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Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5)
Author: Toreno, José Maria Queipo de Llano Ruiz de Saravia, Conde de
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (2 de 5)" ***
GUERRA Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA (2 DE 5) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También han sido modernizados los topónimos y los nombres propios de
    persona, siempre que se han encontrado referencias bibliográficas.

  * Se han incorporado las correcciones mencionadas en la fe de erratas
    aparecida en este segundo tomo.

  * Se ha alterado la numeración de los apéndices para que incorporen
    el número del libro al que corresponden, obteniendo así una
    identificación única a lo largo de todos los tomos de la obra.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



  HISTORIA
  DEL
  Levantamiento, Guerra y Revolución
  de España.



  HISTORIA
  DEL
  Levantamiento, Guerra y Revolución
  DE ESPAÑA

  POR
  EL CONDE DE TORENO.

  TOMO II.

  Madrid:
  IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN,
  1835.



  ... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere
  audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in
  scribendo? ne qua simultatis?

  CICER., _De Oratore, lib. 2, c. 15._



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO QUINTO.


_Primer sitio y defensa de Zaragoza. — Asiento de la ciudad. — Estado
apurado de la misma. — Salida de Palafox, 15 de junio. — Primera
embestida de los franceses contra Zaragoza y su derrota, 15 de junio.
— Don Lorenzo Calvo de Rozas. — Preparativos de defensa en Zaragoza.
— Don Antonio Sangenís. — Intimación de Lefebvre-Desnouettes. — El
general Palafox en Épila. — Acción de Épila. — Piensa Palafox en volver
a Zaragoza. — Entrada allí de Lazán el 24 de junio. — Juramento de los
zaragozanos. — Amenaza villana de un polaco a Calvo. — Conferencia y
proposiciones de los generales franceses. — Los franceses reforzados.
Verdier general en jefe. — Vuélase un almacén de pólvora. — Ataque
contra el monte Torrero. — Castigo del comandante. — Llegada de un
refuerzo a los españoles. — 30 de junio, principia el bombardeo. —
Nuevas obras de defensa de los sitiados. — Ataques del 1.º y 2 de
julio. — Agustina Zaragoza. — Entrada de Palafox el 2 en Zaragoza. —
Otros combates. — Puente echado por los franceses en San Lamberto.
— Estrago hecho por los mismos. — Otras medidas de los sitiados. —
Apodérase el enemigo de Villafeliche. — Otros combates. — Ataques del
3 y 4 de agosto. — Avanzan los franceses al Coso. — Salida de Palafox
de Zaragoza. — Vuelve Lazán el 15 con socorros. — El 8 Palafox. —
Continúan los choques y reencuentros. — Los franceses reciben el 6
orden de retirarse. — Contraorden poco después. — Resolución magnánima
de los zaragozanos. — 13, orden definitiva dada a los franceses de
retirarse. — Llegada a Zaragoza de una división de Valencia. — Aléjanse
los franceses de Zaragoza el 14. — Fin del sitio. — Alegría de los
aragoneses, estado de la ciudad. — Cataluña. — Bloqueo de Figueras por
los somatenes. — Socorre la plaza el general Reille. — Don Juan Clarós.
— Vuelve Duhesme a Gerona. — Junta de Lérida. — Tropas de Menorca
mandadas por el marqués del Palacio. — El conde de Caldagués va en
socorro de Gerona. — Atacan los franceses a Gerona el 13 de agosto.
— Son derrotados el 16. — Levantan el sitio. — Portugal. — Estado
de aquel reino y de su insurrección. — Évora. — Expedición inglesa
enviada a Portugal. — Sir Arthur Wellesley. — Sale la expedición de
Cork. — Desembarco en Mondego. — Estado de Junot y sus disposiciones.
— Acción de Roliça. — Socorros llegados al ejército inglés. — Batalla
de Vimeiro 21 de agosto. — Armisticio entre ambos ejércitos. — Convenio
del almirante ruso con el inglés. — Convención de Cintra. — Españoles
de Portugal. — Restablecen los ingleses la regencia de Portugal. —
Elvas sitiada por los españoles. — Almeida por los portugueses. —
Desaprobación general de la convención de Cintra en Inglaterra. —
Declaración de S. M. B. de 4 de julio. — Peticiones y reclamaciones que
se hacen a los diputados españoles. — Dumourier. — Conde d’Artois. —
Luis XVIII. — Príncipe de Castelcicala. — Tropa española en Dinamarca.
— Marqués de la Romana. — Lobo. — Fábregues. — Se disponen a embarcarse
las tropas del norte. — Kindelán. — Kindelán y Guerrero. — Juramento
de los españoles en Langeland. — Dan la vela para España. — Trátase de
reunir una junta central. — Situación de Madrid. — Consejo de Castilla.
— Sus manejos. — Opinión sobre aquel cuerpo. — Estado de las juntas
provinciales. — Llegada a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia.
— Correspondencia entre las juntas. — Proceder del consejo. — Entrada
en Madrid de Llamas y Castaños. — Proclamación de Fernando VII. —
Insurrección de Bilbao. — Movimientos en Guipúzcoa y Navarra. — Nuevos
manejos del consejo. — Propuesta de Cuesta a Castaños. — Consejo de
guerra celebrado en Madrid. — Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla. —
Acaba el gobierno de las juntas provinciales._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO QUINTO.


[Marginal: (* Ap. n. 5-1.) Primer sitio y defensa de Zaragoza.]

Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro,[*] defendiose
largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También
desguarnecida y desmurada resistió al de Francia con tenaz porfía,
si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En esta como en aquella
mancillaron su fama ilustres capitanes: y los impetuosos y concertados
ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos
de sus invictos moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron
los franceses a Zaragoza; una malogradamente, otra con pérdidas e
inauditos reveses. Cuanto fue de realce y nombre para Aragón la heroica
defensa de su capital, fue de abatimiento y desdoro para sus sitiadores
aguerridos y diestros no haberse enseñoreado de ella pronto y de la
primera embestida.

[Marginal: Asiento de la ciudad.]

Baña a Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro.
Cíñela al mediodía y del lado opuesto Huerva, acanalado y pobre, que
más abajo rinde a aquel sus aguas, y casi en frente a donde desde el
Pirineo viene también a fenecer el Gállego. Por la misma parte y a un
cuarto de legua de la ciudad se eleva el monte Torrero, cuya altura
atraviesa la acequia imperial, que así llaman al canal de Aragón por
traer su origen del tiempo del emperador Carlos V. Antes del sitio
hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y
olivares con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el
nombre de torres. A izquierda del Ebro está el Arrabal que comunica con
la ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro
de madera en una riada que hubo en 1802. Pasaba la población de 55.000
almas: menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad
fortificada; diciendo Colmenar,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-2.)] a manera
de profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que
reparaba esta falta el valor de sus habitantes.» Cercábala solamente
una pared de diez a doce pies de alto y de tres de espesor, en parte
de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por
algunos edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que
dan salida al campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo,
y extramuros se distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de
Aragón, rodeada de un foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen
otros tantos bastiones. Las calles en general son angostas, excepto la
del Coso muy espaciosa y larga, casi en el centro de la ciudad, y que
se extiende desde la puerta llamada del Sol hasta la plaza del Mercado.
Las casas de ladrillo y por la mayor parte de dos o tres pisos. La
adornan edificios y conventos bien construidos y de piedra de sillería.
La piedad admira dos suntuosas catedrales, la de nuestra Señora del
Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años para su asistencia
el cabildo. El último templo antiquísimo, el primero muy venerado de
los naturales por la imagen que en su santuario se adora. Como no es de
nuestra incumbencia hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos
detendremos ni en sus antigüedades ni grandeza, reservando para después
hablar de aquellos lugares, que a causa de la resistencia que en ellos
se opuso adquirieron desconocido renombre; porque allí las casas y
edificios fueron otras tantas fortalezas.

Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco
abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al
levantarse en mayo. El corto tiempo transcurrido no había dejado
aumentarlos notablemente, y antes bien se habían minorado con los
descalabros padecidos en Tudela y Mallén. [Marginal: Estado apurado
de Zaragoza.] En semejante estado déjase discurrir la consternación
de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche del 14 de junio, de
haber sido aquel día derrotado Don José de Palafox en las cercanías
de Alagón, según dijimos en el anterior libro. Desapercibidos sus
habitantes tan solamente hallaron consuelo con la presencia de su
amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo
no dio descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él
vinieron proposiciones del general Lefebvre-Desnouettes a fin de que se
rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto y firmado por los
emisarios españoles Castelfranco, Villela y Pereira que acompañaban al
ejército francés, y de quienes ya hicimos mención.

Fue la respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores;
y con las pocas tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas de
campaña se colocó fuera no lejos de la ciudad al amanecer del 15.
[Marginal: Salida de Palafox, 15 de junio.] Estaba a su lado el marqués
de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán Don
Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer
a los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox viendo cuán
superior era el número de sus contrarios, determinó retirarse, y
ordenadamente pasó a Longares, pueblo seis leguas distante, desde donde
continuó al puerto del Frasno cercano a Calatayud: queriendo engrosar
su corta división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el
barón de Versages.

Semejante movimiento si bien acertado en tanto que no se consideraba
a Zaragoza con medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo
desamparada y a merced del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente
el general francés Lefebvre-Desnouettes, y con sus 5 a 6000 infantes
y 800 caballos a las nueve de la mañana del mismo 15 presentose con
ufanía delante de las puertas. Habían crecido dentro las angustias: no
eran arriba de 300 los militares que quedaban entre miñones y otros
soldados: los cañones pocos y mal colocados como por gente a quien
no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien
se contaba en un principio, Don Juan Cónsul y Don Ignacio López, el
último acompañaba a Palafox y el primero, por orden suya, hallábase
de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto y por todas
partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía por tanto que
ningún obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos
paisanos y soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder
precavidamente. De tan casual e impensado acontecimiento nació la
memorable defensa de Zaragoza.

[Marginal: Primera embestida de los franceses contra Zaragoza y su
derrota, 15 de junio.]

La perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que
habían empezado a hacer fuego, y dio a otros alas para ayudarlos
y favorecerlos. Pero como aún no había ni baterías ni resguardo
importante, consiguieron algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro
de las calles. Acometidos por algunos voluntarios y miñones de Aragón
al mando del coronel Don Antonio de Torres, y acosados por todas partes
por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos despedazados
cerca de nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta del
mismo nombre.

Enfurecidos los habitantes y con mayor confianza en sus fuerzas después
de la adquirida si bien fácil ventaja, acudieron sin distinción de
clase ni de sexo a donde amagaba el peligro, y llevando a brazo los
cañones antes situados en el mercado, plaza del Pilar y otros parajes
desacomodados, los trasladaron a las avenidas por donde el enemigo
intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horrorosas
descargas. Creyó entonces necesario el general francés emprender un
ataque formal contra las puertas del Carmen y Portillo. Puso su mayor
conato en apoderarse de la última, sin advertir que situada a la
derecha la Aljafería eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de
aquel castillo, cuyas fortificaciones aunque endebles, le resguardaban
de un rebate. Así sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por
un oficial retirado de nombre Don Mariano Cerezo, militar tan bravo
como patriota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se
acercaban a sus muros. Dejáronles aproximarse y a quema ropa los
ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que fuera más certera la
artillería en sus tiros un oficial sobrino del general Guillelmi,
quien encerrado allí con su tío desde el principio de la insurrección,
olvidándose del agravio recibido, solo pensó en no dar quiebra a su
honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía de su persona.
Igualmente fueron los franceses repelidos en la Puerta del Carmen,
sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les
hacía, escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares,
cuya buena puntería causó en las filas enemigas notable matanza.
Nadie rehusaba ir a la lid: las mujeres corrían a porfía a estimular
a sus esposos y a sus hijos, y atropellando por medio del inminente
riesgo los socorrían con víveres y municiones. Los franceses aturdidos
al ver tanto furor y ardimiento titubeaban y crecía con su vacilar
el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo no obstante y
reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de la
Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas.
Menester fue para poner término a la sangrienta y reñida pelea que
sobreviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a
media legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo
sembrado de más de 500 cadáveres. La pérdida de los españoles fue mucho
más reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada
victoria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño
de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo y
resistir hasta el último aliento.

Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban
todavía el paradero del general Palafox. Grande fue su tristeza al
saber su ausencia, y no teniendo fe en las autoridades antiguas ni
en los demás jefes, los diputados y alcaldes de barrio a nombre del
vecindario se presentaron [Marginal: Don Lorenzo Calvo de Rozas.] luego
que cesó el combate al corregidor e intendente Don Lorenzo Calvo de
Rozas, que, hechura de Palafox, merecía su confianza. Instáronle para
que hiciera sus veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que
aquel no volviera. Unía Calvo en su persona las calidades que el caso
requería. Declarado abiertamente en favor de la causa pública, habíase
fugado de Madrid en donde estaba avecindado. Hombre de carácter firme y
sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de tibio, el entusiasmo
y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Autorizado como ahora se
veía por la voz popular y punzado por el peligro que a todos amenazaba,
empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger
contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos.

[Marginal: Preparativos de defensa en Zaragoza.]

Prontamente llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para que
expidiese y firmase a los de su jurisdicción las convenientes órdenes.
Mandó iluminar las calles con objeto de evitar cualquier sorpresa o
excesos; empezáronse a preparar sacos de tierra para formar baterías en
las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y Santa Engracia; abriéronse
zanjas o cortaduras en sus avenidas; dispusiéronse a artillarlas,
y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una banqueta
para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los
vecinos en estado de llevar armas, que se apostasen en los diversos
puntos debiendo alternar noche y día; ocupáronse los niños y mujeres
en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los religiosos
hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y
ahinco aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya
convertido Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban
por desempeñar debidamente lo que a cada uno se había encomendado.

Con más lentitud se procedió en la construcción de baterías por falta
de ingeniero que dirigiese la obra. [Marginal: Don Antonio Sangenís.]
Solo había uno, que era Don Antonio Sangenís, y este había sido el 15
llevado a la cárcel por los paisanos que le conceptuaban sospechoso,
habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda de la ciudad.
Ignorose su suerte en medio de la confusión, pelea y agitación de aquel
día y noche, y solo se le puso en libertad por orden de Calvo de Rozas
en la mañana del 16. Sin tardanza trazó Sangenís atinadamente varias
obras de fortificación, esmerándose en el buen desempeño, y ayudado en
lugar de otros ingenieros por los hermanos Tabuenca, arquitectos de la
ciudad. Pintan estos pormenores, y por eso no son de más, la situación
de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que estaban de recursos y
de hombres inteligentes en los ramos entonces más necesarios.

[Marginal: Intimación de Lefebvre Desnouettes.]

Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente
empeñarse en nuevos ataques antes de recibir de Pamplona
mayores fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones
correspondientes. Mientras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre
probar la vía de la negociación, intimó el 17 que, a no venir a
partido, pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la
ciudad. Contestósele dignamente,[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-3.)] y se
prosiguió con mayor empeño en prepararse a la defensa.

[Marginal: El general Palafox en Épila.]

El general Palafox en tanto, vista la decisión que habían tomado los
zaragozanos de resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y
llamar a otra parte su atención. Unido al barón de Versages contaba con
una división de 6000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de
junio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila.
En aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa,
por lo común allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse a Valencia,
y no empeorar con una derrota la suerte de Zaragoza. Palafox, asistido
de admirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las
filas, exhortando a todos a cumplir con el duro pero honroso deber que
la patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente
aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir
por el estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que
tachasen de temeraria su empresa. Respondiose a su voz con universales
clamores de aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De
tamaña importancia es en los casos arduos la entera y determinada
voluntad de un caudillo.

[Marginal: Acción de Épila.]

Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana
siguiente a la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los
franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando estos su
movimiento, se le anticiparon y acometieron a su ejército en Épila a
las nueve de la noche, hora desusada y en la que dieron de sobresalto
e impensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho
prisionera una avanzada, y también por el descuido con que todavía
andaban nuestras inexpertas tropas. Trabose la refriega, que fue
empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo
orden premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo
cada uno en medio de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy
inteligente oficial Don Ignacio López, se señaló en aquella jornada, y
algunos regimientos se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que, sin
precipitación, tomaron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba
el de Fernando VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio
de seis horas, como si se compusiera de soldados veteranos. También
hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato una
batería de las más importantes. Disputaron pues unos y otros el terreno
a punto que los franceses no los incomodaron en la retirada.

[Marginal: Piensa Palafox en volver a Zaragoza.]

Palafox convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas
combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su
ayuda dentro de Zaragoza, determinó superando obstáculos meterse con
los suyos en aquella ciudad, por lo que después de haberse rehecho,
y dejando en Calatayud un depósito al mando del barón de Versages,
dividió su corta tropa en dos pequeños trozos: encargó el uno a su
hermano Don Francisco, y acaudillando en persona el otro volvió el 2 de
julio a pisar el suelo zaragozano.

[Marginal: Entrada allí el 24 de junio de Lazán.]

Ya había allí acudido desde el 24 de junio su otro hermano el marqués
de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a instancias
y por aviso del intendente Calvo de Rozas. Deseaba este un arrimo
para robustecer aún más sus acertadas providencias, acordar otras,
comprometer en la defensa a las personas de distinción que no lo
estuviesen todavía, imponer respeto a la muchedumbre congregando una
reunión escogida y numerosa, y afirmarla en su resolución por medio
de un público y solemne juramento. Para ello convocó el 25 de junio
una junta general de las principales corporaciones e individuos de
todas clases, presidida por el de Lazán. En su seno expuso brevemente
Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se hallaba, y cuáles eran
sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar con sus luces
y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. [Marginal:
Juramento de los zaragozanos.] Conformes todos aprobaron lo antes
obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o morir, y resolvieron
que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos armados
prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas un público y
majestuoso juramento. Amaneció aquel día y a una hora señalada de la
tarde se pobló el aire de un grito asombroso y unánime, «de que los
defensores de Zaragoza juntos y separados derramarían hasta la última
gota de su sangre por su religión, su rey y sus hogares.»

Movió a curiosidad entre los enemigos la impensada agitación que causó
tan nueva solemnidad, y con ansia de informarse de lo que pasaba,
aproximose a la línea española un comandante de polacos acompañado
de varios soldados; y aparentando deseos de tomar partido él y los
suyos con los sitiados, pidió como seguro de su determinación tratar
con los jefes superiores. [Marginal: Amenaza villana de un polaco a
Calvo.] Salió Calvo de Rozas, indicó al comandante que se adelantase
para conferenciar solos: hízolo así, mas a poco y alevosamente
cercaron a Calvo los soldados del contrario. Encaráronle las armas, y
después de preguntar lo que en Zaragoza ocurría, tuvo el comandante
la descompuesta osadía de decirle que no era su intento desamparar
sus banderas; que había solo inventado aquella artimaña para averiguar
de qué provenía la inquietud de la ciudad, e intimar de nuevo por
medio de una persona de cuenta la rendición, siendo inevitable que al
fin se sometiesen los zaragozanos al ejército francés, tan superior
y aguerrido. Añadiole que a no consentir con lo que de él exigía
sería muerto o prisionero. En vez de atemorizarse con la villana
amenaza, reportado y sereno contestole Calvo: «harto conocidas son
vuestras malas artes y la máscara de amistad con que encubrís vuestras
continuadas perfidias, para que desprevenido y no muy sobre aviso
acudiera yo a vuestro llamamiento: los muertos o prisioneros seréis
vos y vuestros soldados si intentáis traspasar las leyes admitidas
aun entre las naciones bárbaras. El castillo de donde estamos tan
próximos a la menor señal mía disparará sus cañones y fusiles, que por
disposición anterior están ya apuntados contra vosotros.» Alterose
el polaco con la áspera contestación, y reprimiendo la ira suavizó
su altanero lenguaje, ciñéndose a proponer al intendente Calvo una
conferencia con sus generales. Vino en ello, y tomando la venia del de
Lazán se escogió por sitio el frente de la batería del Portillo.

[Marginal: Conferencia y proposiciones de los generales franceses.]

Todavía en el mismo día avistáronse allí con Calvo y otros oficiales
españoles autorizados por el gobernador y vecindario, los generales
franceses Lefebvre y Verdier, recién llegado. Limitáronse las pláticas
a insistir estos en la entrega de Zaragoza, ofreciendo olvido de
lo pasado, respetar las personas y propiedades, y conservar a los
empleados en sus destinos; con la advertencia que de lo contrario
convertirían en cenizas la ciudad, y pasarían a cuchillo los moradores.
Calvo contestó con brío, prometiendo sin embargo que daría cuenta de
lo que proponían, y que en la mañana siguiente se les comunicaría la
definitiva resolución, [Marginal: (* Ap. n. 5-4.)] en cuya conformidad
pasó el 27 temprano al campo francés Don Emeterio Barredo llevando
consigo una respuesta [*] firmada por el marqués de Lazán, en la que se
desechaban las insidiosas proposiciones del enemigo.

[Marginal: Los franceses, reforzados. Verdier, general en jefe.]

Claro era que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirían a
repulsa tan temeraria, mayormente cuando los franceses habían engrosado
su ejército, y cuando se había mejorado su posición. Por aquellos días
además de haberse desembarazado de Palafox arrojándole de Épila, habían
recibido de Pamplona y Bayona socorros de cuantía. Trájolos el general
Verdier, quien por su mayor graduación reemplazó en el mando en jefe
a Lefebvre, y no menos fueron por de pronto reforzados que con 3000
hombres, 30 cañones de grueso calibre, cuatro morteros, 12 obuses, y
800 portugueses a las órdenes de Gómez Freire. Fundadamente pensaron
entonces que con buen éxito podrían vencer la tenacidad zaragozana.

[Marginal: Vuélase un almacén de pólvora.]

Así fue que en el mismo día 27 renovaron el fuego, y dirigieron con
particularidad su ataque contra los puestos exteriores. Repelidos
con pérdida en las diversas entradas de la ciudad, de que quisieron
apoderarse, no pudo impedírseles que se acercasen al recinto. Como en
sus maniobras se notó el intento de enseñorearse del monte Torrero,
con diligencia se metieron en Zaragoza los víveres y municiones que
estaban encerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna precaución
originó un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los
edificios, zumbando y resonando el aire con el disparo y caída de
piedras, astillas y cascos. Tuviéronse los zaragozanos por muertos y
como si fuesen a ser sepultados en medio de ruinas. Despavoridos y
azorados huían de sus casas, ignorando de dónde provenía tanto ruido,
turbación y fracaso. Causábalo el haberse pegado fuego por descuido
de los conductores a la pólvora que se almacenaba en el seminario
conciliar, y este y la manzana de casas contiguas y las que estaban
enfrente se volaron o desplomaron, rompiéndose los cristales de la
ciudad, con muertes y desdichas. Agregábase a la horrenda catástrofe la
pérdida de la pólvora tan necesaria en aquel tiempo, y en el que había
de todo apretada pobreza.

Y para que apareciese enteramente acrisolada la constancia aragonesa,
los franceses fiados en la desolación y universal desconsuelo
reiteraron sus ataques en tan apurado momento. No se descorazonaron
los defensores, antes bien enfurecidos hicieron que se malograse la
tentativa de los enemigos, inhumana en aquella sazón.

Desde aquel día no transcurrió uno en que no hubiese reñidas
contiendas, escaramuzas, salidas, acometimientos de sitiados y
sitiadores. Largo sería e imposible referir hazañas tantas y tan
gloriosas, rara vez empañadas con alguna bastarda acción.

[Marginal: Ataque contra el monte Torrero.]

Túvose sin embargo por tal lo ocurrido en el monte Torrero. El
comandante a cuyo cargo estaba el puesto, de nombre Falcón, ora por
connivencia, ora por desaliento, que es a lo que nos inclinamos, le
desamparó vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas
alturas, causó en breve notables estragos.

[Marginal: Castigo del comandante.]

El vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante
español, le obligó más adelante a que compareciese ante un consejo de
guerra, y por sentencia de este fue arcabuceado. La misma suerte cupo
durante el sitio al coronel Don Rafael Pesino, gobernador de las Cinco
Villas, y a otros de menos nombre, acusados de inteligencia con el
enemigo. Ejemplar castigo, tachado por algunos de precipitado, pero
que miraron otros como saludable freno contra los que flaqueasen por
tímidos o tramasen alguna alevosía.

[Marginal: Llegada de un refuerzo a los españoles.]

