante la mudanza que se anunciaba, prevínose al general Wellesley que no por eso dejase de continuar sus operaciones con la más viva diligencia. Autorizado este con semejante permiso, y quizá estimulado con la espuela del sucesor, trató sin dilación de abrir la campaña. Desembarcadas ya todas sus tropas en 5 de agosto, y arribando con las suyas el mismo día el general Spencer, pusiéronse el 9 en marcha hacia Lisboa. El 12 se encontraron en Leiría con el general portugués Bernardino Freire que mandaba 6000 infantes y 600 caballos de su nación. No se avinieron ambos jefes. Desaprobaba el portugués la ruta que quería tomar el británico, temeroso de que descubierta Coimbra fuese acometida por el general Loison, quien de vuelta ya del Alentejo había entrado en Tomar. Por tanto permaneció por aquella parte, cediendo solamente a los ingleses 1400 hombres de infantería y 250 de caballería que se les incorporaron. Wellesley prosiguió adelante, y el 15 avanzó hasta Caldas. [Marginal: Estado de Junot y sus disposiciones.] El desembarco de sus tropas había excitado en Lisboa y en todos los pueblos extremado júbilo y alegría, enflaqueciendo el ánimo de Junot y los suyos. Preveían su suerte, principalmente estando ya noticiosos de la capitulación de Dupont y retirada de José al Ebro. Derramadas sus fuerzas no ofrecían en ningún punto suficiente número para oponerse a 15.000 ingleses que avanzaban. Tomó sin embargo Junot providencias activas para reconcentrar su gente en cuanto le era dable. Ordenó a Loison dirigirse a la Beira y flanquear el costado izquierdo de sus contrarios, y a Kellermann que ahuyentando las cuadrillas de paisanos de Alcácer do Sal y su comarca evacuase a Setúbal y se le uniese. Negose a prestarle ayuda Siniavin, almirante de la escuadra rusa, fondeada en el Tajo, no queriendo combatir a no ser que acometiesen el puerto los buques ingleses. Tampoco descuidó Junot celar que se mantuviese tranquila la populosa Lisboa, y para ello en nada acertó tanto como en dejar su gobierno al cuidado del general Travot, de todos querido y apreciado por su buen porte. Custodiáronse con particular esmero los españoles que yacían en pontones, y se atendió a conservar libres las orillas del Tajo. Los franceses allí avecindados se mostraron muy aficionados a los suyos, y deseosos de su triunfo formaron un cuerpo de voluntarios. El conde de Bourmont y otros emigrados, a quienes durante la revolución se habían prodigado en Lisboa favores y consuelo, se unieron a sus compatriotas solicitando con instancia el mencionado conde que se le emplease en el estado mayor. Tomadas estas disposiciones, pareciole a Junot ser ocasión de ponerse a la cabeza de su ejército, e ir al encuentro de los ingleses. Pero antes habían estos venido a las manos cerca de Roliça con el general Delaborde, quien saliendo de Lisboa el 6 de agosto y juntándose en Óbidos con el general Thomières y otros destacamentos, había avanzado a aquel punto al frente de 5000 hombres. [Marginal: Acción de Roliça.] Eran sus instrucciones no empeñar acción hasta que se le agregasen las tropas en varios puntos esparcidas, y limitarse a contener a los ingleses. No le fue lícito cumplir aquellas, viéndose obligado a pelear con el ejército adversario. Había este salido de su campo de Caldas en la madrugada del 17, y encaminádose hacia Óbidos. Se extiende desde allí hasta Roliça un llano arenoso cubierto de matorrales y arbustos terminado por agrias colinas, las que prolongándose del lado de Columbeira casi cierran por su estrechura y tortuosidad el camino que da salida al país situado a su espalda. Delaborde tomó posición en un corto espacio que hay delante de Roliça, pueblo asentado en la meseta de una de aquellas colinas, y de cuyo punto dominaba el terreno que habían de atravesar los ingleses. Acercábanse estos divididos en tres trozos: mandaba el de la izquierda el general Ferguson, encargado de rodear por aquel lado la posición de Delaborde y de observar si Loison intentaba incorporársele. El capitán Trant con los portugueses debía por la derecha molestar el costado izquierdo de los franceses, quedando en el centro el trozo más principal, compuesto de cuatro brigadas y a las órdenes inmediatas de Sir Arthur, de cuyo número se destacó por la izquierda la del general Fane para darse la mano con la de Ferguson, del mismo modo que por la derecha y para sostener a los portugueses se separó la del general Hill. Delaborde no creyéndose seguro en donde estaba, con prontitud y destreza se recogió amparado de su caballería detrás de Columbeira, en paraje de difícil acceso, y al que solo daban paso unas barrancas de pendiente áspera y con mucha maleza. Entonces los ingleses variaron la ordenación del ataque; y uniéndose los generales Fane y Ferguson para rodear el flanco derecho del enemigo, acometieron su frente de posición muy fuerte los generales Hill y Nightingale. Defendiéronse los franceses con gran bizarría, y cuatro horas duró la refriega. Delaborde herido y perdida la esperanza de que se le juntara Loison, pensó entonces en retirarse, temeroso de ser del todo deshecho por las fuerzas superiores de sus contrarios. Primeramente retrocedió a Azambujeira, disputando el terreno con empeño. Hizo después una corta parada, y al fin tomó el angosto camino de Runha, andando toda la noche para colocarse ventajosamente en Montechique. Perdieron los ingleses 500 hombres, 600 los franceses. Gloriosa fue aquella acción para ambos ejércitos; pues peleando briosamente, si favoreció a los últimos su posición, eran los primeros en número muy superiores. Con la victoria recobraron confianza los soldados ingleses, menguada por anteriores y funestas expediciones; y de allí tomó principio la fama del general Wellesley, acrecentada después con triunfos más importantes. No había Loison acudido a unirse con Delaborde receloso de comprometer la suerte de su división. Sabía que los ingleses habían llegado a Leiría, le observaban de cerca los portugueses y unos 1500 españoles que de Galicia había traído el marqués de Valladares; el país se mostraba hostil, y así no solo juzgó imprudente empeñarse en semejante movimiento, sino que también abandonando a Tomar, siguió por Torres Novas a Santarén y el 17 se incorporó en Cercal con Junot. Los portugueses luego que le vieron lejos, entraron en Abrantes y se apoderaron de casi todo un destacamento que allí había dejado. Junot por su parte, según acabamos de indicar, se había ya adelantado. El 15 de agosto después de celebrar con gran pompa la fiesta de Napoleón, por la noche y muy a las calladas había salido de Lisboa. Falsas nuevas y el estado de su gente le retardaron en la marcha, y no le fue dado antes del 20 reunir sus diversas y separadas fuerzas. Aquel día aparecieron juntas en Torres Vedras, y se componían de 12.000 infantes y 1500 caballos. Quedaban además las competentes guarniciones en Elvas, Almeida, Peniche, Palmela, Santarén y en los fuertes de Lisboa. Mandaba la 1.ª división francesa el general Delaborde, la 2.ª Loison, y Kellermann la reserva. La caballería y artillería se pusieron al cuidado de los generales Margaron y Taviel, y en la última arma mandaba la reserva el coronel entonces, y después general Foy, célebre y bajo todos respectos digno de loa. [Marginal: Socorros llegados al ejército inglés.] Era más numeroso el ejército inglés. Se le habían nuevamente agregado 4000 hombres a las órdenes de los generales Anstruther y Acland, y constaba en todo de más de 18.000 combatientes. Carecía de la suficiente caballería, limitándose a 200 jinetes ingleses y 250 portugueses. Después de la acción de Roliça no había Wellesley perseguido a su contrario. Para proteger el desembarco en Maceira de los 4000 hombres mencionados, había avanzado hasta Vimeiro, en donde casi al propio tiempo se le anunció la llegada con 11.000 hombres de Sir Juan Moore. A este le ordenó que saltase con su gente en tierra en Mondego, y que yendo del lado de Santarén cubriese la izquierda del ejército. No tardó tampoco en saberse la llegada de Sir H. Burrard nombrado segundo de Dalrymple en el mando: noticia por cierto poco grata para el general Wellesley, que esperaba por aquellos días coger nuevos laureles. Su plan de ataque estaba ya combinado. Con pleno conocimiento del terreno, tomando un camino costero, escabroso y estrecho, pensaba flanquear la posición de Torres Vedras, y colocándose en Mafra interponerse entre Junot y Lisboa. Había escogido aquellos vericuetos y ásperos sitios por considerarlos ventajosos para quien como él andaba escaso de caballería. Al aviso de estar cerca Burrard suspendió Wellesley su movimiento y se avistó a bordo con aquel general. Conferenciaron acerca del plan concertado, y juzgando Burrard ser arriesgada cualquier tentativa en tanto que Moore no se les uniese, dispuso aguardarle y que permaneciese su ejército en la posición de Vimeiro. Tuvo empero la dicha el general Wellesley de que Junot, no queriendo dar tiempo a que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió atacar inmediatamente a las que en Vimeiro se mantenían tranquilas. [Marginal: Batalla de Vimeiro, 21 de agosto.] Está situado aquel pueblo no lejos del mar en una cañada por donde corre el río Maceira. Al norte se eleva una sierra cortada al oriente por un escarpe en cuya hondonada está el lugar de Toledo. En dicha sierra no habían al principio colocado los ingleses sino algunos destacamentos. Al sudoeste se percibe un cerro en parte arbolado que por detrás continúa hacia poniente con cimas más erguidas. Seis brigadas inglesas ocupaban aquel puesto. Había otras dos a la derecha del río en una eminencia escueta y roqueña que se levanta delante de Vimeiro. En la cañada o valle se situaron los portugueses y la caballería. A las ocho de la mañana del 21 de agosto se divisaron los franceses viniendo de Torres Vedras. Imaginose Wellesley ser su intento atacar la izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y como estaba desguarnecida encaminó a aquel punto, una tras de otra, cuatro de las seis brigadas que coronaban las alturas de sudoeste y que era su derecha. No había sido tal el pensamiento de los franceses. Mas observando su general dicho movimiento, envió sucesivamente para sostener a un regimiento de dragones, hacia allí destacado, dos brigadas al mando de los generales Brenier y Solignac. No por eso desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que había concebido, y cuyo principal blanco era la eminencia situada delante de Vimeiro, en donde estaban apostadas, según hemos dicho, dos brigadas inglesas, las cuales se respaldaban contra otras dos que aún permanecían en las alturas de sudoeste. Rompió el combate el general Delaborde, siguió a poco Loison, y por instantes arreció la pelea furiosamente. La reserva bajo las órdenes de Kellermann, viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia, fue en su ayuda, y en uno de aquellos acometimientos hirieron a Foy. Rechazaban los ingleses a sus intrépidos contrarios, aunque a veces flaqueaba alguno de sus cuerpos. Junot en la reserva observaba y dirigía el principal ataque sin descuidar su derecha. Mas en aquella no tuvieron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno herido y otro prisionero. A las doce del día, después de tres horas de inútil lucha y disminuido el ejército francés con la pérdida de más de 1800 hombres, determinaron sus generales retirarse a una línea casi paralela a la que ocupaban los ingleses. Estos con parte de su fuerza todavía intacta consideraron entonces como suya la victoria, habiéndose apoderado de 13 cañones, y solo contando entre muertos y heridos unos 800 hombres. Parecía que era llegado el tiempo de perseguir a los vencidos con las tropas de refresco. Tal era el dictamen de Sir Arthur Wellesley, sin que ya fuese dueño de llevarle a cabo. Durante la acción había llegado al campo el general Burrard, a quien correspondía el mando en jefe. Con escrúpulo cortesano dejó a Wellesley rematar una empresa dichosamente comenzada. Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad, opúsose a ello, e insistió en aguardar a Moore. De prudencia pudo graduarse semejante opinión antes de la batalla: tanta precaución ahora si no disfrazaba celosa rivalidad, excedía los límites de la timidez misma. Los franceses por la tarde sin ser incomodados se fueron a Torres Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que acordaron abrir negociaciones con los ingleses por medio del general Kellermann, no dejando de continuar su retirada a Lisboa. [Marginal: Armisticio entre ambos ejércitos.] Así se ejecutó; pero al tocar el negociador francés las líneas inglesas, había desembarcado ya y tomado el mando Sir H. Dalrymple. Con lo que en menos de dos días tres generales se sucedieron en el campo británico: mudanza perjudicial a las operaciones militares y a los tratos que siguieron, apareciendo cuán erradamente a veces proceden aun los gobiernos más prácticos y advertidos. Propuso Kellermann un armisticio, conformose el general inglés y se nombró para concluirle a Sir Arthur Wellesley. Convinieron los negociadores en ciertos artículos que debían servir de base a un tratado definitivo. Fueron los más principales: 1.º Que el ejército francés evacuaría a Portugal, siendo transportado a Francia con artillería, armas y bagaje por la marina británica. 2.º Que a los portugueses y franceses avecindados no se les molestaría por su anterior conducta política, pudiendo salir del territorio portugués con sus haberes en cierto plazo: y 3.º Que se consideraría neutral el puerto de Lisboa durante el tiempo necesario y conforme al derecho marítimo, a fin de que la escuadra rusa diese la vela sin ser a su salida incomodada por la británica. Señalose una línea de demarcación entre ambos ejércitos, quedando obligados recíprocamente a avisarse 48 horas de antemano en caso de volver a romperse las hostilidades. Mientras tanto Junot había el 23 entrado en Lisboa, en donde los ánimos andaban muy alterados. Con la noticia de la acción de Roliça hubiérase el 20 conmovido la población a no haberla contenido con su prudencia el general Travot. Mas permaneciendo viva la causa de la fermentación pública, hubieron los franceses de acudir a precauciones severas, y aun al miserable y frágil medio de esparcir falsas nuevas, anunciando que habían ganado la batalla de Vimeiro. De poco hubieran servido sus medidas y artificios si oportunamente no hubiera llegado con su ejército el general Junot. A su vista forzoso le fue al patriotismo portugués reprimir ímpetus inconsiderados. Por otra parte el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El general Bernardino Freire agriamente representó contra su ejecución, no habiendo tenido cuenta en lo estipulado ni con su ejército, ni con la junta de Oporto, ni tampoco con el príncipe regente de Portugal, cuyo nombre no sonaba en ninguno de los artículos. Aunque justa hasta cierto punto, fue desatendida tal reclamación. No pudo serlo la de Sir C. Cotton, comandante de la escuadra británica, quien no quiso reconocer nada de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto y de los buques rusos allí anclados. Tuvieron pues que romperse las negociaciones. Mucho incomodó a Junot aquel inesperado suceso; y escuchando antes que a sus apuros a la altivez de su pecho engreído con no interrumpida ventura, dispúsose a guerrear a todo trance. Mas sin recursos, angustiados los suyos y reforzados los contrarios con la división de Moore y un regimiento que el general Beresford traía de las aguas de Cádiz, se le ofrecían insuperables dificultades. Aumentábanse estas con el brío adquirido por la población portuguesa, la que después de las victorias alcanzadas, de tropel acudía a Lisboa y estrechaba las cercanías. Carecía también de la conveniente cooperación del almirante ruso, indiferente a su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte enfureció tanto más a Junot, cuanto la estancia de aquella escuadra en el Tajo había sido causa del rompimiento de las negociaciones entabladas. Así mal de su grado, solo y vencido de la amarga situación de su ejército, [Marginal: Convenio del almirante ruso con el inglés. (* Ap. n. 5-6.)] cedió Junot y asintió a la famosa convención concluida en Lisboa el 30 de agosto entre el general Kellermann y J. Murray, cuartel-maestre del ejército inglés. El ruso ajustó por sí en 3 de septiembre un convenio con el almirante inglés,[*] según el cual entregaba en depósito su escuadra al gobierno británico hasta seis meses después de concluida la paz entre sus gobiernos respectivos, debiendo ser transportados a Rusia los jefes, oficiales y soldados que la tripulaban. [Marginal: Convención de Cintra. (* Ap. n. 5-7.)] La convención entre francesas e ingleses llamose malamente de Cintra, por no haber sido firmada allí ni ratificada.[*] Constaba de 22 artículos y además otros tres adicionales, partiendo de la base del armisticio antes concluido. Los franceses no eran considerados como prisioneros de guerra, y debían los ingleses transportarlos a cualquier puerto occidental de Francia entre Rochefort y Lorient. En el tratado se incluían las guarniciones de las plazas fuertes. Los españoles detenidos en pontones o barcos en el Tajo, se entregaban a disposición del general inglés, en trueque de los franceses que sin haber tomado parte en la guerra hubieran sido presos en España. No eran por cierto muchos, y los más habían ya sido puestos en libertad. Entre los que todavía permanecían arrestados soltó los suyos la junta de Extremadura, condescendiendo con los deseos del general inglés. [Marginal: Españoles de Portugal.] El número de españoles que gemían en Lisboa presos ascendía a 3500 hombres, procedentes de los regimientos de Santiago y Alcántara de caballería, de un batallón de tropas ligeras de Valencia, de granaderos provinciales y varios piquetes; los cuales bien armados y equipados desembarcaron en octubre a las órdenes del mariscal de campo Don Gregorio Laguna en la Rápita de Tortosa y en los Alfaques. Los demás artículos de la convención tuvieron sucesivamente cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron acaloradas disputas: sobre todo los que tenían relación con la propiedad de los individuos. Esto, y falta de transportes, dilataron la partida de los franceses. Causaba su presencia desagradable impresión, y tuvieron los ingleses que velar noche y día para que no se perturbase la tranquilidad de Lisboa. No tanto ofendía a sus habitantes la franca salida que por la convención se daba a sus enemigos, cuanto el poco aprecio con que en ella eran tratados el príncipe regente y su gobierno. No se mentaba ni por acaso su nombre, y si en el armisticio había cabido la disculpa de ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado en que se mezclaban intereses políticos no era dado alegar las mismas razones. De aquí se promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los generales ingleses. Al principio quisieron estos aplacar el enojo de aquella; [Marginal: Restablecen los ingleses la regencia de Portugal.] mas al fin desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas en Portugal. Restablecieron en 18 de septiembre conforme a instrucción de su gobierno la regencia que al partir al Brasil había dejado el príncipe Don Juan, y tan solo descartaron las personas ausentes o comprometidas con los franceses. Portugal reconoció el nuevo gobierno y se disolvieron todas sus juntas. El 13 de septiembre dio la vela Junot y su nave dirigió el rumbo a La Rochelle. El 30 todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos de otras arribaron a Guiberon y Lorient. Faltaban las de las plazas, para cuya salida hubo nuevos tropiezos. [Marginal: Elvas sitiada por los españoles.] El general español Don José de Arce por orden de la junta de Extremadura había asediado el 7 de septiembre a Elvas, y obligado al comandante francés Girod de Novilars a encerrarse en el fuerte de La Lippe. Sobrado tardía era en verdad la tentativa de los españoles, y llevaba traza de haberse imaginado después de sabida la convención entre franceses e ingleses. Despacharon estos para cumplirla en aquella plaza un regimiento, pero Arce y la junta de Extremadura se opusieron vivamente a que se dejase ir libres a los que sus soldados sitiaban. Cruzáronse escritos de una y otra parte, hubo varias y aun empeñadas explicaciones, mas al cabo se arregló todo amistosamente con el coronel inglés Graham. [Marginal: Almeida, por los portugueses.] No anduvieron respecto de Almeida más dóciles los portugueses, quienes cercaban la plaza. Hasta primeros de octubre no se removieron los obstáculos que se oponían a la entrega, y aun entonces hubo de serles a los franceses harto costosa. Libres ya y próximos a embarcarse en Oporto, sublevose el pueblo de aquella ciudad con haber descubierto entre los equipajes ornamentos y alhajas de iglesia. Despojados de sus armas y haberes debieron la vida a la firmeza del inglés Sir Roberto Wilson que mandaba un cuerpo de portugueses, conteniendo a duras penas la embravecida furia popular. Con el embarco de la guarnición de Almeida quedaba del todo cumplida la convención llamada de Cintra. Fue penosa la travesía de las tropas francesas, maltratado el convoy por recios temporales. Cerca de 2000 hombres perecieron, naufragando tripulaciones y transportes: 22.000 arribaron a Francia, 29.000 habían pisado el suelo portugués. Pocos meses adelante los mismos soldados aguerridos y mejor disciplinados volvieron de refresco sobre España. [Marginal: Desaprobación general de la convención de Cintra en Inglaterra.] La convención no solamente indignó a los portugueses y fue censurada por los españoles, sino que también levantó contra ella el clamor de la Inglaterra misma. Llenos de satisfacción y contento habían estado sus habitantes al eco de las victorias de Roliça y Vimeiro. De ello fuimos testigos, y de los primeros. Traemos a la memoria que en 1.º de septiembre y a cosa de las nueve de la noche asistiendo a un banquete en casa de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada del capitán Campbell portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demás ministros británicos, y a pesar de su natural y prudente reserva, con las victorias conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado. No menor se mostró en todas las ciudades y pueblos de la gran Bretaña. Pero enturbiole bien luego la capitulación concedida a Junot, creciendo el enojo a par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que los españoles hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era el concepto del brío y pericia militar de nuestra nación, exagerado entonces, como después sobradamente deprimido al llegar derrotas y contratiempos. Aparecía el despecho y la ira hasta en los papeles públicos, cuyas hojas se orlaban con bandas negras, pintando también en caricaturas e impresos a sus tres generales colgados de un patíbulo afrentoso. Cundió el enojo de los particulares a las corporaciones, y las hubo que elevaron hasta el solio enérgicas representaciones. Descolló entre todas la del cuerpo municipal de Londres. No en vano levanta en Inglaterra su voz la opinión nacional. A ella tuvieron que responder los ministros ingleses, nombrando una comisión que informase acerca del asunto, y llamando a los tres generales Dalrymple, Burrard y Wellesley para que satisficiesen a los cargos. Hubo en el examen de su conducta varios incidentes, mas al cabo conformándose S. M. B. con el unánime parecer de la comisión, declaró no haber lugar a la formación de causa, al paso que desechó los artículos de la convención, cuyo contenido podría ofender o perjudicar a españoles y portugueses. Decisión que a pocos agradó, y sobre la que se hicieron justos reparos. Nosotros creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ventajas de las victorias de Roliça y Vimeiro, fue empero de gran provecho el que se desembarazase a Portugal de enemigos. Con la convención se consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado una lucha más larga, y España embarazada con los franceses a la espalda no hubiera tan fácilmente podido atender a su defensa y arreglo interior. [Marginal: Declaración de S. M. B. de 4 de julio.] Estas pues habían sido las victorias conseguidas por las armas aliadas antes del mes de septiembre en el territorio peninsular, con las que se logró despejar su suelo hasta las orillas de Ebro. Por el mismo tiempo fueron también de entidad los tratos y conciertos que hubo entre el gobierno de S. M. B. y las juntas españolas, los cuales dieron ocasión a acontecimientos importantes. Hablamos en su origen del modo lisonjero con que habían sido tratados los diputados de Asturias y Galicia. Se habían ido estrechando aquellas primeras relaciones, y además de los cuantiosos auxilios mencionados y que en un principio se despacharon a España, fueron después otros nuevos y pecuniarios. Creciendo la insurrección y afirmándose maravillosamente, dio S. M. B.[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-8.)] una prueba solemne de adhesión a la causa de los españoles, publicando en 4 de julio una declaración por la que se renovaban los antiguos vínculos de amistad entre ambas naciones. Realmente estaban ya restablecidos desde primeros de junio; pero a mayor abundamiento quísose dar a la nueva alianza toda autoridad por medio de un documento público y de oficio. [Marginal: Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados españoles.] La unión franca y leal de ambos paises, y el tropel portentoso de inesperados sucesos habían excitado en Inglaterra un vivo deseo de tomar partido con los patriotas españoles. No se limitó aquel a los naturales, no a aventureros ansiosos de buscar fortuna. Cundió también a extranjeros y subió hasta personajes célebres e ilustres. Los diputados españoles careciendo de la competente facultad se negaron constantemente a escuchar semejantes solicitudes. Sería prolijo reproducir aun las más principales. Contentarémonos con hacer mención de dos de las más señaladas. Fue una la del general Dumourier: [Marginal: Dumourier.] con ahinco solicitaba trasladarse a la península, y tener allí un mando, o por lo menos ayudar de cerca con sus consejos. Figurábase que ellos y su nombre desbaratarían las huestes de Napoleón. Tachado de vario e inconstante en su conducta, y también de poco fiel a su patria, mal hubiera podido merecer la confianza de otra adoptiva. De muy diverso origen procedía la segunda solicitud, y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las de su familia merecía otro miramiento y atención. [Marginal: Conde de Artois.] Sin embargo no les fue dado a los diputados acceder al noble sacrificio que quería hacer de su persona el conde de Artois [hoy Carlos X de Francia] partiendo a España a pelear en las filas españolas. Acompañaron a estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos días habían corrido después de la llegada a Londres de los diputados de Asturias, cuando el duque de Blacas [entonces conde] se les presentó [Marginal: Luis XVIII.] a nombre de Luis XVIII, ilustre cabeza de la familia de Borbón, con objeto de reclamar el derecho al trono español que asistía a la rama de Francia, extinguida que fuese la de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestión por anticipada, se respondió de palabra y con el debido acatamiento a la reclamación de un príncipe desventurado y venerable, lejos todavía de imaginarse que la insurrección de España le serviría de primer escalón para recuperar el trono de sus mayores. Más secamente se replicó a la nota, que al mismo propósito escribió a los diputados [Marginal: Príncipe de Castelcicala.] en favor de su amo, el príncipe de Castelcicala, embajador de Fernando IV, rey de las dos Sicilias. Provocó la diferencia en la contestación el modo poco atento y desmañado con que dicho embajador se expresó, pues al paso que reivindicaba derechos de tal cuantía, estudiosamente aun en el estilo esquivaba reconocer la autoridad de las juntas. La relación de estos hechos muestra la importancia que ya todos daban a la insurrección de España, deprimida entonces y desfigurada por Napoleón. Pero si bien eran lisonjeros aquellos pasos, no podían fijar tanto la atención de los diputados como otros negocios que particularmente interesaban al triunfo de la buena causa. Para su prosecución se agregaron en primeros de julio a los de Galicia y Asturias los diputados de Sevilla el teniente general Don Juan Ruiz de Apodaca y el mariscal de campo Don Adrián Jácome. Unidos no solamente promovieron el envío de socorros, sino que además volvieron la vista al Norte de Europa. Despacharon a Rusia un comisionado, mas ya fuese falta suya o que aquel gabinete no estuviese todavía dispuesto a desavenirse con Francia, la tentativa no tuvo ninguna resulta. Mas dichosa fue la que hicieron para libertar la división española que estaba en Dinamarca a las órdenes del marqués de la Romana, merced al patriotismo de sus soldados, y a la actividad y celo de la marina inglesa. [Marginal: Tropa española en Dinamarca.] Hubiérase achacado a desvarío pocos meses antes el figurarse siquiera que aquellas tropas a tan gran distancia de su patria y rodeadas del inmenso poder y vigilancia de Napoleón, pisarían de nuevo el suelo español burlándose de precauciones, y aun sirviéndoles para su empresa las mismas que contra su libertad se habían tomado. Constaba a la sazón su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la división que en la primavera de 1807 había salido de España con el marqués de la Romana, y de la que estaba en Toscana y se le juntó en el camino. Por agosto de aquel año y a las órdenes del mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte-Corvo, ocupaban dichas divisiones a Hamburgo y sus cercanías, después de haber gloriosamente peleado algunos de los cuerpos en el sitio de Stralsunda. Resuelto Napoleón a enseñorearse de España, juzgó prudente colocarlos en paraje más seguro, y con pretexto de una invasión en Suecia los aisló y dividió en el territorio danés. Estrecholos así entre el mar y su ejército. Napoleón determinó que ejecutasen aquel movimiento en marzo de 1808. Cruzó la vanguardia el pequeño Belt y desembarcó en Fionia. La impidió atravesar el gran Belt e ir a Zelandia la escuadra inglesa que apareció en aquellas aguas. Lo restante de la fuerza española detenida en el Schleswig, se situó después en las islas de Langeland y Fionia y en la península de Jutlandia. Así continuó, excepto los regimientos de Asturias y Guadalajara que de noche y precavidamente consiguieron pasar el gran Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de España aunque alteradas y tardías habían penetrado en aquel apartado reino. Pocas eran las cartas que los españoles recibían, interceptando el gobierno francés las que hablaban de las mudanzas intentadas o ya acaecidas. Causaba el silencio desasosiego en los ánimos, y aumentaba el disgusto el verse las tropas divididas y desparramadas. En tal congoja recibiose en junio un despacho de Don Mariano Luis de Urquijo para que se reconociese y prestase juramento a José, con la advertencia «de que se diese parte si había en los regimientos algún individuo tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana resolución, desconociendo el interés de la familia real y de la nación española.» No acompañaron a este pliego otras cartas o correspondencia, lo que despertó nuevas sospechas. También el 24 del mismo mes había al propio fin escrito al de la Romana el mariscal Bernadotte. El descontento de soldados y oficiales era grande, los susurros y hablillas muchos, y temíanse los jefes alguna seria desazón. Por tanto adoptáronse para cumplir la orden recibida convenientes medidas, que no del todo bastaron. En Fionia salieron gritos de entre las filas de Almansa y Princesa de _viva España_ y _muera Napoleón_, y sobre todo el tercer batallón del último regimiento anduvo muy alterado. Los de Asturias y Guadalajara abiertamente se sublevaron en Zelandia, fue muerto un ayudante del general Fririon, y este hubiera perecido si el coronel del primer cuerpo no le hubiese escondido en su casa. Rodeados aquellos soldados fueron desarmados por tropas danesas. Hubo también quien juró con condición de que José hubiese subido al trono sin oposición del pueblo español. Cortapisa honrosa y que ponía a salvo la más escrupulosa conciencia, aun en caso de que obligase un juramento engañoso, cuyo cumplimiento comprometía la suerte e independencia de la patria. [Marginal: Marqués de la Romana.] Mas semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobierno francés. Aunque ofendidos e irritados, calladamente aguantaban los españoles hasta poder en cuerpo o por separado libertarse de la mano que los oprimía. El mismo general en jefe viose obligado a reconocer al nuevo rey, dirigiéndole, como a Bernadotte, una carta harto lisonjera. La contradicción que aparece entre este paso y su posterior conducta se explica con la situación crítica de aquel general y su carácter; por lo que daremos de él y de su persona breve noticia. Don Pedro Caro y Sureda marqués de la Romana, de una de las más ilustres casas de Mallorca, había nacido en Palma, capital de aquella isla. Su edad era la de 46 años, de pequeña estatura, mas de complexión recia y enjuta, acostumbrado su cuerpo a abstinencia y rigor. Tenía vasta lectura no desconociendo los autores clásicos latinos y griegos, cuyas lenguas poseía. De la marina pasó al ejército al empezar la guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra a las órdenes de su tío Don Juan Ventura Caro. Yendo de allí a Cataluña ascendió a general, y mostrose entendido y bizarro. Obtuvo después otros cargos. Habiendo antes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso para mandar la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la conveniente entereza, pecaba de distraído, cayendo en olvidos y raras contradicciones. Juguete de aduladores, se enredaba a veces en malos e inconsiderados pasos. Por fortuna en la ocasión actual no tuvieron cabida aviesas insinuaciones, así por la buena disposición del marqués, como también por ser casi unánime en favor de la causa nacional la decisión de los oficiales y personas de cuenta que le rodeaban. Bien pronto en efecto se les ofreció ocasión de justificar los nobles sentimientos que los animaban. Desde junio los diputados de Galicia y Asturias habían procurado por medio de activa correspondencia ponerse en comunicación con aquel ejército; mas en vano: sus cartas fueron interceptadas o se retardaron en su arribo. También el gobierno inglés envió un clérigo católico de nombre Robertson, el que si bien consiguió abocarse con el marqués de la Romana, nada pudo entre ellos concluirse ni determinarse definitivamente. Mientras tanto llegaron a Londres Don Juan Ruiz de Apodaca y Don Adrián Jácome, y como era urgente sacar, por decirlo así, de cautiverio a los soldados españoles de Dinamarca, concertáronse todos los diputados y resolvieron que los de Andalucía enviasen al Báltico a su secretario, [Marginal: Lobo.] el oficial de marina Don Rafael Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el gobierno inglés, y haciéndose a la vela en julio arribó Lobo el 4 de agosto al gran Belt, en donde con el mismo objeto se había apostado a las órdenes de Sir R. Keats parte de la escuadra inglesa que cruzaba en los mares del Norte. Don Rafael Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, a tiempo que en aquellas costas se había despertado el cuidado de los franceses por la presencia y proximidad de dicha escuadra. Deseoso de avisar su venida empleó Lobo inútilmente varios medios de comunicar con tierra. Empezaba ya a desesperanzar, [Marginal: Fábregues.] cuando el brioso arrojo del oficial de voluntarios de Cataluña Don Juan Antonio Fábregues, puso término a la angustia. Había este ido con pliegos desde Langeland a Copenhague. A su vuelta con propósito de escaparse, en vez de regresar por el mismo paraje, buscó otro apartado, en donde se embarcó mediante un ajuste con dos pescadores. En la travesía columbrando tres navíos ingleses fondeados a cuatro leguas de la costa, arrebatado de noble inspiración tiró del sable y ordenó a los dos pescadores, únicos que gobernaban la nave, hacer rumbo a la escuadra inglesa. Un soldado español que iba en su compañía ignorando su intento, arredrose y dejó caer el fusil de las manos. Con presteza cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hubiera pasado Fábregues, si pronto y resuelto este, dando al danés un sablazo en la muñeca, no le hubiese desarmado. Forzados pues se vieron los dos pescadores a obedecer al intrépido español. Déjase discurrir de cuánto gozo se embargarían los sentidos de Fábregues al encontrarse a bordo con Lobo, como también cuánta sería la satisfacción del último cerciorándose de que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tratar y corresponder con los jefes españoles. No desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo que entonces era a todos precioso. Fábregues a pesar del riesgo se encargó de llevar la correspondencia, y de noche y a hurtadillas le echó en la costa de Langeland un bote inglés. Avistose a su arribo y sin tardanza con el comandante español, que también lo era de su cuerpo, Don Ambrosio de la Cuadra, confiado en su militar honradez. No se engañó porque asintiendo este a tan digna determinación, prontamente y disfrazado despachó al mismo Fábregues para que diese cuenta de lo que pasaba al marqués de la Romana. Trasladose a Fionia en donde estaba el cuartel general, y desempeñó en breve y con gran celo su encargo. Causaron allí las nuevas que traía profunda impresión. Crítica era en verdad y apurada la posición de su jefe. Como buen patricio anhelaba seguir el pendón nacional, mas como caudillo de un ejército pesábale la responsabilidad en que incurriría si su noble intento se desgraciaba. Perplejo se hubiera quizá mantenido a no haberle estimulado con su opinión y consejos los demás oficiales. [Marginal: Dispónense a embarcarse las tropas del Norte.] Decidiose en fin al embarco, y convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de ejecutarle. Al principio se había pensado en que se suspendiese hasta que noticiosas del plan acordado las tropas que había en Zelandia y Jutlandia, se moviesen todas a un tiempo antes de despertar el recelo de los franceses. Mas informados estos de haber Fábregues comunicado con la escuadra inglesa, menester fue acelerar la operación trazada. Dieron principio a ella los que estaban en Langeland enseñoreándose de la isla. Prosiguió Romana y se apoderó el 9 de agosto de la ciudad de Nyborg, punto importante para embarcarse y repeler cualquier ataque que intentasen 3000 soldados dinamarqueses existentes en Fionia. Los españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg al mediodía de la misma isla, se embarcaron para Langeland también el 9, y tomaron tierra desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de Zamora, acantonado en Fridericia: [Marginal: Kindelán.] engañole Don Juan de Kindelán, segundo de Romana, que allí mandaba. Aparentando desear lo mismo que sus soldados dispúsose a partir y aun embarcó su equipaje; pero en el entretanto no solo dio aviso de lo que ocurría al mariscal Bernadotte, sino que temiendo que se descubriese su perfidia, cautelosamente y por una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados por aquel desgraciado incidente apresuráronse los de Zamora a pasar a Middlefahrt, y sin descanso caminaron desde allí por espacio de veintiuna horas, hasta incorporarse en Nyborg con la fuerza principal, habiendo andado en tan breve tiempo más de dieciocho leguas de España. Huido Kindelán y advertidos los franceses, parecía imposible que se salvasen los otros regimientos que había en Jutlandia: con todo lo consiguieron dos de ellos. Fue el primero el de caballería del Rey. Ocupaba a Aarhus, y por el cuidado y celo de su anciano coronel, fletando barcas salvose y arribó a Nyborg. Otro tanto sucedió con el del Infante, también de caballería, situado en Manders y por consiguiente más lejos y al norte. No tuvo igual dicha el de Algarbe, único que allí quedaba. Retardó su marcha por indecisión de su coronel, y aunque más cerca de Fionia que los otros dos, fue sorprendido por las tropas francesas. En aquel encuentro el capitán Costa que mandaba un escuadrón, al verse vendido prefirió acabar con su vida tirándose un pistoletazo. Imposible fue a los regimientos de Asturias y Guadalajara acudir al punto de Corsoer que se les había indicado como el más vecino a Nyborg desde la costa opuesta de Zelandia. Desarmados antes, según hemos visto, y cuidadosamente observados, envolviéronlos las tropas danesas al ir a ejecutar su pensamiento. Así que entre estos dos cuerpos el de Algarbe de caballería, algunas partidas sueltas y varios oficiales ausentes por comisión o motivo particular, quedaron en el norte 5160 hombres, y 9038 fueron los que unidos en Langeland y pasada reseña se contaron prontos a dar la vela. Abandonáronse los caballos no habiendo ni transportes ni tiempo para embarcarlos. Muchos de los jinetes no tuvieron ánimo para matarlos, y siendo enteros y viéndose solos y sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron el desorden y espanto. [Marginal: Kindelán y Guerrero.] Don Juan de Kindelán había en el intermedio llegado al cuartel general de Bernadotte, y no contento con los avisos dados, descubrió al capitán de artillería Don José Guerrero, encargado por Romana de una comisión importante en el Schleswig. Arrestáronle, y enfurecido con la alevosía de Kindelán apellidole traidor delante de Bernadotte, quedando aquel avergonzado y mirándole después al soslayo los mismos a quienes servía: merecido galardón a su villano proceder. Salvó la vida a Guerrero la hidalga generosidad del mariscal francés, quien le dejó escapar y aun en secreto le proporcionó dinero. [Marginal: Juramento de los españoles en Langeland.] Mas al paso que tan dignamente se portaba con un oficial honrado y benemérito, forzoso le fue, obrando como general, poner en práctica cuantos medios estaban a su alcance para estorbar la evasión de los españoles. Ya no era dado ejecutarlo por la violencia. Acudió a proclamas y exhortaciones, esparciendo además sus agentes falsas nuevas, y procurando sembrar rencillas y desavenencias. Pero ¡cuán grandioso espectáculo no ofrecieron los soldados españoles en respuesta a aquellos escritos y manejos! Juntos en Langeland, clavadas sus banderas en medio de un círculo que formaron, y ante ellas hincados de rodillas, juraron con lágrimas de ternura y despecho ser fieles a su amada patria y desechar seductoras ofertas. No; la antigüedad, con todo el realce que dan a sus acciones el transcurso del tiempo y la elocuente pluma de sus egregios escritores, no nos ha transmitido ningún suceso que a este se aventaje. Nobles e intrépidos sin duda fueron los griegos cuando unidos a la voz de Jenofonte para volver a su patria, dieron a las falaces promesas del rey de Persia aquella elevada y sencilla respuesta [*] [Marginal: (* Ap. n. 5-9.)] «hemos resuelto atravesar el país pacíficamente si se nos deja retirarnos al suelo patrio, y pelear hasta morir si alguno nos lo impidiese.» Mas a los griegos no les quedaba otro partido que la esclavitud o la muerte; a los españoles, permaneciendo sosegados y sujetos a Napoleón, con largueza se les hubieran dispensado premios y honores. Aventurándose a tornar a su patria, los unos, llegados que fuesen, esperaban vivir tranquilos y honrados en sus hogares; los otros, si bien con nuevo lustre, iban a empeñarse en una guerra larga, dura y azarosa, exponiéndose, si caían prisioneros, a la tremenda venganza del emperador de los franceses. [Marginal: Dan la vela para España.] Urgiendo volver a España, y siendo prudente alejarse de costas dominadas por un poderoso enemigo, abreviaron la partida de Langeland y el 13 se hicieron a la vela para Gotemburgo en Suecia. En aquel puerto, entonces amigo, aguardaron transportes, y antes de mucho dirigieron el rumbo a las playas de su patria, en donde no tardaremos en verlos unidos a los ejércitos lidiadores. [Marginal: Trátase de reunir una junta central.] Habiendo llegado los asuntos públicos dentro y fuera del reino a tal punto de pronta e impensada felicidad, cierto que no faltaba para que fuese cumplida sino reconcentrar en una sola mano o cuerpo la potestad suprema. Mas la discordancia sobre el modo y lugar, las dificultades que nacieron de un estado de cosas tan nuevo, y rivalidades y competencias retardaron su nombramiento y formación. [Marginal: Situación de Madrid.] Perjudicó también a la apetecida brevedad; la situación en que quedó a la salida del enemigo la capital de la monarquía. Los moradores ausentes unos, y amedrantados otros con el duro escarmiento del 2 de mayo, o no pudieron o no osaron nombrar un cuerpo que, a semejanza de las demás provincias, tomase las riendas del gobierno de su territorio y sirviese de guía a todo el reino. Verdad es que Madrid ni por su población ni por su riqueza no habiendo nunca ejercido, como acontece con algunas capitales de Europa, poderoso influjo en las demás ciudades, hubiera necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas a su voz y acelerar su ayuntamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin vencido tamaños obstáculos si no se hubiera encontrado otro superior en el consejo real o de Castilla; el cual, desconceptuado en la nación por su incierta, tímida y reprensible conducta con el gobierno intruso, tenía en Madrid todavía acérrimos partidarios en el numeroso séquito de sus dependientes y hechuras. Aunque érale dado con tal arrimo proseguir en su antigua autoridad, mantúvose quedo y como arrumbado a la partida de los franceses; ora por temor de que estos volviesen, ora también por la incertidumbre en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco después tomó bríos viendo que nadie le salía al encuentro, y sobre todo impelido del miedo con que a muchos sobrecogió un sangriento desmán de la plebe madrileña. [Marginal: Asesinato de Viguri.] Vivía en la capital retirado y oscurecido Don Luis Viguri, antiguo intendente de la Habana y uno de los más menguados cortesanos del príncipe de la Paz, cuya desgracia, según dijimos, le había acarreado la formación de una causa. Parece ser que no se aventajaba a la pública su vida privada, y que con frecuencia maltrataba de palabra y obra a un familiar suyo. Adiestrado este en la mala escuela de su amo, luego que se le presentó ocasión no la desaprovechó y trató de vengarse. Un día, y fue el 4 de agosto, a tiempo que reinaba en Madrid una sorda agitación, antojósele al mal aventurado Viguri desfogar su encubierta ira en el tan repetidamente golpeado doméstico, quien encolerizado apellidó en su ayuda al populacho, afirmando con verdad o sin ella que su amo era partidario de José Napoleón. A los gritos arremolinose mucha gente delante de las puertas de la habitación. Asustado Viguri quiso desde un balcón apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacía para acallar el ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los concurrentes como amenazas e insultos, con lo que creció el enojo; y allanando la casa y cogiendo al dueño, le sacaron fuera e inhumanamente le arrastraron por las calles de Madrid. [Marginal: Consejo de Castilla.] Atemorizáronse al oír la funesta desgracia consejeros y cortesanos, estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse hasta los pacíficos y amantes del orden. Huérfana la capital y sin nueva corporación que la rigiese, fácil le fue al consejo, aprovechándose de aquel suceso y aprieto, recobrar el poder que se figuraba competirle. El bien común y público sosiego pedían, no hay duda, el establecimiento de una autoridad estable y única: y lástima fue que el vecindario de Madrid no la hubiera por sí formado; y tal, que enfrenando las pasiones populares y atajando al consejo en sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repetimos, y concertado más prontamente las voluntades de las otras juntas. [Marginal: Sus manejos.] No fue así; y el consejo destruyendo el impulso que Madrid hubiera debido dar, acrecentó con sus manejos y pretensiones los estorbos y enredos. Cuerpo autorizado con excesivas y encontradas facultades, había en todos tiempos causado graves daños a la monarquía, y se imaginaba que no solo gobernaría ahora a Madrid, sino que extendería a todo el reino y a todos los ramos su poder e influjo. Admira tanta ceguedad y tan desapoderada ambición en un tiempo en que escrupulosamente se escudriñaba su porte con el intruso, y en que hasta se le disputaba el legítimo origen de su autoridad. [Marginal: Opinión sobre aquel cuerpo.] Así era que unos decían «si en realidad es el consejo, según pregona, el depositario de la potestad suprema en ausencia del monarca, ¿qué ha hecho para conservar intactas las prerrogativas de la corona? ¿qué en favor de la dignidad y derechos de la nación? Sumiso al intruso ha reconocido sus actos, o por lo menos los ha proclamado; y los efugios que ha buscado y las cortapisas que a veces ha puesto, más bien llevaban traza de ser un resguardo que evitase su personal compromiso que la oposición justa y elevada de la primera magistratura del reino.» Otros subiendo hasta la fuente de su autoridad, «nacido el consejo [decían] en los flacos y turbulentos reinados de los Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío bajo Felipe II, cuando aquel monarca intentando descuajar la hermosa planta de las libertades nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de su padre, procuraba sustentar su dominación en cuerpos amovibles a su voluntad y de elección suya, sin que ninguna ley fundamental de la monarquía ni las cortes permitiesen tal como era su establecimiento, ni deslindasen las facultades que le competían. Desde entonces el consejo, aprovechándose de los calamitosos tiempos en que débiles monarcas ascendieron al solio, se erigió a veces en supremo legislador formando en sus autos acordados leyes generales, para cuya adopción y circulación no pedía el beneplácito ni la sanción real. Ingiriose también en el ramo económico y manejó a su arbitrio los intereses de todos los pueblos, sobre no reconocer en la potestad judicial límites ni traba. Así acumulando en sí solo tan vasto poder, se remontaba a la cima de la autoridad soberana; y descendiendo después a entrometerse en la parte más ínfima, si no menos importante del gobierno, no podía construirse una fuente ni repararse un camino en la más retirada aldea o apartada comarca sin que antes hubiese dado su consentimiento. En unión con la inquisición y asistido del mismo espíritu, al paso que esta cortaba los vuelos al entendimiento humano, ayudábala aquel con sus minuciosas leyes de imprenta, con sus tasas y restricciones. Y si en tiempos tranquilos tanto perjuicio y tantos daños [añadían] nos ha hecho el consejo, institución monstruosa de extraordinarias y mal combinadas facultades, consentidas mas no legitimadas por la voz nacional, ¿no tocaría en frenesí dejarle con el antiguo poder cuando al mismo tiempo que la nación se libertaba con energía del yugo extranjero, el consejo que blasona ser cabecera del reino se ha mostrado débil, condescendiente y abatido, ya que no se le tenga por auxiliador y cómplice del enemigo?» Tales discursos no estaban desnudos de razón, aunque participasen algún tanto de las pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo el consejo se había por lo general compuesto de magistrados íntegros, que con imparcialidad juzgaban los pleitos y desavenencias de los particulares: entre ellos se habían contado hombres profundos como los Macanaces y Campomanes, que con gran caudal de erudición y sana doctrina se habían opuesto a las usurpaciones de la curia romana y procurado por su parte la mejora y adelantamientos de la nación. Pero era el consejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales por la mayor parte ancianos, y meros jurisperitos, no habían tenido ocasión ni lugar de extender sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros estudios. Ocupados en sentenciar pleitos, responder a consultas y despachar negocios de comisiones particulares, no solamente fallaba a los más el saber y práctica que requieren la formación de buenas leyes y el gobierno de los pueblos, sino que también escasos de tiempo dejaban a subalternos ignorantes o interesados la resolución de importantísimos expedientes. Mal grave y sentido de todos tan de antiguo, que ya en 1751 propuso al rey el célebre ministro marqués de la Ensenada despojar al consejo de lo concerniente a gobierno, policía y economía, dejándole reducido a entender en la justicia civil y criminal y asuntos del real patronato. No le iba pues bien al consejo insistir ahora en la conservación de sus antiguas facultades y aun en darles mayor ensanche. Con todo tal fue su intento. Seguro ya de que su autoridad sería en Madrid respetada, dirigiose a los presidentes de las juntas y a los generales de los ejércitos: a estos para que se aproximasen a la capital; a aquellos para que diputasen personas, que unidas al consejo tratasen de los medios de defensa: «tocando solo a él [decía] resolver sobre medidas de otra clase y excitar la autoridad de la nación y cooperar con su influjo, representación y luces al bien general de esta.» Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déjase discurrir con qué enfado y desdén replicarían a tan imprudente y desacordada propuesta. La de Galicia no solamente tachaba a cada uno de sus miembros de ser adicto a los franceses, sino que al cuerpo entero le echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador. Palafox en su respuesta con severidad le decía: «ese tribunal no ha llenado sus deberes»; y Sevilla le acusaba ante la nación «de haber obrado contra las leyes fundamentales... de haber facilitado a los enemigos todos los medios de usurpar el señorío de España... de ser en fin una autoridad nula e ilegal, y además sospechosa de haber cometido antes acciones tan horribles que podían calificarse de delitos atrocísimos contra la patria...» Al mismo son se expresaron todas las otras juntas fuera de la de Valencia, la cual en 8 de agosto aprobó los términos lisonjeros con que el consejo era tratado en un escrito leído en su seno por uno de sus miembros. Mas aquella misma junta, tan dispuesta en su favor, tuvo muy luego que retractarse mandando en 15 del propio mes «que ninguna autoridad de cualquier clase mantuviese correspondencia directa ni se entendiese en nada con el consejo.» Dio lugar a la mudanza de dictamen la presteza con que el último se metió a expedir órdenes como si ya no existiese la junta. Mal recibido de todos lados y aun ásperamente censurado, pareciole necesario al consejo dar un manifiesto en que sincerase su conducta y procedimientos: penoso paso a quien siempre había desestimado el tribunal de la opinión pública. Mas no por eso desistió de su propósito, ni menos descuidó emplear otros medios con que recobrar la autoridad perdida. Dábale particular confianza la desunión que reinaba en las juntas y varias contestaciones entre ellas suscitadas. Por lo que será bien referir las mudanzas acaecidas en su composición, y las explicaciones y altercados que precedieron a la instalación de un gobierno central. [Marginal: Estado de las juntas provinciales.] En la forma interior de aquellos cuerpos contadas fueron las variaciones ocurridas. Habíase en Asturias congregado desde agosto una nueva junta que diese más fuerza y legitimidad al levantamiento de mayo, nombrando o reeligiendo sus concejos diputados que la compusiesen con pleno conocimiento del objeto de su reunión. Ninguna alteración sustancial había acaecido en Galicia; pero su junta convidó a la anterior, para que de común con ella y las de León y Castilla formasen todas una representación de las provincias del norte. Se habían las dos últimas confundido y erigido en una sola después de la aciaga jornada de Cabezón. Presidía a ambas el bailío Don Antonio Valdés, quien estando al principio de acuerdo con Don Gregorio de la Cuesta acabó por desavenirse con él y enojarse poderosamente. Reunidas en Ponferrada, como punto más resguardado, se trasladaron a Lugo, en cuya ciudad debía verificarse la celebración de juntas propuesta por la de Galicia. Esta mudanza fue el origen y principal motivo del enfado de Cuesta, no pudiendo tolerar que corporaciones que consideraba como dependientes de su autoridad, se alejasen del territorio de su mando y pasasen a una provincia con cuyos jefes estaba tan encontrado. Concurrieron sin embargo a Lugo las tres juntas de Galicia, Castilla y León. No la de Asturias, ya por cierto desvío que había entre ella y la de Galicia, y también porque viendo próxima la reunión central de todas las provincias del reino, juzgó excusado y quizá perjudicial el que hubiese una parcial entre algunas del norte. Al tratarse de la formación de esta hubo diversos pareceres acerca del modo de su formación y composición. Quién opinaba por cortes, y quién soñaba un gobierno que diese principio y encaminase a una federación nacional. Adhería al primer dictamen Sir Carlos Stuart representante del gobierno inglés, como medio más acomodado a los antiguos usos de España. Pero las novedades introducidas en las constituciones de aquel cuerpo durante la dominación de las casas de Austria y Borbón, ofrecían para su llamamiento dificultades casi insuperables; pues al paso de ser muchas las ciudades de León y Castilla que enviaban procuradores a cortes, solo tenía una voz el populoso reino de Galicia y se veía privado de ella el principado de Asturias, cuna de la monarquía. Tal desarreglo pedía para su enmienda más tiempo y sosiego de lo que entonces permitían las circunstancias. Por su parte la junta de Galicia, sabedora de la idea de la federación, quería esquivar en sus vistas con las de León y Castilla, el tratar de la unión de un solo y único gobierno central. Mas la autoridad de Don Antonio Valdés, que todas tres habían elegido por su presidente, pudiendo más que el estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos hombres, y prevaleciendo sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase su propuesta dirigida al nombramiento de diputados que en representación de las tres juntas acudiesen a formar con las demás del reino una central. Con tan prudente y oportuna determinación se evitaron los extravíos y aun lástimas que hubiera provocado la opinión contraria. Asimismo cortaron cuerdos varones varias desavenencias movidas entre Sevilla y Granada. Pretendía la primera que la última se le sometiese, olvidada de la principal parte que habían tenido las tropas de su general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad había nacido con la insurrección, no siendo dable fijar ni deslindar los límites de nuevas y desconocidas autoridades; y en vez de desaparecer aquella, tomó con la victoria alcanzada extraordinario incremento. Llegó a tal punto la exaltación y ceguera que el inquieto conde de Tilly propuso en el seno de la junta sevillana, que una división de su ejército marchase a sojuzgar a Granada. Presente Castaños y airado, a pesar de su condición mansa, levantose de su asiento, y dando una fuerte palmada en la mesa que delante había, exclamó: «¿quién sin mi beneplácito se atreverá a dar la orden de marcha que se pide? No conozco [añadió] distinción de provincias; soy general de la nación, estoy a la cabeza de una fuerza respetable y nunca toleraré que otros promuevan la guerra civil.» Su firmeza contuvo a los díscolos, y ambas juntas se conformaron en adelante con una especie de concierto concluido entre la de Sevilla y los diputados de Granada, Don Rodrigo Riquelme, regente de su chancillería, y el oidor Don Luis Guerrero, nombrados al intento y autorizados competentemente. Diferían tan lamentables disputas la reunión del gobierno central, y como si estos y otros obstáculos naturales no bastasen por sí, nuevos intereses y pretensiones venían a aumentarlos. Recordará el lector los pasos que en Londres dio en favor de los derechos de su amo a la corona de España el príncipe de Castelcicala embajador del rey de las Dos Sicilias, y la repulsa que recibió de los diputados. No desanimado con ella su gobierno, ni tampoco con otra parecida que le dio el ministerio inglés, por julio envió a Gibraltar un emisario que hiciese nuevas reclamaciones. El gobernador Dalrymple le impidió circular papeles y propasarse a otras gestiones. [Marginal: Llegada a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia.] Mas tras del emisario despachó el gobierno siciliano al príncipe Leopoldo, hijo segundo del rey, a quien acompañaba el duque de Orléans. Fondearon ambos el 9 de agosto en la bahía de Gibraltar; pero no viéndose apoyados por el gobernador, pasó el de Orléans a Inglaterra y quedó en el puerto de su arribada el príncipe Leopoldo. Entretenía este la esperanza de que a su nombre y conforme quizá a secretos ofrecimientos, no tardaría en recibir una diputación y noticia de haber sido elevado a la dignidad de regente. Pero vano fue su aguardar; y era en efecto difícil que un príncipe de edad de 18 años, extranjero, sin recursos ni anterior fama, y sin otro apoyo que lejanos derechos al trono de España, fuese acogido con solícita diligencia en una nación en que era desconocido, y en donde para conjurar la tormenta que la azotaba se requerían otras prendas, mayor experiencia y muy diversos medios que los que asistían al príncipe pretendiente. Hubo no obstante quien esparció por Sevilla la voz de que convenía nombrar una regencia compuesta del mencionado príncipe, del arzobispo de Toledo cardenal de Borbón, y del conde del Montijo. Con razón se atribuyó la idea a los amigos y parciales del último, quien conservando todavía cierta popularidad a causa de la parte que se le atribuía en la caída del príncipe de la Paz, procuraba aunque en vano subir a puesto de donde su misma inquietud le repelía. Mas los enredos y marañas de ciertos individuos eran desbaratados por la ambición de otros o la sensatez y patriotismo de las juntas. [Marginal: Correspondencia entre las juntas.] Así fue que a pesar del desencadenamiento de pasiones y de los obstáculos nacidos con la misma insurrección o causados por la presencia del enemigo, ya desde junio había llamado la atención de las juntas: 1.º La formación de un gobierno central; 2.º Un plan general con el que más prontamente se arrojase a los franceses del suelo patrio. Al propósito entablose entre ellas seguida correspondencia. Dio la señal la de Murcia, dirigiendo con fecha de 22 de junio una circular en que decía: «Ciudades de voto en cortes, reunámonos, formemos un cuerpo, elijamos un consejo que a nombre de Fernando VII organice todas las disposiciones civiles, y evitemos el mal que nos amenaza que es la división... Capitanes generales... de vosotros se debe formar un consejo militar de donde emanen las órdenes que obedezcan los que rigen los ejércitos...» Propuso también Asturias en un principio la convocación de cortes con algunas modificaciones, y hasta Galicia [no obstante la mencionada federación de algunos proyectada] comisionó cerca de las juntas del mediodía a Don Manuel Torrado, quien ya en últimos de julio se hallaba en Murcia, después de haberlas recorrido, y propuesto una central formada de dos vocales de cada una de las de provincia. En el propio sentido y en 16 de dicho julio había la de Valencia pasado a las demás su opinión impresa, lo que también por su parte y al mismo tiempo hizo la de Badajoz. No fue en zaga a las otras la junta de Granada, la cual apoyando la circular de Valencia, se dirigió a su competidora la de Sevilla, y desentendiéndose de desavenencias, señaló como acomodado asiento para la reunión la última ciudad. No por eso se apresuraba esta, ostentando siempre su altanera supremacía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre a que se había elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y circulación de los papeles que convidaban a la apetecida concordia. Apremiada en fin por la voz pública y estrechada por el dictamen de algunos de sus individuos entendidos y honrados, publicó con fecha de 3 de agosto un papel en el que examinando los diversos puntos que en el día se ventilaban, proponía la formación de una junta central compuesta de dos vocales de cada una de las de provincia. Anduvo perezosa no obstante en acabar de escoger los suyos. Pero adhiriendo las otras juntas a las oportunas razones de su circular, cuyo contenido en sustancia se conformaba con la opinión que las más habían mostrado antes de concertarse, y que era la más general y acreditada, fueron todas sucesivamente escogiendo de su seno personas que las representasen en una junta única y central. [Marginal: Proceder del consejo.] Por su parte el consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y tenaz empeño el poder que para siempre querían arrebatarle de las manos. Mas no por eso y para cautivar las voluntades de los hombres ilustrados, mudó de rumbo, adoptando un sistema más nuevo y conforme al interés público y al progreso de la nación. Asustándose a la menor sombra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas y aun más trabas que antes; redujo a dos veces por semana la diaria publicación de la Gaceta de Madrid; persiguió y aun llegó a formar causa a algunas personas que tenían en su poder papeles de las juntas, mayormente de la de Sevilla, y en fin resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja manera de gobernar. Persuadiose que todo le era lícito a trueque de dar ciertos decretos de alistamiento y acopio de medios que mostrasen su interés por la causa de la independencia que tan mal había antes defendido. Y sobre todo cobró esperanza con la llegada a Madrid de varios generales en quienes presumía poder con buen éxito emplear su influjo. [Marginal: Entrada en Madrid de Llamas y Castaños.] Fue el primero que pisó el suelo de la capital con las tropas de Valencia y Murcia Don Pedro González de Llamas que había sucedido a Cervellón removido del mando. Atravesó la Puerta de Atocha con 8000 hombres a las seis de la mañana del día 13 de agosto. A pesar de hora tan temprana inmenso fue el concurso que salió a recibirle y extremado el entusiasmo. Pasó a frenesí al entrar el 23 por la misma puerta D. Francisco Javier Castaños acompañado de la reserva de Andalucía. Sus soldados adornados con los despojos del enemigo ofrecían en su variada y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria alcanzada. Pasaron todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa arquitectura que había erigido la villa de Madrid junto a sus casas consistoriales. [Marginal: Proclamación de Fernando VII.] A estas entradas triunfales siguiéronse otros festejos con la proclamación de Fernando VII, hecha en esta ocasión por el legítimo alférez mayor de Madrid marqués de Astorga. Mas no a todos contentaban tanto bullicio y fiestas, pidiendo con sobrada razón que se pusiera mayor conato y celeridad en perseguir al enemigo, y en aumentar y organizar cumplidamente la fuerza armada. Daban particular peso a sus justas quejas y reclamaciones los acontecimientos por entonces ocurridos en Vizcaya y Navarra. [Marginal: Insurrección de Bilbao.] Habíase en la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la victoria de Bailén, y en 6 de agosto escogiendo su vecindario una junta, acordó un alistamiento general, y nombró por comandante militar al coronel Don Tomás de Salcedo. Sobremanera inquietó a los franceses esta insurrección, ya por el ejemplo y ya también porque comprometida su posición en las márgenes del Ebro, pudieran verse obligados a estrecharse más contra la frontera. Creció su recelo a mayor grado con asonadas y revueltas [Marginal: Movimiento en Guipúzcoa y Navarra.] que hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las correrías que hacían y gente que allegaban en Navarra Don Antonio Egoaguirre y Don Luis Gil. Habían estos salido de Zaragoza en 27 de junio para alborotar aquel reino. Después de algún tiempo Gil empezó a incomodar al enemigo por el lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas municiones de aquella fábrica, y amenazó y sembró el espanto hasta el mismo pueblo francés de San Juan de Pie de Puerto. Egoaguirre tampoco se descuidó en la comarca de Lerín: formando un batallón con nombre de Voluntarios de Navarra recorrió la tierra, y llamó tanto la atención que el general D’Agoult envió una columna desde Pamplona para atajar sus daños y alejarle del territorio de su mando. José por su parte pensó en apagar prontamente la temible insurrección de Bilbao. Para ello envió contra aquella población una división a las órdenes del general Merlin. No era dado a sus vecinos sin tropa disciplinada resistir a semejante acometimiento.