Empeñábase así la resistencia, y cobraban todos ánimo con los oficiales
y soldados que a menudo acudían en ayuda de la ciudad sitiada. Llenó
sobre todo de particular gozo la llegada a últimos de junio de 300
soldados del regimiento de Extremadura al mando del teniente coronel
Don Domingo Larripa, que vimos allá detenido en Tárrega, sin querer
cumplir las órdenes de Duhesme, y también la que por entonces ocurrió
de 100 voluntarios de Tarragona capitaneados por el teniente coronel
Don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algún tanto el haber
perdido las alturas de Torrero.

Mas dueños los franceses de semejante posición, determinaron molestar
la ciudad con balas, granadas y bombas. Para ello colocaron en
aquella eminencia una batería formidable de cañones de grueso calibre
y morteros. Levantaron otras en diversos puntos de la línea, con
especialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la
Aljafería. [Marginal: 30 de junio, principia el bombardeo.] Preparados
de este modo, al terminarse el 30 de junio y a las doce de la noche
rompieron el fuego, y dieron principio a un horroroso bombardeo. Los
primeros tiros salvaron la ciudad sin hacer daño: acortáronlos, y las
bombas penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de la iglesia
del Pilar y arruinando varias casas, empezaron a causar quebrantos y
destrozos.

Al amanecer los vecinos lejos de arredrarse a su vista, trabajaron a
competencia y con sumo afán para disminuir las lástimas y desgracias.
[Marginal: Nuevas obras de defensa de los sitiados.] Construyéronse
blindajes en calles y plazas, torciose el curso de Huerva y se le
metió en la ciudad para apagar con presteza cualquier incendio.
Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en trabajos útiles y
que pedían resguardo a los que no eran llamados a guerrear. Para
observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse
atalayas en la torre que denominaban nueva, si bien fabricada en
1504, la cual elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo
pareció acomodada al caso, aunque ladeada a la manera de la famosa
de Pisa. No satisfechos los sitiados con estas obras y las antes
construidas, ideando otras, cortaron y zanjaron calles, atroneraron
casas y tapiales, apilaron sacos de tierra, trazaron y erigieron
nuevas baterías, las cubrieron con cañones arrumbados por viejos en la
Aljafería o con los que sucesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y en
fin quemaron y talaron las huertas y olivares, los jardines y quintas
que encubrían los aproches del enemigo, perjudicando a la defensa. Sus
dueños no solamente condescendían en la destrucción con desprendimiento
magnánimo, sino que las más veces ayudaban con sus brazos al total
asolamiento. Y cuando lidiando en otro lado descubrían la llama que
devoraba el fruto de años de sudor y trabajo o el antiguo solar de sus
abuelos, ensoberbecíanse de cooperar así y con largueza a la libertad
de la patria. ¿De qué no eran capaces varones dotados de virtudes tan
esclarecidas?

[Marginal: Ataques del 1.º y 2 de julio.]

Al bombardeo siguiose en la mañana del 1.º de julio un ataque general
en todos los puntos. Empezaron a batir la Aljafería y Puerta del
Portillo, mandada por Don Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la
Bernardona. La Puerta del Carmen encargada al cuidado de Don Domingo
Larripa fue casi al mismo tiempo embestida, y tampoco tardaron los
enemigos en molestar la de Sancho custodiada por el sargento mayor
Don Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño apoderarse de
la del Portillo, hubo allí tal estrago que, muertos en una batería
exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos,
[Marginal: Agustina Zaragoza.] lo cual dio ocasión a que se señalase
una mujer del pueblo llamada Agustina Zaragoza. Moza esta de 22 años
y agraciada de rostro, llevaba provisiones a los defensores cuando
acaeció el mencionado abandono. Notando aquella valerosa hembra el
aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y
arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el
suelo, puso fuego a una pieza, e hizo voto de no desampararla durante
el sitio sino con la vida. Imprimiendo su arrojo nueva audacia en
los decaídos ánimos, se precipitaron todos a la batería, y renovose
tremendo fuego. Proeza muy semejante la de Agustina a la de María Pita
en el sitio que pusieron los ingleses a la Coruña en 1589, fue premiada
también de un modo parecido, y así como a aquella le concedió Felipe II
el grado y sueldo de alférez vivo, remuneró Palafox a esta con un grado
militar y una pensión vitalicia.

Continuaba vivísimo el fuego, y nuestra artillería muy certera
arredraba al enemigo, sin que hasta entonces hubiese oficial alguno de
aquella arma que la dirigiese. No eran todavía las doce del día cuando
entre el horroroso y mortífero estruendo del cañón se presentaron los
subtenientes de aquel distinguido cuerpo Don Jerónimo Piñeiro y Don
Francisco Rosete, que fugados de Barcelona corrían apresuradamente a
tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, después de largo
viaje y fatigoso tránsito, se pusieron el primero a dirigir los fuegos
de la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Carmen. Con
la ayuda de oficiales inteligentes creció el brío en los nuestros, y
aumentose el estrago en los contrarios. La noche cortó el combate,
mas no el bombardeo, renovándose aquel al despuntar del alba con
igual furia que el día anterior. Las columnas enemigas con diversas
maniobras intentaron enseñorearse del Portillo, y abierta brecha en la
Aljafería se arrojaron a asaltar aquella fortaleza; pero fuese que no
hallasen escalas acomodadas, o fuese más bien la denodada valentía de
los sitiados, los franceses repelidos se desordenaron y dispersaron en
medio de los esfuerzos de jefes y oficiales. Otro tanto pasaba en el
Portillo y Carmen. El marqués de Lazán, durante el ataque, recorrió la
línea en los puntos más peligrosos, remunerando a unos y alentando a
otros con sus palabras.

Ya era entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros
familiarizándose más y más con los riesgos de la guerra, desconocidos
al mayor número, redoblaron sus esfuerzos alentados con un inesperado y
para ellos halagüeño acontecimiento. [Marginal: Entrada de Palafox el
2 en Zaragoza.] De boca en boca y con rapidez se difundió que Don José
de Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que pronto gozarían todos de
su presencia. En efecto penetrando en Zaragoza a las cuatro de la tarde
de aquel día, que era el 2, apareciose de repente en donde se lidiaba,
y a su vista arrebatados de entusiasmo hicieron los nuestros tan firme
rostro a los franceses, que sin insistir estos en nueva acometida se
contentaron con proseguir el bombardeo.

[Marginal: Otros combates.]

Viendo sin embargo que para aproximarse a las puertas era menester
hacerse dueños de los conventos de San José y Capuchinos y otros puntos
extramuros, comenzaron por entonces a embestirlos. En el convento de
San José, asentado a la derecha del río Huerva, no había otro amparo
que el de las paredes en cuyo macizo se habían abierto troneras.
Asaltáronle 400 polacos, y repelidos con gran pérdida tuvieron que
aguardar refuerzo, y aun así no se posesionaron de aquel puesto sino al
cabo de horas de pelea. No fueron más afortunados en el de Capuchinos
cercano a la Puerta del Carmen. Lucharon los defensores cuerpo a cuerpo
en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no desampararon el
edificio hasta después de haberle puesto fuego.

[Marginal: Puente echado por los franceses en San Lamberto.]

También quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla
izquierda del Ebro, principalmente a causa de los socorros que la libre
comunicación proporcionaba. Para estorbarla pensaron en cruzar el río,
echando el 10 de julio un puente de balsas en San Lamberto. Salió
contra ellos el general Palafox con paisanos y una compañía de suizos
que acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino con refuerzo a
sostenerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fue derribado
de una granada. [Marginal: Estrago hecho por los mismos.] Los enemigos
no se atrevieron a pasar muy adelante, y aprovechando los nuestros el
precioso respiro que daban, levantaron en el Arrabal tres baterías, una
en los tejares, y las otras dos en el rastro de los clérigos y en San
Lázaro: de las que protegidos los labradores se escopetearon varias
veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los ahuyentaron,
distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tío Jorge.
[Marginal: Otras medidas de los sitiados.] Así que los sitiadores no
pudieron cerrar del todo las comunicaciones de Zaragoza, pero talaron
los campos, quemaron las mieses, y extendiéndose hacia el Gállego viose
desconsoladamente arder el puente de madera que da paso al camino
carretero de Cataluña, y destruirse e incendiarse las aceñas y molinos
harineros que abastecían la ciudad. Las angustias crecían, mas al par
de ellas también el ardimiento de los sitiados. Se acopió la harina
del vecindario para amasar solamente pan de munición que todos comían
con gusto, y para fabricar pólvora se establecieron molinos movidos
por caballos, y se cogió el azufre en donde quiera que lo había: se
lavó la tierra de las calles para tener salitre, y se hizo carbón con
la caña del cáñamo tan alto en aquel país. No poco cooperó al acierto
y dirección de estos trabajos, como de los demás que ocurrieron, el
sabio oficial de artillería Don Ignacio López, quien desde entonces
hasta el fin del sitio fue uno de los pilares en que estribó la defensa
zaragozana.

[Marginal: Apodérase el enemigo de Villafeliche.]

Eran estas precauciones tanto más necesarias, cuanto no solo los
franceses ceñían más y más la plaza, sino que también previeron los
sitiados que bien pronto intentarían destruir o tomar los molinos de
pólvora de Villafeliche a doce leguas de Zaragoza, que eran los que la
proveían. Así sucedió. El barón de Versages desde Calatayud asomándose
a las alturas inmediatas a aquel pueblo, impidió al principio que
lograsen su objeto. Mas revolviendo sobre él los enemigos con mayores
fuerzas tuvo que replegarse y dejar en sus manos tan importantes
fábricas.

[Marginal: Otros combates.]

En medio del tropel de desdichas que oprimían a los zaragozanos
permanecían constantes sin que nada los abatiese. En continuada vela
desbarataban las sorpresas que a cada paso tentaban sus contrarios. El
17 de julio dueños ya estos del convento de Capuchinos, sigilosamente
a las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el tiro de cañón de
la Puerta del Carmen. Los nuestros lo notaron y en silencio también
aguardando el momento del asalto rompieron el fuego y derribaron
sin vida a los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con
mayor furia renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras
puertas las noches siguientes: en todas infructuosamente, no habiendo
podido tampoco apoderarse del convento de Trinitarios descalzos sito
extramuros de la ciudad.

En lucha tan encarnizada los españoles a veces molestaban al enemigo
con sus salidas, y no menos quisieron que adelantarse hasta el monte
Torrero. Aparentando pues un ataque formal por el paseo antes deleitoso
que de la ciudad iba a aquel punto, dieron otros de sobresalto en
medio del día en el campamento francés. Todo lo atropellaron y no se
retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las márgenes del
Gállego midieron igualmente unos y otros sus armas en varias ocasiones,
y señaladamente en 29 de julio en que nuestros lanceros sacaron ventaja
a los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuentros
el coronel Butrón, primer ayudante de Palafox.

Restaban aún nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y
resplandeciese la bizarría y firmeza de los zaragozanos. Noche y
día trabajaban sus enemigos para construir un camino cubierto que
fuese desde el convento de San José por la orilla del Huerva hasta
las inmediaciones de la Bernardona, y a su abrigo colocar morteros y
cañones, no mediando ya entre sus baterías y las de los españoles sino
muy corta distancia.

[Marginal: Ataques del 3 y 4 de agosto.]

Aguardábase por momentos una general embestida, y en efecto en la
madrugada del 3 de agosto el enemigo rompió el fuego en toda la
línea, cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas en el
barrio de la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y
el Carmen hasta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francés
Lacoste, ayudante de Napoleón, que había llegado después de comenzado
el sitio, con razón juzgó no ser acertado el ataque antes emprendido
por el Portillo, y determinó que el actual se diese del lado de Santa
Engracia, como más directo y como punto no flanqueado por el castillo.
La principal batería de brecha estaba a 150 varas del convento, y
constaba de 6 piezas de a 16 y de 4 obuses. Habían además establecido
sobre todo el frente de ataque 7 baterías, de las que la más lejana
estaba del recinto 400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado
fácil es imaginarse cuán terrible y destructor sería su fuego. Sea
de propósito o por acaso, notose que sus tiros con particularidad
se asestaban contra el hospital general en que había gran número de
heridos y enfermos, los niños expósitos y los dementes. Al caer las
bombas hasta los más postrados, desnudos y despavoridos saltaron de
sus camas y quisieron salvarse. Grande desolación fue aquella. Mas con
el celo y actividad de buenos patricios, muchos, en particular niños y
heridos, se trasladaron a paraje más resguardado. Prosiguió todo aquel
día el bombardeo, conmoviéndose unos edificios, desplomándose otros,
y causando todo junto tal estampido y estruendo que se difundía y
retumbaba a muchas leguas de Zaragoza.

Al alborear del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería
en frente de Santa Engracia. No había enderredor del monasterio
foso alguno, coronando solo sus pisos varias piezas de artillería.
Empezaron a batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada
inmediata del mismo nombre, y distrayendo la atención con otros
ataques del lado del Carmen, Portillo y Aljafería. A las nueve de la
mañana estaban arrasadas casi todas nuestras baterías y practicables
las brechas. Palafox presentándose por todas partes, corría a donde
había mayor riesgo y sostenía la constancia de su gente. En lo recio
del combate propúsole Lefebvre-Desnouettes: «paz y capitulación.»
Respondiole Palafox: «guerra a cuchillo.» A su voz atropellábanse
paisanos y soldados a oponerse al enemigo, y abalanzándose a dicho
monasterio de Santa Engracia, célebre por sus antigüedades y por
ser fundación de los reyes católicos, se metían dentro sin que los
arredrara ni el desplomarse de los pisos ni la caída de las mismas
paredes que amagaba. A todo hacían rostro, nada los desviaba de su
temerario arrojo. Y no parecía sino que las sombras de los dos célebres
historiadores de Aragón, Jerónimo Blancas y Zurita, cuyas cenizas allí
reposaban, ahuyentadas del sepulcro al ruido de las armas y vagando
por los atrios y bóvedas, los estimulaban y aguijaban a la pelea,
representándoles vivamente los heroicos hechos de sus antepasados que
tan verídica y noblemente habían trasmitido a la posteridad. Tanto
tenía de sobrehumano el porfiado lidiar de los aragoneses.

Al cabo de horas, y cuando el terreno quedaba no sembrado sino
cubierto de cadáveres, y en torno suyo ruinas y destrozos, pudieron
los franceses avanzar y salir a la calle de Santa Engracia. Pisando ya
el recinto vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con
arrogancia se encaminaban al Coso.

Mas pesoles muy luego su sobrada confianza. Cogidos y como enredados
entre calles y casas estuvieron expuestos a un horroroso fuego que de
todos lados se les hacía a manera de granizada. Cortadas las bocacalles
y parapetados los defensores con sacas de algodón y lana, y detrás de
las paredes de las mismas casas, los abrasaron por decirlo así a quema
ropa por espacio de tres horas, sin que pudieran salir al Coso, a donde
desemboca la calle de Santa Engracia. Desesperanzaban ya los franceses
de conseguirlo, cuando volándose un repuesto de pólvora que cerca
tenían los españoles, con el daño y desorden que esta desgracia causó,
fueles permitido a los acometedores llegar al Coso, y posesionarse de
dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del convento de San
Francisco a la izquierda, y el hospital general a la derecha. En este
fue espantoso el ataque, prendiose fuego, y los enfermos que quedaban
arrojándose por las ventanas caían sobre las bayonetas enemigas. Entre
tanto los locos encerrados en sus jaulas cantaban, lloraban o reían
según la manía de cada uno. Los soldados enemigos tan fuera de sí como
los mismos dementes, en el ardor del combate mataron a muchos y se
llevaron a otros al monte Torrero, de donde después los enviaron. Mucha
sangre había costado a los franceses aquel día, habiendo sido tan de
cerca ofendidos: contáronse entre el número de los muertos oficiales
superiores, y fue herido su mismo general en jefe Verdier.

[Marginal: Avanzan los franceses al Coso.]

Dueños de aquella parte sentaron los enemigos sus águilas victoriosas
en la cruz del Coso, templete con columnas en medio de la calle del
mismo nombre. Todo parecía así perdido y acabado. Calvo de Rozas y el
oficial Don Justo San Martín fueron los últimos que a las cuatro de la
tarde, después de haberse volado el mencionado repuesto, desampararon
la batería que enfilaba desde el Coso la avenida de Santa Engracia.
Pero el primero no decayendo de ánimo dirigiose por la calle de San Gil
al Arrabal para desde allí juntar dispersos, rehacer su gente, traer
los que custodiaban aquellos puntos entonces no atacados, y con su
ayuda prolongar hasta la noche la resistencia, aguardando de fuera y
antes de la madrugada, según veremos, auxilio y refuerzos.

Favoreció a su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una
equivocación afortunada de los enemigos, quienes queriendo encaminarse
al puente que comunica con el Arrabal, en vez de tomar la calle de
San Gil que tomó Calvo y es la directa, desfilaron por el arco de
Cineja, callejuela torcida que va a la Torrenueva. Aprovechándose los
aragoneses del extravío, los arremetieron en aquella estrechura y los
acribillaron y despedazaron. Obligoles a hacer alto semejante choque,
y en el entretanto volviendo Calvo del Arrabal con 600 hombres de
refresco y otros muchos que se le agregaron, desembocaron juntos y
de repente en la calle del Coso en donde estaba la columna francesa.
Embistió con 50 hombres escogidos, y el primero el anciano capitán
Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado [para que todo fuera
extraordinario] de espada y rodela, y bien unido con los suyos se
arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorprendidos con el
súbito y furibundo ataque. Acometieron los demás por diversos puntos,
y disparando desde las casas trabucazos y todo linaje de mortíferos
instrumentos, acosados los franceses y aterrados, se dispersaron y
recogieron en los edificios de San Francisco y hospital general.

Anocheció al cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer
sobresalto supieron por experiencia con cuanta ventaja resistirían al
enemigo dentro de las calles y casas. Sosteníales también la firme
esperanza de que con el alba aparecería delante de sus puertas un
numeroso socorro de tropas, que así se lo había prometido su idolatrado
caudillo Don José de Palafox.

[Marginal: Salida de Palafox de Zaragoza.]

Había partido este de Zaragoza con sus dos hermanos a las doce del
día del 4, después que los franceses dueños del monasterio de Santa
Engracia estaban como atascados en las calles que daban al Coso.
Presumíase con fundamento que no podrían en aquel día vencer los
obstáculos con que encontraban; mas al mismo tiempo careciendo de
municiones y menguando la gente, temíase que acabarían por superarlos
si no llegaban socorros de a fuera, y si además tropas de refresco no
llenaban los huecos y animaban con su presencia a los tan fatigados
si bien heroicos defensores. No estaban aquellas lejos de la ciudad,
pero dilatándose su entrada pensose que era necesario fuese Palafox en
persona a acelerar la marcha. No quiso este sin embargo alejarse antes
que le prometiesen los zaragozanos que se mantendrían firmes hasta su
vuelta. Hiciéronlo así, y teniendo fe en la palabra dada convino en ir
al encuentro de los socorros.

Correspondió a la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de junio
había desde Cataluña penetrado en Aragón el 2.º batallón de voluntarios
con 1200 plazas al mando del coronel Don Luis Amat y Terán, 500 hombres
de guardias españolas al del coronel Don José Manso, y además dos
compañías de voluntarios de Lérida, cuya división se había situado en
Gelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxilio y un convoy
que bajo su amparo podría meterse en la ciudad sitiada, era dado
prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5000 hombres
procedente de Valencia que se adelantaba por el camino de Teruel. El
tiempo urgía; no sobraba la más exquisita diligencia, por lo que, y a
mayor abundamiento, despachose al mismo Calvo de Rozas para enterar
a Palafox de lo ocurrido después de su partida y servir de punzante
espuela al pronto envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario al
general en Villafranca de Ebro, pasaron juntos a Osera, cuatro leguas
de Zaragoza, en donde a las nueve de la noche entraron las tropas
alojadas antes en Gelsa y Pina.

En dicho pueblo de Osera celebrose consejo de guerra, a que
asistieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el brigadier Don
Francisco Osina, el coronel de artillería Don J. Navarro Sangrán
[estos dos procedentes de Valencia] y otros jefes. Informados por el
intendente Calvo del estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó
que el marqués de Lazán con los 500 hombres de guardias españolas,
formando la vanguardia se metiese en la ciudad en la madrugada del
5, que con la demás tropa le siguiese Don José de Palafox, y que
su hermano Don Francisco quedase a la retaguardia con el convoy de
víveres y municiones custodiado también por Calvo de Rozas. Acordose
asimismo que para mantener con brío a los sitiados y consolarlos
en su angustiada posición, partiesen prontamente a Zaragoza como
anunciadores y pregoneros del socorro el teniente coronel Don Emeterio
Barredo y el tío Jorge, cuya persona rara vez se alejaba del lado de
Palafox, siendo capitán de su guardia. Partiéronse todos a desempeñar
sus respectivos encargos, y la oportuna llegada a la ciudad de los
mencionados emisarios, desbaratando los secretos manejos en que andaban
algunos malos ciudadanos, confortó al común de la gente y provocó el
más arrebatado entusiasmo.

[Marginal: Vuelve Lazán el 5 con socorros.]

A ser posible, hubiera crecido de punto con la entrada, pocas
horas después, del marqués de Lazán. Retardose la de su hermano y
la del convoy por un movimiento del general Lefebvre-Desnouettes,
quien mandaba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado
la llegada de Lazán y quería impedir la de los demás, juzgando
acertadamente que le sería más fácil destruirlos en campo abierto que
dentro de la ciudad. Palafox, desviándose a Villamayor, situado a
dos leguas y media, en una altura desde donde se descubre Zaragoza,
esquivó el combate y aguardó oportunidad de burlar la vigilancia del
enemigo. Para ejecutar su intento con apariencia fundada de buen
éxito, mandó que de Huesca se le uniese el coronel Don Felipe Perena
con 3000 hombres que allí había adiestrado, y después dejando a estos
en las alturas de Villamayor para encubrir su movimiento, [Marginal:
El 8, Palafox con otro nuevo.] y valiéndose también de otros ardides
engañó al enemigo, y de mañana y con el sol entró el día 8 por las
calles de Zaragoza. Déjase discurrir a qué punto se elevaría el júbilo
y contentamiento de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus
ímpetus dentro de un término conveniente y templado.

Los franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el número de
su gente hasta rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaecidos de
espíritu, visto que de nada servían en aquella lid las ventajas de
la disciplina, y que para ir adelante menester era conquistar cada
calle y cada casa, arrancándolas del poder de hombres tan resueltos y
constantes. Amilanáronse aún más con la llegada de los auxilios que en
la madrugada del 5 recibieron los sitiados, y con los que se divisaban
en las cercanías.

[Marginal: Continúan los choques y reencuentros.]

No por eso desistieron del propósito de enseñorearse de todos los
barrios de la ciudad, y destruyendo las tapias, formaron detrás líneas
fortificadas, y construyeron ramales que comunicasen con los que
estaban alojados dentro.

Desde el 5 hubo continuados tiroteos, peleábase noche y día en casas
y edificios, incendiáronse algunos y fueron otros teatro de reñidas
lides. En las más brilló con sus parroquianos el beneficiado Don
Santiago Sas, y el tío Jorge. También se distinguió en la Puerta de
Sancho otra mujer del pueblo llamada Casta Álvarez, y mucho por todas
partes Doña María Consolación de Azlor, condesa de Bureta. A ningún
vecino atemorizaba ya el bombardeo, y avezados a los mayores riesgos
bastábales la separación de una calle o de una casa para mirarse
como resguardados por un fuerte muro u ancho foso. Debieran haberse
eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos,
pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados
guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su
memoria.

[Marginal: Los franceses reciben el 6 orden de retirarse.]

Por entonces empezó a susurrarse la victoria de Bailén. Daban crédito
los sitiados a noticia para ellos tan plausible, y con desdén y
sonrisa la oían sus contrarios, cuando de oficio les fue a los últimos
confirmada el día 6 de agosto. Procurose ocultar al ejército, pero
por todas partes se traslucía, mayormente habiendo acompañado a la
noticia la orden de Madrid de que levantasen el sitio y se replegasen
a Navarra. Meditaban los jefes franceses el modo de llevarlo a efecto,
[Marginal: Contraorden poco después.] y hubieran bien pronto abandonado
una ciudad para sus huestes tan ominosa si no hubieran poco después
recibido contraorden del general Monthion desde Vitoria, a fin de que
antes de alejarse aguardasen nuevas instrucciones de Madrid del jefe de
estado mayor Belliard. Permanecieron pues en Zaragoza, y continuaron
todavía unos y otros en sus empeñados choques y reencuentros. Los
franceses con desmayo, los españoles con ánimo más levantado.

[Marginal: Resolución magnánima de los zaragozanos.]

Así fue que el 8 de agosto, luego que entró Palafox, congregose un
consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma
tenacidad y valentía que hasta entonces todos los barrios de la ciudad,
y en caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el
río, y en el Arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido.
Felizmente su constancia no tuvo que exponerse a tan recia prueba,
[Marginal: 13, orden definitiva dada a los franceses de retirarse.]
pues los franceses, sin haber pasado del Coso, recibieron el 13 la
orden definitiva de retirarse. Llegó para ellos muy oportunamente,
porque en el mismo día caminando a toda priesa, y conducida en carros
por los naturales del tránsito la división de Valencia al mando del
mariscal de campo Don Felipe Saint-March, [Marginal: Llegada a Zaragoza
de una división de Valencia.] corrió a meterse precipitadamente en la
ciudad invadida. Y tal era la impaciencia de sus soldados por arrojarse
al combate, que sin ser mandados y en unión con los zaragozanos
embistieron a las seis de la tarde desaforadamente al enemigo.
Hallábase este a punto de desamparar el recinto, y al verse acometido
apresuró la retirada volando los restos del monasterio de Santa
Engracia. En seguida se reconcentró en su campamento del monte Torrero,
y dispuesto a abandonar también aquel punto, [Marginal: Aléjanse
los franceses de Zaragoza el 14.] prendió por la noche fuego a sus
almacenes y edificios, clavó y echó en el canal la artillería gruesa,
destruyó muchos pertrechos de guerra, y al cabo se alejó al amanecer
del 14 de las cercanías de Zaragoza. La división de Valencia con otros
cuerpos siguieron su huella, situándose en los linderos de Navarra.

[Marginal: Fin del sitio.]

Terminose así el primer sitio de Zaragoza, que costó a los franceses
más de 3000 hombres y cerca de 2000 a los españoles. Célebre y sin
ejemplo, más bien que sitio pudiera considerársele como una continuada
lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y
personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de
tropas aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos
cuanto en un principio y los más señalados fueron conseguidos, no por
el brazo de hombres acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales,
sino por pacíficos labriegos que ignorando el terrible arte de la
guerra, tan solamente habían encallecido sus manos con el áspero y
penoso manejo de la azada y la podadera.

[Marginal: Alegría de los aragoneses. Estado de la ciudad.]

Al cerciorarse de la retirada de los franceses prorrumpieron los
moradores de Zaragoza en voces de alegría con loores eternos al
Todopoderoso y gracias rendidas a la Virgen del Pilar, que su devoción
miraba como la principal protectora de sus hogares. No daba facultad
el gozo para reparar en qué estado quedaba la ciudad: triste era
verdaderamente. La parte ocupada por los sitiadores arruinada, los
tejados de la que había permanecido libre hundidos por las granadas y
bombas. En unos parajes humeando todavía el fuego mal apagado, en otros
desplomándose la techumbre de grandes edificios, y mostrándose en todos
el lamentable espectáculo de la desolación y la muerte.

Celebráronse el 25 magníficas exequias por los que habían fallecido
en defensa de su patria, de quienes nunca mejor pudiera repetirse con
Pericles, «que en brevísimo tiempo y con breve suerte habían sin temor
perecido en la cumbre de la gloria.»[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-5.)]
Concedió Palafox a los defensores muchos privilegios, entre los que
con razón algunos se graduaron de desmedidos. Mas este y otros desvíos
desaparecieron y se ocultaron al resplandor de tantos e inmortales
combates.

[Marginal: Cataluña.]

No desdijeron de aquella defensa las esclarecidas acciones que por
entonces y con el mismo buen éxito que las primeras acaecieron en
Cataluña. El Ampurdán había imitado el ejemplo de los otros distritos
de su provincia, y estaba ya sublevado cuando los franceses
acometieron infructuosamente a Gerona la vez primera. El movimiento de
sus somatenes fue provechoso a la defensa de aquella plaza, [Marginal:
Bloqueo de Figueras por los somatenes.] molestando con correrías las
partidas sueltas del enemigo e interrumpiendo sus comunicaciones.
Llevaron más allá su audacia, y apoyados en algunos soldados de la
corta guarnición de Rosas, bloquearon estrechamente el castillo de
San Fernando de Figueras, defendido por solos 400 franceses con
escasas vituallas. Despechados estos de verse en apuro por la osadía
de meros paisanos, quisieron vengarse incomodando con sus bombas a la
villa y arruinándola sin otro objeto que el de hacer daño. [Marginal:
Socorre la plaza el general Reille.] Mas hubiéranse quizá arrepentido
de su bárbara conducta, si estando ya casi a punto de capitular no
los hubiera socorrido oportunamente el general Reille. Ayudante
este de Napoleón, había por orden suya llegado a Perpiñán y reunido
precipitadamente algunas fuerzas. Con ellas y un convoy tocó el 5 de
julio los muros de Figueras y ahuyentó a los somatenes.

Persuadido Reille que Rosas, aunque en parte desmantelada, atizaba el
fuego de la insurrección y suministraba municiones y armas, intentó el
11 del mismo julio tomarla por sorpresa, pero le salió vano su intento
habiendo sido completamente rechazado. A la vuelta tuvo que padecer
bastante, acosado por los somatenes, que en varios otros reencuentros,
señaladamente en el del Alfar, desbarataron a los franceses. [Marginal:
Don Juan Clarós.] Era su principal caudillo Don Juan Clarós, hombre de
valor y muy práctico en la tierra.

[Marginal: Vuelve Duhesme a Gerona.]

Duhesme, por su parte, luego que volvió a Barcelona después de
habérsele desgraciado su empresa de Gerona, no descansaba ni vivía
tranquilo hasta vengar el recibido agravio. Juntó con premura los
convenientes medios, y al frente de 6000 hombres, un tren considerable
de artillería con municiones de boca y guerra, escalas y demás
pertrechos conducentes a formalizar un sitio, salió de Barcelona el 10
de julio.

Confiado en el éxito de esta nueva expedición contra Gerona,
públicamente decía: _el 24 llego, el 25 la ataco, la tomo el 26 y el
27 la arraso_. Conciso como César en las palabras no se le asemejó en
las obras. Por de pronto fue inquietado en todo el camino. Detuvieron a
sus soldados entre Caldetas y San Pol las cortaduras que los somatenes
habían abierto, y cuyo embarazo los expuso largo tiempo a los fuegos de
una fragata inglesa y de varios buques españoles. Prosiguiendo adelante
se dividieron el 19 en dos trozos, tomando uno de ellos la vuelta de
las asperezas de Vallgorguina, y el otro la ruta de la costa. De este
lado tuvieron un reñido choque con la gente que mandaba Don Francisco
Miláns, y por el de la Montaña, vencidos varios obstáculos, con
pérdidas y mucha fatiga llegaron el 20 a Hostalrich, cuyo gobernador
Don Manuel O’Sullivan, de apellido extranjero pero de corazón español
y nacido en su suelo, contestó esforzadamente a la intimación que de
rendirse le hizo el general Goulas. Volviéronse a unir las dos columnas
francesas después de otros reencuentros, y juntas avanzaron a Gerona,
en donde el 24 se les agregó el general Reille con más de 2000 hombres
que traía de Figueras. Aunque a vista de la plaza, no la acometieron
formalmente hasta principios de agosto, y como el no haber conseguido
el enemigo su objeto dependió en mucha parte de haberse mejorado la
situación del principado con los auxilios que de fuera vinieron, y con
el mejor orden que en él se introdujo, será conveniente que acerca de
uno y otro echemos una rápida ojeada.

[Marginal: Junta de Lérida.]

Habíase congregado en Lérida a últimos de junio una junta general
en que se representaron los diversos corregimientos y clases del
principado. Fue su primera y principal mira aunar los esfuerzos, que
si bien gloriosos, habían hasta entonces sido parciales, combinando
las operaciones y arreglando la forma de los diversos cuerpos que
guerreaban. Acordó juntar con ellos y otros alistados el número de
40.000 hombres, y buscó y encontró en sus propios recursos el medio de
subvenir a su mantenimiento. Para lisonjear sin duda la opinión vulgar
de la provincia, adoptó en la organización de la fuerza armada la forma
antigua de los miqueletes. Motejose con razón esta disposición como
también el que dándoles mayor paga disgustase a los regimientos de
línea. Los miqueletes, según Melo, se llamaron antes almogávares, cuyo
nombre significa gente del campo, que profesaba conocer por señales
ciertas el rastro de personas y animales. Mudaron su nombre en el de
_miquelets_ en memoria, dice el mismo autor, de Miquelot de Prats,
compañero del famoso César Borja. Pudo en aquel siglo y aun después
convenir semejante ordenación de paisanos, aunque muchos lo han puesto
en duda; mas de ningún modo era acomodada al nuestro faltándole la
conveniente disciplina y subordinación.

[Marginal: Tropas de Menorca mandadas por el marqués del Palacio.]

Acudieron también a Cataluña, por el propio tiempo, parte de las tropas
de las islas Baleares. Al principio se habían negado sus habitantes a
desprenderse de aquella fuerza, temerosos de un desembarco. Pero en
julio, más tranquilos, convinieron en que la guarnición de Mahón con
el marqués del Palacio, que mandaba en Menorca desde el principio de
la insurrección, se hiciese a la vela para Cataluña. Dicho general, si
bien había suscitado alteraciones de que hubieran podido resultar males
y abierta división entre las dos islas de Mallorca y Menorca, habíase
sin embargo mantenido firmemente adicto a la causa de la patria, y
contestado con dignidad y energía a las insidiosas propuestas que le
hicieron los franceses de Barcelona y sus parciales.

El 20 de julio salió pues de Menorca la expedición, compuesta de
4630 hombres, con muchos víveres y pertrechos, y el 23 desembarcó en
Tarragona. Dio su llegada grande impulso a la defensa de Cataluña,
y trasladándose sin tardanza de Lérida a aquel puerto la junta del
principado, nombró por su presidente al marqués del Palacio, y se
instaló solemnemente el 6 de agosto.

Se empezó desde entonces en aquella parte de España a hacer la guerra
de un modo mejor y más concertado. Al principio, sin otra guía ni apoyo
que el valor de sus habitantes, redújose por lo general a ser defensiva
y a incomodar separadamente al enemigo. Con este fin determinó el nuevo
jefe tomar la ofensiva, reforzando la línea de somatenes que cubría la
orilla del Llobregat. Escogió para mandar la tropa que enviaba a aquel
punto al brigadier conde de Caldagués, quien se juntó con el coronel
Baguet, jefe de los somatenes. La presencia de esta gente incomodaba
a Lecchi, comandante de Barcelona en ausencia de Duhesme, mayormente
cuando por mar le bloqueaban dos fragatas inglesas, de una de las
cuales era capitán el después tan conocido y famoso Lord Cochrane.
Temíase el francés cualquier tentativa, y creció su cuidado luego que
supo haber los somatenes recobrado el 31 a Mongat con la ayuda de dicho
Cochrane, y capitaneados por Don Francisco Barceló.

[Marginal: El conde de Caldagués va en socorro de Gerona.]

No queriendo desperdiciar la ocasión, y valiéndose de la inquietud y
sobresalto del enemigo, pensó el marqués del Palacio en socorrer a
Gerona. Al efecto y creyendo que por sí y los somatenes podría distraer
bastantemente la atención de Lecchi, dispuso que el conde de Caldagués
saliese de Martorell el 6 de agosto con tres compañías de Soria y
una de granaderos de Borbón, alrededor de cuyo núcleo esperaba que
se agruparían los somatenes del tránsito. Así sucedió, agregándose
sucesivamente Miláns, Clarós y otros al conde de Caldagués, que se
encaminó por Tarrasa, Sabadell y Granollers a Hostalrich. El 15 se
aproximaron todos a Gerona, y en Castellá, celebrándose un consejo de
guerra y de concierto con los de la plaza, se resolvió atacar a los
franceses al día siguiente. Contaban los españoles 10.000 hombres, por
la mayor parte somatenes.

Veamos ahora lo que allí había ocurrido desde que el enemigo la había
embestido en los últimos días de julio. El número de los sitiadores,
si no se ha olvidado, ascendía a cerca de 9000 hombres; el de los
nuestros, dentro del recinto, a 2000 veteranos, y además el vecindario,
muy bien dispuesto y entusiasmado. Los franceses, fuese desacuerdo
entre ellos, fuesen órdenes de Francia, o más bien el trastorno que
les causaban las nuevas que recibían de todas las provincias de
España, continuaron lentamente sus trabajos sin intentar antes del
12 de agosto ataque formal. [Marginal: Atacan los franceses a Gerona
el 13 de agosto.] Aquel día intimaron la rendición, y desechadas que
fueron sus proposiciones rompieron el fuego a las doce de la noche del
13. Aviváronle el 14 y 15, acometiendo con particularidad del lado de
Monjuich, nombre que se da, como en Barcelona, a su principal fuerte.
Adelantaban en la brecha los enemigos, y muy luego hubiera estado
practicable, si los sitiados, trabajando con ahinco y guiados por los
oficiales de Ultonia, no se hubiesen empleado en su reparo.

Apurados, sin embargo, andaban a la sazón que el conde de Caldagués,
colocado con su división en las cercanías, [Marginal: Son derrotados
el 16.] trató, estando todos de acuerdo, de atacar en la mañana del 16
las baterías que los sitiadores habían levantado contra Monjuich. Mas
era tal el ardimiento de los soldados de la plaza, que sin aguardar
la llegada de los de Caldagués, y mandados por Don Narciso de la
Valeta, Don Enrique O’Donnell y Don Tadeo Aldea, se arrojaron sobre las
baterías enemigas, penetraron hasta por sus troneras, incendiaron una,
se apoderaron de otra y quemaron sus montajes. Hízose luego general la
refriega: duró hasta la noche quedando vencedores los españoles, no
obstante la superioridad del enemigo en disciplina y orden. [Marginal:
Levantan el sitio.] Escarmentados los franceses abandonaron el sitio,
y volviéndose Reille al siguiente día a Figueras, enderezó Duhesme sus
pasos camino de Barcelona. Pero este no atreviéndose a repasar por
Hostalrich ni tampoco por la marina, ruta en varios puntos cortada y
defendida con buques ingleses, se metió por en medio de los montes
perdiendo carros y cañones, cuyo transporte impedían lo agrio de la
tierra y la celeridad de la marcha. Llegó Duhesme dos días después a
la capital de Cataluña con sus tropas hambrientas y fatigadas y en
lastimoso estado. Terminose así su segunda expedición contra Gerona, no
más dichosa ni lucida que la primera.

[Marginal: Portugal.]

Llevada en España a feliz término esta que podemos llamar su primer
campaña, será bien volver nuestra vista a la que al propio tiempo
acabaron los ingleses gloriosamente en Portugal.

[Marginal: Estado de aquel reino y de su insurrección.]

Había aquel reino proseguido en su insurrección, y padecido
bastantemente algunos de sus pueblos con la entrada de los franceses.
Cupo suerte aciaga a Leiría y Nazareth, habiendo sido igualmente
desdichada la de la ciudad de Évora. Era en Portugal difícil el
arreglo y unión de todas sus provincias por hallarse interrumpidas
las comunicaciones entre las del norte y mediodía, y arduo por tanto
establecer un concierto entre ellas para lidiar ventajosamente
contra los franceses. La junta de Oporto, animada de buen celo,
mas desprovista de medios y autoridad, procedía lentamente en la
organización militar, y de Galicia con escasez y tarde le llegaron
cerca de 2000 hombres de auxilio. La junta de Extremadura envió por su
lado una corta división a las órdenes de Don Federico Moreti, con cuya
presencia se fomentó el alzamiento del Alentejo en tal manera grave
a los ojos de Junot, que dio orden a Loison para pasar prontamente a
aquella provincia, desamparando la Beira, en donde este general estaba,
después de haber inútilmente pisado los lindes de Salamanca y las
orillas de Duero. Supieron portugueses y españoles que se acercaban
los enemigos, y al mando aquellos del general Francisco de Paula
Leite, [Marginal: Évora.] y los nuestros al del brigadier Moreti, los
aguardaron fuera de las puertas de Évora, dentro de cuyos muros se
había instalado la junta suprema de la provincia. Era el 29 de julio, y
las tropas aliadas no ofreciendo sino un conjunto informe de soldados
y paisanos mal armados y peor disciplinados, se dispersaron en breve,
recogiéndose parte de ellos a la ciudad. Los enemigos avanzaron, mas
tuvieron dentro que vencer la pertinaz resistencia de los vecinos y
de muchos de los españoles refugiados allí después de la acción, y
que, guiados por Moreti y sobre todo por Don Antonio María Gallego,
disputaron a palmos algunas de las calles. El último quedó prisionero.
La ciudad fue entregada por el enemigo a saco, desahogando este
horrorosamente su rabia en casas y vecinos. Moreti con el resto de su
tropa se acogió a la frontera de Extremadura. En ella y en la plaza
de Olivenza reunía los dispersos el general Leite. También al mismo
tiempo se ocupaba en el Algarbe el conde de Castromarín en allegar y
disciplinar reclutas; mas tan loables esfuerzos así de esta parte como
otros parecidos en la del norte de Portugal, no hubieran probablemente
conseguido el anhelado objeto de libertar el suelo lusitano de enemigos
sin la pronta y poderosa cooperación de la Gran Bretaña.

[Marginal: Expedición inglesa enviada a Portugal.]

Desde el principio de la insurrección española había pensado aquel
gobierno en apoyarla con tropas suyas. Así se lo ofreció a los
diputados de Galicia y Asturias en caso que tal fuese el deseo de las
juntas; mas estas prefirieron a todo los socorros de municiones y
dinero, teniendo por infructuoso, y aun quizá perjudicial, el envío de
gente. Era entonces aquella opinión la más acreditada, y fundábase en
cierto orgullo nacional loable, mas hijo en parte de la inexperiencia.
Daba fuerza y séquito a dicha opinión el desconcepto en que estaban
en el continente las tropas inglesas, por haberse hasta entonces
malogrado desde el principio de la revolución francesa casi todas
sus expediciones de tierra. Sin embargo al paso que amistosamente no
se admitió la propuesta, se manifestó que si el gobierno de S. M. B.
juzgaba oportuno desembarcar en la península alguna división de su
ejército, sería conveniente dirigirla a las costas de Portugal, en
donde su auxilio serviría de mucho a los españoles poniéndoles a salvo
de cualquier empresa de Junot.

Abrazó la idea el ministerio inglés, y una expedición preparada antes
de levantarse España, y según se presume contra Buenos Aires, mudó
de rumbo, y recibió la orden de partir para las costas portuguesas.
Púsose a su frente al teniente general Sir Arthur Wellesley, conocido
después con el nombre de duque de Wellington, y de quien daremos breve
noticia, siendo muy principal el papel que representó en la guerra de
la península.

[Marginal: Sir Arthur Wellesley.]

Cuarto hijo Sir Arthur del vizconde Wellesley, conde de Mornington,
había nacido en Irlanda en 1769, el mismo año que Napoleón. De Eton
pasó a Francia, y entró en la escuela militar de Angers para instruirse
en la profesión de las armas. Comenzó su carrera en la desastrada
campaña que en 1793 acaudilló en Holanda el duque de York, donde se
distinguió por su valor. Detenido a causa de temporales, no se hizo
a la vela para América en 95, según lo intentaba, y solo en 97 se
embarcó con dirección a opuestas regiones, yendo a la India oriental
en compañía de su hermano mayor el marqués de Wellesley, nombrado
gobernador. Se aventajó por su arrojo y pericia militar en la guerra
contra Tipoo-Saib y los Máratas, ganándoles con fuerzas inferiores la
batalla decisiva de Assaye. En 1805 de vuelta a Inglaterra tomó asiento
en la cámara de los comunes, y se unió al partido de Pitt. Nombrado
secretario de Irlanda, capitaneó después la tropa de tierra que se
empleó en la expedición de Copenhague. Hombre activo y resuelto al
paso que prudente, gozando ya de justo y buen concepto como militar,
sobremanera aumentó su fama en las venturosas campañas de la península
española.

[Marginal: Sale la expedición de Cork.]

Contaba ahora la expedición de su mando 10.000 hombres, los que bien
provistos y equipados dieron la vela de Cork el 12 de julio. Al
emparejar con la costa de España paráronse delante de la Coruña, en
donde desembarcó el 20 su general Wellesley. Andaba a la sazón aquella
junta muy atribulada con la rota de Rioseco, y nunca podrían haber
llegado más oportunamente los ofrecimientos ingleses en caso de querer
admitirlos. Reiterolos su jefe, pero la junta insistió en su dictamen,
y limitándose a pedir socorros de municiones y dinero, indicó como más
conveniente el desembarco en Portugal. Prosiguieron pues su rumbo,
y poniéndose de acuerdo el general de la expedición con Sir Carlos
Cotton, [Marginal: Desembarca en Mondego.] que mandaba el crucero
frente de Lisboa, determinó echar su gente en tierra en la bahía de
Mondego, fondeadero el más acomodado.

No tardó Wellesley en recibir aviso de que otras fuerzas se le
juntarían, entre ellas las del general Spencer, antes en Jerez y Puerto
de Santa María, y también 10.000 hombres procedentes de Suecia al mando
de Sir Juan Moore. Reunidas que fuesen todas estas tropas con otros
cuerpos sueltos, debían ascender en su totalidad a 30.000 hombres
inclusos 2000 de caballería; pero con noticia tan placentera recibió
otra el general Wellesley por cierto desagradable. Era pues que tomaría
el mando en jefe del ejército Sir H. Dalrymple, haciendo de segundo
bajo sus órdenes Sir H. Burrard. Recayó el nombramiento en el primero
porque habiendo seguido buena correspondencia con Castaños y los
españoles, se creyó que así se estrecharían los vínculos entre ambas
naciones con la cumplida armonía de sus respectivos caudillos.

No obstante la mudanza que se anunciaba, prevínose al general Wellesley
que no por eso dejase de continuar sus operaciones con la más viva
diligencia. Autorizado este con semejante permiso, y quizá estimulado
con la espuela del sucesor, trató sin dilación de abrir la campaña.
Desembarcadas ya todas sus tropas en 5 de agosto, y arribando con
las suyas el mismo día el general Spencer, pusiéronse el 9 en marcha
hacia Lisboa. El 12 se encontraron en Leiría con el general portugués
Bernardino Freire que mandaba 6000 infantes y 600 caballos de su
nación. No se avinieron ambos jefes. Desaprobaba el portugués la ruta
que quería tomar el británico, temeroso de que descubierta Coimbra
fuese acometida por el general Loison, quien de vuelta ya del Alentejo
había entrado en Tomar. Por tanto permaneció por aquella parte,
cediendo solamente a los ingleses 1400 hombres de infantería y 250 de
caballería que se les incorporaron. Wellesley prosiguió adelante, y el
15 avanzó hasta Caldas.

[Marginal: Estado de Junot y sus disposiciones.]

El desembarco de sus tropas había excitado en Lisboa y en todos los
pueblos extremado júbilo y alegría, enflaqueciendo el ánimo de Junot y
los suyos. Preveían su suerte, principalmente estando ya noticiosos de
la capitulación de Dupont y retirada de José al Ebro. Derramadas sus
fuerzas no ofrecían en ningún punto suficiente número para oponerse
a 15.000 ingleses que avanzaban. Tomó sin embargo Junot providencias
activas para reconcentrar su gente en cuanto le era dable. Ordenó a
Loison dirigirse a la Beira y flanquear el costado izquierdo de sus
contrarios, y a Kellermann que ahuyentando las cuadrillas de paisanos
de Alcácer do Sal y su comarca evacuase a Setúbal y se le uniese.
Negose a prestarle ayuda Siniavin, almirante de la escuadra rusa,
fondeada en el Tajo, no queriendo combatir a no ser que acometiesen el
puerto los buques ingleses.

Tampoco descuidó Junot celar que se mantuviese tranquila la populosa
Lisboa, y para ello en nada acertó tanto como en dejar su gobierno al
cuidado del general Travot, de todos querido y apreciado por su buen
porte. Custodiáronse con particular esmero los españoles que yacían en
pontones, y se atendió a conservar libres las orillas del Tajo. Los
franceses allí avecindados se mostraron muy aficionados a los suyos, y
deseosos de su triunfo formaron un cuerpo de voluntarios. El conde de
Bourmont y otros emigrados, a quienes durante la revolución se habían
prodigado en Lisboa favores y consuelo, se unieron a sus compatriotas
solicitando con instancia el mencionado conde que se le emplease en el
estado mayor.