[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-10.)] Apostáronse sin embargo con aquella idea a media legua, y los franceses asomándose allí el 16 de agosto desbarataron y dispersaron a los bilbaínos, pereciendo miserablemente y después de haberse rendido prisionero el oficial de artillería Don Luis Power distinguido entre los suyos. Los auxilios que de Asturias llevaba el oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en Bilbao cuya ciudad fue con rigor tratada. En su correspondencia blasonaba el rey intruso de «haber apagado la insurrección con la sangre de 1200 hombres.» Singular jactancia y extraña en quien como José no era de corazón duro ni desapiadado. El contratiempo de Bilbao que en Madrid provocaba las reclamaciones de muchos, difundiéndose por las provincias aumentó el clamor ya casi universal contra generales y juntas, reparando que algunos de aquellos se entregaban demasiadamente a divertimientos y regocijos, y que estas con celos y rivalidades retardaban la instalación de la junta central. Deseando el consejo aprovecharse de la irritación de los ánimos, y valiéndose de los lazos que le unían con Don Gregorio de la Cuesta, su antiguo gobernador, se concordó con este y discurrieron apoderarse del mando supremo. [Marginal: Nuevos manejos del consejo.] Mas como Cuesta carecía de la suficiente fuerza, fueles necesario tantear a Castaños, entonces algo disgustado con la junta de Sevilla. Avistose pues con el último Don Gregorio de la Cuesta, [Marginal: Propuesta de Cuesta a Castaños.] y le propuso [según tenemos de la boca del mismo Castaños] dividir en dos partes el gobierno de la nación, dejando la civil y gubernativa al consejo, y reservando la militar al solo cuidado de ellos dos en unión con el duque del Infantado. Era Castaños sobrado advertido para admitir semejante proposición. Vislumbraba el motivo porque se le buscaba, y conocía que separando su causa de la de las juntas, quizá sería desobedecido del ejército, y aun de la división misma que se alojaba en Madrid. [Marginal: Consejo de guerra celebrado en Madrid.] En tanto para acallar el rumor público se celebró en aquella capital el 5 de septiembre un consejo de guerra. Asistieron a él los generales Castaños, Llamas, Cuesta y La Peña, representando a Blake el duque del Infantado y a Palafox otro oficial cuyo nombre ignoramos. Discutiéronse largamente varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira particular, promovió el nombramiento de un comandante en jefe. No se arrimaron los otros a su parecer, y tan solo arreglaron un plan de operaciones, de que hablaremos más adelante. Cuesta aunque aparentó conformarse, salió despechado de Madrid, y con ánimo más bien que de cooperar a la realización de lo acordado de levantar obstáculos a la reunión de la junta central: para lo cual y satisfacer al mismo tiempo su ira contra la junta de León, [Marginal: Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla.] de la que, como hemos visto, estaba ofendido, arrestó a sus dos individuos Don Antonio Valdés y vizconde de la Quintanilla, que iban de camino para representar su voz en la central. Quiso tratarlos como rebeldes a su autoridad, y los encerró en el alcázar de Segovia: tropelía que excitó contra el general Cuesta la pública animadversión. Vanos sin embargo salieron sus intentos, vanos otros enredos y maquinaciones. Por todas partes prevaleció la opinión más sana, y los diputados elegidos por las diversas juntas fueron poco a poco acercándose a la capital. Llegó pues el suspirado momento de la reunión de una autoridad central, [Marginal: Acaba el gobierno de las juntas provinciales.] debiendo con ella cesar la particular supremacía de cada provincia. Durante la cual no habiendo habido lugar ni ocasión de hacer sustanciales reformas ni mudanzas en los diversos ramos de la administración pública, tales como estaban dispuestos y arreglados al disolverse, por decirlo así, la monarquía en mayo, tales o con cortísima diferencia se los entregaron las juntas de provincia a la central. No disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestro narración los defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones que las agitaron. Por lo mismo justo es también que ahora tributemos debidas alabanzas a su primera y grandiosa resolución, a su ardiente celo, a su incontrastable fidelidad. Al acabar de su mando anublose por largo tiempo la prosperidad de la patria; mas se dio principio a una nueva, singular y porfiada lucha, en que sobre todo resplandeció la firmeza y constancia de la nación española. RESUMEN DEL LIBRO SEXTO. _Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de septiembre. — Número de individuos. — Su composición. — Floridablanca. — Jovellanos. — Diversos partidos de la central. — Su instalación celebrada en las provincias. — Contestación con el consejo. — Dictamen de Jovellanos. — Forma interior de la central. — Don Manuel Quintana. — Primeras providencias y decretos de la central. — Su manifiesto en 10 de noviembre. — Distribución de los ejércitos. — Su marcha. — Marcha del de Galicia. — Ocupa Bilbao. — Marcha del de Asturias. — Cuesta. — Su conducta. — Le sucedieron Eguía y Pignatelli. — Marcha de Llamas. — Detención de Castaños en Madrid. — Su salida. — Plan concertado con Palafox. — Situación del ejército del centro y del de Aragón. — Fuerza de los ejércitos españoles. — Situación de José y del ejército francés. — Exposición de sus ministros. — Fuerza del ejército francés. — Movimiento de los españoles. — Acción de Lerín, 26 de octubre. — Retirada de los castellanos de Logroño. — Arreglo que en su ejército hace el general Castaños. — Se sitúa en Cintruénigo y Calahorra. — Napoleón. — Su mensaje al senado. — Leva de nuevas tropas. — Conferencias de Erfurt. — Correspondencia con el gobierno inglés. — Fin de la correspondencia. — Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo. — Fuerza y división del ejército francés. — Cruza Napoleón el Bidasoa. — Acción de Zornoza, 31 de octubre. — De Valmaseda, 4 de noviembre. — Reconocimiento hacia Güeñes en 7 de noviembre. — Batalla de Espinosa, 10 y 11 de noviembre. — Disposiciones de Napoleón. — Acción de Burgos, 10 de noviembre. — Revuelve Soult contra Blake. — Diversas direcciones de los mariscales franceses. — Entrada en Burgos de Napoleón. — Su decreto de 12 de noviembre. — Ejército inglés. — Ejército del centro. — Don Francisco Palafox enviado por la central. — Diversos planes. — Marcha Lannes contra dicho ejército. — Repliégase Castaños. — Batalla de Tudela, 23 de noviembre. — Retirada del ejército. — Su llegada a Sigüenza. — La Peña general en jefe. — San Juan en Somosierra. — Pasan los franceses el puerto. — Situación de la central. — Cartas de los ministros de José. — Abandona la central a Aranjuez. — Situación de Madrid. — Muerte del marqués de Perales. — Napoleón delante de Madrid. — Ataque de Madrid. — Conferencia de Morla con Napoleón. — Capitulación. — Fáltase a la capitulación. — Decretos de Napoleón en Chamartín. — Españoles llevados a Francia. — Visita Napoleón el palacio real. — Su inquietud. — Contestación al corregidor de Madrid. — Juramento exigido de los vecinos. — Van los mariscales franceses en persecución de los españoles. — Total dispersión del ejército de San Juan. — Muerte cruel de este general. — Ejército del centro: sus marchas y retirada a Cuenca. — Rebelión del oficial Santiago. — Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado. — Conde de Alacha. — Su retirada gloriosa. — La Mancha. — Toledo. — Muertes violentas. — Villacañas. — Sierra Morena. — Juntas de los cuatro reinos de Andalucía. — Campo Sagrado. — Marqués del Palacio. — Marchan los franceses a Extremadura: estado de la provincia. — Excesos. — General Galluzo. — Su retirada. — Continúa la central su viaje. — Sus providencias. — Sucede Cuesta a Galluzo. — Llega a Sevilla la central en 17 de diciembre. — Muerte de Floridablanca. — Situación penosa de la central. — Sus esperanzas._ HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO SEXTO. No resueltas las dudas que se habían suscitado sobre el lugar más conveniente para la reunión de un gobierno central, tocábase ya al deseado momento de su instalación, y aún subsistía la misma y penosa incertidumbre. Los más se inclinaban al dictamen de la junta de Sevilla que había al efecto señalado a Ciudad Real, o cualquier otro paraje que no fuese la capital de la monarquía, sometida según pensaba al pernicioso influjo del consejo y sus allegados. El haberse en Aranjuez incorporado a los diputados de dicha junta los de otras varias, puso término a las dificultades, obligando a los que permanecían en Madrid vacilantes en su opinión, a conformarse con la de sus compañeros, declarada por la celebración en aquel sitio de las primeras sesiones. Antes de abrirse estas y juntos unos y otros tuvieron conferencias preparatorias, en las que se examinaron y aprobaron los poderes, y se resolvieron ciertos puntos de etiqueta o ceremonial. [Marginal: Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de septiembre. (* Ap. n. 6-1.)] Por fin el 25 de septiembre en Aranjuez y en su real palacio instalose solemnemente el nuevo gobierno, bajo la denominación de junta suprema central gubernativa del reino.[*] Compuesta entonces de veinticuatro individuos creció en breve su número, y se contaron hasta treinta y cinco nombrados en su mayor parte por las juntas de provincia, erigidas al alzarse la nación en mayo. [Marginal: Número de individuos.] De cada una vinieron dos diputados. Otros tantos envió Toledo sin estar en igual caso, y lo mismo Madrid y reino de Navarra. De Canarias solo acudió uno a representar sus islas. Fue elegido presidente el conde de Floridablanca diputado por Murcia, y secretario general Don Martín de Garay que lo era por Extremadura. [Marginal: Su composición.] Los vocales pertenecían a honrosas y principales clases del estado, contándose entre ellos eclesiásticos elevados en dignidad, cinco grandes de España, varios títulos de Castilla, antiguos ministros y otros empleados civiles y militares. Sin embargo casi todos antes de la insurrección eran como repúblicos, desconocidos en el reino, fuera de Don Antonio Valdés, del conde de Floridablanca y de Don Gaspar Melchor de Jovellanos. El primero muchos años ministro de marina mereció, al lado de leves defectos, justas alabanzas por lo mucho que en su tiempo se mejoró y acrecentó la armada y sus dependencias. Los otros dos de fama más esclarecida requieren de nuestra pluma particular mención, por lo que haremos de sus personas un breve y fiel traslado. [Marginal: Floridablanca.] A los ochenta años cumplidos de su edad Don José Moñino, conde de Floridablanca, aunque trabajado por la vejez y achaques, conservaba despejada su razón y bastante fortaleza para sostener las máximas que le habían guiado en su largo y señalado ministerio. De familia humilde de Hellín en Murcia, por su aplicación y saber había ascendido a los más eminentes puestos del estado. Fiscal del consejo real, y en unión con su ilustre compañero el conde de Campomanes, había defendido atinada y esforzadamente las regalías de la corona contra los desmanes del clero y desmedidas pretensiones de la curia romana. Por sus doctrinas y por haber cooperado a la expulsión de los jesuitas se le honró con el cargo de embajador cerca de la _Santa Sede_, en donde contribuyó a que se diese el breve de supresión de la tan nombrada sociedad, y al arreglo de otros asuntos igualmente importantes. Llamado en 1777 al ministerio de estado, y encargado a veces del despacho de otras secretarías, fue desde entonces hasta la muerte de Carlos III, ocurrida en 1788, árbitro, por decirlo así, de la suerte de la monarquía. Con dificultad habrá ministro a un tiempo más ensalzado ni más deprimido. Hombre de capacidad, entero, atento al desempeño de su obligación, fomentó en lo interior casi todos los ramos, construyó caminos, y erigió varios establecimientos de pública utilidad. Fuera de España si bien empeñado en la guerra impolítica y ruinosa de la independencia de los Estados Unidos, emprendida según parece mal de su grado, mostró a la faz de Europa impensadas y respetables fuerzas, y supo sostener entre las demás la dignidad de la nación. Censurósele y con justa causa el haber introducido una policía suspicaz y perturbadora, como también sobrada afición a persecuciones, cohonestando con la razón de estado tropelías hijas las más veces del deseo de satisfacer agravios personales. Quizá los obstáculos que la ignorancia oponía a medidas saludables irritaban su ánimo poco sufrido: ninguna de ellas fue más tachada que la junta llamada de estado, y por la que los ministros debían de común acuerdo resolver las providencias generales y otras determinadas materias. Atribuyósele a prurito de querer entrometerse en todo y decidir con predominio. Sin embargo la medida en sí y los motivos en que la fundó, no solo le justificaban sino que también por ella sola se le podría haber calificado de práctico y entendido estadista. Después del fallecimiento de Carlos III continuó en su ministerio hasta el año de 1792. Arredrado entonces con la revolución francesa, y agriado por escritos satíricos contra su persona, propendió aún más a la arbitrariedad a que ya era tan inclinado. Pero ni esto, ni el conocimiento que tenía de la corte y sus manejos, le valieron para no ser prontamente abatido por Don Manuel Godoy, aquel coloso de la privanza regia, cuyo engrandecimiento, aunque disimulaba, veía Floridablanca con recelo y aversión. Desgraciado en 1792, y encerrado en la ciudadela de Pamplona, consiguió al cabo que se le dejase vivir tranquilo y retirado en la ciudad de Murcia. Allí estaba en el mayo de la insurrección, y noblemente respondió al llamamiento que se le hizo, siendo falsas las protestas que la malignidad inventó en su nombre. Afecto en su ministerio a ensanchar más y más los límites de la potestad real rompiendo cuantas barreras quisieran oponérsele, había crecido con la edad el amor a semejantes máximas, y quiso como individuo de la central que sirviesen de norte al nuevo gobierno, sin reparar en las mudanzas ocasionadas por el tiempo, y en las que reclamaban escabrosas circunstancias. [Marginal: Jovellanos.] Atento a ellas y formado en muy diversa escuela seguía en su conducta la vereda opuesta Don Gaspar Melchor de Jovellanos, concordando sus opiniones con las más modernas y acreditadas. Desde muy mozo había sido nombrado magistrado de la audiencia de Sevilla: ascendiendo después a alcalde de casa y corte y a consejero de órdenes, desempeñó estos cargos y otros no menos importantes con integridad, celo y atinada ilustración. Elevado en 1797 al ministerio de gracia y justicia, y no pudiendo su inflexible honradez acomodarse a la corrompida corte de María Luisa, recibió bien pronto su exoneración. Motivola con particularidad el haber procurado alejar de todo favor e influjo a Don Manuel Godoy, con quien no se avenía ningún plan bien concertado de pública felicidad. Quiso al intento aprovecharse de una coyuntura en que la reina se creía desairada y ofendida. Mas la ciega pasión de esta, despertada de nuevo con el artificioso y reiterado obsequio de su favorito, no solo preservó al último de fatal desgracia, sino que causó la del ministro y sus amigos. Desterrado primero a Gijón, pueblo de su naturaleza, confinado después en la cartuja de Mallorca, y al fin atropelladamente y con crueldad encerrado en el castillo de Bellver de la misma isla, sobrellevó tan horrorosa y atroz persecución con la serenidad y firmeza del justo. Libertole de su larga cautividad el levantamiento de Aranjuez, y ya hemos visto cuán dignamente al salir de ella desechó las propuestas del gobierno intruso, por cuyo noble porte y sublime y reconocido mérito le eligió Asturias para que fuese en la central uno de sus dos representantes. Escritor sobresaliente y sobre todo armonioso y elocuentísimo, dio a luz como literato y como publicista obras selectas, siendo en España las que escribió en prosa de las mejores si no las primeras de su tiempo. Protector ilustrado de las ciencias y de las letras fomentó con esmero la educación de la juventud, y echó en su instituto asturiano, de que fue fundador, los cimientos de una buena y arreglada enseñanza. En su persona y en el trato privado ofrecía la imagen que nos tenemos formada de la pundonorosa dignidad y apostura de un español del siglo XVI, unida al saber y exquisito gusto del nuestro. Achacábanle afición a la nobleza y sus distinciones; pero sobre no ser extraño en un hombre de su edad y nacido en aquella clase, justo es decir que no procedía de vano orgullo ni de pueril apego al blasón de su casa, sino de la persuasión en que estaba de ser útil y aun necesario en una monarquía moderada el establecimiento de un poder intermedio entre el monarca y el pueblo. Así estuvo siempre por la opinión de una representación nacional dividida en dos cámaras. Suave de condición, pero demasiadamente tenaz en sus propósitos, a duras penas se le desviaba de lo una vez resuelto, al paso que de ánimo candoroso y recto solía ser sorprendido y engañado, defecto propio del varón excelente que [como decía Cicerón,[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-2.)] su autor predilecto] «dificilísimamente cae en sospecha de la perversidad de los otros.» Tal fue Jovellanos, cuya nombradía resplandecerá y aun descollará entre las de los hombres más célebres que han honrado a España. [Marginal: Diversos partidos en la central.] Fija de antemano la atención nacional en los dos respetables varones de que acabamos de hablar, siguieron los individuos de la central el impulso de la opinión, arrimándose los más a uno u a otro de dichos dos vocales. Pero como estos entre sí disentían, dividiéronse los pareceres, prevaleciendo en un principio y por lo general el de Floridablanca. Con su muerte y las desgracias, no dejó más adelante de triunfar a veces el de Jovellanos, ayudado de Don Martín de Garay, cuyas luces naturales, fácil despacho y práctica de negocios le dieron sumo poder e influjo en las deliberaciones de la junta. Pero a uno y otro partido de los dos, si así pueden llamarse, en que se dividió la central, faltábales actividad y presteza en las resoluciones. Floridablanca anciano y doliente, Jovellanos entrado también en años y con males, avezados ambos a la regularidad y pausa de nuestro gobierno, no podían sobreponerse a la costumbre y a los hábitos en que se habían criado y envejecido. Su autoridad llevaba en pos de sí a los demás centrales, hombres en su mayoría de probidad, pero escasos de sobresalientes o notables prendas. Dos o tres más arrojados y atrevidos, entre los que principalmente sonaba Don Lorenzo Calvo de Rozas, acreditado en el sitio de Zaragoza, querían en vano sacar a la junta de su sosegado paso. No era dado a su corto número ni a su anterior y casi desconocido nombre vencer los obstáculos que se oponían a sus miras. Así fue que en los primeros meses siguiendo la central en materias políticas el dictamen de Floridablanca, y no asistiéndole ni a él ni a Jovellanos para las militares y económicas el vigor y pronta diligencia que la apretada situación de España exigía, con lástima se vio que el nuevo gobierno obrando con lentitud y tibieza en la defensa de la patria, y ocupándose en pormenores, recejaba en lo civil y gubernativo a tiempos añejos y de aciaga recordación. [Marginal: Su instalación celebrada en las provincias.] Mas antes y al saberse en las provincias su instalación, fue celebrada esta con general aplauso y desoídas las quejas en que prorrumpieron algunas juntas, señaladamente las de Sevilla y Valencia: las cuales pesarosas de ir a menos en su poder habían intentado convertir los diputados de la central en meros agentes sometidos a su voluntad y capricho, dándoles facultades coartadas. Pasose, pues, por encima de las instrucciones que aquellas habían dado, arreglándose a lo que prevenían los poderes de otras juntas, y según los que se creaba una verdadera autoridad soberana e independiente y no un cuerpo subalterno y encadenado. Y si en ello pudo haber algún desvío de legitimidad, el bien y unión del reino reclamaban que se tomase aquel rumbo, si no se quería que cada provincia prosiguiese gobernándose separadamente y a su antojo. [Marginal: Contestación con el consejo.] Tampoco faltaron como era de temer desavenencias con el consejo real. En 26 de septiembre le había dado cuenta la junta central de su instalación, previniéndole que prestado que hubiesen sus individuos el juramento debido, expidiese las cédulas, órdenes y provisiones competentes para que obedeciesen y se sujetasen a la nueva autoridad todas las de la monarquía. Por aquel paso, desaprobado de muchos, persuadido tal vez el consejo de que la junta había menester su apoyo para ser reconocida en el reino, cobró aliento, y después de dilatar una contestación clara y formal, al cabo envió el 30 con el juramento pedido una exposición de sus fiscales, en la que estos se oponían a que se prestase dicho juramento, reclamando el uso y costumbres antiguas. Aunque el consejo no había seguido el parecer fiscal, le remitió no obstante a la junta acompañado de sus propias meditaciones, dirigidas principalmente a que se adoptasen las tres siguientes medidas: 1.ª Reducir el número de vocales de la central, por ser el actual contrario a la Ley 3.ª, Partida 2.ª, título 15, en que hablándose de las minoridades en los casos en que el rey difunto no hubiese nombrado tutores, dice: «que los guardadores deben ser uno o tres o cinco, e non más.» 2.ª La extinción de las juntas provinciales; y 3.ª La convocación de cortes conforme al decreto dado por Fernando VII en Bayona. Justas como a primera vista parecían estas peticiones, no solo no eran por entonces hacederas, sino que procediendo de un cuerpo tan desopinado como lo estaba el consejo, achacáronse a odio y despique contra las autoridades populares nacidas de la insurrección. Sobre los generales y conocidos motivos, otros particulares al caso contribuyeron a dar mayor valor a semejante interpretación. Pues en cuanto al primer punto el consejo que ahora juzgaba ser harto numerosa la junta central, había en agosto provocado a los presidentes de las de provincia para que [*] [Marginal: (* Ap. n. 6-3.)] «no siendo posible adoptar de pronto en circunstancias tan extraordinarias los medios que designaban las leyes y las costumbres nacionales... diputasen personas de su mayor confianza, que reuniéndose a las nombradas por las juntas establecidas en las demás provincias y al consejo, pudiesen conferenciar... de manera que partiendo todas las providencias y disposiciones de este centro común fuese tan expedito como conveniente el efecto.» Por lo cual si se hubiera condescendido con la voluntad del consejo, lejos de ser menos en número los individuos de la central, se hubiera esta engrosado con todos los magistrados de aquel cuerpo. Además la citada ley de Partida en que estribaba la opinión para reducir los centrales y la formación de regencia, puede decirse que nunca fue cumplida, empezando por la misma minoridad de Don Fernando IV el Emplazado, nieto del legislador que promulgó la ley, y acabando en la de Carlos II de Austria. La otra petición del consejo de suprimir las juntas provinciales, pareció sobradamente desacordada. Perjudicial la conservación de estas en tiempos pacíficos y serenos, no era todavía ocasión de abolirlas permaneciendo el enemigo dentro del reino, y solo sí de deslindar sus facultades y limitarlas. Tampoco agradó, aunque en apariencia lisonjera, la 3.ª petición de convocar la representación nacional. Dudábase de la buena fe con que se hacía la propuesta; habiéndose constantemente mostrado el consejo hosco y espantadizo a solo el nombre de cortes, sin contar con que se requería más espacio para convenir en el modo de su llamamiento, conforme a las mudanzas acaecidas en la monarquía. Las insinuaciones del consejo se llevaron pues tan a mal que, intimidado, no insistió por entonces en su empeño. [Marginal: Dictamen de Jovellanos.] Coincidía sin embargo hasta cierto punto con su dictamen el de algunos individuos de la central, y de los más ilustrados, entre ellos el de Jovellanos. Desde el día de la instalación y reuniéndose a puerta cerrada mañana y noche, fue uno de los primeros acuerdos de la junta nombrar una comisión de cinco vocales que hiciese su reglamento interior. En ella provocó Jovellanos como medida previa, tratar de la institución y forma del nuevo gobierno. No asintiendo los otros a su parecer, le reprodujo el 7 de octubre en el seno de la misma junta, pidiendo que se anunciase inmediatamente «a la nación que sería reunida en cortes luego que el enemigo hubiese abandonado nuestro territorio, y si esto no se verificase antes, para el octubre de 1810; que desde luego se formase una regencia interina en el día 1.º del año inmediato de 1809; que instalada la regencia quedasen existentes la junta central y las provinciales; pero reduciendo el número de vocales en aquella a la mitad, en estas a cuatro, y unas y otras sin mando ni autoridad, y solo en calidad de auxiliares del gobierno.» Este dictamen, aunque justamente apreciado, no fue admitido, suspendiéndose para más adelante su resolución. Creían unos que era más urgente ocuparse en medidas de guerra que en las políticas y de gobierno, y a otros pesábales bajar del puesto a que se veían elevados. Era también dificultoso agradar a las provincias en la elección de regencia: esta solamente había de constar de 3 o 5 individuos, y no siendo por tanto dado a todas ellas tener en su seno un representante, hubieran nacido de su formación quejas y desabrimientos. Además el gobierno electivo y limitado de la regencia, sin el apoyo de otro cuerpo más numeroso y que deliberase en público como el de las cortes, no hubiera probablemente podido resistir a los embates de la opinión tan varia y suspicaz en medio de agitaciones y revueltas. Y la convocación de aquellas según hemos insinuado pedía más desahogo y previa meditación: por cuyas causas y la premura de los tiempos continuó la junta central en todo el goce y poderío de la autoridad soberana. [Marginal: Forma interior de la central.] En su virtud y para el mejor y más pronto despacho de los negocios, arregló su forma interior y se dividió en otras tantas secciones cuantos ministerios había en España, a saber: estado, gracia y justicia, guerra, marina y hacienda, resolviendo en sesiones plenas las providencias que aquellas proponían. [Marginal: Don Manuel Quintana.] Y para reducir su acción a unidad, se creó una secretaría general a cuya cabeza se puso al célebre literato y buen patriota Don Manuel Quintana: elección que a veces sirvió al crédito de la central, pues valiéndose de su pluma para proclamas y manifiestos, medía la muchedumbre por la dignidad del lenguaje las ideas y providencias del Gobierno. [Marginal: Primeras providencias y decretos de la central.] Desgraciadamente estas no correspondieron a aquel durante los primeros meses. Por de pronto y antes de todo ocupáronse los centrales en honores y condecoraciones. Al presidente se le dio el tratamiento de alteza, a los demás vocales el de excelencia, reservándose el de majestad a la junta en cuerpo. Adornaron sus pechos con una placa que representaba ambos mundos, se señalaron el sueldo de 120.000 reales, e incurrieron por consiguiente en los mismos deslices que las juntas de provincia, sin ser ya iguales las circunstancias. No desdijeron otros decretos de estos primeros y desacertados. Mandose suspender la venta de manos muertas, y aun se pensó en anular los contratos de las hechas anteriormente. Permitiose a los exjesuitas volver a España en calidad de particulares. Restableciéronse las antiguas trabas de la imprenta, y se nombró inquisidor general; y afligiendo y contristando así a los hombres ilustrados, la junta ni contentó ni halagó al clero, sobradamente avisado para conocer lo inoportuno de semejantes providencias. Por otra parte, tampoco acallaba las hablillas y disgusto que aquellas promovían con las que tomaba en lo económico y militar. Verdad es que si algún tanto dependía su inacción de las vanas ocupaciones en que se entretenía, gran parte tuvo también en ella el estado lastimoso de la nación, la cual, habiendo hecho un extraordinario esfuerzo, ya casi exhausta al levantarse en mayo, acabó de agotar sus recursos para hacer rostro a las urgentes necesidades del momento. Y la administración pública, de antemano desordenada, desquiciándose del todo con el gran sacudimiento, yacía por tierra. Reconstruirla era obra más larga y no propia de un gobierno como la central, cuya forma si bien imposible o difícil de mejorarse entonces, no por eso dejaba de ser viciosísima y monstruosa: puesto que cuerpo sobradamente numeroso como potestad ejecutiva, resolvía lentamente por lo detenido y embarazoso de sus deliberaciones, y escaso de vocales para ejercer la legislativa, ni podían ilustrarse suficientemente las materias, ni buscar luces ni arrimo en la opinión, teniendo que ser secretas sus disensiones por la índole de su institución misma. [Marginal: Su manifiesto en 10 de noviembre.] Trató no obstante la central, aunque perezosamente, de bienquistarse con la nación, circulando en 10 de noviembre un manifiesto, que llevaba la fecha de 26 de octubre, y en el que con maestría se trazaba el cuadro del estado de cosas y la conducta que la junta seguiría en su gobierno. No solamente mencionaba en su contenido los remedios prontos y vigorosos que era necesario adoptar, no solo trataba de mantener para la defensa de la patria 500.000 infantes y 50.000 caballos, sino que también daba esperanza de que se mejorarían para lo venidero nuestras instituciones. Si este papel se hubiera esparcido con anticipación, y sobre todo si los hechos se hubieran conformado con las palabras, asombroso y fundado hubiera sido el concepto de la junta central. Mas había corrido el mes de octubre, entrado noviembre, comenzado las desgracias, y no por eso se veía que los ejércitos se proveyesen y aumentasen. [Marginal: Distribución de los ejércitos.] Estos habían sido divididos por decreto suyo en cuatro grandes y diversos cuerpos. 1.º Ejército de la izquierda que debía constar del de Galicia, Asturias, tropas venidas de Dinamarca, y de la gente que se pudiera allegar de las montañas de Santander y país que recorriese. 2.º Ejército de Cataluña compuesto de tropas y gente de aquel principado, de las divisiones desembarcadas de Portugal y Mallorca, y de las que enviaron Granada, Aragón y Valencia. 3.º Ejército del centro que debía comprender las cuatro divisiones de Andalucía y las de Castilla y Extremadura con las de Valencia y Murcia, que habían entrado en Madrid con el general Llamas. También había esperanzas de que obrasen por aquel lado los ingleses en caso de que se determinasen a avanzar hacia la frontera de Francia. 4.º Ejército de reserva, compuesto de las tropas de Aragón y de las que durante el sitio de Zaragoza se les habían agregado de Valencia y otras partes. Nombrose también una junta general de guerra, y presidente de ella al general Castaños, aunque por entonces debía seguir al ejército. Mas estas providencias no tuvieron entero y cumplido efecto, impidiéndolo en parte otras disposiciones, y los contratiempos y desastres que sobrevinieron, en cuya relación vamos a entrar. [Marginal: Su marcha.] Ya antes de la instalación de la central y en el consejo militar celebrado en Madrid en 5 de septiembre de que hicimos mención, se había acordado que al paso que el general Llamas con las tropas de Valencia y Murcia marchase a Calahorra, y Castaños con las de Andalucía a Soria, se arrimaran Cuesta y las de Castilla al Burgo de Osma, y Palafox con las suyas a Sangüesa y orillas del río Aragón; recomendando además a Galluzo que mandaba las de Extremadura el ir a unirse a las que se encaminaban al Ebro. Blake por su lado debía avanzar con los gallegos y asturianos hacia Burgos y provincias vascongadas. Descabellado como era el plan, desparramando sin orden en varios puntos y en una línea extendida, escasas, mal disciplinadas y peor provistas tropas, se procedió despacio en su ejecución, no habiéndose nunca del todo realizado. Nuevas disputas y pasiones contribuyeron a ello, y principalmente lo mal entendido y combinado del mismo plan, falta de recursos, desorden en la distribución y aquella lentitud característica al parecer de la nación española, y de la que según el gran Bacon había ya en su tiempo nacido el proverbio:[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-4.)] «_Me venga la muerte de España_, porque vendría tarde.» [Marginal: Marcha del de Galicia.] Con todo, el ejército de Galicia después de la rota de Rioseco, habiéndose algún tanto organizado en Manzanal y Astorga, emprendió su marcha a las órdenes de su general Don Joaquín Blake en los últimos días de agosto, y dividido en tres columnas se dirigió por la falda meridional de la cordillera que separa a León y a Burgos de Asturias y Santander. Al promediar el mes se hallaban las tres columnas en Villarcayo, punto que se tuvo por acomodado y central para posteriores operaciones. Ascendía su número a 22.728 infantes y 400 caballos distribuidos en cuatro divisiones. La cuarta al mando del marqués de Portago se movió la vuelta de Bilbao para asegurar la comunicación con aquella costa, y esperando sorprender a los franceses. Mas avisados estos por los tiros indiscretos de una avanzada española, pudieron con corta pérdida retirarse y desocupar la villa. No la guardaron mucho tiempo nuestras tropas, porque revolviendo sobre ellas con refuerzo el mariscal Ney, recién llegado de Francia, obligó a Portago a recogerse por Valmaseda sobre la Nava. [Marginal: Ocupa Bilbao.] Insistió días después el general Blake en recuperar Bilbao, y acudiendo en persona con superiores fuerzas, necesario le fue al general francés Merlin evacuar de nuevo dicha villa en la noche del 11 de octubre. [Marginal: Marcha del de Asturias.] En el mismo día, y ocupando Quincoces, orilla izquierda del Ebro, se incorporaron al ejército de Galicia las tropas de Asturias, capitaneadas por Don Vicente María de Acevedo. Había este sucedido en el mando, desde 28 de junio, al marqués de Santa Cruz de Marcenado, a cuyo patriotismo e instrucción no acompañaban las raras prendas que pide la formación de un ejército nuevo y allegadizo. El Acevedo militar antiguo, firme y severo, y adornado de luces naturales y adquiridas, había conseguido disciplinar bastantemente 8000 hombres, con los que resolvió salir a campaña. Iban en dos trozos, uno le regía Don Cayetano Valdés, otro Don Gregorio Quirós. Jefe de escuadra el primero, le vimos en Mahón mandando a principios de año la fuerza naval surta en aquel puerto, y ya antes la nación le había distinguido y colocado entre sus mejores y más arrojados marinos. Al ruido del alzamiento de Asturias había acudido a esta provincia, cuna de su familia. El segundo, natural de ella y oficial de guardias españolas, era justamente tenido por hombre activo, inteligente y bizarro. Unidas pues las tropas de Asturias y Galicia, concertaron sus movimientos, y el 25 de octubre se situó el general Blake con parte de ellas entre Zornoza y Durango. [Marginal: Cuesta, su conducta.] Al propio tiempo Don Gregorio de la Cuesta antes que en cumplir lo acordado en 5 de septiembre en Madrid, pensó en satisfacer sus venganzas. Referimos cómo de vuelta de la capital había detenido y preso en el alcázar de Segovia a los diputados de León Don Antonio Valdés y vizconde de Quintanilla. Adelante con su propósito quería juzgarlos como rebeldes a su autoridad en consejo militar, escogiendo para fiscal de la causa al conde de Cartaojal. Dispuso también que la ciudad de Valladolid nombrase en su lugar otros dos vocales por Castilla, con lo que hubieron de aumentarse los choques y la confusión. Felizmente no halló Cuesta abrigo en la opinión, y desaprobando la central su conducta, le mandó comparecer en Aranjuez, y previno a Cartaojal que soltase los presos. Obedecieron ambos, [Marginal: Le suceden Eguía y Pignatelli.] y puesto el ejército de Castilla bajo las órdenes de su segundo jefe Don Francisco Eguía, se acercó a Logroño en donde definitivamente le sucedió y tomó el mando Don Juan Pignatelli. Mas estas mudanzas y trasiego de jefes menguó y desconcertó la tropa castellana, llena sí de entusiasmo y ardor, pero bisoña y poco arreglada. Su número no pasaba de 8000 hombres con pocos caballos. [Marginal: Marcha de Llamas.] Por su parte y deseoso de poner en práctica el plan resuelto, partió de Madrid el primero de todos y en septiembre Don Pedro González de Llamas. Mandaba a los valencianos y murcianos con que había entrado en la capital, y salió de ella con unos 4500 hombres infantes y jinetes. Enderezó su marcha a Alfaro, orilla derecha de Ebro, y situó en primeros de octubre su cuartel general en Tudela. Siguiéronle de cerca la 2.ª y 4.ª división de Andalucía regidas ambas por el general Don Manuel de la Peña, y cuya fuerza ascendía a 10.000 hombres. Castaños permaneció en Madrid y no faltaba quien motejase su tardanza, en la que tuvieron principal parte manejos y tramas del consejo, y celos, piques y desavenencias de la junta de Sevilla. [Marginal: Detención de Castaños en Madrid.] Dijeron algunos que también se detenía, esperanzado en que la central le nombraría generalísimo, en remuneración de lo que había trabajado por instalarla. Apoyaban la conveniencia de semejante medida Sir Carlos Stuart, que de Galicia había venido a Madrid y Aranjuez, y lord William Bentinck, enviado desde Portugal por el general Dalrymple para concertarse con Castaños acerca de las operaciones militares. El pensamiento era, sin duda, útil para la unión y conformidad en la dirección de los ejércitos; pero a su cumplimiento se oponían las rivalidades de otros generales, las que reinaban dentro de la misma junta central y el temor de que no tuviese Castaños la actividad y firmeza que aquellos tiempos requerían. [Marginal: Su salida.] Salió este al fin de Madrid el 8 de octubre, y el 17 llegó a Tudela. Convidado por Palafox pasó a Zaragoza, y allí acordaron el 20, [Marginal: Plan concertado con Palafox.] como continuación de lo antes resuelto, que el ejército del centro con el de Aragón amenazase a Pamplona, poniéndose una división a espaldas de esta plaza al mismo tiempo que el de Blake, a quien se enviaría aviso, marchase por la costa a cortar la comunicación con Francia. Al último le dejamos entre Zornoza y Durango; los dos primeros, o sea más bien la parte de ellos que se había acercado al Ebro, estaba por entonces así distribuida. A Logroño le ocupaban los 8000 castellanos al mando de su general Don Juan de Pignatelli; a Lodosa Don Pedro Grimarest con la 2.ª división de Andalucía, estando la 4.ª a las órdenes de Don Manuel de la Peña en Calahorra, y siendo ambas de 10.000 hombres, según queda dicho. Los 4500 valencianos y murcianos permanecían situados en Tudela y a su frente D. Pedro Roca, sucesor de Llamas, encargado de otro puesto cerca del gobierno supremo. Del ejército de Aragón había en Sangüesa 8000 hombres que regía Don Juan O’Neille, enviado de Valencia con un corto refuerzo, y a su retaguardia en Egea otros 5000 al mando de Don Felipe Saint-March. Con tan contadas fuerzas y en línea tan dilatada, juzgaron los prudentes y entendidos ser desacertado el plan convenido en Zaragoza para tomar la ofensiva; puesto que el total de soldados españoles, [Marginal: Fuerza de los ejércitos españoles.] avanzados a mediados de octubre hasta Vizcaya y orillas de Ebro, no llegaba a 70.000 hombres, teniendo Blake 30.000 asturianos y gallegos [los de Romana todavía no estaban incorporados], y Castaños unos 36.000 entre castellanos, andaluces, valencianos, murcianos y aragoneses. Parecerá tanto más arreglado a la razón aquel dictamen, si volviendo la vista al enemigo examinamos su estado, su número, su posición. [Marginal: Situación de José y del ejército francés.] José Bonaparte después de haber salido de Madrid había permanecido en los lindes de la provincia de Burgos o en Vitoria. Allí se entretuvo en dar algunos decretos, en trazar marchas y expediciones que no tuvieron cumplido efecto, y en crear una orden militar. Sus ministros apremiados por las circunstancias presentaron un escrito [Marginal: Exposición de sus ministros. (* Ap. n. 6-5.)] en el que [*] «exponiendo que el interés de España exigía no confundir su buena armonía y amistad para con la Francia, con su cooperación a los fines y planes de mayor extensión en que se hallaba empeñado el jefe de ella...» indicaban que... «convenía poder anunciar a la nación que aunque gobernada por el hermano del emperador conforme a los tratados de Bayona, fuese libre de ajustar una paz separada con la Inglaterra... que esto calmaría las fundadas zozobras sobre las posesiones de América... etc., etc.» El escrito se creyó digno de ser presentado a Napoleón, y para llevarle y apoyarle de palabra fueron en persona a París los ministros Azanza y Urquijo. Por loables que fuesen las intenciones de los que escribieron la exposición, no se hace creíble dieran aquel paso con probabilidad de buen éxito conociendo a Napoleón y su política, o si tal pensaron, forzoso es decir que andaban harto desalumbrados. Mas el emperador de los franceses no paró mientes en los discursos de los ministros españoles de José, y solo se ocupó en mejorar y reforzar su ejército. Este, en los primeros tiempos de su retirada, había caído en gran desánimo, y los más de sus soldados, excepto los del mariscal Bessières, iban al Ebro casi sin orden ni formación. Perseguidos entonces e inquietados, fácilmente hubieran sido del todo desranchados y dispersos, o por lo menos no se hubieran detenido hasta pisar tierra de Francia. Pero los españoles descansando sobre los laureles adquiridos, flojos, escasos también de recursos, les dieron espacio para repararse. Así fue que los franceses ya más serenos y engrosados con gente de refresco, [Marginal: Fuerza del ejército francés.] se distribuyeron en tres grandes cuerpos, el del centro mandado por el mariscal Ney, que ya dijimos acababa de llegar de Francia, y los de la izquierda y derecha gobernados cada uno por los mariscales Moncey y Bessières. Había además una reserva compuesta en parte de soldados de la guardia imperial, y en donde estaba José con el mariscal Jourdan, su mayor general, enviado de París últimamente para desempeñar aquel cargo. De suerte, que todos juntos componían en septiembre una masa compacta de más de 50.000 combatientes, entre ellos 11.000 de caballería, con la particular ventaja de estar reconcentrados y prontos a acudir por el radio a cualquier punto que fuese acometido, cuando los nuestros para darse la mano tenían que recorrer la extendida y prolongada curva que formaban en torno de los enemigos, quienes sin contar con los de Cataluña y guarniciones de Pamplona y San Sebastián estaban también respaldados por fuerzas que mandaba en Bayona el general Drouet, y con la confianza de recibir de su propio país por la inmediación todo género de prontos y eficaces auxilios. [Marginal: Movimiento de los españoles.] A pesar de eso y de aumentarse sus filas cada día con nuevas tropas, manteníanse los franceses quietos y sobre la defensiva, a tiempo que los españoles trataron de ejecutar el plan adoptado en Zaragoza. Era el 27 de octubre el señalado para dar comienzo a la empresa, mas días antes ya habían los nuestros con su impaciencia movídose por su frente. Los castellanos desde Logroño, sentado a la margen derecha del Ebro, cruzando a la opuesta, se habían adelantado a Viana, y Grimarest extendídose desde Lodosa a Lerín. Los aragoneses por el lado de Sangüesa también avanzaron acompañados de muchos paisanos. Y tan grande fue el número de estos, que Moncey sobresaltado dio cuenta a José, quien destacó del cuerpo de Bessières dos divisiones para reforzar las tropas que estaban por la parte de Aragón y Navarra. El 20 de octubre mandó el general Grimarest a Don Juan de la Cruz Mourgeon ocupar Lerín con los tiradores de Cádiz, una compañía de voluntarios catalanes y unos cuantos caballos. Para apoyarle quedaron en Carcar y Sesma otros destacamentos. Cruz tenía orden de retirarse si le atacaban superiores fuerzas, y habiendo expuesto lo difícil de ejecutar dicha orden caso de que el enemigo se posesionase con su caballería de un llano que se extiende de Lerín camino de Lodosa, le ofreció Grimarest sostenerle con oportuno socorro. [Marginal: Acción de Lerín, 26 de octubre.] Cruz en cumplimiento de lo que se le mandaba fortificó según pudo el convento de Capuchinos y el palacio cuyo edificio había de ser su último refugio. No tardó en saber que iba a ser atacado, y de ello dio aviso el 25 al general Grimarest. En efecto en la madrugada del 26 le acometieron los enemigos valerosamente rechazados por sus tropas. Con más gente insistieron aquellos en su propósito a las nueve de la mañana, y los nuestros replegándose al palacio no dieron oídos a la intimación que de rendirse se les hizo. Renovaron varias veces los franceses sus embestidas con 6000 infantes, con artillería y 700 u 800 caballos, y los de Cruz que no excedían de 1000 continuaron en repelerlos hasta entrada la noche con la esperanza de que Grimarest, según lo prometido, vendría en su auxilio. Los destacamentos de Carcar y Sesma aunque lo intentaron no pudieron por su corta fuerza dar ayuda. Amaneció el día siguiente, y sin municiones ni noticia de Grimarest se vio forzado Cruz a capitular con el enemigo, quien celebrando su valor y el de su gente, le concedió salir del palacio con todos los honores de la guerra, debiendo después ser canjeados por otros prisioneros. Brillante acción fue la de Lerín aunque desgraciada, siendo los tiradores de Cádiz soldados nuevos, no familiarizados con los rigores de la guerra. Censurose al Grimarest haber avanzado hasta Lerín aquellas tropas para abandonarlas después a su aciaga suerte; pues en vez de correr en su auxilio, con pretexto de una orden de La Peña evacuó a Lodosa, y repasando el Ebro se situó en la torre de Sartaguda. O’Neille, más dichoso en aquellos días, obligó al enemigo a retirarse de Nardues a Monreal: corta compensación de la anterior pérdida y de la que se experimentó en Logroño. El mariscal Ney había atacado y repelido el 24 los puestos avanzados de las tropas de Castilla, colocándose el 25 en las alturas que hacen frente a aquella ciudad del otro lado del Ebro. El general Castaños, que entonces se encontraba allí, mandó a Pignatelli que sostuviese el punto, a no ser que los enemigos cruzando el río se adelantasen por la derecha, en cuyo caso se situaría en la sierra de Cameros sobre Nalda. Ordenó también que el batallón ligero de Campomayor fuese a reforzarle y desalojar al enemigo de las alturas ocupadas. [Marginal: Retirada de los castellanos de Logroño.] Inútiles prevenciones. Castaños volvió a Calahorra, y Pignatelli evacuó el 27 a Logroño con tal precipitación y desorden, que no parando hasta Cintruénigo, dejó al pie de la sierra de Nalda sus cañones, y los soldados desparramados, que durante veinticuatro horas le siguieron unos en pos de otros. El pavor que se había apoderado de sus ánimos era tanto menos fundado, cuanto que 1500 hombres al mando del conde de Cartaojal, volviendo a Nalda, recobraron los cañones en el sitio en que quedaron abandonados, y a donde no había penetrado el enemigo. [Marginal: Arreglo que en su ejército hace el general Castaños.] El general Castaños, justamente irritado contra Pignatelli, le quitó el mando, e incorporando la colecticia gente de Castilla en sus otras divisiones, hizo algunas leves mudanzas en su ejército. Por de pronto formó una vanguardia de 4000 hombres de infantería y caballería, regida por el conde de Cartaojal, la cual había de maniobrar por las faldas de la sierra de Cameros desde el frente de Logroño hasta el de Lodosa, y dio el nombre de 5.ª división a los 4500 valencianos y murcianos repartidos entre Alfaro y Tudela, al mando de Don Pedro Roca. [Marginal: Se sitúa en Cintruénigo y Calahorra.] Reconcentró la demás fuerza en Calahorra y sus alrededores, y escarmentado con lo ocurrido se resolvió antes de emprender cosa alguna a aguardar las demás tropas que debían agregarse al ejército del centro, y respuesta del general Blake al plan comunicado. [Marginal: Napoleón.] Napoleón en tanto se preparaba a destruir en su raíz la noble resistencia de un pueblo cuyo ejemplo era de temer cundiese a las naciones y reyes que gemían bajo su imperial dominación. En un principio se había figurado que con las tropas que tenía en la península podría comprimir los aislados y parciales esfuerzos de los españoles, y que su alzamiento de corta duración pasaría silencioso en la historia del mundo. Desvanecida su ilusión con los triunfos de Bailén, la tenaz defensa de Zaragoza y las proezas de Cataluña y Valencia, pensó apagar con extraordinarios medios un fuego que tan grande hoguera había encendido. Fue anuncio precursor de su propósito el publicar en 6 de septiembre en el _Monitor_ y por primera vez una relación circunstanciada de las novedades de la península, si bien pintadas y desfiguradas a su sabor. [Marginal: Su mensaje al senado.] Había precedido en 4 del mismo mes a esta publicación un mensaje del emperador al senado con tres exposiciones, de las que dos eran del ministro de negocios extranjeros Mr. de Champagny y una del de la guerra Mr. Clarke. Las del primero llevaban fecha de 24 de abril y 1.º de septiembre. En la de abril después de manifestar Mr. Champagny la necesidad de intervenir en los asuntos de España, asentaba que la revolución francesa habiendo roto el útil vínculo que antes unía a ambas naciones gobernadas por una sola estirpe, era político y justo atender a la seguridad del imperio francés, y libertar a España del influjo de Inglaterra; lo cual, añadía, no podría realizarse, ni reponiendo en el trono a Carlos IV ni dejando en él a su hijo. En la exposición de septiembre hablábase ya de las renuncias de Bayona, de la constitución allí aprobada, y en fin se revelaban los disturbios y alborotos de España, provocados según el ministro por el gobierno británico que intentaba poner aquel país a su devoción y tratarle como si fuera provincia suya. Mas aseguraba que tamaña desgracia nunca se efectuaría estando preparados para evitarla 2.000.000 de hombres valerosos que arrojarían a los ingleses del suelo peninsular. [Marginal: Leva de nuevas tropas.] Pronosticaban tan jactanciosas palabras demanda de nuevos sacrificios. Tocó especificarlos a la exposición del ministro de la guerra. En ella pues se decía, que habiendo resuelto S. M. I. juntar al otro lado de los Pirineos más de 200.000 hombres, era indispensable levantar 80.000 de la conscripción de los años 1806, 7, 8 y 9, y ordenar que otros 80.000 de la del 10 estuviesen prontos para el enero inmediato. Al día siguiente de leídas estas exposiciones y el mensaje que las acompañaba, contestó el senado aprobando y aplaudiendo lo hecho, y las medidas propuestas; y asegurando también que la guerra con España era «política, justa y necesaria.» A tan mentido y abyecto lenguaje había descendido el cuerpo supremo de una nación culta y poderosa. Por anteriores órdenes habían ya empezado a venir del norte de Europa muchas de las tropas francesas allí acantonadas. A su paso por París hizo reseña de varias de ellas el emperador Napoleón, pronunciando para animarlas una arenga enfática y ostentosa. [Marginal: Conferencias de Erfurt.] No satisfecho este con las numerosas huestes que encaminaba a España, trató también de asegurar el buen éxito de la empresa estrechando su amistad y buena armonía con el emperador de Rusia. Sin determinar tiempo se había en Tilsit convenido en que más adelante se avistarían ambos príncipes. Los acontecimientos de España, incertidumbres sobre la Alemania y aun dudas sobre la misma Rusia obligaron a Napoleón a pedir la celebración de las proyectadas vistas. Accedió a su demanda el emperador Alejandro, quien y el de Francia, puestos ambos de acuerdo llegaron a Erfurt, lugar señalado para la reunión, el 27 de septiembre. Concurrieron allí varios soberanos de Alemania, siendo el de Austria representado por su embajador, y el de Prusia por su hermano el príncipe Guillermo. Reinó entre todos la mayor alegría, satisfacción y cordialidad, pasándose los días y las noches en diversiones y festines, sin reparar que en medio de tantos regocijos no solo legítimos monarcas sancionaban la usurpación más escandalosa, y autorizaban una guerra que ya había hecho correr tantas lágrimas, sino que también tachando de insurrección la justa defensa y de rebeldía la lealtad, abrían ancho portillo por donde más adelante pudieran ser acometidos sus propios pueblos y atropellados sus derechos. Ni motivos tan poderosos, ni tales temores detuvieron al emperador Alejandro. Contento con los obsequios de su aliado y algunas concesiones, reconoció por rey de España a José, y dejó a Napoleón en libertad de proceder en los asuntos de la península según conviniese a sus miras. [Marginal: Correspondencia con el gobierno inglés.] Mas al propio tiempo y para aparentar deseos de paz, cuando después de lo estipulado era imposible ajustarla, determinaron entablar acerca de tan grave asunto correspondencia con Inglaterra. Ambos emperadores escribieron en una y sola carta al rey Jorge III, y sus ministros respectivos pasaron notas con aviso de que plenipotenciarios rusos se enviarían a París para aguardar la respuesta de Inglaterra: los que en unión con los de Francia concurrirían al punto del continente que se señalase para tratar. En contestación, Mr. Canning escribió el 28 de octubre dos cartas a los ministros de Rusia y Francia, acompañadas de una nota común a ambos. Al primero le decía, que aunque S. M. B. deseaba dar respuesta directa al emperador su amo, el modo desusado con que este había escrito le impedía considerar su carta como privada y personal, siendo por tanto imposible darle aquella señal de respeto sin reconocer títulos que nunca había reconocido el rey de la Gran Bretaña. Que la proposición de paz se comunicaría a Suecia y a España. Que era necesario estar seguro de que la Francia admitiría en los tratos al gobierno de la última nación, y que tal sin duda debía de ser el pensamiento del emperador de Rusia, según el vivo interés que siempre había mostrado en favor del bienestar y dignidad de la monarquía española; lo cual bastaba para no dudar que S. M. I. nunca sería inducido a sancionar por su concurrencia o aprobación usurpaciones fundadas en principios no menos injustos que de peligroso ejemplo para todos los soberanos legítimos. En la carta al ministro de Francia se insistía en que entrasen como partes en la negociación Suecia y España. El mismo Mr. Canning respondió ampliamente en la nota que iba para dichos dos ministros a la carta autógrafa de ambos emperadores. Sentábase en ella que los intereses de Portugal y Sicilia estaban confiados a la amistad y protección del rey de la Gran Bretaña, el cual también estaba unido con Suecia, así para la paz como para la guerra. Y que si bien con España no estaba ligado por ningún tratado formal, había sin embargo contraído con aquella nación a la faz del mundo empeños tan obligatorios como los más solemnes tratados; y que por consiguiente el gobierno que allí mandaba a nombre de S. M. C. Fernando VII, debería asimismo tomar parte en las negociaciones. El ministro ruso replicó no haber dificultad en cuanto a tratar con los soberanos aliados de Inglaterra; pero que de ningún modo se admitirían los plenipotenciarios de los insurgentes españoles [así los llamaba], puesto que José Bonaparte había ya sido reconocido por el emperador su amo como rey de España. Menos sufrida y más amenazadora fue la contestación de Mr. Champagny ministro de Francia. [Marginal: Fin de la correspondencia.] Diose fin a la correspondencia con nuevos oficios en 9 de diciembre de Mr. Canning, concluyendo este con repetir al francés, «que S. M. B. estaba resuelto a no abandonar la causa de la nación española y de la legítima monarquía de España; añadiendo que la pretensión de la Francia de que se excluyese de la negociación el gobierno central y supremo que obraba en nombre de S. M. C. Fernando VII, era de naturaleza a no ser admitida por S. M. sin condescender con una usurpación que no tenía igual en la historia del universo.» [Marginal: Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo.] Contaba Napoleón tan poco con esta negociación, que volviendo a París el 18 de octubre, y abriendo el 25 el cuerpo legislativo, después de tocar en su discurso muy por encima el paso dado en favor de las paces, dijo: «parto dentro de pocos días para ponerme yo mismo al frente de mi ejército, coronar con la ayuda de Dios en Madrid al rey de España, y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa.» Palabras incompatibles con ningún arreglo ni pacificación, y tan conformes con lo que en su mente había resuelto, que sin aguardar respuesta de Londres a la primera comunicación, partió de París el 29 de octubre llegando a Bayona en 3 de noviembre. [Marginal: Fuerza y división del ejército francés.] Empezaban ya entonces a tener cumplida ejecución las providencias que había acordado para sujetar y domeñar en poco tiempo la altiva España. Sus tropas acudían de todas partes a la frontera, y variando por decreto de septiembre la forma que tenía el ejército de José, le incorporó al que iba a reforzarle, dividiendo su conjunto en ocho diversos cuerpos a las órdenes de señalados caudillos, cuyos nombres y distribución nos parece conveniente especificar. 1.er Cuerpo. Mariscal Victor, duque de Bellune. 2.º Cuerpo. Mariscal Bessières, duque de Istria. 3.er Cuerpo. Mariscal Moncey, duque de Cornegliano. 4.º Cuerpo. Mariscal Lefebvre, duque de Danzig. 5.º Cuerpo. Mariscal Mortier, duque de Treviso. 6.º Cuerpo. Mariscal Ney, duque de Elchingen. 7.º Cuerpo. El general Saint-Cyr. 8.º Cuerpo. El general Junot, duque de Abrantes. A veces, según iremos viendo, se sustituyeron nuevos jefes en lugar de los nombrados. El total de hombres, sin contar con enfermos y demás bajas, ascendía a 250.000 combatientes, pasando de 50.000 los caballos. De estos cuerpos el 7.º estaba destinado a Cataluña, el 5.º y 8.º llegaron más tarde. Los otros en su mayor parte aguardaban ya a su emperador para inundar, a manera de raudal arrebatado, las provincias españolas. [Marginal: Cruza Napoleón el Bidasoa.] Napoleón cruzó el Bidasoa el 8 de noviembre acompañado de los mariscales Soult y Lannes, duques de Dalmacia y de Montebello. Llegó el mismo día a Vitoria, donde estaba José y el cuartel general. Las tropas francesas habían conservado del lado de Navarra y Castilla casi las mismas posiciones que ocuparon después de las jornadas de Lerín y Logroño. No así por el de Vizcaya. Inquieto el mariscal Lefebvre, sucesor del general Merlin, de los movimientos del ejército de Don Joaquín Blake, había pensado con el 4.º cuerpo arrojarle de Zornoza. Firme el general español desde el 25 de octubre en conservar aquel sitio, celebró en 28 un consejo de guerra. Los más prudentes estuvieron por replegarse: hubo quien opinó por acometer sin dilación al enemigo. Andaba indeciso el general en jefe, no pareciéndole acertado el último dictamen, y receloso de abrazar el primero en una sazón en que los pueblos tildaban de traidor al general que los dejaba con su retirada a merced del enemigo. [Marginal: Acción de Zornoza, 31 de octubre.] Entre dudas llegó el 31 de octubre, día en que el mariscal Lefebvre atacó a los españoles. La fuerza que este tenía era de 26.000 hombres, la nuestra 16.500. Había también contado Blake con que apoyaría su derecha la división de Martinengo con algunos caballos mandados por el marqués de Malespina, y una de Asturias gobernada por Don Vicente María de Acevedo. Mas avanzando ambas hasta Villaró y Dima, se vieron separadas del cuerpo principal del ejército por fragosas sierras y caminos intransitables. Grande inadvertencia ordenar un movimiento sin cabal noticia del terreno. El mariscal Lefebvre al amanecer del 31 empezó su embestida a favor de una densa niebla. Las vanguardias de ambos ejércitos estaban a un lado y otro de la hondonada que forma el monte de San Martín y la altura arbolada de Bernagoitia, por donde atraviesa el camino real. La vanguardia española, regida por el brigadier Don Gabriel de Mendizábal, enseñoreaba la última posición de las nombradas, que fue acometida primeramente por la división del general Villatte. Apoyaron y siguieron a este las divisiones de los generales Sebastiani y Leval, y empeñada toda nuestra vanguardia peleó largo rato esforzadamente. Causábale gran daño la artillería enemiga, sin que a sus fuegos pudiera responder careciendo de igual arma. Rota al fin se recogió al amparo de la 1.ª y 4.ª división apostadas en el monte de San Miguel. La 1.ª, del mando de Don Genaro Figueroa, oficial sabio y bizarro, repelió con su vivo y acertado fuego al enemigo, impidiéndole apoderarse de un mogote que ocupaba en dicho monte; pero la 4.ª, falta de cañones como lo demás del ejército, fue arrollada, habiendo el enemigo avanzado su artillería por el camino real, y sosteniéndola con infantería y caballería. Entonces Blake conociendo su desventaja determinó retirarse, para lo que poniéndose a la cabeza de los granaderos provinciales, y siguiéndole la reserva mandada por Don Nicolás Mahy, contuvo al enemigo y dio lugar a que todas las fuerzas, reuniéndose en las faldas del monte de Santa Cruz de Bizcargui, emprendiesen la retirada. La 3.ª división, al mando de Don Francisco Riquelme, estuvo alejada de las otras y en la orilla opuesta del río, en donde sosteniendo un choque del enemigo, se replegó separadamente no siéndole dado unirse al grueso del ejército. Los franceses, atentos a la aspereza de la tierra y a que los nuestros se retiraban en bastante buen orden, dejaron de perseguirlos de cerca y molestarlos. La pérdida fue corta de ambas partes: quizá la victoria hubiera sido más dudosa si el general español no se hubiera de antemano despojado de la artillería, enviándola camino de Bilbao. Ha habido quien le disculpe con el propósito que tenía de retirarse; pero ciertamente fue descuido quedarse del todo desprovisto de tan necesaria ayuda enfrente de un enemigo activo y emprendedor. Blake continuó por la noche su marcha, y sin detenerse en Bilbao más que para acopiar algunas vituallas, uniéndose después con Riquelme, tomaron juntos la vuelta de Valmaseda. El mariscal Lefebvre los siguió de lejos hasta Güeñes, en donde habiendo dejado para observarlos al general Villatte con 7000. hombres, retrocedió a Bilbao. José, aunque desaprobaba como precipitada la tentativa de aquel mariscal, no siendo ya dueño de evitarla, mandó de Vitoria que una división del primer cuerpo del mariscal Victor se extendiese por el valle de Orduña para favorecer los movimientos de Lefebvre, y que otra del 2.º cuerpo se dirigiese a Berberena, ya para unirse con la primera, o ya para perseguir a Blake si se retiraba del lado de Villarcayo. La del valle de Orduña se encontró en su marcha con los generales Acevedo y Martinengo, que vimos separados del ejército en Villaró. Inciertos estos jefes de la suerte de Blake, e informados tarde y confusamente de la acción de Zornoza, creyeron arriesgada su posición y trataron de alejarse por Oquendo, Miravalles y Llodio. En el camino y cerca de Menagaray fue su encuentro con la mencionada división francesa. Presentáronle los nuestros firme rostro, e imaginándose los contrarios haber tropezado con todo el ejército de Blake, no insistieron en atacar y se replegaron a Orduña. Los españoles entonces mejoraron su posición colocándose en una altura agria cerca de Orrantia. Blake el 3 de noviembre se había reconcentrado en la Nava, dos leguas más allá de Valmaseda yendo de Bilbao. Poco antes se le incorporó la mayor parte de la fuerza que había venido de Dinamarca y que estaba a las órdenes del conde de San Román, y en el mismo Nava otra división de Asturias a las de Don Gregorio Quirós, componiendo en todo los que se reunieron de 8 a 9000 hombres. La caballería venida del norte, hallándose desmontada, había partido al mediodía de España para proveerse de caballos. Reforzado así el ejército de Blake, y enterado este del aprieto de Acevedo y Martinengo, sin tardanza determinó librarlos. Moviose pues hacia Valmaseda cuyo punto debía acometer la 4.ª división, ahora mandada por Don Esteban Porlier, en tanto que la de San Román se dirigía al Berrón una legua distante; la 3.ª y la asturiana de Quirós a Arciniega, y lo demás de la fuerza a Orrantia, en donde era de presumir permaneciesen las divisiones comprometidas. No se engañaron, encontrándose luego unos y otros con inexplicable gozo. [Marginal: De Valmaseda, 4 de noviembre.] Fue en aquel mismo instante cuando se rompió el fuego por los que se habían adelantado a Valmaseda, cuyo camino corre al pie de las alturas que ocupaban las divisiones extraviadas. Atacado impensadamente el general francés Villatte, retirose con demasiada priesa, hasta que volviendo en sí juntó su gente a la ribera izquierda del Salcedón. Visto lo cual por el general Acevedo, se aproximó con cuatro cañones de montaña a una de las dos eminencias que forman el valle de Valmaseda, y enviando por un rodeo dos batallones para que estrechasen a los franceses por retaguardia, sobrecogió a estos, que desbaratados huyeron en el mayor desorden hasta Güeñes. Perdieron un cañón, carros de municiones y muchos equipajes, entre los que se contaba el del general Villatte. Debiose principalmente la victoria al acierto y pronta decisión de Don Vicente María de Acevedo. Napoleón supo en Bayona los ataques ocurridos desde el 31, y desagradole que el mariscal Lefebvre hubiese comenzado a guerrear antes de su llegada, y aun también que José le prestase ayuda: ya porque juzgase expuesto un movimiento parcial y aislado, o ya más bien porque no quisiese que empezasen triunfos y victorias antes de que él en persona capitanease su ejército. Sin embargo temeroso de alguna desgracia, mandó prontamente que el mariscal Lefebvre con el 4.º cuerpo continuase desde Bilbao en perseguir a Blake, y que el mariscal Victor con el 1.º marchase por Orduña y Amurrio contra Valmaseda, formando un total de 50.000 hombres. [Marginal: Reconocimiento hacia Güeñes en 7 de noviembre.] Avanzaban ambos mariscales a la propia sazón que Blake queriendo aprovecharse de la ventaja alcanzada en Valmaseda y reconocer las fuerzas del enemigo, iba el 7 la vuelta de San Pedro de Güeñes. La víspera había el general español enviado sobre su izquierda a Sopuerta la 4.ª división, que no pudiendo reincorporarse al ejército se retiró por Lanestosa a Santander. El mismo día, no queriendo tampoco Blake dejar descubierta su derecha, dirigió camino de Villarcayo y de Medina de Pomar al marqués de Malespina con los 400 caballos que había y algunos infantes. Por su lado el general en jefe se encontró con el mariscal Lefebvre; peleando los españoles con bizarría, particularmente la división de Figueroa y el batallón de estudiantes de Santiago, apellidado literario. Al caer la noche hubieron los nuestros de replegarse vista la superioridad del enemigo, y a pesar de ser el tiempo muy lluvioso, prosiguieron ordenadamente su retirada, ocupando el 8 a Valmaseda y pueblos vecinos. La tarde de dicho día, agolpándose del lado de Orduña y de Bilbao todas las fuerzas de los mariscales Victor y Lefebvre que caminaban a unirse, levantaron los nuestros su campo dirigiéndose a la Nava. Quedaron a la retaguardia para proteger el movimiento algunos batallones de la división de Martinengo y asturianos al mando de Don Nicolás de Llano Ponte, quien poco avisado, dejándose cortar por el enemigo, nunca se volvió a incorporar con el grueso del ejército, yéndose del lado de Santander. Los mariscales franceses se juntaron en Valmaseda, y Blake llegó el 9 en la tarde a Espinosa de los Monteros. Disminuíase su ejército teniendo desde el 31 que pelear a la continua con el enemigo, la lluvia, el frío, el hambre, la desnudez. Rigurosa suerte aun para soldados veteranos y endurecidos; insoportable para bisoños y poco disciplinados. La escasez de víveres fue extrema, viéndose obligados hasta los mismos jefes a mantenerse con mazorcas de maíz y malas frutas. Provenía miseria tanta del mal arreglo en el ramo de hacienda, y de haber contado el general en jefe con ser abastecido por la costa, sin cuidar convenientemente de adoptar otros medios: enseñando la práctica militar, como ya decía Vegecio «que [*] [Marginal: (* Ap. n. 6-6.)] la penuria más veces que la pelea acaba con un ejército, y que el hambre es más cruel que el hierro del enemigo.» Acosado nuestro ejército por tantos males, pensábase que el general Blake no se aventuraría a combatir contra un enemigo más numeroso, aguerrido y bien provisto. Esperanzado sin embargo en que le asistiese favorable estrella, determinó probar la suerte de una batalla delante de Espinosa de los Monteros. [Marginal: Batalla de Espinosa, 10 y 11 de noviembre. (* Ap. n. 6-7.)] Es esta villa muy conocida en España por el privilegio de que gozan sus naturales de hacer de noche la guardia al rey cerca de su cuarto; y cuya concesión, según cuentan,[*] sube a Don Sancho García, conde de Castilla. Está situada en la ribera izquierda del Trueba, y los españoles colocándose en el camino que viene de Valmaseda dejaron a su espalda el río y la villa. En una altura elevada de difícil acceso y a la siniestra parte pusiéronse los asturianos capitaneados por los generales Acevedo, Quirós y Valdés. La 1.ª división y la reserva con sus respectivos jefes Don Genaro Figueroa y Don Nicolás Mahy seguían en la línea descendiendo al llano. El general Riquelme y su 3.ª división ocupó en el valle lo más abierto del terreno, y la vanguardia, al mando de Don Gabriel de Mendizábal con seis piezas de artillería dirigidas por el capitán Don Antonio Roselló, se colocó en un altozano a la derecha de Espinosa, desde donde se enfilaban las principales avenidas. Por el mismo lado y más adelante en un espeso bosque y sobre una loma estaba la división del norte que gobernaba el conde de San Román, quedando no lejos de la artillería y algo detrás por su derecha la 2.ª de Martinengo. La fuerza de los españoles no llegaba a 21.000 combatientes. A la una de la tarde del 10 empezó a avistarse el enemigo, en número de 25.000 hombres mandados por el mariscal Victor. Se había este juntado con el mariscal Lefebvre en Valmaseda y separádose en la Nava, dirigiéndose el segundo a Villarcayo y siguiendo el primero la huella de Blake con esperanzas ambos de envolverle. Se empeñó la refriega por donde estaban las tropas del norte, embistiendo el bosque el general Pacthod. Durante dos horas le defendieron los nuestros con intrepidez, mas cargando el enemigo en mayor número fue al fin abandonado. La artillería, manejada con acierto por Roselló, dirigió entonces un fuego muy vivo contra el bosque, y caminando por orden de Blake para sostener a San Román la división de Riquelme, se encendió de nuevo la pelea. Cundió por toda la línea, y aun la izquierda de los asturianos avanzó para llamar la atención del enemigo. La derecha no solo se mantenía, sino que volviendo a ganar terreno, estaban las tropas del norte prontas a recuperar el bosque, cuando la oscuridad de la noche impidió la continuación del combate, glorioso para los españoles, pero con tan poca ventura que perdieron dos de sus mejores jefes, el conde de San Román y Don Francisco Riquelme, mortalmente heridos. Los españoles, si bien alentados con haber infundido respeto al enemigo, ya no podían sobrellevar tanto cansancio y trabajos, careciendo aun de las provisiones más precisas. Malas frutas habían comido aquellos días, pero ahora apenas les quedaba tan menguado recurso. Sus heridos yacían abandonados, y si algunos eran recogidos no podía suministrárseles alivio en medio de sus quejidos y lamentos. En balde se esmeraba el general en jefe, en balde sus oficiales en buscar por Espinosa socorros para su gente. Los vecinos habían huido espantados con la guerra; la tierra de suyo escasa estaba ahora con aquella ausencia más empobrecida, aumentándose la confusión y el duelo en medio de la lobreguez de la noche. A su amparo obligó el hambre a muchos soldados a desarrancarse de sus banderas, particularmente a los de la división del norte, que eran los que más habían padecido. Al contrario los franceses, bien alimentados, retirados sus heridos y puestos otros en lugar de los que el día 10 habían combatido, se disponían a pelear en la mañana siguiente. Hubiera el general español obrado con cordura, si atendiendo a las lástimas y apuros de sus soldados hubiese a la callada y por la noche alzado el campo, y buscado del lado de Santander o del de Reinosa bastimentos y alivio a los males. Mas lisonjeándose de que el enemigo se retiraría y queriendo sacar ventaja del esfuerzo con que sus soldados habían lidiado, se inclinó a permanecer inmoble y exponerse a nuevo combate. No tuvo que aguardar largo tiempo: desde el amanecer le renovaron los franceses. Habían en la víspera notado que en la izquierda de los españoles estaban tropas bisoñas, y también que la altura que ocupaban como más elevada, era la llave de la posición. Así se determinaron a empezar por allí el ataque, siendo el general Maison con su brigada quien primero embistió a los asturianos. Resistieron estos con denuedo, y a la voz de sus dignos jefes Acevedo, Quirós y Valdés conserváronse firmes y serenos, no obstante su inexperiencia. Advirtió el general enemigo el influjo de dichos jefes, y sobre todo que uno de ellos montado en un caballo blanco, corriendo a los puntos más peligrosos, exhortaba a su tropa con la palabra y el gesto. Sin tardanza [según nos ha contado años adelante en París el mismo general] destacó tiradores diestros, para que apuntando cuidadosamente disparasen contra los jefes, y en especial contra el del caballo blanco, que era el desgraciado Quirós. La orden causó grave mal a los españoles, y decidió la acción. Los tiradores abrigados de lo irregular y quebrado del terreno, esparcidos en diversos sitios, arcabuceaban, por decirlo así, a nuestros oficiales, sin que recibiesen notable daño del fuego cerrado de nuestras columnas. La poca práctica de la guerra y el escasear de soldados hábiles, impidió usar del mismo medio que empleaban los enemigos. A poco fue traspasado de dos balazos Don Gregorio Quirós, heridos los generales Acevedo y Valdés, con otros jefes, entre los que se contaron los distinguidos oficiales Don Joaquín Escario y Don José Peón. La muerte y heridas de caudillos tan amados sembró profunda aflicción en las filas asturianas, y flaqueando algunos cuerpos siguiose en todos el mayor desorden. Quiso sostenerlos Blake enviando a Don Gabriel de Mendizábal para que tomase el mando; mas ya era tarde. La dispersión había comenzado y los franceses posesionándose de la altura perseguían a los asturianos, cuyo mayor número huyendo se enriscó por las asperezas del valle de Pas. El centro del ejército español y su derecha, que en la noche se habían agrupado alrededor del altozano donde estaba Roselló con la artillería, tan luego como se dispersó la izquierda, se vieron acometidos por la división francesa de Ruffin. Algún tiempo se mantuvieron nuestros soldados en su puesto, aunque inquietos con la huida de los asturianos; pero en breve comenzando unos a ciar y otros a desarreglarse, ordenó el general Blake la retirada, sostenida por la reserva de Don Nicolás Mahy y las seis piezas del capitán Roselló, perdidas luego en el paso del Trueba. Hubiera a los nuestros servido de mucho en aquel trance y en lo demás de la retirada la corta división con 400 caballos que mandaba el marqués de Malespina, y a los que el general Blake había ordenado pasar a Villarcayo. Temeroso dicho marqués de ser envuelto por el mariscal Lefebvre que iba del mismo lado, en vez de aproximarse a Espinosa tomó otro rumbo, y su división se unió después en diversas partidas a distintos y lejanos ejércitos. La pérdida de los españoles en las acciones de Espinosa fue muy considerable, su dispersión casi completa. La de los franceses cortísima el 11, no dejó la víspera de ser de importancia. Señaló Don Joaquín Blake para reunión de sus tropas la villa de Reinosa, en donde estaba el parque general de artillería y los almacenes. Llegó el 12 con pocas fuerzas esperando poder rehacerse algún tanto, y dar vida con las provisiones que allí había a sus hambrientos y desmayados soldados. Pero la activa diligencia del enemigo y las desgracias que se agolparon no le dejaron vagar ni respiro. [Marginal: Disposiciones de Napoleón.] Desde que en 8 de noviembre había Napoleón entrado en Vitoria, se sentía por doquiera su presencia. Servíanle como de mágico impulso poder inmenso, bélico renombre, imperiosa y presta voluntad. Ya contamos como de Bayona mismo había ordenado al 1.