Tomadas estas disposiciones, pareciole a Junot ser ocasión de ponerse
a la cabeza de su ejército, e ir al encuentro de los ingleses. Pero
antes habían estos venido a las manos cerca de Roliça con el general
Delaborde, quien saliendo de Lisboa el 6 de agosto y juntándose en
Óbidos con el general Thomières y otros destacamentos, había avanzado a
aquel punto al frente de 5000 hombres.

[Marginal: Acción de Roliça.]

Eran sus instrucciones no empeñar acción hasta que se le agregasen
las tropas en varios puntos esparcidas, y limitarse a contener a los
ingleses. No le fue lícito cumplir aquellas, viéndose obligado a pelear
con el ejército adversario. Había este salido de su campo de Caldas en
la madrugada del 17, y encaminádose hacia Óbidos. Se extiende desde
allí hasta Roliça un llano arenoso cubierto de matorrales y arbustos
terminado por agrias colinas, las que prolongándose del lado de
Columbeira casi cierran por su estrechura y tortuosidad el camino que
da salida al país situado a su espalda. Delaborde tomó posición en un
corto espacio que hay delante de Roliça, pueblo asentado en la meseta
de una de aquellas colinas, y de cuyo punto dominaba el terreno que
habían de atravesar los ingleses. Acercábanse estos divididos en tres
trozos: mandaba el de la izquierda el general Ferguson, encargado de
rodear por aquel lado la posición de Delaborde y de observar si Loison
intentaba incorporársele. El capitán Trant con los portugueses debía
por la derecha molestar el costado izquierdo de los franceses, quedando
en el centro el trozo más principal, compuesto de cuatro brigadas y a
las órdenes inmediatas de Sir Arthur, de cuyo número se destacó por la
izquierda la del general Fane para darse la mano con la de Ferguson,
del mismo modo que por la derecha y para sostener a los portugueses se
separó la del general Hill.

Delaborde no creyéndose seguro en donde estaba, con prontitud y
destreza se recogió amparado de su caballería detrás de Columbeira,
en paraje de difícil acceso, y al que solo daban paso unas barrancas
de pendiente áspera y con mucha maleza. Entonces los ingleses variaron
la ordenación del ataque; y uniéndose los generales Fane y Ferguson
para rodear el flanco derecho del enemigo, acometieron su frente de
posición muy fuerte los generales Hill y Nightingale. Defendiéronse
los franceses con gran bizarría, y cuatro horas duró la refriega.
Delaborde herido y perdida la esperanza de que se le juntara Loison,
pensó entonces en retirarse, temeroso de ser del todo deshecho por
las fuerzas superiores de sus contrarios. Primeramente retrocedió a
Azambujeira, disputando el terreno con empeño. Hizo después una corta
parada, y al fin tomó el angosto camino de Runha, andando toda la noche
para colocarse ventajosamente en Montechique. Perdieron los ingleses
500 hombres, 600 los franceses. Gloriosa fue aquella acción para ambos
ejércitos; pues peleando briosamente, si favoreció a los últimos su
posición, eran los primeros en número muy superiores. Con la victoria
recobraron confianza los soldados ingleses, menguada por anteriores y
funestas expediciones; y de allí tomó principio la fama del general
Wellesley, acrecentada después con triunfos más importantes.

No había Loison acudido a unirse con Delaborde receloso de comprometer
la suerte de su división. Sabía que los ingleses habían llegado a
Leiría, le observaban de cerca los portugueses y unos 1500 españoles
que de Galicia había traído el marqués de Valladares; el país se
mostraba hostil, y así no solo juzgó imprudente empeñarse en
semejante movimiento, sino que también abandonando a Tomar, siguió
por Torres Novas a Santarén y el 17 se incorporó en Cercal con Junot.
Los portugueses luego que le vieron lejos, entraron en Abrantes y se
apoderaron de casi todo un destacamento que allí había dejado.

Junot por su parte, según acabamos de indicar, se había ya adelantado.
El 15 de agosto después de celebrar con gran pompa la fiesta de
Napoleón, por la noche y muy a las calladas había salido de Lisboa.
Falsas nuevas y el estado de su gente le retardaron en la marcha, y
no le fue dado antes del 20 reunir sus diversas y separadas fuerzas.
Aquel día aparecieron juntas en Torres Vedras, y se componían de 12.000
infantes y 1500 caballos. Quedaban además las competentes guarniciones
en Elvas, Almeida, Peniche, Palmela, Santarén y en los fuertes de
Lisboa. Mandaba la 1.ª división francesa el general Delaborde, la 2.ª
Loison, y Kellermann la reserva. La caballería y artillería se pusieron
al cuidado de los generales Margaron y Taviel, y en la última arma
mandaba la reserva el coronel entonces, y después general Foy, célebre
y bajo todos respectos digno de loa.

[Marginal: Socorros llegados al ejército inglés.]

Era más numeroso el ejército inglés. Se le habían nuevamente
agregado 4000 hombres a las órdenes de los generales Anstruther y
Acland, y constaba en todo de más de 18.000 combatientes. Carecía
de la suficiente caballería, limitándose a 200 jinetes ingleses y
250 portugueses. Después de la acción de Roliça no había Wellesley
perseguido a su contrario. Para proteger el desembarco en Maceira de
los 4000 hombres mencionados, había avanzado hasta Vimeiro, en donde
casi al propio tiempo se le anunció la llegada con 11.000 hombres de
Sir Juan Moore. A este le ordenó que saltase con su gente en tierra en
Mondego, y que yendo del lado de Santarén cubriese la izquierda del
ejército. No tardó tampoco en saberse la llegada de Sir H. Burrard
nombrado segundo de Dalrymple en el mando: noticia por cierto poco
grata para el general Wellesley, que esperaba por aquellos días coger
nuevos laureles. Su plan de ataque estaba ya combinado. Con pleno
conocimiento del terreno, tomando un camino costero, escabroso y
estrecho, pensaba flanquear la posición de Torres Vedras, y colocándose
en Mafra interponerse entre Junot y Lisboa. Había escogido aquellos
vericuetos y ásperos sitios por considerarlos ventajosos para quien
como él andaba escaso de caballería. Al aviso de estar cerca Burrard
suspendió Wellesley su movimiento y se avistó a bordo con aquel
general. Conferenciaron acerca del plan concertado, y juzgando
Burrard ser arriesgada cualquier tentativa en tanto que Moore no se
les uniese, dispuso aguardarle y que permaneciese su ejército en la
posición de Vimeiro.

Tuvo empero la dicha el general Wellesley de que Junot, no queriendo
dar tiempo a que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió
atacar inmediatamente a las que en Vimeiro se mantenían tranquilas.

[Marginal: Batalla de Vimeiro, 21 de agosto.]

Está situado aquel pueblo no lejos del mar en una cañada por donde
corre el río Maceira. Al norte se eleva una sierra cortada al oriente
por un escarpe en cuya hondonada está el lugar de Toledo. En dicha
sierra no habían al principio colocado los ingleses sino algunos
destacamentos. Al sudoeste se percibe un cerro en parte arbolado
que por detrás continúa hacia poniente con cimas más erguidas. Seis
brigadas inglesas ocupaban aquel puesto. Había otras dos a la derecha
del río en una eminencia escueta y roqueña que se levanta delante
de Vimeiro. En la cañada o valle se situaron los portugueses y la
caballería.

A las ocho de la mañana del 21 de agosto se divisaron los franceses
viniendo de Torres Vedras. Imaginose Wellesley ser su intento atacar
la izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y como estaba
desguarnecida encaminó a aquel punto, una tras de otra, cuatro de
las seis brigadas que coronaban las alturas de sudoeste y que era
su derecha. No había sido tal el pensamiento de los franceses. Mas
observando su general dicho movimiento, envió sucesivamente para
sostener a un regimiento de dragones, hacia allí destacado, dos
brigadas al mando de los generales Brenier y Solignac.

No por eso desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que había
concebido, y cuyo principal blanco era la eminencia situada delante
de Vimeiro, en donde estaban apostadas, según hemos dicho, dos
brigadas inglesas, las cuales se respaldaban contra otras dos que aún
permanecían en las alturas de sudoeste.

Rompió el combate el general Delaborde, siguió a poco Loison, y por
instantes arreció la pelea furiosamente. La reserva bajo las órdenes
de Kellermann, viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia,
fue en su ayuda, y en uno de aquellos acometimientos hirieron a Foy.
Rechazaban los ingleses a sus intrépidos contrarios, aunque a veces
flaqueaba alguno de sus cuerpos. Junot en la reserva observaba y
dirigía el principal ataque sin descuidar su derecha. Mas en aquella no
tuvieron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno
herido y otro prisionero.

A las doce del día, después de tres horas de inútil lucha y disminuido
el ejército francés con la pérdida de más de 1800 hombres, determinaron
sus generales retirarse a una línea casi paralela a la que ocupaban los
ingleses. Estos con parte de su fuerza todavía intacta consideraron
entonces como suya la victoria, habiéndose apoderado de 13 cañones, y
solo contando entre muertos y heridos unos 800 hombres. Parecía que
era llegado el tiempo de perseguir a los vencidos con las tropas de
refresco. Tal era el dictamen de Sir Arthur Wellesley, sin que ya fuese
dueño de llevarle a cabo. Durante la acción había llegado al campo el
general Burrard, a quien correspondía el mando en jefe. Con escrúpulo
cortesano dejó a Wellesley rematar una empresa dichosamente comenzada.
Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad,
opúsose a ello, e insistió en aguardar a Moore. De prudencia pudo
graduarse semejante opinión antes de la batalla: tanta precaución ahora
si no disfrazaba celosa rivalidad, excedía los límites de la timidez
misma.

Los franceses por la tarde sin ser incomodados se fueron a Torres
Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que acordaron
abrir negociaciones con los ingleses por medio del general Kellermann,
no dejando de continuar su retirada a Lisboa. [Marginal: Armisticio
entre ambos ejércitos.] Así se ejecutó; pero al tocar el negociador
francés las líneas inglesas, había desembarcado ya y tomado el mando
Sir H. Dalrymple. Con lo que en menos de dos días tres generales se
sucedieron en el campo británico: mudanza perjudicial a las operaciones
militares y a los tratos que siguieron, apareciendo cuán erradamente a
veces proceden aun los gobiernos más prácticos y advertidos. Propuso
Kellermann un armisticio, conformose el general inglés y se nombró para
concluirle a Sir Arthur Wellesley. Convinieron los negociadores en
ciertos artículos que debían servir de base a un tratado definitivo.
Fueron los más principales: 1.º Que el ejército francés evacuaría
a Portugal, siendo transportado a Francia con artillería, armas y
bagaje por la marina británica. 2.º Que a los portugueses y franceses
avecindados no se les molestaría por su anterior conducta política,
pudiendo salir del territorio portugués con sus haberes en cierto
plazo: y 3.º Que se consideraría neutral el puerto de Lisboa durante
el tiempo necesario y conforme al derecho marítimo, a fin de que la
escuadra rusa diese la vela sin ser a su salida incomodada por la
británica. Señalose una línea de demarcación entre ambos ejércitos,
quedando obligados recíprocamente a avisarse 48 horas de antemano en
caso de volver a romperse las hostilidades.

Mientras tanto Junot había el 23 entrado en Lisboa, en donde los ánimos
andaban muy alterados. Con la noticia de la acción de Roliça hubiérase
el 20 conmovido la población a no haberla contenido con su prudencia
el general Travot. Mas permaneciendo viva la causa de la fermentación
pública, hubieron los franceses de acudir a precauciones severas, y
aun al miserable y frágil medio de esparcir falsas nuevas, anunciando
que habían ganado la batalla de Vimeiro. De poco hubieran servido
sus medidas y artificios si oportunamente no hubiera llegado con su
ejército el general Junot. A su vista forzoso le fue al patriotismo
portugués reprimir ímpetus inconsiderados.

Por otra parte el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El
general Bernardino Freire agriamente representó contra su ejecución,
no habiendo tenido cuenta en lo estipulado ni con su ejército, ni con
la junta de Oporto, ni tampoco con el príncipe regente de Portugal,
cuyo nombre no sonaba en ninguno de los artículos. Aunque justa hasta
cierto punto, fue desatendida tal reclamación. No pudo serlo la de
Sir C. Cotton, comandante de la escuadra británica, quien no quiso
reconocer nada de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto
y de los buques rusos allí anclados. Tuvieron pues que romperse las
negociaciones.

Mucho incomodó a Junot aquel inesperado suceso; y escuchando antes que
a sus apuros a la altivez de su pecho engreído con no interrumpida
ventura, dispúsose a guerrear a todo trance. Mas sin recursos,
angustiados los suyos y reforzados los contrarios con la división de
Moore y un regimiento que el general Beresford traía de las aguas de
Cádiz, se le ofrecían insuperables dificultades. Aumentábanse estas
con el brío adquirido por la población portuguesa, la que después de
las victorias alcanzadas, de tropel acudía a Lisboa y estrechaba las
cercanías. Carecía también de la conveniente cooperación del almirante
ruso, indiferente a su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte
enfureció tanto más a Junot, cuanto la estancia de aquella escuadra
en el Tajo había sido causa del rompimiento de las negociaciones
entabladas. Así mal de su grado, solo y vencido de la amarga situación
de su ejército, [Marginal: Convenio del almirante ruso con el inglés.
(* Ap. n. 5-6.)] cedió Junot y asintió a la famosa convención concluida
en Lisboa el 30 de agosto entre el general Kellermann y J. Murray,
cuartel-maestre del ejército inglés. El ruso ajustó por sí en 3 de
septiembre un convenio con el almirante inglés,[*] según el cual
entregaba en depósito su escuadra al gobierno británico hasta seis
meses después de concluida la paz entre sus gobiernos respectivos,
debiendo ser transportados a Rusia los jefes, oficiales y soldados que
la tripulaban.

[Marginal: Convención de Cintra. (* Ap. n. 5-7.)]

La convención entre francesas e ingleses llamose malamente de Cintra,
por no haber sido firmada allí ni ratificada.[*] Constaba de 22
artículos y además otros tres adicionales, partiendo de la base
del armisticio antes concluido. Los franceses no eran considerados
como prisioneros de guerra, y debían los ingleses transportarlos a
cualquier puerto occidental de Francia entre Rochefort y Lorient. En
el tratado se incluían las guarniciones de las plazas fuertes. Los
españoles detenidos en pontones o barcos en el Tajo, se entregaban a
disposición del general inglés, en trueque de los franceses que sin
haber tomado parte en la guerra hubieran sido presos en España. No
eran por cierto muchos, y los más habían ya sido puestos en libertad.
Entre los que todavía permanecían arrestados soltó los suyos la junta
de Extremadura, condescendiendo con los deseos del general inglés.
[Marginal: Españoles de Portugal.] El número de españoles que gemían en
Lisboa presos ascendía a 3500 hombres, procedentes de los regimientos
de Santiago y Alcántara de caballería, de un batallón de tropas ligeras
de Valencia, de granaderos provinciales y varios piquetes; los cuales
bien armados y equipados desembarcaron en octubre a las órdenes del
mariscal de campo Don Gregorio Laguna en la Rápita de Tortosa y en los
Alfaques. Los demás artículos de la convención tuvieron sucesivamente
cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron acaloradas disputas: sobre
todo los que tenían relación con la propiedad de los individuos. Esto,
y falta de transportes, dilataron la partida de los franceses.

Causaba su presencia desagradable impresión, y tuvieron los ingleses
que velar noche y día para que no se perturbase la tranquilidad de
Lisboa. No tanto ofendía a sus habitantes la franca salida que por la
convención se daba a sus enemigos, cuanto el poco aprecio con que en
ella eran tratados el príncipe regente y su gobierno. No se mentaba ni
por acaso su nombre, y si en el armisticio había cabido la disculpa de
ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado en que se mezclaban
intereses políticos no era dado alegar las mismas razones. De aquí se
promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los generales
ingleses. Al principio quisieron estos aplacar el enojo de aquella;
[Marginal: Restablecen los ingleses la regencia de Portugal.] mas al
fin desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas en
Portugal. Restablecieron en 18 de septiembre conforme a instrucción
de su gobierno la regencia que al partir al Brasil había dejado el
príncipe Don Juan, y tan solo descartaron las personas ausentes o
comprometidas con los franceses. Portugal reconoció el nuevo gobierno y
se disolvieron todas sus juntas.

El 13 de septiembre dio la vela Junot y su nave dirigió el rumbo a La
Rochelle. El 30 todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos de
otras arribaron a Guiberon y Lorient. Faltaban las de las plazas, para
cuya salida hubo nuevos tropiezos. [Marginal: Elvas sitiada por los
españoles.] El general español Don José de Arce por orden de la junta
de Extremadura había asediado el 7 de septiembre a Elvas, y obligado
al comandante francés Girod de Novilars a encerrarse en el fuerte de
La Lippe. Sobrado tardía era en verdad la tentativa de los españoles,
y llevaba traza de haberse imaginado después de sabida la convención
entre franceses e ingleses. Despacharon estos para cumplirla en aquella
plaza un regimiento, pero Arce y la junta de Extremadura se opusieron
vivamente a que se dejase ir libres a los que sus soldados sitiaban.
Cruzáronse escritos de una y otra parte, hubo varias y aun empeñadas
explicaciones, mas al cabo se arregló todo amistosamente con el coronel
inglés Graham. [Marginal: Almeida, por los portugueses.] No anduvieron
respecto de Almeida más dóciles los portugueses, quienes cercaban la
plaza. Hasta primeros de octubre no se removieron los obstáculos que
se oponían a la entrega, y aun entonces hubo de serles a los franceses
harto costosa. Libres ya y próximos a embarcarse en Oporto, sublevose
el pueblo de aquella ciudad con haber descubierto entre los equipajes
ornamentos y alhajas de iglesia. Despojados de sus armas y haberes
debieron la vida a la firmeza del inglés Sir Roberto Wilson que mandaba
un cuerpo de portugueses, conteniendo a duras penas la embravecida
furia popular.

Con el embarco de la guarnición de Almeida quedaba del todo cumplida
la convención llamada de Cintra. Fue penosa la travesía de las tropas
francesas, maltratado el convoy por recios temporales. Cerca de 2000
hombres perecieron, naufragando tripulaciones y transportes: 22.000
arribaron a Francia, 29.000 habían pisado el suelo portugués. Pocos
meses adelante los mismos soldados aguerridos y mejor disciplinados
volvieron de refresco sobre España.

[Marginal: Desaprobación general de la convención de Cintra en
Inglaterra.]

La convención no solamente indignó a los portugueses y fue censurada
por los españoles, sino que también levantó contra ella el clamor de
la Inglaterra misma. Llenos de satisfacción y contento habían estado
sus habitantes al eco de las victorias de Roliça y Vimeiro. De ello
fuimos testigos, y de los primeros. Traemos a la memoria que en 1.º de
septiembre y a cosa de las nueve de la noche asistiendo a un banquete
en casa de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada del capitán
Campbell portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demás
ministros británicos, y a pesar de su natural y prudente reserva, con
las victorias conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado.
No menor se mostró en todas las ciudades y pueblos de la gran Bretaña.
Pero enturbiole bien luego la capitulación concedida a Junot, creciendo
el enojo a par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que
los españoles hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era
el concepto del brío y pericia militar de nuestra nación, exagerado
entonces, como después sobradamente deprimido al llegar derrotas y
contratiempos. Aparecía el despecho y la ira hasta en los papeles
públicos, cuyas hojas se orlaban con bandas negras, pintando también
en caricaturas e impresos a sus tres generales colgados de un patíbulo
afrentoso. Cundió el enojo de los particulares a las corporaciones,
y las hubo que elevaron hasta el solio enérgicas representaciones.
Descolló entre todas la del cuerpo municipal de Londres. No en vano
levanta en Inglaterra su voz la opinión nacional. A ella tuvieron que
responder los ministros ingleses, nombrando una comisión que informase
acerca del asunto, y llamando a los tres generales Dalrymple, Burrard
y Wellesley para que satisficiesen a los cargos. Hubo en el examen
de su conducta varios incidentes, mas al cabo conformándose S. M. B.
con el unánime parecer de la comisión, declaró no haber lugar a la
formación de causa, al paso que desechó los artículos de la convención,
cuyo contenido podría ofender o perjudicar a españoles y portugueses.
Decisión que a pocos agradó, y sobre la que se hicieron justos reparos.

Nosotros creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ventajas
de las victorias de Roliça y Vimeiro, fue empero de gran provecho el
que se desembarazase a Portugal de enemigos. Con la convención se
consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado una
lucha más larga, y España embarazada con los franceses a la espalda no
hubiera tan fácilmente podido atender a su defensa y arreglo interior.

[Marginal: Declaración de S. M. B. de 4 de julio.]

Estas pues habían sido las victorias conseguidas por las armas aliadas
antes del mes de septiembre en el territorio peninsular, con las que se
logró despejar su suelo hasta las orillas de Ebro. Por el mismo tiempo
fueron también de entidad los tratos y conciertos que hubo entre el
gobierno de S. M. B. y las juntas españolas, los cuales dieron ocasión
a acontecimientos importantes.

Hablamos en su origen del modo lisonjero con que habían sido tratados
los diputados de Asturias y Galicia. Se habían ido estrechando aquellas
primeras relaciones, y además de los cuantiosos auxilios mencionados
y que en un principio se despacharon a España, fueron después otros
nuevos y pecuniarios. Creciendo la insurrección y afirmándose
maravillosamente, dio S. M. B.[*] [Marginal: (* Ap. n. 5-8.)] una
prueba solemne de adhesión a la causa de los españoles, publicando en 4
de julio una declaración por la que se renovaban los antiguos vínculos
de amistad entre ambas naciones. Realmente estaban ya restablecidos
desde primeros de junio; pero a mayor abundamiento quísose dar a la
nueva alianza toda autoridad por medio de un documento público y de
oficio.

[Marginal: Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados
españoles.]

La unión franca y leal de ambos paises, y el tropel portentoso de
inesperados sucesos habían excitado en Inglaterra un vivo deseo de
tomar partido con los patriotas españoles. No se limitó aquel a
los naturales, no a aventureros ansiosos de buscar fortuna. Cundió
también a extranjeros y subió hasta personajes célebres e ilustres.
Los diputados españoles careciendo de la competente facultad se
negaron constantemente a escuchar semejantes solicitudes. Sería
prolijo reproducir aun las más principales. Contentarémonos con
hacer mención de dos de las más señaladas. Fue una la del general
Dumourier: [Marginal: Dumourier.] con ahinco solicitaba trasladarse a
la península, y tener allí un mando, o por lo menos ayudar de cerca
con sus consejos. Figurábase que ellos y su nombre desbaratarían las
huestes de Napoleón. Tachado de vario e inconstante en su conducta,
y también de poco fiel a su patria, mal hubiera podido merecer la
confianza de otra adoptiva. De muy diverso origen procedía la segunda
solicitud, y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las
de su familia merecía otro miramiento y atención. [Marginal: Conde de
Artois.] Sin embargo no les fue dado a los diputados acceder al noble
sacrificio que quería hacer de su persona el conde de Artois [hoy
Carlos X de Francia] partiendo a España a pelear en las filas españolas.

Acompañaron a estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos días
habían corrido después de la llegada a Londres de los diputados de
Asturias, cuando el duque de Blacas [entonces conde] se les presentó
[Marginal: Luis XVIII.] a nombre de Luis XVIII, ilustre cabeza de
la familia de Borbón, con objeto de reclamar el derecho al trono
español que asistía a la rama de Francia, extinguida que fuese la
de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestión por anticipada, se
respondió de palabra y con el debido acatamiento a la reclamación de
un príncipe desventurado y venerable, lejos todavía de imaginarse
que la insurrección de España le serviría de primer escalón para
recuperar el trono de sus mayores. Más secamente se replicó a la nota,
que al mismo propósito escribió a los diputados [Marginal: Príncipe
de Castelcicala.] en favor de su amo, el príncipe de Castelcicala,
embajador de Fernando IV, rey de las dos Sicilias. Provocó la
diferencia en la contestación el modo poco atento y desmañado con que
dicho embajador se expresó, pues al paso que reivindicaba derechos
de tal cuantía, estudiosamente aun en el estilo esquivaba reconocer
la autoridad de las juntas. La relación de estos hechos muestra la
importancia que ya todos daban a la insurrección de España, deprimida
entonces y desfigurada por Napoleón.

Pero si bien eran lisonjeros aquellos pasos, no podían fijar tanto
la atención de los diputados como otros negocios que particularmente
interesaban al triunfo de la buena causa. Para su prosecución se
agregaron en primeros de julio a los de Galicia y Asturias los
diputados de Sevilla el teniente general Don Juan Ruiz de Apodaca y el
mariscal de campo Don Adrián Jácome. Unidos no solamente promovieron
el envío de socorros, sino que además volvieron la vista al Norte de
Europa. Despacharon a Rusia un comisionado, mas ya fuese falta suya o
que aquel gabinete no estuviese todavía dispuesto a desavenirse con
Francia, la tentativa no tuvo ninguna resulta. Mas dichosa fue la que
hicieron para libertar la división española que estaba en Dinamarca
a las órdenes del marqués de la Romana, merced al patriotismo de sus
soldados, y a la actividad y celo de la marina inglesa.

[Marginal: Tropa española en Dinamarca.]

Hubiérase achacado a desvarío pocos meses antes el figurarse siquiera
que aquellas tropas a tan gran distancia de su patria y rodeadas del
inmenso poder y vigilancia de Napoleón, pisarían de nuevo el suelo
español burlándose de precauciones, y aun sirviéndoles para su empresa
las mismas que contra su libertad se habían tomado. Constaba a la
sazón su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la división que
en la primavera de 1807 había salido de España con el marqués de la
Romana, y de la que estaba en Toscana y se le juntó en el camino. Por
agosto de aquel año y a las órdenes del mariscal Bernadotte, príncipe
de Ponte-Corvo, ocupaban dichas divisiones a Hamburgo y sus cercanías,
después de haber gloriosamente peleado algunos de los cuerpos en el
sitio de Stralsunda. Resuelto Napoleón a enseñorearse de España,
juzgó prudente colocarlos en paraje más seguro, y con pretexto de
una invasión en Suecia los aisló y dividió en el territorio danés.
Estrecholos así entre el mar y su ejército. Napoleón determinó que
ejecutasen aquel movimiento en marzo de 1808. Cruzó la vanguardia el
pequeño Belt y desembarcó en Fionia. La impidió atravesar el gran
Belt e ir a Zelandia la escuadra inglesa que apareció en aquellas
aguas. Lo restante de la fuerza española detenida en el Schleswig, se
situó después en las islas de Langeland y Fionia y en la península
de Jutlandia. Así continuó, excepto los regimientos de Asturias y
Guadalajara que de noche y precavidamente consiguieron pasar el gran
Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de España aunque alteradas y
tardías habían penetrado en aquel apartado reino. Pocas eran las cartas
que los españoles recibían, interceptando el gobierno francés las que
hablaban de las mudanzas intentadas o ya acaecidas. Causaba el silencio
desasosiego en los ánimos, y aumentaba el disgusto el verse las tropas
divididas y desparramadas.

En tal congoja recibiose en junio un despacho de Don Mariano Luis de
Urquijo para que se reconociese y prestase juramento a José, con la
advertencia «de que se diese parte si había en los regimientos algún
individuo tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana
resolución, desconociendo el interés de la familia real y de la nación
española.» No acompañaron a este pliego otras cartas o correspondencia,
lo que despertó nuevas sospechas. También el 24 del mismo mes había
al propio fin escrito al de la Romana el mariscal Bernadotte. El
descontento de soldados y oficiales era grande, los susurros y
hablillas muchos, y temíanse los jefes alguna seria desazón. Por tanto
adoptáronse para cumplir la orden recibida convenientes medidas, que
no del todo bastaron. En Fionia salieron gritos de entre las filas
de Almansa y Princesa de _viva España_ y _muera Napoleón_, y sobre
todo el tercer batallón del último regimiento anduvo muy alterado.
Los de Asturias y Guadalajara abiertamente se sublevaron en Zelandia,
fue muerto un ayudante del general Fririon, y este hubiera perecido
si el coronel del primer cuerpo no le hubiese escondido en su casa.
Rodeados aquellos soldados fueron desarmados por tropas danesas. Hubo
también quien juró con condición de que José hubiese subido al trono
sin oposición del pueblo español. Cortapisa honrosa y que ponía a salvo
la más escrupulosa conciencia, aun en caso de que obligase un juramento
engañoso, cuyo cumplimiento comprometía la suerte e independencia de la
patria.

[Marginal: Marqués de la Romana.]

Mas semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobierno
francés. Aunque ofendidos e irritados, calladamente aguantaban los
españoles hasta poder en cuerpo o por separado libertarse de la mano
que los oprimía. El mismo general en jefe viose obligado a reconocer al
nuevo rey, dirigiéndole, como a Bernadotte, una carta harto lisonjera.
La contradicción que aparece entre este paso y su posterior conducta se
explica con la situación crítica de aquel general y su carácter; por lo
que daremos de él y de su persona breve noticia.

Don Pedro Caro y Sureda marqués de la Romana, de una de las más
ilustres casas de Mallorca, había nacido en Palma, capital de aquella
isla. Su edad era la de 46 años, de pequeña estatura, mas de complexión
recia y enjuta, acostumbrado su cuerpo a abstinencia y rigor. Tenía
vasta lectura no desconociendo los autores clásicos latinos y griegos,
cuyas lenguas poseía. De la marina pasó al ejército al empezar la
guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra a las órdenes de
su tío Don Juan Ventura Caro. Yendo de allí a Cataluña ascendió a
general, y mostrose entendido y bizarro. Obtuvo después otros cargos.
Habiendo antes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso
para mandar la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la
conveniente entereza, pecaba de distraído, cayendo en olvidos y raras
contradicciones. Juguete de aduladores, se enredaba a veces en malos
e inconsiderados pasos. Por fortuna en la ocasión actual no tuvieron
cabida aviesas insinuaciones, así por la buena disposición del marqués,
como también por ser casi unánime en favor de la causa nacional la
decisión de los oficiales y personas de cuenta que le rodeaban.

Bien pronto en efecto se les ofreció ocasión de justificar los nobles
sentimientos que los animaban. Desde junio los diputados de Galicia y
Asturias habían procurado por medio de activa correspondencia ponerse
en comunicación con aquel ejército; mas en vano: sus cartas fueron
interceptadas o se retardaron en su arribo. También el gobierno inglés
envió un clérigo católico de nombre Robertson, el que si bien consiguió
abocarse con el marqués de la Romana, nada pudo entre ellos concluirse
ni determinarse definitivamente. Mientras tanto llegaron a Londres Don
Juan Ruiz de Apodaca y Don Adrián Jácome, y como era urgente sacar,
por decirlo así, de cautiverio a los soldados españoles de Dinamarca,
concertáronse todos los diputados y resolvieron que los de Andalucía
enviasen al Báltico a su secretario, [Marginal: Lobo.] el oficial de
marina Don Rafael Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el
gobierno inglés, y haciéndose a la vela en julio arribó Lobo el 4 de
agosto al gran Belt, en donde con el mismo objeto se había apostado a
las órdenes de Sir R. Keats parte de la escuadra inglesa que cruzaba en
los mares del Norte.

Don Rafael Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, a tiempo que
en aquellas costas se había despertado el cuidado de los franceses
por la presencia y proximidad de dicha escuadra. Deseoso de avisar
su venida empleó Lobo inútilmente varios medios de comunicar con
tierra. Empezaba ya a desesperanzar, [Marginal: Fábregues.] cuando
el brioso arrojo del oficial de voluntarios de Cataluña Don Juan
Antonio Fábregues, puso término a la angustia. Había este ido con
pliegos desde Langeland a Copenhague. A su vuelta con propósito de
escaparse, en vez de regresar por el mismo paraje, buscó otro apartado,
en donde se embarcó mediante un ajuste con dos pescadores. En la
travesía columbrando tres navíos ingleses fondeados a cuatro leguas
de la costa, arrebatado de noble inspiración tiró del sable y ordenó
a los dos pescadores, únicos que gobernaban la nave, hacer rumbo a la
escuadra inglesa. Un soldado español que iba en su compañía ignorando
su intento, arredrose y dejó caer el fusil de las manos. Con presteza
cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hubiera pasado Fábregues,
si pronto y resuelto este, dando al danés un sablazo en la muñeca,
no le hubiese desarmado. Forzados pues se vieron los dos pescadores
a obedecer al intrépido español. Déjase discurrir de cuánto gozo se
embargarían los sentidos de Fábregues al encontrarse a bordo con Lobo,
como también cuánta sería la satisfacción del último cerciorándose de
que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tratar y corresponder
con los jefes españoles.

No desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo que entonces era a todos
precioso. Fábregues a pesar del riesgo se encargó de llevar la
correspondencia, y de noche y a hurtadillas le echó en la costa de
Langeland un bote inglés. Avistose a su arribo y sin tardanza con el
comandante español, que también lo era de su cuerpo, Don Ambrosio de la
Cuadra, confiado en su militar honradez. No se engañó porque asintiendo
este a tan digna determinación, prontamente y disfrazado despachó al
mismo Fábregues para que diese cuenta de lo que pasaba al marqués de
la Romana. Trasladose a Fionia en donde estaba el cuartel general, y
desempeñó en breve y con gran celo su encargo.

Causaron allí las nuevas que traía profunda impresión. Crítica era
en verdad y apurada la posición de su jefe. Como buen patricio
anhelaba seguir el pendón nacional, mas como caudillo de un ejército
pesábale la responsabilidad en que incurriría si su noble intento
se desgraciaba. Perplejo se hubiera quizá mantenido a no haberle
estimulado con su opinión y consejos los demás oficiales. [Marginal:
Dispónense a embarcarse las tropas del Norte.] Decidiose en fin al
embarco, y convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de
ejecutarle. Al principio se había pensado en que se suspendiese hasta
que noticiosas del plan acordado las tropas que había en Zelandia y
Jutlandia, se moviesen todas a un tiempo antes de despertar el recelo
de los franceses. Mas informados estos de haber Fábregues comunicado
con la escuadra inglesa, menester fue acelerar la operación trazada.

Dieron principio a ella los que estaban en Langeland enseñoreándose de
la isla. Prosiguió Romana y se apoderó el 9 de agosto de la ciudad de
Nyborg, punto importante para embarcarse y repeler cualquier ataque
que intentasen 3000 soldados dinamarqueses existentes en Fionia. Los
españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg al mediodía de la misma
isla, se embarcaron para Langeland también el 9, y tomaron tierra
desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de
Zamora, acantonado en Fridericia: [Marginal: Kindelán.] engañole Don
Juan de Kindelán, segundo de Romana, que allí mandaba. Aparentando
desear lo mismo que sus soldados dispúsose a partir y aun embarcó su
equipaje; pero en el entretanto no solo dio aviso de lo que ocurría al
mariscal Bernadotte, sino que temiendo que se descubriese su perfidia,
cautelosamente y por una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados
por aquel desgraciado incidente apresuráronse los de Zamora a pasar
a Middlefahrt, y sin descanso caminaron desde allí por espacio de
veintiuna horas, hasta incorporarse en Nyborg con la fuerza principal,
habiendo andado en tan breve tiempo más de dieciocho leguas de España.
Huido Kindelán y advertidos los franceses, parecía imposible que se
salvasen los otros regimientos que había en Jutlandia: con todo lo
consiguieron dos de ellos. Fue el primero el de caballería del Rey.
Ocupaba a Aarhus, y por el cuidado y celo de su anciano coronel,
fletando barcas salvose y arribó a Nyborg. Otro tanto sucedió con
el del Infante, también de caballería, situado en Manders y por
consiguiente más lejos y al norte. No tuvo igual dicha el de Algarbe,
único que allí quedaba. Retardó su marcha por indecisión de su coronel,
y aunque más cerca de Fionia que los otros dos, fue sorprendido por las
tropas francesas. En aquel encuentro el capitán Costa que mandaba un
escuadrón, al verse vendido prefirió acabar con su vida tirándose un
pistoletazo. Imposible fue a los regimientos de Asturias y Guadalajara
acudir al punto de Corsoer que se les había indicado como el más vecino
a Nyborg desde la costa opuesta de Zelandia. Desarmados antes, según
hemos visto, y cuidadosamente observados, envolviéronlos las tropas
danesas al ir a ejecutar su pensamiento. Así que entre estos dos
cuerpos el de Algarbe de caballería, algunas partidas sueltas y varios
oficiales ausentes por comisión o motivo particular, quedaron en el
norte 5160 hombres, y 9038 fueron los que unidos en Langeland y pasada
reseña se contaron prontos a dar la vela. Abandonáronse los caballos
no habiendo ni transportes ni tiempo para embarcarlos. Muchos de los
jinetes no tuvieron ánimo para matarlos, y siendo enteros y viéndose
solos y sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron el
desorden y espanto.

[Marginal: Kindelán y Guerrero.]

Don Juan de Kindelán había en el intermedio llegado al cuartel general
de Bernadotte, y no contento con los avisos dados, descubrió al capitán
de artillería Don José Guerrero, encargado por Romana de una comisión
importante en el Schleswig. Arrestáronle, y enfurecido con la alevosía
de Kindelán apellidole traidor delante de Bernadotte, quedando aquel
avergonzado y mirándole después al soslayo los mismos a quienes servía:
merecido galardón a su villano proceder. Salvó la vida a Guerrero la
hidalga generosidad del mariscal francés, quien le dejó escapar y aun
en secreto le proporcionó dinero.

[Marginal: Juramento de los españoles en Langeland.]

Mas al paso que tan dignamente se portaba con un oficial honrado y
benemérito, forzoso le fue, obrando como general, poner en práctica
cuantos medios estaban a su alcance para estorbar la evasión de
los españoles. Ya no era dado ejecutarlo por la violencia. Acudió
a proclamas y exhortaciones, esparciendo además sus agentes falsas
nuevas, y procurando sembrar rencillas y desavenencias. Pero ¡cuán
grandioso espectáculo no ofrecieron los soldados españoles en respuesta
a aquellos escritos y manejos! Juntos en Langeland, clavadas sus
banderas en medio de un círculo que formaron, y ante ellas hincados
de rodillas, juraron con lágrimas de ternura y despecho ser fieles
a su amada patria y desechar seductoras ofertas. No; la antigüedad,
con todo el realce que dan a sus acciones el transcurso del tiempo y
la elocuente pluma de sus egregios escritores, no nos ha transmitido
ningún suceso que a este se aventaje. Nobles e intrépidos sin duda
fueron los griegos cuando unidos a la voz de Jenofonte para volver a
su patria, dieron a las falaces promesas del rey de Persia aquella
elevada y sencilla respuesta [*] [Marginal: (* Ap. n. 5-9.)] «hemos
resuelto atravesar el país pacíficamente si se nos deja retirarnos
al suelo patrio, y pelear hasta morir si alguno nos lo impidiese.»
Mas a los griegos no les quedaba otro partido que la esclavitud o
la muerte; a los españoles, permaneciendo sosegados y sujetos a
Napoleón, con largueza se les hubieran dispensado premios y honores.
Aventurándose a tornar a su patria, los unos, llegados que fuesen,
esperaban vivir tranquilos y honrados en sus hogares; los otros, si
bien con nuevo lustre, iban a empeñarse en una guerra larga, dura y
azarosa, exponiéndose, si caían prisioneros, a la tremenda venganza del
emperador de los franceses.

[Marginal: Dan la vela para España.]

Urgiendo volver a España, y siendo prudente alejarse de costas
dominadas por un poderoso enemigo, abreviaron la partida de Langeland y
el 13 se hicieron a la vela para Gotemburgo en Suecia. En aquel puerto,
entonces amigo, aguardaron transportes, y antes de mucho dirigieron
el rumbo a las playas de su patria, en donde no tardaremos en verlos
unidos a los ejércitos lidiadores.

[Marginal: Trátase de reunir una junta central.]

Habiendo llegado los asuntos públicos dentro y fuera del reino a tal
punto de pronta e impensada felicidad, cierto que no faltaba para que
fuese cumplida sino reconcentrar en una sola mano o cuerpo la potestad
suprema. Mas la discordancia sobre el modo y lugar, las dificultades
que nacieron de un estado de cosas tan nuevo, y rivalidades y
competencias retardaron su nombramiento y formación.

[Marginal: Situación de Madrid.]

Perjudicó también a la apetecida brevedad; la situación en que quedó
a la salida del enemigo la capital de la monarquía. Los moradores
ausentes unos, y amedrantados otros con el duro escarmiento del 2 de
mayo, o no pudieron o no osaron nombrar un cuerpo que, a semejanza de
las demás provincias, tomase las riendas del gobierno de su territorio
y sirviese de guía a todo el reino. Verdad es que Madrid ni por su
población ni por su riqueza no habiendo nunca ejercido, como acontece
con algunas capitales de Europa, poderoso influjo en las demás
ciudades, hubiera necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas a su voz
y acelerar su ayuntamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin
vencido tamaños obstáculos si no se hubiera encontrado otro superior
en el consejo real o de Castilla; el cual, desconceptuado en la nación
por su incierta, tímida y reprensible conducta con el gobierno intruso,
tenía en Madrid todavía acérrimos partidarios en el numeroso séquito de
sus dependientes y hechuras. Aunque érale dado con tal arrimo proseguir
en su antigua autoridad, mantúvose quedo y como arrumbado a la partida
de los franceses; ora por temor de que estos volviesen, ora también por
la incertidumbre en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco después
tomó bríos viendo que nadie le salía al encuentro, y sobre todo
impelido del miedo con que a muchos sobrecogió un sangriento desmán de
la plebe madrileña.

[Marginal: Asesinato de Viguri.]

Vivía en la capital retirado y oscurecido Don Luis Viguri, antiguo
intendente de la Habana y uno de los más menguados cortesanos del
príncipe de la Paz, cuya desgracia, según dijimos, le había acarreado
la formación de una causa. Parece ser que no se aventajaba a la pública
su vida privada, y que con frecuencia maltrataba de palabra y obra a
un familiar suyo. Adiestrado este en la mala escuela de su amo, luego
que se le presentó ocasión no la desaprovechó y trató de vengarse. Un
día, y fue el 4 de agosto, a tiempo que reinaba en Madrid una sorda
agitación, antojósele al mal aventurado Viguri desfogar su encubierta
ira en el tan repetidamente golpeado doméstico, quien encolerizado
apellidó en su ayuda al populacho, afirmando con verdad o sin ella
que su amo era partidario de José Napoleón. A los gritos arremolinose
mucha gente delante de las puertas de la habitación. Asustado Viguri
quiso desde un balcón apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacía
para acallar el ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los
concurrentes como amenazas e insultos, con lo que creció el enojo; y
allanando la casa y cogiendo al dueño, le sacaron fuera e inhumanamente
le arrastraron por las calles de Madrid.

[Marginal: Consejo de Castilla.]

Atemorizáronse al oír la funesta desgracia consejeros y cortesanos,
estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse
hasta los pacíficos y amantes del orden. Huérfana la capital y
sin nueva corporación que la rigiese, fácil le fue al consejo,
aprovechándose de aquel suceso y aprieto, recobrar el poder que se
figuraba competirle. El bien común y público sosiego pedían, no hay
duda, el establecimiento de una autoridad estable y única: y lástima
fue que el vecindario de Madrid no la hubiera por sí formado; y
tal, que enfrenando las pasiones populares y atajando al consejo en
sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repetimos, y concertado más
prontamente las voluntades de las otras juntas.

[Marginal: Sus manejos.]

No fue así; y el consejo destruyendo el impulso que Madrid hubiera
debido dar, acrecentó con sus manejos y pretensiones los estorbos y
enredos. Cuerpo autorizado con excesivas y encontradas facultades,
había en todos tiempos causado graves daños a la monarquía, y se
imaginaba que no solo gobernaría ahora a Madrid, sino que extendería
a todo el reino y a todos los ramos su poder e influjo. Admira
tanta ceguedad y tan desapoderada ambición en un tiempo en que
escrupulosamente se escudriñaba su porte con el intruso, y en que
hasta se le disputaba el legítimo origen de su autoridad. [Marginal:
Opinión sobre aquel cuerpo.] Así era que unos decían «si en realidad
es el consejo, según pregona, el depositario de la potestad suprema
en ausencia del monarca, ¿qué ha hecho para conservar intactas las
prerrogativas de la corona? ¿qué en favor de la dignidad y derechos de
la nación? Sumiso al intruso ha reconocido sus actos, o por lo menos
los ha proclamado; y los efugios que ha buscado y las cortapisas que
a veces ha puesto, más bien llevaban traza de ser un resguardo que
evitase su personal compromiso que la oposición justa y elevada de la
primera magistratura del reino.» Otros subiendo hasta la fuente de su
autoridad, «nacido el consejo [decían] en los flacos y turbulentos
reinados de los Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío
bajo Felipe II, cuando aquel monarca intentando descuajar la hermosa
planta de las libertades nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de
su padre, procuraba sustentar su dominación en cuerpos amovibles a su
voluntad y de elección suya, sin que ninguna ley fundamental de la
monarquía ni las cortes permitiesen tal como era su establecimiento,
ni deslindasen las facultades que le competían. Desde entonces el
consejo, aprovechándose de los calamitosos tiempos en que débiles
monarcas ascendieron al solio, se erigió a veces en supremo legislador
formando en sus autos acordados leyes generales, para cuya adopción
y circulación no pedía el beneplácito ni la sanción real. Ingiriose
también en el ramo económico y manejó a su arbitrio los intereses de
todos los pueblos, sobre no reconocer en la potestad judicial límites
ni traba. Así acumulando en sí solo tan vasto poder, se remontaba a la
cima de la autoridad soberana; y descendiendo después a entrometerse
en la parte más ínfima, si no menos importante del gobierno, no podía
construirse una fuente ni repararse un camino en la más retirada aldea
o apartada comarca sin que antes hubiese dado su consentimiento. En
unión con la inquisición y asistido del mismo espíritu, al paso que
esta cortaba los vuelos al entendimiento humano, ayudábala aquel con
sus minuciosas leyes de imprenta, con sus tasas y restricciones. Y
si en tiempos tranquilos tanto perjuicio y tantos daños [añadían]
nos ha hecho el consejo, institución monstruosa de extraordinarias
y mal combinadas facultades, consentidas mas no legitimadas por la
voz nacional, ¿no tocaría en frenesí dejarle con el antiguo poder
cuando al mismo tiempo que la nación se libertaba con energía del
yugo extranjero, el consejo que blasona ser cabecera del reino se ha
mostrado débil, condescendiente y abatido, ya que no se le tenga por
auxiliador y cómplice del enemigo?»

Tales discursos no estaban desnudos de razón, aunque participasen algún
tanto de las pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo el
consejo se había por lo general compuesto de magistrados íntegros,
que con imparcialidad juzgaban los pleitos y desavenencias de los
particulares: entre ellos se habían contado hombres profundos como
los Macanaces y Campomanes, que con gran caudal de erudición y sana
doctrina se habían opuesto a las usurpaciones de la curia romana y
procurado por su parte la mejora y adelantamientos de la nación. Pero
era el consejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales por la
mayor parte ancianos, y meros jurisperitos, no habían tenido ocasión
ni lugar de extender sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros
estudios. Ocupados en sentenciar pleitos, responder a consultas y
despachar negocios de comisiones particulares, no solamente fallaba
a los más el saber y práctica que requieren la formación de buenas
leyes y el gobierno de los pueblos, sino que también escasos de
tiempo dejaban a subalternos ignorantes o interesados la resolución
de importantísimos expedientes. Mal grave y sentido de todos tan de
antiguo, que ya en 1751 propuso al rey el célebre ministro marqués de
la Ensenada despojar al consejo de lo concerniente a gobierno, policía
y economía, dejándole reducido a entender en la justicia civil y
criminal y asuntos del real patronato.