º y 4.º cuerpo perseguir al general Blake. Y ahora poniendo particular conato en enderezar sus pasos a Madrid, cuya toma resonaría en Europa favorablemente a sus miras, arregló para ello y en breve un plan general de ataque. Asegurada que fue su derecha por los mencionados 1.º y 4.º cuerpos, encargó al 3.º, del mando del mariscal Moncey, que observase desde Lodosa el ejército del centro y de Aragón, dejando además en Logroño a los generales Lagrange y Colbert, del 6.º cuerpo, cuya principal fuerza, capitaneada por su mariscal Ney, debía caminar a Aranda de Duero. Tomó el mando del 2.º cuerpo el mariscal Soult, y su anterior jefe Bessières fue encargado de gobernar la caballería. Ambos, con Napoleón al frente de la guardia imperial y la reserva, siguieron el camino real de Madrid dirigiéndose a Burgos. [Marginal: Acción de Burgos, 10 de noviembre.] En esta ciudad había comenzado a entrar el ejército de Extremadura compuesto de unos 18.000 hombres distribuidos en tres divisiones, y a su frente el conde de Belveder, mozo inexperto nombrado por la junta central para reemplazar a Don José Galluzo. La 1.ª división estaba allí desde el 7 de noviembre: se le juntó la 2.ª en la tarde del 9, quedando todavía atrás y hacia Lerma la 3.ª Así que solo se contaban dentro de la ciudad y cercanías 12.000 hombres, de ellos 1200 de caballería. Fiado Belveder en algunas favorables y leves escaramuzas, vivía tranquilo y de modo que a los oficiales de la 2.ª división que a su llegada fueron a cumplimentarle, recomendoles el descanso, bastándole por entonces, según dijo, las fuerzas de la 1.ª división para rechazar a los franceses caso que le atacasen. Tan ignorante estaba de la superioridad del enemigo, y tan olvidado de la endeble organización de sus tropas. Serían las seis de la mañana del 10 cuando el general Lasalle con la caballería francesa llegó a Villafría, tres cuartos de legua de Gamonal, a donde se había adelantado la 1.ª división de Belveder mandada por Don José María de Alós. Los franceses, como no tenían consigo infantería, retrocedieron para aguardarla a Ruvena, con lo que alentados los nuestros resolvieron empeñar una acción. Lasalle rehecho forzó a los que le seguían a replegarse otra vez a Gamonal, a cuyo punto había ya acudido lo demás del ejército español. La derecha de este ocupaba un bosque del lado del río Arlanzón, y la izquierda las tapias de una huerta o jardín, cubriendo el frente algunos cuerpos con dieciséis piezas de artillería. Las tropas más bisoñas se pusieron detrás de las mejor enregimentadas, como lo eran un batallón de guardias españolas, algunas compañías de valonas, el 2.º de Mallorca y granaderos provinciales. Fue pues aproximándose el ejército enemigo: y extendiéndose por nuestra derecha el general Lasalle se colocó en un llano situado entre el bosque y el río, al paso que la infantería veterana del general Mouton intrépidamente acometió dicho bosque guarnecido por la derecha española, la cual creyéndose envuelta por Lasalle comenzó en breve a cejar, no obstante el vivo fuego que desde el frente hacían nuestros cañones. La caballería guiada por Don Juan Henestrosa, hombre valiente, pero más devoto que entendido militar, trató de dar una carga a la enemiga. Henestrosa que en realidad mandaba también en jefe, invocando a los santos del cielo y con tanta bravura como imprudencia, arremetió contra los jinetes franceses, quienes fácilmente le repelieron y desbarataron. Entonces fueron del todo deshechos los del bosque: y la izquierda, aunque no atacada de cerca, comenzó a huir y desbandarse. La pelea duró poco, y vencidos y vencedores entraron mezclados en Burgos. El mariscal Bessières tirando por la orilla del río con la caballería pesada, acuchilló a los soldados fugitivos y cogió varios cañones, habiéndose perdido catorce y además otros que quedaron en el parque. La pérdida de los españoles fue considerable, aunque mayor la dispersión y el desorden; teniendo que arrepentirse, y dolorosamente, el general Belveder de haberse empeñado con ligereza en acción tan desventajosa. Entregaron los vencedores al pillaje la ciudad de Burgos apoderándose de 2000 sacas de lana fina pertenecientes a ricos ganaderos. Llegó el mismo día el conde de Belveder a Lerma con muchos dispersos, en donde se encontró con la 3.ª división de Extremadura, ausente de la batalla. Perseguido por los enemigos pasó a Aranda de Duero, y no seguro todavía allí, prosiguió hasta Segovia, en cuya ciudad fue relevado del mando por la junta central que nombró para sucederle a Don José de Heredia. [Marginal: Resuelve Soult contra Blake.] El mariscal Soult con la natural presteza de su nación, enviando del lado de Lerma una columna que persiguiese a los españoles y otra camino de Palencia y Valladolid, salió en persona el mismo 10 hacia Reinosa con intento de interceptar a Blake en su retirada. Inútilmente había este confiado en dar en aquella villa descanso a sus tropas, pues noticioso de que por Villarcayo se acercaba el mariscal Lefebvre, ya había el 13 movido su artillería con dirección a León por Aguilar de Campóo. Iban con ella enfermos y heridos huyendo de un peligro sin pensar en el otro, no menos terrible, con que tropezaron. Caminaban cuando se les anunció le aparición por su frente de tropas francesas: la artillería precipitando su marcha y usando de adecuados medios pudo salvarse, mas de los heridos los hubo que fueron víctima del furor enemigo. En su número se contó al general Acevedo. Encontráronle cazadores franceses del regimiento del coronel Tascher, y sin miramiento a su estado, ni a su grado, ni a las sentidas súplicas de su ayudante Don Rafael del Riego, traspasáronle a estocadas. Riego, el mismo que fue después tan conocido y desgraciado, quedó en aquel lance prisionero. Blake acosado y temiendo no solo a los que le habían vencido en Espinosa, sino también a los mariscales Lefebvre y Soult, que cada uno por su lado venían sobre él, no pudiendo ya ir a León por tierra de Castilla, salió de Reinosa en la noche del 13, y se enriscó por montañas y abismos, enderezándose al valle de Cabuérniga. Llegó allí a su colmo la necesidad y miseria. El ánimo de Blake andaba del todo contristado y abatido, mayormente teniendo que entregar a nuevo jefe de un día a otro y en tan mal estado las pobres reliquias de su ejército, lo cual le era de gran pesadumbre. La central había nombrado general en jefe del ejército de la izquierda al marqués de la Romana. Noticioso Blake en Zornoza del sucesor, no por eso dejó de continuar el plan de campaña comenzado. Una indisposición, según parece, detuvo a Romana en el camino, no uniéndose al ejército sino en Renedo, cuando estaba en completa derrota y dispersión. En tal aprieto pareciole ser más conveniente dejar a Blake el cuidado de la marcha, ordenándole que se recogiese por la Liébana a León, en cuya ciudad y ribera derecha del Esla debía hacer alto y aguardarle. [Marginal: Diversas direcciones de los mariscales franceses.] De su lado los mariscales franceses, ahuyentado Blake, tomaron diversos rumbos. El mariscal Lefebvre con el cuarto cuerpo, después de descansar algunos días, se encaminó por Carrión de los Condes a Valladolid. El primer cuerpo, del mando de Victor, juntose en Burgos con Napoleón, marchando Soult con el segundo a Santander; de cuyo puerto hecho dueño, y dejando para guarnecerle la división de Bonnet, persiguió por la costa los dispersos y tropas asturianas que se retiraban a su país natal. Tuvo en San Vicente de la Barquera un choque con 4000 de ellos al mando de Don Nicolás de Llano Ponte: los deshizo y dispersó; y yendo por la Liébana en busca de Blake franqueando las angosturas de la Montaña y despejándola de soldados españoles, desembocó rápidamente en las llanuras de tierra de Campos. [Marginal: Entrada en Burgos de Napoleón.] Napoleón al propio tiempo y después de la jornada de Gamonal, había sentado su cuartel general en Burgos. Los vecinos habían huido de la ciudad, y soledad y silencio no interrumpido sino por la algazara del soldado vencedor, fue el recibimiento que ofreció al emperador de los franceses la antigua capital de Castilla. Mas él poco cuidadoso del modo de pensar de los habitantes, [Marginal: Su decreto de 12 de noviembre.] revistadas las tropas y tomadas otras providencias, dio el 12 de noviembre un decreto, en el que concedía en nombre suyo y de su hermano _perdón general y plena y entera amnistía_ a todos los españoles que en el espacio de un mes, después de su entrada en Madrid, depusieran las armas y renunciasen a toda alianza y comunicación con los ingleses, inclusos los generales y las juntas. Eran exceptuados de aquel beneficio los duques del Infantado, de Híjar, de Medinaceli, de Osuna, el marqués de Santa Cruz del Viso, los condes de Fernán Núñez y de Altamira, el príncipe de Castelfranco, Don Pedro Cevallos y el obispo de Santander, a quienes se declaraba enemigos de España y Francia y traidores a ambas coronas; mandando que, aprehendidas sus personas, fuesen entregados a una comisión militar, pasados por las armas, y confiscados todos sus bienes, muebles y raíces que tuviesen en España y reinos extranjeros. Si bien admira la proscripción de unos individuos cuyo mayor número, si no todos, había pasado a Francia por engaño o mal de su grado, y prestado allí un juramento que llevaba visos de forzado, crece el asombro al ver en la lista al obispo de Santander, que nunca había reconocido al gobierno intruso, ni rendido obediencia a José ni a su dinastía. Es también de notar que este decreto de Napoleón fue el primero de proscripción que se dio entonces en España, no habiendo todavía las juntas de provincia ni la central ofrecido semejante ejemplo; aunque estuvieran como autoridades populares más expuestas a ser arrastradas por las pasiones que dominaban. Siguieron después los gobiernos de España el camino abierto por Napoleón: camino largo y que solo tiene término en el cansancio, en las muchas víctimas, o en el recíproco temor de los partidos. [Marginal: Ejército inglés.] En Burgos dudó algún tiempo el emperador de los franceses si revolvería contra Castaños, o si prosiguiendo por la anchurosa Castilla iría al encuentro del ejército inglés, que presumía se adelantaba a Valladolid. Mas luego supo que aquel no daba indicio de moverse de los contornos de Salamanca. Había allí venido desde Lisboa al mando de Sir Juan Moore, sucesor del general Dalrymple, llamado a Londres según vimos a dar cuenta de su conducta por la convención de Cintra. El gobierno inglés, aunque lentamente, había decidido que 30.000 infantes y 5000 caballos de su ejército obrarían en el norte de España; para lo cual se desembarcarían de Inglaterra 10.000 hombres, sacándose los otros de los que había en Portugal, en donde solo se dejaba una división. Conforme a lo determinado, y en cumplimiento de orden que se le comunicó en 26 de octubre, salió de Lisboa el general Moore, y marchando con la principal fuerza sobre Almeida y Ciudad Rodrigo, llegó a Salamanca el 13 de noviembre. La mayor parte de la artillería y caballería, con 3000 infantes a las órdenes de Sir Juan Hope, la envió por la izquierda de Tajo a Badajoz a causa de la mayor comodidad de los caminos, debiendo después pasar a unírsele a Castilla. De Inglaterra había arribado a la Coruña el 13 de octubre Sir David Baird con los 10.000 hombres indicados; mas aquella junta insistiendo en no querer su ayuda, impidió que desembarcasen bajo el pretexto de que necesitaba la venia de la central. Con tal ocurrencia, otros motivos que se alegaron y la destrucción de una parte de los ejércitos españoles, no solo retardaron los ingleses su marcha, sino que también apareció que tenían escasa voluntad de internarse en Castilla. Napoleón penetrando pues su pensamiento, hizo correr la tierra llana por 8000 caballos, así para tener en respeto al inglés como para aterrar a los habitantes, y resolvió destruir al ejército español del centro antes de avanzar a Madrid. [Marginal: Ejército del centro.] No era dado a dicho ejército ni por su calidad ni por su fuerza competir con las aguerridas y numerosas tropas del enemigo. Sus filas solamente se habían reforzado con una parte de la 1.ª y 3.ª división de Andalucía y algunos reclutas, empeorándose su situación con interiores desavenencias. Porque censurado su jefe Don Francisco Javier Castaños de lento y sobradamente circunspecto, los que no eran parciales suyos, y aun los que anhelaban por mayor diligencia sin atender a las dificultades, procuraron y consiguieron que se enviasen a su lado personas que le moviesen y aguijasen. [Marginal: Don Francisco Palafox enviado por la central.] Recayó la elección en Don Francisco de Palafox, hermano del capitán general de Aragón e individuo de la junta central, autorizado con poderes extensos, y a quien acompañaban el marqués de Coupigny y el conde del Montijo. Siendo el Palafox hombre estimable, pero de poco valer; Coupigny extranjero y mal avenido desde Bailén con Castaños; y el del Montijo, más inclinado a meter cizaña que a concertar ánimos, claro era que con los comisionados en vez de alcanzarse el objeto deseado, solo se aumentarían tropiezos y embarazos. [Marginal: Diversos planes.] Todos juntos y en 5 de noviembre, agregándoseles otros generales y Don José Palafox que vino de Zaragoza, celebraron consejo de guerra en el que se acordó, no muy a gusto de Castaños, atacar al enemigo, a pesar de lo desprovisto y no muy bien ordenado del ejército español. Disputas y nuevos altercados dilataron la ejecución, hasta que del todo se suspendió con las noticias infaustas que empezaron a recibirse del lado de Blake. Proyectáronse otros planes sin resulta; y agriados muchos contra Castaños, alcanzaron que la junta central diese el mando de su ejército al marqués de la Romana, a quien antes se había conferido el de la izquierda. Y en ello se ve cuán a ciegas y atribulada andaba entonces la autoridad suprema, no pudiéndose llevar a efecto su resolución por la lejanía en que estaba el marqués y la priesa que se dio el enemigo a acometer y dispersar nuestros ejércitos. En esto corrió el tiempo hasta el 19 de noviembre, en que por los movimientos de los franceses sospechó el general Castaños ser peligrosa y crítica su situación. No se engañaba. El mariscal Lannes, duque de Montebello, a quien una caída de caballo había detenido en Vitoria, ya restablecido se adelantaba, encargado por Napoleón de capitanear en jefe las tropas de los generales Lagrange y Colbert del sexto cuerpo, en unión con las del tercero del mando del mariscal Moncey, a las que debía agregarse la división del general Maurice Mathieu recién llegada de Francia, y componiendo en todo 30.000 hombres de infantería, 5000 de caballería y 60 cañones. Se juntaron estas fuerzas desde el 20 al 22 en Lodosa y sus cercanías. Con su movimiento había de darse la mano otro del cuerpo de Ney, que constaba de más de 20.000 hombres, cuyo jefe, destrozado que fue el ejército de Extremadura, avanzaba desde Aranda de Duero y el Burgo de Osma a Soria, donde entró el 21. De esta manera trataban los franceses, no solo de impedir al ejército del centro su retirada hacia Madrid, sino también de sorprenderle por su flanco y envolverle. [Marginal: Repliégase Castaños.] Don Francisco Javier Castaños conservó hasta el 19 su cuartel general en Cintruénigo, y la posición de Calahorra que había tomado después de las desgracias de Lerín y Logroño. Juzgó entonces prudente replegarse y ocupar una línea desde Tarazona a Tudela, extendiéndose por las márgenes del Quedes y apoyando su derecha en el Ebro. Sus fuerzas, si se unían con las de Aragón, escasamente ascendían a 41.000 hombres, entre ellos 3700 de caballería. De las últimas estaba la mayor parte en Caparroso, y rehusaban incorporarse sin expresa orden del general Palafox. Felizmente llegó este a Tudela el 22, y con anuencia suya se aproximaron, celebrándose por la noche en dicha ciudad un consejo de guerra. Los Palafoxes opinaron por defender a Aragón, sosteniendo que de ello pendía la seguridad de España. Con mejor acuerdo discurría Castaños en querer arrimarse a las provincias marítimas y meridionales, de cuantiosos recursos; no cifrándose la defensa del reino en la de una parte suya interior, y por tanto más difícil de ser socorrida. Nada estaba resuelto, según acontece en tales consejos, cuando temprano en la mañana hubo aviso de que se descubrían los enemigos del lado de Alfaro. [Marginal: Batalla de Tudela, 23 de noviembre.] Apresuradamente tomáronse algunas disposiciones para recibirlos. Don Juan O’Neille, que con los aragoneses acampaba desde la víspera al otro lado de Tudela, empezó en la madrugada a pasar el puente, ignorándose hasta ahora por qué dejó aquella operación para tan tarde. Aunque sus batallones tenían obstruidas las calles de la ciudad, poco a poco las evacuaron y se colocaron fuera ordenadamente. Estaba también allí la quinta división regida por Don Pedro Roca y compuesta de valencianos y murcianos. Se colocó esta en las inmediaciones y altura de Santa Bárbara, situada enfrente de Tudela yendo a Alfaro. Por la misma parte y siguiendo la orilla de Ebro se extendieron algunos aragoneses, pero el mayor número de estos tiró a la izquierda y hacia el espacioso llano de olivos que termina en el arranque de colinas que van a Cascante. Ambas fuerzas reunidas constaban de 20.000 hombres. En el pueblo que acabamos de nombrar estaba además la cuarta división de Andalucía con su jefe La Peña, y en Tarazona la segunda del mando de Grimarest con la parte que había de la primera y tercera. De suerte que la totalidad del ejército se derramaba por el espacio de cuatro leguas que media entre la última ciudad y la de Tudela. Aquí se trabó la acción principal con la quinta división y los aragoneses. Los que de estos habían ido por la orilla del río repelieron al principio al enemigo, quien luego arremetió contra los del llano, conceptuado centro del ejército español por formar su izquierda las divisiones citadas de Cascante y Tarazona. Los atacó el general Maurice Mathieu sostenido por la caballería de Lefebvre-Desnouettes. Los enemigos subiendo abrigados del olivar a una de las colinas en que el centro español se apoyaba, flanqueáronle, pero acudiendo por orden de Castaños Don Juan O’Neille a desalojarlos, y prolongando por detrás de la altura ocupada un batallón de guardias españolas, se vieron los franceses obligados a retirarse precipitadamente siguiendo los nuestros el alcance. Eran las tres de la tarde y la suerte nos era favorable, a la sazón que el general Morlot rechazando a los aragoneses de la derecha, avanzó orilla del río hasta Tudela, con lo que la quinta división para no ser envuelta abandonó la altura e inmediaciones de Santa Bárbara. También entonces reparándose el general Maurice Mathieu y cargando de nuevo, comenzó a flaquear nuestro centro, contra el que dando en aquella ocasión una acometida la caballería de Lefebvre penetró por medio, le desordenó, y aun acabó de desconcertar la derecha revolviendo contra ella. Castaños a la misma hora pensó en dirigirse adonde estaba La Peña, pero envuelto en el desorden y casi atropellado se recogió a Borja, punto en que se encontraron varios generales, excepto Don José de Palafox que de mañana se había ido a Zaragoza. En tanto que se veía así atacada y deshecha la mitad del ejército español, acometió a la división de La Peña junto a Cascante el general Lagrange, trabose vivo choque, y tal que herido el último cejó su caballería. Creíanse los españoles victoriosos, pero acudiendo gran golpe de infantería rehiciéronse los jinetes enemigos, y fue a su vez rechazado La Peña, y forzado a meterse en Cascante. Como espectadoras se habían en Tarazona mantenido las otras fuerzas de Andalucía, y no sabemos a qué achacar la morosidad y tardanza del general Grimarest, quien a pesar de haber para ello recibido temprano orden de Castaños no se aproximó a Cascante hasta de noche. Todas estas divisiones andaluzas pudieron sin embargo retirarse ordenadamente hacia Borja conservando su artillería. Excitó solamente algún desasosiego el volarse en una ermita un repuesto de pólvora, recelándose que eran enemigos. Fue gran dicha que no viniera de Soria según pudiera el mariscal Ney. Deteniéndose este allí tres días para dar descanso a su gente o por otras causas, dejó a los nuestros libre y franca la retirada. Perdiéronse en Tudela los almacenes y la artillería del centro y derecha del ejército, quedando 2000 prisioneros y muchos muertos. Pudiera decirse que esta batalla se dividió en dos separadas acciones, la de Tudela y la de Cascante, sin que los españoles se hubieran concertado ni para la defensa, ni para el ataque. De lo que resulta grave cargo a los caudillos que mandaban, como también de que no se emplease una parte considerable de tropas, fuese culpa suya o de jefes subalternos que no obedecieron. Igualmente quedó cortada, según veremos después, una parte de la vanguardia que guiaba el conde de Cartaojal. Cúmulo de desventuras que prueba sobrada imprevisión y abandono. Después de la batalla las reliquias de los aragoneses, y casi todos los valencianos y murcianos que de ella escaparon, se metieron en Zaragoza, como igualmente los más de sus jefes. Castaños prosiguió a Calatayud adonde llegó el 25 con el ejército de Andalucía. En persecución suya entró el mismo día en Borja el general Maurice Mathieu, y allí se le unió el 26 con su gente el mariscal Ney. [Marginal: Retirada del ejército.] Hasta entonces no se había encontrado en su retirada el ejército español con los franceses. En Calatayud recibiendo aviso de la junta central de que Napoleón avanzaba a Somosierra, y orden para que Castaños fuese al remedio, juntó este los jefes de las divisiones y acordaron salir el 27 vía de Sigüenza, debiendo hacer espaldas un cuerpo de 5000 hombres de infantería ligera, caballería y artillería al mando del general Venegas. Luego vino este a las manos con el enemigo. A dos leguas de Calatayud cerca de Bubierca se apostó, según orden del general en jefe, para defender el paso y dar tiempo a que se alejasen las divisiones. Con dobladas fuerzas asomó el 29 el general Maurice Mathieu, trabándose desde la mañana hasta las cuatro de la tarde un reñido y sangriento choque. Se pararon de resultas en su marcha los franceses, y se logró que llegasen salvas a Sigüenza nuestras divisiones. [Marginal: Su llegada a Sigüenza. La Peña, general en jefe.] En esta ciudad, destinado el general Castaños a desempeñar otras comisiones, se encargó interinamente del mando del ejército del centro Don Manuel de la Peña. Y por ahora allí le dejaremos para ocuparnos en referir otros acontecimientos de no menor cuantía. Derrotados o dispersos los ejércitos de la izquierda, Extremadura y centro, creyó Napoleón poder sin riesgo avanzar a Madrid, mayormente cuando los ingleses estaban lejos para estorbárselo, y no con bastantes fuerzas para osar interponerse entre él y la frontera de Francia. Urgíale entrar en la capital de España, así porque imaginaba ahogar pronto con aquel suceso la insurrección, como también para asombrar a Europa con el terrible y veloz progreso de sus armas. Corto embarazo se ofrecía ya por delante al cumplimiento de su deseo. La junta central después de la rota de Burgos había encargado a Don Tomás de Morla y al marqués de Castelar atendiesen a la defensa de Madrid, y de los pasos de Guadarrama, Fonfría, Navacerrada y Somosierra. Como más expuesto se cuidó en especial del último punto, enviando para guarnecerle a Don Benito San Juan con los cuerpos que habían quedado en Madrid de la primera y tercera división de Andalucía y con otros nuevos, a los que se agregaron reliquias del ejército de Extremadura, en todo 12.000 hombres y algunos cañones. Endeble reparo para contener en su marcha al emperador de los franceses. Con todo a fin de asegurarla obró este precavidamente, tomando varias y atentas disposiciones. Mandó a Moncey ir sobre Zaragoza, a Ney continuar en perseguimiento de Castaños, a Soult tener en respeto al ejército inglés, y a Lefebvre inundar por su derecha la Castilla, extendiéndose hacia Valladolid, Olmedo y Segovia. Dejó consigo la guardia imperial, la reserva y el primer cuerpo del mariscal Victor para penetrar por Somosierra y caer sobre Madrid. [Marginal: San Juan en Somosierra.] Salió el 28 de Aranda de Duero, y el 29 sentó en Boceguillas su cuartel general. Don Benito San Juan se preparaba a recibirle. En lo alto del puerto había levantado aceleradamente algunas obras de campaña, y colocado en Sepúlveda una vanguardia a las órdenes de Don Juan José Sarden. Con ella se encontraron los franceses en la madrugada del 28, acometiéndola 4000 infantes y 1000 caballos. En vano se esforzaron por romperla y hacerse dueños de la posición que defendía. Al cabo de horas de refriega se retiraron y dejaron el campo libre a los nuestros; mas de poco sirvió. Temores y voces esparcidas por la malevolencia forzaron a los jefes a replegarse a Segovia en la noche del 29, dejando a San Juan desamparado y solo en Somosierra con el resto de las fuerzas. [Marginal: Pasan los franceses el puerto.] Siendo estas escasas no era aquel paso de tan difícil acceso como se creía. Dominado el camino real hasta lo alto del puerto por montañas laterales que le siguen en sus vueltas y sesgos, y enseñoreada la misma cumbre por cimas más elevadas, era necesario o cubrir con tropas ligeras los puntos más eminentes, o exponerse, según sucedió, a que el enemigo flanquease la posición. Densa niebla encapotaba las fraguras al nacer del 30, en cuya hora atacando a nuestro frente con seis cañones y una numerosa columna el general Senarmont, desprendiéronse otras dos también enemigas por derecha e izquierda para atacar nuestros costados. Repeliose con denuedo por el frente la primera embestida a tiempo que Napoleón llegó al pie de la sierra. Irritado este e impaciente con la resistencia mandó entonces soltar a escape por la calzada y contra la principal batería española los lanceros polacos y cazadores de la guardia al mando del general Montbrun. Los primeros que acometieron cubrieron el suelo con sus cadáveres, y en una de las cargas quedó gravemente herido de tres balazos Mr. Felipe de Segur, estimable autor de la historia de la campaña de Rusia. Insistiendo de nuevo en atacar la caballería francesa, y a la sazón que sus columnas de derecha e izquierda se habían a favor de la niebla encaramado por los lados, empezaron los nuestros a flaquear abandonando al cabo sus cañones, de que se apoderaron los jinetes enemigos. San Juan queriendo contener el desorden de los suyos, recorrió el campo con tal valor y osadía, que envuelto por lanceros polacos se abrió paso, llegando por trochas y atajos y herido en la cabeza a Segovia, en cuya ciudad se unió a Don José Heredia que juntaba dispersos. [Marginal: Situación de la central.] Con semejante desgracia Madrid quedaba descubierto, y el gobierno supremo en sumo riesgo, si de Aranjuez no se transfería en breve a paraje seguro. Ya al promediar noviembre y a propuesta de Don Gaspar Melchor de Jovellanos se había pensado en ello, mas con tal lentitud que fue menester que el 28 se dijese haber asomado hacia Villarejo partidas enemigas para ocuparse seriamente en el asunto. El compromiso de la junta era grande, y mayor por un incidente ocurrido en aquellos días. Figurándose el enemigo que con la ruina y descalabros padecidos podría entrarse en acomodamiento, había convidado por medio de los ministros de José a las autoridades supremas a que se sometiesen y evitasen mayores males con prolongar la resistencia. [Marginal: Cartas de los ministros de José.] Al propósito escribieron aquellos tres cartas concebidas en idéntico y literal sentido, una al conde de Floridablanca, y las otras dos al decano del consejo real y al corregidor de Madrid. La central sobremanera indignada decretó en 24 de noviembre que dichos escritos fuesen quemados por mano del verdugo, declarando infidentes y desleales a sus autores, y encargando a la sala de alcaldes la sustanciación y fallo de la causa. Con lo cual se respondió a la propuesta, e igualmente al decreto de proscripción de Napoleón, aunque no tan militar ni arbitrariamente. Mas semejante resolución metiendo a la junta en nuevos comprometimientos, la impelía a atender a su propia seguridad. Las horas ya eran contadas. El 30 exploradores enemigos se habían divisado en Móstoles, y el 1.º de diciembre muy de mañana súpose lo acaecido en Somosierra. Con afán y temprano el mismo día congregó el presidente a los individuos de la junta para que se enterasen de los partes recibidos. Pensose inmediatamente en abandonar Aranjuez, pero antes se encaminaron a la capital los recursos disponibles, se acordaron otras providencias, y se resolvió elegir diferentes vocales que fuesen a inflamar el espíritu de las provincias. Deliberose en seguida acerca del paraje en que el gobierno debería fijar su residencia. Variaron los pareceres, señalose al fin Badajoz. Para mayor comodidad del viaje se dispuso que los individuos de la junta se repartiesen en tandas, y para el fácil despacho de los negocios urgentes se escogió una comisión activa compuesta de los señores Floridablanca, Astorga, Valdés, Jovellanos, Contamina y Garay. [Marginal: Abandona la central Aranjuez.] Unos en pos de otros salieron todos de Aranjuez en la tarde y noche del 1.º al 2 de diciembre. Apenas con escolta, en medio de tales angustias tuvieron la dicha de que los pueblos no los molestaran, y de que los franceses no los alcanzasen y cogiesen. Libres de particular contratiempo llegaron a Talavera de la Reina en donde volveremos a encontrarlos. [Marginal: Situación de Madrid.] En tanto reinaba en Madrid la mayor agitación. Don Tomás de Morla y el capitán general de Castilla la Nueva marqués de Castelar habían discurrido calmarla, y aun por orden de la central promulgaron edictos que pintaban con amortiguados colores las desgracias sucedidas. Sin embargo no fue dado por más tiempo ocultarlas, acudiendo prófugos de todos lados. Alterada a su vista la muchedumbre se agolpó a casa de Castelar que disfrutaba de la confianza pública, y pidió el 30 de noviembre con gran vocería que se la armase. Así lo prometió, y desde entonces con mayor diligencia y ahinco se atendió a fortificar la capital y distribuir a sus vecinos armas y municiones. Madrid no era en verdad punto defendible, y las obras que se trazaron levantadas atropelladamente, no fueron tampoco de grande ayuda. Redujéronse a unos fosos delante de las puertas exteriores, en donde se construyeron baterías a barbeta que artillaban cañones de corto calibre. Se aspilleraron las tapias del recinto, abriéndose cortaduras o zanjas en ciertas calles principales como la de Alcalá, carrera de San Jerónimo y Atocha. También se desempedraron muchas de ellas, y acumulándose las piedras en las casas, se parapetaron las ventanas con almohadas y colchones. Todos corrían a trabajar, siendo el entusiasmo general y extremado. En 1.º de diciembre se confió el gobierno político y militar a una junta que se instaló en la casa de Correos. A su cabeza estaba el duque del Infantado como presidente del consejo real, y eran además individuos el capitán general, el gobernador y corregidor, como también varios ministros de los consejos y regidores de la villa. La defensa de la plaza se encargó exclusiva y particularmente a Don Tomás de Morla, que gozaba de concepto de oficial más inteligente que el gobernador Don Fernando de la Vera y Pantoja. En Madrid no había sino 300 hombres de guarnición y dos batallones con un escuadrón de nueva leva. Corrió la voz aquel día de que el enemigo estaba a cinco leguas, y el vecindario lejos de amilanarse se inflamó con ímpetu atropellado. Repartiéronse 8000 fusiles, chuzos y hasta armas viejas de la armería. Y para guardar orden se citó a todos por la tarde al Prado, desde donde a cada uno debía señalarse destino. Escasearon los cartuchos, y aun para muchos faltaron. Pedíanlos los concurrentes con instancia, mas respondiendo Morla que no los había, y dentro de algunos habiéndose encontrado en vez de pólvora arena, creció la desconfianza, lanzáronse gritos amenazadores, y todo pronosticaba estrepitosa conmoción. [Marginal: Muerte del marqués de Perales.] Había entendido como regidor el marqués de Perales en la formación de los cartuchos, y contra él y su mayordomo se empezó a clamar desaforadamente. Este marqués era antes el ídolo de la plebe madrileña; presumía de imitarla en usos y traeres; con nadie sino con ella se trataba, y aun casi siempre se le veía vestido a su manera con el traje de majo. Pero acusado con razón o sin ella de haber visitado a Murat y recibido de este obsequios y buen acogimiento, cambiose el favor de los barrios en ojeriza. Juntose también para su desdicha la ira y celos de una antigua manceba a quien por otra había dejado. Tenía el marqués por costumbre escoger sus amigas entre las mujeres más hermosas y desenfadadas del vulgo, y era la abandonada hija de un carnicero. Para vengar esta lo que reputaba ultraje, no solo dio pábulo al cuento de ser el marqués autor de los cartuchos de arena, sino que también inventó haber él mismo pactado con los franceses la entrega de la Puerta de Toledo. Sabido es que entre el bajo pueblo nada halla tanto séquito como lo que es infundado y absurdo. Y en este caso con mayor facilidad, saliendo de la boca de quien se creía depositaria de los secretos del marqués. Vivía este en la calle de la Magdalena, inmediata al barrio del Avapies [de todos el más desasosegado], y sus vecinos se agolparon a la casa, la allanaron, cosieron al dueño a puñaladas, y puesto sobre una estera le arrastraron por las calles. Tal fue el desastrado fin del marqués de Perales, víctima inocente de la ceguedad y furor popular, pero que ni era general, ni anciano, ni había nunca sido mirado como hombre respetable según lo afirma cierto historiador inglés, empeñado en desdorar y ennegrecer las cosas de España. La conmoción no fue más allá: personas de influjo y otros cuidados la sosegaron. [Marginal: Napoleón delante de Madrid.] En la mañana del 2 aparecieron sobre las alturas del norte de Madrid las divisiones de dragones de los generales La Tour Maubourg y La Houssaye: antes solo se habían columbrado partidas sueltas de caballería. A las doce Napoleón mismo llegó a Chamartín y se alojó en la casa de campo del duque del Infantado. Aniversario aquel día de la batalla de Austerlitz y de su coronación, se lisonjeaba sería también el de su entrada en Madrid. Con semejante esperanza no tardó en presentarse en sus cercanías e intimar por medio del mariscal Bessières la rendición a la plaza. Respondiose con desdén, y aun corrió peligro de ser atropellado el oficial enviado al efecto. No había la infantería francesa acabado de llegar, y Napoleón recorriendo los alrededores de la villa meditaba el ataque para el siguiente día. En este no hubo sino tiroteos de avanzadas y correrías de la caballería enemiga, que detenía, despojaba y a veces mataba a los que inhábiles para la defensa salían de Madrid. Con más dicha y por ser todavía en la madrugada oscura y nebulosa, pudo alejarse el duque del Infantado comisionado por la junta permanente para ir hacia Guadalajara en busca del ejército del centro, al que se consideraba cercano. Por la noche el mariscal Victor hizo levantar baterías contra ciertos puntos, principalmente contra el Retiro: y a las doce de la misma el mariscal Berthier, príncipe de Neuchâtel, mayor general del ejército imperial, repitió nueva intimación, valiéndose de un oficial español prisionero, a la que se tardó algunas horas en contestar. [Marginal: Ataque de Madrid.] Amaneció el 3 cubierto de niebla, la cual disipándose poco a poco, aclaró el día a las nueve de la mañana, y apareció bellísimo y despejado. Napoleón preparado el ataque, dirigió su especial conato a apoderarse del Retiro, llamando al propio tiempo la atención por las puertas del Conde-duque y Fuencarral, hasta la de Recoletos y Alcalá, y colocándose él en persona cerca de la fuente Castellana. Mas barriendo aquella cañada y cerros inmediatos una batería situada en lo alto de la escuela de la veterinaria, cayeron algunos tiros junto al emperador, que diciendo: _estamos muy cerca_, se alejó lo suficiente para librarse del riesgo. Gobernaba dicha batería un oficial de nombre Vasallo, y con tal acierto que contuvo a la columna enemiga que quería meterse por la puerta de Recoletos para coger por la espalda la de Alcalá. Los ataques de las otras puertas no fueron por lo general sino simulados, o no hubo sino ligeras escaramuzas, señalándose en la de los Pozos una cuadrilla de cazadores que se había apostado en las casas de Bringas allí contiguas. También hubo entre la del Conde-duque y Fuencarral vivo tiroteo, en los que fue herido en el pie de una bala el general Maison. Mas el Retiro, cuya eminencia dominando a Madrid es llave de la posición, fue el verdadero y principal punto atacado. Los franceses ya en tiempo de Murat habían reconocido su importancia. Los generales españoles, fuese descuido o fatal acaso, no se habían esmerado en fortificarle. Treinta piezas de artillería dirigidas por el general Senarmont rompieron el fuego contra la tapia oriental. Sus defensores que no eran sino paisanos, y un cuerpo recién levantado a expensas de Don Francisco Mazarredo, resistieron con serenidad, hasta que los fuegos enemigos abrieron un ancho boquerón por donde entraron sus tiradores y la división del general Villatte. Entonces los nuestros decayendo de ánimo fueron ahuyentados, y los franceses derramándose con celeridad por el Prado, obligaron a los comandantes de las puertas de Recoletos, Alcalá y Atocha a replegarse a las cortaduras de sus respectivas e inmediatas calles. Pero como aquellas habían sido excavadas en la parte más elevada, quedaron muchas casas y edificios a merced del soldado extranjero que las robó y destrozó. Tocó tan mala suerte a la escuela de mineralogía calle del Turco, en donde pereció una preciosísima colección de minerales de España y América, reunida y arreglada al cabo de años de trabajo y penosa tarea. La pérdida del Retiro no causó en la población desaliento. En todos los puntos se mantuvieron firmes, y sobre todo en la calle de Alcalá en donde fue muerto el general francés Bruyère. Castelar en tanto respondió a la segunda intimación pidiendo una suspensión de armas durante el día 3 para consultar a las demás autoridades y ver las disposiciones del pueblo, sin lo cual nada podía resolver definitivamente. Eran las doce de la mañana cuando llegó esta respuesta al cuartel general francés, e invadido ya el Retiro desistió Napoleón de proseguir en el ataque, prefiriendo a sus contingencias el medio más suave y seguro de una capitulación. Pero para conseguirla mandó al de Neuchâtel que diese a Castelar una réplica amenazadora diciendo: «Inmensa artillería está preparada contra la villa, minadores se disponen para volar sus principales edificios... las columnas ocupan la entrada de las avenidas... mas el emperador siempre generoso en el curso de sus victorias, suspende el ataque hasta las dos. Se concederá a la villa de Madrid protección y seguridad para los habitantes pacíficos, para el culto y sus ministros, en fin olvido de lo pasado. Enarbólese bandera blanca antes de las dos, y envíense comisionados para tratar.» La junta establecida en correos mandó cesar el fuego, y envió al cuartel general francés a Don Tomás de Morla y a Don Bernardo Iriarte. Abocáronse estos con el príncipe de Neuchâtel quien los presentó a Napoleón: vista que atemorizó a Morla, hombre de corazón pusilánime, aunque de fiera y africana figura. [Marginal: Conferencia de Morla con Napoleón.] Napoleón le recibió ásperamente. Echole en cara su proceder contra los prisioneros franceses de Bailén, sus contestaciones con Dupont, hasta le recordó su conducta en la guerra de 1793 en el Rosellón. Por último díjole: «vaya usted a Madrid, doy de tiempo para que se me responda de aquí a las seis de la mañana. Y no vuelva usted sino para decirme que el pueblo se ha sometido. De otro modo usted y sus tropas serán pasados por las armas.» Demudado volvió a Madrid el general Morla, y embarazosamente dio cuenta a la junta de su comisión. Tuvo que prestarle ayuda su compañero Iriarte, más sereno aunque anciano y no militar. [Marginal: Capitulación.] Hubo disenso entre los vocales: prevaleció la opinión de la entrega. El marqués de Castelar no queriendo ser testigo de ella partió por la noche, con la poca tropa que había, camino de Extremadura. También y antes el vizconde de Gante que mandaba la Puerta de Segovia salió subrepticiamente del lado del Escorial en busca de San Juan y Heredia. A las seis de la mañana del 4 Don Tomás de Morla y el gobernador Don Fernando de la Vera y Pantoja pasaron al cuartel general enemigo con la minuta de la capitulación.[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-8.)] Napoleón la aprobó en todas sus partes con cortísima variación, si bien se contenían en ella artículos que no hubieran debido entrar en un convenio puramente militar. El general Belliard después de las diez del mismo día entró en Madrid y tomó sin obstáculo posesión de los puntos principales. Solo en el nuevo cuartel de guardias de Corps se recogieron algunos con ánimo de defenderse, y fue menester tiempo y la presencia del corregidor para que se rindieran. Silencioso quedó Madrid después de la entrega, y contra Morla se abrigaba en el pecho de los habitantes odio reconcentrado. Tacháronle de traidor, y confirmáronse en la idea con verle pasar al bando enemigo. Solo hubo de su parte falta de valor y deshonroso proceder. Murió años adelante ciego, lleno de pesares, aborrecido de todos. Consiguiose con la defensa de Madrid si no detener al ejército francés, por lo menos probar a Europa que a viva fuerza y no de grado se admitía a Napoleón y a su hermano. Respecto de lo cual oportuna aunque familiarmente decía Mr. de Pradt, capellán mayor del emperador, primero obispo de Poitiers, y después arzobispo de Malinas, «que José había sido echado de Madrid a puntapiés y recibido a cañonazos.» [Marginal: Fáltase a la capitulación.] El 6 se desarmó a los vecinos, y no se tardó en faltar a la capitulación, esperanza de tantos hombres ciegos y sobradamente confiados. Dieron la señal de su quebrantamiento los decretos que desde Chamartín y a fuer de conquistador empezó el mismo día 4 a fulminar Napoleón, quien arrojando todo embozo, y sin mentar a su hermano mostrose como señor y dueño absoluto de España. [Marginal: Decretos de Napoleón en Chamartín.] Fue el primero contra el consejo de Castilla. Decíase en su contexto que por haberse portado aquella corporación con _tanta debilidad como superchería_, se destituían sus individuos considerándolos _cobardes e indignos de ser los magistrados de una nación brava y generosa_. Quedaban además detenidos en calidad de rehenes: por cuyo decreto el artículo sexto de la capitulación con afán apuntado por los del consejo, y según el cual debían conservarse «las leyes, costumbres y tribunales en su actual constitución» se barrenaba y destruía. Siguiéronse a este el de la abolición de la inquisición, el de la reducción de conventos a una tercera parte, el de la extinción de los derechos señoriales y exclusivos, y el de poner las aduanas en la frontera de Francia. Varios de estos decretos, reclamados constantemente por los españoles ilustrados, no dejaron de cautivar al partido del gobierno intruso ciertos individuos enojados con los primeros pasos de la central, dando a otros plausible pretexto para hacerse tornadizos. Mas semejantes resoluciones de suyo benéficas aunque procedentes de mano ilegítima, fueron acompañadas de otras crueles e igualmente contrarias a lo capitulado. [Marginal: Españoles llevados a Francia.] Se cogió y llevó a Francia a Don Arias Mon, decano del consejo, y a otros magistrados. El príncipe de Castelfranco, el marqués de Santa Cruz del Viso y el conde de Altamira o sea de Trastámara, comprendidos en el decreto de proscripción de Burgos, fueron también presos y conducidos a Francia, conmutándose la pena de muerte en la de perpetuo encierro, sin embargo de que por los artículos primero, segundo y tercero de la capitulación se aseguraba la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos, militares y empleados de Madrid. Igual suerte cupo en un principio al duque de Sotomayor de que le libró especial favor. Estuvo para ser más rigurosa la del marqués de San Simón, emigrado francés al servicio de España: fue juzgado por una comisión militar, y condenado a muerte, habiendo defendido contra sus compatriotas la Puerta de Fuencarral. Las lágrimas y encarecidos ruegos de su desconsolada hija alcanzaron gracia, limitándose la pena de su padre a la de confinación en Francia. [Marginal: Visita Napoleón el palacio real.] Napoleón permanecía en Chamartín, y solo una vez y muy de mañana atravesó a Madrid y se encaminó a palacio. Aunque se le representó suntuosa la morada real, según sabemos de una persona que le acompañaba, por nada preguntó con tanto anhelo como por el retrato de Felipe II: detúvose durante algunos minutos delante de uno de los más notables, y no parecía sino que un cierto instinto le llevaba a considerar la imagen de un monarca que si bien en muchas cosas se le desemejaba, coincidía en gran manera con él en su amor a exclusiva, dura e ilimitada dominación, así respecto de propios como de extraños. [Marginal: Su inquietud.] La inquietud de Napoleón crecía según que corrían días sin recoger el pronto y abundante esquilmo que esperaba de la toma de Madrid. Sus correos comenzaban a ser interceptados, y escasas y tardías eran las noticias que recibía. Los ejércitos españoles si bien deshechos, no estaban del todo aniquilados, y era de temer se convirtiesen en otros tantos núcleos, en cuyo derredor se agrupasen oficiales y soldados, al paso que los franceses teniendo que derramarse enflaquecían sus fuerzas, y aun desaparecían sobre la haz espaciosa de España. En las demás conquistas dueño Napoleón de la capital lo había sido de la suerte de la nación invadida: en esta ni el gobierno ni los particulares, ni el más pequeño pueblo de los que no ocupaba se habían presentado libremente a prestarle homenaje. Impacientábale tal proceder, sobre todo cuando nuevos cuidados podrían llamarle a otras y lejanas partes. Mostró su enfado al corregidor de Madrid que el 16 de diciembre fue a Chamartín a cumplimentarle y a pedirle la vuelta de José según se había exigido del ayuntamiento: [Marginal: Contestación al corregidor de Madrid.] díjole pues Napoleón que por los derechos de conquista que le asistían podía gobernar a España nombrando otros tantos virreyes cuantas eran sus provincias. Sin embargo añadió que consentiría en ceder dichos derechos a José, cuando todos los ciudadanos de la capital le hubieran dado pruebas de adhesión y fidelidad por medio de un juramento «que saliese no solamente de la boca sino del corazón, y que fuese sin restricción jesuítica.» [Marginal: Juramento exigido de los vecinos.] Sujetose el vecindario a la ceremonia que se pedía, y no por eso trataba Napoleón de reponer a José en el trono, cosa que a la verdad interesaba poco a los madrileños, molestados con la presencia de cualquier gobierno que no fuera el nacional. El emperador había dejado en Burgos a su hermano, quien sin su permiso vino y se le presentó en Chamartín, donde fue tan mal recibido que se retiró a la Monclova y luego al Pardo, no gozando de rey sino escasamente la apariencia. [Marginal: Van los mariscales franceses en perseguimiento de los españoles.] Más que en su persona ocupábase Napoleón en averiguar el paradero de los ingleses, y en disipar del todo las reliquias de las tropas españolas. El 8 de diciembre llegó a Madrid el cuerpo de ejército del duque de Danzig, y con diligencia despachó Napoleón hacia Tarancón al mariscal Bessières, dirigiendo sobre Aranjuez y Toledo al mariscal Victor y a los generales Milhaud y Lasalle. [Marginal: Total dispersión del ejército de San Juan.] Por este lado y la vuelta de Talavera se había retirado Don Benito San Juan, quien después de haber recogido en Segovia dispersos, y en unión con Don José Heredia, se había apostado en el Escorial antes de la entrega de Madrid. Pensaban ir ambos generales al socorro de la capital, y aun instados por el vizconde de Gante que con aquel objeto según vimos había ido a su encuentro, se pusieron en marcha. Acercábanse, cuando esparcida la voz de estar muy apretada la villa y otras siniestras, empezó una dispersión horrorosa, abandonando los artilleros y carreteros cañones y carruajes. Comenzó por donde estaba San Juan, cundió a la vanguardia que mandaba Heredia, y ni uno ni otro fueron parte a contenerla. Algunos restos llegaron en la madrugada del 4 casi a tocar las puertas de Madrid, en donde noticiosos de la capitulación, sueltos y a manera de bandidos, corrieron como los primeros asolando los pueblos, y maltratando a los habitadores hasta Talavera, punto de reunión que fue teatro de espantosa tragedia. Habituados a la rapiña y al crimen las mal llamadas tropas, pesábales volver a someterse al orden y disciplina militar. Su caudillo D. Benito San Juan no era hombre para permitir más tiempo la holganza y los excesos encubiertos bajo la capa del patriotismo, de lo cual temerosos los alborotadores y cobardes, difundieron por Talavera que los jefes los habían traidoramente vendido. Con lo que apandillándose una banda de hombres y soldados desalmados, se metieron en la mañana del 7 en el convento de Agustinos, y guiados por un furibundo fraile penetraron en la celda en donde se albergaba el general San Juan. Empezó este a arengarlos con serenidad, y aun a defenderse con el sable, no bastando las razones para aplacarlos. [Marginal: Muerte cruel de este general.] Desarmáronle y viéndose perdido, al querer arrojarse por una ventana tres tiros le derribaron sin vida. Su cadáver despojado de los vestidos, mutilado y arrastrado, le colgaron por último de un árbol en medio de un paseo público, y así expuesto, no satisfechos todavía le acribillaron a balazos. Faltan palabras para calificar debidamente tamaña atrocidad, ejecutada por soldados contra su propio jefe, y promovida y abanderizada por quien iba revestido del hábito religioso. [Marginal: Ejército del centro. Sus marchas y retirada a Cuenca.] No tan relajado aunque harto decaído estaba por el lado opuesto el ejército del centro. El hambre, los combates, el cansancio, voces de traición, la fuga, el mismo desamparo de los pueblos, uniéndose a porfía y de tropel, habían causado grandes claros en las filas. Cuando le dejamos en Sigüenza estaba reducido su número a 8000 hombres casi desnudos. Mas sin embargo determinaron los jefes cumplir con las órdenes del gobierno, e ir a reforzar a Somosierra. Emprendió la infantería su ruta por Atienza y Jadraque, y la artillería y caballería en busca de mejores caminos tomaron la vuelta de Guadalajara siguiendo la izquierda del Henares. No tardaron los primeros en variar de rumbo, y caminar por donde los segundos con el aviso de Castelar recibido en la noche del 1.º al 2 de diciembre, de haber los enemigos forzado el paso de Somosierra. Continuando pues todo el ejército a Guadalajara, la 1.ª y 4.ª división entraron por sus calles en la noche del 2 junto con la artillería y caballería. Casi al propio tiempo llegó a dicha ciudad el duque del Infantado; y el 3, avistándose con La Peña y celebrando junta de generales, se acordó: 1.º Enviar parte de la artillería a Cartagena, como se verificó; y 2.º dirigirse con el ejército por los altos de Santorcaz, pueblecito a dos leguas de Alcalá y a su oriente, y extenderse a Arganda para que desde aquel punto, si ser pudiere, se metiese la vanguardia con un convoy de víveres por la Puerta de Atocha. En la marcha tuvieron noticia los jefes de la capitulación de Madrid, y obligados por tanto a alejarse, resolvieron cruzar el Tajo por Aranjuez y guarecerse de los montes de Toledo. Plan demasiadamente arriesgado y que por fortuna estorbó con sus movimientos el enemigo sin gran menoscabo nuestro. Caminaron los españoles el 6 y descansaron en Villarejo de Salvanés. Allí les salió al encuentro Don Pedro de Llamas, encargado por la central de custodiar con pocos soldados el punto de Aranjuez, que acababa de abandonar forzado por la superioridad de fuerzas francesas. Interceptado de este modo el camino, se decidieron los nuestros a retroceder y pasar el Tajo por las barcas de Villamanrique, Fuentidueña y Estremera, y abrigándose de las sierras de Cuenca sentar sus reales en aquella ciudad, paraje acomodado para repararse de tantas fatigas y penalidades. Así y por entonces se libraron las reliquias del ejército del centro de ser del todo aniquiladas en Aranjuez por el mariscal Victor, y en Guadalajara por la numerosísima caballería de Bessières, y el cuerpo de Ney que entró el 6 viniendo de Aragón. No hubo sino alguno que otro reencuentro, y haber sido acuchillados en Nuevo Baztán los cansados y zagueros. [Marginal: Rebelión del oficial Santiago.] A los males enumerados y al encarnizado seguimiento del enemigo agregáronse en su marcha al ejército del centro discordias y conspiraciones. El 7 de diciembre estando en Belinchón el cuartel general, se mandó ir a la villa de Yebra a la 1.ª y 4.ª división que regía entonces el conde de Villariezo. A mitad del camino y en Mondéjar, Don José Santiago, teniente coronel de artillería, el mismo que en mayo fue de Sevilla para levantar a Granada, se presentó al general de las divisiones diciéndole, que estas en vez de proseguir a Cuenca, querían retroceder a Madrid para pelear con los franceses, y que a él le habían escogido por caudillo; pero que suspendía admitir el encargo hasta ver si el general, aprobando la resolución, se hacía digno de continuar capitaneándolos. Rehusó Villariezo la inesperada oferta, y reprendiendo al Santiago, encomendole contener el mal espíritu de la tropa: singular conspirador y singular jefe. La artillería, como era de temer, en vez de apaciguarse se apostó en el camino de Yebra, y forzó a la otra tropa que iba a continuar su marcha a volver atrás. Intentó Villariezo arengar a los sublevados que aparentaron escucharle, mas quiso que de nuevo prosiguiesen su ruta; y gritando unos «_a Madrid_» y otros «_a Despeñaperros_», tuvo que desistir de su empeño y despachar al coronel de Pavía, príncipe de Anglona, para que informase de lo ocurrido al general en jefe, el cual creyó prudente separar la infantería y alejarla de la caballería y artillería. Los peones dirigiéndose a Illana debían cruzar el vado y barcas de Maquilón; los jinetes y cañones con solos dos regimientos de infantería, Órdenes y Lorca, las de Estremera: mandando a los primeros el mismo Villariezo y a los segundos Don Andrés de Mendoza. Ciertas precauciones y la repentina mudanza en la marcha suspendieron algún tiempo el alboroto; mas el día 8 al querer salir de Tarancón encrespose de nuevo, y sin rebozo se puso Santiago a la cabeza. Pareciéndole al Mendoza que el carácter y respetos del conde de Miranda, comandante de carabineros reales, que allí se hallaba, eran más acomodados para atajar el mal que los que a su persona asistían, propuso al conde, y este aceptó, sustituirle en el mando. Llamado don José Santiago por el nuevo jefe, retúvole este junto a su persona; y hubo vagar para que adoptadas prontas y vigorosas providencias se continuase, aunque con trabajo, la marcha a Cuenca. El Santiago fue conducido a dicha ciudad, y arcabuceado después en 12 de enero con un sargento y cabo de su cuerpo. [Marginal: Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado.] Mas el mal había echado tan profundas raíces y andaban las voluntades tan mal avenidas, que para arrancar aquellas y aunar estas, juzgó conveniente Don Manuel de la Peña celebrar un consejo de guerra en Alcázar de Huete, y desistiéndose del mando proponer en su lugar por general en jefe al duque del Infantado. Admitiose la propuesta, consintió el duque, y aprobolo después la central, con que se legitimaron unos actos que solo disculpaba lo arduo de las circunstancias. La mayor parte del ejército entró en Cuenca en 10 de diciembre. Mas remisa estuvo, y llegó en desorden la 2.ª división al mando del general Grimarest, que fue atacada en Santa Cruz de la Zarza en la noche del 8, y ahuyentada por el general Montbrun. Y el terror y la indisciplina fueron tales, que casi sin resistencia corrió dicha división precipitadamente y a la primera embestida camino de Cuenca. En esta ciudad reunido el ejército del centro y abrigado de la fragosa tierra que se extendía a su espalda, terminó su retirada de 86 leguas, emprendida desde las faldas del Moncayo, memorable sin duda, aunque costosa; pues al cabo, en medio de tantos tropiezos, reencuentros, marchas y contramarchas, escaseces y sublevaciones, salvose la artillería y bastante fuerza para con su apoyo formar un nuevo ejército, que combatiendo al enemigo o trabajándole le distrajese de otros puntos y contribuyese al bueno y final éxito de la causa común. [Marginal: Conde de Alacha. Su retirada gloriosa.] Descansaban pues y se reponían algún tanto aquellos soldados, cuando con asombro vieron el 16 entrar por Cuenca una corta división que se contaba por perdida. Recordará el lector como después del acontecimiento de Logroño incorporada la gente de Castilla en el ejército de Andalucía, se formó una vanguardia de 4000 hombres al mando del conde de Cartaojal, destinada a maniobrar en la sierra de Cameros. El 22 de noviembre, según orden de Castaños, se había retirado dicho jefe por el lado de Ágreda a Borja, y después de una leve refriega con partidas enemigas prosiguiendo a Calatayud, se había allí unido al grueso del ejército, de cuya suerte participó en toda la retirada. Mas de este cuerpo de Cartaojal quedó el 21 en Nalda separado y como cortado un trozo a las órdenes del conde de Alacha. No desanimándose ni los soldados ni su caudillo, aconsejado de buenos oficiales al verse rodeados de enemigos, y ellos en tan pequeño número, emprendieron una retirada larga, penosa y atrevida. Por espacio de veinte días acampando y marchando a dos y tres leguas del ejército francés, cruzando empinados montes y erizadas breñas, descalzos y casi desnudos en estación cruda, apenas con alimento, desprovistos de todo consuelo, consiguieron, venciendo obstáculos para otros insuperables, llegar a Cuenca conformes y aun contentos de presentarse no solo salvos, sino con el trofeo de algunos prisioneros franceses. Tanta es la constancia, sobriedad e intrepidez del soldado español bien capitaneado. [Marginal: La Mancha.] Pero la estancia en Cuenca del ejército del centro, si bien por una parte le daba lugar para recobrarse y le ponía más al abrigo de una acometida, por otra dejaba a la Mancha abierta y desamparada. Es cierto que sus vastas llanuras nunca hubieran sido bastantemente protegidas por las reliquias de un ejército a cuya caballería no le era dado hacer rostro a la formidable y robusta de las huestes enemigas. Así fue que el mariscal Victor, sentando ya en 11 de diciembre su cuartel general en Aranjuez y Ocaña, desparramó por la Mancha baja gruesas partidas que se proveían de vituallas en sus feraces campiñas, y pillaban y maltrataban pueblos abandonados a su rapacidad por los fugitivos habitantes. [Marginal: Toledo.] Habían contado algunos con que Toledo haría resistencia. Mas desapercibida la ciudad y cundiendo por sus hogares el terror que esparcían la rota y dispersión de los ejércitos, abrió el 19 de diciembre sus puertas al vencedor; habiendo antes salido de su recinto la junta provincial, muchos de los principales vecinos, y despachado a Sevilla 12.000 espadas de su antigua y celebrada fábrica. [Marginal: Muertes violentas.] Ciertos y contados pueblos ofrecieron la imagen de la más completa anarquía, atropellando o asesinando pasajeros. Doloroso sobre todo fue lo que aconteció en Malagón y Ciudad Real. Por el último pasaba preso a Andalucía Don Juan Duro, canónigo de Toledo y antiguo amigo del príncipe de la Paz: ni su estado, ni su dignidad, ni sus súplicas le guarecieron de ser bárbaramente asesinado. La misma suerte cupo en el primer pueblo a Don Miguel Cayetano Soler, ministro de hacienda de Carlos IV, que también llevaban arrestado: atrocidades que hubieran debido evitarse no exponiendo al riesgo de transitar por lugares agitados personajes tan aborrecidos. Templa por dicha la amargura de tales excesos la conducta de otras poblaciones, que empleando dignamente su energía y cediendo al noble impulso del patriotismo antes que a los consejos de la prudencia, detuvieron y escarmentaron a los invasores. [Marginal: Villacañas.] Señalose la villa de Villacañas una de las comprendidas en el gran priorato de San Juan. Varias partidas de caballería enemiga que quisieron penetrar por sus calles fueron constantemente rechazadas en diferentes embestidas que dieron en los días del 20 al 25 de diciembre. Alabó el gobierno y premió la conducta de Villacañas, cuya población quedó, durante algún tiempo, libre de enemigos, en medio de la Mancha inundada de sus tropas. [Marginal: Sierra Morena.] Estas antes de terminar diciembre se habían extendido hasta Manzanares y amagaban aproximarse a las gargantas de Sierra Morena. Muchos oficiales y soldados del ejército del centro se habían acogido a aquellas fraguras. Unos obligados de la necesidad; otros huyendo vergonzosamente del peligro. Sin embargo como estos eran los menos túvose a dicha su llegada, porque daba cimiento a formar y organizar centenares de alistados que acudían de las Andalucías y la Mancha. [Marginal: Juntas de los cuatro reinos de Andalucía.] Las juntas de aquellos cuatro reinos, vista la dispersión de los ejércitos y en dudas del paradero de la central, trataron de reunirse en la Carolina, enviando allí dos diputados de cada una que las representasen, invitando también a lo mismo a la de Extremadura y a otra que se había establecido en Ciudad Real. Pero la central, fuese previsión o temores de que se le segregasen estas provincias, [Marginal: Campo Sagrado.] había comisionado a Sierra Morena al marqués de Campo Sagrado, individuo suyo, con orden de promover los alistamientos y de poner en estado de defensa aquella cordillera. El 6 de diciembre ya se hallaba en Andújar, como asimismo [Marginal: Marqués del Palacio.] el marqués del Palacio encargado del mando en jefe del ejército que se reunía en Despeñaperros, habiendo sido antes llamado de Cataluña según en su lugar veremos. De Sevilla enviaron los útiles y cañones necesarios para fortificar la sierra, a donde también y con felicidad retrocedieron desde Manzanares 14 piezas que caminaban a Madrid. Por este término se consiguió al promediar diciembre, que en la Carolina y contornos se juntasen 6000 infantes y 300 caballos, cubriéndose y reforzándose sucesivamente los diversos pasos de la sierra. Cortos eran en verdad semejantes medios si el enemigo con sus poderosas fuerzas hubiera intentado penetrar en Andalucía. Pero distraída su atención a varios puntos, y fija principalmente en el modo de destruir al ejército inglés, único temible que quedaba, trató de seguir a este en Castilla y obrar además del lado de Extremadura, como movimiento que podría ayudar a las operaciones de Portugal en caso que los ingleses se retirasen hacia aquel reino. [Marginal: Marchan los franceses a Extremadura. Estado de la provincia.] Para lograr el último objeto marchó sobre Talavera el 4.º cuerpo del mando del mariscal Lefebvre, compuesto de 22.000 infantes y 3000 caballos. La provincia de Extremadura, aunque hostigada y revuelta con exacciones y dispersos, se mantenía firme y muy entusiasmada. Mas el despecho que causaban las desgracias convirtió a veces la energía en ferocidad. [Marginal: Excesos.] Fueron en Badajoz el 16 de diciembre inmolados dos prisioneros franceses, el coronel de milicias Don Tiburcio Carcelén y el ex tesorero general Don Antonio Noriega, antiguo allegado del príncipe de la Paz. También pereció en la villa de Usagre su alcalde mayor. Los asesinos descubiertos en ambos pueblos fueron juzgados y pagaron su crimen con la vida. Estas muertes, con las que hemos contado, y alguna otra que relataremos después, que en todo no pasaron de doce, fueron las que desdoraron este segundo periodo de nuestra historia, en el cual, rompiéndose de nuevo en ciertas provincias los vínculos de la subordinación y el orden, quedó suelta la rienda a las pasiones y venganzas particulares. El general Galluzo, sucesor del desventurado San Juan, escogió la orilla izquierda del Tajo como punto propio para detener en su marcha a los franceses. Fue su primera idea guardar los vados y cortar los principales puentes. Cuéntanse de estos cuatro desde donde el Tiétar y Tajo se juntan en una madre hasta Talavera; y son el del Cardenal, el de Almaraz, el del Conde y el del Arzobispo. El 2.º por donde cruza el camino de Badajoz a Madrid mereció particular atención, colocándose allí en persona el mismo Galluzo. La trabazón de su fábrica era tan fuerte y compacta, que por entonces no se pudo destruir, y solo si resquebrajarle en parte: 5000 hombres le guarnecieron. Don Francisco Trías fue enviado el 15 de diciembre al del Arzobispo, del que ya enseñoreados los enemigos, tuvo que limitarse a quedar en observación suya. Los otros dos puentes fueron ocupados por nuestros soldados. [Marginal: Su retirada.] Los franceses se contentaron al principio con escaramuzar en toda la línea hasta el día 24, en que viniendo por el del Arzobispo, atacaron el frente y flanco derecho del general Trías, y le obligaron a recogerse a la sierra camino de Castañar de Ibor. También fue amagado en el propio día el del Conde, que sostuvo D. Pablo Morillo, subteniente entonces, general ahora. Noticioso Galluzo de lo ocurrido con Trías y también de que los enemigos habían avanzado a Valdelacasa, se replegó a Jaraicejo, tres leguas a retaguardia de Almaraz, dejando para guardar el puente los batallones de Irlanda y Mallorca y una compañía de zapadores. Así como los otros, fue luego atacado este punto, del que se apoderó al cabo de una hora de fuego la división del general Valence, cogiendo 300 prisioneros. Pensó Galluzo detenerse en Jaraicejo, pero creyéndose poco seguro con la toma del puente de Almaraz, a las tres de la tarde del 25 ordenadamente emprendió su retirada a Trujillo, cuatro leguas distante. Este movimiento y voces que esparcía el miedo o la traición, aumentaron el desorden del ejército, y temíase otra dispersión. Por ello, y la superioridad de fuerzas con que el enemigo se adelantaba, juntó Galluzo un consejo de guerra [menguado recurso a que nuestros generales continuamente acudían], y se decidió retirarse a Zalamea, 23 leguas de Trujillo y del lado de la sierra que parte términos con Andalucía. El 28 llegó el ejército a su destino, si ejército merece llamarse lo que ya no era sino una sombra. De la artillería se salvaron 17 piezas, 11 de ellas se enviaron de Miajadas a Badajoz, y 6 siguieron a Zalamea. A este punto llegaron después y en mejor orden 1200 hombres de los del puente del Conde y del Arzobispo. Los franceses penetraron el 26 hasta Trujillo, quedando a merced suya la Extremadura y muy expuesta y desapercibida la Andalucía. Otros acontecimientos los obligaron a hacer parada y retroceder prontamente, dando lugar a la junta central para reparar en parte tanto daño. [Marginal: Continúa la central su viaje.] El viaje de esta había continuado sin otra interrupción ni descanso que el preciso para el despacho de los negocios. En todos los pueblos por donde transitaba era atendida y acatada, contribuyendo mucho a ello los respetables nombres de Floridablanca y Jovellanos, y la esperanza de que la patria se salvaría salvándose la autoridad central. En Talavera, en cuya villa la dejamos, celebró dos sesiones. Detúvose en Trujillo cuatro días, y recibiendo en esta ciudad pliegos del general Escalante enviado al ejército inglés, en los que anunciaba la ineficacia de sus oficios con el general Sir Juan Moore para que obrase activamente en Castilla; puesta la junta de acuerdo con el ministro británico Mr. Frere, nombraron la primera a Don Francisco Javier Caro, individuo suyo, y el segundo a Sir Carlos Stuart, a fin de que encarecidamente y de palabra repitiesen las mismas instancias a dicho general; siendo esencial su movimiento y llamada para evitar la irrupción de las Andalucías. Se expidieron también en Trujillo premiosas órdenes para el armamento y defensa a los generales y juntas, y se resolvió no ir a Badajoz sino a Sevilla como ciudad más populosa y centro de mayores recursos. [Marginal: Sucede Cuesta a Galluzo.] Al pasar la junta por Mérida una diputación de la de aquella ciudad le pidió en nombre del pueblo que eligiese por capitán general de la provincia y jefe de sus tropas a Don Gregorio de la Cuesta, que en calidad de arrestado seguía a la junta. No convino esta en la petición dando por disculpa que se necesitaba _averiguar_ el dictamen de la suprema de la provincia congregada en Badajoz, la cual sostuvo a Galluzo, hasta que tan atropellada y desordenadamente se replegó a Zalamea. Entonces la voz pública pidiendo por general a Cuesta, bienquisto en la provincia en donde antes había mandado, uniose a su clamor la junta provincial, y la central aunque con repugnancia accedió al nombramiento. Cuesta llamó de Zalamea las tropas y estableció su cuartel general en Badajoz, en cuya plaza empezó a habilitar el ejército para resistir al enemigo, y emprender después nuevas operaciones. Mas en esta providencia, oportuna sin duda y militar, no faltó quien viese la enemistad del general Cuesta con la junta central, quedando abierta la Andalucía a las incursiones del enemigo, y por tanto Sevilla ciudad que había el gobierno escogido para su asiento. Temerosa debió de andar la misma junta ya de un ataque de los franceses, o ya de los manejos y siniestras miras de Cuesta; pues antes de acabar diciembre nombró al brigadier Don José Serrano Valdenebro para cubrir con cuantas fuerzas pudiese los puntos de Santa Olalla y el Ronquillo y las gargantas occidentales de Sierra Morena. [Marginal: Llega a Sevilla la central en 17 de diciembre.] La junta central entró en Sevilla el 17 de diciembre. Grande fue la alegría y júbilo con que fue recibida, y grandes las esperanzas que comenzaron a renacer. Abrió sus sesiones en el real alcázar el día siguiente 18, y notose luego que mudaba algún tanto y mejoraba de rumbo. Los contratiempos, la experiencia adquirida, [Marginal: Muerte de Floridablanca.] los clamores y la muerte del conde de Floridablanca, influyeron en ello extraordinariamente. Falleció dicho conde en el mismo Sevilla el 28 de diciembre, cargado de años y oprimido por padecimiento de espíritu y de cuerpo. Celebrose en su memoria magnífico funeral, y se le dispensaron honores de infante de Castilla. Fue nombrado en su lugar vicepresidente de la junta el marqués de Astorga, grande de España, y digno, por su conducta política, honrada índole y alta jerarquía, de recibir tan honorífica distinción. [Marginal: Situación penosa de la central.] El estado de las cosas era sin embargo crítico y penoso. De los ejércitos no quedaban sino tristes reliquias en Galicia, León y Asturias, en Cuenca, Badajoz y Sierra Morena. Algunas otras se habían acogido a Zaragoza ya sitiada; y Cataluña aunque presentase una diversión importante, no bastaba por sí sola a impedir la completa ruina y destrucción de las demás provincias y del gobierno. [Marginal: Sus esperanzas.] Dudábase de la activa cooperación del ejército inglés, arrimado sin menearse contra Portugal y Galicia, y solo se vivía con la esperanza de que el anhelo por repelerle del territorio peninsular empeñaría a Napoleón en su seguimiento, y dejaría en paz por algún tiempo el levante y mediodía de España, con cuyo respiro se podrían rehacer los ejércitos y levantar otros nuevos, no solamente por medio de los recursos que estos paises proporcionasen, sino también con los que arribaron a sus costas de las ricas provincias situadas allende el mar. RESUMEN DEL LIBRO SÉPTIMO. _Salida de Napoleón de Chamartín. — Situación del ejército inglés. — Dudas y vacilaciones del general Moore. — Consulta con Mr. Frere. — Pasos e instancias de la junta central y de Morla para que avance. — Resuélvese a ello. — Incidente que pudo estorbarlo. — Sale el 12 de Salamanca a Valladolid. — Varía de dirección y se mueve hacia Toro y Benavente. — Da de ello aviso a Romana. Mal estado del ejército de este. — Parcialidad de escritores extranjeros. — Unión en Mayorga de los generales Baird y Moore. — Situación del mariscal Soult. — Aviso de la venida de Napoleón. Retíranse los ingleses a Benavente y Astorga. — Marcha de Napoleón. Paso de Guadarrama. — Empieza a relajarse la disciplina del ejército inglés. — Choque de caballería en Benavente. — Sorprenden en Mansilla los franceses a los españoles. — Retírase Romana de León. — Júntase en Astorga con los ingleses. — Retírase Romana por Foncebadón. Moore por Manzanal. — Desgracias de Romana en su retirada. — Desórdenes de los ingleses en su retirada. — Llega Napoleón a Astorga. — Entrada del mariscal Soult en el Bierzo. — Reencuentro en Cacabelos. — Retírase el general Moore de Villafranca. — Van en aumento los desórdenes de los ingleses. — Llegan a Lugo. — Prepárase Moore a aventurar una batalla. — Retírase después. — Llega a la Coruña. — Batalla de la Coruña. — Embárcanse los ingleses. — Entrega de la Coruña. — Del Ferrol. — Estado de Galicia. — Paradero de Romana. — Sucede a Soult el mariscal Ney. — Vuelta de Napoleón a Valladolid. — Áspero recibimiento que hace Napoleón a las autoridades. — Angustias del ayuntamiento de Valladolid. — Suplicio de algunos españoles, y perdón de uno de ellos. — Temores de guerra con Austria. Prepárase Napoleón a volver a Francia. — Recibe en Valladolid a los diputados de Madrid. — Opinión e intentos de Napoleón sobre España. — Parte para Francia. — José en el Pardo. Pasa una revista en Aranjuez. — Movimiento del ejército español del centro. Planes de su jefe el duque del Infantado. — Ataque de Tarancón. — Avanza el mariscal Victor. — Retírase Venegas a Uclés. — Batalla de Uclés. — Excesos cometidos por los franceses en Uclés. — Retirada del duque del Infantado. — Sucédele en el mando el conde de Cartaojal. — Entrada de José en Madrid. — Sucesos de Cataluña. — La junta del principado se traslada a Villafranca. — Excursiones de Duhesme. — Vives sucesor del marqués del Palacio. — Ejército español de Cataluña. Su fuerza. — Situación de Barcelona. — Tentativas de Vives contra aquella plaza. — Entrada de Saint-Cyr en Cataluña. — Sitio de Rosas. — Honrosa resistencia de los españoles. — Capitulación de Rosas. — Avanza Saint-Cyr camino de Barcelona. — Vives y las divisiones de Reding y Lazán. — Orden singular dada por Lecchi en Barcelona. — Trata Vives de seducirle a él y a otros. — Ataques de Vives del 26 y 27 de noviembre en las cercanías de Barcelona. — Del 5 de diciembre. — Reding y Vives van al encuentro de Saint-Cyr. — Continúa Saint-Cyr su marcha. — Batalla de Llinas o Cardedeu. — Son derrotados los españoles. — Se retiran al Llobregat. — Llega Saint-Cyr a Barcelona. — Avanza al Llobregat. — Situación de los españoles. — Batalla de Molins de Rey. — Derrota de los españoles y tristes resultas. — Embarazosa también la situación de Saint-Cyr. — Acontecimientos de Tarragona. — Sucede Reding a Vives. — Segundo sitio de Zaragoza. — Preparativos de defensa. — Disposiciones de los franceses. — Preséntanse delante de Zaragoza. — El mariscal Moncey se apodera del monte Torrero. — Son rechazados los franceses en el Arrabal. — Intimación a la plaza. — Bloqueo y ataques que preparan los franceses. — Salida del general Butrón. — Reemplaza Junot a Moncey. — Sale Mortier para Calatayud. — Empieza el bombardeo. — Ataques contra San José y reducto del Pilar. — Manuela Sancho. — Resolución de los moradores. — Enfermedades y contagio. — Temores de los franceses. — Gente que perdieron en Alcañiz. — Llegada del mariscal Lannes. — Llama a Mortier. — Dispersa este a Perena. — Asalto de los franceses al recinto de la ciudad. — Muerte de Sangenís. — Estragos del bombardeo y epidemia. — Intimación de Lannes. — Dicho de Palafox. — Resistencia en casas y edificios. — Minas de los franceses. — Patriotismo y fervor de algunos eclesiásticos. — Muerte del general Lacoste. — Murmuraciones del ejército francés. — Embestida del Arrabal. — Los progresos del enemigo en la ciudad. — Nuevas murmuraciones del ejército francés. — Toma del Arrabal. — Furioso ataque que los franceses preparan. — Deplorable estado de la ciudad. — Enfermedad de Palafox. — Propone la junta capitular. — Conferencia con Lannes. — Capitulación. — Palabra que da Lannes. — Firma la junta la capitulación. — Quebrántase por los franceses horrorosamente. — Mal trato dado a Palafox. — Muerte de prisioneros. De Boggiero y Sas. — Entrada de Lannes en Zaragoza. — P. Santander. — Junot sucede otra vez a Lannes. — Pérdidas de unos y de otros. — Ruinas de edificios y bibliotecas. — Juicio sobre este sitio._ HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO SÉPTIMO. [Marginal: Salida de Napoleón de Chamartín.] Napoleón permanecía en Chamartín. Allí afanado y diligente, agitado su corazón como mar por vientos bravos, ocupábale España, Francia, Europa entera, y más que todo averiguar los movimientos y paradero del ejército inglés. Posponía a este los demás cuidados. Avisos inciertos o fingidos le impelían a tomar encontradas determinaciones. Unas veces resuelto a salir vía de Lisboa se aprestaba a ello: otras suspendiendo su marcha aguardaba de nuevo posteriores informes. Pareció al fin estar próximo el día de su partida, cuando el 19 de diciembre a las puertas de la capital pasó reseña a 70.000 hombres de escogidas tropas. Así fue: dos días después, el 21, habiendo recibido noticia cierta de que los ingleses se internaban en Castilla la Vieja, en la misma noche con la rapidez del rayo acordó oportunas providencias para que el 22, dejando en Madrid 10.000 hombres, partiesen 60.000 la vuelta de Guadarrama. [Marginal: Situación del ejército inglés.] Era en efecto tiempo de que atajase los intentos de contrarios tan temibles y que tanto aborrecía. Sir Juan Moore vacilante al principio había por último tomado la ofensiva con el ejército de su mando. Ya hablamos de su llegada a Salamanca el 23 de noviembre. Apenas había sentado allí sus reales, empezaron a esparcirse las nuevas de nuestras derrotas, funestos acontecimientos que sobresaltaron al general inglés con tanto mayor razón cuanto sus fuerzas se hallaban segregadas y entre sí distantes. Hasta el 23 del propio noviembre no acabaron de concurrir a Salamanca las que con el mismo general Moore habían avanzado por el centro: de las restantes las que mandaba Sir David Baird estaban el 26 unas en Astorga, otras lejos a la retaguardia, no habiendo aún en aquel día las de Sir Juan Hope atravesado en su viaje desde Extremadura las sierras que dividen ambas Castillas. [Marginal: Dudas y vacilaciones del general Moore.] Como exigía tiempo la reconcentración de todas estas fuerzas, era de recelar que los franceses libres de ejércitos españoles, avanzando e interponiéndose con su acostumbrada celeridad, embarazasen al de los ingleses y le acometiesen separadamente y por trozos: en especial cuando este, si bien lucido en su apariencia, maravillosamente disciplinado, bizarrísimo en un día de batalla, flaqueaba del lado de la presteza. Motivos eran estos para contener el ánimo de cualquier general atrevido, mucho más el del general inglés, hombre prudente y a quien los riesgos se representaban abultados; porque aunque oficial consumado y dignísimo del buen concepto que entre sus compatriotas gozaba, adoleciendo por desgracia de aquel achaque entonces común a los militares de tener por invencibles a Napoleón y sus huestes, juzgaba la causa peninsular de éxito muy dudoso, y por decirlo así la miraba como perdida: lo cual no poco contribuyó a su irresolución e incertidumbre. Se acrecentaron sus temores al entrar en España, no columbrando en los pueblos señales extraordinarias de entusiasmo, como si la manifestación de un sentimiento tan vivo pudiera sin término prolongarse, y como si la disposición en que veía a todos los habitantes de no querer entrar en pacto ni convenio con el enemigo, no fuera bastante para hacerle fundadamente esperar que ella sola debía al cabo producir larga y porfiada resistencia. Desalentado por consiguiente el general Moore, y no contemplando ya en esta guerra sino una lucha meramente militar, empezó a contar bajo dicho respecto sus recursos y los de los españoles, y habiendo en gran parte desaparecido los de estos con las derrotas, y siendo los suyos muy inferiores a los de los franceses, pensó en retirarse a Portugal. Tal fue su primer impulso al saber las dispersiones de Espinosa y Burgos. Mas conservándose aún casi intacto el ejército español del centro, repugnábale volver atrás antes de haberse empeñado en la contienda y de ser estrechado a ello por el enemigo. [Marginal: Consulta con Mr. Frere.] En medio de sus dudas resolvió tomar consejo con Mr. Frere, ministro británico cerca de la junta central, quien no estaba tan desesperanzado de la causa peninsular como el general Moore, porque, ministro ya de su corte en Madrid en tiempo de Carlos IV, conocía a fondo a los españoles, tenía fe en sus promesas, y antes bien pecaba de sobrada afición a ellos que de tibieza o desvío. Su opinión por tanto les era favorable. Pero Sir Juan Moore noticioso el 28 de noviembre de la rota de Tudela, sin aguardar la contestación de Mr. Frere, determinó retirarse. En consecuencia encargó al general Baird que se encaminase a la Coruña o a Vigo, previniéndole solamente que se detuviera algunos días para imponer respeto a las tropas del mariscal Soult que estaban del lado de Sahagún, y dar lugar a que llegase Sir Juan Hope. Se unió este con el cuerpo principal del ejército en los primeros días de diciembre, no habiendo condescendido, al pasar su división por cerca de Madrid, con los ruegos de Don Tomás de Morla, dirigidos a que entrase con aquella en la capital y cooperase a su defensa. [Marginal: Pasos e instancias de la junta central y de Morla para que avance.] La junta central recelosa por su parte de que los ingleses abandonasen el suelo español, y con objeto también de cumplimentar a sus jefes, había enviado al cuartel general de Salamanca a Don Ventura Escalante y a Don Agustín Bueno que llegaron a la sazón de estar resuelta la retirada. Inútilmente se esforzaron por impedirla, bien es que, fundando muchas de sus razones en los falsos rumores que circulaban por España, en vez de conmover con ellas el ánimo desapasionado y cauto del general inglés, no hacían sino afirmarle en su propósito. También por entonces Don Tomás de Morla no habiendo alcanzado lo que deseaba de Sir Juan Hope, despachó un correo a Salamanca pidiendo al general en jefe inglés que fuese al socorro de Madrid, o que por lo menos distrajese al enemigo cayendo sobre su retaguardia. Tampoco hubiera suspendido este paso la resolución de Moore, si al mismo tiempo Sir Carlos Stuart, habitualmente de esperanzas menos halagüeñas y a los ojos de aquel general testigo imparcial, no le hubiese escrito manifestándole que creía al pueblo de Madrid dispuesto a recia y vigorosa resistencia. [Marginal: Resuélvese a ello.] Empezó con esto a titubear el ánimo de Moore, y cedió al fin en vista de los pliegos que en respuesta a los suyos recibió el propio día de Mr. Frere: quien expresando en su contenido ardiente anhelo por asistir a los españoles, añadía ser político y conveniente que sin tardanza se adelantase el ejército británico a sostener el noble arrojo del pueblo de Madrid. Lenguaje digno y generoso de parte de Mr. Frere, propio para estimular al general de su nación, pero cuyos buenos efectos hubiera podido destruir un desgraciado incidente. [Marginal: Incidente que pudo estorbarlo.] Había sido portador de los pliegos el coronel Charmilly, emigrado francés, y que por haber presenciado en 1.º de diciembre el entusiasmo de los madrileños, pareció sujeto al caso para dar de palabra puntuales y cumplidos informes. Pero la circunstancia de ser francés dicho portador, y quizá también otros siniestros y anteriores informes, lejos de inspirar confianza al general Moore, fueron causa de que le tratase con frialdad y reserva. Achacó el Charmilly recibimiento tan tibio a la invariable resolución que había formado aquel de retirarse, y pensó oportuno hacer uso de una segunda carta que Mr. Frere le había encomendado. La escribió este ministro ansioso de que a todo trance socorriese su ejército a los españoles, y sin reparar en la circunspección que su elevado puesto exigía, encargó al Charmilly la entregase a Moore caso que dicho general insistiese en volver atrás sus pasos. Así lo hizo el francés, y fácil es conjeturar cuál sería la indignación del jefe británico al leer en su contexto que antes de emprender la retirada «se examinase por un consejo de guerra al portador de los pliegos.» Apenas pudo Sir Juan reprimir los ímpetus de su ira; y forzoso es decir que si bien había animado a Mr. Frere intención muy pura y loable, el modo de ponerla en ejecución era desusado y ofensivo para un hombre del carácter y respetos del general Moore. Este sin embargo sobreponiéndose a su justo resentimiento, contentose con mandar salir de los reales ingleses al coronel Charmilly, y determinó moverse por el frente con todo su ejército, cuyas divisiones estaban ya unidas o por lo menos en disposición de darse fácilmente la mano. Próximo a abrir la marcha, fue también gran ventura que otros avisos llegados al propio tiempo no la retardasen o la impidiesen. Había antes el general inglés enviado hacia Madrid al coronel Graham a fin de que se cerciorase del verdadero estado de la capital. Mas dicho coronel sin haber pasado de Talavera, cuyo rodeo había tomado a causa de las circunstancias, se halló de vuelta en Salamanca el 9 de diciembre, y trajo tristes y desconsoladas nuevas. Los franceses según su relato, eran ya dueños del Retiro y habían intimado la rendición a Madrid. [Marginal: Sale el 12 de Salamanca a Valladolid.] Por grave que fuese semejante acontecimiento no por eso influyó en la resolución de Sir Juan Moore, y el 12 levantó el campo marchando con sus tropas y las del general Hope camino de Valladolid, y con la buena fortuna de que ya en la noche del mismo día un escuadrón inglés al mando del brigadier general Carlos Stewart, hoy Lord Londonderry, sorprendió y acuchilló en Rueda un puesto de dragones franceses. El 14 se entregaron en Alaejos al general Moore pliegos cogidos en Valdestillas a un oficial enemigo, muerto por haber maltratado al maestro de postas de aquella villa. Iban dirigidos al mariscal Soult, a quien después de informarle de hallarse el emperador tranquilo poseedor de Madrid, se le mandaba que arrinconase en Galicia a los españoles y que ocupase a León, Zamora y tierra llana de Castilla. Del contenido de tales pliegos si bien se infería la falta de noticias en que estaba Napoleón acerca de los movimientos de los ingleses, también con su lectura pudieron estos cerciorarse de cuál fuese en realidad la situación de sus contrarios, y cuáles los triunfos que habían obtenido. [Marginal: Varía de dirección y se mueve hacia Toro y Benavente.] Con este conocimiento alteró su primer plan Sir Juan Moore, y en vez de avanzar a Valladolid tomó por su izquierda del lado de Toro y Benavente para unirse con los generales Baird y Romana, y juntos deshacer el cuerpo mandado por el mariscal Soult antes que Napoleón penetrase en Castilla la Vieja. Estaba el general inglés ejecutando su movimiento a la sazón que el 16 de diciembre se avistaron con él en Toro Don Francisco Javier Caro y Sir Carlos Stuart, enviados desde Trujillo, uno por la junta central de que era individuo, y otro por Mr. Frere con el objeto de hacer un nuevo esfuerzo y evitar la tan temida retirada. Afortunadamente ya esta se había suspendido, y si las operaciones del ejército inglés no fueron del todo conformes a los deseos del gobierno español, no dejaron por lo menos de ser oportunas y de causar diversión ventajosa. [Marginal: Da de ello aviso a Romana. Mal estado del ejército de este.] Luego que el general Moore se resolvió a llevar a cabo el plan indicado se lo comunicó al marqués de la Romana. Hallábase este caudillo en León a la cabeza del ejército de la izquierda, cuyas reliquias, viniendo unas por la Liébana, según dijimos, y cruzando otras el principado de Asturias, se habían ido sucesivamente reuniendo en la mencionada ciudad. En ella, en Oviedo y en varios pueblos de las dos líneas que atravesaron los dispersos, cundieron y causaron grande estrago unas fiebres malignas contagiosas. Las llevaban consigo aquellos desgraciados soldados, como triste fruto de la hambre, del desabrigo, de los rigurosos tiempos que habían padecido: cúmulo de males que requería prontos y vigorosos remedios. Mas los recursos eran contados, y débil y poco diestra la mano que había de aplicarlos. Hablamos ya de las prendas y de los defectos del marqués de la Romana. Por desgracia solo los últimos aparecieron en circunstancias tan escabrosas. Distraído y olvidadizo dejaba correr los días sin tomar notables providencias, y sin buscar medios de que aún podía disponer. ¿Quién en efecto pensara que teniendo a su espalda y libre de enemigos la provincia de Asturias no hubiese acudido a buscar en ella apoyo y auxilios? Pues fue tan al contrario que, pésanos decirlo, en el espacio de más de un mes que residió en León, solo una vez y tarde escribió a la junta de aquel principado para darle gracias por su celo y patriótica conducta. A pesar de tan reprensible abandono, no perseguido el ejército de la izquierda, más tranquilo y mejor alimentado, íbase poco a poco reparando de sus fatigas, y no menos de 16.000 hombres se contaban ya alojados en León y riberas del Esla; pero de este número escasamente la mitad merecía el nombre de soldados. Atento a su deplorable estado y en el intermedio que corrió entre la primera resolución del general Moore de retirarse, y la posterior de avanzar, sabedor Romana de que Sir David Baird se disponía a replegarse a Galicia, no queriendo quedar expuesto, solo y sin ayuda a los ataques de un enemigo superior, había también determinado abandonar a León. Súpolo Moore en el momento en que se movía hacia adelante, y con diligencia escribió a Romana sentido de su determinación, y de que pensase tomar el camino de Galicia por el que debían venir socorros al ejército de su mando, y marchar este en caso de necesidad. Replicole y con razón el general español que nunca hubiera imaginado retirarse, si no hubiese visto que Sir David Baird se disponía a ello y le dejaba desamparado; pero ahora que, según los avisos, había otros proyectos, no solo se mantendría en donde estaba, sino que también y de buen grado cooperaría a cualquier plan que se le propusiese. [Marginal: Parcialidad de escritores extranjeros.] En toda su correspondencia había el de la Romana animado a los ingleses a obrar e impedir la toma de Madrid. Algunos historiadores de aquella nación le han motejado, así como a otros generales nuestros y autoridades, de haber insistido en pedir una cooperación activa, y de desfigurar los hechos con exageraciones y falsas noticias. En cuanto a lo primero, natural era que oprimidos por continuadas desgracias, deseasen todos ofrecer al enemigo un obstáculo que dando respiro permitiese a la nación volver en sí, y recobrar parte de las perdidas fuerzas: y respecto de lo segundo, las mismas autoridades españolas y los generales eran engañados con los avisos que recibían. Hubo provincias en que más de un mes iba corrido antes que se hubiese averiguado con certeza la rendición de Madrid. Los pueblos oían con tal sospecha a los que daban tristes nuevas, que los pocos trajineros y viajantes que circulaban en tan aciagos días, en vez de descubrir la verdad, la ocultaban, estando así seguros de ser bien tratados y recibidos. Si además los generales españoles y su gobierno ponderaban a veces los medios y fuerza que les quedaban, no poco contribuía a ello el desaliento que advertían en el general Moore, el cual era tan grande, que causaba según los mismos ingleses disgusto y murmuraciones en su ejército. Por lo que sin intentar disculpar los errores y faltas que se cometieron por nuestra parte, y que somos los primeros a publicar, justo es que tampoco se achaquen a nuestros militares y gobernantes los que eran hijos de tiempos tan revueltos, ni se olviden las flaquezas de que otros adolecieron, igualmente reprensibles aunque por otro extremo. [Marginal: Unión en Mayorga de los generales Baird y Moore.] Volvamos ahora al general Moore. Continuando este su marcha se le unió el 20 en Mayorga el general Baird. Juntas así las fuerzas inglesas formaban un total de 23.000 infantes y 2300 caballos: algunos otros cuerpos estaban todavía en Portugal, Astorga y Lugo. Por su izquierda y hacia Cea también empezó a moverse Romana con unos 8000 hombres escogidos entre lo mejor de su gente. Sentaron los ingleses el 21 en Sahagún su cuartel general, habiendo antes su caballería en el mismo punto deshecho 600 jinetes enemigos. [Marginal: Situación del mariscal Soult.] El mariscal Soult se extendía con las tropas de su mando entre Saldaña y Carrión de los Condes, teniendo consigo unos 18.000 hombres. Después de haber salido a Castilla viniendo de Santander, se había mantenido sobre la defensiva aguardando nuevas órdenes. De estas, las que le mandaban atacar a los españoles fueron interceptadas en Valdestillas: además de que noticioso Soult del paraje en donde estaban situados los ingleses [cosa que al dar aquellas ignoraba Napoleón] no se hubiera con solo su fuerza arriesgado a pasar adelante. [Marginal: Aviso de la venida de Napoleón. Retíranse los ingleses a Benavente y Astorga.] Sabedor el mariscal francés de que los ingleses movían contra él su ejército, se reconcentró en Carrión. Disponíanse aquellos a avanzar, cuando en la noche del 23 recibieron aviso de Romana [que también por su parte ejecutaba el movimiento concertado] de que Napoleón venía sobre ellos con fuerzas numerosas. Confirmado este aviso con otros posteriores no prosiguió su marcha el general Moore, y el 24 comenzó a retirarse en dos columnas, una, a cuyo frente él iba, tomó por el puente de Castro Gonzalo a Benavente, y otra se dirigió a Valencia de Don Juan, cubriendo y amparando sus movimientos la caballería. [Marginal: Marcha de Napoleón. Paso de Guadarrama.] Era ya tiempo de adoptar esta resolución. Napoleón avanzaba con su acostumbrada diligencia. Al principio la marcha de su ejército había sido penosa, y tan intenso el frío para aquel clima, que al pie de las montañas de Guadarrama señaló el termómetro de Réaumur nueve grados debajo de cero. Cruzaron los franceses el puerto en los días 23 y 24 de diciembre, perdiendo hombres y caballos con el mucho frío, la nieve y ventisca. Detúvose la artillería volante y parte de la caballería a la mitad de la subida, teniendo que esperar algunas horas a que suavizase el tiempo. Napoleón siéndole dificultoso continuar a caballo, y deseoso también de animar con el ejemplo, se puso a pie y estimuló a redoblar el paso, llegando él a Villacastín el 24. Al bajar a Castilla la Vieja sobrevino blandura acompañada de lluvia, y se formaron tales lodazales que hubo sitios en que se atascaron la artillería y equipajes, aumentándose el desconsuelo de los franceses a la vista de pueblos por la mayor parte solitarios y desprovistos. Tamaños obstáculos, aunque al fin vencidos, retardaron la marcha de Napoleón e impidieron la puntual ejecución del plan que había combinado. Era este envolver a los ingleses si continuaban en ir tras del mariscal Soult, a quien el mismo emperador escribía el 26 desde Tordesillas: «si todavía conservan los ingleses el día de hoy su posición, están perdidos: si al contrario os atacan, retiraos a una jornada de marcha, pues cuanto más se empeñen en avanzar, tanto mejor será para nosotros.» [Marginal: Empieza a relajarse la disciplina del ejército inglés.] Pero Sir Juan Moore, previniendo con oportunidad los intentos de sus contrarios, prosiguió a Benavente y aseguró su comunicación con Astorga. La disciplina sin embargo empezaba a relajarse notablemente en su ejército, disgustado con volver atrás. Así fue que la columna que cruzó por Valderas cometió lamentables excesos, y con ellos y otros que hubo en varios pueblos aterrado el paisanaje, huía y a su vez se vengaba en los soldados y partidas sueltas. Censuró agriamente el general inglés la conducta de sus soldados; mas de poco sirvió. Prosiguieron en sus desmanes, y en Benavente devastaron el palacio de los condes-duques del mismo nombre, notable por su antigüedad y extensión; mas no fue entonces cuando se quemó, según algunos han afirmado. Nos consta por información judicial que de ello se hizo, que solo el 7 de enero apareció incendiado, durando el fuego muchos días sin que se pudiese cortar. [Marginal: Choque de caballería en Benavente.] Esta columna, que era la que mandaba Moore, después de haber arruinado el puente de Castro Gonzalo se juntó el 29 en Astorga con la de Baird, que había caminado por Valencia de Don Juan. La caballería permaneció aún en Benavente, enviando destacamentos a observar los vados del Esla. Engañado a su vista el general francés Lefebvre-Desnouettes, y creyendo que ya no quedaba al otro lado ninguna fuerza inglesa sino aquella, vadeó el río con 600 hombres de la guardia imperial y acometió impetuosamente a sus contrarios. Cejaron estos al principio, excitando gran clamoreo las mujeres, rezagados y bagajeros derramados por el llano que yace entre el Esla y Benavente. El general Stewart tomó luego el mando de los destacamentos ingleses, se le agregaron algunos caballos más y empezó a disputar el terreno a los franceses, que continuaron, sin embargo, en adelantar hasta que Lord Paget, acudiendo con un regimiento de húsares, los obligó a repasar el río. Quedaron en su poder 70 prisioneros, en cuyo número se contó al mismo general Lefebvre, de quien hicimos tanta memoria en el primer sitio de Zaragoza. Era precursor este reencuentro de los muchos que unos en pos de otros en breve se sucedieron. Frustrada la primera combinación del emperador francés a causa de la retirada de Moore, determinó aquel perseguir a los ingleses por el camino de Benavente con el grueso de sus fuerzas, mandando al mismo tiempo al mariscal Soult que arrojase de León a los españoles. La destrucción del puente de Castro Gonzalo retardó del lado de Benavente el movimiento de los franceses; pero del otro se adelantaron sin dificultad, no habiendo los españoles opuesto resistencia. [Marginal: Sorprenden en Mansilla los franceses a los españoles.] Ocupaba a Mansilla de las Mulas la 2.ª división del marqués de la Romana, de la cual un trozo se había quedado a retaguardia en el convento de Sandoval para conservar el paso del Esla en el puente de Villarente. Enfermos en León muchos de los principales jefes, no se habían tomado en Mansilla las precauciones oportunas, y el 29 fue sorprendido y entrado el pueblo por el general Franceschi, rindiéndose casi toda la tropa que tan mal custodiaba aquel punto. [Marginal: Retírase Romana de León.] Desapercibido el marqués de la Romana, apresuradamente abandonó a León en la misma noche del 29, y los vecinos más principales, temerosos de la llegada del enemigo, tuvieron también que salvarse y esconderse en las montañas inmediatas, dejando con el azoramiento hasta las alhajas y prendas de mayor valor. [Marginal: Júntase en Astorga con los ingleses.] Romana se unió el 30 en Astorga con el general Moore, lo cual desagradó en gran manera a este que le conceptuaba en las fronteras de Asturias. Con la llegada a aquella ciudad de las tropas españolas, desnudas, de todo escasas y en sumo grado desarregladas, acreció el desorden y la confusión, yendo por instantes en aumento la indisciplina de los ingleses. Hasta aquí se habían imaginado muchos oficiales de este ejército que en Astorga o entradas del Bierzo haría alto su general en jefe, y que aprovechándose de los favorables sitios de aquella escabrosa tierra, procuraría en ellos contener al enemigo y aun darle batalla, mayormente cuando la insubordinación y el desconcierto no habían todavía llegado al extremo. Pero Sir Juan Moore no veía ya seguridad ni salvación sino a bordo de sus buques; por lo cual dio órdenes para proseguir su camino hacia Galicia y destruir todo género de provisiones de boca y guerra que no pudiesen sus tropas llevar consigo. Desde entonces soltose la rienda a las pasiones, y el ejército británico acabó del todo de desorganizarse. [Marginal: Retírase Romana por Foncebadón. Moore, por Manzanal.] El marqués de la Romana insistía por conservar la cordillera que divide el Bierzo del territorio de Astorga; mas fueron vanos sus ruegos y ociosas sus razones: y a la verdad por poderosas que estas fuesen, debilitábanse saliendo de la boca de un general cuyos soldados se mostraban en estado tan deplorable. Forzado pues el general español a someterse a la inmutable resolución del británico, tuvo asimismo que consentir en dejarle libre el nuevo y hermoso camino de Manzanal, reservando para sí el antiguo y agrio de Foncebadón. A las doce del día del 31 de diciembre empezó el ejército inglés su retirada, y el español la suya en la misma noche. La artillería del último, que hasta entonces había casi toda podido librarse del continuo perseguimiento de los franceses, tomó, según convenio con el general Moore, la vía de Manzanal para evitar las asperezas de la otra. Mas no teniendo cuenta los soldados británicos con las órdenes de sus jefes, arrancando a viva fuerza los tiros de mulas de nuestra artillería, hubo que abandonar algunas piezas y precipitar otras en los abismos de las montañas, perdiéndose así por la violencia de manos aliadas unos cañones que a tan duras penas y desde Reinosa se habían conservado libres de las enemigas. [Marginal: Desgracias de Romana en su retirada.] Ni fue Romana más dichoso del lado de Foncebadón. Creía, y fundadamente, que ya que le hubiese cabido la peor ruta, por lo menos se le dejaría en su retirada solo y desembarazado; mas engañose en su juicio. Una división inglesa de 3000 hombres mandada por el general Crawford, separándose en Bonillos, a una legua de Astorga, del grueso de su ejército, tomó el mismo rumbo que Romana con intento de ir a embarcarse en Vigo. Turbó este incidente la marcha de los españoles, incomodando a todos el hallar casi cerrado con la nieve el paso de Foncebadón. Uníase a tal conjunto de desgracias estar capitaneadas las divisiones españolas por nuevos jefes sucesores de los que habían muerto de enfermedad o en los combates. A tres se había reducido el número de aquellas fuera de la llamada del norte; y mal aventuradas refriegas mostraron en breve su triste estado. De ellas la 1.ª mandada por el coronel Rengel, fue al amanecer del 1.º de enero cortada y en gran parte cogida por jinetes franceses en Turienzo de los Caballeros. Las otras, aunque a costa de trabajos, siempre acosadas y desbandándose muchos de sus soldados, se enmarañaron en la sierra. Romana no había tratado de prevenir o disminuir el mal con acertadas disposiciones. Dejó a cada división andar y moverse a su arbitrio: y cruzando con su estado mayor y algunos caballos por los barrios de Ponferrada, se metió en el valle de Valdeorras. Allí reunió las pocas reliquias de su ejército que le habían seguido, y situó su cuartel general en la Puebla de Tribes, dejando en el Puente de Domingo Flores una corta vanguardia que pasó después al de Bibey. [Marginal: Desórdenes de los ingleses en su retirada.] Los ingleses en tanto por el puerto de Manzanal continuaron precipitadamente su retirada. Repartidos en tres divisiones y una reserva, iban delante las de los generales Fraser y Hope, seguía la de Sir David Baird, y cerraba la marcha con la última el mismo Sir Juan Moore. Llegaron el 2 de enero a Villafranca, habiendo andado en tan corto tiempo 14 leguas de las largas de nuestros caminos reales, de las que solo entran diez y siete y media en el grado. Los males y el desconcierto rápidamente se aumentaban ofreciendo lastimoso cuadro: el tiempo crudo, los bagajes abandonados, las municiones rezagadas, los fuertes y lucidos caballos ingleses desherrados y muertos por sus propios jinetes, los infantes descalzos y despeados, los soldados todos abatidos e insubordinados, y metiéndose muchos en los sótanos de las casas y las tabernas, se perdían de intento y se entregaban a la embriaguez y disolución: fue Bembibre principal y horroroso teatro de sus excesos. Cruel castigo recibieron los que así se olvidaban de la disciplina y buen orden. Los franceses corriendo en pos de ellos, duramente y cual merecían los trataban, matando a unos, hiriendo a otros y atropellando a casi todos. Los que de su poder se escapaban, llenos de tajos y cuchilladas poníalos el general inglés como a la vergüenza delante de su ejército, a fin de que sirviesen de escarmiento a sus compañeros. [Marginal: Llega Napoleón a Astorga.] Notábase en el perseguir de los franceses suma diligencia, mas no extraña. Aguijábalos poderosa espuela. Napoleón había llegado a Astorga el 1.º de enero. Le acompañaban 70.000 infantes y 10.000 caballos, que este número componían los cuerpos de los mariscales Soult y Ney, una parte de la guardia imperial y dos divisiones del ejército de Junot, las cuales, ya de regreso, iban a pelear contra los mismos con quienes pocos meses antes habían capitulado. Napoleón no pasó de Astorga; pero envió en seguimiento de las tropas británicas al mariscal Soult con 25.000 hombres, de los cuales 4200 de caballería. Tras de estos caminaban las divisiones de los generales Loison y Heudelet, debiendo todos ser sostenidos por 16.000 hombres del cuerpo del mariscal Ney. Aceleradamente fueron los primeros en busca de Sir Juan Moore, que no conservaba sino unos 19.000 combatientes, menguadas sus filas con los 3000 que fueron la vuelta de Vigo y con los perdidos en los diversos choques y retirada. [Marginal: Entrada del mariscal Soult en el Bierzo.] Entró el mariscal Soult en el Bierzo dividida su gente en dos columnas, que tomaron una por Foncebadón, otra por Manzanal, avanzando el 3 su vanguardia hasta las cercanías de Cacabelos. Habían los ingleses ocupado con 2500 hombres y una batería la ceja del ribazo de viñedos que se divisa no lejos de aquel pueblo y del lado de Villafranca. Más adelante y camino de Bembibre habían también apostado 400 tiradores y otros tantos caballos, a los cuales hacía espalda el puente del Cúa, río escaso de aguas, pero crecido ahora por las muchas nieves, y cuya corriente baña las calles de Cacabelos. [Marginal: Reencuentro en Cacabelos.] Venían al frente de la vanguardia francesa unos cuantos escuadrones mandados por el general Colbert, quien pensando ser de importancia el número de ingleses que le aguardaba en puesto ventajoso, pidió refuerzo al mariscal Soult; mas respondiéndole secamente este que sin dilación atacase, sentido Colbert de la imperiosa orden, acometió con temerario arrojo y arrolló a los caballos y tiradores ingleses que estaban avanzados. De estos los hubo que fueron cogidos al pasar el puente del Cúa; otros metiéndose en los viñedos de la margen del camino, de cerca y a quema ropa dispararon y mataron a muchos jinetes franceses, entre ellos a su general Colbert, distinguido por su belleza y denuedo. Llegó a poco la división de infantería del general Merle, y aunque quiso pasar adelante, detúvose al ver la batería que estaba en lo alto del ribazo y también impedido de la noche que sobrevino. [Marginal: Retírase el general Moore de Villafranca.] Aquí hubiera podido empeñarse una acción general. Sir Juan Moore la evitó retirándose después de oscurecido. En Villafranca escandalosamente se renovaron los excesos y demasías de otras partes: fueron robados los almacenes, entradas a viva fuerza muchas casas y oprimidos e inhumanamente tratados los vecinos. El general inglés reprimió algún tanto los desmanes con severas providencias, mandando también arcabucear a un soldado cogido infraganti. Aceleró después su partida, y como la tierra es por allí cada vez más quebrada, y está cubierta de bosques u otros plantíos, no pudiendo la caballería ser de gran provecho, enviola delante con dirección a Lugo. En todo este tránsito hay parajes en que pocas fuerzas pudieran detener mucho tiempo a un ejército muy superior, pues si bien la calzada es magnífica, corre ceñida por largo espacio entre opuestas montañas de dificultoso y agrio acceso. [Marginal: Van en aumento los desórdenes de los ingleses.] Ningún fruto se sacó de tamañas ventajas: y encontrándose los soldados británicos con un convoy, no solo inutilizaron vestuario y armamento que de Inglaterra iba para Romana, sino que también cerca de Nogales y por orden del general Moore arrojaron a un despeñadero en vez de repartírselos 120.000 pesos fuertes. Llegó el desorden a su colmo: abandonábanse hasta los cañones y los enfermos y los heridos, acrecentando la confusión el gran séquito y embarazos que solían entonces acompañar a los ejércitos ingleses. En fin fue esta retirada hecha con tal apresuramiento y mala ventura, que uno de los generales británicos, testigo de vista, nos afirma en su narración [*] [Marginal: (* Ap. n. 7-1.)] «que por sombrías y horrorosas que fueran las relaciones que de ella se hubiesen hecho, aun no se asemejaban a la realidad.» Dos días y una noche tardaron los ingleses en llegar a Lugo, 16 leguas de Villafranca: acosados en continuas escaramuzas hubieran padecido cerca de Constantín recio choque si el general Moore no le hubiese evitado haciendo bajar con rapidez la cuesta del río Neira y engañando a sus contrarios con un diestro y oportuno amago. [Marginal: Llegan a Lugo.] Hasta poco antes había permanecido dudoso el general Moore de si iría para embarcarse a Vigo o a la Coruña. Informado de las dificultades que ofrecía la primera ruta, decidiose a continuar por la segunda, avisando en consecuencia al almirante de su escuadra, a fin de que los transportes que estaban en Vigo pasasen al otro puerto. Y para dar tiempo a que se ejecutase dicha travesía, y también para rehacer algo su ejército cansado y desfallecido, determinó el mismo general pararse en Lugo y aun arriesgar una batalla si fuese necesario. Al intento reunió allí todas sus tropas, excepto los 3000 hombres del general Crawford que se embarcaron en Vigo sin ser molestados. [Marginal: Prepárase Moore a aventurar una batalla.] A legua y media y antes de llegar a Lugo escogió Sir Juan Moore un sitio elevado y ventajoso para pelear contra los franceses, los cuales asomaron el 6 por las alturas opuestas. Pasose aquel día y el siguiente sin otras refriegas que las de algunos reconocimientos. El mariscal Soult hallándose inferior en número, no quería empeñarse en acción formal antes de que se le uniesen más tropas. [Marginal: Retírase después.] Los ingleses por su parte se mantuvieron hasta el 8 sin moverse de su posición; mas al anochecer de aquel día, pareciéndole peligroso al general Moore aguardar a que los franceses se reforzasen, resolvió partir a las calladas con la esperanza de que ganando sobre ellos algunas horas, podría así embarcarse sosegadamente. A las diez de la noche y encendidas hogueras en las líneas para cubrir su intento, emprendió la continuación de la marcha, que un temporal deshecho de lluvia y viento vino a interrumpir y desordenar. Después de padecer muchos trabajos y de cometer nuevas demasías, empezaron los ingleses a llegar a Betanzos en la tarde del 9 en un estado lamentable de confusión y abatimiento. Era tanta la fatiga y tan grande el número de rezagados, que tuvieron el 10 que detenerse en aquella ciudad. [Marginal: Llega a la Coruña.] Prosiguieron su marcha el 11 y dieron vista a la Coruña, sin que en su rada se divisasen los apetecidos transportes: vientos contrarios habían impedido al almirante inglés doblar el cabo de Finisterre. Por este atraso veíase expuesto el general Moore a probar la suerte de una batalla, causando pesadumbre a muchos de sus oficiales el que se hubiesen para ello desperdiciado ocasiones más favorables y en tiempo en que su ejército se conservaba más entero y menos indisciplinado. Cerca de la Coruña no dejaba en verdad de haber sitios ventajosos, pero en algunos requeríanse numerosas tropas. Tal era el de Peñasquedo, por lo que los ingleses prefirieron a sus alturas las del monte Mero, que si bien dominadas por aquellas hallábanse próximas a la Coruña, y su posición como más recogida podía guarnecerse con menos gente. El 12 empezaron los franceses a presentarse del otro lado del puente del Burgo, que los ingleses habían cortado. Continuaron ambos ejércitos sin molestarse hasta el 14, en cuyo día contando ya los franceses con suficientes tropas, repararon el puente destruido, y le fueron sucesivamente cruzando. Por la mañana se había de propósito volado un almacén de pólvora sito en Peñasquedo, lo cual produjo horroroso estrépito, y por la tarde habiéndose el viento cambiado al sur entraron en la Coruña los transportes ingleses procedentes de Vigo. Sin tardanza se embarcaron por la noche los enfermos y heridos, la caballería desmontada y 52 cañones: de estos solo se dejaron para en caso de acción ocho ingleses y cuatro españoles. No faltó en el campo británico quien aconsejara a su general que capitulase con los franceses, a fin de poder libremente embarcarse. Desechó con nobleza Sir Juan Moore proposición tan deshonrosa. Puestos ya a bordo los objetos de más embarazo y las personas inútiles, debía en la noche del 16 y a su abrigo embarcarse el ejército lidiador. Con impaciencia aguardaba aquella hora el general inglés, cuando a las dos de la tarde un movimiento general de la línea francesa estorbó el proyectado embarco, empeñándose una acción reñida y porfiada. [Marginal: Batalla de la Coruña.] Disponiéndose a ella en la noche anterior había colocado el mariscal Soult en la altura de Peñasquedo una batería de once cañones, en que apoyaba su izquierda ocupada por la división del general Mermet, guardando el centro y la derecha con las suyas respectivas los generales Merle y Delaborde, y prolongándose la del último hasta el pueblo de Palavea de Abajo. La caballería francesa se mostraba por la izquierda de Peñasquedo hacia San Cristóbal y camino de Bergantiños: el total de fuerza ascendía a unos 20.000 hombres. Era la de los ingleses de unos 16.000 que estaban apostados en el monte Mero, desde la ría del mismo nombre hasta el pueblo de Elviña. Por este lado se extendían las tropas de Sir David Baird, y por el opuesto que atraviesa el camino real de Betanzos las de Sir Juan Hope. Dos brigadas de ambas divisiones se situaron detrás en los puntos más elevados y extremos de su respectiva línea. La reserva mandada por Lord Paget estaba a retaguardia del centro en Eirís, pueblecillo desde cuyo punto se registra el valle que corría entre la derecha de los ingleses, y los altos ocupados por la caballería francesa. Más inmediato a la Coruña y por el camino de Bergantiños se había colocado con su división el general Fraser, estando pronto a acudir adonde se le llamase. Trabose la batalla a la hora indicada, atacando intrépidamente el francés con intento de deshacer la derecha de los ingleses. Los cierros de las heredades impedían a los soldados de ambos ejércitos avanzar a medida de su deseo. Los franceses al principio desalojaron de Elviña a las tropas ligeras de sus contrarios; mas yendo adelante fueron detenidos y rechazados, si bien a costa de mucha sangre. La pelea se encarnizó en toda la línea. Fue gravemente herido el general Baird y Sir Juan Moore que con particular esmero vigilaba el punto de Elviña, en donde el combate era más reñido que en las otras partes: recibió en el hombro izquierdo una bala de cañón que le derribó por tierra. Aunque mortalmente herido incorporose, y registrando con serenidad el campo confortó su ánimo al ver que sus tropas iban ganando terreno. Solo entonces permitió que se le recogiese a paraje más seguro. Vivió todavía algunas horas, y su cuerpo fue enterrado en los muros de la Coruña. [Marginal: Embárcanse los ingleses.] Los franceses no pudiendo romper la derecha de los ingleses trataron de envolverla. Descubierto su intento avanzó Lord Paget con la reserva, y obligando a retroceder a los dragones de La Houssaye, que habían echado pie a tierra, contuvo a los demás, y aun se acercó a la altura en que estaba situada la batería francesa de once cañones. Al mismo tiempo los ingleses avanzaban por toda la línea, y a no haber sobrevenido la noche quizá la situación del mariscal Soult hubiera llegado a ser crítica, escaseando ya en su campo las municiones; mas los ingleses contentos con lo obrado tornaron a su primeva posición, queriendo embarcarse bajo el amparo de la oscuridad. Fue su pérdida de 800 hombres: asegúrase haber sido mayor la de los franceses. El general Hope, en quien había recaído el mando en jefe, creyó prudente no separarse de la resolución tomada por Sir Juan Moore, y entrada la noche ordenó que todo su ejército se embarcase, protegiendo la operación los generales Hill y Beresford. En la mañana siguiente viendo los franceses que estaba abandonado el monte Mero, y que sus contrarios les dejaban la tierra libre acogiéndose a su preferido elemento, se adelantaron, y desde la altura de San Diego con cañones de grueso calibre, de que se habían apoderado en la de las Angustias de Betanzos, empezaron a hacer fuego a los barcos de la bahía. Algunos picaron los cables, y se quemaron otros que con la precipitación habían varado. Los moradores de la Coruña no solo ayudaron a los ingleses en su embarco con desinteresado celo, sino que también les guardaron fidelidad no entregando inmediatamente la plaza. Noble ejemplo, rara vez dado por los pueblos cuando se ven desamparados de los mismos de quienes esperaban protección y ayuda. Así terminó la retirada del general Moore, censurada de algunos de sus propios compatriotas, y defendida y aun alabada de otros. Dejando a ellos y a los militares el examen y crítica de esta campaña, pensamos que sirvió de mucho para la gloria y buen nombre del general Moore la casualidad de haber tenido que pelear antes de que sus tropas se embarcasen, y también acabar sus días honrosamente en el campo de batalla. Por lo demás si un ejército veterano y disciplinado como el inglés, provisto de cuantiosos recursos, empezó antes de combatir una retirada, en cuya marcha hubo tanto desorden, tanto estrago, tantos escándalos, ¿quién podrá extrañar que en las de los españoles, ejecutadas después de haber lidiado, y con soldados bisoños, escasos de todo y en su propio país, hubiese dispersiones y desconciertos? No decimos esto en menoscabo de la gloria británica; pero sí en reparación de la nuestra, tan vilipendiada por ciertos escritores ingleses de los mismos que se hallaron en tan funesta campaña. [Marginal: Entrega de la Coruña.] Difícil era que después de semejante suceso resistiese la Coruña largo tiempo. El recinto de la plaza solo la ponía al abrigo de un rebate; mas ni sus baterías, ni sus murallas estaban reparadas, ni eran de suyo bastante fuertes. No haber mejorado a tiempo sus obras pendió en parte del descuido que nos es natural, y también de la confianza que con su llegada dieron los ingleses. Era gobernador Don Antonio Alcedo, y el 19 capituló. Entró el 20 en la plaza el mariscal Soult, y puso autoridades de su bando. Dispersose la junta del reino, y la audiencia, el gobernador y los otros cuerpos militares, civiles y eclesiásticos prestaron homenaje al nuevo rey José. [Marginal: Del Ferrol.] No tardó Soult en volver los ojos al Ferrol, y ya el 22 empezaron a aproximarse a la plaza partidas avanzadas de su ejército. Aquel arsenal, primero de la marina española, era inatacable del lado de mar, de donde solo se puede entrar con un viento y por boca larga y estrecha: no estaba por tierra tan bien fortalecido. Hallábase el pueblo con ánimo levantado, sosteniéndole unos 300 soldados que habían llegado el 20. Era comandante del departamento Don Francisco Melgarejo, anciano e irresoluto, y comandante de tierra Don Joaquín Fidalgo. No se había tomado medida alguna de defensa, ni tenido la precaución de poner a salvo los buques de guerra allí fondeados. Dichos jefes y la junta peculiar del pueblo desde luego se inclinaron a capitular; mas no osando declararse tuvieron que responder con la negativa a la reiterada intimación de los franceses. Al fin el 26 habiendo estos descubierto algunas obras de batería, y apoderádose de los castillos de Palma y San Martín, pudieron las autoridades prevalecer en su opinión y capitularon, entrando el 27 de mañana en el Ferrol el general Mermet. Fueron los términos de la rendición los mismos de la Coruña, y por los que sometiéndose a reconocer a José, solo se añadieron algunos artículos respecto de pagas, y de que no se obligase a nadie a servir contra sus compatriotas. Don Pedro Obregón, preso desde el levantamiento de mayo, fue nombrado comandante del departamento, en cuya dársena, entre buenos y malos, había siete navíos, tres fragatas y otros buques menores. Que estas plazas se hubiesen rendido visto su mal estado y el desmayo que causó el embarco de los ingleses, cosa natural era; pero no que en una capitulación militar se estipulase el reconocimiento de José, ejemplo no dado todavía por las otras partes del reino, ni por la capital de la monarquía, de donde provino que las mencionadas capitulaciones excitaron la indignación de la junta central, que fulminó contra sus autores una declaración tal vez demasiadamente severa. [Marginal: Estado de Galicia.] Aterrada Galicia con la pérdida de sus dos principales plazas, y sobre todo con la retirada de los ingleses, apenas dio por algún tiempo señales de vida. Hubo pocos pueblos que hiciesen demostración de resistir, y los que lo intentaron fueron luego entrados por el vencedor. A todas partes cundió el desaliento y la tristeza. [Marginal: Paradero de Romana.] Solo en pie y en un rincón quedó Romana con escasos soldados. Los franceses no le habían en un principio molestado; pero posteriormente, yendo en su busca el general Marchand, trató de atacarle en el punto de Bibey. Replegose a Orense el general español: persiguiole el francés basta que continuando aquel hacia Portugal, desistió el último de su intento, pasando poco después a Santiago, en donde había entrado el 3 de febrero el mariscal Soult sin tropiezo y camino de Tuy. El marqués de la Romana luego que salió de Orense estableció su cuartel general en Villaza, cerca de Monterrey, trasladándose después a Oimbra. En los últimos días de enero celebró en el primer pueblo una junta militar para determinar lo más conveniente, hallándose con pocas fuerzas, sin recursos, y los ingleses ya embarcados. Opinaron unos por ir a Ciudad Rodrigo, otros por encaminarse a Tuy; prevaleciendo el dictamen que fue más acertado de no alejarse del país que pisaban, ni de la frontera de Portugal. [Marginal: Sucede a Soult el mariscal Ney.] Mientras tanto tomó el mando de Galicia el mariscal Ney en lugar de Soult, que moviéndose del lado de Tuy, según hemos indicado, se preparaba a internarse en Portugal. Ocuparon fuerzas francesas las principales ciudades de Galicia, y tranquila esta por entonces puso también Ney su atención del lado de Asturias, cuyo territorio afortunadamente había quedado libre en medio de tan general desdicha. Más adelante hablaremos de lo que ocurrió en aquella provincia. Ínstanos ahora volver la vista a Napoleón, a quien dejamos en Astorga. [Marginal: Vuelta de Napoleón a Valladolid.] Descansó allí dos días, hospedándose en casa del obispo a quien trató sin miramiento. Y desasosegado con noticias que había recibido de Austria, no creyendo ya necesario prolongar su estancia vista la priesa con que los ingleses se retiraban, volvió atrás y se dirigió a Valladolid, en cuya ciudad entró en la tarde del 6 de enero. [Marginal: Áspero recibimiento que hace Napoleón a las autoridades.] Alojose en el palacio real, y al instante mandó venir a su presencia al ayuntamiento, a los prelados de los conventos, al cabildo eclesiástico y a las demás autoridades. Quería imponer ejemplar castigo por las muertes de algunos franceses asesinados, y sobre todo por la de dos, cuyos cadáveres fueron descubiertos en un pozo del convento de San Pablo de dominicos. Iba al frente de los llamados el ayuntamiento, corporación de repente formada en ausencia de los antiguos regidores, que los más habían huido después de la rota de Burgos. Procurando dicho cuerpo mantener orden en la ciudad, había preservado de la muerte a varios extraviados del ejército enemigo, y puéstolos con resguardo en el monasterio de San Benito, motivo por el que antes merecía atento trato del extranjero que amargas reconvenciones. Sin embargo el emperador francés recibiole con rostro entenebrecido, y le habló en tono áspero y descompuesto echándole en cara los asesinatos cometidos. De los presentes se atemorizaron con sus amenazas aun los más serenos, y el que servía de intérprete no acertando a expresarse impacientó a Napoleón, que con enfado le mandó salir del aposento donde estaba, llamando a otro que desempeñase mejor su oficio. No menos alterado prosiguió en su discurso el altivo conquistador, usando de palabras impropias de su dignidad, hasta que al cabo despidió a las corporaciones españolas, repitiendo nuevas y terribles amenazas. [Marginal: Angustias del ayuntamiento de Valladolid.] Triste y pensativo volvía el ayuntamiento a su morada cuando algunos de sus individuos, queriendo echar por un rodeo para evitar el encuentro de tropas que obstruían el paso, un piquete francés de caballería que de lejos los observaba intimoles que iban presos, y que así fuesen por el camino más recto. Restituidos todos a las casas consistoriales, entró a poco por aquellas puertas un emisario del emperador con orden que este le había dado, teniendo el reloj en la mano, de que si para las doce de la noche no se le pasaba la lista de los que habían asesinado a los franceses, haría ahorcar de los balcones del ayuntamiento a cinco de sus individuos. Sin intimidarse con el injusto y bárbaro requerimiento, reportados y con esfuerzo respondieron los regidores que antes perecerían siendo víctimas de su inocencia, que indicar a tientas y sin conocimiento personas que no creyesen culpables. A las nueve de la noche presentose también repitiendo a nombre del emperador la anterior amenaza Don José de Hervás, el mismo que en el abril de 1808 había acompañado a Madrid al general Savary, y quien como español se hizo más fácilmente cargo de las razones que asistían al ayuntamiento. Sin embargo manifestó a sus individuos que corrían grave peligro, mostrándose Napoleón muy airado. No por eso dejaron aquellos de permanecer firmes y resueltos a sufrir la pena que arbitrariamente se les quisiera imponer. Sacoles luego del ahogo, y por fortuna para ellos, un tal Chamochín, de oficio procurador del número, el cual habiendo sido en tan tristes días nombrado corregidor interino, quiso congraciarse con el invasor de su patria delatando como motor de los asesinatos a un adobador de pieles llamado Domingo que vivía en la plaza mayor. Por desgracia de este encontráronse en su casa ropa y otras prendas de franceses, ya porque en realidad fuera culpado, o ya más bien, según se creyó, por haber dichos efectos llegado casualmente a sus manos. [Marginal: Suplicio de algunos españoles, y perdón de uno de ellos.] Fue preso Domingo con dos de sus criados y condenados los tres a la pena de horca. Ajusticiaron a los últimos perdonando Napoleón al primero, más digno de muerte que los otros si había delito. Llegó el perdón estando Domingo al pie del patíbulo: le obtuvo a ruego de personas respetables, del mencionado Hervás, y sobre todo movidos varios generales de las lágrimas y clamores de la esposa del sentenciado, en extremo bella y de familia honrada de la ciudad. También contribuyeron a ello los benedictinos, de quienes Napoleón hacía gran caso, recordando la celebridad de los antiguos y doctos de la congregación de San Mauro de Francia. No así de los dominicos, cuyo convento de San Pablo suprimió en castigo de los franceses que en él se habían encontrado muertos. [Marginal: Temores de guerra con Austria. Prepárase Napoleón a volver a Francia.] Mas en tanto otros cuidados de mayor gravedad llamaban la atención de Napoleón. En su camino a Astorga había recibido un correo con aviso de que el Austria se armaba: novedad impensada y de tal entidad que le impelía a volver prontamente a Francia. Así lo decidió en su pensamiento; mas parose en Valladolid diez días, queriendo antes asegurarse de que los ingleses proseguían en su retirada, y también tomar acerca del gobierno de España una determinación definitiva. Cierto de lo primero apresurose a concluir lo segundo. [Marginal: Recibe en Valladolid a los diputados de Madrid.] Para ello hizo venir a Valladolid los diputados del ayuntamiento de Madrid y de los tribunales que le fueron presentados el 16 de enero. Traían consigo el expediente de las firmas de los libros de asiento que se abrieron en la capital, a fin de reconocer y jurar a José: condición que para restablecer a este en el trono había puesto Napoleón, pareciéndole fuerte abracijo lo que no era sino forzada ceremonia. Recibió el emperador francés con particular agasajo a los diputados españoles, y les dijo que accediendo a sus súplicas verificaría José dentro de pocos días su entrada en Madrid. [Marginal: Opinión e intentos de Napoleón sobre España.] Dudaron entonces algunos que Napoleón se hubiera resuelto a reponer a su hermano en el solio, si no se hubiese visto amenazado de guerra con Austria. En prueba de ello alegaban el haber solo dejado a José después de la toma de Madrid el título de su lugarteniente, y también el haber en todo obrado por sí y procedido como conquistador. No deja de fortalecer dicho juicio la conversación que el emperador tuvo en Valladolid con el exarzobispo de Malinas Mr. de Pradt. Había este acompañado desde Madrid a los diputados españoles; y Napoleón antes de verlos, deseoso de saber lo que opinaban y lo que en la capital ocurría, mandó a aquel prelado que fuese a hablarle. Por largo espacio platicaron ambos sobre la situación de la Península, y entre otras cosas dijo Napoleón:[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-2.)] «no conocía yo a España: es un país más hermoso de lo que pensaba, buen regalo he hecho a mi hermano, pero los españoles harán con sus locuras que su país vuelva a ser mío: en tal caso le dividiré en cinco grandes virreinatos.» Continuó así discurriendo e insistió con particularidad en lo útil que sería para Francia el agregar a su territorio el de España. [Marginal: Parte para Francia.] Intento que sin duda estorbó por entonces el nublado que amagaba del norte, temeroso del cual partió para París el 17 de enero de noche y repentinamente, haciendo la travesía de Valladolid a Burgos a caballo y con pasmosa celeridad. [Marginal: José en el Pardo. Pasa una revista en Aranjuez.] En el intervalo que medió desde principios de diciembre hasta últimos de enero disgustado José con el título de lugarteniente se albergaba en el Pardo, no queriendo ir a Madrid hasta que pudiese entrar como rey. Sin embargo esperanzado en los primeros días del año de volver a empuñar el cetro, pasó a Aranjuez y revistó allí el primer cuerpo mandado por el mariscal Victor, y con el cual procedente de Toledo se pensaba atacar al ejército del centro, cuyas reliquias rehechas algo en Cuenca, se habían en parte aproximado al Tajo. [Marginal: Movimiento del ejército español del centro. Planes de su jefe el duque del Infantado.] El inesperado movimiento de los españoles era hijo de falsas noticias y del clamor de los pueblos que expuestos al pillaje y extorsiones del enemigo, acusaban a nuestros generales de mantenerse espectadores tranquilos de los males que los agobiaban. Para acudir al remedio y acallar la voz pública había el duque del Infantado, jefe de aquel ejército, imaginado un plan tras otro, notándose en el concebir de ellos más bien loable deseo que atinada combinación. Por fin decidiose ante todo dicho general a despejar la orilla izquierda del Tajo de unos 1500 caballos enemigos que corrían la tierra. Nombró para capitanear la empresa al mariscal de campo Don Francisco Javier Venegas que mandaba la vanguardia compuesta de 4000 infantes y 800 caballos, y al brigadier Don Antonio Senra con otra división de igual fuerza. Debía el primero posesionarse de Tarancón, y al mismo tiempo enseñorearse el segundo de Aranjuez, en cuyos dos puntos tenía el enemigo, antes de que viniese el mariscal Victor, lo principal de sus destacamentos. Venegas no aprobó el plan, visto el mal estado de sus tropas; mas trató de cumplir con lo que se le ordenaba. Senra dejó de hacerlo pareciéndole imprudente ir hasta Aranjuez, teniendo franceses por su flanco en Villanueva del Cardete: disculpa que no admitió el general en jefe por haber ya contado con aquel dato en la disposición del ataque. [Marginal: Ataque de Tarancón.] Venegas por su parte situado en Uclés determinó atacar en la noche del 24 al 25 de diciembre a los franceses de Tarancón. El número de estos se reducía a 800 dragones. Distribuyó el general español su gente en dos columnas una al mando de Don Pedro Agustín Girón debía amenazar por su frente al enemigo, otra capitaneada por el mismo general en persona y más numerosa había de interponerse en el camino que de Tarancón va a Santa Cruz de la Zarza, con objeto de cortar a los franceses la retirada, si querían huir del ataque de Girón, o encerrarlos entre dos fuegos en caso de que resistiesen. La noche era cruda, sobreviniendo tras de nieve y ventiscas espesa niebla: lo cual retardó la marcha de Venegas, y fue causa del extravío de casi toda su caballería. Girón aunque salió más tarde llegó sin tropiezo al punto que se le había señalado, ya por ser mejor y más corto el camino, y ya por su cuidado y particular vigilancia. Espantados los dragones franceses con la proximidad de este general, huían del lado de Santa Cruz, cuando se encontraron con algunas partidas de carabineros reales que iban a la cabeza de la tropa de Venegas y los atacaron furiosamente, obligándolos a abrigarse de la infantería. Hubiera podido esta desconcertarse, cogiéndola desprevenida, si afortunadamente un batallón de guardias españolas y otro de tiradores de España puestos ya en columna no hubiesen rechazado a los enemigos, desordenándolos completamente. Hizo gran falta la caballería, cuya principal fuerza extraviada en el camino no llegó hasta después: y entonces su jefe Don Rafael Zambrano desistió de todo perseguimiento por juzgarlo ya inútil y estar sus caballos muy cansados. La pérdida de los franceses entre muertos, heridos y prisioneros fue de unos 100 hombres. Hubo después contestaciones entre ciertos jefes, achacándose mutuamente la culpa de no haber salido con la empresa. Nos inclinamos a creer que la inexperiencia de algunos de ellos y lo bisoño de la tropa fueron en este caso como en otros muchos la causa principal de haberse en parte malogrado la embestida, sirviendo solo a despertar la atención de los franceses. [Marginal: Avanza el mariscal Victor.] Recelosos estos de que engrosadas con el tiempo las tropas del ejército del centro y mejor disciplinadas, pudieran no solo repetir otras tentativas como la de Tarancón, mas también en un rebate apoderarse de Madrid, cuya guarnición por atender a otros cuidados a veces se disminuía, pensaron seriamente en destruirlas y cortar el mal en su raíz. Para ello juntaron en Aranjuez y revistaron, según hemos dicho, las fuerzas que mandaba en Toledo el mariscal Victor, las cuales ascendían a 14.000 infantes y 3000 caballos. Sospechando Venegas los intentos del enemigo comunicó el 4 de enero sus temores al duque del Infantado, opinando que sería prudente, o que todo el ejército se aproximase a su línea, o que él con la vanguardia se replegase a Cuenca. No pensó el duque que urgiese adoptar semejante medida, y ya fuese enemistad contra Venegas, o ya natural descuido, no contestó a su aviso, continuando en idear nuevos planes que tampoco tuvieron ejecución. [Marginal: Retírase Venegas a Uclés.] Apurando las circunstancias y no recibiendo instrucción alguna del general en jefe, juntó Venegas un consejo de guerra, en el que unánimemente se acordó pasar a Uclés como posición más ventajosa, e incorporarse allí con Senra, en donde aguardarían ambos las órdenes del duque. Verificose la retirada en la noche del 11 de enero, y unidos al amanecer del 12 los mencionados Venegas y Senra, contaron juntos unos 8 a 9000 infantes y 1500 caballos. Trató desde luego el primero de aprovecharse de las ventajas que le ofrecía la situación de Uclés, villa sujeta a la orden de Santiago y para batallas de mal pronóstico por la que en sus campos se perdió contra los moros en el reinado de Alonso el VI. La derecha de la posición era fuerte, consistiendo en varias alturas aisladas y divididas de otras por el riachuelo de Bedijar. En el centro está el convento llamado Alcázar, y desde allí por la izquierda corre un gran cerro de escabrosa subida del lado del pueblo, pero que termina por el opuesto en pendiente más suave y de fácil acceso. Venegas apostó en Tribaldos, pueblo cercano, algunas tropas al mando de Don Veremundo Ramírez de Arellano, que en la tarde y anochecer del 12 comenzaron ya a tirotearse con los franceses, replegándose a Uclés en la mañana siguiente, acometidas por sus superiores fuerzas. [Marginal: Batalla de Uclés.] Con aviso de que los enemigos se acercaban, el general Venegas, aunque amalado y con los primeros síntomas de una fiebre pútrida, se situó en el patio del convento de donde divisaba la posición y el llano que se abre al pie de Uclés, yendo a Tribaldos. Distribuyó sus infantes en las alturas de derecha e izquierda, y puso abajo en la llanura la caballería. Solo había un obús y tres cañones que se colocaron, uno en la izquierda, dos en el convento y otro en el llano con los jinetes. El mariscal Victor había salido de Aranjuez con el número de tropas indicado, y fue en busca de los españoles sin saber de fijo su paradero. Para descubrirle tiró el general Villatte con su división derecho a Uclés, y el mariscal Victor con la del general Ruffin la vuelta de Alcázar. Fue Villatte quien primero se encontró con los españoles, obligándolos a retirarse de Tribaldos, desde donde avanzó al llano con dos cuerpos de caballería y dos cañones. Al ver aquel movimiento creyó Venegas amagada su derecha, y por tanto atendió con particularidad a su defensa. Mas los franceses, a las diez de la mañana, tomando por el camino de Villarrubio, se acercaron con fuerza considerable a las alturas de la izquierda, punto flaco de la posición, cubierto con menos gente y al que su caballería pudo subir a trote. Venegas, queriendo entonces sostener la tropa allí apostada que comenzaba a ciar, envió gente de refresco y para capitanearla a Don Antonio Senra. Ya era tarde: los enemigos avanzando rápidamente arrollaron a los nuestros, e inútilmente desde el convento quiso Venegas detenerlos. Contuso él mismo y ahuyentado con todo su estado mayor, dificultosamente pudo salvarse, cayendo a su lado muerto el bizarro oficial de artillería Don José Escalera. Deshecho nuestro costado izquierdo empezó a desfilar el derecho; y la caballería, que en su mayor parte permanecía en el llano, trató de retirarse por una garganta que forman las alturas de aquel lado. Consiguiéronlo felizmente los dragones de Castilla, Lusitania y Tejas, mas no así los regimientos de la Reina, Príncipe y Borbón, cuyo mando había reasumido el marqués de Albudeite. Estos, no pudiendo ya pasar impedidos por los fuegos de los franceses, que dueños del convento coronaban las cimas, volvieron grupa al llano y faldeando los cerros caminaron de priesa y perseguidos la vía de Paredes. Desgraciadamente hacia el mismo lado tropezando la infantería con la división de Ruffin, había casi toda tenido que rendirse; de lo cual advertidos nuestros jinetes, en balde quisieron salvarse, atajados con el cauce de un molino y acribillados por el fuego de seis cañones enemigos que dirigía el general Senarmont. No hubo ya entonces sino confusión y destrozo, y sucedió con la caballería lo mismo que con los infantes: los más de sus individuos perecieron o fueron hechos prisioneros: contose entre los primeros al marqués de Albudeite. Tal fue el remate de la jornada de Uclés, una de las más desastradas, y en la que, por decirlo así, se perdieron las tropas que antes mandaban Venegas y Senra. Solo se salvaron dos o tres cuerpos de caballería y también algunas otras reliquias que libertó la serenidad y esfuerzo de Don Pedro Agustín Girón, uniéndose todos al duque del Infantado que ya se hallaba en Carrascosa. Justos cargos hubieran podido pesar sobre los jefes que empeñaron semejante acción, o fueron causa de que se malograse. El general Venegas y el del Infantado procuraron defenderse ante el público acusándose mutuamente. Pensamos que en la conducta de ambos hubo motivos bastantes de censura si ya no de responsabilidad. Aconsejaba la prudencia al primero retirarse más allá de Uclés, e ir a unirse al cuerpo principal del ejército, no faltándole para ello ni oportunidad ni tiempo; y al segundo prescribíale su obligación dar las debidas instrucciones y contestar a los oficios del otro, no sacrificando a piques y mezquinas pasiones el bien de la patria, el pundonor militar. [Marginal: Excesos cometidos por los franceses en Uclés.] Ganado que hubieron la batalla, entraron los franceses en Uclés y cometieron con los vecinos inauditas crueldades. Atormentaron a muchos para averiguar si habían ocultado alhajas; robaron las que pudieron descubrir, y aparejando con albardas y aguaderas a manera de acémilas a algunos conventuales y sujetos distinguidos del pueblo, cargaron en sus hombros muebles y efectos inútiles para quemarlos después con grande algazara en los altos del alcázar. No contentos con tan duro e innoble entretenimiento, remataron tan extraña fiesta con un acto de la más insigne barbarie. Fue, ¡cáese la pluma de la mano! que cogiendo a 69 habitantes de los principales, y a monjas, y a clérigos, y a los conventuales Parada, Canova y Mejía, emparentados con las más ilustres familias de la Mancha, atraillados y escarnecidos los degollaron con horrorosa inhumanidad, pereciendo algunos en la carnicería pública. Sordos ya a la compasión los feroces soldados, desoyeron los ayes y clamores de más de 300 mujeres, de las que acorraladas y de montón abusaron con exquisita violencia. Prosiguieron los mismos escándalos en el campamento, y solo el cansancio, no los jefes, puso término al horroroso desenfreno. No cupo mejor suerte a los prisioneros españoles: los que de ellos rendidos a la fatiga se rezagaban, eran fusilados desapiadadamente. Así nos lo cuenta en su obra un testigo de vista, un oficial francés, Mr. de Rocca. ¿Qué extraño pues era que nuestros paisanos cometiesen en pago otros excesos cuando tal permitían los oficiales del ejército de una nación culta? [Marginal: Retirada del duque del Infantado.] El duque del Infantado que aunque tarde se adelantaba a Uclés, supo en Carrascosa, legua y media distante, la derrota padecida. Juntando allí los dispersos y cortas reliquias, se retiró por Horcajada a la venta de Cabrejas, en donde se decidió en consejo militar pasar a Valencia con todas las tropas. Entró el ejército en Cuenca el 14 por la noche, y al día siguiente continuó la marcha. Dirigiose la artillería por camino que pareció más cómodo para volver después a unirse en Almodóvar del Pinar; pero atollada en parte y mal defendida por otros cuerpos que acudieron en su ayuda, fue en Tórtola cogida casi toda por los franceses. Prosiguió lo restante del ejército alejándose; y desistiendo Infantado de ir a Valencia, metiose en el reino de Murcia y llegó a Chinchilla el 21 de enero. Desde aquel punto hizo nuevo movimiento, faldeando la Sierra Morena, y al cabo se situó en Santa Cruz de Mudela. [Marginal: Sucédele en el mando el conde de Cartaojal.] Allí según costumbre no cesó de idear sin gran resulta nuevos planes; hasta que en 17 de febrero fue relevado del mando por orden de la junta central y puesto en su lugar el conde de Cartaojal, que mandaba también las tropas de la Carolina. [Marginal: Entrada de José en Madrid.] Alcanzada por los franceses la victoria de Uclés, y después de obtener el permiso de Napoleón, hizo José en Madrid el 22 de enero su entrada pública y solemne. Del Pardo se encaminó por fuera de puertas a la plazuela de las Delicias, desde donde montando a caballo entró por la Puerta de Atocha, y se dirigió a la iglesia colegiata de San Isidro, tomando la vuelta por el Prado, calle de Alcalá y Carretas hasta la de Toledo. Se había preparado este recibimiento con más esmero que el anterior de julio. Estaba tendida en toda la carrera la tropa francesa; habíanse por expresa orden colgado las calles y puéstose de trecho en trecho músicas que tocaban sonatas acomodadas al caso. José rodeado de gran séquito de franceses y de los españoles que le eran adictos, mostrábase satisfecho y placentero. No dejó de ser grande el concurso de espectadores: las desgracias, amilanando los ánimos, los disponían a la conformidad; pero un silencio profundo, no interrumpido sino por alguna que otra voz asalariada, daba bastantemente a entender que las circunstancias impelían a la curiosidad, no afectuosa inclinación. Fue recibido en la iglesia de San Isidro por el obispo auxiliar y parte de su cabildo. Pronunciáronse discursos según el tiempo, díjose una misa, se cantó el Te Deum, y concluida la ceremonia se dirigió José por la plaza Mayor y calle de la Almudena a Palacio, en donde ocupándose de nuevo en el gobierno del reino, nos dará pronto ocasión de volver a hablar de él y de sus providencias. [Marginal: Sucesos de Cataluña.] Ahora es ya sazón de pensar en Cataluña. El no querer cortar el hilo de la narración en los sucesos más abultados y decisivos, nos ha obligado a postergar los de aquel principado, que si bien de grande interés y definitivamente de mucha importancia a la causa de la independencia, forman como un episodio embarazoso para el historiador, aunque gloriosísimo para aquella provincia. Dejamos en el libro 5.