No le iba pues bien al consejo insistir ahora en la conservación de
sus antiguas facultades y aun en darles mayor ensanche. Con todo
tal fue su intento. Seguro ya de que su autoridad sería en Madrid
respetada, dirigiose a los presidentes de las juntas y a los generales
de los ejércitos: a estos para que se aproximasen a la capital; a
aquellos para que diputasen personas, que unidas al consejo tratasen
de los medios de defensa: «tocando solo a él [decía] resolver sobre
medidas de otra clase y excitar la autoridad de la nación y cooperar
con su influjo, representación y luces al bien general de esta.»
Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déjase discurrir
con qué enfado y desdén replicarían a tan imprudente y desacordada
propuesta. La de Galicia no solamente tachaba a cada uno de sus
miembros de ser adicto a los franceses, sino que al cuerpo entero le
echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador.
Palafox en su respuesta con severidad le decía: «ese tribunal no ha
llenado sus deberes»; y Sevilla le acusaba ante la nación «de haber
obrado contra las leyes fundamentales... de haber facilitado a los
enemigos todos los medios de usurpar el señorío de España... de ser
en fin una autoridad nula e ilegal, y además sospechosa de haber
cometido antes acciones tan horribles que podían calificarse de delitos
atrocísimos contra la patria...» Al mismo son se expresaron todas las
otras juntas fuera de la de Valencia, la cual en 8 de agosto aprobó
los términos lisonjeros con que el consejo era tratado en un escrito
leído en su seno por uno de sus miembros. Mas aquella misma junta, tan
dispuesta en su favor, tuvo muy luego que retractarse mandando en 15
del propio mes «que ninguna autoridad de cualquier clase mantuviese
correspondencia directa ni se entendiese en nada con el consejo.» Dio
lugar a la mudanza de dictamen la presteza con que el último se metió a
expedir órdenes como si ya no existiese la junta. Mal recibido de todos
lados y aun ásperamente censurado, pareciole necesario al consejo dar
un manifiesto en que sincerase su conducta y procedimientos: penoso
paso a quien siempre había desestimado el tribunal de la opinión
pública. Mas no por eso desistió de su propósito, ni menos descuidó
emplear otros medios con que recobrar la autoridad perdida. Dábale
particular confianza la desunión que reinaba en las juntas y varias
contestaciones entre ellas suscitadas. Por lo que será bien referir las
mudanzas acaecidas en su composición, y las explicaciones y altercados
que precedieron a la instalación de un gobierno central.

[Marginal: Estado de las juntas provinciales.]

En la forma interior de aquellos cuerpos contadas fueron las
variaciones ocurridas. Habíase en Asturias congregado desde agosto una
nueva junta que diese más fuerza y legitimidad al levantamiento de
mayo, nombrando o reeligiendo sus concejos diputados que la compusiesen
con pleno conocimiento del objeto de su reunión. Ninguna alteración
sustancial había acaecido en Galicia; pero su junta convidó a la
anterior, para que de común con ella y las de León y Castilla formasen
todas una representación de las provincias del norte. Se habían las dos
últimas confundido y erigido en una sola después de la aciaga jornada
de Cabezón. Presidía a ambas el bailío Don Antonio Valdés, quien
estando al principio de acuerdo con Don Gregorio de la Cuesta acabó por
desavenirse con él y enojarse poderosamente. Reunidas en Ponferrada,
como punto más resguardado, se trasladaron a Lugo, en cuya ciudad debía
verificarse la celebración de juntas propuesta por la de Galicia. Esta
mudanza fue el origen y principal motivo del enfado de Cuesta, no
pudiendo tolerar que corporaciones que consideraba como dependientes de
su autoridad, se alejasen del territorio de su mando y pasasen a una
provincia con cuyos jefes estaba tan encontrado.

Concurrieron sin embargo a Lugo las tres juntas de Galicia, Castilla y
León. No la de Asturias, ya por cierto desvío que había entre ella y
la de Galicia, y también porque viendo próxima la reunión central de
todas las provincias del reino, juzgó excusado y quizá perjudicial
el que hubiese una parcial entre algunas del norte. Al tratarse de
la formación de esta hubo diversos pareceres acerca del modo de su
formación y composición. Quién opinaba por cortes, y quién soñaba un
gobierno que diese principio y encaminase a una federación nacional.
Adhería al primer dictamen Sir Carlos Stuart representante del gobierno
inglés, como medio más acomodado a los antiguos usos de España. Pero
las novedades introducidas en las constituciones de aquel cuerpo
durante la dominación de las casas de Austria y Borbón, ofrecían para
su llamamiento dificultades casi insuperables; pues al paso de ser
muchas las ciudades de León y Castilla que enviaban procuradores a
cortes, solo tenía una voz el populoso reino de Galicia y se veía
privado de ella el principado de Asturias, cuna de la monarquía.
Tal desarreglo pedía para su enmienda más tiempo y sosiego de lo
que entonces permitían las circunstancias. Por su parte la junta de
Galicia, sabedora de la idea de la federación, quería esquivar en sus
vistas con las de León y Castilla, el tratar de la unión de un solo
y único gobierno central. Mas la autoridad de Don Antonio Valdés,
que todas tres habían elegido por su presidente, pudiendo más que el
estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos hombres, y prevaleciendo
sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase su propuesta
dirigida al nombramiento de diputados que en representación de las tres
juntas acudiesen a formar con las demás del reino una central. Con tan
prudente y oportuna determinación se evitaron los extravíos y aun
lástimas que hubiera provocado la opinión contraria.

Asimismo cortaron cuerdos varones varias desavenencias movidas entre
Sevilla y Granada. Pretendía la primera que la última se le sometiese,
olvidada de la principal parte que habían tenido las tropas de su
general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad había nacido
con la insurrección, no siendo dable fijar ni deslindar los límites de
nuevas y desconocidas autoridades; y en vez de desaparecer aquella,
tomó con la victoria alcanzada extraordinario incremento. Llegó a tal
punto la exaltación y ceguera que el inquieto conde de Tilly propuso
en el seno de la junta sevillana, que una división de su ejército
marchase a sojuzgar a Granada. Presente Castaños y airado, a pesar de
su condición mansa, levantose de su asiento, y dando una fuerte palmada
en la mesa que delante había, exclamó: «¿quién sin mi beneplácito se
atreverá a dar la orden de marcha que se pide? No conozco [añadió]
distinción de provincias; soy general de la nación, estoy a la cabeza
de una fuerza respetable y nunca toleraré que otros promuevan la
guerra civil.» Su firmeza contuvo a los díscolos, y ambas juntas se
conformaron en adelante con una especie de concierto concluido entre la
de Sevilla y los diputados de Granada, Don Rodrigo Riquelme, regente de
su chancillería, y el oidor Don Luis Guerrero, nombrados al intento y
autorizados competentemente.

Diferían tan lamentables disputas la reunión del gobierno central,
y como si estos y otros obstáculos naturales no bastasen por sí,
nuevos intereses y pretensiones venían a aumentarlos. Recordará el
lector los pasos que en Londres dio en favor de los derechos de su
amo a la corona de España el príncipe de Castelcicala embajador del
rey de las Dos Sicilias, y la repulsa que recibió de los diputados.
No desanimado con ella su gobierno, ni tampoco con otra parecida que
le dio el ministerio inglés, por julio envió a Gibraltar un emisario
que hiciese nuevas reclamaciones. El gobernador Dalrymple le impidió
circular papeles y propasarse a otras gestiones. [Marginal: Llegada
a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia.] Mas tras del emisario
despachó el gobierno siciliano al príncipe Leopoldo, hijo segundo del
rey, a quien acompañaba el duque de Orléans. Fondearon ambos el 9 de
agosto en la bahía de Gibraltar; pero no viéndose apoyados por el
gobernador, pasó el de Orléans a Inglaterra y quedó en el puerto de
su arribada el príncipe Leopoldo. Entretenía este la esperanza de que
a su nombre y conforme quizá a secretos ofrecimientos, no tardaría en
recibir una diputación y noticia de haber sido elevado a la dignidad
de regente. Pero vano fue su aguardar; y era en efecto difícil que
un príncipe de edad de 18 años, extranjero, sin recursos ni anterior
fama, y sin otro apoyo que lejanos derechos al trono de España, fuese
acogido con solícita diligencia en una nación en que era desconocido,
y en donde para conjurar la tormenta que la azotaba se requerían otras
prendas, mayor experiencia y muy diversos medios que los que asistían
al príncipe pretendiente.

Hubo no obstante quien esparció por Sevilla la voz de que convenía
nombrar una regencia compuesta del mencionado príncipe, del arzobispo
de Toledo cardenal de Borbón, y del conde del Montijo. Con razón se
atribuyó la idea a los amigos y parciales del último, quien conservando
todavía cierta popularidad a causa de la parte que se le atribuía en la
caída del príncipe de la Paz, procuraba aunque en vano subir a puesto
de donde su misma inquietud le repelía. Mas los enredos y marañas de
ciertos individuos eran desbaratados por la ambición de otros o la
sensatez y patriotismo de las juntas.

[Marginal: Correspondencia entre las juntas.]

Así fue que a pesar del desencadenamiento de pasiones y de los
obstáculos nacidos con la misma insurrección o causados por la
presencia del enemigo, ya desde junio había llamado la atención de las
juntas: 1.º La formación de un gobierno central; 2.º Un plan general
con el que más prontamente se arrojase a los franceses del suelo
patrio. Al propósito entablose entre ellas seguida correspondencia. Dio
la señal la de Murcia, dirigiendo con fecha de 22 de junio una circular
en que decía: «Ciudades de voto en cortes, reunámonos, formemos un
cuerpo, elijamos un consejo que a nombre de Fernando VII organice
todas las disposiciones civiles, y evitemos el mal que nos amenaza que
es la división... Capitanes generales... de vosotros se debe formar
un consejo militar de donde emanen las órdenes que obedezcan los que
rigen los ejércitos...» Propuso también Asturias en un principio la
convocación de cortes con algunas modificaciones, y hasta Galicia [no
obstante la mencionada federación de algunos proyectada] comisionó
cerca de las juntas del mediodía a Don Manuel Torrado, quien ya en
últimos de julio se hallaba en Murcia, después de haberlas recorrido,
y propuesto una central formada de dos vocales de cada una de las de
provincia. En el propio sentido y en 16 de dicho julio había la de
Valencia pasado a las demás su opinión impresa, lo que también por
su parte y al mismo tiempo hizo la de Badajoz. No fue en zaga a las
otras la junta de Granada, la cual apoyando la circular de Valencia,
se dirigió a su competidora la de Sevilla, y desentendiéndose de
desavenencias, señaló como acomodado asiento para la reunión la última
ciudad.

No por eso se apresuraba esta, ostentando siempre su altanera
supremacía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre a que
se había elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y
circulación de los papeles que convidaban a la apetecida concordia.
Apremiada en fin por la voz pública y estrechada por el dictamen de
algunos de sus individuos entendidos y honrados, publicó con fecha
de 3 de agosto un papel en el que examinando los diversos puntos que
en el día se ventilaban, proponía la formación de una junta central
compuesta de dos vocales de cada una de las de provincia. Anduvo
perezosa no obstante en acabar de escoger los suyos. Pero adhiriendo
las otras juntas a las oportunas razones de su circular, cuyo
contenido en sustancia se conformaba con la opinión que las más habían
mostrado antes de concertarse, y que era la más general y acreditada,
fueron todas sucesivamente escogiendo de su seno personas que las
representasen en una junta única y central.

[Marginal: Proceder del consejo.]

Por su parte el consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y
tenaz empeño el poder que para siempre querían arrebatarle de las
manos. Mas no por eso y para cautivar las voluntades de los hombres
ilustrados, mudó de rumbo, adoptando un sistema más nuevo y conforme
al interés público y al progreso de la nación. Asustándose a la menor
sombra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas y aun más
trabas que antes; redujo a dos veces por semana la diaria publicación
de la Gaceta de Madrid; persiguió y aun llegó a formar causa a algunas
personas que tenían en su poder papeles de las juntas, mayormente de la
de Sevilla, y en fin resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja
manera de gobernar. Persuadiose que todo le era lícito a trueque de
dar ciertos decretos de alistamiento y acopio de medios que mostrasen
su interés por la causa de la independencia que tan mal había antes
defendido. Y sobre todo cobró esperanza con la llegada a Madrid de
varios generales en quienes presumía poder con buen éxito emplear su
influjo.

[Marginal: Entrada en Madrid de Llamas y Castaños.]

Fue el primero que pisó el suelo de la capital con las tropas de
Valencia y Murcia Don Pedro González de Llamas que había sucedido a
Cervellón removido del mando. Atravesó la Puerta de Atocha con 8000
hombres a las seis de la mañana del día 13 de agosto. A pesar de hora
tan temprana inmenso fue el concurso que salió a recibirle y extremado
el entusiasmo. Pasó a frenesí al entrar el 23 por la misma puerta D.
Francisco Javier Castaños acompañado de la reserva de Andalucía. Sus
soldados adornados con los despojos del enemigo ofrecían en su variada
y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria alcanzada. Pasaron
todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa arquitectura que
había erigido la villa de Madrid junto a sus casas consistoriales.
[Marginal: Proclamación de Fernando VII.] A estas entradas triunfales
siguiéronse otros festejos con la proclamación de Fernando VII, hecha
en esta ocasión por el legítimo alférez mayor de Madrid marqués
de Astorga. Mas no a todos contentaban tanto bullicio y fiestas,
pidiendo con sobrada razón que se pusiera mayor conato y celeridad en
perseguir al enemigo, y en aumentar y organizar cumplidamente la fuerza
armada. Daban particular peso a sus justas quejas y reclamaciones los
acontecimientos por entonces ocurridos en Vizcaya y Navarra.

[Marginal: Insurrección de Bilbao.]

Habíase en la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la
victoria de Bailén, y en 6 de agosto escogiendo su vecindario una
junta, acordó un alistamiento general, y nombró por comandante militar
al coronel Don Tomás de Salcedo. Sobremanera inquietó a los franceses
esta insurrección, ya por el ejemplo y ya también porque comprometida
su posición en las márgenes del Ebro, pudieran verse obligados a
estrecharse más contra la frontera. Creció su recelo a mayor grado con
asonadas y revueltas [Marginal: Movimiento en Guipúzcoa y Navarra.] que
hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las correrías que hacían y
gente que allegaban en Navarra Don Antonio Egoaguirre y Don Luis Gil.
Habían estos salido de Zaragoza en 27 de junio para alborotar aquel
reino. Después de algún tiempo Gil empezó a incomodar al enemigo por el
lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas municiones de aquella fábrica,
y amenazó y sembró el espanto hasta el mismo pueblo francés de San
Juan de Pie de Puerto. Egoaguirre tampoco se descuidó en la comarca
de Lerín: formando un batallón con nombre de Voluntarios de Navarra
recorrió la tierra, y llamó tanto la atención que el general D’Agoult
envió una columna desde Pamplona para atajar sus daños y alejarle del
territorio de su mando.

José por su parte pensó en apagar prontamente la temible insurrección
de Bilbao. Para ello envió contra aquella población una división a
las órdenes del general Merlin. No era dado a sus vecinos sin tropa
disciplinada resistir a semejante acometimiento.[*] [Marginal: (*
Ap. n. 5-10.)] Apostáronse sin embargo con aquella idea a media
legua, y los franceses asomándose allí el 16 de agosto desbarataron y
dispersaron a los bilbaínos, pereciendo miserablemente y después de
haberse rendido prisionero el oficial de artillería Don Luis Power
distinguido entre los suyos. Los auxilios que de Asturias llevaba el
oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en Bilbao cuya
ciudad fue con rigor tratada. En su correspondencia blasonaba el
rey intruso de «haber apagado la insurrección con la sangre de 1200
hombres.» Singular jactancia y extraña en quien como José no era de
corazón duro ni desapiadado.

El contratiempo de Bilbao que en Madrid provocaba las reclamaciones de
muchos, difundiéndose por las provincias aumentó el clamor ya casi
universal contra generales y juntas, reparando que algunos de aquellos
se entregaban demasiadamente a divertimientos y regocijos, y que estas
con celos y rivalidades retardaban la instalación de la junta central.
Deseando el consejo aprovecharse de la irritación de los ánimos, y
valiéndose de los lazos que le unían con Don Gregorio de la Cuesta, su
antiguo gobernador, se concordó con este y discurrieron apoderarse del
mando supremo. [Marginal: Nuevos manejos del consejo.] Mas como Cuesta
carecía de la suficiente fuerza, fueles necesario tantear a Castaños,
entonces algo disgustado con la junta de Sevilla. Avistose pues con
el último Don Gregorio de la Cuesta, [Marginal: Propuesta de Cuesta a
Castaños.] y le propuso [según tenemos de la boca del mismo Castaños]
dividir en dos partes el gobierno de la nación, dejando la civil y
gubernativa al consejo, y reservando la militar al solo cuidado de
ellos dos en unión con el duque del Infantado. Era Castaños sobrado
advertido para admitir semejante proposición. Vislumbraba el motivo
porque se le buscaba, y conocía que separando su causa de la de las
juntas, quizá sería desobedecido del ejército, y aun de la división
misma que se alojaba en Madrid.

[Marginal: Consejo de guerra celebrado en Madrid.]

En tanto para acallar el rumor público se celebró en aquella capital
el 5 de septiembre un consejo de guerra. Asistieron a él los generales
Castaños, Llamas, Cuesta y La Peña, representando a Blake el duque del
Infantado y a Palafox otro oficial cuyo nombre ignoramos. Discutiéronse
largamente varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira particular,
promovió el nombramiento de un comandante en jefe. No se arrimaron
los otros a su parecer, y tan solo arreglaron un plan de operaciones,
de que hablaremos más adelante. Cuesta aunque aparentó conformarse,
salió despechado de Madrid, y con ánimo más bien que de cooperar a la
realización de lo acordado de levantar obstáculos a la reunión de la
junta central: para lo cual y satisfacer al mismo tiempo su ira contra
la junta de León, [Marginal: Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla.] de
la que, como hemos visto, estaba ofendido, arrestó a sus dos individuos
Don Antonio Valdés y vizconde de la Quintanilla, que iban de camino
para representar su voz en la central. Quiso tratarlos como rebeldes
a su autoridad, y los encerró en el alcázar de Segovia: tropelía que
excitó contra el general Cuesta la pública animadversión.

Vanos sin embargo salieron sus intentos, vanos otros enredos y
maquinaciones. Por todas partes prevaleció la opinión más sana, y
los diputados elegidos por las diversas juntas fueron poco a poco
acercándose a la capital. Llegó pues el suspirado momento de la reunión
de una autoridad central, [Marginal: Acaba el gobierno de las juntas
provinciales.] debiendo con ella cesar la particular supremacía de
cada provincia. Durante la cual no habiendo habido lugar ni ocasión
de hacer sustanciales reformas ni mudanzas en los diversos ramos de
la administración pública, tales como estaban dispuestos y arreglados
al disolverse, por decirlo así, la monarquía en mayo, tales o con
cortísima diferencia se los entregaron las juntas de provincia a la
central.

No disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestro
narración los defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones
que las agitaron. Por lo mismo justo es también que ahora tributemos
debidas alabanzas a su primera y grandiosa resolución, a su ardiente
celo, a su incontrastable fidelidad. Al acabar de su mando anublose por
largo tiempo la prosperidad de la patria; mas se dio principio a una
nueva, singular y porfiada lucha, en que sobre todo resplandeció la
firmeza y constancia de la nación española.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO SEXTO.


_Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de septiembre. —
Número de individuos. — Su composición. — Floridablanca. — Jovellanos.
— Diversos partidos de la central. — Su instalación celebrada en las
provincias. — Contestación con el consejo. — Dictamen de Jovellanos.
— Forma interior de la central. — Don Manuel Quintana. — Primeras
providencias y decretos de la central. — Su manifiesto en 10 de
noviembre. — Distribución de los ejércitos. — Su marcha. — Marcha del
de Galicia. — Ocupa Bilbao. — Marcha del de Asturias. — Cuesta. — Su
conducta. — Le sucedieron Eguía y Pignatelli. — Marcha de Llamas.
— Detención de Castaños en Madrid. — Su salida. — Plan concertado
con Palafox. — Situación del ejército del centro y del de Aragón. —
Fuerza de los ejércitos españoles. — Situación de José y del ejército
francés. — Exposición de sus ministros. — Fuerza del ejército francés.
— Movimiento de los españoles. — Acción de Lerín, 26 de octubre. —
Retirada de los castellanos de Logroño. — Arreglo que en su ejército
hace el general Castaños. — Se sitúa en Cintruénigo y Calahorra.
— Napoleón. — Su mensaje al senado. — Leva de nuevas tropas. —
Conferencias de Erfurt. — Correspondencia con el gobierno inglés. — Fin
de la correspondencia. — Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo. —
Fuerza y división del ejército francés. — Cruza Napoleón el Bidasoa.
— Acción de Zornoza, 31 de octubre. — De Valmaseda, 4 de noviembre. —
Reconocimiento hacia Güeñes en 7 de noviembre. — Batalla de Espinosa,
10 y 11 de noviembre. — Disposiciones de Napoleón. — Acción de Burgos,
10 de noviembre. — Revuelve Soult contra Blake. — Diversas direcciones
de los mariscales franceses. — Entrada en Burgos de Napoleón. — Su
decreto de 12 de noviembre. — Ejército inglés. — Ejército del centro.
— Don Francisco Palafox enviado por la central. — Diversos planes. —
Marcha Lannes contra dicho ejército. — Repliégase Castaños. — Batalla
de Tudela, 23 de noviembre. — Retirada del ejército. — Su llegada
a Sigüenza. — La Peña general en jefe. — San Juan en Somosierra. —
Pasan los franceses el puerto. — Situación de la central. — Cartas de
los ministros de José. — Abandona la central a Aranjuez. — Situación
de Madrid. — Muerte del marqués de Perales. — Napoleón delante de
Madrid. — Ataque de Madrid. — Conferencia de Morla con Napoleón. —
Capitulación. — Fáltase a la capitulación. — Decretos de Napoleón
en Chamartín. — Españoles llevados a Francia. — Visita Napoleón el
palacio real. — Su inquietud. — Contestación al corregidor de Madrid.
— Juramento exigido de los vecinos. — Van los mariscales franceses
en persecución de los españoles. — Total dispersión del ejército de
San Juan. — Muerte cruel de este general. — Ejército del centro:
sus marchas y retirada a Cuenca. — Rebelión del oficial Santiago.
— Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado. — Conde de
Alacha. — Su retirada gloriosa. — La Mancha. — Toledo. — Muertes
violentas. — Villacañas. — Sierra Morena. — Juntas de los cuatro
reinos de Andalucía. — Campo Sagrado. — Marqués del Palacio. — Marchan
los franceses a Extremadura: estado de la provincia. — Excesos. —
General Galluzo. — Su retirada. — Continúa la central su viaje. — Sus
providencias. — Sucede Cuesta a Galluzo. — Llega a Sevilla la central
en 17 de diciembre. — Muerte de Floridablanca. — Situación penosa de la
central. — Sus esperanzas._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO SEXTO.


No resueltas las dudas que se habían suscitado sobre el lugar más
conveniente para la reunión de un gobierno central, tocábase ya al
deseado momento de su instalación, y aún subsistía la misma y penosa
incertidumbre. Los más se inclinaban al dictamen de la junta de Sevilla
que había al efecto señalado a Ciudad Real, o cualquier otro paraje
que no fuese la capital de la monarquía, sometida según pensaba al
pernicioso influjo del consejo y sus allegados. El haberse en Aranjuez
incorporado a los diputados de dicha junta los de otras varias, puso
término a las dificultades, obligando a los que permanecían en Madrid
vacilantes en su opinión, a conformarse con la de sus compañeros,
declarada por la celebración en aquel sitio de las primeras sesiones.
Antes de abrirse estas y juntos unos y otros tuvieron conferencias
preparatorias, en las que se examinaron y aprobaron los poderes, y se
resolvieron ciertos puntos de etiqueta o ceremonial.

[Marginal: Instalación de la junta central en Aranjuez, 25 de
septiembre. (* Ap. n. 6-1.)]

Por fin el 25 de septiembre en Aranjuez y en su real palacio instalose
solemnemente el nuevo gobierno, bajo la denominación de junta suprema
central gubernativa del reino.[*] Compuesta entonces de veinticuatro
individuos creció en breve su número, y se contaron hasta treinta y
cinco nombrados en su mayor parte por las juntas de provincia, erigidas
al alzarse la nación en mayo. [Marginal: Número de individuos.] De
cada una vinieron dos diputados. Otros tantos envió Toledo sin estar
en igual caso, y lo mismo Madrid y reino de Navarra. De Canarias solo
acudió uno a representar sus islas. Fue elegido presidente el conde de
Floridablanca diputado por Murcia, y secretario general Don Martín de
Garay que lo era por Extremadura.

[Marginal: Su composición.]