º la campaña de Cataluña, a tiempo que Duhesme en el último tercio del mes de agosto se había recogido a Barcelona de vuelta de su segunda y malograda expedición de Gerona. De nuestra parte por entonces y en 1.º de septiembre [Marginal: La junta del principado se traslada a Villafranca.] el marqués del Palacio y la junta del principado se habían de Tarragona trasladado a Villafranca con objeto de estar más cerca del teatro de la guerra. Empezaron a acudir a dicha villa los tercios de toda la provincia, y se reforzó la línea del Llobregat, a cuyo paraje se había restituido desde Gerona el conde de Caldagués. [Marginal: Excursiones de Duhesme.] Con el aumento de fuerzas temió el general Duhesme que estrechando los españoles cada vez más a Barcelona, hubiese dificultad de introducir bastimentos en la plaza. Para alejar el peligro y con intento de hacer una excursión en el Panadés, partió de aquella ciudad con 6000 hombres de caballería e infantería, y atacó a los españoles en su línea al amanecer del 2 de septiembre en los puntos de Molins de Rey y de San Boi. Por el último alcanzaron los franceses conocidas ventajas; fueron por el otro rechazados. Mas receloso el de Caldagués, en vista de un movimiento de los enemigos, de que abandonando estos la embestida del puente vadeasen el río y le flanqueasen, previno oportunamente cualquier tentativa situándose en las alturas de Molins de Rey. Los franceses no pudiendo romper la línea española del Llobregat, revolvieron del lado opuesto por donde corre el Besós, en cuyo sitio se mantenía Don Francisco Miláns. Ya aquí, y ya en todos los puntos alrededor de Barcelona hubo en septiembre y octubre muchas escaramuzas y aun choques, entre los que fue grave el acaecido en San Cugat del Vallés, principalmente por el respeto que infundió al enemigo, obligándole a no alejarse de los muros de Barcelona. También contribuyeron a ello los refuerzos que llegaron a los españoles sucesivamente de Portugal, Mallorca y otras partes, de algunos de los cuales ya hemos hecho mención. [Marginal: Vives, sucesor del marqués del Palacio.] El gobierno interior de Cataluña se mejoraba cada día por el esmero y cuidado de la junta. Habíase solo levantado grande enemistad contra el marqués del Palacio, o porque las calidades de general no correspondiesen en él a su patriotismo, o más bien porque en aquellos tiempos arduos no siendo dado caminar en la ejecución al son de la impaciencia pública, perdíase la confianza y el buen nombre con la misma rapidez, y a veces tan infundadamente como se había adquirido. Los clamores de la opinión catalana obligaron a la junta central a llamar al marqués del Palacio, poniendo en su lugar al capitán general de Mallorca Don Juan Miguel de Vives, quien tomó el mando el 28 de octubre. [Marginal: Ejército español de Cataluña. Su fuerza.] Teniendo este a su disposición fuerzas más considerables, coordinó nuevamente su ejército, y según lo resuelto por la central le denominó de Cataluña o de la derecha. Constaba en todo de 19.551 infantes, 780 caballos y 17 piezas, dividido en vanguardia, cuatro divisiones y una reserva. De estas fuerzas destinó Vives la vanguardia, al mando de Don Mariano Álvarez, a observar al enemigo en el Ampurdán, y las restantes las conservó consigo para bloquear a Barcelona, a donde se aproximó el 3 de noviembre, sentando su cuartel general en Martorell, cuatro leguas distante. [Marginal: Situación de Barcelona.] Los apuros en aquella plaza del general francés Duhesme crecían en extremo: el número de sus tropas, que antes era de 10.000 hombres, menguaba con la deserción y las enfermedades. De nadie podía fiarse. El disgusto y descontento de los barceloneses tocaba a sus ojos en abierta rebelión. Los habitantes más principales huían a causa de las contribuciones exorbitantes que había impuesto; teniendo que acudir a confiscar los bienes para evitar la emigración. Más tarde, cuando apretó la escasez, si bien permitió la salida de Barcelona, permitiola con condiciones rigurosas, dando pasaportes a los que abonaban cuatro meses anticipados de contribución, y aseguraban con fianza el pago de los demás plazos. Fue después adelante en usar sin freno de medidas arbitrarias, declarando a Barcelona en estado de sitio. Opúsose a ello el conde de Ezpeleta, por lo que se le puso preso, quitándole la capitanía general que solo en nombre había conservado. Como más antiguo le sucedió Don Galcerán de Villalba, que en secreto se entendía con las autoridades patrióticas del principado. Los oficiales españoles que había dentro de la plaza rehusaron después reconocer el gobierno de Napoleón prefiriendo a todo ser prisioneros de guerra: lo mismo hicieron los que eran extranjeros, excepto Mr. Wrant d’Amelin, que en premio recibió el gobierno de Barcelona. Ejerciose la policía con particular severidad, prestándose a tan villano servicio un español llamado Don Ramón Casanova, sin que por eso se pudiese impedir que muchos y a las calladas se escapasen. Tantas molestias y tropelías eran en sumo grado favorables a la causa de la independencia. [Marginal: Tentativas de Vives contra aquella plaza.] Contando sin duda con el influjo de aquellas y con secretos tratos, insistió el general Vives en estrechar a Barcelona, y aun proyectó varios ataques. Fue el más notable el que se dio en 8 de noviembre, aunque no tuvo ni resulta ni se le consideró tampoco bien meditado. Sin embargo la proximidad del ejército español puso en tal desasosiego a los franceses, que en la misma mañana del 8 desarmaron al segundo batallón de guardias valonas como adicto a los llamados insurgentes. Desaprobaban los hombres entendidos la permanencia de Vives en las cercanías de Barcelona, y con razón juzgándola militarmente; pues para formalizar el sitio no se estaba preparado, y para rendir por bloqueo la plaza se requería largo tiempo. Creían que hubiera sido más conveniente dejar un cuerpo de observación que con los somatenes contuviese al enemigo en sus excursiones, y adelantarse a la frontera con lo demás del ejército, impidiendo así la toma de Rosas y la facilidad que ella daba de proveer por mar a Barcelona. Vino en apoyo de tan juicioso dictamen lo que sucedió bien pronto con el refuerzo que entró en el principado al mismo tiempo que por el Bidasoa hacían los franceses su principal irrupción. [Marginal: Entrada de Saint-Cyr en Cataluña.] Según insinuamos al hablar de esta, fue destinado el 7.º cuerpo a domeñar la Cataluña. Debía formarse con las tropas que allí había a las órdenes de los generales Duhesme y Reille y con otras procedentes de Italia, al mando de los generales Souham, Pino y Chabert. Todas estas fuerzas reunidas ascendían a 25.000 infantes y 2000 caballos, compuestas de muchas naciones y en parte de nueva leva. Capitaneábalas el general Gouvion Saint-Cyr. Entró este en Cataluña al principiar noviembre, estableciendo el 6 en Figueras su cuartel general. Fue su primer intento poner sitio a Rosas, y encargado de ello el general Reille le comenzó el día 7 del mencionado mes. [Marginal: Sitio de Rosas.] Pensó el general Saint-Cyr que convenía apoderarse de aquella plaza, porque abrigados los ingleses de su rada impedían por mar el abastecimiento de Barcelona, que no era hacedero del lado de tierra a causa de la insurrección del país. Hubo quien le motejase, sentando que en una guerra nacional como esta era de temer que con la tardanza pudieran los españoles por medio de secretos tratos sorprender a Barcelona apretada con la escasez de víveres. Napoleón juzgaba tan importante la posesión de esta plaza, que el solo encargo que hizo a Saint-Cyr a su despedida en París fue el de conservar a Barcelona;[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-3.)] «porque si se perdiese [decía] serían necesarios 80.000 hombres para recobrarla.» Sin embargo aquel general prefirió comenzar por sitiar a Rosas. Está situada dicha villa a las raíces del Pirineo y a orillas del golfo de su nombre. Tenía de población 1200 almas. No cubría su recinto sino un atrincheramiento casi abandonado desde la guerra de la revolución de Francia. Consistía su principal fortaleza en la ciudadela, colocada al extremo de la villa, y que aunque desmantelada quísose apresuradamente poner en estado de defensa, consiguiendo al cabo montar 36 piezas: su forma es la de un pentágono irregular con foso y camino cubierto, y sin otras obras a prueba que la iglesia, habiendo quedado inservibles desde la última guerra los cuarteles y almacenes. A la opuesta parte de la ciudadela y a 1100 toesas de la villa en un repecho de las alturas llamadas Puig Rom, término por allí de los Pirineos, se levanta el fortín de la Trinidad en figura de estrella, de construcción ingeniosa pero dominado a corta distancia. [Marginal: Honrosa resistencia de los españoles.] Con tan débiles reparos y en el estado de ruina de varias de sus obras, hubiérase en otra ocasión abandonado la defensa de la plaza: ahora sostúvose con firmeza. Era gobernador Don Pedro O’Daly: constaba la guarnición de 3000 hombres; se despidió la gente inútil, recompúsose algo el atrincheramiento destruido y se atajaron con zanjas las bocacalles. Favorecía a los sitiados un navío de línea inglés y dos bombarderas que estaban en la bahía. La división del general Reille unida a la italiana de Pino se había acercado a la plaza, componiendo juntas unos 7000 hombres. Además el general Souham para cubrir las operaciones del sitio y observar a Álvarez que estaba con la vanguardia en Gerona, se situó con su división entre Figueras y el Fluviá, y ocupó La Junquera con dos batallones el general Chabert. Se había lisonjeado el francés Reille de tomar por sorpresa a Rosas: así lo deseaba su general en jefe solícito de acudir al socorro de Barcelona y temeroso de la deserción que empezaba a notarse en la división italiana de Pino. De esta fueron cogidos por los somatenes varios soldados, y el general Saint-Cyr que presumía de humano envió en rehenes a Francia hasta el canje igual número de habitantes, prefiriendo este medio al de quemar los pueblos, antes usado por sus compatriotas. Mas los catalanes consideraron la nueva medida como más injusta, imaginándose que los enviaban a servir al norte. Desde el 7 de noviembre que aparecieron los franceses delante de Rosas, y en cuyo día los españoles hicieron una vigorosa salida, sobreviniendo copiosas lluvias no pudieron los primeros traer su artillería ni empezar sus trabajos hasta el 16. Entonces resolvió el general Saint-Cyr embestir simultáneamente la ciudadela y el fortín de la Trinidad. Emprendiose el ataque de aquella por el baluarte llamado de la plaza, del lado opuesto a la villa, y por donde se ejecutó también la acometida en el sitio del año de 1795, al cual había asistido el general enemigo Sanson, jefe ahora de los ingenieros. Continuaron los trabajos por esta parte hasta el 25. Aquel día dueños los franceses de un reducto, cabeza del atrincheramiento que cubría la villa, pensaron que sería conveniente apoderarse de esta para atacar después la ciudadela por el frente comprendido entre los baluartes de Santa María y San Antonio. Fue entrada la villa en la noche del 26 al 27 a pesar de porfiada resistencia: de 500 hombres que la defendían 300 quedaron muertos, 150 fueron hechos prisioneros; pudieron los otros salvarse. El enemigo intimó entonces la rendición a la ciudadela; contestósele con la negativa. Al mismo tiempo el fortín de la Trinidad fue desde el 16 bizarramente defendido por su comandante Don Lotino Fitzgerald. Los ingleses juzgando inútil la resistencia habían retirado la gente que dentro habían metido; pero llegando poco después el intrépido Lord Cochrane con amplias facultades del almirante Collingwood, reanimó a los españoles entrando en el fuerte con unos 80 hombres, y unidos todos rechazaron el 30 el asalto de los enemigos que creían practicable la brecha. La guarnición de Rosas había vivido esperanzada de que se la socorrería por tierra; mas limitose el auxilio a un movimiento que el 24 hizo la vanguardia al mando de Don Mariano Álvarez: cruzó este el Fluviá y arrolló al principio los puestos avanzados de los franceses, que rehechos repelieron después a los nuestros, cogiendo prisionero al 2.º comandante Don José Lebrun. Serenado el general Saint-Cyr con esto y con ver que el ejército español de Vives no avanzaba según temía, trató de acabar prontamente el sitio de la ciudadela de Rosas. [Marginal: Capitulación de Rosas.] Dirigíase el principal ataque contra la cara derecha del baluarte de Santa María, y los trabajos prosiguieron con ardor en los días 1.º y 2.º, en que inútilmente intentaron los sitiados hacer una salida. Por fin el 5, estando la brecha practicable, y después de 29 días de asedio, capituló honrosamente el gobernador quedando la guarnición prisionera de guerra. Tuvo mayor ventura Don Lotino Fitzgerald comandante del fortín de la Trinidad, habiéndose embarcado él y su gente con la ayuda y diligencia de Lord Cochrane, quien tal vez hubiera del mismo modo salvado la guarnición de la ciudadela si hubiera sido comodoro del apostadero inglés. [Marginal: Avanza Saint-Cyr camino de Barcelona.] Desembarazado el general Saint-Cyr del sitio de Rosas, se adelantó a socorrer a Barcelona con 15.000 infantes y 1500 caballos, después de haber dejado en el Ampurdán la división del general Reille. Hubiera corrido riesgo el general francés de ser detenido en el camino, si D. Juan de Vives en vez de mantener sus tropas en derredor de Barcelona, le hubiera salido al encuentro en alguno de los sitios oportunos del tránsito: [Marginal: Vives y las divisiones de Reding y Lazán.] cosa tanto más hacedera cuanto después de sus infructuosas tentativas sobre Barcelona se le habían agregado en noviembre las divisiones de Granada y Aragón y otros cuerpos sueltos. Constaba la primera, al mando de Don Teodoro Reding, de 11.700 infantes y 670 caballos, y la segunda de unos 4000 hombres regidos por el marqués de Lazán, quien pasó a engrosar la vanguardia después de lo acaecido el 24 en las riberas del Fluviá. Insistía el general Vives en acometer a Barcelona estimulado también por las ofertas de los comandantes de las fuerzas navales inglesas apostadas delante del puerto. Estas hicieron el 19 de noviembre un fuego vivísimo contra la plaza, [Marginal: Orden singular dada por Lecchi en Barcelona.] cuyos habitantes a pesar del daño que recibían estaban alborozados y palmoteaban desde sus casas al ver la pesadumbre que el ataque causaba a los franceses: lo cual irritando sobremanera al comandante Lecchi, prohibió a los habitantes asomarse a las azoteas en días de refriega. [Marginal: Trata Vives de seducirle a él y a otros.] Mal informado el general Vives dirigió a dicho general Lecchi y al español Casanova proposiciones de acomodamiento si le dejaban entrar en la plaza. Las desecharon ambos, notándose en la respuesta de Lecchi la dignidad conveniente. Creyeron sin embargo algunos que sin la pronta llegada del general Saint-Cyr, y conducida de otra manera la negociación, quizá no hubiera esta sido infructuosa. [Marginal: Ataques de Vives el 26 y 27 de noviembre en las cercanías de Barcelona.] Don Juan Vives resolvió repetir el 26 el ataque que había emprendido el 8. Ejecutado esta vez con mayor felicidad fueron los franceses rechazados hasta Barcelona, y se cogieron prisioneros 104 hombres que defendían la favorable posición de San Pedro mártir. Prosiguieron las ventajas el 27, adelantándose el cuartel general a San Feliú de Llobregat, a legua y media de Barcelona. Desde donde, y con deseo siempre de estrechar al enemigo, [Marginal: Del 5 de diciembre.] se le acometió de nuevo el 5 de diciembre, consiguiendo clavar los cañones y destruir las obras que había formado en la falda de Monjuich. Pero eran cortas estas ventajas al lado de las que hubieran podido alcanzarse yendo en busca de Saint-Cyr. Sacrificose todo al deseo de enseñorearse de la capital del principado. [Marginal: Reding y Vives van al encuentro de Saint-Cyr.] Sin embargo en la noche del 11 de diciembre sabedor Vives de que aquel general se había movido el 8 con señales de ir la vuelta de Barcelona, mandó a Don Teodoro Reding que se adelantase hacia Granollers. Recibiéndose posteriormente confirmación del primer aviso, se celebró un consejo de guerra, en el que variando según costumbre los pareceres, no se siguió el de Caldagués que era el más acertado, y según el cual debiera haberse ido al encuentro de Saint-Cyr con la mayor parte de las fuerzas, dejando delante de Barcelona 4000 hombres bien atrincherados. Resolviose pues lo contrario, y solo salió Vives con algunas tropas a unirse a Reding. Ambos generales juntaron 8000 hombres, agregándoseles además los somatenes. Al propio tiempo se previno al marqués de Lazán que separándose de la vanguardia que estaba en Gerona, siguiese la huella del francés, sin atacarle por la espalda hasta que el mismo Vives lo hiciese por el frente, y al coronel Miláns que se apostase con cuatro batallones en Coll-Sacreu para molestar al enemigo si quería echarse del lado de la marina, o si no concurrir con los demás a la acción general que se esperaba. [Marginal: Continúa Saint-Cyr su marcha.] Apremiado el general Saint-Cyr con la urgente necesidad de socorrer a Barcelona, no se empeñó en combatir al marqués de Lazán, quien por su parte esquivó también todo serio reencuentro. En seguida maniobró el general francés para disfrazar su intención, y el 11 preparose a marchar con rapidez y sin embarazos. Así fue que enviando a Figueras la artillería, repartió a sus soldados víveres para cuatro días, distribuyoles a razón de 50 cartuchos, y llevó 150.000 de reserva a lomo de acémilas. El 12 abrió la marcha desde La Bisbal, teniendo en el camino algunos choques con los miqueletes de Don Juan Clarós. Enderezose a Hostalrich, y al llegar a las alturas que le dominan con gran júbilo vio que Vives ni se había aún adelantado hasta allí, ni ocupado las gargantas del río Tordera, en cuyas estrechuras bastando un corto número de hombres para detener a los suyos, hubieran en breve consumido las municiones que consigo traían. Continuó el general Saint-Cyr su marcha, y el 15 para librarse de los fuegos de Hostalrich, dio vuelta a la plaza por un sendero agrio y desconocido, tornando luego a tomar el camino de Barcelona. Salió de Vallgorguina a incomodarle el coronel Miláns, viéndose el general francés obligado a retardar su marcha a causa de las cortaduras practicadas en el desfiladero de treinta pasos. Mas vencidos los obstáculos acampó ya por la noche su ejército al raso a una legua del que mandaba Vives, quien pasando el Cardedeu se había colocado en ventajoso puesto entre Llinas y Villalba. La situación de los franceses, a pesar de las faltas que cometieron los nuestros, no dejaba de ser crítica. Por su frente tenían a Vives, flanqueábalos Miláns a su izquierda, y detrás los seguían Clarós y Lazán. Estaban privados de artillería, escaseábanles los víveres, solamente les quedaban municiones para una hora, y eran sus tropas un conjunto de soldados nuevos de varias naciones. Si Vives hubiera sabido aprovecharse de tales ventajas, quizá se hubiera repetido aquí la jornada de Bailén, y calificádose de intempestivo y temerario el movimiento del general Saint-Cyr, que por su buen éxito mereció el nombre de atrevido y sabio. [Marginal: Batalla de Llinas o Cardedeu.] Amaneció el 16 de diciembre, y el general español aguardaba a sus contrarios colocado en la loma que se levanta después de Cardedeu y Villalba, y termina en la Riera de la Roca. En lo más elevado de ella y a la derecha del camino real situó cinco piezas, dejando dos a la izquierda. Formó su columna en batalla, y desplegó sobre la derecha, que mandaba Reding, ocupando el costado opuesto de la línea el somatén de Vic. Como el objeto del general francés era pasar a toda costa, decidió combatir en una sola columna que rompiese por medio de los españoles. Comenzó el ataque la división de Pino con orden expresa de no desviarse de lo resuelto por el general en jefe, pero en contravención a ello habiendo una de sus brigadas desplegado sobre la izquierda, hubo de comprometer a los franceses en una refriega que hubiera sido su perdición a haberse prolongado. El peligro fue para ellos grande durante algún tiempo. La brigada que había desplegado no solo fue rechazada, mas también ahuyentada, y destrozado uno de sus regimientos por el de Húsares españoles, a cuyo frente estaba el coronel Ibarrola, quedando prisioneros 2 jefes, 15 oficiales y unos 200 soldados. Acudió pronto y oportunamente al remedio el general Saint-Cyr. De un lado hizo que la división Souham contuviese la brigada puesta en desorden, al mismo tiempo que de otro amenazaba la izquierda española, que era la parte más flaca y desguarnecida, disponiendo igualmente que el general Pino con la 2.ª brigada prosiguiese el ataque en columna, y rompiese nuestra línea. Ejecutada la operación a un tiempo y en buena sazón, [Marginal: Son derrotados los españoles.] se cambió la suerte de las armas, y el ejército español fue envuelto y puesto en derrota. Perdiéronse cinco de los siete cañones que había, salvándose los dos por la actividad y presencia de ánimo del teniente Ulzurrun. Nuestra pérdida fue de 500 muertos y de 1000 entre heridos y prisioneros. Mayor la de los franceses, por el daño que al principio experimentaron de la artillería española. Salvose el general Vives a pie y por sendas extraviadas, y el general Reding ayudado de la velocidad de su caballo pudo juntarse a una columna de infantería y caballería que con el mayor orden se retiró por el camino de Granollers a San Cugat. [Marginal: Se retiran al Llobregat.] Allí tomó el mando interinamente dicho general, y se acogió a la derecha del Llobregat, a donde se transfirió el conde del Caldagués, quien aunque salvó la artillería y municiones, tuvo por la priesa que abandonar los inmensos acopios almacenados en Sarriá, los cuales sirvieron de mucho al enemigo. El marqués de Lazán que no tomó parte en la batalla, retrocedió después a Gerona, y el coronel Miláns se mantuvo en Arenys algunos días sin ser molestado. Graves y desgraciadas fueron las resultas de la acción de Llinas o Cardedeu, no tanto por la pérdida de una parte del ejército y por el socorro que introdujeron los franceses en Barcelona, cuanto por el desánimo que causó en los españoles, y los alientos que comunicó a los bisoños y mal seguros soldados del enemigo. [Marginal: Llega Saint-Cyr a Barcelona.] Llegó el general Saint-Cyr el 17 delante de Barcelona. No reinaba entre él y el general Duhesme el mejor acuerdo, mostrándose este descontento con recibir un jefe superior, y al que luego se dirigieron quejas y reclamaciones. Por entonces ansioso Saint-Cyr de perseguir a los españoles no tomó acerca de ellas providencia, [Marginal: Avanza al Llobregat.] y el 20 después de haber dado a sus tropas dos días de descanso, salió para el Llobregat y se situó en la margen izquierda, reforzado su ejército con cinco batallones de la división del general Chabran. [Marginal: Situación de los españoles.] Al otro lado habían reunido los españoles el suyo que con la derrota del 16 y dispersión que ella causó en todas las tropas no ascendía arriba de 10.000 infantes y 900 caballos con artillería numerosa. Allí llegó el general Vives que se había embarcado en Mataró, y que después de aprobar las medidas tomadas en su ausencia pasó a Villafranca para obrar en unión con la junta del principado. Luego que se alejó asomaron los franceses, e indeciso Don Teodoro Reding de si se retiraría o no, consultó al general en jefe que tardó en contestar, haciéndolo al fin de un modo ambiguo, lo cual decidió al primero a sostenerse en su puesto. El ejército español estaba atrincherado en la margen derecha del Llobregat, en las colinas en que rematan las alturas de Ordal, extendiéndose desde San Vicente hasta Pallejá. Mandaba la derecha el brigadier D. Gaspar Gómez de la Serna, la izquierda el mariscal de Campo Cuadrado, manteniéndose Reding juntamente con Caldagués en uno de los reductos que habían levantado en el camino real de Valencia. [Marginal: Batalla de Molins de Rey.] El enemigo al alborear del 21 empezó su ataque. Apostose el general Chabran en Molins de Rey, que estaba a la derecha de los franceses, y de donde la batalla tomó el nombre; vadeando la división del general Pino el Llobregat por San Feliú, al tiempo que Souham con su tropa le cruzaba por San Juan del Pi. Habían en un principio creído los españoles que su izquierda sería la primera atacada, mas cerciorados de lo contrario mejoraron su posición, haciendo los peones acertado fuego. El desaliento no obstante era grande desde la acción de Llinas, y no había corrido suficiente tiempo para que se borrase en la mente del soldado tan funesta impresión. Envolvieron los enemigos la derecha española; arrojáronla sobre el centro, y cayendo unos y otros sobre la izquierda, ya no hubo sino desconcierto, acorralados los nuestros contra el puente de Molins de Rey. [Marginal: Derrota de los españoles y tristes resultas.] A las diez de la mañana llegó Vives solamente para presenciar la destrucción de los suyos. El ejército español estuvo muy expuesto a ser del todo cogido por los franceses, a no haberse los soldados desbandado y tirado cada uno por donde encontró salida. Fue considerable nuestra pérdida, principalmente de jefes: el brigadier la Serna murió en Tarragona de las cuchilladas recibidas; el de Caldagués cayó prisionero y lo mismo varios coroneles. Quedó en poder de los contrarios toda la artillería. Por loable que fuera el deseo que animaba al general Reding, con razón debió tacharse de extrema imprudencia el aventurar una acción con un ejército que además de novel, acababa pocos días antes de ser deshecho y en parte disperso. Así fue que el general Saint-Cyr maniobrando con sumo arte, sin grande esfuerzo desbarató completamente nuestras filas atropellándose unos soldados sobre otros. Aciagas y de trascendencia fueron las resultas. Perdiéronse las armas que arrojaron los infantes, se abandonaron los cuantiosos almacenes que había en el Llobregat, en Villafranca de Panadés y en Villanueva de Sitges, y en fin, deshízose enteramente el ejército. Cataluña quedó casi toda ella a merced del vencedor, que no solo forzó el paso del Bruch para él tan ominoso, sino que también derramó por todas partes el espanto y la desolación. [Marginal: Embarazosa también la situación de Saint-Cyr.] Admiró a algunos que el general Saint-Cyr permaneciese ocioso, alcanzadas tales ventajas, y atribuíanlo a la condición perezosa de que le tachaban. Pero otros motivos obraron en su mente para proceder con lentitud y circunspección. Había en su ejército a pesar de los acopios cogidos mucha escasez por la necesidad de abastecer a Barcelona; el país que le rodeaba estaba ya agotado, la comunicación con Francia no fácil, y los obstáculos mayores cada día por el pronto retoño de la guerra de somatenes, contra cuyos continuos y desparramados esfuerzos se estrellaba la pericia de los generales franceses. [Marginal: Acontecimientos de Tarragona.] Era por cierto situación esta embarazosa para ellos, y de grande ayuda para los españoles, cuyos dispersos se iban allegando a Tarragona. En sus muros alborotose el pueblo, y amenazó de muerte al general Vives, quien para preservarse de una catástrofe casi inevitable, rotos los vínculos de la subordinación, dejó el mando, [Marginal: Sucede Reding a Vives.] que recayó en Don Teodoro Reding, grato a la opinión popular. Poco a poco recobró la autoridad su fuerza, la junta se trasladó a Tortosa, y el nuevo general con actividad y celo empezó a arreglar el ejército, a la sazón descompuesto e insubordinado. Todo anunciaba mejora, mas todo se malogró, como veremos después por la fatal manía de dar batallas, y también por el laudable deseo de socorrer a Zaragoza. [Marginal: Segundo sitio de Zaragoza.] Esta ciudad, si bien ilustró su nombre en el primer sitio, ahora le engrandeció en el segundo, perpetuándole con nuevas proezas y con su imperturbable constancia, en medio de padecimientos y angustias. Situada no lejos de la frontera de Francia temiose contra ella ya en septiembre un nuevo y más terrible acometimiento. [Marginal: Preparativos de defensa.] Palafox como general advertido aprestose a repelerle, fortificando con esmero y en cuanto se podía población tan extensa y descubierta. Encargó la dirección de las obras a Don Antonio Sangenís, ya célebre por lo que trabajó en el primer sitio. El tiempo y los medios no permitían convertir a Zaragoza en plaza respetable. Hubo varios planes para fortalecerla: adoptose como más fácil el de una fortificación provisional, aprovechándose de los edificios que había en su recinto. Por la margen derecha del Ebro se recompuso y mejoró el castillo de la Aljafería, estableciendo comunicación con el Portillo por medio de una doble caponera, y asegurando bastantemente la defensa hasta la Puerta de Sancho. Del otro lado del castillo hasta el puente de Huerva se habían fortificado los conventos intermedios, se había levantado un terraplén revestido de piedra, abierto en partes un foso y construido en el mismo puente un reducto que se denominó del Pilar. De allí un atrincheramiento doble se extendía al monasterio de Santa Engracia, cuyas ruinas se habían grandemente fortalecido. En seguida y hasta el Ebro defendían la ciudad varias obras y baterías, no habiéndose descuidado fortificar el convento de San José, que situado a la derecha de Huerva descubría los ataques del enemigo, y protegía las salidas de los sitiados. En el monte Torrero solo se levantó un atrincheramiento, no creyendo el puesto susceptible de larga resistencia. Por la ribera izquierda del Ebro se resguardó el Arrabal con reductos y flechas, revestidos de ladrillo o adobe, haciendo además cortaduras en las calles y aspillerando las casas. Otro tanto se practicó en la ciudad, tapiando los pisos bajos, atronerando los otros y abriendo comunicaciones por las paredes medianeras. Las quintas y edificios, los jardines y los árboles que en derredor del recinto quedaban aún en pie después de los destrozos del primer sitio, se arrasaron para despejar los contornos. Todos los moradores a porfía y con afanado ahinco coadyuvaron a la pronta conclusión de los trabajos emprendidos. La artillería no era en general de grueso calibre. Había unas 60 piezas de a 16 y 24, sacadas por la mayor parte del canal en donde los franceses las habían arrojado: apenas se hizo uso de los morteros por falta de bombas. Se reservaban en los almacenes provisiones suficientes para alimentar 15.000 hombres durante seis meses; cada vecino tenía un acopio particular para su casa, y los conventos muchas y considerables vituallas. En un principio no se contaba para la defensa sino con 14 o 15.000 hombres: aumentáronse hasta 28.000 con los dispersos de Tudela que se incorporaron a la guarnición. Era segundo de Palafox Don Felipe Saint-March; mandaba la artillería el general Villalba, y los ingenieros el coronel Sangenís. Componíase la caballería de 1400 hombres a las órdenes del general Butrón. [Marginal: Disposiciones de los franceses.] Los franceses después de la batalla de Tudela también se preparaban por su parte a comenzar el sitio, reuniendo en Alagón las tropas y medios necesarios. El mariscal Moncey aguardaba allí con el tercer cuerpo la llegada del quinto que mandaba el mariscal Mortier, destinados ambos a aquel objeto, y ascendiendo sus fuerzas reunidas a 35.000 hombres, sin contar con seis compañías de artillería, ocho de zapadores y tres de minadores que se agregaron. Mandaba la primera el general Dedon, y los ingenieros el general Lacoste. A todos y en jefe debía capitanear el mariscal Lannes, que por indisposición se detuvo algunos días en Tudela. [Marginal: Preséntanse delante de Zaragoza.] Unidos en Alagón el 19 de diciembre los mencionados tercero y quinto cuerpo, presentáronse el 20 delante de Zaragoza, uno por la ribera derecha del Ebro, otro por la izquierda. Antes de formalizar el sitio pensó el mariscal Moncey general en jefe por ausencia de Lannes, en apoderarse del monte Torrero, que resguardaba con 5000 hombres Don Felipe Saint-March. [Marginal: El mariscal Moncey se apodera del monte Torrero.] Para ello al amanecer del 21 coronaron sus tropas las alturas que dominan aquel sitio, al mismo tiempo que distrayendo la atención por nuestra izquierda, se enseñorearon, por la derecha, del puente de la Muela y de la Casa Blanca. Desde allí flanquearon la batería de Buena Vista, en la que volándose un repuesto de granadas con una arrojada por los enemigos, causó desorden y obligó a los nuestros a abandonar el puesto. Entonces Saint-March descubierto por su derecha pegó fuego en Torrero al puente de América, y se replegó al reducto del Pilar, en donde repelidos los enemigos tuvieron que hacer alto. De mal pronóstico era para la defensa de Zaragoza la pérdida de Torrero: en el anterior sitio igual hecho había costado la vida al oficial Falcó: en el actual avínole bien a Saint-March para no ser perseguido la particular protección de Palafox. [Marginal: Son rechazados los franceses en el Arrabal.] Compensose en algo este golpe con lo acaecido en el Arrabal el mismo día. Queriendo tomarle el general Gazan empezó por acometer a los suizos del ejército español que estaban en el camino de Villamayor: superior en número los obligó a retirarse a la torre del Arzobispo, en donde si bien se defendieron con el mayor valor, dándoles ejemplo su jefe Don Adriano Walker, quedaron allí los más muertos o prisioneros. Animados los franceses embistieron tres de las baterías del Arrabal, en cuyo paraje mandaba Don José Manso. Durante cinco horas persistieron en sus acometidas. Infructuosamente llegaron algunos hasta el pie de los cañones del Rastro y el Tejar. El coronel de artillería Don Manuel Velasco que dirigía los fuegos, cubriose aquel día de gloria por su acierto y bizarra serenidad. Mucho igualmente influyó con su presencia Don José de Palafox, que acudía adonde mayor peligro amagaba. El éxito fue muy feliz para los españoles, y el haber sido rechazado el enemigo, así en este como en otros puntos, comunicó aliento a los aragoneses, [Marginal: Intimación a la plaza. (* Ap. n. 7-4.)] y convenció al francés que tampoco en esta ocasión sería ganada de rebate la ciudad de Zaragoza. Por eso recurrió igualmente el mariscal Moncey a la vía de la negociación; mas Palafox desechó su propuesta con ánimo levantado y arrogante.[*] [Marginal: Bloqueo y ataques que preparan los franceses.] Los franceses trataron entonces de establecer un riguroso bloqueo. Del lado del Arrabal el general Gazan inundó el terreno para impedir las salidas de los sitiados, los cuales el 25 al mando de Don Juan O’Neille desalojaron a los enemigos del soto de Mezquita, obligándolos a retirarse hasta las alturas de San Gregorio. Por la derecha del río propuso el general Lacoste tres ataques, uno contra la Aljafería, y los otros dos contra el puente de Huerva y convento de San José, punto que miraban los enemigos como más flaco por no haber detrás en el recinto de la plaza muro terraplenado. Empezaron a abrir la trinchera en la noche del 29 al 30 de diciembre. [Marginal: Salida del general Butrón.] Notando los españoles que avanzaban los trabajos de los sitiadores, se dispusieron el 31 a hacer una salida mandada por el brigadier Don Fernando Gómez de Butrón. Fingiose un ataque en todo lo largo de la línea, enderezándose nuestra gente a acometer la izquierda enemiga. Mas advertido Butrón de que por la llanura que se extiende delante de la Puerta de Sancho se adelantaba una columna francesa, prontamente revolvió sobre ella, y dándole una carga con la caballería la arrolló y cogió 200 prisioneros. Palafox para estimular a la demás tropa, y borrar la funesta impresión que pudieran causar las tristes noticias del resto de España, recompensó a los soldados de Butrón con el distintivo de una cruz encarnada. [Marginal: Reemplaza Junot a Moncey.] El 1.º de enero reemplazó en el mando en jefe al mariscal Moncey el general Junot duque de Abrantes. En aquel día los sitiadores para adelantarse salieron de las paralelas de derecha y centro, perdiendo mucha gente, [Marginal: Sale Mortier para Calatayud.] y el mariscal Mortier, disgustado del nombramiento de Junot, partió para Calatayud con la división del general Suchet, lo cual disminuyó momentáneamente las fuerzas de los franceses. [Marginal: Empieza el bombardeo. Ataques contra San José y reducto del Pilar.] Estos habiendo establecido el 9 ocho baterías, empezaron en la mañana del 10 el bombardeo, y a batir en brecha el reducto del Pilar y el convento de San José, que aunque bien defendido por Don Mariano Renovales, no podía resistir largo tiempo. Era edificio antiguo, con paredes de poco espesor, y que desplomándose, en vez de cubrir dañaban con su caída a los defensores. Hiciéronse sin embargo notables esfuerzos, [Marginal: Manuela Sancho.] sobresaliendo en bizarría una mujer llamada Manuela Sancho, de edad de veinticuatro años, natural de Plenas en la serranía. El 11 dieron los franceses el asalto, teniendo que emplear en su toma las mismas precauciones que para una obra de primer orden. Alojados en aquel convento fueron dueños de la hondonada de Huerva, pero no podían avanzar al recinto de la plaza sin enseñorearse del reducto del Pilar, cuyos fuegos los incomodaban por su izquierda. El 11 también este punto había sido atacado con empeño, sin que los franceses alcanzasen su objeto. Mandaba Don Domingo Larripa, y se señaló con sus acertadas providencias, así como el oficial de ingenieros Don Marcos Simonó, y el comandante de la batería Don Francisco Betbezé. Por la noche hicieron los nuestros una salida que difundió el terror en el campo enemigo, hasta que su ejército vuelto en sí y puesto sobre las armas obligó a la retirada. Arrasado el 15 el reducto, quedando solo escombros y muertos los más de los oficiales que le defendían, fue abandonado entre ocho y nueve de la noche, volando al mismo tiempo el puente de Huerva, en que se apoyaba su gola. [Marginal: Resolución de los moradores.] Entre este y el Ebro del lado de San José no restaba ya a Zaragoza otra defensa sino su débil recinto y las paredes de sus casas; pero habitadas estas por hombres resueltos a pelear de muerte, allí empezó la resistencia más vigorosa, más tenaz y sangrienta. [Marginal: Enfermedades y contagio.] De la determinación de defender las casas nació la necesidad de abandonarlas, y de que se agolpase parte de la población a los barrios más lejanos del ataque, con lo cual crecieron en ellos los apuros y angustias. El bombardeo era espantoso desde el 10, y para guarecerse de él, amontonándose las familias en los sótanos, inficionaban el aire con el aliento de tantos, con la falta de ventilación, y el continuado arder de luces y leña. De ello provinieron enfermedades que a poco se transformaron en horroroso contagio. Contribuyeron a su propagación los malos y no renovados alimentos, la zozobra, el temor, la no interrumpida agitación, las dolorosas nuevas de la muerte del padre, del esposo, del amigo; trabajos que a cada paso martillaban el corazón. Los franceses continuaron sus obras concluyendo el 21 la tercera paralela de la derecha, y entonces fijaron el emplazamiento de contrabaterías y baterías de brecha del recinto de la plaza. Procuraban los españoles por su parte molestar al enemigo con salidas, y ejecutando acciones arrojadas, largas de referir. [Marginal: Temores de los franceses.] No solo padecían los franceses con el daño que de dentro de Zaragoza se les hacía, sino que también andaban alterados con el temor de que de fuera los atacasen cuadrillas numerosas: y se confirmaron en ello con lo acaecido en Alcañiz. Por aquella parte y camino de Tortosa habían destacado para acopiar víveres al general Wathier con 600 caballos y 1200 infantes. [Marginal: Gente que perdieron en Alcañiz.] En su ruta fue este molestado por los paisanos y algunos soldados sueltos, en términos que deseoso de destruirlos los acosó hasta Alcañiz, en cuyas calles los perseguidos y los moradores defendiéronse con tal denuedo que para enseñorearse de la población perdieron los franceses más de 400 hombres. Acrecentose su desasosiego con las voces esparcidas de que el marqués de Lazán y Don Francisco Palafox venían al socorro de Zaragoza; voces entonces falsas, pues Lazán estaba lejos en Cataluña, y su hermano Don Francisco, si bien había pasado a Cuenca a implorar la ayuda del duque del Infantado, no le fue a este lícito condescender con lo que pedía. Daba ocasión al engaño una corta división de 4 a 5000 hombres que Don Felipe Perena, saliendo de Zaragoza, reunió fuera de sus muros, y la cual, ocupando a Villafranca, Leciñena y Zuera, recorría la comarca. Por escasas que fuesen semejantes fuerzas instaba a los franceses destruirlas: cuando no, podían servir de núcleo a la organización de otras mayores. [Marginal: Llegada del mariscal Lannes.] Favoreció a su intento la llegada el 22 de enero del mariscal Lannes. Restablecido de su indisposición acudía este a tomar el mando supremo del tercero y quinto cuerpo, que mandados separadamente por jefes entre sí desavenidos, no concurrían a la formación del sitio con la debida unión y celeridad. Puesto ahora el poder en una sola mano notáronse luego sus efectos. [Marginal: Llama a Mortier.] Por de pronto ordenó Lannes al mariscal Mortier que de Calatayud volviese con la división del general Suchet, y que con ella, y el apoyo de la de Gazan que bloqueaba el Arrabal, [Marginal: Dispersa este a Perena.] marchase al encuentro de la gente de Perena, que los franceses creían ser Don Francisco de Palafox. Aquel oficial dejando hacia Zuera alguna fuerza, replegose con el resto desde Perdiguera, donde estaba, a nuestra Señora de Magallón. Gente la suya nueva y allegadiza, ahuyentáronla fácilmente los franceses de las cercanías de Zaragoza, y pudieron continuar el sitio sin molestia ni diversión de afuera. Redoblando pues su furia contra la ciudad abrieron espaciosa brecha en su recinto, y ya no les quedaba sino pasar el Huerva para intentar el asalto. Construyeron dos puentes, y en la orilla izquierda dos plazas de armas donde se reuniese la gente necesaria al efecto. Los nuestros, sin dejar de defender algunos puntos aislados que les quedaban fuera, perfeccionaban también sus atrincheramientos interiores. [Marginal: Asalto de los franceses al recinto de la ciudad.] El 27 determinaron los enemigos dar el asalto. Dos brechas practicables se les ofrecían, una enfrente del convento de San José, y otra más a la derecha cerca de un molino de aceite que ocupaban. En el ataque del centro habían también abierto una brecha en el convento de Santa Engracia, y por ella y las otras dos corrieron al asalto en aquel día a las doce de la mañana. La campana de la torre nueva avisó a los sitiados del peligro. Todos a su tañido se atropellaron a las brechas. Por la del molino embistieron los franceses, y se encaramaron sin que los detuvieran dos hornillos a que se prendió fuego; mas un atrincheramiento interior y una granizada de balas, metralla y granadas, los forzaron a retirarse, limitándose a coronar con dificultad lo alto de la brecha por medio de un alojamiento. Enfrente de San José, rechazados repetidas veces, consiguieron al fin meterse desde la brecha en una casa contigua, y hubieran pasado adelante a no haberlos contenido la intrepidez de los sitiados. El ataque contra Santa Engracia, si bien al principio ventajoso al enemigo, saliole después más caro que los otros. Tomaron en efecto sus soldados aquel monasterio, enseñoreáronse del convento inmediato de las Descalzas, y enfilando desde él la larga cortina que iba de Santa Engracia al puente de Huerva obligaron a los españoles a abandonarla. Alentados los franceses con la victoria se extendieron hasta la Puerta del Carmen, y llevados de igual ardor los que de ellos guardaban la paralela del centro, acometieron por la izquierda, se hicieron dueños del convento de Trinitarios descalzos, y ya avanzaban a la Misericordia cuando se vieron abrasados con el fuego de dos cañones, y el daño que recibían de calles y casas. Los nuestros persiguiéndolos hicieron una salida, y hasta se metieron en el convento de trinitarios, que fuera otra vez suyo sin el pronto socorro que trajo a los contrarios el general Morlot. Murieron de los franceses 800 hombres, en cuyo número se contaron varios oficiales de ingenieros. [Marginal: Muerte de Sangenís.] Pero de esta clase tuvieron los españoles que llorar al siguiente día la dolorosa pérdida del comandante Don Antonio Sangenís, que fue muerto en la batería llamada Palafox al tiempo que desde ella observaba los movimientos del enemigo. Tenía cuarenta y tres años de edad, y amábanle todos por ser oficial valiente, experimentado y entendido. Y aunque de condición afable, era tal su entereza que desde el primer sitio había dicho: «no se me llame a consejo si se trata de capitular, porque nunca será mi opinión que no podamos defendernos.» [Marginal: Estragos de bombardeo y epidemia.] El bombardeo mientras tanto continuaba sus estragos, siendo mayores los de la epidemia, de que ya morían 350 personas por día, y los hubo en que fallecieron 500. Faltaban los medicamentos, estaban henchidos de enfermos los hospitales, costaba una gallina cinco pesos fuertes, carecíase de carne y de casi toda legumbre. Ni había tiempo ni espacio para sepultar los muertos, cuyos cadáveres hacinados delante de las iglesias, esparcidos a veces y desgarrados por las bombas, ofrecían a la vista espantoso y lamentable espectáculo. Confiado el mariscal Lannes de que en tal aprieto se darían a partido los españoles, sobre todo si eran noticiosos de lo que en otras partes ocurría, [Marginal: Intimación de Lannes. Dicho de Palafox.] envió un parlamento comunicando los desastres de nuestros ejércitos y la retirada de los ingleses. Mas en balde: los zaragozanos nada escucharon; en vez de amilanarse crecía su valor al par de los apuros. Su caudillo, firme como ellos, repetía: «defenderé hasta la última tapia.» [Marginal: Resistencia en casas y edificios.] Los franceses entonces yendo adelante en sus embestidas, inútilmente quisieron el 28 y 29 apoderarse por su derecha de los conventos de San Agustín y Santa Mónica. Tampoco pudieron vencer el obstáculo de una casa intermedia que les quedaba para penetrar en la calle de la Puerta quemada. Lo mismo les sucedió con una manzana contigua a Santa Engracia, empezando entonces a disputarse con encarnizamiento la posesión de cada casa, y de cada piso, y de cada cuarto. [Marginal: Minas de los franceses.] Siendo muy mortífero para los franceses este desconocido linaje de defensa, resolvieron no acometer a pecho descubierto, y emprendieron por medio de minas una guerra terrible y escondida. Aunque en ella les daban su saber y recursos grandes ventajas, no por eso se abatieron los sitiados; y sosteniéndose entre las ruinas y derribos que causaban las minas enemigas, no solo procuraban conservar aquellos escombros, sino que también querían recuperar los perdidos. Intentáronlo aunque en vano con el convento de Trinitarios descalzos. La lid fue porfiada y sangrienta; quedó herido el general francés Rostollant y muertos muchos de sus oficiales. Nuestros paisanos y soldados abalanzábanse al peligro como fieras. [Marginal: Patriotismo y fervor de algunos eclesiásticos.] Y sacerdotes piadosos y atrevidos no cesaban de animarlos con sus lenguas y dar consuelos religiosos a los que caían heridos de muerte, siendo a veces ellos mismos víctima de su fervor. Augusto entonces y grandioso ministerio, que al paso que desempeñaba sus propias y sagradas obligaciones, cumplía también con las que en tales casos y sin excepción exige la patria de sus hijos. A fuerza de empeño y trabajos, y valiéndose siempre de sus minas, se apoderaron los franceses el 1.º de febrero de San Agustín y Santa Mónica, y esperaron penetrar hasta el Coso por la calle de la Puerta quemada; empresa la última que se les malogró con pérdida de 200 hombres. Dolorosa fue también para ellos la toma en aquel día de algunas casas en la calle de Santa Engracia, [Marginal: Muerte del general Lacoste.] cayendo atravesado de una bala por las sienes el general Lacoste, célebre ya en otros nombrados sitios. Sucediole Mr. Rogniat, herido igualmente en el siguiente día. [Marginal: Murmuraciones del ejército francés.] Aunque despacio, y por decirlo así, a palmos, avanzaba el enemigo por los tres puntos principales de su ataque que acabamos de mencionar. Mas como le costaba tanta sangre, excitáronse murmuraciones y quejas en su ejército, las cuales estimularon al mariscal Lannes a avivar la conclusión de tan fatal sitio, acometiendo el Arrabal. [Marginal: Embestida del Arrabal.] Seguía en aquella parte el general Gazan, habiéndose limitado hasta entonces a conservar riguroso bloqueo. Ahora según lo dispuesto por Lannes, emprendió los trabajos de sitio. El 7 de febrero embistieron ya sus soldados el convento de Franciscanos de Jesús a la derecha del camino de Barcelona. Tomáronle después de tres horas de fuego, arrojando de dentro a 200 hombres que le guarnecían; y no pudiendo ir más adelante por la resistencia que los nuestros les opusieron, paráronse allí y se atrincheraron. [Marginal: Los progresos del enemigo en la ciudad.] Trató Lannes al mismo tiempo de que se diesen la mano con este ataque los de la ciudad, y puso su particular conato en que el de la derecha de San José se extendiese por la universidad y Puerta del Sol hasta salir al pretil del río. Tampoco descuidó el del centro, en donde los sitiados defendieron con tal tenacidad unas barracas que había junto a las ruinas del hospital, que según la expresión de uno de los jefes enemigos «era menester matarlos para vencerlos». Allí el sitiador, ayudado de los sótanos del hospital, atravesó la calle de Santa Engracia por medio de una galería, y con la explosión de un hornillo se hizo dueño del convento de San Francisco: hasta que subiendo por la noche al campanario el coronel español Fleury acompañado de paisanos, agujerearon juntos la bóveda y causaron tal daño a los franceses desde aquella altura, que huyeron estos recobrando después a duras penas el terreno perdido. [Marginal: Nuevas murmuraciones del ejército francés.] Los combates de todos lados eran continuos, y aunque los sostenían por nuestra parte hombres flacos y macilentos, ensañábanse tanto, que creciendo las quejas del soldado enemigo, exclamaba: «que se aguardasen refuerzos, si no se quería que aquellas malhadadas ruinas fuesen su sepulcro.» [Marginal: Toma del Arrabal.] Urgía pues a Lannes acabar sitio tan extraño y porfiado. El 18 de febrero volvió a seguirse el ataque del Arrabal; y con horroroso fuego, al paso que de un lado se derribaban frágiles casas, flanqueábase del otro el puente del Ebro para estorbar todo socorro, pereciendo al querer intentarlo el barón de Versages. A las dos de la tarde abierta brecha, penetraron los franceses en el convento de mercenarios llamado de San Lázaro. Fundación del rey don Jaime el Conquistador y edificio grandioso, fue defendido con el mayor valor; y en su escalera, de construcción magnífica, anduvo la lucha muy reñida: perecieron casi todos los que le guarnecían. Ocupado el convento por los franceses, quedó a los demás soldados del Arrabal cortada la retirada. Imposible fue, excepto a unos cuantos, repasar el puente, siendo tan tremendo el fuego del enemigo que no parecía sino que a manera de las del Janto, se habían incendiado las aguas del Ebro. En tamaño aprieto echaron los más de los nuestros por la orilla del río, capitaneándolos el comandante de Guardias españolas Manso; pero perseguidos por la caballería francesa, enfermos, fatigados y sin municiones, tuvieron que rendirse. Con el Arrabal perdieron los españoles entre muertos, heridos y prisioneros 2000 hombres. [Marginal: Furioso ataque que los franceses preparan.] Dueños así los franceses de la orilla izquierda del Ebro, colocaron en batería 50 piezas, con cuyo fuego empezaron a arruinar las casas situadas al otro lado en el pretil del río. Ganaban también terreno dentro de la ciudad, extendiéndose por la derecha del Coso; y ocupado el convento de Trinitarios calzados se adelantaron a la calle del Sepulcro, procurando de este modo concertar diversos ataques. En tal estado, meditando dar un golpe decisivo, habían formado seis galerías de mina que atravesaban el Coso, y cargando cada uno de los hornillos con 3000 libras de pólvora, confiaban en que su explosión causando terrible espanto en los zaragozanos los obligaría a rendirse. [Marginal: Deplorable estado de la ciudad.] No necesitaron los franceses acudir a medio tan violento. Menos eran de 4000 los hombres que en la ciudad podían sustentar las armas, 14.000 estaban postrados en cama, muchos convalecientes y los demás habían perecido al rigor de la epidemia y de la guerra. Desvanecíanse las esperanzas de socorro; [Marginal: Enfermedad de Palafox.] y el mismo general Don José de Palafox, acometido de la enfermedad reinante, tuvo que transmitir sus facultades a una junta que se instaló en la noche del 18 al 19 de febrero. Componíase esta de 34 individuos, siendo su presidente Don Pedro María Ric, regente de la audiencia. Rodeada de dificultades convocó la nueva autoridad a los principales jefes militares, quienes trazando un tristísimo cuadro de los medios que quedaban de defensa, inclinaron los ánimos a capitular. Discutiose no obstante largamente la materia; mas pasando a votación, hubo de los vocales 26 que estuvieron por la rendición, y solo ocho, entre ellos Ric, se mantuvieron firmes en la negativa. En virtud de la decisión de la mayoría, enviose al cuartel general enemigo un parlamento, a nombre de Palafox, aceptando con alguna variación las ofertas que el mariscal Lannes había hecho días antes: pero este por tardía desechó con indignación la propuesta. [Marginal: Propone la junta capitular.] La junta entonces pidió por sí misma suspensión de hostilidades. Aceptó el mariscal francés con expresa condición de que dentro de dos horas se le presentasen sus comisionados a tratar de la capitulación. En el pueblo y entre los militares había un partido numeroso que reciamente se oponía a ella, por lo cual hubo de usarse de precauciones. [Marginal: Conferencia con Lannes.] Fue nombrado para ir al cuartel general francés Don Pedro María Ric con otros vocales. Recibiolos aquel mariscal con desdén y aun desprecio, censurando agriamente y con irritación la conducta de la ciudad, por no haber escuchado primero sus proposiciones. Amansado algún tanto con prudentes palabras de los comisionados, añadió Lannes, «respetaranse las mujeres y los niños, con lo que queda el asunto concluido.» «Ni aun empezado, replicó prontamente mas con serenidad y firmeza Don Pedro Ric, eso sería entregarnos sin condición a merced del enemigo, y en tal caso continuará Zaragoza defendiéndose, pues aún tiene armas, municiones, y sobre todo puños.» [Marginal: Capitulación.] No queriendo sin duda el mariscal Lannes compeler a despecho ánimos tan altivos, reportose aun más, y comenzó a dictar la capitulación. En vano se esforzó Don Pedro Ric por alterar alguna de sus cláusulas o introducir otras nuevas. Fueron desatendidas las más de sus reclamaciones. Sin embargo instando para que por un artículo expreso se permitiese a Don José de Palafox ir a donde tuviese por conveniente, [Marginal: Palabra que da Lannes.] replicó Lannes que nunca un individuo podía ser objeto de una capitulación; pero añadió que empeñaba su palabra de honor de dejar a aquel general entera libertad, así como a todo el que quisiese salir de Zaragoza. Estos pormenores, que es necesario no echar en olvido, han sido publicados en una relación impresa por el mismo Don Pedro María Ric, de cuya boca también nosotros se los hemos oído repetidas veces, mereciendo su dicho entera fe, como de magistrado veraz y respetable. [Marginal: Firma la junta la capitulación.] La junta admitió y firmó el 20 la capitulación, airándose Lannes de que pidiese nuevas aclaraciones; mas de nada sirvió ni aun lo estipulado. [Marginal: Quebrántase por los franceses horrorosamente.] En aquella misma noche la soldadesca francesa saqueó y robó; y si bien pudieran atribuirse tales excesos a la dificultad de contener al soldado después de tan penoso sitio, no admite igual excusa el quebrantamiento de otros artículos, ni la falta de cumplimiento de la palabra empeñada de dejar ir libre a Don José de Palafox. [Marginal: Maltrato dado a Palafox.] Moribundo sacáronle de Zaragoza, a donde tuvieron que volverle por el estado de postración en que se hallaba. Apenas restablecido lleváronle a Francia, y encerrado en Vincennes padeció hasta en 1814 durísimo cautiverio. [Marginal: Muerte de prisioneros, de Boggiero y Sas.] Fueron aun más allá los enemigos en sus demasías y crueldades. Despojaron a muchos prisioneros, mataron a otros y maltrataron a casi todos. Tres días después de la capitulación, a la una de la noche, llamaron de un cuarto inmediato al de Palafox, donde siempre dormía, a su antiguo maestro el padre Don Basilio Boggiero, y al salir se encontró con el alcalde mayor Solanilla, un capitán francés y un destacamento de granaderos que le sacaron fuera sin decirle a dónde le llevaban. Tomaron al paso al capellán Don Santiago Sas, que se había distinguido en el segundo sitio tanto como en el anterior, despidieron a Solanilla, y solos los franceses marcharon con los dos presos al puente de Piedra. Allí matáronlos a bayonetazos, arrojando sus cadáveres al río. Hirieron primero a Sas, y no se oyó de su boca como tampoco de la de Boggiero otra voz que la de animarse recíprocamente a muerte tan bárbara e impensada. Contolo así después y repetidas veces el capitán francés encargado de su ejecución, añadiendo que el mariscal Lannes le había ordenado los matase sin hacer ruido. ¡Atrocidad inaudita! A tal punto el vencedor atropelló en Zaragoza las leyes de la guerra y los derechos sagrados de la humanidad. La capitulación se publicó en la Gaceta de Madrid de 28 de febrero,[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-5.)] nunca en los papeles franceses, sin duda para que se creyese que se había entregado Zaragoza a merced del conquistador, y disculpar así los excesos: como si con capitulación o sin ella pudieran permitirse muchos de los que se cometieron. [Marginal: Entrada de Lannes en Zaragoza.] Fue nombrado el general Laval gobernador de Zaragoza. Hizo el 5 de marzo su entrada solemne Lannes, recibiéndole en la iglesia de nuestra Señora del Pilar [Marginal: P. Santander.] el padre Santander, obispo auxiliar, que ausente en los dos sitios volvió a Zaragoza a celebrar el triunfo de los enemigos de su patria. [Marginal: (* Véase Ap. n. 7-6.) Junot sucede otra vez a Lannes.] Del joyero de aquel templo se sacaron las más preciosas alhajas, pasando a manos de los principales jefes franceses bajo el nombre de regalos que hacía la junta.[*] El mariscal Lannes permaneció en Zaragoza hasta el 14 de marzo que partió a Francia sucediéndole por entonces en el mando el general Junot, duque de Abrantes. Duró el sitio de Zaragoza 62 días; y sin la epidemia, principal ayudadora de los franceses, muchos esfuerzos y tiempo hubieran todavía empleado estos en la conquista. Al capitular solo era suya una cuarta parte de la ciudad, el Arrabal y 13 iglesias o conventos, [Marginal: Pérdidas de unos y de otros. (* Ap. n. 7-7.)] y sin embargo su posesión les había costado tanto trabajo y la pérdida de más de 8000 hombres. Murieron de los españoles en ambos sitios 53.873 personas;[*] el mayor número en el último y de la epidemia. [Marginal: Ruinas de edificios y bibliotecas.] Fueron destruidos con las bombas los más de los edificios. La biblioteca de la universidad, formada con la antigua de los jesuitas y enriquecida con varias dádivas, entre ellas una del ilustre aragonés Don Ramón de Pignatelli, se voló con una mina. Pereció también al final del sitio la del convenio de dominicos de San Ildefonso, fundada por el marqués de la Compuesta secretario de gracia y justicia de Felipe V, en la que había, sin los impresos, más de 2000 curiosos manuscritos. Tan destructora y enemiga de las letras es la guerra, aun hecha por naciones cultas. [Marginal: Juicio sobre este sitio.] Muchos han dudado de si fue o no conveniente defender a Zaragoza; desaprobando otros con más razón el que se hubiesen encerrado tantas tropas en su recinto. Debiérase ciertamente haber acudido al remedio de semejante embarazo, sacando de allí las que se recogieron después de la rota de Tudela o cualesquiera otras: con tal que se hubiera limitado su número a los 14 o 15.000 hombres que antes había, y los cuales unidos al entusiasmado vecindario bastaban para escarmentar de nuevo al enemigo y detenerle largo tiempo delante de sus muros. Mas por lo que toca a la determinación de defender la ciudad, nos parece que fue acertada y provechosa. Los laureles adquiridos en el primer sitio habían dado al nombre de Zaragoza tan mágico influjo, que su pronta y fácil entrega hubiera causado desmayo en toda la nación. De otra parte su resistencia no solo impidió la ocupación de algunas provincias, deteniendo el ímpetu de huestes formidables, sino que también aquellos mismos hombres que tan bravos e impávidos se mostraban guarecidos de las tapias y las casas, no hubieran, inexpertos y en campo raso, podido sostenerse contra la práctica y disciplina de los franceses, mayormente cuando la impaciencia pública forzaba a aventurar imprudentes batallas. Por varios y encontrados que en este punto hayan sido los dictámenes, nunca discordaron ni discordarán en calificar de gloriosísima y extraordinaria la defensa de Zaragoza. El general francés Rogniat, testigo de vista, nos dice con loable imparcialidad:[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-8.)] «La alteza de ánimo que mostraron aquellos moradores, fue uno de los más admirables espectáculos que ofrecen los anales de las naciones después de los sitios de Sagunto y Numancia.» Fuelo en efecto tanto, que en 1814 citose ya su ejemplo a los pueblos de Francia, como digno de imitarse, por aquel mismo Napoleón que antes hubiera querido borrarle de la memoria de los hombres. RESUMEN DEL LIBRO OCTAVO. _José en Madrid. — Felicitaciones. — Sus providencias. — Comisarios regios. — Tropa española. — Junta criminal. — Comisarios de hacienda. — Opinión acerca de José. — Junta central en Sevilla. — Declaración unánime en favor de la causa peninsular de las provincias de América y Asia. — Auxilios que envían. — Decreto de la central sobre América de 22 de enero. — Nuevo reglamento para las juntas provinciales de España. — Tratado con Inglaterra de 9 de enero. — Subsidios de Inglaterra. — Tribunal de seguridad pública. — Centrales enviados a las provincias. — Marqués de Villel en Cádiz. — Los ingleses quieren ocupar la plaza. — Altercados que hubo en ello. — Alboroto en Cádiz. — Conducta extraña de Villel. — Riesgo que corre su persona. — Matan a Heredia. — Sosiégase el alboroto. — Ejércitos. — El de la Mancha. — Ataque de Mora. — Alburquerque y Cartaojal. — Pasa Alburquerque al ejército de Cuesta. — Avanza Cartaojal y se retira. — Acción de Ciudad Real. — Ejército de Extremadura. — Avanza a Almaraz. — Córtase el puente. — Pasan los franceses el Tajo. — Retíranse los nuestros. — Ventajas conseguidas por los españoles. — Únese Alburquerque a Cuesta. — Batalla de Medellín. — Sus resultas. — Determinación de la central. — Venegas sucede a Cartaojal. — Reflexiones. — Comisión de Sotelo. — Respuesta de la central. — Cartas de Sebastiani a Jovellanos y otros. — Cartas de Sebastiani al señor Jovellanos. — Contestación del señor Jovellanos. — Guerra de Austria. — Cataluña. — Alboroto de Lérida. — Reding en Tarragona. — Plan prudente de Martí. — Varíase. — Situación del ejército español. — Le atacan los franceses. — Entran en Igualada. — Movimientos de Saint-Cyr y Reding. — Batalla de Valls. — Entran los franceses en Reus. — Esperanzas de Saint-Cyr. — Salen vanas. — Guerra de somatenes. — Dificultad de las comunicaciones. — Retírase Saint-Cyr de las cercanías de Tarragona. — Pasa por Barcelona. — Estado de la ciudad. — Niéganse las autoridades civiles a prestar juramento. — Prenden a muchos y los llevan a Francia. — Pasa Saint-Cyr a Vic. — Muerte de Reding. — Sucede Coupigny. — Paisanos del Vallés. — Principio de las partidas en todo el reino. — Decreto de la central. — Porlier. — Don Juan Echávarri. — El Empecinado. — Ciudad Rodrigo y Wilson. — Asturias. — La junta. — Ballesteros. — Sus operaciones en Colombres. — Armamento de la provincia. — Worster. — Entran los asturianos en Ribadeo. — Y en Mondoñedo. — Sorprenden y dispersan los franceses a Worster. — Romana. — Su ejército. — Empieza el levantamiento de Galicia. — Mariscal Soult. — Trata de invadir a Portugal. — Inútil tentativa para atravesar el Miño. — Toma Soult hacia Orense. — Insurrección. — Los abades de Couto y Valladares. — El paisanaje molesta a los franceses en su marcha. — Soult y Romana. — Intimación a este. — Es desbaratada la retaguardia española. — Ataca a Villafranca. — Se apodera de la guarnición. — Llega Romana a Oviedo. — Altercado con la junta. — Invade Ney a Asturias. — Kellermann. — Romana se embarca en Gijón. — Saquean los franceses a Oviedo. — Sale Ney de Asturias. — Mahy amenaza a Lugo. — Desbarata al general Fournier. — Pone cerco a la ciudad. — Crece la insurrección de Galicia. — Barrio. — Junta de Lobera. — Sitia a Vigo el abad de Valladares. — Limia. — Tenreiro y el portugués Almeida. — Morillo. — Gogo. — Ríndese Vigo a los españoles. — Bloqueo de Tuy. — Le alzan. — Y evacuan la ciudad los franceses. — Se crea y aumenta la división del Miño. — Mándala Don Martín de la Carrera. — Desbarata a los franceses en el campo de la Estrella. — Campaña de Soult en Portugal. — Entran los franceses en Chaves. — En Braga. — Asoman a Oporto. — Estado de la ciudad. — Éntranla los franceses. — Gran matanza. — Conducta del mariscal Soult. — Pídenle sea rey. — Silveira recobra a Chaves. — Coronel Trant. — Regencia de Portugal. — Cradock y los ingleses. — Beresford manda a los portugueses. — Refuérzase el ejército inglés. — Sir A. Wellesley nombrado general en jefe. — Sus providencias. — Avanza a Coimbra. — Situación de los franceses. — Sociedad secreta de los filadelfos. — Plan de Wellesley. — Se apoderan los ingleses de Oporto. — Apuros de Soult. — Pasa la frontera. — Llega a Lugo. — Levanta Mahy el cerco. — Encuéntrase con Romana en Mondoñedo. — Marcha atrevida de los españoles. — Descontento del soldado con Romana. — Ney y Soult en Lugo. — Conciértanse para destruir el ejército español. — Conde de Noroña 2.