Los vocales pertenecían a honrosas y principales clases del estado,
contándose entre ellos eclesiásticos elevados en dignidad, cinco
grandes de España, varios títulos de Castilla, antiguos ministros y
otros empleados civiles y militares. Sin embargo casi todos antes de la
insurrección eran como repúblicos, desconocidos en el reino, fuera de
Don Antonio Valdés, del conde de Floridablanca y de Don Gaspar Melchor
de Jovellanos. El primero muchos años ministro de marina mereció, al
lado de leves defectos, justas alabanzas por lo mucho que en su tiempo
se mejoró y acrecentó la armada y sus dependencias. Los otros dos de
fama más esclarecida requieren de nuestra pluma particular mención, por
lo que haremos de sus personas un breve y fiel traslado.

[Marginal: Floridablanca.]

A los ochenta años cumplidos de su edad Don José Moñino, conde de
Floridablanca, aunque trabajado por la vejez y achaques, conservaba
despejada su razón y bastante fortaleza para sostener las máximas
que le habían guiado en su largo y señalado ministerio. De familia
humilde de Hellín en Murcia, por su aplicación y saber había ascendido
a los más eminentes puestos del estado. Fiscal del consejo real,
y en unión con su ilustre compañero el conde de Campomanes, había
defendido atinada y esforzadamente las regalías de la corona contra
los desmanes del clero y desmedidas pretensiones de la curia romana.
Por sus doctrinas y por haber cooperado a la expulsión de los
jesuitas se le honró con el cargo de embajador cerca de la _Santa
Sede_, en donde contribuyó a que se diese el breve de supresión de
la tan nombrada sociedad, y al arreglo de otros asuntos igualmente
importantes. Llamado en 1777 al ministerio de estado, y encargado a
veces del despacho de otras secretarías, fue desde entonces hasta la
muerte de Carlos III, ocurrida en 1788, árbitro, por decirlo así, de
la suerte de la monarquía. Con dificultad habrá ministro a un tiempo
más ensalzado ni más deprimido. Hombre de capacidad, entero, atento
al desempeño de su obligación, fomentó en lo interior casi todos los
ramos, construyó caminos, y erigió varios establecimientos de pública
utilidad. Fuera de España si bien empeñado en la guerra impolítica
y ruinosa de la independencia de los Estados Unidos, emprendida
según parece mal de su grado, mostró a la faz de Europa impensadas y
respetables fuerzas, y supo sostener entre las demás la dignidad de la
nación. Censurósele y con justa causa el haber introducido una policía
suspicaz y perturbadora, como también sobrada afición a persecuciones,
cohonestando con la razón de estado tropelías hijas las más veces del
deseo de satisfacer agravios personales. Quizá los obstáculos que la
ignorancia oponía a medidas saludables irritaban su ánimo poco sufrido:
ninguna de ellas fue más tachada que la junta llamada de estado, y por
la que los ministros debían de común acuerdo resolver las providencias
generales y otras determinadas materias. Atribuyósele a prurito de
querer entrometerse en todo y decidir con predominio. Sin embargo la
medida en sí y los motivos en que la fundó, no solo le justificaban
sino que también por ella sola se le podría haber calificado de
práctico y entendido estadista. Después del fallecimiento de Carlos
III continuó en su ministerio hasta el año de 1792. Arredrado entonces
con la revolución francesa, y agriado por escritos satíricos contra
su persona, propendió aún más a la arbitrariedad a que ya era tan
inclinado. Pero ni esto, ni el conocimiento que tenía de la corte y sus
manejos, le valieron para no ser prontamente abatido por Don Manuel
Godoy, aquel coloso de la privanza regia, cuyo engrandecimiento, aunque
disimulaba, veía Floridablanca con recelo y aversión. Desgraciado
en 1792, y encerrado en la ciudadela de Pamplona, consiguió al cabo
que se le dejase vivir tranquilo y retirado en la ciudad de Murcia.
Allí estaba en el mayo de la insurrección, y noblemente respondió
al llamamiento que se le hizo, siendo falsas las protestas que la
malignidad inventó en su nombre. Afecto en su ministerio a ensanchar
más y más los límites de la potestad real rompiendo cuantas barreras
quisieran oponérsele, había crecido con la edad el amor a semejantes
máximas, y quiso como individuo de la central que sirviesen de norte al
nuevo gobierno, sin reparar en las mudanzas ocasionadas por el tiempo,
y en las que reclamaban escabrosas circunstancias.

[Marginal: Jovellanos.]

Atento a ellas y formado en muy diversa escuela seguía en su conducta
la vereda opuesta Don Gaspar Melchor de Jovellanos, concordando sus
opiniones con las más modernas y acreditadas. Desde muy mozo había sido
nombrado magistrado de la audiencia de Sevilla: ascendiendo después
a alcalde de casa y corte y a consejero de órdenes, desempeñó estos
cargos y otros no menos importantes con integridad, celo y atinada
ilustración. Elevado en 1797 al ministerio de gracia y justicia, y
no pudiendo su inflexible honradez acomodarse a la corrompida corte
de María Luisa, recibió bien pronto su exoneración. Motivola con
particularidad el haber procurado alejar de todo favor e influjo a
Don Manuel Godoy, con quien no se avenía ningún plan bien concertado
de pública felicidad. Quiso al intento aprovecharse de una coyuntura
en que la reina se creía desairada y ofendida. Mas la ciega pasión de
esta, despertada de nuevo con el artificioso y reiterado obsequio de
su favorito, no solo preservó al último de fatal desgracia, sino que
causó la del ministro y sus amigos. Desterrado primero a Gijón, pueblo
de su naturaleza, confinado después en la cartuja de Mallorca, y al fin
atropelladamente y con crueldad encerrado en el castillo de Bellver
de la misma isla, sobrellevó tan horrorosa y atroz persecución con la
serenidad y firmeza del justo. Libertole de su larga cautividad el
levantamiento de Aranjuez, y ya hemos visto cuán dignamente al salir
de ella desechó las propuestas del gobierno intruso, por cuyo noble
porte y sublime y reconocido mérito le eligió Asturias para que fuese
en la central uno de sus dos representantes. Escritor sobresaliente y
sobre todo armonioso y elocuentísimo, dio a luz como literato y como
publicista obras selectas, siendo en España las que escribió en prosa
de las mejores si no las primeras de su tiempo. Protector ilustrado
de las ciencias y de las letras fomentó con esmero la educación de
la juventud, y echó en su instituto asturiano, de que fue fundador,
los cimientos de una buena y arreglada enseñanza. En su persona y
en el trato privado ofrecía la imagen que nos tenemos formada de la
pundonorosa dignidad y apostura de un español del siglo XVI, unida al
saber y exquisito gusto del nuestro. Achacábanle afición a la nobleza
y sus distinciones; pero sobre no ser extraño en un hombre de su edad
y nacido en aquella clase, justo es decir que no procedía de vano
orgullo ni de pueril apego al blasón de su casa, sino de la persuasión
en que estaba de ser útil y aun necesario en una monarquía moderada el
establecimiento de un poder intermedio entre el monarca y el pueblo.
Así estuvo siempre por la opinión de una representación nacional
dividida en dos cámaras. Suave de condición, pero demasiadamente
tenaz en sus propósitos, a duras penas se le desviaba de lo una
vez resuelto, al paso que de ánimo candoroso y recto solía ser
sorprendido y engañado, defecto propio del varón excelente que [como
decía Cicerón,[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-2.)] su autor predilecto]
«dificilísimamente cae en sospecha de la perversidad de los otros.» Tal
fue Jovellanos, cuya nombradía resplandecerá y aun descollará entre las
de los hombres más célebres que han honrado a España.

[Marginal: Diversos partidos en la central.]

Fija de antemano la atención nacional en los dos respetables varones
de que acabamos de hablar, siguieron los individuos de la central el
impulso de la opinión, arrimándose los más a uno u a otro de dichos
dos vocales. Pero como estos entre sí disentían, dividiéronse los
pareceres, prevaleciendo en un principio y por lo general el de
Floridablanca. Con su muerte y las desgracias, no dejó más adelante
de triunfar a veces el de Jovellanos, ayudado de Don Martín de Garay,
cuyas luces naturales, fácil despacho y práctica de negocios le dieron
sumo poder e influjo en las deliberaciones de la junta.

Pero a uno y otro partido de los dos, si así pueden llamarse, en
que se dividió la central, faltábales actividad y presteza en las
resoluciones. Floridablanca anciano y doliente, Jovellanos entrado
también en años y con males, avezados ambos a la regularidad y pausa de
nuestro gobierno, no podían sobreponerse a la costumbre y a los hábitos
en que se habían criado y envejecido. Su autoridad llevaba en pos de
sí a los demás centrales, hombres en su mayoría de probidad, pero
escasos de sobresalientes o notables prendas. Dos o tres más arrojados
y atrevidos, entre los que principalmente sonaba Don Lorenzo Calvo de
Rozas, acreditado en el sitio de Zaragoza, querían en vano sacar a
la junta de su sosegado paso. No era dado a su corto número ni a su
anterior y casi desconocido nombre vencer los obstáculos que se oponían
a sus miras.

Así fue que en los primeros meses siguiendo la central en materias
políticas el dictamen de Floridablanca, y no asistiéndole ni a él ni a
Jovellanos para las militares y económicas el vigor y pronta diligencia
que la apretada situación de España exigía, con lástima se vio que
el nuevo gobierno obrando con lentitud y tibieza en la defensa de la
patria, y ocupándose en pormenores, recejaba en lo civil y gubernativo
a tiempos añejos y de aciaga recordación.

[Marginal: Su instalación celebrada en las provincias.]

Mas antes y al saberse en las provincias su instalación, fue celebrada
esta con general aplauso y desoídas las quejas en que prorrumpieron
algunas juntas, señaladamente las de Sevilla y Valencia: las cuales
pesarosas de ir a menos en su poder habían intentado convertir los
diputados de la central en meros agentes sometidos a su voluntad y
capricho, dándoles facultades coartadas. Pasose, pues, por encima de
las instrucciones que aquellas habían dado, arreglándose a lo que
prevenían los poderes de otras juntas, y según los que se creaba una
verdadera autoridad soberana e independiente y no un cuerpo subalterno
y encadenado. Y si en ello pudo haber algún desvío de legitimidad, el
bien y unión del reino reclamaban que se tomase aquel rumbo, si no se
quería que cada provincia prosiguiese gobernándose separadamente y a su
antojo.

[Marginal: Contestación con el consejo.]

Tampoco faltaron como era de temer desavenencias con el consejo
real. En 26 de septiembre le había dado cuenta la junta central de su
instalación, previniéndole que prestado que hubiesen sus individuos
el juramento debido, expidiese las cédulas, órdenes y provisiones
competentes para que obedeciesen y se sujetasen a la nueva autoridad
todas las de la monarquía. Por aquel paso, desaprobado de muchos,
persuadido tal vez el consejo de que la junta había menester su apoyo
para ser reconocida en el reino, cobró aliento, y después de dilatar
una contestación clara y formal, al cabo envió el 30 con el juramento
pedido una exposición de sus fiscales, en la que estos se oponían a que
se prestase dicho juramento, reclamando el uso y costumbres antiguas.
Aunque el consejo no había seguido el parecer fiscal, le remitió no
obstante a la junta acompañado de sus propias meditaciones, dirigidas
principalmente a que se adoptasen las tres siguientes medidas: 1.ª
Reducir el número de vocales de la central, por ser el actual contrario
a la Ley 3.ª, Partida 2.ª, título 15, en que hablándose de las
minoridades en los casos en que el rey difunto no hubiese nombrado
tutores, dice: «que los guardadores deben ser uno o tres o cinco, e non
más.» 2.ª La extinción de las juntas provinciales; y 3.ª La convocación
de cortes conforme al decreto dado por Fernando VII en Bayona.

Justas como a primera vista parecían estas peticiones, no solo no
eran por entonces hacederas, sino que procediendo de un cuerpo tan
desopinado como lo estaba el consejo, achacáronse a odio y despique
contra las autoridades populares nacidas de la insurrección. Sobre los
generales y conocidos motivos, otros particulares al caso contribuyeron
a dar mayor valor a semejante interpretación. Pues en cuanto al primer
punto el consejo que ahora juzgaba ser harto numerosa la junta central,
había en agosto provocado a los presidentes de las de provincia para
que [*] [Marginal: (* Ap. n. 6-3.)] «no siendo posible adoptar de
pronto en circunstancias tan extraordinarias los medios que designaban
las leyes y las costumbres nacionales... diputasen personas de su mayor
confianza, que reuniéndose a las nombradas por las juntas establecidas
en las demás provincias y al consejo, pudiesen conferenciar... de
manera que partiendo todas las providencias y disposiciones de este
centro común fuese tan expedito como conveniente el efecto.» Por lo
cual si se hubiera condescendido con la voluntad del consejo, lejos
de ser menos en número los individuos de la central, se hubiera
esta engrosado con todos los magistrados de aquel cuerpo. Además la
citada ley de Partida en que estribaba la opinión para reducir los
centrales y la formación de regencia, puede decirse que nunca fue
cumplida, empezando por la misma minoridad de Don Fernando IV el
Emplazado, nieto del legislador que promulgó la ley, y acabando en la
de Carlos II de Austria. La otra petición del consejo de suprimir las
juntas provinciales, pareció sobradamente desacordada. Perjudicial la
conservación de estas en tiempos pacíficos y serenos, no era todavía
ocasión de abolirlas permaneciendo el enemigo dentro del reino, y solo
sí de deslindar sus facultades y limitarlas. Tampoco agradó, aunque en
apariencia lisonjera, la 3.ª petición de convocar la representación
nacional. Dudábase de la buena fe con que se hacía la propuesta;
habiéndose constantemente mostrado el consejo hosco y espantadizo a
solo el nombre de cortes, sin contar con que se requería más espacio
para convenir en el modo de su llamamiento, conforme a las mudanzas
acaecidas en la monarquía. Las insinuaciones del consejo se llevaron
pues tan a mal que, intimidado, no insistió por entonces en su empeño.

[Marginal: Dictamen de Jovellanos.]

Coincidía sin embargo hasta cierto punto con su dictamen el de algunos
individuos de la central, y de los más ilustrados, entre ellos el de
Jovellanos. Desde el día de la instalación y reuniéndose a puerta
cerrada mañana y noche, fue uno de los primeros acuerdos de la junta
nombrar una comisión de cinco vocales que hiciese su reglamento
interior. En ella provocó Jovellanos como medida previa, tratar de la
institución y forma del nuevo gobierno. No asintiendo los otros a su
parecer, le reprodujo el 7 de octubre en el seno de la misma junta,
pidiendo que se anunciase inmediatamente «a la nación que sería reunida
en cortes luego que el enemigo hubiese abandonado nuestro territorio,
y si esto no se verificase antes, para el octubre de 1810; que desde
luego se formase una regencia interina en el día 1.º del año inmediato
de 1809; que instalada la regencia quedasen existentes la junta central
y las provinciales; pero reduciendo el número de vocales en aquella a
la mitad, en estas a cuatro, y unas y otras sin mando ni autoridad,
y solo en calidad de auxiliares del gobierno.» Este dictamen, aunque
justamente apreciado, no fue admitido, suspendiéndose para más adelante
su resolución. Creían unos que era más urgente ocuparse en medidas de
guerra que en las políticas y de gobierno, y a otros pesábales bajar
del puesto a que se veían elevados. Era también dificultoso agradar
a las provincias en la elección de regencia: esta solamente había de
constar de 3 o 5 individuos, y no siendo por tanto dado a todas ellas
tener en su seno un representante, hubieran nacido de su formación
quejas y desabrimientos. Además el gobierno electivo y limitado de la
regencia, sin el apoyo de otro cuerpo más numeroso y que deliberase
en público como el de las cortes, no hubiera probablemente podido
resistir a los embates de la opinión tan varia y suspicaz en medio
de agitaciones y revueltas. Y la convocación de aquellas según hemos
insinuado pedía más desahogo y previa meditación: por cuyas causas y
la premura de los tiempos continuó la junta central en todo el goce y
poderío de la autoridad soberana.

[Marginal: Forma interior de la central.]

En su virtud y para el mejor y más pronto despacho de los negocios,
arregló su forma interior y se dividió en otras tantas secciones
cuantos ministerios había en España, a saber: estado, gracia y
justicia, guerra, marina y hacienda, resolviendo en sesiones plenas las
providencias que aquellas proponían. [Marginal: Don Manuel Quintana.] Y
para reducir su acción a unidad, se creó una secretaría general a cuya
cabeza se puso al célebre literato y buen patriota Don Manuel Quintana:
elección que a veces sirvió al crédito de la central, pues valiéndose
de su pluma para proclamas y manifiestos, medía la muchedumbre por la
dignidad del lenguaje las ideas y providencias del Gobierno.

[Marginal: Primeras providencias y decretos de la central.]

Desgraciadamente estas no correspondieron a aquel durante los primeros
meses. Por de pronto y antes de todo ocupáronse los centrales en
honores y condecoraciones. Al presidente se le dio el tratamiento
de alteza, a los demás vocales el de excelencia, reservándose el de
majestad a la junta en cuerpo. Adornaron sus pechos con una placa que
representaba ambos mundos, se señalaron el sueldo de 120.000 reales, e
incurrieron por consiguiente en los mismos deslices que las juntas de
provincia, sin ser ya iguales las circunstancias.

No desdijeron otros decretos de estos primeros y desacertados. Mandose
suspender la venta de manos muertas, y aun se pensó en anular los
contratos de las hechas anteriormente. Permitiose a los exjesuitas
volver a España en calidad de particulares. Restableciéronse las
antiguas trabas de la imprenta, y se nombró inquisidor general; y
afligiendo y contristando así a los hombres ilustrados, la junta ni
contentó ni halagó al clero, sobradamente avisado para conocer lo
inoportuno de semejantes providencias.

Por otra parte, tampoco acallaba las hablillas y disgusto que aquellas
promovían con las que tomaba en lo económico y militar. Verdad es que
si algún tanto dependía su inacción de las vanas ocupaciones en que se
entretenía, gran parte tuvo también en ella el estado lastimoso de la
nación, la cual, habiendo hecho un extraordinario esfuerzo, ya casi
exhausta al levantarse en mayo, acabó de agotar sus recursos para hacer
rostro a las urgentes necesidades del momento. Y la administración
pública, de antemano desordenada, desquiciándose del todo con el gran
sacudimiento, yacía por tierra. Reconstruirla era obra más larga y no
propia de un gobierno como la central, cuya forma si bien imposible o
difícil de mejorarse entonces, no por eso dejaba de ser viciosísima
y monstruosa: puesto que cuerpo sobradamente numeroso como potestad
ejecutiva, resolvía lentamente por lo detenido y embarazoso de sus
deliberaciones, y escaso de vocales para ejercer la legislativa, ni
podían ilustrarse suficientemente las materias, ni buscar luces ni
arrimo en la opinión, teniendo que ser secretas sus disensiones por la
índole de su institución misma.

[Marginal: Su manifiesto en 10 de noviembre.]

Trató no obstante la central, aunque perezosamente, de bienquistarse
con la nación, circulando en 10 de noviembre un manifiesto, que llevaba
la fecha de 26 de octubre, y en el que con maestría se trazaba el
cuadro del estado de cosas y la conducta que la junta seguiría en su
gobierno. No solamente mencionaba en su contenido los remedios prontos
y vigorosos que era necesario adoptar, no solo trataba de mantener para
la defensa de la patria 500.000 infantes y 50.000 caballos, sino que
también daba esperanza de que se mejorarían para lo venidero nuestras
instituciones. Si este papel se hubiera esparcido con anticipación,
y sobre todo si los hechos se hubieran conformado con las palabras,
asombroso y fundado hubiera sido el concepto de la junta central. Mas
había corrido el mes de octubre, entrado noviembre, comenzado las
desgracias, y no por eso se veía que los ejércitos se proveyesen y
aumentasen.

[Marginal: Distribución de los ejércitos.]

Estos habían sido divididos por decreto suyo en cuatro grandes y
diversos cuerpos. 1.º Ejército de la izquierda que debía constar del de
Galicia, Asturias, tropas venidas de Dinamarca, y de la gente que se
pudiera allegar de las montañas de Santander y país que recorriese. 2.º
Ejército de Cataluña compuesto de tropas y gente de aquel principado,
de las divisiones desembarcadas de Portugal y Mallorca, y de las que
enviaron Granada, Aragón y Valencia. 3.º Ejército del centro que
debía comprender las cuatro divisiones de Andalucía y las de Castilla
y Extremadura con las de Valencia y Murcia, que habían entrado en
Madrid con el general Llamas. También había esperanzas de que obrasen
por aquel lado los ingleses en caso de que se determinasen a avanzar
hacia la frontera de Francia. 4.º Ejército de reserva, compuesto de
las tropas de Aragón y de las que durante el sitio de Zaragoza se les
habían agregado de Valencia y otras partes. Nombrose también una junta
general de guerra, y presidente de ella al general Castaños, aunque por
entonces debía seguir al ejército. Mas estas providencias no tuvieron
entero y cumplido efecto, impidiéndolo en parte otras disposiciones, y
los contratiempos y desastres que sobrevinieron, en cuya relación vamos
a entrar.

[Marginal: Su marcha.]

Ya antes de la instalación de la central y en el consejo militar
celebrado en Madrid en 5 de septiembre de que hicimos mención, se había
acordado que al paso que el general Llamas con las tropas de Valencia y
Murcia marchase a Calahorra, y Castaños con las de Andalucía a Soria,
se arrimaran Cuesta y las de Castilla al Burgo de Osma, y Palafox con
las suyas a Sangüesa y orillas del río Aragón; recomendando además a
Galluzo que mandaba las de Extremadura el ir a unirse a las que se
encaminaban al Ebro. Blake por su lado debía avanzar con los gallegos
y asturianos hacia Burgos y provincias vascongadas. Descabellado
como era el plan, desparramando sin orden en varios puntos y en
una línea extendida, escasas, mal disciplinadas y peor provistas
tropas, se procedió despacio en su ejecución, no habiéndose nunca del
todo realizado. Nuevas disputas y pasiones contribuyeron a ello, y
principalmente lo mal entendido y combinado del mismo plan, falta de
recursos, desorden en la distribución y aquella lentitud característica
al parecer de la nación española, y de la que según el gran Bacon había
ya en su tiempo nacido el proverbio:[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-4.)]
«_Me venga la muerte de España_, porque vendría tarde.»

[Marginal: Marcha del de Galicia.]

Con todo, el ejército de Galicia después de la rota de Rioseco,
habiéndose algún tanto organizado en Manzanal y Astorga, emprendió su
marcha a las órdenes de su general Don Joaquín Blake en los últimos
días de agosto, y dividido en tres columnas se dirigió por la falda
meridional de la cordillera que separa a León y a Burgos de Asturias
y Santander. Al promediar el mes se hallaban las tres columnas en
Villarcayo, punto que se tuvo por acomodado y central para posteriores
operaciones. Ascendía su número a 22.728 infantes y 400 caballos
distribuidos en cuatro divisiones. La cuarta al mando del marqués de
Portago se movió la vuelta de Bilbao para asegurar la comunicación con
aquella costa, y esperando sorprender a los franceses. Mas avisados
estos por los tiros indiscretos de una avanzada española, pudieron con
corta pérdida retirarse y desocupar la villa. No la guardaron mucho
tiempo nuestras tropas, porque revolviendo sobre ellas con refuerzo el
mariscal Ney, recién llegado de Francia, obligó a Portago a recogerse
por Valmaseda sobre la Nava. [Marginal: Ocupa Bilbao.] Insistió días
después el general Blake en recuperar Bilbao, y acudiendo en persona
con superiores fuerzas, necesario le fue al general francés Merlin
evacuar de nuevo dicha villa en la noche del 11 de octubre.

[Marginal: Marcha del de Asturias.]

En el mismo día, y ocupando Quincoces, orilla izquierda del Ebro,
se incorporaron al ejército de Galicia las tropas de Asturias,
capitaneadas por Don Vicente María de Acevedo. Había este sucedido en
el mando, desde 28 de junio, al marqués de Santa Cruz de Marcenado, a
cuyo patriotismo e instrucción no acompañaban las raras prendas que
pide la formación de un ejército nuevo y allegadizo. El Acevedo militar
antiguo, firme y severo, y adornado de luces naturales y adquiridas,
había conseguido disciplinar bastantemente 8000 hombres, con los que
resolvió salir a campaña. Iban en dos trozos, uno le regía Don Cayetano
Valdés, otro Don Gregorio Quirós. Jefe de escuadra el primero, le vimos
en Mahón mandando a principios de año la fuerza naval surta en aquel
puerto, y ya antes la nación le había distinguido y colocado entre sus
mejores y más arrojados marinos. Al ruido del alzamiento de Asturias
había acudido a esta provincia, cuna de su familia. El segundo,
natural de ella y oficial de guardias españolas, era justamente tenido
por hombre activo, inteligente y bizarro. Unidas pues las tropas de
Asturias y Galicia, concertaron sus movimientos, y el 25 de octubre se
situó el general Blake con parte de ellas entre Zornoza y Durango.