º comandante de Galicia. — Acción del Puente de Sampayo. — Soult trata de pasar a Castilla. — Paisanos del Sil. — Quema de varios pueblos. — Romana en Celanova. — Soult en la Puebla de Sanabria. — General Franceschi cogido por el Capuchino. — Situación de Ney. — Mazarredo. — Bazán. — Evacúa Ney a Galicia. — Entra Noroña en la Coruña. — Worster y Bárcena. — Ballesteros pasa a Castilla y a las montañas de Santander. — Ocupa a Santander. — Echanle los franceses y se embarca. — Intrepidez de Porlier. — Marcha admirable del batallón de la Princesa. — Romana en la Coruña. — Sus providencias y negligencia. — Sale a Castilla. — Nombra a Mahy para Asturias. — Nombra a Ballesteros para mandar 10.000 hombres. — Sucédele después en el mando del ejército el duque del Parque. — Fin de este libro. — Parangón de la guerra de Austria y España. — Previsión notable de Pitt._ HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN de España. LIBRO OCTAVO. [Marginal: José en Madrid.] Habiendo la suerte favorecido tan poderosamente las armas francesas, pareció a muchos estar ya afianzada la corona de España en las sienes de José Bonaparte. Aumentose así el número de sus parciales, y ora por este motivo, y ora sobre todo por exigirlo el conquistador, acudieron sucesivamente a la corte a felicitar al nuevo rey diputaciones de los ayuntamientos y cuerpos de los pueblos sojuzgados. [Marginal: Felicitaciones.] Esmeráronse algunas en sus cumplidos, y no quedaron en zaga las que representaban a los cabildos eclesiásticos y a los regulares, con la esperanza sin duda estos de parar el golpe que los amagaba. Mostráronse igualmente adictos varios obispos, y en tanto grado que dio contra ellos un decreto la junta central,[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-1.)] coligiéndose de ahí que si bien la mayoría del clero español como la de la nación estuvo por la causa de la independencia, no fue exclusivamente aquella clase ni el fanatismo, según queda ya apuntado, la que le dio impulso, sino la justa indignación general. Corrobórase esta opinión al ver que entre los eclesiásticos que abrazaron el partido de José, contáronse muchos de los que pasaban plaza de ignorantes y preocupados. Tan cierto es que en las convulsiones políticas el acaso, el error, el miedo colocan como a ciegas en una y otra parcialidad a varios de los que siguen sus opuestas banderas: motivos que reclaman al final desenlace recíproca indulgencia. [Marginal: Sus providencias.] José luego que entró en Madrid en vano procuró tomar providencias que volviendo la paz y orden al reino, cautivasen el ánimo de sus nuevos súbditos. Ni tenía para ello medios bastantes, ni era fácil que el pueblo español lastimado hasta en lo más hondo de su corazón, escuchase una voz que a su entender era fingida y engañosa. Desgraciada por lo menos fue y de mal sonido la primera que resonó en los templos, y que se transmitió por medio de una circular fecha en 24 de enero. Ordenábase en su contenido con promesa de la futura evacuación de los franceses cantar en todos los pueblos un Te Deum en acción de gracias por las victorias que había en la península alcanzado Napoleón, que era como obligar a los españoles a celebrar sus propias desdichas. [Marginal: Comisarios regios.] Al mismo tiempo salieron para las provincias con el título de comisarios regios sujetos de cuenta a restablecer el orden y las autoridades, predicar la obediencia y representar en todo y extraordinariamente la persona del monarca. Hubo de estos quienes trataron de disminuir los males que agobiaban a los pueblos; hubo otros que los acrecentaron desempeñando su encargo en provecho suyo y con acrimonia y pasión. Su influjo no obstante era casi siempre limitado, teniendo que someterse a la voluntad varia y antojadiza de los generales franceses. Solo en Madrid se guardaba mayor obediencia al gobierno de José, y solo con los recursos de la capital y sobre todo con los derechos cobrados a la entrada de puertas podía aquel contar para subvenir a los gastos públicos. Estos en verdad no eran grandes, ciñéndose a los del gobierno supremo, pues ni corría de su cuenta el pago del ejército francés, ni tenía aun tropa ni marina española que aumentasen los presupuestos del estado. [Marginal: Tropa española.] Sin embargo fue uno de sus primeros deseos formar regimientos españoles. La derrota de Uclés y las que la siguieron, proporcionaron a las banderas de José algunos oficiales y soldados. Pero los madrileños miraban a estos individuos con tal ojeriza y desvío, tiznándolos con el apellido de jurados, que no pudo al principio el gobierno intruso enregimentar ni un cuerpo completo de españoles. Apenas se veía el soldado vestido y calzado y repuesto de sus fatigas, pasaba del lado de los patriotas, y no parecía sino que se había separado temporalmente de sus filas para recobrar fuerzas, y empuñar armas que le volviesen la estimación perdida. Por eso ya en enero dieron en Madrid un decreto riguroso contra los ganchos y seductores de soldados y paisanos que de nada sirvió, empeñando este género de medidas en actos arbitrarios y de cada vez más odiosos cuando la opinión se muestra contraria y universal. [Marginal: Junta criminal.] Así fue que en 16 de febrero creó el gobierno de José una junta criminal extraordinaria compuesta de cinco alcaldes de corte, la cual entendiendo en las causas de asesinos y ladrones, debía también juzgar a los patriotas. En el decreto [*] [Marginal: (* Ap. n. 8-2.)] de su creación confundíanse estos bajo el nombre de revoltosos, sediciosos y esparcidores de malas nuevas, y no solo se les imponía a todos la misma pena, sino también a los que usasen de puñal o rejón. Espantosa desigualdad, mayormente si se considera que la pena impuesta era la de horca, la cual según la expresión del decreto _había de ser ejecutada irremisiblemente y sin apelación_. Y como si tan destemplado rigor no bastase, añadíase en su contexto que aquellos a quienes no se probase del todo su delito, quedarían a disposición del ministro de policía general para enviarlos a los tribunales ordinarios, y ser castigados con penas extraordinarias, conforme a la calidad de los casos y de las personas. Muchos perjuicios se siguieron de estas determinaciones: varias fueron las víctimas, teniendo que llorar entre ellas a un abogado respetable de nombre Escalera, cuyo delito se reducía a haber recibido cartas de un hijo suyo que militaba del lado de los patriotas. Su infausta suerte esparció en Madrid profunda consternación. Don Pablo Arribas, hombre de algunas letras, despierto, pero duro e inflexible, y que siendo ministro de policía promovía con ahinco semejantes causas, fue tachado de cruel y en extremo aborrecido, como varios de los jueces del tribunal criminal extraordinario: suerte que cabrá siempre a los que no obren muy moderadamente en el castigo de los delitos políticos, que por lo general solo se consideran tales en medio de la irritación de los ánimos, soliendo luego absolverlos la fortuna. A las medidas de severidad del gobierno de José acompañaron o siguieron algunas benéficas que sucesivamente iremos notando. Su establecimiento sin embargo fue lento o nunca tuvo otro efecto que el de estamparse en la colección de sus decretos. [Marginal: Comisarios de hacienda.] Inútilmente se mandó en 24 de abril que no se impusieran contribuciones extraordinarias en las provincias sometidas, nombrando comisarios de hacienda que lo evitasen y diesen principio a arreglar debidamente aquel ramo. El continuo paso y mudanza de tropas francesas, la necesidad y la codicia y malversación de ciertos empleados impedían el cumplimiento de bien ordenadas providencias, y achacábanse a veces al gobierno intruso los daños y males que eran obra de las circunstancias. Por lo demás nunca hubo, digámoslo así, un plan fijo de administración, destruido casi en sus cimientos el antiguo, y no adoptado aún el que había de emanar de la constitución de Bayona. [Marginal: Opinión acerca de José.] José por su parte entregado demasiadamente a los deleites, poco respetado de los generales franceses, y desairado con frecuencia por su hermano, no crecía en aprecio a los ojos de la mayoría española, que le miraba como un rey de bálago, sujeto al capricho, a la veleidad y a los intereses del gabinete de Francia. Con lo cual si bien las victorias le granjeaban algunos amigos, ni su gobierno se fortalecía, ni la confianza tomaba el conveniente arraigo. [Marginal: Junta central en Sevilla.] Menos afortunada que José en las armas, fuelo más la junta central en el acatamiento y obediencia que le rindieron los pueblos. Sin que la tuviesen grande afición, censurando a veces con justicia muchas de sus resoluciones, la respetaban y cumplían sus órdenes como procedentes de una autoridad que estimaban legítima. José Bonaparte no era dueño sino de los pueblos en que dominaban las tropas francesas: la central éralo de todos, aun de los ocupados por el enemigo, siempre que podían burlar la vigilancia de los que apellidaban opresores. Tranquila en su asiento de Sevilla apareció allí con más dignidad y brillo, dándole mayor realce la declaración en favor de la causa peninsular que hicieron las provincias de América y Asia. [Marginal: Declaración unánime en favor de la causa peninsular de las provincias de América y Asia.] A imitación de las de Europa levantaron estas un grito universal de indignación al saber los acontecimientos de Bayona y el alzamiento de la península. Los habitantes de Cuba, Puerto Rico, Yucatán y el poderoso reino de Nueva España pronunciáronse con no menor unión y arrebatamiento que sus hermanos de Europa. En la ciudad de México, después de recibir pliegos de los diputados de Asturias en Londres y de la junta de Sevilla, celebrose en 9 de agosto de 1808 una reunión general de las autoridades y principales vecinos, en la que reconociendo a todas y a cada una de las juntas de España, se juró no someterse a otro soberano más que a Fernando VII y a sus legítimos sucesores de la estirpe real de Borbón, comprometiéndose a ayudar con el mayor esfuerzo tan sagrada causa. En las islas se entusiasmaron a punto de recobrar en noviembre de aquel año la parte española de Santo Domingo cedida a Francia por el tratado de Basilea. Idénticos fueron los sentimientos que mostraron sucesivamente Tierra Firme, Buenos Aires, Chile, el Perú y Nueva Granada. Idénticos los de todas las otras provincias de una y otra América española, cundiendo rápidamente hasta las remotas islas Filipinas y Marianas. Y si los agravios de Madrid y Bayona tocaron por su enormidad en inauditos, también es cierto que nunca presentó la historia del mundo un compuesto de tantos millones de hombres esparcidos por el orbe en distintos climas y lejanas regiones que se pronunciasen tan unánimemente contra la iniquidad y violencia de un usurpador extranjero. [Marginal: Auxilios que envían.] Ni se limitó la declaración a vanos clamores, ni su expresión a estudiadas frases: acompañaron a uno y a otro cuantiosos donativos que fueron de gran socorro en la deshecha tormenta de fines del año de 8 y principios del 9. El laborioso catalán, el gallego, el vizcaíno, los españoles todos que a costa de sudor y trabajo habían allí acumulado honroso caudal, apresuráronse a prodigar socorros a su patria ya que la lejanía no les permitía servirla con sus brazos. El natural de América también siguió entonces el impulso que le dieron sus padres,[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-3.)] y no menos que doscientos ochenta y cuatro millones de reales vinieron para el gobierno de la central en el año de 1809. De ellos casi la mitad consistió en dones gratuitos o anticipaciones, estando las arcas reales muy agotadas con las negociaciones y derroche del tiempo de Carlos IV. [Marginal: Decreto de la central sobre América de 22 de enero. (* Ap. n. 8-3 bis.)] Tan desinteresado y general pronunciamiento provocó en la central el memorable decreto [*] de 22 de enero, por el cual declarándose que no eran los vastos dominios españoles de Indias propiamente colonias sino parte esencial e integrante de la monarquía, se convocaba para representarlos a individuos que debían ser nombrados al efecto por sus ayuntamientos. Cimentáronse sobre este decreto todos los que después se promulgaron en la materia, y conforme a los cuales se igualaron en un todo con los peninsulares los naturales de América y Asia. Tal fue siempre la mente y aun la letra de la legislación española de Indias, debiendo atribuirse el olvido en que a veces cayó a las mismas causas que destruyeron y atropellaron en España sus propias y mejores leyes. La lejanía, lo tarde que a algunas partes se comunicó el decreto e impensados embarazos no permitieron que oportunamente acudiesen a Sevilla los representantes de aquellos paises, reservándose novedad de tamaña importancia para los gobiernos que sucedieron a la junta central. [Marginal: Nuevo reglamento para las juntas provinciales de España.] Otros cuidados de no menor interés ocuparon a esta al comenzar el año de 1809. Fue uno de los primeros dar nueva planta a las juntas provinciales de donde se derivaba su autoridad, formando un reglamento con fecha de 1.º de enero según el cual se limitaban las facultades que antes tenían, y se dejaba solo a su cargo lo respectivo a contribuciones extraordinarias, donativos, alistamiento, requisiciones de caballos y armamento. Reducíase a nueve el número de sus individuos, se despojaba a estos de parte de sus honores, y se cambiaba la antigua denominación de juntas supremas en la de _superiores provinciales de observación y defensa_. También se encomendaba a su celo precaver las asechanzas de personas sospechosas, y proveer a la seguridad y apoyo de la central; encargo, por decirlo de paso, a la verdad extraño, poner su defensa en manos de autoridades que se deprimían. Aunque muchos aprobaron y en lo general se tuvo por justo circunscribir las facultades de las juntas, causó gran desagrado el artículo 10 del nuevo reglamento, según el cual se prohibía el libre uso de la imprenta, no pareciendo sino que al extenderse no estaba aún yerto el puño de Floridablanca. Alborotáronse varias juntas con la reforma, y la de Sevilla se enojó sobremanera, y a punto que suscitó la cuestión de renovar cada seis meses uno de sus individuos en la central, y aun llegó a dar sucesor al conde de Tilly. Encendiéndose más y más las contestaciones, suspendiose el nuevo reglamento, y nunca tuvo cumplido efecto ni en todas las provincias ni en todas sus partes. Quizá obró livianamente la central en querer arreglar tan pronto aquellas corporaciones mayormente cuando los acontecimientos de la guerra cortaban a veces la comunicación con el gobierno supremo; pero al mismo tiempo fueron muy reprensibles las juntas que movidas de ambición dieron lugar en aquellos apuros a altercados y desabrimientos. [Marginal: Tratado con Inglaterra de 9 de enero.] Señalose también la entrada del año de 1809 con estrechar de un modo solemne las relaciones con Inglaterra. Hasta entonces las que mediaban entre ambos gobiernos eran francas y cordiales, pero no estaban apoyadas en pactos formales y obligatorios. Túvose pues por conveniente darles mayor y verdadera firmeza, concluyendo en 9 de enero en Londres un tratado de paz y alianza. Según su contenido se comprometió Inglaterra a asistir a los españoles con todo su poder; y a no reconocer otro rey de España e Indias sino a Fernando VII, a sus herederos o al legítimo sucesor que la nación española reconociese; y por su parte la junta central se obligó a no ceder a Francia porción alguna de su territorio en Europa y demás regiones del mundo, no pudiendo las partes contratantes concluir tampoco paz con aquella nación sino de común acuerdo. Por un artículo adicional se convino en dar mutuas y temporales franquicias al comercio de ambos estados, hasta que las circunstancias permitiesen arreglar sobre la materia un tratado definitivo. Quería entonces la central entablar uno de subsidios más urgente que ningún otro; pero en vano lo intentó. [Marginal: Subsidios de Inglaterra.] Los que España había alcanzado de Inglaterra habían sido cuantiosos, si bien nunca se elevaron, sobre todo en dinero, a lo que muchos han creído. De las juntas provinciales solo las de Galicia, Asturias y Sevilla recibieron cada una 20.000.000 de reales vellón, no habiendo llegado a manos de las otras cantidad alguna, por lo menos notable. Entregáronse a la central 1.600.000 rs. en dinero, y en barras 20.000.000 de la misma moneda. A sus continuas demandas respondía el gobierno británico que le era imposible tener pesos fuertes si España no abría al comercio inglés mercados en América, por cuyo medio y en cambio de géneros y efectos de su fabricación le darían plata aquellos naturales. Por fundada que fuera hasta cierto punto dicha contestación, desagradaba al gobierno español, que con más o menos razón estaba persuadido de que con la facilidad adquirida desde el principio de la guerra de introducir en la península mercaderías inglesas, de donde se difundían a América, volvía a Inglaterra el dinero anticipado a los españoles, o invertido en el pago de sus propias tropas, siendo contados los retornos de otra especie que podía suministrar España. Lo cierto es que la junta central con los cortos auxilios pecuniarios de Inglaterra, y limitada en sus rentas a los productos de las provincias meridionales, invirtiendo las otras los suyos en sus propios gastos, difícilmente hubiera levantado numerosos ejércitos sin el desprendimiento y patriotismo de los españoles, y sin los poderosos socorros con que acudió América, principalmente cuando dentro del reino era casi nulo el crédito, y poco conocidos los medios de adquirirle en el extranjero. Levantáronse clamores contra la central respecto de la distribución de fondos, y aun acusáronla de haber malversado algunos. Probable es que en medio del trastorno general, y de resultas de batallas perdidas y de dispersiones haya habido abusos y ocultaciones hechas por manos subalternas, mas injustísimo fue atribuir tales excesos a los individuos del gobierno supremo que nunca manejaron por sí caudales, y cuya pureza estaba al abrigo en casi todos hasta de la sospecha. A los ojos del vulgo siempre aparecen abultados los millones, y la malevolencia se aprovecha de esta propensión a fin de ennegrecer la conducta de los que gobiernan. En la ocasión actual eran los gastos harto considerables para que no se consumiese con creces lo que entró en el erario. [Marginal: Tribunal de seguridad pública.] A modo del tribunal criminal de José creó asimismo la central uno de seguridad pública que entendiese en los delitos de infidencia, y aunque no tan arbitrario como aquel en la aplicación y desigualdad de las penas, reprobaron con razón su establecimiento los que no quieren ver rotos bajo ningún pretexto los diques que las leyes y la experiencia han puesto a las pasiones y a la precipitación de los juicios humanos. Ya en Aranjuez se estableció dicho tribunal con el nombre de extraordinario de vigilancia y protección; y aun se nombraron ministros por la mayor parte del consejo que le compusieran; mas hasta Sevilla y bajo otros jueces no se vio que ejerciese su terrible ministerio. Afortunadamente rara vez se mostró severo e implacable. Dirigió casi siempre sus tiros contra algunos de los que estaban ausentes y abiertamente comprometidos, respondiendo en parte a los fallos de la misma naturaleza que pronunciaba el tribunal extraordinario de Madrid. Solo impuso la pena capital a un ex guardia de corps que se había pasado al enemigo, y en abril de 1809 mandó ajusticiar en secreto, exponiéndolos luego al público, a Luis Gutiérrez y a un tal Echevarría, su secretario, mozo de entendimiento claro y despejado. El Gutiérrez había sido fraile y redactor de una gaceta en español que se publicaba en Bayona, y el cual con su compañero llevaba comisión para disponer los ánimos de los habitantes de América en favor de José. Encontráronles cartas del rey Fernando y del infante Don Carlos que se tuvieron por falsas. Quizá no fue injusta la pena impuesta, según la legislación vigente, pero el modo y sigilo empleado merecieron con razón la desaprobación de los cuerdos e imparciales. [Marginal: Centrales enviados a las provincias.] Tampoco reportó provecho el enviar individuos de la central a las provincias, de cuya comisión hablamos en el libro sexto. La junta intitulándolos comisarios, los autorizó para presidir a las provinciales y representarla con la plenitud de sus facultades. Los más de ellos no hicieron sino arrimarse a la opinión que encontraron establecida, o entorpecer la acción de las juntas, no saliendo por lo general de su comisión ninguna providencia acertada ni vigorosa. Verdad es que siendo, conforme queda apuntado, pocos entre los individuos de la central los que se miraban como prácticos y entendidos en materias de gobierno, quedáronse casi siempre los que lo eran en Sevilla, yendo ordinariamente a las provincias los más inútiles y limitados. [Marginal: Marqués de Villel en Cádiz.] Fue de este número el marqués de Villel: enviado a Cádiz para atender a su fortificación, y desarraigar añejos abusos en la administración de la aduana, provocó por su indiscreción y desatentadas providencias un alboroto que a no atajarse con oportunidad, hubiera dado ocasión a graves desazones. Como este acontecimiento se rozó con otro que por entonces y en la misma ciudad ocurrió con los ingleses, será bien que tratemos a un tiempo de entrambos. [Marginal: Los ingleses quieren ocupar la plaza.] Luego que el gobierno británico supo las derrotas de los ejércitos españoles, y temiendo que los franceses invadiesen las Andalucías, pensó poner al abrigo de todo rebate la plaza de Cádiz, y enviar tropas suyas que la guarneciesen. Para el recibimiento de estas y para proveer en ello lo conveniente envió allí a Sir Jorge Smith con la advertencia, según parece, de solo obrar por sí en el caso de que la junta central fuese disuelta, o de que se cortasen las comunicaciones con el interior. No habiendo sucedido lo que recelaba el ministerio inglés, y al contrario estando ya en Sevilla el gobierno supremo, de repente y sin otro aviso notició el Sir Jorge al gobernador de Cádiz como S. M. B. le había autorizado para exigir que se admitiese dentro de la plaza guarnición inglesa: escribiendo al mismo tiempo a Sir Juan Cradock general de su nación en Lisboa, a fin de que sin tardanza enviase a Cádiz parte de las tropas que tenía a sus órdenes. Advertida la junta central de lo ocurrido, extrañó que no se la hubiera de antemano consultado en asunto tan grave, y que el ministro inglés Mr. Frere no le hubiese hecho acerca de ello la más leve insinuación. Resentida, dióselo a entender con oportunas reflexiones, previniendo al marqués de Villel su representante en Cádiz y al gobernador, que de ningún modo permitiesen a los ingleses ocupar la plaza, guardando no obstante en la ejecución de la orden el miramiento debido a tropas aliadas. [Marginal: Altercados que hubo en ello.] A poco tiempo y al principiar febrero llegaron a la bahía gaditana con el general Mackenzie dos regimientos de los pedidos a Lisboa, y súpose también entonces por el conducto regular cuáles eran los intentos del gobierno inglés. Este confiado en que la expedición de Moore no tendría el pronto y malhadado término que hemos visto, quería, conforme manifestó, trasladar aquel ejército o bien a Lisboa, o bien al mediodía de España; y para tener por esta parte un punto seguro de desembarco, había resuelto enviar de antemano a Cádiz al general Sherbrooke con 4000 hombres que impidiesen una súbita acometida de los franceses. Así se lo comunicó Mr. Frere a la junta central, y así en Londres Mr. Canning al ministro de España Don Juan Ruiz de Apodaca, añadiendo que S. M. B. deseaba que el gobierno español examinase si era o no conveniente dicha resolución. Parecían contrarios a los anteriores procedimientos de Sir George Smith los pasos que en la actualidad se daban, y disgustábale a la central que después de haber desconocido su autoridad se pidiese ahora su dictamen y consentimiento. No pensaba que Smith se hubiese excedido de sus facultades según se le aseguró, y más bien presumió que se achacaba al comisionado una culpa que solo era hija de resoluciones precipitadas, sugeridas por el temor de que los franceses conquistasen en breve a España. Siguiéronse varias contestaciones y conferencias que se prolongaron bastantemente. [Marginal: (* Ap. n. 8-4.)] La junta mantúvose firme y con decoro, y terminó el asunto por medio de una juiciosa nota [*] pasada en 1.º de marzo, de cuyas resultas diose otro destino a las tropas inglesas que iban a ocupar a Cádiz. [Marginal: Alboroto en Cádiz.] Al propio tiempo y cuando aún permanecían en su bahía los regimientos que trajo el general Mackenzie, se suscitó dentro de aquella plaza el alboroto arriba indicado, cuya coincidencia dio ocasión a que unos le atribuyesen a manejos de agentes británicos, y otros a enredos y maquinaciones de los parciales de los franceses; estos para impedir el desembarco e introducir división y cizaña, aquellos para tener un pretexto de meter en Cádiz las tropas que estaban en la bahía. Así se inclina el hombre a buscar en origen oscuro y extraordinario la causa de muchos acontecimientos. En el caso presente se descubre fácilmente esta en el interés que tenían varios en conservar los abusos que iba a desarraigar el marqués de Villel; en los desacordados procedimientos del último y en la suma desconfianza que a la sazón reinaba. [Marginal: Conducta extraña de Villel.] El marqués en vez de contentarse con desempeñar sus importantes comisiones, se entrometió en dar providencias de policía subalterna, o solo propias del recogimiento de un claustro. Prohibía las diversiones, censuraba el vestir de las mujeres, perseguía a las de conducta equívoca, o a las que tal le parecían, dando pábulo con estas y otras medidas no menos inoportunas a la indignación pública. En tal estado bastaba el menor incidente para que de las hablillas y desabrimientos se pasase a una abierta insurrección. Presentose con la entrada en Cádiz el 22 de febrero de un batallón de extranjeros compuesto de desertores polacos y alemanes. Desagradaba a los gaditanos que se metiesen en la plaza aquellos soldados, a su entender poco seguros: con lo que los enemigos de la central y los de Villel que eran muchos, soplando el fuego, tumultuaron la gente que se encaminó a casa del marqués para leer un pliego sospechoso a los ojos del vulgo, y el cual acababa de llegar al capitán del puerto. Manifestose el contenido a los alborotados, y como se limitase este a una orden para trasladar los prisioneros franceses de Cádiz a las islas Baleares, aquietáronse por de pronto, [Marginal: Riesgo que corre su persona.] más luego arreciando la conmoción fue llevado el marqués con gran peligro de su persona a las casas consistoriales. Crecieron las amenazas, y temerosos algunos vecinos respetables de que se repitiese la sangrienta y deplorable escena de Solano, acudieron a libertar al angustiado Villel acompañados del gobernador D. Félix Jones y de Fr. Mariano de Sevilla, guardián de capuchinos, que ofreció custodiarle en su convento. De entre los amotinados salieron voces de que los ingleses aprobaban la sublevación, y teniéndolas por falsas rogó el gobernador Jones al general Mackenzie que las desvaneciese, en cuyo deseo condescendió el inglés. Con lo cual, y con fenecer el día se sosegó por entonces el tumulto. A la mañana siguiente publicó el gobernador un bando que calmase los ánimos; más enfureciéndose de nuevo el populacho quiso forzar la entrada del castillo de santa Catalina, y matar al general Caraffa que con otros estaba allí preso. Púdose afortunadamente contener con palabras a la muchedumbre, entre la que hallándose ciertos contrabandistas, [Marginal: Matan a Heredia.] revolvieron sobre la Puerta del mar, cogieron a Don José Heredia, comandante del resguardo, contra quien tenían particular encono, y le cosieron a puñaladas. [Marginal: Sosiégase el alboroto.] La atrocidad del hecho, el cansancio y los ruegos de muchos calmaron al fin el tumulto, prendiendo los voluntarios de Cádiz a unos cuantos de los más desasosegados. [Marginal: Ejércitos.] Afligían a los buenos patricios tan tristes y funestas ocurrencias, sin que por eso se dejase de continuar con la misma constancia en el santo propósito de la libertad de la patria. La central ponía gran diligencia en reforzar y dar nueva vida a los ejércitos que habiéndose acogido al mediodía de España le servían de valladar. En febrero del apellidado del centro y de la gente que el marqués del Palacio y después el conde de Cartaojal habían reunido en la Carolina, formose solo uno, según insinuamos, a las órdenes del último general. En Extremadura prosiguió Don Gregorio de la Cuesta juntando dispersos y restableciendo el orden y la disciplina para hacer sin tardanza frente al enemigo. De cada uno de estos dos ejércitos y de sus operaciones hablaremos sucesivamente. [Marginal: El de la Mancha.] El que mandaba Cartaojal, ahora llamado de la Mancha, constaba de 16.000 infantes y más de 3000 caballos. Los que de ellos se reunieron en la Carolina tuvieron más tiempo de arreglarse; y la caballería numerosa y bien equipada, si no tenía la práctica y ejercicios necesarios, por lo menos sobresalía en sus apariencias. Debían darse la mano las operaciones de este ejército con las del general Cuesta en Extremadura, y ya antes de ser separado del mando del ejército del centro el duque del Infantado, se había convenido en febrero entre él y el de Cartaojal hacer un movimiento hacia Toledo, que distrajese parte de las fuerzas enemigas que intentaban cargar a Cuesta. Con este propósito púsose a las órdenes del duque de Alburquerque, encargado del mando de la vanguardia del ejército del centro después de la batalla de Uclés, una división formada con soldados de aquel y con otros del de la Carolina; constando en todo de 9000 infantes, 2000 caballos y 10 piezas de artillería. [Marginal: Ataque de Mora.] Era el de Alburquerque mozo valiente, dispuesto para este género de operaciones. Encaminose por Ciudad Real y el país quebrado y de bosque espeso llamado la Gualdería, y se acercó a Mora que ocupaba con 500 a 600 dragones franceses el general Dijon. Aunque por equivocación de los guías y cierto desarreglo que casi siempre reinaba en nuestras marchas, no había llegado aún toda la gente de Alburquerque, particularmente la infantería, determinó este atacar a los enemigos el 18 de febrero: los cuales advertidos por el fuego de las guerrillas españolas evacuaron la villa de Mora, y solo fueron alcanzados camino de Toledo. Acometiéronlos con brío nuestros jinetes, señaladamente los regimientos de España y Pavía, mandados por sus coroneles Gámez y príncipe de Anglona, y acosándolos de cerca se cogieron unos 80 hombres, equipajes y el coche del general Dijon. Avisados los franceses de las cercanías de tan impensado ataque, comenzaron a reunir fuerzas considerables, de lo que temeroso Alburquerque se replegó a Consuegra en donde permaneció hasta el 22. En dicho día se descubrieron los franceses por la llanura que yace delante de la villa, y desde las nueve de la mañana estuvo jugando de ambos lados la artillería, hasta que a las tres de la misma tarde sabedor Alburquerque de que 11.000 infantes y 3000 caballos venían sobre él, creyó prudente replegarse por la Cañada del puerto de Gineta. No siguió el enemigo, parándose en el bosque de Consuegra, y los españoles se retiraron a Manzanares descansadamente. Infundió esta excursión, aunque de poca importancia, seguridad en el soldado, y hubiera podido ser comienzo de otras que le hiciesen olvidar las anteriores derrotas y dispersiones. [Marginal: Alburquerque y Cartaojal.] Pero en vez de pensar los jefes en llevar a cabo tan noble resolución, entregáronse a celos y rencillas. El de Alburquerque fundadamente insistía en que se hiciesen correrías y expediciones para adiestrar y foguear la tropa; mas, inquieto y revolvedor, sustentaba su opinión de modo que, enojando a Cartaojal, mirábale este con celosa ojeriza. En tanto los franceses habían vuelto a sus antiguas posiciones, y fortaleciéndose en el ejército español y cundiendo el dictamen de Alburquerque, aparentó el general en jefe adherir a él; determinando que dicho duque fuese con 2000 jinetes la vuelta de Toledo, en donde los enemigos tenían 4000 infantes y 1500 caballos. Dobladas fuerzas que las que estos tenían había pedido aquel para la expedición, único medio de no aventurar malamente tropas bisoñas como lo eran las nuestras. Por lo mismo juzgó con razón el de Alburquerque que la condescendencia del conde de Cartaojal no era sino imaginada traza para comprometer su buena fama; con lo cual creciendo entre ambos la enemistad, acudieron con sus quejas a la central, sacrificando así a deplorables pasiones la causa pública. [Marginal: Pasa Alburquerque al ejército de Cuesta.] Se aprobó en Sevilla el plan del duque, pero debiendo aumentarse el ejército de Cuesta con parte del de la Mancha, por haber engrosado el suyo en Extremadura los franceses, aprovechose Cartaojal de aquella ocurrencia para dar al de Alburquerque el encargo de capitanear las divisiones de los generales Bassecourt y Echávarri, destinadas a dicho objeto. Mas compuestas ambas de 3500 hombres y 200 caballos, advirtieron todos que con color de poner al cuidado del duque una comisión importante, no trataba Cartaojal sino de alejarle de su lado. Censurose esta providencia no acomodada a las circunstancias: pues si Alburquerque empleaba a veces reprensibles manejos y se mostraba presuntuoso, desvanecíanse tales faltas con el espíritu guerrero y deseo de buen renombre que le alentaban. El conde de Cartaojal había sentado su cuartel general en Ciudad Real; extendíase la caballería hasta Manzanares ocupando a Daimiel, Torralba y Carrión, y la infantería se alojaba a la izquierda y a espaldas de Valdepeñas. Don Francisco Abadía, cuartel-maestre, y los jefes de las divisiones trabajaron a porfía en ejercitar la tropa, pero faltaba práctica en la guerra y mayor conocimiento de las grandes maniobras. [Marginal: Avanza Cartaojal y se retira.] Comenzó Cartaojal a moverse por su frente y avanzó el 24 de marzo hasta Yébenes. Allí Don Juan Bernuy que mandaba la vanguardia, atacó a un cuerpo de lanceros polacos, el cual queriendo retirarse por el camino de Orgaz, tropezó con el vizconde de Zolina, que le deshizo y cogió unos cuantos prisioneros. Mas entonces informado Cartaojal de que los franceses venían por otro lado a su encuentro con fuerzas considerables, en vano trató de recogerse a Consuegra, ocupada ya la villa por los enemigos. Sorprendido de que le hubiesen atajado así el paso volvió precipitadamente por Malagón a Ciudad Real, en donde entró en 26 a los tres días de su salida, y después de haber inútilmente cansado sus tropas. [Marginal: Acción de Ciudad Real.] Habían los franceses juntado a las órdenes del general Sebastiani, sucesor en el mando del 4.º cuerpo del mariscal Lefebvre, 12.000 hombres de infantería y caballería, de los cuales divididos en dos trozos había tomado uno por el camino real de Andalucía, en tanto que otro partiendo de Toledo seguía por la derecha para flanquear y envolver a los españoles que confiadamente se adelantaban. No habiendo alcanzado su objeto, acosaron a los nuestros y los acometieron el 27 por todas partes. Desconcertado Cartaojal, sin tomar disposición alguna dejó en la mayor confusión sus columnas, que rechazadas aquel día y el siguiente en Ciudad Real, el Viso, Visillo y Santa Cruz de Mudela, fueron al cabo desordenadas, apoderándose el enemigo de varias piezas de artillería y muchos prisioneros. Las reliquias de nuestro ejército se abrigaron de la sierra y prontamente empezaron a juntarse en Despeñaperros y puntos inmediatos. Situose el cuartel general en Santa Elena y los franceses se detuvieron en Santa Cruz de Mudela, aguardando noticias del mariscal Victor, que al propio tiempo maniobraba en Extremadura. [Marginal: Ejército de Extremadura.] Encargado el general Cuesta en diciembre del ejército que se había poco antes dispersado en aquella provincia, trató con particular conato de infundir saludable terror en la soldadesca desmandada y bravía desde el asesinato del general San Juan, y de reprimir al populacho de Badajoz, desbocado con las desgracias que allí ocurrieron al acabar el año. Y cierto que si a su condición dura hubiera entonces unido Cuesta mayor conocimiento de la milicia, y no tanto apresuramiento en batallar, con gran provecho de la patria y realce suyo hubiera llevado a término importantes empresas. A su solo nombre temblaba el soldado, y sus órdenes eran cumplidas pronta y religiosamente. [Marginal: Avanza a Almaraz.] Rehecho y aumentado el corto ejército de su mando constaba ya a mediados de enero de 12.000 hombres repartidos en dos divisiones y una vanguardia. El 25 del mismo yendo de Badajoz sentó sus reales en Trujillo, y retirándose los franceses hacia Almaraz, fueron desalojados de aquellos alrededores, enseñoreándose el 29 del puente la vanguardia capitaneada por Don Juan de Henestrosa. Trasladose después el general Cuesta a Jaraicejo y Deleitosa, y dispuso cortar dicho puente como en vano lo había intentado antes el general Galluzo. Competía aquella obra con las principales de los romanos, fabricada por Pedro Uría a expensas de la ciudad de Plasencia en el reinado de Carlos V. Tenía 580 pies de largo, más de 25 de ancho y 134 de alto hasta los pretiles. Constaba de dos ojos y el del lado del norte, cuya abertura excedía de 150 pies, fue el que se cortó. No habiendo al principio surtido efecto los hornillos, hubo que descarnarle a pico y barreno, e hízose con tan poca precaución que al destrabar de los sillares, cayeron y se ahogaron 26 trabajadores con el oficial de ingenieros que los dirigía. Lástima fue la destrucción de tamaña grandeza, y en nuestro concepto arruinábanse con sobrada celeridad obras importantes y de pública utilidad, sin que después resultasen para las operaciones militares ventajas conocidas. [Marginal: Pasan los franceses el Tajo.] El general Cuesta continuó en Deleitosa hasta el mes de marzo, no habiendo ocurrido en el intermedio sino un amago que hizo el enemigo hacia Guadalupe, de donde luego se retiró repasando el Tajo. Mas en dicho mes acercándose el mariscal Victor a Extremadura, se situó en el pueblo de Almaraz para avivar la construcción de un puente de balsas que supliese el destruido, no pudiendo la artillería transitar por los caminos que salían a Extremadura, desde los puentes que aún se conservaban intactos. Preparado lo necesario para llevar a efecto la obra, juzgó antes oportuno el enemigo desalojar a los españoles de la ribera opuesta en que ocupaban un sitio ventajoso, para cuyo fin pasaron 13.000 hombres y 800 caballos por el puente del Arzobispo, así denominado de su fundador el célebre Don Pedro Tenorio, prelado de Toledo. Puestos ya en la margen izquierda, se dividieron al amanecer del 18 en dos trozos, de los cuales uno marchó sobre las Mesas de Ibor, y otro a cortar la comunicación entre este punto y Fresnedoso. [Marginal: Retíranse los nuestros.] Estaba entonces el ejército de Don Gregorio de la Cuesta colocado del modo siguiente: 5000 hombres formando la vanguardia, que mandaba Henestrosa, enfrente de Almaraz; la primera división de menos fuerza, y a las órdenes del duque del Parque recién llegado al ejército, en las Mesas de Ibor; la segunda de 2 a 3000 hombres mandada por Don Francisco Trías, en Fresnedoso, y la tercera, algo más fuerte, en Deleitosa con el cuartel general, por lo que se ve que hubo desde enero aumento en su gente. El trozo de franceses que tomó del lado de Mesas de Ibor acometió el mismo 18 al duque del Parque, quien después de un reencuentro sostenido se replegó a Deleitosa, adonde por la noche se le unió el general Trías. La víspera se había desde allí trasladado Cuesta al puerto de Miravete, en cuyo punto se reunió el ejército español, habiéndosele agregado Henestrosa con la vanguardia al saber que los enemigos se acercaban al puente de Almaraz por la orilla izquierda de Tajo. [Marginal: Ventajas conseguidas por los españoles.] Entraron los nuestros en Trujillo el 19, y prosiguieron a Santa Cruz del Puerto: la vanguardia de Henestrosa, que protegía la retirada, tuvo un choque con parte de la caballería enemiga y la rechazó, persiguiéndola con señalada ventaja camino de Trujillo. Cuesta había pensado aguardar a los franceses en el mencionado Santa Cruz; mas detúvole el temor de que quizá viniesen con fuerza superior a la suya. Continuó pues retirándose con la buena dicha de que cerca de Miajadas los regimientos del Infante y de dragones de Almansa arremetiesen al del número 10 de caballería ligera de la vanguardia francesa y le acuchillasen, matando más de 150 de sus soldados. [Marginal: Únese Alburquerque a Cuesta.] Entró Cuesta en Medellín el 22, y se alejó de allí queriendo esquivar toda pelea hasta que se le uniese el duque de Alburquerque, lo cual se verificó en la tarde del 27 en Villanueva de la Serena, viniendo, según en su lugar dijimos, de la Mancha. [Marginal: Batalla de Medellín.] Juntas todas nuestras fuerzas revolvió el general Cuesta sobre Medellín en la mañana del 28, resuelto a ofrecer batalla al enemigo. Está situada aquella villa a la margen izquierda de Guadiana, y a la falda occidental de un cerro en que tiene asiento su antiguo castillo muy deteriorado, y cuyo pie baña el mencionado río. Merece particular memoria haber sido Medellín cuna del gran Hernán Cortés, existiendo todavía entonces, calle de la Feria, la casa en que nació; mas después de la batalla de que vamos a hablar, fue destruida por los franceses, no quedando ahora sino algunos restos de las paredes. Llégase a Medellín viniendo de Trujillo por una larga puente, y por el otro lado ábrese una espaciosa llanura despojada de árboles, y que yace entre la madre del río, la villa de Don Benito, y el pueblo de Mingabril. Cuesta trajo allí su gente en número de 20.000 infantes y 2000 caballos, desplegándose en una línea de una legua de largo, a manera de media luna, y sin dejar la menor reserva. Constaba la izquierda, colocada del lado de Mingabril, de la vanguardia y primera división, regidas por Don Juan de Henestrosa y el duque del Parque: el centro avanzado, y enfrente de Don Benito le guarnecía la segunda división del mando de Trías; y la derecha, arrimada al Guadiana, se componía de la tercera división del cargo del marqués de Portago, y de la fuerza traída por el duque de Alburquerque, formando un cuerpo que gobernaba el teniente general Don Francisco de Eguía. Situose Don Gregorio de la Cuesta en la izquierda, desde donde por ser el terreno algo más elevado descubría la campaña: también colocó del mismo lado casi toda la caballería, siendo el más amenazado por el enemigo. Eran las once de la mañana cuando los franceses, saliendo de Medellín, empezaron a ordenarse a poca distancia de la villa, describiendo un arco de círculo comprendido entre el Guadiana y una quebrada de arbolado y viñedo que va de Medellín a Mingabril. Estaba en su ala izquierda la división de caballería ligera del general Lasalle, en el centro una división alemana de infantería, y a la derecha la de dragones del general Latour-Maubourg, quedando de respeto las divisiones de infantería de los generales Villatte y Ruffin. El total de la fuerza ascendía a 18.000 infantes y cerca de 3000 caballos. Mandaba en jefe el mariscal Victor. Dio principio a la pelea la división alemana, y cargando dos regimientos de dragones repeliolos nuestra infantería que avanzaba con intrepidez. Durante dos horas lidiaron los franceses, retirándose lentamente y en silencio: nuestra izquierda progresaba, y el centro y la derecha cerraban de cerca al enemigo, cuya ala siniestra cejó hasta un recodo que forma el Guadiana al acercarse a Medellín. Las tropas ligeras de los españoles, esparcidas por el llano, amedrentaban por su número y arrojo a los tiradores del enemigo; y como si ya estuviesen seguras de la victoria, anunciaban con grande algazara que los campos de Medellín serían el sepulcro de los franceses. Por todas partes ganaba terreno el grueso de nuestra línea, y ya la izquierda iba a posesionarse de una batería enemiga a la sazón que los regimientos de caballería de Almansa y el Infante, y dos escuadrones de cazadores imperiales de Toledo, en vez de cargar a los contrarios volvieron grupa, y atropellándose unos a otros huyeron al galope vergonzosamente. En vano Don José de Zayas, oficial de gran valor y pericia, y que en realidad mandaba la vanguardia, en vano les gritaba acompañado de sus infantes firmes y serenos, «¿qué es esto? Alto la caballería. Volvamos a ellos que son nuestros...» Nada escuchaban, el pavor había embargado sus sentidos. Don Gregorio de la Cuesta al advertir tamaño baldón partió aceleradamente para contener el desorden; mas atropellado y derribado de su caballo estuvo próximo a caer en manos de los jinetes enemigos, que pasando adelante en su carga afortunadamente no le percibieron. Aunque herido en el pie, maltratado y rendido con sus años, pudo Cuesta volver a montar a caballo, y libertarse de ser prisionero. Abandonada nuestra infantería de la izquierda por la caballería, fue desunida y rota, y cayendo sobre nuestro centro y derecha, que al mismo tiempo eran atacados por su frente, desapareció la formación de nuestra dilatada y endeble línea como hilera de naipes. El duque de Alburquerque fue el solo que pudo por algún tiempo conservar el orden, para tomar una loma plantada de viña que había a espaldas del llano; pero estrechada su gente por los dispersos, y aterrada con los gritos de los acuchillados, desarreglose simultáneamente, corriendo a guarecerse de los viñedos. Desde entonces todo el ejército no presentó ya otra forma sino la de una muchedumbre desbandada, huyendo a toda priesa de la caballería enemiga, que hizo gran mortandad en nuestros pobres infantes. Durante mucho tiempo los huesos de los que allí perecieron se percibían y blanqueaban, contrastando su color macilento en tan hermoso llano con el verde y matizadas flores de la primavera. Fue nuestra pérdida entre muertos, heridos y prisioneros de 10.000 hombres; la de los franceses, aunque bastante inferior, no dejó de ser considerable. Así terminó y tan desgraciadamente la batalla de Medellín. Gloriosa para la infantería no lo fue para algunos cuerpos de caballería, que castigó severamente Don Gregorio de la Cuesta suspendiendo a tres coroneles, y quitando a los soldados una pistola hasta que recobrasen en otra acción el honor perdido. Pero por reprensible que en efecto fuese la conducta de estos, en nada descargaba a Cuesta del temerario arrojo de empeñar una batalla campal con tropas bisoñas y no bien disciplinadas, en una posición como la que escogió y en el orden en que lo hizo, sin dejar a sus espaldas cuerpo alguno de reserva. Claro era que rota una vez la línea quedaba su ejército deshecho, no teniendo en que sostenerse ni punto adonde abrigarse, al paso que los franceses, aun perdida por ellos la batalla, podían cubrirse detrás de unas huertas cerradas con tapia que había a la salida de Medellín, y escudarse luego con el mismo pueblo desamparado de los vecinos, apoyándose en el cerro del castillo. [Marginal: Sus resultas.] Don Gregorio de la Cuesta con los restos de su ejército se retiró a Monasterio, límite de Extremadura y Andalucía, y en cuyo fuerte sitio debiera haber aguardado a los franceses si hubiera procedido como general entendido y prudente. [Marginal: Determinaciones de la central.] La junta central al saber la rota de Medellín no sintió descaído su ánimo, a pesar del peligro que de cerca la amagaba. Elevó a la dignidad de capitán general a Don Gregorio de la Cuesta, al paso que temía su antiguo resentimiento en caso de que hubiese triunfado, y repartió mercedes a los que se habían conducido honrosamente, no menos que a los huérfanos y viudas de los muertos en la batalla. Púsose también el ejército de la Mancha a las órdenes de Cuesta, [Marginal: Venegas sucede a Cartaojal.] aunque se nombró para mandarle de cerca a Don Francisco Venegas, restablecido de una larga enfermedad, y fue llamado el conde de Cartaojal, cuya conducta apareció muy digna de censura por lo ocurrido en Ciudad Real, pues allí no hubo sino desorden y confusión, y por lo menos en Medellín se había peleado. [Marginal: Reflexiones.] Ahora haciendo corta pausa séanos lícito examinar la opinión de ciertos escritores, que al ver tantas derrotas y dispersiones han querido privar a los españoles de la gloria adquirida en la guerra de la independencia. Pocos son en verdad los que tal han intentado, y en alguno muéstrase a las claras la mala fe, alterando o desfigurando los hechos más conocidos. En los que no han obrado impelidos de mezquinas y reprehensibles pasiones, descúbrese luego el origen de su error en aquel empeño de querer juzgar la defensa de España como el común de las guerras, y no según deben juzgarse las patrióticas y nacionales. En las unas gradúase su mérito conforme a reglas militares; en las otras ateniéndose a la constancia y duración de la resistencia. «Median imperios [decía Napoleón en Leipzig] entre ganar o perder una batalla.» Y decíalo con razón en la situación en que se hallaba; pero no así a haber sostenido la Francia su causa, como lo hizo con la de la libertad al principio de la revolución. La Holanda, los Estados Unidos, todas las naciones en fin que se han visto en el caso de España, comenzaron por padecer descalabros y completas derrotas, hasta que la continuación de la guerra convirtió en soldados a los que no eran sino meros ciudadanos. Con mayor fundamento debía acaecer lo mismo entre nosotros. La Francia era una nación vecina, rica y poderosa, de donde sin apuro podían a cada paso llegar refuerzos. Sus ejércitos en gran parte no eran puramente mercenarios: producto de su revolución conservaban cierto apego al nombre de patria, y quince años de guerra y de esclarecidos triunfos les habían dado la pericia y confianza de invencibles conquistadores. Austriacos, prusianos, rusos, ingleses, preparados de antemano con cuantiosos medios, con tropas antiguas y bien disciplinadas, les habían cedido el campo en repetidas lides. ¿Qué extraño pues sucediese otro tanto a los españoles en batallas campales, en que el saber y maña en evoluciones y maniobras valían más que los ímpetus briosos del patriotismo? Al empezar la insurrección en mayo ya vimos cuán desapercibida estaba España para la guerra con 40.000 soldados escasos, inexpertos y mal acondicionados; dueños los franceses de muchas plazas fuertes, y teniendo 100.000 hombres en el corazón del reino. Y sin embargo, ¿qué no se hizo? En los primeros meses victoriosos los españoles en casi todas partes, estrecharon a sus contrarios contra el Pirineo. Cuando después reforzados estos inundaron con sus huestes los campos peninsulares, y oprimieron con su superioridad y destreza a nuestros ejércitos, la nación ni se desalentó, ni se sometieron los pueblos fácil ni voluntariamente. Y en enero embarcados los ingleses, solos los españoles, teniendo contra sí más de 200.000 enemigos, mirada ya en Europa como perdida su justísima causa, no solo se desdeñó todo acomodamiento, sino que peleándose por doquiera transitaban franceses, aparecieron de nuevo ejércitos que osaron aventurar batallas, desgraciadas es cierto, pero que mostraban los redoblados esfuerzos que se hacían, y lo porfiadamente que había de sustentarse la lucha empeñada. Cometiéronse graves faltas, descubriose a las claras la impericia de varios generales, lo bisoño de nuestros soldados, el abandono y atraso en que el anterior gobierno había tenido el ramo militar como los demás; pero brilló con luz muy pura el elevado carácter de la nación, la sobriedad y valor de sus habitadores, su desprendimiento, su conformidad e inalterable constancia en los reveses y trabajos, virtudes raras, exquisitas, más difíciles de adquirir que la táctica y disciplina de tropas mercenarias. Abulte en buen hora la envidia, el despecho, la ignorancia, los errores en que incurrimos: su voz nunca ahogará la de la verdad, ni podrá desmentir lo que han estampado en sus obras, y casi siempre con admirable imparcialidad, muchos de los que entonces eran enemigos nuestros, y señaladamente los dignos escritores Foy, Suchet y Saint-Cyr, que mandando a los suyos pudieron mejor que otros apreciar la resistencia y el mérito de los españoles. [Marginal: Comisión de Sotelo.] Volvamos ya a nuestro propósito. Ocurridas las jornadas de Ciudad Real y Medellín, pensó el gobierno de José ser aquella buena sazón para tantear al de Sevilla, y entrar en algún acomodamiento. Salió de Madrid con la comisión Don Joaquín María Sotelo, magistrado que gozaba antes del concepto de hombre ilustrado, y que deteniéndose en Mérida dirigió desde allí al presidente de la junta central, por medio del general Cuesta, un pliego con fecha de 12 de abril, en el que anunciando estar autorizado por José para tratar con la junta el modo de remediar los males que ya habían experimentado las provincias ocupadas, y el de evitar los de aquellas que todavía no lo estaban, invitaba a que se nombrase al efecto por la misma junta una o más personas que se abocasen con él. La Central sin contestar en derechura a Sotelo, mandó a Don Gregorio de la Cuesta que le comunicase el acuerdo que de resultas había formado, justo y enérgico, concebido en estos términos. [Marginal: Respuesta de la central.] «Si Sotelo trae poderes bastantes para tratar de la restitución de nuestro amado Rey, y de que las tropas francesas evacuen al instante todo el territorio español, hágalos públicos en la forma reconocida por todas las naciones, y se le oirá con anuencia de nuestros aliados. De no ser así la junta no puede faltar a la calidad de los poderes de que está revestida, ni a la voluntad nacional, que es de no escuchar pacto, ni admitir tregua, ni ajustar transacción que no sea establecida sobre aquellas bases de eterna necesidad y justicia. Cualquier otra especie de negociación, sin salvar al estado, envilecería a la junta, la cual se ha obligado solemnemente a sepultarse primero entre las ruinas de la monarquía, que a oír proposición alguna en mengua del honor e independencia del nombre español.» Insistió Sotelo respondiendo con una carta bastantemente moderada; mas la junta se limitó a mandar a Cuesta repitiese el mencionado acuerdo, «advirtiendo a Sotelo que aquella sería la última contestación que recibiría mientras los franceses no se allanasen, lisa y llanamente a lo que había manifestado la junta.» No pasó por consiguiente más adelante esta negociación emprendida quizá con sano intento; pero que entonces se interpretó mal, y dañó al anterior buen nombre del comisionado. [Marginal: Cartas de Sebastiani a Jovellanos y otros. (* Ap. n. 8-6.)] También por la parte de la Mancha se hicieron al mismo tiempo iguales tentativas, escribiendo el general francés Sebastiani, que allí mandaba,[*] a Don Gaspar Melchor de Jovellanos individuo de la central, a Don Francisco de Saavedra ministro de hacienda, y al general del ejército de la Carolina Don Francisco Venegas. Es curiosa esta correspondencia, por colegirse de ella el modo diverso que tenían entonces de juzgar las cosas de España los franceses y los nacionales. Como sería prolijo insertarla íntegra, hemos preferido no copiar sino la carta del general Sebastiani a Jovellanos, y la contestación de este. [Marginal: Carta de Sebastiani al Señor Jovellanos.] «Señor, la reputación de que gozáis en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro amor por la patria, el deseo que manifestáis de verla feliz, deben haceros abandonar un partido que solo combate por la inquisición, por mantener las preocupaciones, por el interés de algunos grandes de España, y por los de la Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer aumentar las desgracias de la España. Un hombre cual vos sois, conocido por su carácter y sus talentos, debe conocer que la España puede esperar el resultado más feliz de la sumisión a un rey justo e ilustrado, cuyo genio y generosidad deben atraerle a todos los españoles que desean la tranquilidad y prosperidad de su patria. La libertad constitucional bajo un gobierno monárquico, el libre ejercicio de vuestra religión, la destrucción de los obstáculos que varios siglos ha se oponen a la regeneración de esta bella nación, serán el resultado feliz de la constitución que os ha dado el genio vasto y sublime del emperador. Despedazados con facciones, abandonados por los ingleses que jamás tuvieron otros proyectos que el de debilitaros, el robaros vuestras flotas y destruir vuestro comercio, haciendo de Cádiz un nuevo Gibraltar, no podéis ser sordos a la voz de la patria que os pide la paz y la tranquilidad. Trabajad en ella de acuerdo con nosotros, y que la energía de España solo se emplee desde hoy en cimentar su verdadera felicidad. Os presento una gloriosa carrera; no dudo que acojáis con gusto la ocasión de ser útil al rey José y a vuestros conciudadanos. Conocéis la fuerza y el número de nuestros ejércitos, sabéis que el partido en que os halláis no ha obtenido la menor vislumbre de suceso: hubiérais llorado un día si las victorias le hubieran coronado, pero el Todopoderoso en su infinita bondad os ha libertado de esta desgracia. Estoy pronto a entablar comunicación con vos y daros pruebas de mi alta consideración. — Horacio Sebastiani.» [Marginal: Contestación del Señor Jovellanos.] «Señor general: Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sigue mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habemos jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, por la inquisición ni por soñadas preocupaciones, ni por el interés de los grandes de España: lidiamos por los preciosos derechos de nuestro rey, nuestra religión, nuestra constitución y nuestra independencia. Ni creáis que el deseo de conservarlos esté distante del de destruir los obstáculos que puedan oponerse a este fin; antes por el contrario y para usar de vuestra frase, el deseo y el propósito de regenerar la España y levantarla al grado de esplendor que ha tenido algún día, es mirado por nosotros como una de nuestras principales obligaciones. Acaso no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la Europa entera reconozcan que la misma nación que sabe sostener con tanto valor y constancia la causa de su rey y de su libertad contra una agresión tanto más injusta cuanto menos debía esperarla de los que se decían sus primeros amigos, tiene también bastante celo, firmeza y sabiduría para corregir los abusos que la condujeron insensiblemente a la horrorosa suerte que le preparaban. No hay alma sensible que no llore los atroces males que esta agresión ha derramado sobre unos pueblos inocentes a quienes después de pretender denigrarlos con el infame título de rebeldes, se niega aun aquella humanidad, que el derecho de la guerra exige y encuentra en los más bárbaros enemigos. Pero ¿a quién serán imputados estos males? ¿A los que los causan violando todos los principios de la naturaleza y la justicia, o a los que lidian generosamente para defenderse de ellos y alejarlos de una vez y para siempre de esta grande y noble nación? Porque, señor general, no os dejéis alucinar: estos sentimientos que tengo el honor de expresaros son los de la nación entera, sin que haya en ella un solo hombre bueno aun entre los que vuestras armas oprimen, que no sienta en su pecho la noble llama que arde en el de sus defensores. Hablar de nuestros aliados fuera impertinente, si vuestra carta no me obligase a decir en honor suyo que los propósitos que les atribuís son tan injuriosos como ajenos de la generosidad con que la nación inglesa ofreció su amistad y sus auxilios a nuestras provincias, cuando desarmadas y empobrecidas los imploraron desde los primeros pasos de la opresión con que la amenazaban sus amigos. En fin, señor general, yo estaré muy dispuesto a respetar los humanos y filosóficos principios, que según nos decís profesa vuestro rey José, cuando vea que ausentándose de nuestro territorio reconozca que una nación, cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros soldados, no es el teatro más propio para desplegarlos. Este sería ciertamente un triunfo digno de su filosofía, y vos, señor general, si estáis penetrado de los sentimientos que ella inspira, deberéis gloriaros también de concurrir a este triunfo para que os toque alguna parte de nuestra admiración y nuestro reconocimiento. Solo en este caso me permitirán mi honor y mis sentimientos entrar con vos en la comunicación que me proponéis, si la suprema junta central lo aprobare. Entre tanto recibid, señor general, la expresión de mi sincera gratitud por el honor con que personalmente me tratáis, seguro de la consideración que os profeso. Sevilla 24 de abril de 1809. — Gaspar de Jovellanos. — Excmo. señor general Horacio Sebastiani.» Esta respuesta, digna de la pluma y del patriotismo de su autor, fue muy aplaudida en todo el reino así por su noble y elevado estilo, como por retratarse en su contenido los verdaderos sentimientos que animaban a la gran mayoría de la nación. [Marginal: Guerra de Austria.] Semejantes tentativas de conciliación, prescindiendo de lo impracticables que eran, parecieron entonces, a pesar de tantas desgracias, más fuera de sazón por la guerra que empezaba en Alemania. Temores de ella que no tardaron en realizarse, habían, según se dijo, estimulado a Napoleón a salir precipitadamente de España. No olvidando nunca el Austria las desventajosas paces a que se había visto forzada desde la revolución francesa, y sobre todo la última de Presburgo, estaba siempre en acecho para no desperdiciar ocasión de volver por su honra y de recobrar lo perdido. Pareciole muy oportuna la de la insurrección española que produjo en toda Europa impresión vivísima, y siguió aquel gobierno cuidadosamente el hilo de tan grave acontecimiento. Demasiadamente abatida el Austria desde la última guerra, no podía por de pronto mostrar a las claras su propósito antes de prepararse y estar segura de que continuaba la resistencia peninsular. En Erfurt mantúvose amiga de Francia, mas con cierta reserva, y solo difirió bajo especiosos pretextos el reconocimiento de José. Napoleón, aunque receloso, confiando en que si apagaba pronto la insurrección de España nadie se atrevería a levantar el grito; sacó para ello conforme insinuamos, gran golpe de gente de Alemania, y dio de este modo nuevo aliento al Austria que disimuladamente aceleró los preparativos de guerra. En los primeros meses del año 1809 dicha potencia comenzó a quitarse el embozo publicando una especie de manifiesto en que declaraba quería ponerse al abrigo de cualquier empresa contra su independencia, y al fin arrojole del todo en 9 de abril en que el archiduque Carlos mandando su grande y principal ejército, abrió la campaña por medio de un aviso y atravesó el Inn, río que separa la Baviera de los estados austriacos. Lo poco prevenido que cogía a Napoleón esta guerra, las formidables fuerzas que de súbito desplegó el Austria, las muchas que Francia tenía en España, y lo desabrida que se mostraba la voz pública en el mismo imperio francés, daba a todos fundamento para creer que la primera alcanzaría victorias, de cuyas resultas tal vez se cambiaría la faz política de Europa. Para contribuir a ello y no desaprovechar la oportunidad envió la junta central a Viena como plenipotenciario suyo a Don Eusebio de Bardají y Azara, y aquella corte autorizó a Mr. Gennotte en calidad de encargado de negocios cerca del gobierno de Sevilla. Veremos luego cuán poco correspondió el éxito a esperanzas tan bien concebidas. [Marginal: Cataluña] Ahora, después de haber referido lo que ocurrió durante estos meses en las provincias meridionales de España, será bien que hablemos de Cataluña y de las demás partes del reino. En aquella los ánimos habían andado perturbados después de las acciones perdidas, y de las voces y amenazas que venían de Aragón y varios puntos. Sin embargo en Tarragona no habrá olvidado el lector como la turbación no pasó de ciertos límites, luego que Vives dejó el mando y recayó este en Reding, mas en Lérida manchose con sangre. [Marginal: Alboroto de Lérida.] Fue el caso que en 1.º de enero habiendo introducido en la plaza de día y sin precaución varios prisioneros franceses, alborotándose a su vista el vecindario y vociferando palabras de muerte, forzó el castillo a donde aquellos habían sido conducidos. Estaban también dentro encerrados el oidor de la audiencia de Barcelona Don Manuel Fortuny y su esposa, con otros cuatro o cinco individuos tachados con razón o sin ella de infidencia. Ciega la muchedumbre penetró en lo interior y mató a estos desgraciados y a varios de los prisioneros franceses. Duró tres días la sublevación, hasta que llegaron 300 soldados que envió el general Reding, con cuyo refuerzo y las prudentes exhortaciones del gobernador Don José Casimiro Lavalle, del obispo y otras personas, se sosegó el bullicio. Los principales sediciosos recibieron después justo y severo castigo: siendo muy de sentir que las autoridades andando más precavidas no hubiesen evitado de antemano tan lamentable suceso. [Marginal: Reding en Tarragona.] Por su parte Don Teodoro Reding con nuevos cuerpos que llegaron de Granada y Mallorca y con reclutas había ido completando su ejército desde diciembre basta febrero, en cuyo espacio de tiempo había permanecido tranquilo el de los franceses sin empeñarse en grandes empresas: teniendo para proveerse de víveres que hacer excursiones en que perdió hombres y consumió 2.000.000 de cartuchos. El plan que en Tarragona siguió al principio el general Reding fue prudente, escarmentado con lo sucedido en Llinas y Molins de Rey. [Marginal: Plan prudente de Martí.] Era obra de Don José Joaquín Martí, y consistía en no trabar acciones campales, en molestar al enemigo al abrigo de las plazas y puntos fragosos, en mejorar así sucesivamente la instrucción y disciplina del ejército, y en convertir la principal defensa en una guerra de montaña, según convenía a la índole de los naturales y al terreno en que se lidiaba. Todos concurrían con entusiasmo a alcanzar el objeto propuesto, y la junta corregimental de Tarragona mostró acendrado patriotismo en facilitar caudales, en acuñar la plata de las iglesias y de los particulares, y en proporcionar víveres y prendas de vestuario. Quísose sujetar a regla a los miqueletes, pero encontró la medida grande obstáculo en las costumbres y antiguos usos de los catalanes. En sus demás partes, por juicioso que fuese el plan adoptado, no se persistió largo tiempo en llevarle adelante. Contribuyó a alterarle el marqués de Lazán que habiendo sido llamado de Gerona con la división de 6 a 7000 hombres que mandaba, llegó a la línea española en sazón de estar apurada Zaragoza. Interesado particularmente en su conservación, propuso el marqués y se aprobó que pasaría la sierra de Alcubierre con la fuerza de su mando, y que prestaría, si le era dado, algún auxilio a aquella ciudad. Llenos entonces los españoles de admiración y respeto por la defensa que allí se hacía, [Marginal: Varíase.] murmuraban de que mayores fuerzas no volasen al socorro, pareciéndoles cosa fácil desembarazarse en una batalla del ejército del general Saint-Cyr. Había crecido el aliento de resultas de algunas cortas ventajas obtenidas en reencuentros parciales, y sobre todo porque retirándose el enemigo y reconcentrándose más y más, atribuyose a recelo lo que no era sino precaución. Aveníase bien con el osado espíritu de Reding la voz popular, y cundiendo esta con rapidez, resolvió aquel caudillo dar un ataque general; sobreponiéndose a las justas reflexiones de algunos jefes cuerdos y experimentados. Movíanle igualmente las esperanzas que le daban secretas relaciones de que Barcelona se levantaría al tiempo que su ejército se aproximase. [Marginal: Situación del ejército español.] Se hallaba este en Tarragona esparcido en una enorme línea de 16 leguas, que partiendo de aquella ciudad se extendía hasta Olesa por el Coll de Santa Cristina, la Llacuna, Igualada y el Bruch. Las tropas de dicha línea que estaban fuera de Tarragona pasaban de 15.000 hombres, y las mandaba Don Juan Bautista de Castro. Las que había dentro de la plaza a las órdenes inmediatas del general en jefe Don Teodoro Reding ascendían a unos 10.000 hombres. Según el plan de ataque que se concertó, debía el general Castro avanzar e interponerse entre el enemigo y Barcelona, al paso que el general Reding aparecería con 8000 hombres en el Coll de Santa Cristina, descolgándose también de las montañas y por todos lados los somatenes. [Marginal: Le atacan los franceses.] Los franceses en número de 18.000 hombres se alojaban en el Panadés, y su general en jefe había dejado maniobrar con toda libertad al de los españoles, confiado en que fácilmente rompería la inmensa línea dentro de la cual se presumía envolverle. Por fin el 16 de febrero cuando vio que iba a ser atacado, se anticipó tomando la ofensiva. Para ello después de haber dejado en el Vendrell la división del general Souham, salió de Villafranca con la de Pino, debiéndosele juntar las de los generales Chavot y Chabran cerca de Capelladas, y componiendo las tres 11.000 hombres. Antes de que se uniesen se habían encontrado las tropas del general Chavot con los españoles, cuyas guerrillas al mando de Don Sebastián Ramírez habían rechazado las del enemigo y cogido más de 100 prisioneros, entre los que se contó al coronel Carrascosa. Sacó de apuro a los suyos la llegada del general Saint-Cyr, quien repelió a los nuestros, y maniobrando después con su acostumbrada destreza, atravesó la línea española en la dirección de la Llacuna, y con un movimiento por el costado se apareció súbitamente a la vista de Igualada, y sorprendió al general Castro, que se imaginaba que solo sería atacado por el frente. [Marginal: Entran en Igualada.] Vuelto de su error apresuradamente se retiró a Montmeneu y Cervera, a cuyos parajes ciaron también en bastante desorden las tropas más avanzadas. Los enemigos se apoderaron en Igualada de muchos acopios de que tenían premiosa necesidad, y recobraron los prisioneros que habían perdido la víspera en Capelladas. [Marginal: Movimientos de Saint-Cyr y Reding.] Habiendo cortado de este modo el general Saint-Cyr la línea española, trató de revolver sobre su izquierda para destruir las tropas que guarecían los puntos de aquel lado, y unirse al general Souham. Dejó en Igualada a los generales Chabot y Chabran, y partió el 18 la vuelta de San Magín, de donde desalojó al brigadier Don Miguel Iranzo, obligándole a recogerse al monasterio de Santas Cruces, cuyas puertas en vano intentó el general francés que se le abriesen ni por fuerza ni por capitulación. Noticioso en tanto Don Teodoro Reding de lo acaecido con Castro, salió de Tarragona acompañado de una brigada de artillería, 300 caballos y un batallón de suizos, con objeto de unir los dispersos y libertar al brigadier Iranzo. Consiguió que este y una parte considerable de la demás tropa se le agregasen en el Pla, Sarreal y Santa Coloma. Pero Saint-Cyr temeroso de ser atacado por fuerzas superiores, estando solo con la división de Pino, procuró unirse a la de Souham, y colocarse entre Tarragona y D. Teodoro Reding. Advertido este del movimiento del enemigo, decidió retroceder a aquella plaza, dejando a cargo de Don Luis Wimpffen unos 5000 hombres que cubriesen el corregimiento de Manresa, y observasen a los franceses que habían quedado en Igualada. Se mandó asimismo a Wimpffen proteger al somatén del Vallés y a los inmediatos destinados a ayudar la proyectada conspiración de Barcelona. Moviose después Reding hacia Montblanch llevando 10.000 hombres, y el 24 congregó a junta para resolver definitivamente si retrocedería a Tarragona, o si iría al encuentro de los franceses: tanto pesaba a su atrevido ánimo volver la espalda sin combatir. En el consejo opinaron muchos por enriscarse del lado de Prades y enderezar la marcha a Constantí enviando la artillería a Lérida: otros, y fue lo que se decidió, pensaron ser más honroso caminar con la artillería y los bagajes por la carretera que pasando entre el Coll de Riba y orillas del Francolí va a Tarragona, mas con la advertencia de no buscar al enemigo, ni de esquivar tampoco su encuentro si provocase a la pelea. Emprendiose la marcha y el 25 al rayar el alba, después de cruzar el puente de Goy, tropezaron los nuestros con la gran guardia de los franceses, la cual haciendo dos descargas se recogió al cuerpo de su división, que era la del general Souham situada en las alturas de Valls. [Marginal: Batalla de Valls.] Don Teodoro Reding en vez de proseguir su marcha a Tarragona, conforme a lo acordado, retrocedió con la vanguardia y se unió al grueso del ejército que estaba en la orilla derecha del Francolí, colocado en la cima de unas colinas. Tomada esta determinación empeñose luego una acción general, a la que sobre todo alentó haber nuestras tropas ligeras rechazado a las enemigas. El general Castro regía la derecha española; quedó la izquierda y centro al cargo del general Martí. La fuerza de los franceses consistía únicamente hasta entonces en la división de Souham, que teniendo su derecha del lado de Pla apoyaba su izquierda en el Francolí. En aquel pueblo permanecía el general Saint-Cyr con la división de Pino, cuya vanguardia cubría el boquete de Coll de Cabra, hasta que sabedor de haber Reding venido a las manos con Souham, se apresuró a juntarse con este. Antes de su llegada combatieron bizarramente los españoles durante cuatro horas, perdiendo terreno los franceses, los cuales reforzados a las tres de la tarde cobraron de nuevo ánimo. Entonces hubo generales españoles que creyeron prudente no aventurar las ventajas alcanzadas contra tropas que venían de refresco, resolviéndose por tanto a volver a ocupar la primera línea y proseguir el camino a Tarragona. Mas fuese por impetuosidad de los contrarios, o por la natural inclinación de Reding a no abandonar el campo, trabose de nuevo y con mayor ardor la pelea. Formó el general Saint-Cyr cuatro columnas, dos en el centro con la división de Pino, y dos en las alas con la de Souham. Pasó el Francolí, y arremetió subir a la cima en que se habían vuelto a colocar nuestras tropas. La resistencia de los españoles fue tenacísima, cediendo solo al bien concertado ataque de los enemigos. Rota después y al cabo de largo rato la línea en vano se quiso rehacerla, salvándose nuestros soldados por las malezas y barrancos de la tierra. Alcanzaron a Don Teodoro Reding algunos jinetes enemigos; defendiose él y los oficiales que le acompañaban valerosamente, mas recibió cinco heridas y con dificultad pudo ponerse en cobro. Nuestra pérdida pasó de 2000 hombres: menor la de los franceses. Contamos entre los muertos oficiales superiores, y quedó prisionero con otros el marqués de Casteldosríus, grande de España. Los dispersos se derramaron por todas partes acogiéndose muchos a Tarragona, a donde llegó por la noche el general Reding sin que el pueblo le faltase al debido respeto, noticioso de cuanto había expuesto su propia persona. [Marginal: Entran los franceses en Reus.] Los franceses entraron al siguiente día en Reus, cuyos vecinos permanecieron en sus casas contra la costumbre general de Cataluña, y el ayuntamiento salió a recibir a los nuevos huéspedes, y aun repartió una contribución para auxiliarlos. Irritó sobre manera tan desusado proceder, y desaprobole agriamente el general Reding como de mal ejemplo. Villa opulenta a causa de sus fábricas y manufacturas no quiso perder en pocas horas la acumulada riqueza de muchos años. Extendiéronse los franceses hasta el puerto de Salou, y cortaron la comunicación de Tarragona con el resto de España. [Marginal: Esperanzas de Saint-Cyr.] Mucho esperó Saint-Cyr de la batalla de Valls, principalmente padeciéndose en Tarragona una enfermedad contagiosa nacida de los muchos enfermos y heridos hacinados dentro de la plaza, y cuyo número se había aumentado de resultas de un convenio que propuso el general Saint-Cyr y admitió Reding: según el cual no debían en adelante considerarse los enfermos y heridos de los hospitales como prisioneros de guerra, sino que luego de convalecidos se habían de entregar a sus ejércitos respectivos. Como estaban en este caso muchos más soldados españoles que franceses, pensaba el general Saint-Cyr que aumentándose así los apuros dentro de Tarragona, acabaría esta plaza por abrirle sus puertas. Tenía en ello tanta confianza que conforme él mismo nos refiere en sus memorias, determinó no alejarse de aquellos muros mientras que pudiese dar a sus soldados la cuarta parte de una ración. Conducta permitida si se quiere en la guerra, pero que nunca se calificará de humana. [Marginal: Salen vanas.] Nada logró: los catalanes sin abatirse empezaron por medio de los somatenes y miqueletes a renovar una guerra destructora. Diez mil de ellos bajo el general Wimpffen y los coroneles Miláns y Clarós, atacaron a los franceses de Igualada, y los obligaron con su general Chabran a retirarse hasta Villafranca. [Marginal: Guerra de somatenes.] Bloquearon otra vez a Barcelona, y cortando las comunicaciones de Saint-Cyr con aquella plaza, infundieron nuevo aliento en sus moradores. Quiso Chabran restablecerlas, mas rechazado retirose precipitadamente, hasta que insistiendo después con mayores fuerzas y por orden repetida de su general en jefe, abrió el paso en 14 de marzo. No pudiendo ya, falto de víveres, sostenerse el general Saint-Cyr en el campo de Tarragona, se dispuso a abandonar sus posiciones y acercarse a Vic, como país más provisto de granos y bastante próximo a Gerona, cuyo sitio meditaba. Debía el 18 de marzo emprender la marcha: difiriose dos días a causa de un incidente que prueba cuán hostil se mantenía contra los franceses toda aquella tierra. [Marginal: Dificultad de las comunicaciones.] Estaba el general Chabot apostado en Montblanch para impedir la comunicación de Reding con Wimpffen, y de este con la plaza de Lérida. Oyose un día en los puntos que ocupaba el ruido de un fuego vivo que partía de más allá de sus avanzadas. Tal novedad obligole a hacer un reconocimiento, por cuyo medio descubrió que provenía el estrépito de un encuentro de los somatenes con 600 hombres y dos piezas que traía un coronel enviado de Fraga por el mariscal Mortier, a fin de ponerse en relación con el general Saint-Cyr. A duras penas habían llegado hasta Montblanch, mas no les fue posible retroceder a Aragón, teniendo después que seguir la suerte de su ejército de Cataluña. Hecho que muestra de cuán poco había servido domeñar a Zaragoza, y ganar la batalla de Valls para ser dueños del país, puesto que a poco tiempo no le era dado a un oficial francés poder hacer un corto tránsito a pesar de tan fuerte escolta. [Marginal: Retírase Saint-Cyr de las cercanías de Tarragona.] Esta ocurrencia, la de Chabran, y lo demás que por todas partes pasaba, afligía a los franceses viendo que aquella era guerra sin término, y que en cada habitante tenían un enemigo. Para inspirar confianza y dar a entender que nada temía, el 19 de marzo antes de salir de Valls envió el general Saint-Cyr a Reding un parlamentario avisándole que forzado por las circunstancias a acercarse a la frontera de Francia, partiría al día siguiente, y que si el general español quería enviar un oficial con un destacamento, le entregaría el hospital que allí había formado. Accedió Reding a la propuesta, manifestando con ella el general francés a su ejército el poco recelo que le daban en su retirada los españoles de Tarragona, oprimidos con enfermedades y trabajos. Paráronse algunos días las divisiones francesas del Llobregat allá, y aprovechándose de su reunión ahuyentaron a Wimpffen del lado de Manresa. [Marginal: Pasa por Barcelona.] Entró al paso en Barcelona el general Saint-Cyr, en donde permaneció hasta el 15 de abril. Durante su estancia no solo se ocupó en la parte militar, sino que también tomó disposiciones políticas, de las que algunas fueron sobradamente opresivas. [Marginal: Estado de la ciudad.] El general Duhesme había en todos tiempos mostrado temor de las conspiraciones que se tramaban en Barcelona, ya porque realmente las juzgase graves, o ya también por encarecer su vigilancia. No hay duda que continuaron siempre tratos entre gentes de fuera de la plaza y personas notables de dentro, siendo de aquellas principal jefe Don Juan Clarós, y de estas el mismo capitán general Villalba, sucesor que habían dado a Ezpeleta los franceses. En el mes de marzo recobrando ánimo después de pasados algunos días de la rota de Valls, acercose muchedumbre de miqueletes y somatenes a Barcelona, ayudándoles los ingleses del lado de la mar; hubo noche que llegaron hasta el glacis, y aun de dentro se tiraron tiros contra los franceses. En muchas de estas tentativas estaban quizá los conspiradores más esperanzados de lo que debieran, y a veces la misma policía aumentaba los peligros, y aun fraguaba tramas para recomendar su buen celo. Tal se decía de su jefe el español Casanova, y aun lo sospechaba el general Saint-Cyr, sirviendo de pretexto el nombre de conjuración para apoderarse de los bienes de los acusados. Mas con todo no dejó de haber conspiraciones que fueron reales, y que mantuvieron justo recelo entre los enemigos: motivo por el que quiso el general Saint-Cyr obligar con juramento a las autoridades civiles a reconocer a José, del mismo modo que se había intentado antes con los militares, sin que en ello fuese más dichoso. [Marginal: Niéganse las autoridades civiles a prestar juramento.] Hasta entonces no había parecido a Duhesme conveniente exigírselo deseoso de evitar nueva irritación y disgustos, y se contentaba con que ejerciesen sus respectivas jurisdicciones: resolución prudente y que no poco contribuyó a la tranquilidad y buen orden de Barcelona. Mas ahora cumpliendo con lo que había dispuesto el general Saint-Cyr convocó al efecto el 9 de abril a la casa de la audiencia a las autoridades civiles, y señaladamente concurrieron a ella los oidores Mendieta, Vaca, Córdova, Beltrán, Marchamalo, Dueñas, Lasauca, Ortiz, Villanueva y Gutiérrez; nombres dignos de mentarse por la entereza y brío con que se portaron. Abriose la sesión con un discurso en que se invitaba a prestar el juramento, obligación que se suponía suspendida a causa de particulares miramientos. Negáronse a ello resueltamente casi todos, replicando con claras y firmes razones, principalmente los señores Mendieta y Don Domingo Dueñas, quien concluyó con expresar «que primero pisaría la toga que le revestía, que deshonrarla con juramentos contrarios a la lealtad.» Siguieron tan noble ejemplo seis de los siete regidores que habían quedado en Barcelona: lo mismo hicieron los empleados en las oficinas de contaduría, tesorería y aduana, afirmando el contador Asaguirre «que aun cuando toda España proclamase a José, él se expatriaría.» Veintinueve fueron los que de resultas se enviaron presos a Monjuich y a la ciudadela, sin contar otros muchos que quedaron arrestados en sus casas, en cuyo número se distinguían el conde de Ezpeleta y su sucesor Don Galcerán de Villalba. Al conducirlos a la prisión el pueblo agolpábase al paso, y mirándolos como mártires de la lealtad, los colmaba de bendiciones, y les ofrecía todo linaje de socorros. [Marginal: Prenden a muchos y los llevan a Francia.] No satisfecho Saint-Cyr con esta determinación, resolvió poco después trasladarlos a Francia, medida dura y en verdad ajena de la condición apacible y mansa que por lo común mostraba aquel general, y tanto menos necesaria cuanto entre los presos si bien se contaban magistrados y empleados íntegros y de capacidad, no había ninguno inclinado a abanderizar parcialidades. [Marginal: Pasa Saint-Cyr a Vic.] Tomada esta y otras providencias se alejó el general Saint-Cyr de Barcelona, y llegó a Vic el 18 de abril, cuya ciudad encontró vacía de gente, excepto los enfermos, seis ancianos y el obispo. Con la precipitación lleváronse solamente los vecinos las alhajas más preciosas, dejando provisiones bastantes que aliviaron la penuria con que siempre andaba el ejército enemigo. Allí recibió su general noticias de Francia de que carecía por el camino directo después de cinco meses, y empezose a preparar para el sitio de Gerona, pensando que el ejército español no estaba en el caso de poder incomodarle tan en breve. No se engañaba en su juicio, así por el estado enfermizo y de desorden en que se hallaba después de la batalla de Valls, [Marginal: Muerte de Reding.] como también por el fallecimiento del general Reding acaecido en aquella plaza el 23 de abril. Al principio no se habían creído sus heridas de gravedad, pero empeorándose con las aflicciones y sinsabores pusieron término a su vida. Reding general diligente y de gran denuedo mostrose, aunque suizo de nación, [Marginal: Sucédele Coupigny.] tan adicto a la causa de España, como si fuera hijo de su propio suelo. Sucediole interinamente el marqués de Coupigny. La guerra de somatenes siempre proseguía encarnizadamente, y largos y difíciles de contar serían sus particulares y diversos trances. Muestra fue del ardor que los animaba la vigorosa [Marginal: Paisanos del Vallés.] respuesta de los paisanos del Vallés a la intimación que los franceses les hicieron de rendirse. «El general Saint-Cyr [decían] y sus dignos compañeros podrán tener la funesta gloria de no ver en todo este país más que un montón de ruinas... pero ni ellos ni su amo dirán jamás que este partido rindió de grado la cerviz a un yugo que justamente rechaza la nación.» [Marginal: Principio de las partidas en todo el reino.] Tal género de guerra cundió a todas las provincias nacido de las circunstancias y por acomodarse muy mucho a la situación física y geográfica de esta tierra de España, entretejida y enlazada con los brazos y ramales de montañas y sierras que como de principal tronco se desgajan de los Pirineos y otras cordilleras, las cuales aunque interrumpidas a veces por parameras, tendidas llanuras y deliciosas vegas, acanalando en unas partes los ríos, y en otras quebrando y abarrancando el terreno con los torrentes y arroyadas que de sus cimas descienden, forman a cada paso angosturas y desfiladeros propios para una guerra defensiva y prolongada. No menos ayudaba a ella la índole de los naturales, su valor, la agilidad y soltura de los cuerpos, su sencillo arreo, la sobriedad y templanza en el vivir que los hace por lo general tan sufridores de la hambre, de la sed y trabajos. Hubo sitios en que guerreaba toda la población: así acontecía en Cataluña, así en Galicia, según luego veremos, así en otras comarcas. En los demás parajes levantáronse bandas de hombres armados, a las que se dio el nombre de _guerrillas_. Al principio cortas en número crecieron después prodigiosamente, y acaudilladas por jefes atrevidos recorrían la tierra ocupada por el enemigo y le molestaban como tropas ligeras. Sin subir a Viriato puede con razón afirmarse que los españoles se mostraron siempre inclinados a este linaje de lides, que se llaman en la 2.ª Partida correduras y algaras, fruto quizá de los muchos siglos que tuvieron aquellos que pelear contra los moros, en cuyas guerras eran continuas las correrías a que debieron su fama los Vivares y los Munios Sanchos de Hinojosa. En la de sucesión, aunque varias provincias no tomaron parte por ninguno de los pretendientes, aparecieron no obstante cuadrillas en algunos parajes, y con tanta utilidad a veces de la bandera de la casa de Borbón, que el marqués de Santa Cruz de Marcenado en sus reflexiones militares las recomienda por los buenos servicios que habían hecho los paisanos de Benavarre. En la guerra contra Napoleón nacieron más que de un plan combinado de la naturaleza de la misma lucha. Engruesábanlas con gente las dispersiones de los ejércitos, la falta de ocupación y trabajo, la pobreza que resultaba, y sobre todo la aversión contra los invasores viva siempre y mayor cada día por los males que necesariamente causaban sus tropas en guerra tan encarnizada. [Marginal: Decreto de la central.] La junta central sin embargo previendo cuán provechoso sería no dar descanso al enemigo y molestarle a todas horas y en todos sentidos, imaginó la formación de estos cuerpos francos, y al efecto publicó un reglamento en 28 de diciembre de 1808 en que despertando la ambición y excitando el interés personal, trataba al mismo tiempo de poner coto a los desmanes y excesos que pudieran cometer tropas no sujetas a la rigurosa disciplina de un ejército. Nunca se practicó este reglamento en muchas de sus partes, y aún no había circulado por las provincias cuando ya las recorrían algunos partidarios. [Marginal: Porlier.] Fue uno de los primeros Don Juan Díaz Porlier, a quien denominaron el Marquesito por creerle pariente de Romana. Oficial en uno de los regimientos que se hallaron en la acción de Burgos, tuvo después encargo de juntar dispersos, y situose con este objeto en San Cebrián de Campos a tres leguas de Palencia. Allegó en diciembre de 1808 alguna gente, y ya en enero sorprendió destacamentos enemigos en Frómista, Rivas y Paredes de Nava, en donde se pusieron en libertad varios prisioneros ingleses, señalándose por su intrepidez Don Bartolomé Amor, segundo de Porlier. Próximo este a ser cogido en Saldaña y dispersada su tropa, juntola de nuevo, haciéndose dueño en febrero del depósito de prisioneros que tenían los franceses en Sahagún, y de más de 100 de sus soldados. Creció entonces su fama, difundiose a Asturias, y la junta le suministró auxilios, con lo que, y engrosada su partida, acometió a la guarnición enemiga de Aguilar de Campóo, compuesta de 400 hombres y dos cañones, siendo curioso el modo que empleó para rendirlos. Encerrados los franceses en su cuartel bien pertrechados y sostenidos por su artillería, dificultoso era entrarlos a viva fuerza. Viendo esto Porlier hizo subir algunos de los suyos a la torre, y de allí arrojar grandes piedras, que cayendo sobre el tejado del cuartel, le demolieron y dejaron descubiertos a los franceses obligándolos a entregarse prisioneros. Concluyó otras empresas con no menor dicha. [Marginal: Don Juan Echávarri.] No fue tanta entonces la de Don Juan Fernández de Echávarri que, con nombre de Compañía del Norte, levantó una cuadrilla que corría la montaña de Santander y señorío de Vizcaya, pues preso él y algunos de sus compañeros en 30 de marzo, fue sentenciado a muerte por un tribunal criminal extraordinario que a manera del de Madrid se estableció en Bilbao, el cual en este y otros casos ejerció inhumanamente su odioso ministerio. [Marginal: El Empecinado.] Otras partidas de menos nombre nacieron y comenzaron a multiplicarse por todas las provincias ocupadas. Distinguiose desde los principios la de Don Juan Martín Díez que llamaron el _Empecinado_ [apodo que dan los comarcanos a los vecinos de Castrillo de Duero de donde era natural]. Soldado licenciado después de la guerra de Francia de 1793, pasaba honradamente la vida dedicado a la labranza en la villa de Fuentecén. Mal enojado como todos los españoles con los acontecimientos de abril y mayo de 1808, dejó la esteva y empuñó la espada, hallándose ya en las acciones de Cabezón y Rioseco. Persiguiéronle después envidias y enemistades, y le prendieron en el Burgo de Osma, de donde se escapó al entrar los franceses. Luego que se vio libre reunió gente ayudado de tres hermanos suyos; y empezando en diciembre a molestar al enemigo, recorrió en enero y febrero con fruto los partidos de Aranda, Segovia, tierra de Sepúlveda y Pedraza. Aunque acosado en seguida por los enemigos, internándose en Santa María de Nieva, recogió en sus cercanías muchos caballos y hombres. Con tales hechos se extendió la fama de su nombre, mas también el perseguimiento de los franceses que enviaron en su alcance fuerzas considerables, y prendieron como en rehenes a su madre. Casi rodeado salvose en la primavera con su partida, y sin abandonar ninguno de los prisioneros que había hecho, yendo por las sierras de Ávila, se guareció en Ciudad Rodrigo. Llegaron entonces a noticia de la central sus correrías, y le condecoró con el grado de capitán. También por los meses de abril y mayo tomó las armas y formó partida Don Jerónimo Merino cura de Villoviado. Lo mismo hicieron, otros muchos, de los que y de sus cuadrillas suspenderemos hablar hasta que ocurra algún hecho notable o refiramos lo que pasaba en las provincias en que tenían su principal asiento. [Marginal: Ciudad Rodrigo y Wilson.] Ayudaron al principio mucho a estas partidas, amparándolas en sus apuros las plazas y puntos que todavía quedaban libres. Acabamos de ver como el Empecinado se abrigó a Ciudad Rodrigo, en cuya plaza y sus alrededores solía permanecer el digno e incansable jefe inglés Sir Roberto Wilson. Asistido de su legión lusitana a la que se habían agregado españoles e ingleses dispersos, y una corta fuerza bajo Don Carlos de España, protegía a nuestros partidarios e incomodaba al general Lapisse colocado en Ledesma y Salamanca. Este aunque al frente de 10.000 hombres y con mucha artillería, apenas había hecho cosa notable hasta abril desde enero en que se apoderó de Zamora, ciudad casi abandonada. Solo en 2 de marzo esperanzado en malos tratos se presentó delante de Ciudad Rodrigo para entrar de rebate la plaza, mas el aviso de buenos españoles y la diligencia de Wilson le impidieron salir adelante con su proyecto, incomodándole este continuamente aun en sus mismos reales. [Marginal: Asturias.] Por aquel tiempo Asturias, provincia que después de la invasión de Galicia era la sola libre entre las del norte, mostrose firme, y continuó desplegando sus patrióticos sentimientos. [Marginal: La junta.] Gobernábala la misma junta que se había congregado en 1808, compuesta de hacendados y personas principales del país. Dio para el armamento y defensa enérgicas providencias; que la malquistaron con muchos. Tales fueron un alistamiento general sin excepción de clase ni persona; el repartimiento extraordinario a toda la provincia de 2.000.000 de reales, y el de otras sumas entre los más ricos capitalistas y propietarios, la rebaja de sueldos a los empleados; y por último el haber mandado a las corporaciones eclesiásticas que tuviesen a su disposición los caudales que existieran en sus depósitos. Con estos recursos hubo bastante para hacer frente a los considerables gastos que ocasionaron las dispersiones de Espinosa y las posteriores; y arreglar de nuevo y aumentar la fuerza necesaria para la defensa del principado. [Marginal: Ballesteros.] Uno de los puntos que urgía poner al abrigo de un impensado ataque era el del lado oriental, por donde los enemigos se habían extendido hasta más acá de San Vicente de la Barquera. Juntáronse las pocas tropas que quedaban, y se pusieron a las órdenes de Don Francisco Ballesteros; que de capitán retirado y visitador de tabacos había ascendido a mariscal de campo en la profusión de grados que se concedieron. Contentose al principio el nuevo general con ocupar las orillas del río Sella, hasta que reforzado avanzó en enero de 1809 a Colombres y riberas del Deva. Descubrieron luego Ballesteros y otros jefes suma actividad y celo, esmerándose en la instrucción y disciplina de subalternos y soldados. Y en aquel campo al paso que se perfeccionaron unos y otros en los ejercicios de su profesión, habituáronse también al fuego, no estando separados del enemigo sino por el Deva, y al fin se alcanzó formar una división que regida por Ballesteros adquirió justo renombre en el curso de la guerra. [Marginal: Sus operaciones en Colombres.] Antes de empezar febrero ascendía dicha fuerza a 5000 hombres, y el 6 del mismo desalojó ya a la del enemigo de la línea que ocupaba, incomodándole con frecuencia, y casi siempre ventajosamente. Hubo ocasiones en que las refriegas fueron de más empeño, sobre todo una acaecida en fines de abril, consiguiendo los nuestros penetrar basta San Vicente de la Barquera, en cuyo pueblo celebró su victoria el general Ballesteros con grande aparato; vana ostentación a que era inclinado, pero con la que entusiasmaba al soldado y granjeaba su voluntad. [Marginal: Armamento de la provincia.] La junta de Asturias había además establecido dentro del principado, bajo el nombre de _Alarma_, un levantamiento general para que acudiesen a la defensa, en caso de irrupción, todos los hombres capaces de manejar un fusil o un chuzo, de cuyas armas no había vecino que no estuviese provisto. [Marginal: Worster.] A últimos de enero, al saberse la ocupación de Galicia, igualmente paró su atención en formar y juntar con prontitud una división de 7000 hombres que cubriese la parte occidental de Asturias, y cuyo mando por desgracia dio a Don José Worster, general de menguado seso, aunque antiguo oficial de artillería. [Marginal: Entran los asturianos en Ribadeo.] Puesta esta fuerza a orillas del Eo, sabiendo ser corta la que tenían enfrente los enemigos, y ansiando por tener un apoyo los patriotas de aquellos partidos, de los que del lado de Vivero se habían ya levantado algunos, tratose seriamente al comenzar febrero de hacer una excursión en Galicia. Verificose así, mas con tan poco orden que las tropas de Worster cometieron excesos en Ribadeo como si fuesen enemigas, y mataron a Don Raimundo Ibáñez comerciante rico e ilustrado de aquella villa. Difícil era que soldados tan insubordinados se comportasen debidamente cuando se tratase de guerrear. No obstante intentó Worster sorprender a los franceses que guarnecían a Mondoñedo. [Marginal: Y en Mondoñedo.] Sita esta ciudad en un profundo valle, cercada de altas montañas, y sin otro camino llano más que el que conduce a Asturias, pudiera fácilmente haberse conseguido la empresa. Pero Worster por sus mal concertadas órdenes, y el coronel Linares por no atender cumplidamente al punto que guardaba, diéronse tan torpe maña que dejaron retirarse a los franceses sin grande molestia. Worster luego que entró en Mondoñedo en vez de tener presente la clase de enemigo con quien las había, entregose a fiestas y convites que le dieron los vecinos, de cuyo descuido enterado el general francés Maurice Mathieu que mandaba por aquella parte, después de entrar en Vivero, en que se había formado una junta, y de entregar al saco y furor del soldado aquella villa, revolvió sobre Mondoñedo, [Marginal: Sorprenden y dispersan los franceses a Worster.] sorprendió y dispersó la división de Worster, superior en número, y penetrando en Asturias hasta el Navia saqueó y aniquiló los concejos que median entre este río y el Eo. Afortunadamente se hallaba en las cercanías Don Manuel Acevedo individuo de la junta, y hermano del general que pereció después de la batalla de Espinosa, y a su actividad e ilustrada diligencia debiose la pronta reunión a esta parte del Navia de los soldados desbandados, ayudándole con esmero el gobernador del partido Don Matías Menéndez, y el bizarro coronel Galdiano. Advertido el general francés de que la tropa asturiana se había rehecho, y juzgando arriesgado internarse aún en el principado, retrocedió a Galicia y se contentó con ocupar sus antiguas posiciones. [Marginal: Romana.] Tales eran los acontecimientos ocurridos en Asturias, mientras que esta provincia, si bien libre, se había mantenido como aislada y sin comunicación con las otras, hasta que en la primavera de 1809 pisó su suelo por primera vez el marqués de la Romana; mas para averiguar los motivos que trajeron a este caudillo al principado, necesario es referir antes lo que pasó en Galicia después que le dejamos en enero a él y a su gente cerca de la frontera de Portugal. [Marginal: Su ejército.] Allí continuó todo el febrero mudando a menudo de posición, y aproximándose a veces a la plaza portuguesa de Chaves. Consistía su fuerza en 9000 hombres, distribuidos en una vanguardia al cargo de Don Gabriel de Mendizábal, y en dos divisiones que mandaban los generales Mahy y Taboada. Su estancia en aquellos parajes animó mucho al paisanaje de Galicia, abultándose el número de sus tropas y el de sus recursos. También procuraba el mismo marqués por medio de emisarios atizar el fuego, y el ayudante general Moscoso en una comisión que tuvo en lo interior de aquella provincia, repartió con buen éxito ejemplares manuscritos de una instrucción que había compuesto para la guerra de partidas. [Marginal: Empieza el levantamiento de Galicia.] Hubo sitios en que produjeron estos pasos conveniente efecto; mas hubo otros en que sin ajeno estímulo formáronse muy luego los habitantes en cuadrillas. Así aconteció con los paisanos de la Puebla de Tribes que los primeros y antes de comenzar febrero, dirigidos por Diego Núñez de Millaroso, cogieron prisioneros a 80 dragones de la división del general Marchand, los cuales con varios despojos llevaron en triunfo adonde estaba Romana. Imitáronlos en breve otros muchos en el valle de Valdeorras, y uniéndose cinco fieldades eligieron una junta, escogiendo por su general a Don José, abad de Casoyo, mozo arrojado y de la casa de Quiroga, ilustre en aquella tierra. Su hermano Don Juan, también de Quiroga y Uría, cooperó grandemente a sus empresas, que se multiplicaron y se extendieron hacia el Bierzo. En la línea de Lugo desde el valle de Cruzul hasta monte Salgueiro, no lejos de Betanzos, interceptaron los naturales correos y destacamentos, señalándose el juez de Cancelada Don Ignacio Herbón, quien al acabar febrero atacó en Doncos un convoy, y le cogió en su mayor parte. Pero en donde se encendió extraordinariamente y tomó forma más regular la insurrección, según veremos más adelante, fue del lado de Tuy. Mucho hubiera podido contribuir a darle pronto y vigoroso centro la permanencia de Romana hacia Monterrey; mas nuevas ocurrencias le obligaron a alejarse. Indicamos en otro libro como el mariscal Soult avanzaba por la costa de Galicia vía de Portugal. Ejecutó este movimiento en virtud de orden que en 28 de enero recibió en el Ferrol para invadir aquel reino. [Marginal: Mariscal Soult.] Luego que se embarcaron los ingleses en la Coruña quedando pocos en Lisboa, pareciole fácil a Napoleón llegar a las puertas de esta capital, y lavar con su conquista la antigua mancha. [Marginal: Trata de invadir Portugal.] Para ello al paso que Soult había de realizar la principal invasión por la costa de Galicia y provincias portuguesas del norte, el general Lapisse y el mariscal Victor estaban encargados de amenazar la frontera portuguesa por Ciudad Rodrigo y Extremadura. Componíanse las fuerzas de Soult del segundo cuerpo y de parte del que había mandado Junot: según Napoleón ascendían en todo a 50.000 hombres, como si no hubiesen tenido pérdidas ni baja alguna; mas realmente estaban reducidos a la mitad: 4000 eran de caballería. [Marginal: Inútil tentativa para atravesar el Miño.] El mariscal Soult después de tomar las correspondientes providencias y de dejar en su lugar a Ney, ausente en Lugo al recibo de la orden, púsose en marcha, y el 3 de febrero llegó a Santiago. Precediéronle los generales La Houssaye y Franceschi: el primero con los dragones se encaminó a Ribadavia y Salvatierra, plaza de poco valer y desmantelada a orilla derecha del Miño; y el segundo con la caballería ligera fue la vuelta de Tuy, ciudad colocada en la misma ribera. Sostenía a estas divisiones la de infantería del general Merle, que avanzó a Pontevedra. Las otras con el mariscal Soult salieron de Santiago el 8, llegando el 10 a Tuy. Corre el Miño por allí muy caudaloso, y sin que desde Orense se encuentre puente alguno; no obstante pensó Soult cruzarle hacia la marina, acopiando los preparativos necesarios en el puertecillo de La Guardia, separado de la desembocadura por el monte de Santa Tecla. Habiendo dificultades para doblar la punta que este forma, y subir río arriba, trasladaron los franceses por tierra en carros gallegos cosa de una legua con mucho trabajo los botes destinados al transporte de la tropa, y los volvieron a poner boyantes en el Tamuge, río pequeño que desagua en el Miño. El 15 en la noche a la hora de la marea alta quedó encargado de empezar la operación el general Thomières. Ejecutose en buen orden por el Tamuge, pero al entrar en la gran corriente del Miño, más rápida con el reflujo que comenzaba, separáronse los botes, y pocos fueron los que arribaron a la orilla opuesta. Los portugueses mandados por el general Bernardino Freire hicieron contra ellos un fuego vivo y acertado, con lo cual y la marea ya contraria tuvieron que volver los más a tierra de España, quedando prisioneros de los portugueses unos 40 hombres. El malogramiento de esta tentativa cundiendo por una y otra frontera animó al paisanaje, deseoso de molestar a los franceses. [Marginal: Toma Soult hacia Orense.] También con aquel contratiempo vio el mariscal Soult los obstáculos que se le ofrecían para pasar el Miño, no teniendo a su pronta disposición los medios necesarios. Por lo cual determinó entrar en Portugal vía de Orense, tomando río arriba. Salió pues de Tuy el 17 de febrero, y nombró al general Lamartinière comandante de la ciudad, en la que dejó los enfermos, la mayor parte de la artillería, y alguna guarnición. [Marginal: Insurrección.] A corta distancia ya percibió síntomas de una insurrección general. Habíanla fomentado varios individuos, entre los que se señalaron el abad de Couto y el de Valladares. [Marginal: Los abades de Couto y Valladares.] Aquella tierra está bien cultivada, con población numerosa y desparramada en caseríos rústicos. De las heredades distribuidas en cortas porciones, y por lo general a foro enfitéutico, disponen los usufructuarios como de cosa propia. Y la gente trabajadora y de suyo guardosa, temía más que la de otras provincias perder con la invasión de extraños el producto de sus labores e industria, y con tanta mayor razón cuanto los franceses escasos de provisiones comenzaron a hacer repartimientos excesivos, y a cometer robos y saqueos. [Marginal: El paisanaje molesta a los franceses en su marcha.] Allí los abades, nombre que se da a los curas párrocos, tienen mucho influjo por su riqueza y poder. Lo tienen los ricos y cercanos monasterios del orden cisterciense de San Clodio y Melón, y teníanlo también entonces por su patriotismo varios particulares, los cuales juntos y separadamente trataron de aprovechar la buena disposición del pueblo contra los extranjeros. Antes que ninguno descubriose el abad de Couto Don Mauricio Troncoso, quien congregando a sus feligreses con motivo de un repartimiento que los invasores habían echado, díjoles: «En vez de dar a los enemigos lo que nos piden, seré vuestra guía si queréis negárselo y emplearlo en vuestra defensa.» Aplaudieron todos aquellas palabras, y agregándose personas de cuenta y aun portugueses, soltáronse de todos lados partidas que hostigaron a los franceses en su marcha. En Mourentan hízoles notable daño el mismo abad de Couto, y quemaron aquel pueblo en venganza. Desde el puente de las Hachas hasta Ribadavia también padecieron varias acometidas, acaudillando al paisanaje José Labrador, el monje bernardo Fray Francisco Carrascón, y después el juez de Maside; y si bien en estos reencuentros los franceses con su pericia y buenas armas rompían al fin por medio e iban adelante, perdían gente y amilanábanse sus soldados con guerra tan continua y encarnizada. [Marginal: Soult y Romana. Intimación a este.] De Ribadavia pasó el mariscal Soult a Orense resuelto a entrar en Portugal por la plaza de Chaves, y a disipar antes el corto ejército de Romana. Manteníase este general en el valle de Monterrey, y hallábase en Lamadarcos el 4 de marzo cuando llegó un parlamentario francés con un pliego, ofreciendo recompensas y condecoraciones con tal que Romana y su ejército reconociesen a José. Replicó el general español debidamente, diciendo que a tales proposiciones no había otra respuesta sino cañonazos. Pero no habiéndose tomado en el recibimiento del oficial parlamentario las acostumbradas precauciones, examinó este con sus propios ojos el deplorable estado de nuestro ejército, y dio cuenta de ello a su mariscal, quien determinó atacar sin dilación a los españoles. [Marginal: Es desbaratada la retaguardia española.] El marqués de la Romana quería evitar cualquier refriega, mas no habiéndose retirado tan prontamente como era de desear, fue el 6 de marzo alcanzada su retaguardia a las órdenes de Don Nicolás Mahy en las inmediaciones de Verín. Cogiole el general Franceschi algunos prisioneros y la desordenó, pero no insistiendo en su perseguimiento pudo continuar su marcha. Los franceses solo pensaron en entrar en Portugal, cuyas tropas mandadas por el general Silveira habían sido acometidas en Villaza el mismo día que las españolas por la división de Delaborde, teniendo que retirarse después de alguna pérdida al abrigo de la noche. El general Mahy dirigiose a las Portillas, gargantas que parten término con Castilla, y se unió en Lubián con el marqués de la Romana. Andaban todos inciertos acerca del camino que tomarían, y pesábales a algunos que se abandonase a Galicia en la propia sazón en que por todas partes cundía el fuego insurreccional. Aprobose al fin a propuesta del ayudante general Moscoso el no alejarse de la tierra montañosa, y conforme a esta determinación decidió Romana partir la vuelta de Asturias, de donde soplaría la hoguera encendida en Galicia. En consecuencia cambiose de improviso la marcha, y se revolvió sobre las montañas de las Cabreras para cruzarlas por el puerto del Palo, país escabroso, solitario, y cuyas sierras más bien se escalan que se suben. A su paso sobrecogió la noche a nuestros soldados, en estación cruda, expuestos a la inclemencia, desprovistos de todo. Animándose unos a otros llegaron por fin a Ponferrada del Bierzo con admiración de sus vecinos que los creían lejos de sus hogares. En aquella villa y otros muchos pueblos no había francés alguno, contentándose estos con ocupar la línea de comunicación de la calzada que de Galicia va a Castilla, y aun en ella tenían poca tropa, excepto en Villafranca en que contaban unos 1000 hombres de escogidas tropas. [Marginal: Ataca a Villafranca.] Las de Romana no estaban para emprender expediciones de grande importancia, pero el haber casualmente encontrado en una ermita cerca de Ponferrada un cañón de a doce abandonado con su cureña y balas de su calibre, sugirió la idea al ayudante Moscoso de proponer al general en jefe un ataque contra los franceses de Villafranca. Condescendió Romana, y desde Toreno a donde se había ya trasladado para entrar en Asturias, dispuso que acometiese la empresa con 1500 hombres el general Mendizábal. [Marginal: Se apodera de la guarnición.] Los franceses a la inesperada vista de los españoles y del cañón de grueso calibre, imaginándose venía sobre ellos gran fuerza, se arredraron y metieron en el castillo-palacio de la villa, perteneciente a los marqueses que llevan su nombre: era edificio antiguo de muros sólidos con cuatro torreones que defendían cañones de hierro, y el cual quemaron después los paisanos para que no sirviese otra vez de refugio al enemigo. Comenzaron los españoles su ataque en la mañana del 17 de marzo, distinguiéndose el regimiento de voluntarios de la Corona, e íbase ya a entrar por fuerza el castillo, cuando intimada la rendición abrieron los franceses la puerta, y quedaron prisioneros 1000 granaderos que le guarnecían de las más acreditadas tropas. Avergonzábanse después de haber entregado las armas a tan corto número de hombres y a gente de tan poca apariencia como eran entonces las tropas de aquel ejército. La nueva de este suceso creciendo de boca en boca alentó a los patriotas de Galicia, que se figuraban ser ya más numerosas las tropas que capitaneaba Romana. Ojalá se hubiera siempre limitado este caudillo a tal linaje de empresas, dignas de un militar y de su elevado puesto, evitando entrometerse en querellas y divisiones de provincias, según aconteció en Oviedo, a cuya ciudad llegó poco después de la toma del castillo de Villafranca. [Marginal: Llega Romana a Oviedo.] Los disgustos excitados con las providencias oportunas y enérgicas de aquella junta, habíanse entonces aumentado con otras intempestivas y arbitrarias dadas contra algunas personas. Los descontentos, sobre todo ciertos individuos de corporaciones privilegiadas, salieron a recibir a Romana, y por desgracia de tal modo preocuparon su ánimo que en vez de obrar desapasionadamente, y de contentarse con reprimir los abusos de autoridad que hubiese habido, púsose del bando de los que se creían agraviados. [Marginal: Altercado con la junta.] Tratáronse por consiguiente el general y la junta con frialdad y desvío, sin que le fuese dado conciliarlos a la prudencia y buen tino de su presidente el brigadier D. José Valdés, antiguo jefe de Romana cuando este servía en la armada. La central había autorizado al marqués con amplias facultades en la parte militar, y él ensanchándolas a su sabor empezó por reprender a la junta en lo que precisamente merecía más alabanza, como lo era en haber mandado que tomasen las armas todos sin excepción, inclusos los donados y legos de los conventos, y los beneficiados no ordenados _in sacris_. Compuesta dicha corporación de los principales de la provincia y de suyo altiva, respondió acerbamente a la inadvertida reprensión; con lo cual irritado aún más Romana quiso llamarla a cuentas. Negose a ello la junta por no creerle autoridad competente, pero añadiendo que haría públicas sus entradas e inversiones para satisfacción de sus comitentes. Encendiéndose así el enojo de ambas partes, en especial con motivo de un repartimiento de 4.000.000 enviados por la central para uso del principado y que Romana quería por sí aplicar a su solo ejército, decidiose el último a disolver la junta, a cuyo fin y por orden suya penetró en la sala de las sesiones el coronel Don José de O’Donnell con 50 hombres del regimiento de la Princesa, haciendo en ello un pequeño y ridículo remedo del 18 Brumario de Napoleón. Cedieron los vocales a la violencia, sin dejar de hacer fuerte y enérgica oposición, señaladamente Don Manuel María de Acevedo. Romana nombró otra junta en su lugar, mas la tropelía cometida con la anterior disgustó a los más, y desencajó, por decirlo así, de su asiento en el principado el orden y buen gobierno.[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-7.)] Injustamente acusaron algunos a la junta disuelta de malversación de caudales: pudientes y ricos los más de sus individuos habían hecho los más de ellos donativos cuantiosos, y su patriotismo y celo estaban libres de tacha: solo, repetimos, incurrieron en merecida censura por algunas medidas arbitrarias contra determinadas personas. Hablamos en este punto con tanta mayor imparcialidad, cuanto no andábamos bien avenidos con aquella junta, por lo que merecimos de Romana que nos nombrase de la que había en su lugar creado, gracia que no admitimos por considerar su procedimiento ilegal y dañoso. [Marginal: Invade Ney Asturias.] Sabedor el mariscal Ney de la discordia suscitada entre la junta de Asturias y Romana, y temeroso sobre todo con lo sucedido en Villafranca de que uniendo este caudillo sus tropas a las del principado formase un cuerpo respetable y bastante numeroso para incomodarle y cortarle su comunicación con el reino de León, se preparó a invadir a Asturias poniéndose de acuerdo con fuerzas que había en Castilla y en Santander. Parece ser que desde Francia también le había venido orden de no desperdiciar oportuna coyuntura de verificar dicha invasión. Romana por su parte más ocupado en las contestaciones y querellas de la junta que en uniformar y arreglar la mucha gente que ahora tenía a su disposición, no tomó acerca de ello providencia alguna. Dejó correr en el principado los asuntos militares según iban a su llegada, y olvidó a su ejército de Galicia, el cual a las órdenes de Don Nicolás Mahy pasando el puerto de Ancares se había situado hacia el Navia, extendiéndose hasta las avenidas de Lugo y Mondoñedo. El mariscal Ney rozándose casi con este ejército y acompañado de 6000 hombres, se dirigió desde Galicia por la tierra áspera y encumbrada de Navia de Suarna a Ibias, y descendiendo a Cangas de Tineo, Salas y Grado se adelantó a Oviedo, al mismo tiempo que procedente de Valladolid y con otra tanta o más fuerza se metía en el principado por el puerto de Pajares [Marginal: Kellermann.] el general Kellermann. Estaba ya cercano a Oviedo el mariscal Ney y todavía lo ignoraba Romana. Recibió este al fin un aviso y apresuradamente después de dar por primera vez órdenes a la división de Ballesteros y a la de Worster poco antes malamente repuesto en el mando, [Marginal: Romana se embarca en Gijón.] pasó a Gijón en donde se embarcó tomando en seguida tierra en Ribadeo. Entró Ney en Oviedo el 19 de mayo, de cuya ciudad habían salido casi todos sus moradores, dejando abandonadas sus casas y haberes. [Marginal: Saquean los franceses Oviedo.] Entregada al saco durante tres días, viéronse muchos arruinados y menguaron los intereses de otros. A la noticia de la invasión acercose el general Worster lentamente a Oviedo por el país de montaña, y Ballesteros retrocediendo de Colombres al Infiesto, enriscose luego por las asperezas de Covadonga, santuario célebre mirado como cuna de la monarquía de Castilla. [Marginal: Sale Ney de Asturias.] Parose poco Ney en la capital de Asturias, y dejando allí a Kellermann y en Villaviciosa al general Bonnet que había venido con su división hasta aquel sitio de los lindes de Santander, tornó por la costa a Galicia, a donde le llamaban acontecimientos de cuantía, y a que daban ocasión reveses de Soult en Portugal, la insurrección de la provincia de Tuy y otras, y aun también los movimientos del ejército de la Romana, el cual amenazaba a Lugo y alentaba al paisanaje con la abultada fama de sus hazañas. [Marginal: Mahy amenaza Lugo.] La fuerza de este ejército puede decirse que estaba dividida en dos partes, de la una que era la principal acabamos de hacer mención, la otra entonces menos numerosa había quedado en la Puebla de Sanabria a las órdenes de Don Martín de la Carrera. La primera, gobernada en ausencia de Romana por Don Nicolás Mahy, constaba de unos 6000 hombres y de 200 caballos: la cual a la propia sazón que Ney se movía la vuelta de Asturias, se adelantó hacia el monasterio cisterciense de Meira no lejano de Lugo. El general Worster no había querido acompañar a Mahy en aquel movimiento creyendo que la fuerza que mandaba debía pensar antes que en otra cosa en cubrir a Asturias. Siguió avanzando dicho general Mahy, y su vanguardia capitaneada por Don Gabriel de Mendizábal tropezó el 17 de mayo en Feria de Castro a dos leguas de Lugo con una columna enemiga de 1500 hombres que obligó a meterse en la ciudad. Al día siguiente el general Fournier, gobernador francés, militar entendido pero de condición singular, y muy dado a hablar en latín a los obispos y a los clérigos, [Marginal: Desbarata al general Fournier.] salió de dentro y se dispuso a aguardar a los nuestros en las inmediaciones, apoyando la izquierda en los mismos muros y la derecha en un pinar vecino. Acometiole Don Nicolás Mahy formando su gente en dos columnas guiadas por los generales Mendizábal y Taboada, junto con los 200 jinetes que mandaba Don Juan Caro. A espaldas quedó la reserva a las órdenes del brigadier Losada, y aparentose tener otro cuerpo de caballería colocando a distancia, montados en acémilas y caballos de oficiales, cierto número de soldados; ardid que no dejó de servir, notándose también en nuestras tropas más instrucción y confianza. Trabose la pelea y a poco volviendo caras la caballería enemiga desconcertó su línea de batalla, e infantes y jinetes corrieron precipitadamente a guarecerse de la ciudad, acometiendo con tal brío nuestra gente que varios catalanes de tropas ligeras metiéndose dentro al mismo tiempo que aquellos, tuvieron después que descolgarse por las casas pegadas al muro ayudados de los vecinos. Los franceses perdieron bastante gente y los españoles varios oficiales, y en este número al comandante de ingenieros D. Pedro González Dávila distinguido por su valor. No pudiendo los españoles ganar en seguida a Lugo, ciudad rodeada de una antigua y elevada muralla y de muchos torreones aunque socavado el revestimiento por los años, [Marginal: Pone cerco a la ciudad.] intimaron la rendición al gobernador que respondió con honrosa arrogancia. Entonces decidiose a formalizar el cerco el general Mahy, y allí le dejaremos para acudir a donde nos llaman los gloriosos hechos de las orillas del Miño. [Marginal: Crece la insurrección de Galicia.] Luego que el mariscal Soult hubo pasado de Orense vía de Portugal, la insurrección del paisanaje gallego se aumentó, cundiendo por las feligresías de las provincias de Tuy, Lugo, Orense y Santiago hasta las riberas del Ulla y aún más allá. Por todas partes aparecieron jefes para acaudillarla, y Romana y la central enviaron también algunos que la fomentasen. Entre los primeros fueron los más distinguidos los abades ya nombrados de Couto y Valladares, y además un caballero de nombre Don Joaquín Tenreiro, el alcalde de Tuy Don Cosme de Seoane y Don Manuel Cordido, labrador y juez de Cotobad. Así indistintamente se aunaban todas las clases contra el enemigo común. El último hizo guerra terrible en la carretera de Pontevedra a Santiago, los otros después de varios choques recorriendo la tierra de Tuy y Vigo, obligaron a los franceses a encerrarse en el recinto de ambas plazas. De los emisarios de Romana diéronse particularmente a conocer los capitanes Don Bernardo González, dicho Cachamuiña del pueblo de donde era natural, y Don Francisco Colombo, incomodando mucho el primero a los enemigos por la parte de Soutelo de montes y puente de Ledesma. Fueron los enviados de la central el teniente coronel Don Manuel García del Barrio, el entonces alférez Don Pablo Morillo, y el canónigo de Santiago Don Manuel de Acuña, gallego, y de familia que tenía deudos y amigos en el país. Llegaron estos cuando todavía el marqués de la Romana estaba en el valle de Monterrey, y permaneciendo Barrio en su compañía hasta que partió a Asturias, envió hacia Tuy a los otros dos comisionados para obrar de acuerdo con los que por allí lidiaban contra los franceses. Además no hubo partido ni punto en que antes o después no fuesen molestados: así sucedió en Trasdeza, no lejos de Santiago, en que se formó una junta, y mandaron la gente los hermanos estudiantes Don Benito y Don Gregorio Martínez: así en Muros, en Corcubión, en Monforte de Lemos aunque con la desgracia en las tres últimas villas de haber sido incendiadas y horrorosamente puestas a saco. No desanimándose los moradores por tamaños contratiempos, sabedor Barrio de que en las alturas de Lobera reunía bastante gente el administrador de rentas de la Boullosa Don José Joaquín Márquez, incorporósele el 17 de marzo viniendo de hacia Chaves. [Marginal: Barrio. Junta de Lobera.] Reconocido Barrio como comisionado de la central, convino con los demás en congregar una junta compuesta de vocales del partido y de las personas que más habían contribuido al levantamiento de otras feligresías. Verificose en efecto, instalándose el 21 del mismo mes de marzo en aquellas alturas y en campo raso, renovando la sencillez de los tiempos primitivos. Sujetáronse todos a la autoridad creada, nombrose presidente al obispo de Orense y sin detención se tomaron disposiciones que mantuvieron e impulsaron más ordenadamente la insurrección. Al Márquez, hombre esforzado y que había trabajado en favor de la causa común más que los otros, diósele el mando de un nuevo regimiento que se apellidó de Lobera, y mandósele ir a reforzar a los que bloqueaban a Tuy. También se expidió orden a Cachamuiña para que de Soutelo cayese sobre Vigo y engrosase el número de los sitiadores. Dispusiéronse asimismo para entonces y para después varias otras correrías, en especial hacia Lugo y valle de Valdeorras, acaudillando siempre el paisanaje Don Juan Bernardo de Quiroga y su hermano el abad de Casoyo. [Marginal: Sitia Vigo el abad de Valladares.] Entre tanto seguían apretando a las ciudades de Tuy y Vigo los abades de Couto y Valladares. Guarnecían a la última 1300 franceses al mando del jefe de escuadrón Chalot. Aunque es aquel puerto uno de los mejores y más abrigados de España, la fortificación de tierra es defectuosa, y a su muralla baja en algunas partes y sin foso la domina a corta distancia el castillo del Castro. Sin embargo la plaza estaba bien provista y artillada. Estrechábala el abad de Valladares Don Juan Rosendo Arias Henríquez, a quien se le había agregado la gente que en el valle de Fragoso había levantado [Marginal: Limia.] su anciano alcalde Don Cayetano Limia, para lo que le facilitó armas el crucero inglés de la inmediata costa. [Marginal: Tenreiro y el portugués Almeida.] Asimismo se le juntó Don Joaquín Tenreiro que con el portugués Don Juan Bautista Almeida había recogido muchos voluntarios de algunos valles, engrosándose de este modo considerablemente el número de sitiadores. [Marginal: Morillo.] También en marzo se presentó entre ellos Don Pablo Morillo, quien enterado de que una columna francesa intentaba, encaminándose del lado de Pontevedra, venir al socorro de la plaza, corrió al Puente de Sampayo para reconocerle y asegurar su defensa, como lo verificó ayudado [Marginal: Gogo.] de Don Antonio Gogo, vecino de Marín, que capitaneaba una partida numerosa de paisanos y era dueño de dos piezas de artillería. Colocó estas Morillo con otras tres que fueron de Redondela en el paso del puente, que fortalecido dejó al mando de Don Juan de Odogerti, comandante de tres lanchas cañoneras. Volviose luego Don Pablo al sitio de Vigo, y en su compañía 300 hombres mandados por Don Bernardo González Cachamuiña y D. Francisco Colombo. [Marginal: Ríndese Vigo a los españoles.] Había el abad de Valladares intimado a la plaza varias veces la rendición sin que el comandante francés quisiera abrir las puertas, pareciéndole vergonzoso y poco seguro capitular con paisanos. Tornó como hemos dicho Morillo, y ya por sus activas y acertadas disposiciones, y ya por haber sido enviado de Sevilla, eleváronle los sitiadores a coronel, y reconociéronle como superior, a fin de que a vista de un militar cesasen los escrúpulos y recelos del comandante francés. Sin tardanza repitió el nuevo jefe español una áspera intimación, amenazando el 27 de marzo con tomar por asalto la plaza y no dar cuartel. Pidieron los franceses 24 horas de término para contestar, y no accediendo Morillo, rindiéronse por fin, concedidos que les fueron los honores de la guerra, y con la cláusula de que serían llevados prisioneros a Inglaterra, por lo cual firmó la capitulación en unión con el jefe español el comandante británico del crucero. Exigió además Morillo que inmediatamente se ratificase lo convenido, pues si no, acometería la plaza. Retardábase la respuesta, y a las ocho de la noche aproximáronse a sus muros los sitiadores, arrojándose a la Puerta de Camboa para hacerla astillas y armado de un hacha un marinero anciano que cayó muerto de un balazo: ocupó su puesto y tomó el hacha González Cachamuiña, y rompiola aunque herido en varias partes de su cuerpo. Íbase ya a entrar por ella cuando Morillo recibió la ratificación, y a duras penas pudo con su recia voz hacer cesar el fuego y detener a los suyos que se posesionaron de la plaza al día siguiente 28. No hubo en su reconquista ni ingenieros ni cañones, ganada solo a impulsos del patriotismo gallego. Entregáronse prisioneros 1213 hombres y 46 oficiales, y cogiéronse otras preseas con 117.000 francos en moneda de Francia. A poco de haberse rendido súpose que de Tuy acudían soldados enemigos en auxilio de la guarnición de Vigo: diose priesa Morillo a enviar a su encuentro personas y gente de su confianza, quienes los deshicieron, mataron a muchos y aun tomaron 72 prisioneros que se pusieron a bordo juntamente con los de Vigo. [Marginal: Bloqueo de Tuy.] Sin embargo la facilidad con que se enviaba este socorro mostraba no ser riguroso el bloqueo de Tuy. Habíale comenzado el 15 de marzo el abad de Couto, y con él el juez y procurador general de la misma ciudad y otros caudillos. También concurrieron portugueses de la orilla opuesta, y la plaza de Valencia situada enfrente había tratado de molestar a los franceses con sus fuegos. Libertado Vigo esperábase que el cerco tendría pronto y feliz éxito, pues además de acudir desde allí con su gente Morillo, Tenreiro, Almeida y otros, vino también por su lado Don Manuel García del Barrio, reconocido comandante general por la junta de Lobera. Pero tanto concurso de jefes y caudillos no sirvió sino para suscitar celos y rencillas. Morillo fuese en comisión camino de Santiago, y los otros en especial Barrio y Tenreiro, el uno presuntuoso y el otro díscolo de condición, desaviniéronse y ocupáronse en recíprocos piques y zaherimientos. Y así este bloqueo sostenido con cañones y más gente fue mal dirigido y al cabo se malogró. Mandaba dentro el general Lamartinière, y el 6 de abril haciendo una salida apoderose de cuatro piezas colocadas en la altura de Francos no muy distante de la ciudad. Ocurrida esta desgracia, y agriándose más los ánimos, diose lugar a que llegasen socorros a Tuy avanzando del lado de Santiago una columna de infantería y caballería a las órdenes del general Maucune, y otra del lado de Portugal mandada por el general Heudelet que enviaba Soult, ya posesionado de Oporto, para recoger la artillería que allí había dejado. Enseñoreose el 10 de abril sin resistencia el general Heudelet de Valencia del Miño. Sabedores los españoles que bloqueaban a Tuy de aquel suceso, [Marginal: Le alzan.] levantaron el sitio quedándose unos en las alturas que median entre esta plaza y la de Vigo, y alejándose otros con Barrio a Puente Arcas. Al mismo tiempo los franceses que venían de Santiago arrollaron a la gente de Morillo en el camino de Redondela, y en venganza incendiaron la villa, metiéndose después parte de ellos en Tuy, y tornando los otros con el general Maucune al punto de donde habían salido. [Marginal: Evacúan la ciudad los franceses.] Socorrida la plaza sacaron los enemigos todos sus efectos y artillería, y temiendo nuevo bloqueo la abandonaron el 16, y se unieron con los de Valencia. Por tanto, si no tuvo dichoso remate el cerco de Tuy consiguiose por lo menos infundir recelo en los franceses, y ver desembarazada la margen derecha del Miño. Esmeráronse entonces aquellos naturales en arreglar y disciplinar [Marginal: Se crea y aumenta la división del Miño.] la gente que se había levantado, y que se denominó división del Miño, creando varios regimientos que se distinguieron en posteriores acciones. Incorporose a ella la partida de Don José María Vázquez, conocido en Castilla por sus hechos con el nombre del Salamanquino, y al fin aumentose su fuerza, [Marginal: Mándala Don Martín de la Carrera.] y ganó en la opinión gran peso con ponerse a la cabeza el 7 de mayo Don Martín de la Carrera, según el deseo público, y cediéndole Barrio las facultades que tenía del gobierno supremo. [Marginal: Desbarata a los franceses en el campo de la Estrella.] Había Don Martín permanecido todo aquel tiempo en la Puebla de Sanabria juntando dispersos. Unido a la división del Miño completó hasta unos 16.000 hombres, y además tenía algunos caballos y nueve cañones. Adelantose con parte de su gente por la provincia de Tuy a Santiago, de cuya ciudad salieron a repelerle el 23 de mayo unos 3000 infantes y 300 caballos a las órdenes del general Maucune, acometiéndole en el campo de la Estrella. Los desbarató Carrera, persiguiéndolos y metiéndose primero que nadie en la ciudad de Santiago Don Pablo Morillo. Cogiéronse allí fusiles y vestuarios y cuarenta y una arrobas de plata labrada, sin contar otra mucha de los templos. Recibidos los nuestros con universal regocijo, hubieron sin embargo de retirarse por las operaciones combinadas que luego meditaron los mariscales Ney y Soult, de vuelta uno de Asturias y otro de Portugal. [Marginal: Campaña de Soult en Portugal.] La campaña del último en este reino había terminado con suma desdicha de sus armas. Recorreremos lo que allí pasó con rapidez, según es nuestra costumbre en las cosas de Portugal. Pisó el 10 de marzo la frontera lusitana el mariscal Soult, [Marginal: Entran los franceses en Chaves.] y el 11 se le rindió Chaves, plaza en la provincia de Tras-os-Montes en mal estado, y que aún conservaba las brechas de la guerra con España de 1762. Penetró con 21.000 hombres, retirándose el general Silveira hacia Vila Pouca. El 13 continuaron los franceses su marcha a Braga, con gran recelo de las fuerzas que allí mandaba Bernardino Freire. En este tránsito lleno de desfiladeros encontraron mucha oposición, teniendo que caminar lentamente y escasos de mantenimientos. [Marginal: En Braga.] Acercándose al fin a Braga no pensó Freire, general poco respetado, en que se pudiese defender la ciudad, y así dispuso retirarse. Enojado el pueblo le arrestó en un pueblo inmediato y le volvió a Braga, en donde fue bárbaramente asesinado. Viose entonces su segundo, el barón de Ebben, en la necesidad de defender con gente colecticia la posición de Carballo, legua y media distante, de la que apoderados los franceses penetraron el 20 en Braga, [Marginal: Asoman a Oporto.] asomando el 28 a Oporto, vencidos otros obstáculos no menos dificultosos. Intimó luego la rendición el mariscal Soult a esta ciudad, que situada a la derecha de Duero y a una legua de su embocadura, es por su población de 70.000 almas y por su gran comercio la primera de Portugal después de Lisboa. El ánimo de los naturales mostrábase levantado, tanto más cuanto con la invasión francesa veían estancado y destruido su principal tráfico, que consiste en la salida de sus vinos para Inglaterra. [Marginal: Estado de la ciudad.] Con objeto de defender la ciudad se había en su derredor construido un campo atrincherado erizado de cañones, cuya derecha se apoyaba en el Duero, y la izquierda en los fuertes vecinos al mar; además habían atajado las calles, y colocado en ellas y en diversos puntos muchas piezas de artillería. La exaltación popular era tal que fueron víctima de ella varias personas, y con dificultad pudo el mariscal Soult intimar la rendición, no queriendo la ciudad dar oídos a tregua ni convenio. Hubo también ocasión en que so color de querer escuchar las proposiciones cogieron a los parlamentarios, como aconteció al general Foy que se llevaron prisionero con grave riesgo de su persona. Mandaba en jefe el obispo, pero la víspera del ataque abandonó la ciudad poniendo en su lugar al general Parreiras. [Marginal: Éntranla los franceses.] Acometieron los franceses las líneas el 29 de marzo, que de grande extensión, mal dispuestas y defendidas por gente allegadiza, fueron ganadas sin grande esfuerzo, entrando en la ciudad los vencedores, y haciendo su caballería tremenda matanza. Los habitantes huyendo del peligro se avalanzaron al puente de Duero, que formado de barcas rompiose con el gentío, y allí fueron las mayores lástimas ahogándose unos y ametrallando a otros los franceses desapiadadamente. [Marginal: Gran matanza.] Perecieron de 3 a 4000 personas, de ellas muchas mujeres y niños. Hubo hechos que ensalzaron al ya tan ilustrado valor de los portugueses: 200 hombres esforzados se defendieron en la catedral hasta que no quedó uno con vida. [Marginal: Conducta del mariscal Soult.] Siguiéronse deplorables excesos, no pudiendo Soult contener los ímpetus desmandados de su tropa. Este mariscal procuró entonces y después granjearse la voluntad de los moradores, aun imitándolos en las prácticas de un fervoroso celo religioso. Sus votos y ofrendas, y el particular cuidado del mariscal en agradar a los portugueses, dieron a sospechar si pensaba a modo de Junot ceñir la corona lusitana. [Marginal: Pídenle sea rey.] Vino como en apoyo la exposición seguida de otras, que se imprimió y publicó, de doce habitantes de Braga, en la que llamándole padre y libertador se mostraba deseo de que Napoleón le nombrase por su rey. Y aunque es cierto que el mariscal les replicó que no pendía de él darles respuesta, la mera publicación de aquella demanda en país en donde él era árbitro de impedirla o autorizarla, manifestaba que si no dimanaba de sugestiones suyas por lo menos no era desagradable a sus oídos. [Marginal: Sus providencias.] Posesionados los franceses de Oporto no prosiguieron a Lisboa, así por la oposición que encontraron en el país, como también por ignorar el paradero del general Lapisse y del mariscal Victor, cuyos movimientos del lado de Castilla y Extremadura debieron corresponder con el de Galicia. Limitáronse pues a conservar lo ganado, y a prepararse para más adelante. Ya hablamos como con este objeto y el de tener la artillería que quedó en Tuy, había retrocedido hacia esta plaza y desembarazádola de sitiadores el general Heudelet: otro tanto trataron de hacer los enemigos por la parte de Chaves, [Marginal: Silveira recobra Chaves.] cuya ciudad había recobrado el 20 de marzo el general Silveira, extendiéndose después por el Támega hasta Amarante y Peñafiel. Reforzado luego el mismo general, y molestando incansablemente a los franceses, permaneció en aquellos sitios cerca de un mes; pero en 18 de abril queriendo el mariscal Soult abrir paso y tener libres las comunicaciones con Tras-os-Montes, envió al general Delaborde auxiliado de fuerza considerable. Al aproximarse situose Silveira en Amarante, y defendió con tal tesón el paso del puente que no pudieron superar los franceses hasta el 2 de mayo los obstáculos que se les oponían. Defensa para él muy honrosa aunque tuviese por entonces que alejarse momentáneamente. [Marginal: Coronel Trant.] Al mediodía de Oporto y camino de Lisboa no dilataron los franceses sus excursiones y correrías más allá del Vouga, persuadidos de que resguardaban a Coimbra numerosas fuerzas. Sin embargo reducíanse estas a unos 4000 hombres mal disciplinados, y a una turba de paisanos que mandaba el coronel Trant, quien no pudo hacer otra cosa sino maniobrar con acierto, aparentando mayores medios que los que tenía. Mas como eran cortos se hubiera encaminado al fin el mariscal Soult a Lisboa luego que supo las resultas de la batalla de Medellín, si no hubiesen llegado inmediatamente grandes refuerzos al ejército inglés de Portugal. [Marginal: Regencia de Portugal.] Continuaba gobernando a este reino la regencia restablecida después de la evacuación de Junot. La gente que había levantado nunca había salido de sus lindes, no obstante las repetidas instancias de la junta central. Obró quizá el gobierno portugués cuerdamente en no acceder a ellas hallándose todavía su tropa bastante indisciplinada. [Marginal: Cradock y los ingleses.] De los ingleses habían quedado unos 10.000 hombres a las órdenes de Sir Juan Cradock, contra los que prorrumpieron en grande enojo los portugueses a causa de las muestras que dieron de embarcarse al saber la suerte de Moore, apareciendo en sus providencias, más que premeditado plan, desconcierto y abatimiento. Aquietado en fin el general inglés por órdenes posteriores de su gabinete permaneció en Lisboa, adelantándose después a Leiría al mismo tiempo que el ejército portugués se situaba en Tomar, el cual sin contar con las fuerzas de Silveira, la legión lusitana y las reuniones de paisanos, constaba de unos 15 a 20.000 hombres. [Marginal: Beresford manda a los portugueses.] Disciplinábalos el general Beresford autorizado desde el mes de febrero por el príncipe regente de Portugal para obrar como comandante en jefe de sus tropas. [Marginal: Refuérzase el ejército inglés.] Así andaban las cosas en aquel reino, cuando el gobierno británico, viendo que España no se sometía al yugo extranjero a pesar de sus desgracias y de la retirada de Moore, y vislumbrando también la guerra entre Austria y Francia, determinó probar de nuevo fortuna en la península reforzando considerablemente su ejército, [Marginal: Sir Arthur Wellesley nombrado general en jefe.] y poniéndole a las órdenes de Sir Arthur Wellesley, ceñido ya con los laureles de Roliça y Vimeiro. Fueron llegando sucesivamente las tropas a las costas portuguesas, y su general en jefe desembarcó en Lisboa el 22 de abril, bien recibido y obsequiado de sus moradores. Poco después el 29 púsose en marcha sobre Coimbra, [Marginal: Sus providencias.] llevando consigo 20.000 ingleses y 8000 portugueses. Doce mil de los últimos con dos brigadas británicas a las órdenes del general Mackenzie se apostaron en Santarén y Abrantes, adelantándose un regimiento de milicias y la legión lusitana, al cargo ahora del coronel Mayne, hasta el puente de Alcántara. Sir Roberto Wilson que poco antes mandaba dicha legión, hallábase destacado con un corto cuerpo de portugueses hacia Viseo. [Marginal: Avanza a Coimbra.] El general Wellesley llegó a Coimbra el 2 de mayo prefiriendo antes arrojar a Soult de Portugal que obrar por Extremadura de concierto con Cuesta, según era el deseo de este caudillo y el del gobierno español. [Marginal: Situación de los franceses.] Los franceses no se habían movido de Oporto y de sus puestos del Vouga. En su ejército manifestábase disgusto, aburridos todos y cansados con aquella clase de guerra, y fomentando gran descontento una sociedad secreta, llamada de los filadelfos, cuyo objeto era destruir la dinastía imperial y restablecer en Francia un gobierno republicano. [Marginal: Sociedad secreta de los filadelfos.] Entre los que la componían había oficiales superiores, y tenían pensado poner a su cabeza al mariscal Ney o al general Gouvion Saint-Cyr. Extendíanse las ramificaciones de la sociedad a los demás ejércitos de Napoleón, y en el de España no abandonaron los conspiradores su proyecto hasta el año 10. Había echado profundas raíces en las tropas del mariscal Soult, y eran tantos los partícipes del secreto, que enviado para abrir tratos acerca de ello el ayudante mayor Mr. D’Argenton, pudo sin tropiezo ir hasta Lisboa, y con tal desembozo que inspiró desconfianza en Sir Arthur Wellesley, por lo cual respondió este al emisario francés que rebelárase o no su ejército le atacaría en tanto que se mantuviese en Portugal: sin embargo añadió que si se declaraba contra Bonaparte se ajustaría quizá un convenio para su retirada. Otros jefes parece ser que tuvieron también conferencias con el general británico, y de ellos se citan a los coroneles Donadieu y Lafitte. Mas D’Argenton de vuelta a Oporto habiéndose descubierto al general Lefebvre que creía en la trama o favorable a ella, fue arrestado en la noche del 8 al 9 de mayo teniendo pasaportes del almirante inglés Berkley. [Marginal: (* Ap. n. 8-8.)] Dilatose su castigo para averiguar cuáles fuesen sus cómplices, y ayudado de estos tuvo ocasión de escaparse y pasar a Inglaterra.[*] Sobresaltó al mariscal Soult tan funesto acontecimiento que realizaba anteriores sospechas, al paso que aguijó por su parte al general Wellesley a avanzar prontamente, no contando sin embargo mucho con la sublevación del ejército contrario. [Marginal: Plan de Wellesley.] Era el plan del general inglés envolver a Soult, y obligarle a una retirada desastrada o a rendirse. Y conforme a su pensamiento dispuso que el general Beresford con las tropas de su mando, y las portuguesas que estaban en Viseo a las órdenes de Sir Roberto Wilson, se dirigiesen anticipadamente por Lamego, y pasasen el Duero para juntarse en Amarante con Silveira, cuya retirada todavía se ignoraba. Hecho este movimiento la demás fuerza británica debía avanzar en dos columnas sobre Oporto, una vía de Aveiro y otra por el camino real. No se varió el plan aunque se supo luego el descalabro de Silveira, y el 6 de mayo se empezó la operación convenida. El 10 y el 11 fue arrojado de las alturas de Grijo el general Franceschi que mandaba la vanguardia de los enemigos, la cual en seguida repasó el Duero. [Marginal: Se apoderan los ingleses de Oporto.] El mariscal Soult tomando sin tardanza disposiciones para evacuar a Oporto y asegurar su retirada, voló el puente de barcas y retuvo en la margen derecha todos los botes. Dio vista el 12 a la ciudad Sir Arthur Wellesley, y aunque cercano separábale la profunda y rápida corriente de Duero. No teniendo prontos los medios necesarios para atravesarla, hubiera Soult podido retirarse tranquilamente a Galicia si un feliz acaso no hubiese servido a ayudar la combinación que para la travesía preparaba el general inglés, quien había destacado río arriba al general Murray a fin de que cruzase el Duero por Avintas y cayese sobre el flanco del enemigo al tiempo que este fuese atacado por el frente. Partió Murray; mas dudábase sobre el modo de verificar el paso a la sazón que el coronel Waters descubrió en un recodo que forma el río un pequeño bote con el que yendo a la otra orilla, acompañado de dos o tres individuos, se apoderó sin ser notado de cuatro grandes barcas abandonadas, y de priesa trájolas del lado de los suyos. Al instante y el mismo 12 a las diez del día pasó en ellas el Duero Lord Paget con tres compañías. Siguieron otros, permaneciendo los enemigos tan descuidados que burlándose de los primeros avisos que dio un oficial, a nada dieron crédito hasta que el general Foy subiendo casualmente a la altura que se eleva enfrente del convento de Serra, advirtió que en efecto pasaban los ingleses el río. Entonces todo el campo francés se conmovió y se puso sobre las armas. Trabose entre los soldados de ambos ejércitos un vivísimo choque, agolpáronse sucesivamente de uno y otro lado tropas, y llegando en fin de Avintas el general Murray abandonaron los franceses a Oporto, perseguidos por los ingleses hasta cierta distancia de la ciudad. La matanza fue grande. Cayeron heridos los generales Delaborde y Foy de una parte, y Lord Paget de la contraria, sin contar otros muchos de ambas. Censurose agriamente en su propio ejército al mariscal Soult por el descuido de dejar a los ingleses pasar en medio del día sin resistencia un río tan caudaloso como por allí corre el Duero. [Marginal: Apuros de Soult.] Después de la salida de Oporto dos caminos le quedaban a dicho mariscal para retirarse, si quería conservar su artillería; uno por puente de Lima y Valencia de Miño, y el otro por el lado de Amarante. Contaba con que el último paso sería resguardado por el general Loison; mas este perseguido por los generales Beresford, Silveira y Wilson, le abandonó y puso a Soult en el mayor aprieto, sobre todo no pudiendo ir por el otro camino de puente de Lima sin encontrarse con el general Wellesley. Aunque rodeado de inminentes peligros no se abatió el mariscal francés, y con entereza y prontitud de ánimo admirables, destruyendo la artillería y los carruajes, y acallando las voces que ya se oían de capitulación, echose por medio de senderos estrechos y casi intransitables, guiado en su laberinto por un hombre de la Navarra francesa, de los que van a España a ejercer una profesión lucrativa si bien poco honrosa. El tiempo aunque en mayo era lluvioso, los trabajos grandes, la persecución y molestia de los paisanos continua, precipitándose a veces hombres y caballos por aquellos abismos y derrumbaderos. De suerte que hasta cierto punto renovaba ahora el mariscal Soult la escena que meses antes había representado el general Moore cuando él iba en su perseguimiento. Los pueblos del tránsito fueron quemados y sus habitantes tratados cruelmente, y al mismo son que ellos cuando podían trataban a los franceses. [Marginal: Pasa la frontera.] Llegó el ejército de estos el 17 a Montealegre y el 18 pasó la frontera, no siguiendo el alcance los ingleses tierra adentro de España por querer su general retroceder a Extremadura, según antes había prometido a Cuesta. Subió a bastante la pérdida de los enemigos en la retirada, y sin la celeridad y consumada pericia del mariscal Soult difícilmente se hubieran libertado de caer en manos del inglés, cuya excesiva prudencia motejaron muchos. [Marginal: Llega a Lugo.] Llegaron los franceses a Lugo el 23, habiéndolos molestado poco el paisanaje español que estaba como desprevenido. [Marginal: Levanta Mahy el cerco.] La víspera, sabedor el general Mahy de que se acercaban, levantó el sitio que había poco antes puesto a aquella ciudad y se replegó a la de Mondoñedo. [Marginal: Encuéntrase con Romana en Mondoñedo.] Encontráronse allí el 24 él y Romana, procedente el último de Ribadeo, a donde había desembarcado, salvándose de Asturias. Mal colocados entonces y expuestos a ser cogidos entre los mariscales Ney y Soult, resolvieron los generales españoles emprender por medio de [Marginal: Marcha atrevida de los españoles.] una marcha atrevida un movimiento hacia el Sil, para abrigarse de Portugal, cruzando con cautela el camino real en las inmediaciones de Lugo. Verificose así felizmente, y por Monforte tomaron los nuestros a Orense. Aunque esta marcha era necesaria así para esquivar, como hemos dicho, el encuentro de los mariscales franceses, como también para darse la mano con Don Martín de la Carrera y las fuerzas que había en las provincias de Tuy y Santiago, [Marginal: Descontento del soldado con Romana.] disgustó mucho al soldado que comenzaba a murmurar de tanto camino como sin fruto había andado, apellidando al de la Romana marqués de las Romerías: porque en efecto si bien era loable su constancia en los trabajos y la conformidad con que sobrellevaba las escaseces y miseria, nunca se había visto salir de su mente otra providencia que la de marchar y contramarchar, y las más veces a tientas, de improviso y precipitadamente, falto de plan, a la ventura, y como suele decirse, a la buena de Dios. Solo en su ausencia y en los puntos en que no se hallaba peleábase, y jefes entendidos y diligentes procuraban introducir mayor arreglo y obrar con más concierto y actividad. El único, pero en verdad gran servicio, que hizo Romana fue el de mantenerse constante en la buena causa, y el de alimentar con su nombre las esperanzas y bríos de los gallegos. [Marginal: Ney y Soult en Lugo.] Mas las tropas que mandaba, por poco numerosas que fuesen, si se unían con las que estaban hacia la parte de Pontevedra y fomentaban de cerca la insurrección de la tierra, ponían en peligro a los franceses exigiendo de ellos prontas y acordadas medidas. Tales eran las que tomaron en Lugo el 29 de mayo los mariscales Soult y Ney de vuelta ya este de su rápida excursión en Asturias. [Marginal: Conciértanse para destruir el ejército español.] Según ellas, debía el primero perseguir y dispersar a Romana, dirigiéndose sobre la puebla de Sanabria, y conservar por Orense comunicación con el segundo, quien, derrotado que fuese Carrera, había de avanzar a Tuy y Vigo para sofocar del todo la insurrección. Púsose pues el mariscal Ney en camino con 8000 infantes y 1200 caballos, y avanzó contra la división del Miño animada del mayor entusiasmo. [Marginal: Conde de Noroña, 2.º comandante de Galicia.] La mandaba entonces en jefe el conde de Noroña, nombrado por la central segundo comandante de Galicia, mas este tuvo el buen juicio de seguir el dictamen de Carrera, de Morillo y de otros jefes que por aquellas partes y antes de su llegada se habían señalado; con lo cual obraron todos muy de concierto. [Marginal: Acción del Puente de Sampayo.] Al aviso de que Ney se aproximaba cejaron los nuestros a Sampayo, punto en donde resolvieron hacerle rostro. Mas cortado anteriormente el puente por Morillo, hubo que formar otro de priesa con barcas y tablazón, dirigiendo la obra con actividad y particular tino el teniente coronel Don José Castellar. Eran los españoles en número de 10.000, 4000 sin fusiles, y el 7 de junio muy de mañana acabaron todos de pasar, atajando después y por segunda vez el puente. A las nueve del mismo día aparecieron los franceses en la orilla opuesta, y desde luego se rompió de ambos lados vivísimo fuego. Los españoles se aprovecharon de las baterías que antes había levantado Don Pablo Morillo, y aun establecieron otras: los principales fuegos enfilaban de lo alto de una eminencia el camino que viene al puente; ocupose el paso de Caldelas dos leguas río arriba por Don Ambrosio de la Cuadra que regía la vanguardia, y por Don José Joaquín Márquez comandante del regimiento de Lobera; apoyose la derecha de Sampayo en un terreno escabroso, y la izquierda estaba amparada de la ría en donde se habían colocado lanchas cañoneras. Duró el fuego hasta las tres de la tarde sin que los franceses consiguiesen cosa alguna. Renovose con mayor furor al día siguiente 8, buscando los enemigos medio de pasar por su derecha un vado largo que queda a marea baja, y de envolver por su izquierda el costado nuestro que estaba del lado del puente de Caldelas y vados de Sotomayor. Rechazados en todas partes vieron ser infructuosos sus ataques, y al amanecer del 9 se retiraron a las calladas, después de haber experimentado considerable pérdida. Señaláronse entre los nuestros, y bajo el mando del conde de Noroña, La Carrera, Cuadra, Roselló, que gobernaba la artillería, Castellar, Márquez y D. Pablo Morillo; por su parte también se manejaron con destreza los marinos, y sin duda fue muy gloriosa para las armas españolas la defensa del Puente de Sampayo. [Marginal: Soult trata de pasar a Castilla.] Romana, en tanto, se había acogido a Orense al adelantarse el mariscal Soult: mas en vez de seguir la huella del primero detúvose este en Monforte algunos días. Lo alterado del país, noticias de la guerra de Austria, y más que todo los celos y rivalidad que mediaban entre él y el mariscal Ney le alejaron de continuar el perseguimiento de Romana, y le decidieron a volver a Castilla. Para ello, no pudiendo atravesar el Sil por allí falto de vados y de puentes, tuvo que subir río arriba hasta Montefurado, así dicho por perforarle en una de sus faldas la corriente del mismo Sil, obra según parece del tiempo de los romanos. [Marginal: Paisanos del Sil.] Los naturales de los contornos, colocados en la orilla opuesta, le causaron grave mal, acaudillados por el abad de Casoyo y su hermano Don Juan Quiroga. Para vengarse del daño ahora y antes recibido, desde Montefurado mandó el mariscal Soult al general Loison descender por la orilla izquierda del Sil y castigar a los habitantes. [Marginal: Quema de varios pueblos.] Cumplió este tan largamente con el encargo que asoló la tierra y varios pueblos fueron quemados, Castro de Caldelas, San Clodio y otros menos conocidos. También padecieron mucho los otros valles que recorrieron o atravesaron los enemigos. [Marginal: Romana en Celanova.] Romana retirose a Celanova, y en seguida a Baltar, frontera de Portugal, en donde le dejó tranquilo el mariscal Soult, [Marginal: Soult en la Puebla de Sanabria.] pues dirigiéndose por el camino de las Portillas llegó el 23 a la Puebla de Sanabria, de cuyo punto se retiraron a Ciudad Rodrigo después de haber clavado algunos cañones los pocos españoles que le guarnecían. [Marginal: General Franceschi cogido por el Capuchino.] Soult permaneció en la Puebla breves días habiendo despachado a Madrid a Franceschi para informar a José del estado de su ejército y de sus necesidades. Aquel general partió de Zamora en posta a caballo con otros dos compañeros, mas pasado Toro fueron todos cogidos e interceptados los pliegos por una guerrilla que mandaba el capuchino Fr. Julián de Délica. Los pliegos [*] [Marginal: (* Ap. n. 8-9.)] eran importantes así porque expresaban el quebranto y escaseces de aquellas tropas, como también por indicarse en su contenido el mal ánimo de algunos generales. [Marginal: Situación de Ney.] Viéndose solo el mariscal Ney y abandonado de Soult, conoció lo crítico de su situación. Con nada en realidad podía contar sino con la fuerza que le quedaba, y era esta harto corta para hacer rostro a la población armada, y al ejército bastante numeroso que contra él podían ahora reunir sin embarazo los generales Romana y Noroña. El auxilio que le prestaban los españoles sus allegados era casi nulo, y por decirlo así perjudicial. [Marginal: Mazarredo.] Había ido de comisario regio el general de marina Mazarredo que separándose de su profesión, en la que había adquirido bien merecido renombre, metiose a dar proclamas y a esparcir entre los eclesiásticos y los pueblos una especie de catecismo, por cuyo medio apoyándose en textos de la Escritura, quería probar la conveniencia y obligación de reconocer la autoridad intrusa. No conmovían las conciencias argumentos tan extraños, al contrario las irritaban, provocando también a mofa ver convertido en misionero político al que solo gozaba de reputación de inteligente en la maniobra náutica. Hubo igualmente en Santiago un director de policía [Marginal: Bazán.] llamado Don Pedro Bazán de Mendoza, doctor en Teología, el cual y otros cuantos de la misma lechigada cometieron muchas tropelías y defraudaron plata y caudales: denominaban los paisanos semejante reunión el conciliábulo de Compostela. [Marginal: Evacúa Ney Galicia.] Rodeado por tanto de peligros y escaso de fuerzas y recursos, resolvió Ney salir de Galicia, y el 22 evacuó la Coruña, enderezándose a Astorga por el camino real; en cuyo tránsito asolaron sus tropas horrorosamente pueblos y ciudades. Así tornó aquel reino a verse libre de enemigos al cabo de cinco meses de ocupación, durante los cuales perdieron los franceses la mitad de la tropa con que habían penetrado en aquel suelo, ya en las acciones con los ingleses, ya en la terrible guerra con que les habían continuamente molestado los ejércitos y población de Galicia y Portugal. [Marginal: Entra Noroña en la Coruña.] A pocos días entró en la Coruña el conde de Noroña y la división del Miño, siendo recibidos no solo con alborozo general y bien sentido, sino también quedándose los espectadores admirados de que gente mal pertrechada y tan varia en su formación y armamento hubiera conseguido tan señaladas ventajas contra un ejército de la apariencia, práctica y regularidad que asistían al de los franceses. Por entonces y antes de promediar junio fue también evacuado el principado de Asturias. Además de lo ocurrido en Galicia y Portugal aceleraron la retirada de los enemigos los movimientos y amago que hicieron las tropas y paisanaje de la misma provincia. 18.000 hombres la habían invadido: una parte, según en su lugar se dijo, volvió luego a Galicia con el mariscal Ney, otra mandada por el general Bonnet viose obligada a acudir a la montaña a donde la llamaba la marcha de Don Francisco Ballesteros, y la restante fuerza sobrado débil para resistir [Marginal: Worster y Bárcena.] a los generales Don Pedro de la Bárcena y Worster que avanzaban a Oviedo del lado de poniente, salió con Kellermann camino de Castilla. El primero de aquellos generales cayendo de Teberga sobre Grado había antes arrojado de esta villa a unos 1300 franceses que estaban allí apostados, cogiendo 80 prisioneros. [Marginal: Ballesteros pasa a Castilla y a las montañas de Santander.] Por la parte oriental del principado había reunido el general Ballesteros más de 10.000 hombres. Entraba en su número un batallón de la Princesa que había ido a Oviedo con Romana, y el cual mandado por su coronel D. José O’Donnell se le había unido, no pudiendo embarcarse en Gijón. También se agregó después el regimiento de Laredo que pertenecía a las montañas de Santander y la partida o cuerpo volante de D. Juan Díaz Porlier. Entusiasmado el general Ballesteros con las memorias de Covadonga pensó que podían resucitar en aquel sitio los días de Pelayo. Anduvo por tanto reacio en alejarse hasta que falto de víveres y estrechado por el enemigo tuvo el 24 de mayo que abandonar de noche la cueva y santuario, y trepar por las faldas de elevados montes, no teniendo más dirección que la de sus cimas, pues allí no había otra salida sino el camino que va a Cangas de Onís, y este le ocupaban los franceses. En medio de afanes consiguió Ballesteros llegar el 26 a Valdeburón en Castilla de donde se trasladó a Potes. Meditando entonces lo más conveniente resolvió de acuerdo con otros jefes acometer a Santander, cuya guarnición desprevenida se juzgaba ser solo de 1000 hombres. Se encaminó con este propósito a Torrelavega en donde se detuvo más de lo necesario. Por fin al amanecer del 10 emprendiose la expedición, pero tan descuidadamente que el enemigo se abrió paso dejando solo en nuestro poder 200 prisioneros. [Marginal: Ocupa Santander.] Entraron las tropas de Ballesteros el mismo día en Santander, mas la ocupación de esta ciudad no duró largo tiempo. En la misma noche revolviendo sobre ella los franceses ya reforzados, penetraron por sus calles y pusiéronlo todo en tal confusión que los más de los nuestros se desbandaron, y el general Ballesteros creyendo perdida su división se embarcó precipitadamente con Don José O’Donnell en una lancha en que bogaron por falta de remos y remeros dos soldados con sus fusiles. [Marginal: Intrepidez de Porlier.] Don Juan Díaz Porlier se salvó con alguna tropa atravesando por medio de los enemigos con la intrepidez que le distinguía. Fue también notable y digna de la mayor alabanza la conducta del batallón de la Princesa, [Marginal: Marcha admirable del batallón de la Princesa.] que privado de su fugitivo coronel y a las órdenes del valiente oficial Garvayo conservó bastante orden y serenidad para libertarse y pasar a Medina de Pomar, desde donde, ¡marcha admirable! poniéndose en camino atravesó la Castilla y Aragón rodeado de peligros y combates, y se incorporó en Molina con el general Villacampa. [Marginal: Romana en la Coruña.] Libres en el mes de junio Asturias y Galicia, era ocasión de que el marqués de la Romana, tan autorizado como estaba por el gobierno supremo, emplease todo su anhelo en mejorar la condición de su ejército, y la de ambas provincias. Entró en la Coruña poco después que Noroña, y fue recibido con el entusiasmo que excitaba su nombre. [Marginal: Sus providencias y negligencia.] Reasumió en su persona toda la autoridad, suprimió las juntas de partido que se habían multiplicado con la insurrección, y nombró en su lugar gobernadores militares. No contento con la destrucción de aquellas corporaciones, trató de examinar con severidad la conducta de varios de sus individuos, a quien se acusaba de desmanes en el ejercicio de su cargo, procedimiento que desagradó. Pues al paso que se escudriñaban estos excesos, nacidos por lo general de los apuros del tiempo, mostró el marqués suma benignidad con los que habían abrazado el bando de los enemigos. Por lo demás sus providencias en todos los ramos adolecieron de aquella dejadez y negligencia característica de su ánimo. Suprimidas las juntas cortó el vuelo al entusiasmo e influjo popular, y no introdujo con los gobernadores que creó el orden y la energía que son propias de la autoridad militar. Transcurrió más de un mes sin que se recogiese el fruto de la evacuación francesa, no pasando el tiempo aquel jefe sino en agasajos, y en escuchar las quejas y solicitudes de personas que se creían agraviadas o que ansiaban colocaciones; y entre ellas, como acontece, no andaban ni las realmente ofendidas ni las más beneméritas. [Marginal: Sale a Castilla.] Por fin reunió el marqués la flor del ejército de Galicia y trató de salir a Castilla. [Marginal: Nombra a Mahy para Asturias.] Antes de efectuar su marcha envió a tomar el mando militar de Asturias a Don Nicolás Mahy: el político y económico seguía al cuidado de la junta que el mismo marqués había nombrado. [Marginal: Nombra a Ballesteros para mandar 10.000 hombres.] Ordenó además este que se le uniese en Castilla con 10.000 hombres de lo más escogido de las tropas asturianas Don Francisco Ballesteros, que en vez de ser reprendido por lo de Santander, recibió este premio. Debiolo a haberse salvado con Don José O’Donnell, favorito del marqués, y mal hubiera podido ser censurada la conducta del general sin tocar al abandono o deserción del coronel su compañero: así un indisculpable desastre sirvió a Ballesteros de principal escalón para ganar después gloria y renombre. Romana llegó a Astorga con unos 16.000 hombres y 40 piezas de artillería. Dejó en Galicia pocos cuadros y escasos medios para que con ellos pudiese Noroña formar un ejército de reserva. Una corta división al mando de Don Juan José García se situó en el Bierzo, y Ballesteros desde las cercanías de León hizo posteriormente hacia Santander una excursión que no tuvo particular resulta. [Marginal: Sucédele después en el mando del ejército el duque del Parque.] Permaneció Romana en Astorga hasta el 18 de agosto en que se despidió de sus tropas habiendo sido nombrado por la junta de Valencia para desempeñar el puesto vacante en la central por fallecimiento del príncipe Pío. El mando de su ejército recayó después en el duque del Parque, al cual también se unió aunque más tarde Ballesteros, caminando todos la vuelta de Ciudad Rodrigo. Los franceses que salieron de Galicia y que componían el 2.º y 6.º cuerpo debieron ponerse por resolución de Napoleón recibida en 2 de julio a las órdenes de Soult, como igualmente el 5.º del mando del mariscal Mortier que estaba en Valladolid procedente de Aragón. Varios obstáculos opuso José al inmediato cumplimiento en todas sus partes de la voluntad de su hermano; y de ello daremos cuenta en el próximo libro. [Marginal: Fin de este libro.] Ahora terminando este conviene notar lo poco que a pesar de tan grandes esfuerzos habían adelantado los franceses en la conquista de España. Ocho meses eran corridos después de la terrible invasión en noviembre del emperador francés, y sus huestes no enseñoreaban todavía ni un tercio del territorio peninsular. Inútilmente daban y ganaban batallas, inútilmente se derramaban por las provincias, de las que ocupadas unas levantábanse otras, y yendo al remedio de estas, aquellas se desasosegaban y de nuevo se trocaban en enemigas. [Marginal: Parangón de la guerra de Austria y España.] ¡Cuán diferente cuadro presentaba por aquel tiempo el Austria! Allí había en abril abierto la campaña el archiduque Carlos con ejércitos bien pertrechados y numerosos, solo tres o cuatro batallas se habían dado, una de éxito contrario a Napoleón, y sin embargo ya en 12 de julio celebrose en Znaim una suspensión de armas, preludio de la paz. Así una nación poderosa y militar sujetábase a las condiciones del vencedor al cabo de tres meses de guerra, y España después de un año, sin verdaderos ejércitos y muchas veces sola en la lucha, manteníase incontrastable por la firme voluntad de sus moradores. Tanta diferencia media, no nos cansaremos de repetirlo, entre las guerras de gabinete y las nacionales. Al primer revés se cede en aquellas, mas en estas sin someterse fácilmente los defensores al remolino de la fortuna, cuando se les considera deshechos, crecen; cuando caídos, se empinan. Conocíalo muy bien el grande estadista Pitt,[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-10.)] quien rodeado de sus amigos en 1805 al saber la rendición de Mack en Ulma con 40.000 hombres exclamando aquellos _que todo estaba perdido y que no había ya remedio contra Napoleón_, [Marginal: Previsión notable de Pitt.] replicó, _todavía lo hay si consigo levantar una guerra nacional en Europa_, añadiendo en tono, al parecer profético, _y esta guerra ha de comenzar en España_. APÉNDICES AL TOMO SEGUNDO. APÉNDICE DEL LIBRO QUINTO. NÚMERO 5-1. _Numantia, quantum Carthaginis, Capuæ, Corinthi opibus inferior, ita virtutis nomine et honore par omnibus, summumque, si viros æstimes, Hispaniæ decus: quippe quæ sine muro, sine turribus, modice edito in tumulo apud flumen Durium sita, quatuor millibus Celtiberorum, quadraginta millium exercitum per annos quatuordecim sola sustinuit; nec sustinuit modo, sed sævius aliquanto perculit, pudendisque fœderibus affecit. — L. A. Flori, lib. 2, cap. 18._ NÚMERO 5-2. _Annales d’Espagne et de Portugal par Don Juan Álvarez de Colmenar, tom. 5.º, pág. 431, edición de Ámsterdam._ NÚMERO 5-3. _Respuesta dada a la intimación del general Lefebvre comandante en jefe del ejército francés que sitiaba a Zaragoza, publicada en la Gaceta del 20 de junio de 1808._ Zaragoza es mi cuartel general a 18 de junio. Si S. M. el emperador envía a V. a restablecer la tranquilidad que nunca ha perdido este país, es bien inútil se tome S. M. estos cuidados. Si debo responder a la confianza que me ha hecho este valeroso pueblo sacándome del retiro en que estaba para poner en mi mano su custodia, es claro que no llenaría mi deber abandonándole a la apariencia de una amistad tan poco verdadera. Mi espada guarda las puertas de la capital, y mi honor responde de su seguridad: no deben tomarse pues este trabajo esas tropas que aún estarán cansadas de los días 15 y 16. Sean enhorabuena infatigables en sus lides; yo lo seré en mis empeños. Lejos de haberse apagado el incendio que levantó la indignación española, a vista de tantas alevosías se eleva por momentos. Se conoce que las espías que V. paga son infieles. Gran parte de Cataluña se ha puesto bajo mi mando: lo mismo ha hecho otra no menor de Castilla. Los capitanes generales de esta y de Valencia están unidos conmigo. Galicia, Extremadura, Asturias y los cuatro reinos de Andalucía están resueltos a vengar sus agravios. Las tropas francesas cometen atrocidades indignas de hombres; saquean, insultan y matan impunemente a los que ningún mal les han hecho: ultrajan la religión, y queman sus sagradas imágenes de un modo inaudito. Ni esto ni el todo que V. observa, aun después de los días 15 y 16, son propios para satisfacer a un pueblo valiente: V. hará lo que quiera; y yo haré lo que debo. — B. L. M. de V. — El general de las tropas de Aragón. NÚMERO 5-4. _Segunda y última respuesta dada al general del ejército francés que sitiaba a Zaragoza, en 27 de junio de 1808._ El intendente de este ejército y reino me ha transmitido las proposiciones que V. le ha hecho, reducidas a que yo permita la entrada en esta capital de las tropas francesas que están bajo su mando, que vienen con la idea de desarmar al pueblo, restablecer la quietud, respetar las propiedades y hacernos felices, conduciéndose como amigos, según lo han hecho en los demás pueblos de España que han ocupado, o bien si no me conformare a esto que se rinda la ciudad a discreción. Los medios que ha empleado el gobierno francés para ocupar las plazas que le quedan en España, y la conducta que ha observado su ejército han podido persuadir a V. la respuesta que yo daría a sus proposiciones. El Austria, la Italia, la Holanda, la Polonia, Suecia, Dinamarca y Portugal presentan, no menos que este país, un cuadro muy exacto de la confianza que debe inspirar el ejército francés. Esta ciudad y las valerosas tropas que la guardan han jurado morir antes que sujetarse al yugo de la Francia, y la España toda, en donde solo quedan ya restos del ejército francés, está resuelta a lo mismo. Tenga V. presentes las contestaciones que le di ocho días ha, y los decretos de 31 de mayo y 18 de este mes, que se le incluyeron, y no olvide V. que una nación poderosa y valiente decidida a sostener la justa causa que defiende, es invencible y no perdonará los delitos que V. o su ejército cometan. Zaragoza 26 de junio de 1808. — Por el capitán general de Aragón. — El marqués de Lazán. NÚMERO 5-5. ... καὶ δι᾽ ἐλαχίστου καιροῦ τύχης ἅμα ἀκμῇ τῆς δόξης μᾶλλον ἢ τοῦ δέους ἀπηλλάγησαν. (THUCYD., II, 42.) NÚMERO 5-6. _Artículos del convenio hecho entre el vicealmirante Siniavin, caballero de la orden de San Alejandro, y el almirante Sir Carlos Cotton, baronet, para la redención de la escuadra rusa anclada en la ribera del Tajo, publicados en la Gaceta extraordinaria de Londres de 16 de septiembre._ 1.º Los navíos de guerra del emperador de Rusia que están en el Tajo se entregarán inmediatamente al almirante Sir Carlos Cotton con todas sus municiones: serán enviados a Inglaterra, en donde los tendrá S. M. B. como en depósito para restituir a S. M. I. seis meses después de la conclusión de la paz entre S. M. B. y S. M. I. el emperador de todas las Rusias. 2.º El vicealmirante Siniavin con todos los oficiales marinos y marineros que están a sus órdenes, volverán a Rusia sin ninguna condición o estipulación que les impida servir en lo sucesivo: serán convoyados por gente de guerra y navíos propios a expensas de S. M. B. Dado y concluido a bordo del navío Twairdai en el Tajo y a bordo del Ibernia, navío de S. M. B. en la embocadura de la ribera, a 3 de septiembre de 1808. — Signado. — De Siniavin. — Carlos Cotton. NÚMERO 5-7. _Convención definitiva para la evacuación de Portugal por las tropas francesas, publicada en la Gaceta extraordinaria de Londres._ Los generales en jefe de los ejércitos inglés y francés en Portugal, habiendo determinado negociar y concluir un tratado para la evacuación de este reino por las tropas francesas sobre las bases del concluido el 22 del presente para una suspensión de armas, han habilitado a los infrascriptos oficiales para negociarlo en su nombre, a saber: de parte del general en jefe del ejército británico al teniente coronel Murray, cuartel-maestre general, y de la del general en jefe del francés a Mr. Kellermann, general de división, a quienes han dado la facultad necesaria para negociar y concluir un convenio al efecto, sujetos sin embargo a su ratificación respectiva, y a la del almirante comandante de la escuadra británica en la embocadura del Tajo. Los oficiales después de haber canjeado sus plenos poderes se han convenido en los artículos siguientes: 1.º Todas las plazas y fuertes del reino de Portugal ocupados por las tropas francesas se entregarán al ejército británico en el estado en que se hallen al tiempo de firmarse este tratado. 2.º Las tropas francesas evacuarán a Portugal con sus armas y bagajes; no serán consideradas como prisioneras de guerra, y a su llegada a Francia tendrán libertad para servir. 3.º El gobierno inglés suministrará los medios de transporte para el ejército francés, que desembarcará en uno de los puertos de Francia entre Rochefort y Lorient inclusivamente. 4.º El ejército francés llevará consigo toda su artillería de calibre francés con lo a ella anejo. Toda la demás artillería, armas, municiones, como también los arsenales militares y navales, serán entregados al ejército y navíos británicos en el estado en que se hallen al tiempo de la ratificación de este tratado. 5.º El ejército francés llevará consigo todos sus equipajes, y todo lo que se comprende bajo el nombre de propiedad de un ejército, y se le permitirá disponer de la parte de ella que el comandante en jefe juzgue inútil para embarcar. Del mismo modo todos los individuos del ejército tendrán libertad para disponer de su propiedad privada, con plena seguridad en lo sucesivo para los compradores. 6.º La caballería podrá embarcar sus caballos, así como también los generales y oficiales de cualquier graduación, quedando a disposición de los comandantes británicos los medios de transportarlos: el número de caballos que podrán embarcar las tropas no excederá de 600, ni el de los jefes de 200. De todos modos el ejército francés tendrá libertad para disponer de los que no puedan embarcarse. 7.º El embarco se hará en tres divisiones, y la última de ellas se compondrá de las guarniciones de las plazas, de la caballería, artillería, enfermos y equipaje del ejército. La primera división se embarcará dentro de siete días de la fecha de la ratificación. 8.º La guarnición de Elvas y sus fuertes de Peniche y Palmela se embarcará en Lisboa. La de Almeida en Oporto o en el puerto más cercano. 9.º Todos los enfermos o heridos que no puedan embarcarse con las tropas, se confían al ejército británico, cuyo gobierno pagará lo que gasten mientras estén en este país, quedando de cuenta de la Francia abonarlo cuando marchen. El gobierno inglés proporcionará su vuelta a Francia por destacamentos como de 200 hombres a un tiempo. 10. Luego que los barcos que lleven el ejército a Francia lo hayan desembarcado en los puertos arriba dichos, o en cualquier otro de aquel país adonde el temporal los fuerce a ir, se les proporcionará toda comodidad para volver a Inglaterra sin dilación y seguridad, o pasaporte para no ser apresados hasta que lleguen a un puerto amigo. 11. El ejército francés se reconcentrará en Lisboa y dos leguas alrededor. El inglés a tres leguas, por manera que haya siempre una entre los dos ejércitos. 12. Los fuertes de San Julián, Buxio y Cascaes serán ocupados por las tropas británicas cuando se ratifique este convenio. Lisboa y su ciudadela con los fuertes y baterías, el lazareto y el fuerte de San José los ocuparán cuando se embarque la segunda división, como también el puerto con todas las embarcaciones armadas. Las fortalezas de Elvas, Almeida, Peniche y Palmela se entregarán a las tropas británicas así que lleguen para ocuparlas. El general en jefe inglés noticiará a las guarniciones de estas plazas y a las tropas que las sitian este convenio para poner fin a las hostilidades. 13. Se nombrarán comisionados por ambas partes para acelerar la ejecución de este convenio. 14. Si se suscitase alguna duda sobre la inteligencia de algún artículo, se interpretará a favor del ejército francés. 15. Desde la ratificación todas las deudas atrasadas de contribuciones, requisiciones &c. no podrán reclamarse por el gobierno francés contra los portugueses, ni ningún otro que resida en este país; pues todo lo que se haya pedido e impuesto después que el ejército francés entró en Portugal por diciembre de 1807, y no se haya pagado aún, queda cancelado, y se levantan los embargos puestos en los bienes de los deudores para que se les restituya y queden a su libre disposición. 16. Todos los súbditos de Francia o de cualquier otra potencia su aliada o amiga que se hallen en Portugal con domicilio o sin él, serán protegidos, sus propiedades serán respetadas, y tendrán libertad para acompañar al ejército francés, o permanecer aquí. En todo caso se les asegura su propiedad con la libertad de retenerla o de disponer de ella; y pasando el producto de la venta a Francia o cualquier otro país adonde vayan a fijar su residencia, se les concede un año para el intento. Sin embargo ninguna de estas estipulaciones podrá servir de pretexto pava una especulación comercial. 17. Ningún portugués será responsable por su conducta política durante la ocupación de este país por el ejército francés; y todos los que han continuado en el ejercicio de sus empleos, o que los han aceptado durante el gobierno francés, quedan bajo la protección de los comandantes ingleses, quienes les sostendrán para que no se les cause vejación en sus personas y bienes; y podrán también aprovecharse de las estipulaciones del artículo 16. 18. Las tropas españolas detenidas a bordo de los navíos en el puerto de Lisboa, serán entregadas al general en jefe inglés, quien se obliga a obtener de los españoles la restitución de los súbditos franceses, sean militares o civiles, que hayan sido detenidos en España, sin haber sido hechos prisioneros en batalla, o en consecuencia de operaciones militares, sino con ocasión del 29 de mayo y días siguientes. 19. Inmediatamente se hará un canje de prisioneros de todas graduaciones que se hayan hecho en Portugal desde el principio de las presentes hostilidades. 20. Para la recíproca garantía de este convenio se entregarán rehenes de la clase de oficiales generales por parte del ejército francés, del inglés y de su armada. El oficial del ejército británico será restituido luego que se dé cumplimiento a los artículos pertenecientes al ejército: el de la escuadra y el francés cuando las tropas hayan desembarcado en su país. 21. Se permitirá al general francés enviar un oficial a Francia con el presente convenio, y el almirante británico le dará una embarcación que le convoye a Burdeos o a Rochefort. 22. Se hará porque el almirante británico acomode a S. E. el general en jefe y oficiales principales del ejército francés a bordo de los navíos de guerra. Dado y concluido en Lisboa a 30 de agosto de 1808. — Firmado. — Jorge Murray. — Kellermann. _Artículos adicionales._ 1.º Los empleados civiles del ejército hechos prisioneros, sea por las tropas británicas o por las portuguesas en cualquier parte de Portugal, serán restituidos, como de costumbre, sin canje. 2.º El ejército francés subsistirá de sus propios almacenes hasta el día del embarco, y la guarnición hasta la evacuación de las fortalezas. El remanente de los almacenes se entregará en la forma acostumbrada al gobierno británico, quien se encarga de la subsistencia y caballos del ejército desde el tiempo referido hasta su llegada a Francia, con la condición de ser reembolsado por el gobierno francés del exceso de gastos a la estimación que por ambas partes se dé a los almacenes entregados al ejército inglés. Las provisiones que estén a bordo de los navíos de guerra de que está en posesión el ejército francés, se tomarán en cuenta por el gobierno inglés así como los almacenes de la fortaleza. 3.º El general en jefe de las tropas británicas tomará las medidas necesarias para restablecer la libre circulación de los medios de subsistencia entre el país y la capital. — Dado &c. NÚMERO 5-8. _En la corte palacio de la reina el 4 de julio de 1808. Presente en el consejo de S. M. el rey._ Habiendo S. M. tomado en consideración los esfuerzos gloriosos de la nación española para libertar su país de la tiranía y usurpación de Francia, y los ofrecimientos que ha recibido de varias provincias de España de su disposición amistosa hacia este reino; se ha dignado mandar y manda por la presente de acuerdo con su consejo privado: 1.º Que todas las hostilidades contra España de parte de S. M. cesen inmediatamente. 2.º Que se levante el bloqueo de todos los puertos de España, a excepción de los que se hallan todavía en poder de los franceses. 3.º Que todos los navíos o buques pertenecientes a España sean libremente admitidos en los puertos de los dominios de S. M. como lo fueron antes de las hostilidades. 4.º Que todas las embarcaciones españolas que sean encontradas por la mar por los navíos o corsarios de S. M., sean tratadas como las de las naciones amigas, y se les permita hacer todo tráfico permitido a las neutrales. 5.º Que todos los navíos o mercaderías pertenecientes a los individuos establecidos en las colonias españolas, que fueren detenidos por los navíos de S. M. después de la fecha de la presente, han de ser conducidos al puerto, y conservados cuidadosamente en segura custodia hasta que se averigüe si las colonias donde residen los dueños de los referidos navíos o efectos han hecho causa común con España contra el poder de la Francia. Y SS. EE. los comisionados de la real tesorería, los secretarios de estado de S. M., los comisionados del almirantazgo, y los jueces de los tribunales del vicealmirantazgo, han de tomar para el cumplimiento de los anteriores artículos las medidas que respectivamente les corresponden. — Firmado. — Esteban Coterell. NÚMERO 5-9. ἡμῖν δοκεῖ, εἰ μέν τις ἐᾷ ἡμᾶς ἀπιέναι οἴκαδε, διαπορεύεσθαι τὴν χώραν ὡς ἂν δυνώμεθα ἀσινέστατα· ἢν δέ τις ἡμᾶς τῆς ὁδοῦ ἀποκωλύῃ, διαπολεμεῖν τούτῳ ὡς ἂν δυνώμεθα κράτιστα. (XENOPHONTIS, ANAB., 3, 3.) NÚMERO 5-10. _Estas palabras están insertas en una memoria escrita por José a su hermano Napoleón en Miranda de Ebro a 16 de septiembre de 1808, cogida con otros papeles en la batalla de Vitoria._ APÉNDICE DEL LIBRO SEXTO. NÚMERO 6-1. _Lista de los individuos que compusieron la junta suprema central gubernativa de España e Indias por el orden alfabético de las provincias que los nombraron._ POR ARAGÓN. D. Francisco Palafox y Melci, gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio, brigadier del ejército, y oficial de reales guardias de Corps. Don Lorenzo Calvo de Rozas, vecino de Madrid e intendente del ejército y reino de Aragón. ASTURIAS. Don Gaspar Melchor de Jovellanos, caballero de la orden de Alcántara, del consejo de estado de S. M., y antes ministro de gracia y justicia. Marqués de Campo Sagrado, teniente general del ejército e inspector general de las tropas del principado de Asturias. CANARIAS. Marqués de Villanueva del Prado. CASTILLA LA VIEJA. Don Lorenzo Bonifaz y Quintano, dignidad de prior de la Santa Iglesia de Zamora. Don Francisco Javier Caro, catedrático de leyes de la universidad de Salamanca. CATALUÑA. Marqués de Villel, conde de Darnius, grande de España y gentil-hombre con ejercicio. Barón de Sabasona. CÓRDOBA. Marqués de la Puebla de los Infantes, grande de España. Don Juan de Dios Gutiérrez Rabé. EXTREMADURA. Don Martín de Garay, intendente de Extremadura y ministro honorario del consejo de guerra: fue el primer secretario general, y despachó interinamente los negocios de estado. Don Félix Ovalle, tesorero de ejército de Extremadura. GALICIA. Conde de Gimonde. Don Antonio Aballe. GRANADA. Don Rodrigo Riquelme, regente de la chancillería de Granada. Don Luis de Funes, canónigo de la santa iglesia de Santiago. JAÉN. Don Francisco Castanedo, canónigo de la santa iglesia de Jaén, provisor y vicario general de su obispado. Don Sebastián de Jócano, del consejo de S. M. en el tribunal de contaduría mayor, y contador de la provincia de Jaén. LEÓN. Frey Don Antonio Valdés, bailío, gran cruz de la orden de San Juan, caballero del Toisón de oro, gentil-hombre de cámara con ejercicio, capitán general de la armada, consejero de estado, y antes ministro de marina e interino de Indias. El vizconde de Quintanilla. MADRID. Conde de Altamira, marqués de Astorga, grande de España, caballero del Toisón de oro, gran cruz de la orden de Carlos III, caballerizo mayor y gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio. Fue presidente de la junta. Don Pedro de Silva, patriarca de las Indias, gran cruz de la orden de Carlos III y antes mariscal de campo de los reales ejércitos. Falleció en Aranjuez y no fue reemplazado. MALLORCA. Don Tomás de Verí, caballero de la orden de San Juan, teniente coronel del regimiento de voluntarios de Palma, Conde, &c. MURCIA. Conde de Floridablanca, caballero del Toisón de oro, gran cruz de la orden de Carlos III, gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio, y antes primer secretario de estado, interino de gracia y justicia. Fue el primer presidente de la junta central. Falleció en Sevilla y fue subrogado por el Marqués de San Mamés, que no tomó posesión. Marqués del Villar. NAVARRA. Don Miguel de Balanza. } Individuos de la muy ilustre diputación Don Carlos de Amatria. } del reino de Navarra. TOLEDO. Don Pedro de Ribero, canónigo de la santa iglesia de Toledo. Fue secretario general. Don José García de la Torre, abogado de los reales consejos. SEVILLA. Don Juan de Vera y Delgado, arzobispo de Laodicea, coadministrador del Sr. cardenal de Borbón en el de Sevilla, y después obispo de Cádiz. Fue presidente de la junta central. Conde de Tilly. VALENCIA. Conde de Contamina, grande de España, gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio. Príncipe Pío, grande de España, coronel de milicias. Falleció en Aranjuez y fue subrogado por el Marqués de la Romana, grande de España, teniente general de los reales ejércitos y general en jefe del ejército de la izquierda. Es de advertir que aunque 35, los individuos de la central nunca hubo reunidos sino 34, habiendo fallecido en Aranjuez sin ser reemplazado Don Pedro de Silva. NÚMERO 6-2. _Nam ut quisque est vir optimus, ita dificillimè esse alios improbos suspicatur._ (_Cic. ad Quintum fratrem, lib. 1.º, Epíst. 1.ª_) NÚMERO 6-3. _Véase el manifiesto de los procedimientos del consejo real._ NÚMERO 6-4. Et Hispani tarditatis notati sunt: _me venga la muerte de España: veniet mors mea de Hispania_. Tum scio cunctanter veniet. Franc. Baconi de Verulamio. Sermones fideles. — 25, de expediendis negotiis. NÚMERO 6-5. _Véase la memoria escrita por los Sres. Azanza y Ofárril._ NÚMERO 6-6. _Sæpius enim penuria quam pugna consumit exercitum et ferro sævior fames est._ (_Veget., De re militari, lib. 3, c. 3._) NÚMERO 6-7. _Véase Mariana: Historia de España, lib. 8, cap. II._ NÚMERO 6-8. _Capitulación que la junta militar y política de Madrid propone a S. M. I. y R. el emperador de los franceses._ ARTÍCULO 1.º La conservación de la religión católica apostólica y romana sin que se tolere otra, según las leyes. — _Concedido_. ART. 2.º La libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos y residentes en Madrid, y los empleados públicos: la conservación de sus empleos, o su salida de esta corte, si les conviniese. Igualmente las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes y prácticas. — _Concedido_. ART. 3.º Se asegurarán también las vidas y propiedades de los militares de todas graduaciones. — _Concedido_. ART. 4.º Que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos, ni tampoco a los empleados públicos por razón de lo que hubieren ejecutado hasta el presente en el ejercicio de sus empleos, y por obediencia al gobierno anterior, ni al pueblo por los esfuerzos que ha hecho para su defensa. — _Concedido_. ART. 5.º No se exigirán otras contribuciones que las ordinarias que se han pagado hasta el presente. — _Concedido hasta la organización definitiva del reino._ ART. 6.º Se conservarán nuestras leyes, costumbres y tribunales en su actual constitución. — _Concedido hasta la organización definitiva del reino._ ART. 7.º Las tropas francesas ni los oficiales no serán alojados en casas particulares sino en cuarteles y pabellones, y no en los conventos ni monasterios, conservando los privilegios concedidos por las leyes a las respectivas clases. — _Concedido, bien entendido que habrá para los oficiales y para los soldados cuarteles y pabellones mueblados conforme a los reglamentos militares, a no ser que sean insuficientes dichos edificios._ ART. 8.º Las tropas saldrán de la villa con los honores de la guerra, y se retirarán donde les convenga. — _Las tropas saldrán con los honores de la guerra; desfilarán hoy 4 a las dos de la tarde; dejarán sus armas y cañones: los paisanos armados dejarán igualmente sus armas y artillería, y después los habitantes se retirarán a sus casas y los de fuera a sus pueblos._ _Todos los individuos alistados en las tropas de línea de cuatro meses a esta parte, quedarán libres de su empeño y se retirarán a sus pueblos._ _Todos los demás serán prisioneros de guerra hasta su canje, que se hará inmediatamente entre igual número grado a grado._ ART. 9.º Se pagarán fiel y constantemente las deudas del estado. — _Este objeto es un objeto político que pertenece a la asamblea del reino, y que pende de la administración general._ ART. 10. Se conservarán los honores a los generales que quieran quedarse en la capital, y se concederá la libre salida a los que no quieran. — _Concedido: continuando en su empleo, bien que el pago de sus sueldos será hasta la organización definitiva del reino._ ART. 11 ADICIONAL. Un destacamento de la guardia tomará posesión hoy 4 a mediodía de las puertas de palacio. Igualmente a mediodía se entregarán las diferentes puertas de la villa al ejército francés. A mediodía el cuartel de guardias de Corps y el hospital general se entregarán al ejército francés. A la misma hora se entregarán el parque y almacenes de artillería e ingenieros a la artillería e ingenieros franceses. Las cortaduras y espaldones se desharán, y las calles se repararán. El oficial francés que debe tomar el mando de Madrid acudirá a mediodía con una guardia a la casa del principal, para concertar con el gobierno las medidas de policía y restablecimiento del buen orden y seguridad pública en todas las partes de la villa. Nosotros los comisionados abajo firmados, autorizados de plenos poderes para acordar y firmar la presente capitulación, hemos convenido en la fiel y entera ejecución de las disposiciones dichas anteriormente. Campo imperial delante de Madrid 4 de diciembre de 1808. — Fernando de la Vera y Pantoja. — Tomás de Morla. — Alejandro. (_Príncipe de Neuchâtel._) _Véase la Gaceta de gobierno de Sevilla de 6 de enero de 1809._ APÉNDICE DEL LIBRO SÉPTIMO. NÚMERO 7-1. _Narrative of the peninsular war. By Marquess of Londonderry. Chapter 10, vol. 1.º_ NÚMERO 7-2. _Mémoires sur la révolution d’Espagne par Mr. de Pradt, pág. 223 et suiv._ NÚMERO 7-3. _Journal des opérations de l’armée de Catalogne, par le maréchal Gouvion Saint Cyr. Ch._ 1.er NÚMERO 7-4. _Carta del mariscal Moncey._ Señores: la ciudad de Zaragoza se halla sitiada por todas partes, y no tiene ya comunicación alguna. Por tanto podemos emplear contra la plaza todos los medios de destrucción que permite el derecho de la guerra. Sobrada sangre se ha derramado, y hartos males nos cercan y combaten. La quinta división del ejército grande a las órdenes del Sr. mariscal Mortier duque de Treviso, y la que yo mando, amenazan los muros. La villa de Madrid ha capitulado, y de este modo se ha preservado de los infortunios que le hubiera acarreado una resistencia más prolongada. Señores, la ciudad de Zaragoza, confiada en el valor de sus vecinos, pero imposibilitada a superar los medios y esfuerzos que el arte de la guerra va a reunir contra ella, si da lugar a que se haga uso de ellos, será inevitable su destrucción total. El Sr. mariscal Mortier y yo creemos que Vds. tomarán en consideración lo que tengo la honra de exponerles, y que convendrán con nosotros en el mismo modo de opinar. El contener la efusión de sangre, y preservar la hermosa Zaragoza, tan estimable por su población, riquezas y comercio, de las desgracias de un sitio, y de las terribles consecuencias que podrán resultar, sería el camino para granjearse el amor y bendiciones de los pueblos que dependen de Vds. Procuren Vds. atraer a sus ciudadanos a las máximas y sentimientos de paz y quietud, que por mi parte aseguro a Vds. todo cuanto puede ser compatible, con mi corazón, mi obligación, y con las facultades que me ha dado S. M. el emperador. Yo envío a Vds. este despacho con un parlamentario: y les propongo que nombren comisarios para tratar con los que yo nombraré a este efecto. Quedo de Vds. con la mayor consideración. — Señores. — El mariscal Moncey. — Cuartel general de Torrero 22 de diciembre de 1808. _Respuesta del general Palafox._ El general en jefe del ejército de reserva responde de la plaza de Zaragoza. Esta hermosa ciudad no sabe rendirse. El Sr. mariscal del imperio observará todas las leyes de la guerra, y medirá sus fuerzas conmigo. Yo estoy en comunicación con todas partes de la península, y nada me falta. Sesenta mil hombres resueltos a batirse no conocen más premio que el honor, ni yo, que los mando. Tengo esta honra que no la cambio por todos los imperios. S. E. el mariscal Moncey se llenará de gloria si observando las nobles leyes de la guerra me bate: no será menor la mía si me defiendo. Lo que digo a V. E. es que mi tropa se batirá con honor, y desconozco los medios de la opresión que aborrecieron los antiguos mariscales de Francia. Nada le importa un sitio a quien sabe morir con honor, y más cuando ya conozco sus efectos en 61 días que duró la vez pasada. Si no supe rendirme entonces con menos fuerzas, no debe V. E. esperarlo ahora, cuando tengo más que todos los ejércitos que me rodean. La sangre española vertida nos cubre de gloria; al paso que es ignominioso para las armas francesas haber vertido la inocente. El Sr. mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre lo es. No trato de verter la sangre de los que dependen de mi gobierno; pero no hay uno que no la pierda gustoso por defender su patria. Ayer las tropas francesas dejaron a nuestras puertas bastantes testimonios de esta verdad, no hemos perdido un hombre, y creo poder estar yo más en proporción de hablar al Sr. mariscal de rendición, si no quiere perder todo su ejército en los muros de esta plaza. La prudencia que le es tan característica y que le da el renombre de bueno, no podrá mirar con indiferencia estos estragos y más cuando ni la guerra, ni los españoles los causan ni autorizan. Si Madrid capituló, Madrid habrá sido vendido, y no puedo creerlo; pero Madrid no es más que un pueblo, y no hay razón para que este ceda. Solo advierto al Sr. mariscal que cuando se envía un parlamento no se hacen bajar dos columnas por distintos puntos, pues se ha estado a pique de romper el fuego, creyendo ser un reconocimiento más que un parlamento. Tengo el honor de contestar a V. E., Sr. mariscal Moncey, con toda atención en el único lenguaje que conozco, y asegurarle mis más sagrados deberes. Cuartel general de Zaragoza 22 de diciembre de 1808. — El general Palafox. NÚMERO 7-5. _Capitulación._ ARTÍCULO 1.º La guarnición de Zaragoza saldrá mañana 21 al mediodía de la ciudad con sus armas por la Puerta del Portillo, y las dejará a cien pasos de la puerta mencionada. ART. 2.º Todos los oficiales y soldados de las tropas españolas prestarán juramento de fidelidad a S. M. católica el rey José Napoleón I. ART. 3.º Todos los oficiales y soldados españoles que hayan prestado juramento de fidelidad, podrán, si quieren, entrar al servicio para la defensa de S. M. católica. ART. 4.º Los que no quieran tomar servicio irán prisioneros de guerra a Francia. ART. 5.º Todos los habitantes de Zaragoza y los extranjeros, si los hubiere, serán desarmados por los alcaldes, y las armas se entregarán en la Puerta del Portillo al mediodía del 21. ART. 6.º Las personas y las propiedades serán respetadas por las tropas de S. M. el emperador y rey. ART. 7.º La religión y sus ministros serán respetados: se pondrán guardias en las puertas de los principales edificios. ART. 8.º Mañana al mediodía las tropas francesas ocuparán todas las puertas de la ciudad y el palacio del Coso. ART. 9.º Mañana al mediodía se entregarán a las tropas de S. M. el emperador y rey toda la artillería y las municiones de toda especie. ART. 10. Las cajas militares y civiles todas se pondrán a disposición de S. M. católica. ART. 11. Todas las administraciones civiles y toda clase de empleados prestarán juramento de fidelidad a S. M. católica. La justicia se ejercerá como hasta aquí y se hará en nombre de S. M. católica José Napoleón I. Cuartel general delante de Zaragoza 20 de febrero de 1809. — Firmado. — Lannes. En comprobación de haberse concluido en toda forma esta capitulación, léase la representación hecha a José por la junta de Zaragoza en 11 de marzo de 1809 e inserta en la Gaceta de Madrid de 19 del mismo mes y año, y en la que se dice «quedó acordada la capitulación, que fue ratificada y canjeada en debida forma.» NÚMERO 7-6. _He aquí la lista y evaluación de las alhajas extraidas._ 1.ª Una joya con 1900 brillantes, nueve de ellos de extraordinaria magnitud y muy subido valor. Su hechura un corazón que en el centro figuraba un cisne tendidas las alas y descansando en el tronco con un polluelo a cada lado. Dádiva testamentaría de la reina de España Doña María Bárbara de Portugal. Valuada en pesos fuertes 50.000. 2.ª Una corona de la Virgen que en 1775 costeó el arzobispo de esta diócesis D. Juan Saenz de Buruaga, de oro guarnecida de diamantes, rubíes y topacios brillantes; en el círculo formados de diamantes los atributos de la Virgen, a saber; nave, pozo, fuente, castillo, luna, sol, estrella, torre, palma, lirio, rosa y cedro: en el centro un triángulo de diamantes del cual se desprendía una palomita de lo mismo en ademán de mirar a María, y en lo alto un pectoral de finísimos topacios: costó pesos 30.000. 3.ª Otra para el Niño, dádiva del mismo prelado, a cuya muerte no pudo recobrarse hasta el año 1780, de oro y diamantes y rubíes brillantes, por remate una cruz y en el pie un círculo de oro con un diamante tostado: pesos 5000. 4.ª Dos retratos guarnecidos de brillantes del emperador Francisco I y de la emperatriz su esposa María Teresa de Austria reina de Hungría y Bohemia, que por testamento dejó a N.ra S.ra el Excmo. Sr. D. Antonio Azlor: pesos 16.000. 5.ª Un clavel jaspeado de chispas de diamantes y rubíes brillantes, sobre un pie de esmeraldas orientales, puestas en oro, con sus dos capullos el uno cerrado y el otro abierto con su gancho largo de oro y puesto en una cajita de zapa verde con su charnela de plata. Lo dio a María Santísima la Excma. Sra. Doña María Teresa de Vallabriga esposa del Sermo. Infante de España D. Luis de Borbón, año 1788: valorado en pesos 7000. 6.ª Una cruz de la orden de Santiago con 68 diamantes montados en oro por dos caras, todos rosas y tan bellos que por su blancura parecían cortados de una pieza: valuada en pesos 8418. 7.ª Una joya con 106 diamantes rosas, de exquisita limpieza y blancura y un precioso esmalte que regaló a María Santísima el Sermo. Sr. D. Juan de Austria el día de la Concepción de 1669: pesos 6891 ½. 8.ª Una venera de la orden de Calatrava de oro esmaltado con 52 diamantes rosas, algunos gruesos y muy finos todos. La dio el Excmo. Sr. conde de Baños: apreciada en pesos 3943. 9.ª Un par de pendientes con 28 diamantes rosas muy preciosos montados en oro que dejó en 1743 Doña María Ignacia de Azlor: valorados sin hechuras en pesos 1855. 10. Un corazón de aljófar grande y bello con algunos rubíes, esmeraldas y diamantes: pesos 116. 11. Una joya con corona de oro y 64 diamantes rosas: pesos 128. 12. Otra de oro con 59 diamantes: pesos 60. Suman todas: pesos 129.411 ½. El mariscal Mortier fue el único que rehusó el regalo que le presentaron; mas la alhaja parece no volvió al joyero. NÚMERO 7-7. _Véase el «Manifiesto del vecindario de Aragón», publicado por D. Antonio Plana e impreso en Zaragoza en 1814, según razón tomada por el alcalde mayor de Zaragoza D. Ángel Morell de Solanilla._ NÚMERO 7-8. _Relation des sièges de Saragosse et de Tortose, par le Baron Rogniat. Avant propos._ APÉNDICE DEL LIBRO OCTAVO. NÚMERO 8-1. _Véase el decreto de 12 de abril de 1809, inserto en el suplemento a la Gaceta del gobierno de Sevilla de 15 de mayo de 1809._ NÚMERO 8-2. _Véase el prontuario de las leyes y decretos de José, tom. 1.º, pág. 109._ NÚMERO 8-3. _Véase el manifiesto de la junta central; sección tercera, hacienda: documentos justificativos núm. 38 y siguientes._ Entre los donativos y anticipaciones extraordinarias de América se cuentan, entre muchos que ascendieron a un millón y dos millones, el de D. Antonio Basoco de cuatro millones de reales, y el del gobernador del estado D. Manuel Santa María que fue de ocho millones de la misma moneda. (_Véase sobre esto último Gaceta extraordinaria del gobierno de Sevilla del 8 de diciembre de 1809._) NÚMERO 8-3 BIS. El rey nuestro Sr. D. Fernando VII, y en su real nombre la junta suprema central gubernativa del reino, considerando que los vastos y preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente colonias o factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española; y deseando estrechar de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unen unos y otros dominios, como asimismo corresponder a la heroica lealtad y patriotismo de que acaban de dar tan decisiva prueba a la España, en la coyuntura más crítica que se ha visto hasta ahora nación alguna, se ha servido S. M. declarar, teniendo presente la consulta del consejo de Indias de 21 de noviembre último, que los reinos, provincias e islas que forman los referidos dominios, deben tener representación nacional e inmediata a su real persona, y constituir parte de la junta central gubernativa del reino por medio de sus correspondientes diputados. Para que tenga efecto esta real resolución han de nombrar los virreinatos de Nueva España, el Perú, Nuevo reino de Granada, y Buenos Aires, y las capitanías generales independientes de la isla de Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Chile, provincias de Venezuela y Filipinas, un individuo cada cual que represente su respectivo distrito. En consecuencia dispondrá V. E. que en las capitales, cabezas de partido del virreinato de su mando,[1] inclusas las provincias internas, procedan los ayuntamientos a nombrar tres individuos de notoria probidad, talento e instrucción, exentos de toda nota que pueda menoscabar su opinión pública; haciendo entender V. E. a los mismos ayuntamientos la escrupulosa exactitud con que deben proceder a la elección de dichos individuos, y que prescindiendo absolutamente los electores del espíritu de partido que suele dominar en tales casos, solo atiendan al riguroso mérito de justicia vinculado en las calidades que constituyen un buen ciudadano y un celoso patricio. [1] México. Verificada la elección de los tres individuos, procederá el ayuntamiento con la solemnidad de estilo a sortear uno de los tres, según la costumbre, y el primero que salga se tendrá por elegido. Inmediatamente participará a V. E. el ayuntamiento con testimonio el sujeto que haya salido en suerte, expresando su nombre, apellido, patria, edad, carrera o profesión y demás circunstancias políticas y morales de que se halle adornado. Luego que V. E. haya recibido en su poder los testimonios del individuo sorteado en esa capital y demás del virreinato, procederá con el real acuerdo[2] y previo examen de dichos testimonios, a elegir tres individuos de la totalidad en quienes concurran cualidades más recomendables, bien sea que se le conozca personalmente, bien por opinión y voz pública; y en caso de discordia decidirá la pluralidad. [2] Isla de Cuba. Procederá con el real acuerdo, si existiese en la Habana, y en su defecto con el R. obispo, el intendente, un miembro del ayuntamiento y prior del consulado y previo examen etc. Esta terna se sorteará en el real acuerdo[3] presidido por V. E., y el primero que salga se tendrá por elegido y nombrado diputado de ese reino[4] y vocal de la junta suprema central gubernativa de la monarquía, con expresa residencia en esta corte. [3] O junta. [4] O Isla — Puerto Rico. Procederá con el R. obispo, y un miembro del ayuntamiento, y previo examen etc. — En otra parte. — Tratará V. S. en la junta y con los ministros de esas reales cajas la cuota etc. Inmediatamente procederán los ayuntamientos de esa y demás capitales a extender los respectivos poderes o instrucciones, expresando en ellas los ramos y objetos de interés nacional que haya de promover. En seguida se pondrá en camino con destino a esta corte y para los indispensables gastos de viajes, navegaciones, arribadas, subsistencia y decoro con que se ha de sostener, tratará V. E. en junta superior de real hacienda la cuota que se le haya de señalar, bien entendido que su porte, aunque decoroso, ha de ser moderado, y que la asignación de sueldo no ha de pasar de seis mil pesos fuertes anuales. Todo lo cual comunico a V. E. de orden de S. M. para su puntual observancia y cumplimiento, advirtiendo que no haya demora en la ejecución de cuanto va prevenido. Dios guarde a V. E. muchos años. Real palacio del Alcázar de Sevilla 22 de enero de 1809. NÚMERO 8-4. Señor ministro de la corte de Londres: muy señor mío. He dado cuenta a la suprema junta central de la nota que V. S. se ha servido pasarme con fecha de 27 de febrero último, relativa a la guarnición de la plaza de Cádiz por las tropas inglesas, y asimismo de la carta del general D. Gregorio de la Cuesta que V. S. me incluye original, y tengo el honor de devolver adjunta: y S. M. queda enterado de que no encontrando V. S. por la respuesta del general Cuesta una necesidad imperiosa o urgente de hacer marchar a su ejército el pequeño cuerpo de tropas británicas que V. S. quería enviarle de refuerzo (obteniendo el permiso de que ese cuerpo dejase una fracción suya en la plaza de Cádiz), ha escrito V. S. al general Mackenzie, para que los transportes vuelvan a Lisboa, donde su presencia parece necesaria según los avisos que acaba de recibir. Con este motivo manifiesta V. S. que le ha parecido no sería ni decente ni conveniente insistir en la admisión de beneficio, cuyas consideraciones inseparables eran miradas con una especie de repugnancia. V. S. tendrá presente cuanto sobre este particular he tenido el honor de manifestarle en nuestras conferencias; pero la suprema junta me manda presentar a V. S. algunas observaciones que cree de importancia. Empezaré por repetir a V. S. que la suprema junta está muy lejos de concebir la menor sospecha contra los deseos que V. S. ha manifestado de que quedasen en la plaza de Cádiz algunas tropas británicas. La lealtad del gobierno inglés, la generosidad con que ha acudido a nuestro socorro, y la franqueza que ha usado con el gobierno español hacen imposible toda sospecha. Pero la suprema junta debe respetar la opinión pública nacional; y así se ha propuesto observar una conducta mesurada y prudente que la ponga a cubierto de toda censura. Si el estado presente de nuestros negocios militares fuese tan apurado que hiciese temer alguna próxima amenaza contra Cádiz; si nuestras propias fuerzas fuesen incapaces de defender aquel punto; si faltasen otros sumamente importantes donde puede ser combatido el enemigo con el mejor suceso, la suprema junta no tendría el temor de chocar con la opinión pública, admitiendo tropas extranjeras en aquella plaza; porque la opinión pública no podría menos de formarse sobre este estado supuesto de cosas. Mas V. S. sabe que nada de esto sucede; que nuestros ejércitos se mantienen en puntos muy distantes de Cádiz; que aquella plaza está por ahora exenta de toda sorpresa; que aun cuando las cosas sucediesen tan mal, como no podemos esperar, le quedarían al enemigo mucho terreno y muchos obstáculos que vencer antes de amenazar a Cádiz, que en ningún caso podía faltar tiempo para replegarse sobre una plaza fácil de defender, y que no puede mirarse sino como un último punto de retirada; y por último, que esos puntos extremos no deben defenderse en ellos mismos, a menos de un caso apurado, y sí en otros más adelantados. Así es que el ejército de Extremadura defiende por aquella parte la entrada de los enemigos, como la defiende por Sierra Morena el ejército de la Carolina y del centro combinados. En esos puntos es necesario convenir que está la defensa de las Andalucías; y por eso S. M. hace todo lo posible para reforzarlos. Allí está el enemigo que de algún tiempo a esta parte no ha podido hacer el menor progreso; y allí, si conseguimos reunir fuerzas superiores, se puede dar un golpe decisivo al enemigo al paso que no será nunca tal contra nosotros el que él pudiera darnos. Por otra parte ve V. S. que la Cataluña se defiende valerosamente sin dejar al enemigo adelantar un paso; y que Zaragoza, que debe mirarse como un antemural, resiste heroicamente a los repetidos ataques y hace pagar bien caro al enemigo su obstinada porfía. Es pues evidente que los poderosos auxilios de la Gran Bretaña serían infinitamente útiles en el ejército de Extremadura, en el de la Carolina, y en Cataluña, donde podría servir directa o indirectamente a la defensa de Zaragoza. Esta es la opinión de la suprema junta, de la nación entera, y esta será sin duda la de quien contemple con imparcialidad el verdadero estado de las cosas. La suprema junta espera que V. S. reflexionando detenidamente sobre esta franca exposición, entrará en sus ideas, y se lisonjea de que ellas merecerán el aprecio del gobierno de S. M. B., ya por el valor que ellas tienen, y ya por la deferencia que el mismo gobierno ha manifestado hacia la suprema junta; pues al dar el ministro británico parte de su pensamiento sobre la entrada de tropas inglesas en Cádiz al ministro de S. M. en Londres, solo se la presentó como una idea que debía comunicarse a la suprema junta para oír su opinión acerca de ella. De aquí nace en gran parte la confianza que tiene S. M. sobre los sentimientos de S. M. B. en este asunto, luego que le sean presentes estas justas observaciones. Debe también considerarse que desembarcando las tropas auxiliares en los puntos que se han indicado a V. S. en las inmediaciones de Cádiz, y dirigiéndose a reforzar el ejército del general Cuesta donde pueden cubrirse de gloria, siempre encontrarán en Cádiz una segura retirada en caso de desgracia. Pero si un cuerpo desde luego poco numeroso hubiese de dejar en Cádiz parte de su fuerza para asegurar en tanta distancia la retirada, V. S. convendrá que semejante socorro inspiraría a la nación poca confianza, sobre todo después de los sucesos de la Galicia. V. S. cree que todos los transportes deben volver a Lisboa, donde juzga necesaria su presencia, y ha comunicado en su consecuencia las órdenes al efecto. De esa medida pudiera decirse lo que de la que acabo de exponer; a saber: que la suprema junta tiene la firme opinión de que el Portugal no puede defenderse en Lisboa, y de que el mayor número de tropas debería emplearse en las líneas más adelantadas donde se halla el enemigo, y donde puede ser derrotado de un modo que sea decisivo en sus consecuencias. Por todas estas razones está persuadida la suprema junta de que si el gobierno británico resolviese que sus tropas no obren unidas con las nuestras sino con la condición indicada, jamás podrá imputársela esa no cooperación. No puede ocultarse a la discreta ilustración de V. S. que la suprema junta debe obrar en todas ocasiones, y mucho más en las presentes circunstancias, de tal modo, que si por hipótesi fuere necesario manifestar a la nación y a la Europa entera las razones de su conducta en todos, o en algunos de los grandes negocios que ocupan la atención de S. M., pueda hacerlo con aquella seguridad y aquellos fundamentos que la concilien la opinión general, que es el primero y principal elemento de su fuerza. S. M. espera que tomadas por V. S. en seria consideración estas observaciones, serán presentadas por V. S. al gobierno de S. M. B. como los sentimientos francos de un aliado fiel y reconocido, que cuenta en tan honrosa lucha con el auxilio eficaz de las tropas inglesas. Tengo con este motivo el honor &c. — Dios &c. — Sevilla 1.º de marzo de 1809. — B. L. M. de V. S. &c. — Martín de Garay. NÚMERO 8-5. _Véase la Gaceta extraordinaria del gobierno de Sevilla de 24 de abril de 1809 y el suplemento a la misma del 8 de mayo del mismo._ NÚMERO 8-6. _Esta correspondencia se insertó íntegra en el suplemento a la Gaceta del gobierno de Sevilla de 12 de mayo de 1809. Todas las contestaciones honran a sus autores, como también otra que dio más adelante y sobre el mismo asunto al general Sebastiani Don Francisco Abadía. Esta se insertó en la Gaceta del gobierno de Sevilla de 29 de mayo de 1809._ NÚMERO 8-7. Reales. Las rentas ordinarias de la provincia de Asturias produjeron entonces al año lo mismo que antes 8.000.000. Los donativos 4.000.000. Un préstamo 3.500.000. Así el total que entró en arcas desde mayo de 1808 hasta mayo de 1809 de rentas y recursos de la provincia, fue de unos 15.500.000. Deben agregarse a estos quince millones quinientos mil rs. vn. veinte millones de reales que vinieron de Inglaterra; mas de los últimos habiéndose enviado dos a la central, quedan reducidos a diez y ocho, ascendiendo por consiguiente el total a 35.500.000 reales vn. Durante este tiempo mantuvo la provincia constantemente de 18 a 20.000 hombres sobre las armas; a los que al principio dio hasta una peseta diaria. Véase si con este gasto y lo que costaba el pago de las autoridades civiles había lugar a dilapidaciones. Además el marqués de Vista Alegre, que estaba al frente de la hacienda del principado, era hombre de gran severidad en la materia e incapaz de entrar en ningún manejo deshonroso y feo. NÚMERO 8-8. D’Argenton se escapó por la noche luego que los franceses salieron de Oporto. Pasó a Inglaterra y de allí parece ser que yendo a Francia para sacar a su mujer y a sus hijos fue cogido y arcabuceado. NÚMERO 8-9. Sabe V. M. que hace más de cinco meses que no he recibido órdenes ni noticias, ni socorros: por consiguiente carezco de muchas cosas, e ignoro las disposiciones generales. El general de brigada Viallanes se hallaba muy cansado, y me dijo en Lugo que estaba malo. Conocí que su dolencia no era tan grave como decía; pero viendo su temor le mandé que se retirase hacia el lado del mayor general de V. M. a recibir sus órdenes. También hubiera querido dar igual destino a los generales La Houssaye y Mermet que no siempre han hecho lo que pudieran hacer para ventaja nuestra; pero dejé de tomar esta determinación hasta llegar a Zamora, para no dar más crédito a las voces de las cabalas o conspiraciones que se esparcieron... Sacado de la Gaceta del gobierno de 28 de julio de 1809. (Pliego interceptado del mariscal Soult a José, fecho en la Puebla de Sanabria a 25 de junio de 1809.) NÚMERO 8-10. He aquí algunos pormenores de tan singular hecho. Era en el otoño de 1805 y daba Mr. Pitt una comida en el campo, a la que asistían los lores Liverpool (entonces Hawkesbury) Castelreagh, Bashurst y otros, como también el duque de Wellington (entonces Sir Arthur Wellesley) que acababa de llegar de la India. Durante la comida recibió Pitt un pliego, cuya lectura le dejó pensativo. A los postres yéndose los criados, según la costumbre de Inglaterra o como ellos dicen _the cloth being removed and the servants out_, dijo Pitt «Malísimas noticias; Mack se ha rendido en Ulm con 40.000 hombres, y Bonaparte sigue a Viena sin obstáculo.» Entonces fue cuando exclamaron sus amigos, y él replicó lo que insertamos en el texto. Como su respuesta era tan extraordinaria, muchos de los concurrentes, aunque callaron por el respeto que le tenían, atribuyéronla sobre todo en lo que dijo de España a desvarío causado por el mal que le oprimía, y de que falleció tres meses después. Pitt percibiendo en los semblantes el efecto que habían producido sus primeras palabras, añadió las siguientes bien memorables. «Sí, señores, la España será el primer pueblo en donde se encenderá esta guerra patriótica que solo puede libertar a Europa. Mis noticias sobre aquel país, y las tengo por muy exactas, son de que si la nobleza y el clero han degenerado con el mal gobierno y están a los pies del favorito, el pueblo conserva toda su pureza primitiva, y su odio contra Francia tan grande como siempre, y casi igual a su amor a sus soberanos. Bonaparte cree y debe creer la existencia de estos incompatible con la suya, tratará de quitarlos, y entonces es cuando yo le aguardo con la guerra que tanto deseo.» Hemos oído esto en Inglaterra a varios de los que estaban allí presentes: muchas veces ha oído lo mismo al duque de Wellington el general Don Miguel de Álava, y dicho duque refirió el suceso en una comida diplomática que dio en París el duque de Richelieu en 1816, y a la que se hallaban presentes los embajadores y ministros de toda Europa. FIN DEL TOMO II. ERRATAS DE LOS TOMOS 1.º Y 2.º TOMO 1.º DICE. LÉASE. — — — Pág. 20, lín. 4, uno y otro, uno y otra. Pág. 51, lín. 1, exprimir, expresar. Pág. 73, epígrafe, 16 de abril, 16 de marzo. Pág. 241, lín. 24, triunfo, Triunfo. Pág. 344, lín. 7, siguisen, siguiesen. Pág. 401, lín. 25, dospojados, despojados. APÉNDICES. Pág. 100, lín. 24, cuam, quam. Pág. 112, lín. 34, nullaae, nullae. TOMO 2.º Pág. 304, lín. 24, esta, estas. Pág. 307, lín. 5, propia, propias. Pág. 332, lín. 19, Marte, Martí. Pág. 356, lín. 9, embocadura, desembocadura. Pág. 360, lín. 5, Calzada, calzada. Pág. 363, lín. 3, tanto, tanta. Pág. 394, lín. 13, Zuaim, Znaim. APÉNDICES. Pág. 1, lín. 7, summunque, summumque. Pág. 19, lín. 24, cuam, quam. Pág. 23, lín. 11, aperations, operations. *** End of this LibraryBlog Digital Book "Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5)" *** Copyright 2023 LibraryBlog. All rights reserved.