[Marginal: Cuesta, su conducta.]

Al propio tiempo Don Gregorio de la Cuesta antes que en cumplir
lo acordado en 5 de septiembre en Madrid, pensó en satisfacer sus
venganzas. Referimos cómo de vuelta de la capital había detenido y
preso en el alcázar de Segovia a los diputados de León Don Antonio
Valdés y vizconde de Quintanilla. Adelante con su propósito quería
juzgarlos como rebeldes a su autoridad en consejo militar, escogiendo
para fiscal de la causa al conde de Cartaojal. Dispuso también que
la ciudad de Valladolid nombrase en su lugar otros dos vocales
por Castilla, con lo que hubieron de aumentarse los choques y
la confusión. Felizmente no halló Cuesta abrigo en la opinión, y
desaprobando la central su conducta, le mandó comparecer en Aranjuez,
y previno a Cartaojal que soltase los presos. Obedecieron ambos,
[Marginal: Le suceden Eguía y Pignatelli.] y puesto el ejército de
Castilla bajo las órdenes de su segundo jefe Don Francisco Eguía, se
acercó a Logroño en donde definitivamente le sucedió y tomó el mando
Don Juan Pignatelli. Mas estas mudanzas y trasiego de jefes menguó y
desconcertó la tropa castellana, llena sí de entusiasmo y ardor, pero
bisoña y poco arreglada. Su número no pasaba de 8000 hombres con pocos
caballos.

[Marginal: Marcha de Llamas.]

Por su parte y deseoso de poner en práctica el plan resuelto, partió
de Madrid el primero de todos y en septiembre Don Pedro González de
Llamas. Mandaba a los valencianos y murcianos con que había entrado en
la capital, y salió de ella con unos 4500 hombres infantes y jinetes.
Enderezó su marcha a Alfaro, orilla derecha de Ebro, y situó en
primeros de octubre su cuartel general en Tudela. Siguiéronle de cerca
la 2.ª y 4.ª división de Andalucía regidas ambas por el general Don
Manuel de la Peña, y cuya fuerza ascendía a 10.000 hombres. Castaños
permaneció en Madrid y no faltaba quien motejase su tardanza, en la que
tuvieron principal parte manejos y tramas del consejo, y celos, piques
y desavenencias de la junta de Sevilla.

[Marginal: Detención de Castaños en Madrid.]

Dijeron algunos que también se detenía, esperanzado en que la central
le nombraría generalísimo, en remuneración de lo que había trabajado
por instalarla. Apoyaban la conveniencia de semejante medida Sir
Carlos Stuart, que de Galicia había venido a Madrid y Aranjuez, y lord
William Bentinck, enviado desde Portugal por el general Dalrymple
para concertarse con Castaños acerca de las operaciones militares.
El pensamiento era, sin duda, útil para la unión y conformidad en la
dirección de los ejércitos; pero a su cumplimiento se oponían las
rivalidades de otros generales, las que reinaban dentro de la misma
junta central y el temor de que no tuviese Castaños la actividad y
firmeza que aquellos tiempos requerían.

[Marginal: Su salida.]

Salió este al fin de Madrid el 8 de octubre, y el 17 llegó a Tudela.
Convidado por Palafox pasó a Zaragoza, y allí acordaron el 20,
[Marginal: Plan concertado con Palafox.] como continuación de lo antes
resuelto, que el ejército del centro con el de Aragón amenazase a
Pamplona, poniéndose una división a espaldas de esta plaza al mismo
tiempo que el de Blake, a quien se enviaría aviso, marchase por la
costa a cortar la comunicación con Francia.

Al último le dejamos entre Zornoza y Durango; los dos primeros, o sea
más bien la parte de ellos que se había acercado al Ebro, estaba por
entonces así distribuida. A Logroño le ocupaban los 8000 castellanos
al mando de su general Don Juan de Pignatelli; a Lodosa Don Pedro
Grimarest con la 2.ª división de Andalucía, estando la 4.ª a las
órdenes de Don Manuel de la Peña en Calahorra, y siendo ambas de
10.000 hombres, según queda dicho. Los 4500 valencianos y murcianos
permanecían situados en Tudela y a su frente D. Pedro Roca, sucesor
de Llamas, encargado de otro puesto cerca del gobierno supremo. Del
ejército de Aragón había en Sangüesa 8000 hombres que regía Don Juan
O’Neille, enviado de Valencia con un corto refuerzo, y a su retaguardia
en Egea otros 5000 al mando de Don Felipe Saint-March. Con tan contadas
fuerzas y en línea tan dilatada, juzgaron los prudentes y entendidos
ser desacertado el plan convenido en Zaragoza para tomar la ofensiva;
puesto que el total de soldados españoles, [Marginal: Fuerza de los
ejércitos españoles.] avanzados a mediados de octubre hasta Vizcaya y
orillas de Ebro, no llegaba a 70.000 hombres, teniendo Blake 30.000
asturianos y gallegos [los de Romana todavía no estaban incorporados],
y Castaños unos 36.000 entre castellanos, andaluces, valencianos,
murcianos y aragoneses. Parecerá tanto más arreglado a la razón aquel
dictamen, si volviendo la vista al enemigo examinamos su estado, su
número, su posición.

[Marginal: Situación de José y del ejército francés.]

José Bonaparte después de haber salido de Madrid había permanecido en
los lindes de la provincia de Burgos o en Vitoria. Allí se entretuvo
en dar algunos decretos, en trazar marchas y expediciones que no
tuvieron cumplido efecto, y en crear una orden militar. Sus ministros
apremiados por las circunstancias presentaron un escrito [Marginal:
Exposición de sus ministros. (* Ap. n. 6-5.)] en el que [*] «exponiendo
que el interés de España exigía no confundir su buena armonía y amistad
para con la Francia, con su cooperación a los fines y planes de mayor
extensión en que se hallaba empeñado el jefe de ella...» indicaban
que... «convenía poder anunciar a la nación que aunque gobernada por
el hermano del emperador conforme a los tratados de Bayona, fuese libre
de ajustar una paz separada con la Inglaterra... que esto calmaría las
fundadas zozobras sobre las posesiones de América... etc., etc.» El
escrito se creyó digno de ser presentado a Napoleón, y para llevarle y
apoyarle de palabra fueron en persona a París los ministros Azanza y
Urquijo. Por loables que fuesen las intenciones de los que escribieron
la exposición, no se hace creíble dieran aquel paso con probabilidad
de buen éxito conociendo a Napoleón y su política, o si tal pensaron,
forzoso es decir que andaban harto desalumbrados. Mas el emperador
de los franceses no paró mientes en los discursos de los ministros
españoles de José, y solo se ocupó en mejorar y reforzar su ejército.

Este, en los primeros tiempos de su retirada, había caído en gran
desánimo, y los más de sus soldados, excepto los del mariscal
Bessières, iban al Ebro casi sin orden ni formación. Perseguidos
entonces e inquietados, fácilmente hubieran sido del todo desranchados
y dispersos, o por lo menos no se hubieran detenido hasta pisar
tierra de Francia. Pero los españoles descansando sobre los laureles
adquiridos, flojos, escasos también de recursos, les dieron espacio
para repararse. Así fue que los franceses ya más serenos y engrosados
con gente de refresco, [Marginal: Fuerza del ejército francés.] se
distribuyeron en tres grandes cuerpos, el del centro mandado por el
mariscal Ney, que ya dijimos acababa de llegar de Francia, y los de la
izquierda y derecha gobernados cada uno por los mariscales Moncey y
Bessières. Había además una reserva compuesta en parte de soldados de
la guardia imperial, y en donde estaba José con el mariscal Jourdan,
su mayor general, enviado de París últimamente para desempeñar
aquel cargo. De suerte, que todos juntos componían en septiembre una
masa compacta de más de 50.000 combatientes, entre ellos 11.000 de
caballería, con la particular ventaja de estar reconcentrados y prontos
a acudir por el radio a cualquier punto que fuese acometido, cuando
los nuestros para darse la mano tenían que recorrer la extendida y
prolongada curva que formaban en torno de los enemigos, quienes sin
contar con los de Cataluña y guarniciones de Pamplona y San Sebastián
estaban también respaldados por fuerzas que mandaba en Bayona el
general Drouet, y con la confianza de recibir de su propio país por la
inmediación todo género de prontos y eficaces auxilios.

[Marginal: Movimiento de los españoles.]

A pesar de eso y de aumentarse sus filas cada día con nuevas tropas,
manteníanse los franceses quietos y sobre la defensiva, a tiempo que
los españoles trataron de ejecutar el plan adoptado en Zaragoza. Era
el 27 de octubre el señalado para dar comienzo a la empresa, mas
días antes ya habían los nuestros con su impaciencia movídose por su
frente. Los castellanos desde Logroño, sentado a la margen derecha del
Ebro, cruzando a la opuesta, se habían adelantado a Viana, y Grimarest
extendídose desde Lodosa a Lerín. Los aragoneses por el lado de
Sangüesa también avanzaron acompañados de muchos paisanos. Y tan grande
fue el número de estos, que Moncey sobresaltado dio cuenta a José,
quien destacó del cuerpo de Bessières dos divisiones para reforzar las
tropas que estaban por la parte de Aragón y Navarra.

El 20 de octubre mandó el general Grimarest a Don Juan de la Cruz
Mourgeon ocupar Lerín con los tiradores de Cádiz, una compañía de
voluntarios catalanes y unos cuantos caballos. Para apoyarle quedaron
en Carcar y Sesma otros destacamentos. Cruz tenía orden de retirarse
si le atacaban superiores fuerzas, y habiendo expuesto lo difícil de
ejecutar dicha orden caso de que el enemigo se posesionase con su
caballería de un llano que se extiende de Lerín camino de Lodosa, le
ofreció Grimarest sostenerle con oportuno socorro.

[Marginal: Acción de Lerín, 26 de octubre.]

Cruz en cumplimiento de lo que se le mandaba fortificó según pudo el
convento de Capuchinos y el palacio cuyo edificio había de ser su
último refugio. No tardó en saber que iba a ser atacado, y de ello dio
aviso el 25 al general Grimarest. En efecto en la madrugada del 26
le acometieron los enemigos valerosamente rechazados por sus tropas.
Con más gente insistieron aquellos en su propósito a las nueve de la
mañana, y los nuestros replegándose al palacio no dieron oídos a la
intimación que de rendirse se les hizo. Renovaron varias veces los
franceses sus embestidas con 6000 infantes, con artillería y 700 u
800 caballos, y los de Cruz que no excedían de 1000 continuaron en
repelerlos hasta entrada la noche con la esperanza de que Grimarest,
según lo prometido, vendría en su auxilio. Los destacamentos de
Carcar y Sesma aunque lo intentaron no pudieron por su corta fuerza
dar ayuda. Amaneció el día siguiente, y sin municiones ni noticia
de Grimarest se vio forzado Cruz a capitular con el enemigo, quien
celebrando su valor y el de su gente, le concedió salir del palacio
con todos los honores de la guerra, debiendo después ser canjeados por
otros prisioneros. Brillante acción fue la de Lerín aunque desgraciada,
siendo los tiradores de Cádiz soldados nuevos, no familiarizados con
los rigores de la guerra. Censurose al Grimarest haber avanzado hasta
Lerín aquellas tropas para abandonarlas después a su aciaga suerte;
pues en vez de correr en su auxilio, con pretexto de una orden de La
Peña evacuó a Lodosa, y repasando el Ebro se situó en la torre de
Sartaguda.

O’Neille, más dichoso en aquellos días, obligó al enemigo a retirarse
de Nardues a Monreal: corta compensación de la anterior pérdida y de la
que se experimentó en Logroño. El mariscal Ney había atacado y repelido
el 24 los puestos avanzados de las tropas de Castilla, colocándose el
25 en las alturas que hacen frente a aquella ciudad del otro lado del
Ebro. El general Castaños, que entonces se encontraba allí, mandó a
Pignatelli que sostuviese el punto, a no ser que los enemigos cruzando
el río se adelantasen por la derecha, en cuyo caso se situaría en la
sierra de Cameros sobre Nalda. Ordenó también que el batallón ligero
de Campomayor fuese a reforzarle y desalojar al enemigo de las alturas
ocupadas. [Marginal: Retirada de los castellanos de Logroño.] Inútiles
prevenciones. Castaños volvió a Calahorra, y Pignatelli evacuó el 27
a Logroño con tal precipitación y desorden, que no parando hasta
Cintruénigo, dejó al pie de la sierra de Nalda sus cañones, y los
soldados desparramados, que durante veinticuatro horas le siguieron
unos en pos de otros. El pavor que se había apoderado de sus ánimos
era tanto menos fundado, cuanto que 1500 hombres al mando del conde de
Cartaojal, volviendo a Nalda, recobraron los cañones en el sitio en que
quedaron abandonados, y a donde no había penetrado el enemigo.

[Marginal: Arreglo que en su ejército hace el general Castaños.]

El general Castaños, justamente irritado contra Pignatelli, le quitó
el mando, e incorporando la colecticia gente de Castilla en sus otras
divisiones, hizo algunas leves mudanzas en su ejército. Por de pronto
formó una vanguardia de 4000 hombres de infantería y caballería,
regida por el conde de Cartaojal, la cual había de maniobrar por las
faldas de la sierra de Cameros desde el frente de Logroño hasta el
de Lodosa, y dio el nombre de 5.ª división a los 4500 valencianos y
murcianos repartidos entre Alfaro y Tudela, al mando de Don Pedro Roca.
[Marginal: Se sitúa en Cintruénigo y Calahorra.] Reconcentró la demás
fuerza en Calahorra y sus alrededores, y escarmentado con lo ocurrido
se resolvió antes de emprender cosa alguna a aguardar las demás tropas
que debían agregarse al ejército del centro, y respuesta del general
Blake al plan comunicado.

[Marginal: Napoleón.]

Napoleón en tanto se preparaba a destruir en su raíz la noble
resistencia de un pueblo cuyo ejemplo era de temer cundiese a las
naciones y reyes que gemían bajo su imperial dominación. En un
principio se había figurado que con las tropas que tenía en la
península podría comprimir los aislados y parciales esfuerzos de los
españoles, y que su alzamiento de corta duración pasaría silencioso
en la historia del mundo. Desvanecida su ilusión con los triunfos
de Bailén, la tenaz defensa de Zaragoza y las proezas de Cataluña y
Valencia, pensó apagar con extraordinarios medios un fuego que tan
grande hoguera había encendido. Fue anuncio precursor de su propósito
el publicar en 6 de septiembre en el _Monitor_ y por primera vez una
relación circunstanciada de las novedades de la península, si bien
pintadas y desfiguradas a su sabor.

[Marginal: Su mensaje al senado.]

Había precedido en 4 del mismo mes a esta publicación un mensaje del
emperador al senado con tres exposiciones, de las que dos eran del
ministro de negocios extranjeros Mr. de Champagny y una del de la
guerra Mr. Clarke. Las del primero llevaban fecha de 24 de abril y
1.º de septiembre. En la de abril después de manifestar Mr. Champagny
la necesidad de intervenir en los asuntos de España, asentaba que la
revolución francesa habiendo roto el útil vínculo que antes unía a
ambas naciones gobernadas por una sola estirpe, era político y justo
atender a la seguridad del imperio francés, y libertar a España del
influjo de Inglaterra; lo cual, añadía, no podría realizarse, ni
reponiendo en el trono a Carlos IV ni dejando en él a su hijo. En la
exposición de septiembre hablábase ya de las renuncias de Bayona, de
la constitución allí aprobada, y en fin se revelaban los disturbios
y alborotos de España, provocados según el ministro por el gobierno
británico que intentaba poner aquel país a su devoción y tratarle
como si fuera provincia suya. Mas aseguraba que tamaña desgracia nunca
se efectuaría estando preparados para evitarla 2.000.000 de hombres
valerosos que arrojarían a los ingleses del suelo peninsular.

[Marginal: Leva de nuevas tropas.]

Pronosticaban tan jactanciosas palabras demanda de nuevos sacrificios.
Tocó especificarlos a la exposición del ministro de la guerra. En ella
pues se decía, que habiendo resuelto S. M. I. juntar al otro lado
de los Pirineos más de 200.000 hombres, era indispensable levantar
80.000 de la conscripción de los años 1806, 7, 8 y 9, y ordenar que
otros 80.000 de la del 10 estuviesen prontos para el enero inmediato.
Al día siguiente de leídas estas exposiciones y el mensaje que las
acompañaba, contestó el senado aprobando y aplaudiendo lo hecho, y las
medidas propuestas; y asegurando también que la guerra con España era
«política, justa y necesaria.» A tan mentido y abyecto lenguaje había
descendido el cuerpo supremo de una nación culta y poderosa.

Por anteriores órdenes habían ya empezado a venir del norte de Europa
muchas de las tropas francesas allí acantonadas. A su paso por París
hizo reseña de varias de ellas el emperador Napoleón, pronunciando para
animarlas una arenga enfática y ostentosa.

[Marginal: Conferencias de Erfurt.]

No satisfecho este con las numerosas huestes que encaminaba a España,
trató también de asegurar el buen éxito de la empresa estrechando su
amistad y buena armonía con el emperador de Rusia. Sin determinar
tiempo se había en Tilsit convenido en que más adelante se avistarían
ambos príncipes. Los acontecimientos de España, incertidumbres sobre
la Alemania y aun dudas sobre la misma Rusia obligaron a Napoleón a
pedir la celebración de las proyectadas vistas. Accedió a su demanda el
emperador Alejandro, quien y el de Francia, puestos ambos de acuerdo
llegaron a Erfurt, lugar señalado para la reunión, el 27 de septiembre.
Concurrieron allí varios soberanos de Alemania, siendo el de Austria
representado por su embajador, y el de Prusia por su hermano el
príncipe Guillermo. Reinó entre todos la mayor alegría, satisfacción y
cordialidad, pasándose los días y las noches en diversiones y festines,
sin reparar que en medio de tantos regocijos no solo legítimos monarcas
sancionaban la usurpación más escandalosa, y autorizaban una guerra que
ya había hecho correr tantas lágrimas, sino que también tachando de
insurrección la justa defensa y de rebeldía la lealtad, abrían ancho
portillo por donde más adelante pudieran ser acometidos sus propios
pueblos y atropellados sus derechos. Ni motivos tan poderosos, ni tales
temores detuvieron al emperador Alejandro. Contento con los obsequios
de su aliado y algunas concesiones, reconoció por rey de España a
José, y dejó a Napoleón en libertad de proceder en los asuntos de la
península según conviniese a sus miras.

[Marginal: Correspondencia con el gobierno inglés.]

Mas al propio tiempo y para aparentar deseos de paz, cuando después de
lo estipulado era imposible ajustarla, determinaron entablar acerca de
tan grave asunto correspondencia con Inglaterra. Ambos emperadores
escribieron en una y sola carta al rey Jorge III, y sus ministros
respectivos pasaron notas con aviso de que plenipotenciarios rusos se
enviarían a París para aguardar la respuesta de Inglaterra: los que en
unión con los de Francia concurrirían al punto del continente que se
señalase para tratar.

En contestación, Mr. Canning escribió el 28 de octubre dos cartas a los
ministros de Rusia y Francia, acompañadas de una nota común a ambos.
Al primero le decía, que aunque S. M. B. deseaba dar respuesta directa
al emperador su amo, el modo desusado con que este había escrito le
impedía considerar su carta como privada y personal, siendo por tanto
imposible darle aquella señal de respeto sin reconocer títulos que
nunca había reconocido el rey de la Gran Bretaña. Que la proposición de
paz se comunicaría a Suecia y a España. Que era necesario estar seguro
de que la Francia admitiría en los tratos al gobierno de la última
nación, y que tal sin duda debía de ser el pensamiento del emperador de
Rusia, según el vivo interés que siempre había mostrado en favor del
bienestar y dignidad de la monarquía española; lo cual bastaba para no
dudar que S. M. I. nunca sería inducido a sancionar por su concurrencia
o aprobación usurpaciones fundadas en principios no menos injustos que
de peligroso ejemplo para todos los soberanos legítimos. En la carta
al ministro de Francia se insistía en que entrasen como partes en la
negociación Suecia y España.

El mismo Mr. Canning respondió ampliamente en la nota que iba para
dichos dos ministros a la carta autógrafa de ambos emperadores.
Sentábase en ella que los intereses de Portugal y Sicilia estaban
confiados a la amistad y protección del rey de la Gran Bretaña, el cual
también estaba unido con Suecia, así para la paz como para la guerra.
Y que si bien con España no estaba ligado por ningún tratado formal,
había sin embargo contraído con aquella nación a la faz del mundo
empeños tan obligatorios como los más solemnes tratados; y que por
consiguiente el gobierno que allí mandaba a nombre de S. M. C. Fernando
VII, debería asimismo tomar parte en las negociaciones.

El ministro ruso replicó no haber dificultad en cuanto a tratar con los
soberanos aliados de Inglaterra; pero que de ningún modo se admitirían
los plenipotenciarios de los insurgentes españoles [así los llamaba],
puesto que José Bonaparte había ya sido reconocido por el emperador
su amo como rey de España. Menos sufrida y más amenazadora fue la
contestación de Mr. Champagny ministro de Francia.

[Marginal: Fin de la correspondencia.]

Diose fin a la correspondencia con nuevos oficios en 9 de diciembre de
Mr. Canning, concluyendo este con repetir al francés, «que S. M. B.
estaba resuelto a no abandonar la causa de la nación española y de la
legítima monarquía de España; añadiendo que la pretensión de la Francia
de que se excluyese de la negociación el gobierno central y supremo que
obraba en nombre de S. M. C. Fernando VII, era de naturaleza a no ser
admitida por S. M. sin condescender con una usurpación que no tenía
igual en la historia del universo.»

[Marginal: Discurso de Napoleón al cuerpo legislativo.]

Contaba Napoleón tan poco con esta negociación, que volviendo a París
el 18 de octubre, y abriendo el 25 el cuerpo legislativo, después de
tocar en su discurso muy por encima el paso dado en favor de las paces,
dijo: «parto dentro de pocos días para ponerme yo mismo al frente de
mi ejército, coronar con la ayuda de Dios en Madrid al rey de España,
y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa.» Palabras
incompatibles con ningún arreglo ni pacificación, y tan conformes
con lo que en su mente había resuelto, que sin aguardar respuesta de
Londres a la primera comunicación, partió de París el 29 de octubre
llegando a Bayona en 3 de noviembre.

[Marginal: Fuerza y división del ejército francés.]

Empezaban ya entonces a tener cumplida ejecución las providencias
que había acordado para sujetar y domeñar en poco tiempo la altiva
España. Sus tropas acudían de todas partes a la frontera, y variando
por decreto de septiembre la forma que tenía el ejército de José, le
incorporó al que iba a reforzarle, dividiendo su conjunto en ocho
diversos cuerpos a las órdenes de señalados caudillos, cuyos nombres y
distribución nos parece conveniente especificar.

1.er Cuerpo. Mariscal Victor, duque de Bellune.

2.º Cuerpo. Mariscal Bessières, duque de Istria.

3.er Cuerpo. Mariscal Moncey, duque de Cornegliano.

4.º Cuerpo. Mariscal Lefebvre, duque de Danzig.

5.º Cuerpo. Mariscal Mortier, duque de Treviso.

6.º Cuerpo. Mariscal Ney, duque de Elchingen.

7.º Cuerpo. El general Saint-Cyr.

8.º Cuerpo. El general Junot, duque de Abrantes.

A veces, según iremos viendo, se sustituyeron nuevos jefes en lugar de
los nombrados. El total de hombres, sin contar con enfermos y demás
bajas, ascendía a 250.000 combatientes, pasando de 50.000 los caballos.
De estos cuerpos el 7.º estaba destinado a Cataluña, el 5.º y 8.º
llegaron más tarde. Los otros en su mayor parte aguardaban ya a su
emperador para inundar, a manera de raudal arrebatado, las provincias
españolas.

[Marginal: Cruza Napoleón el Bidasoa.]

Napoleón cruzó el Bidasoa el 8 de noviembre acompañado de los
mariscales Soult y Lannes, duques de Dalmacia y de Montebello. Llegó
el mismo día a Vitoria, donde estaba José y el cuartel general. Las
tropas francesas habían conservado del lado de Navarra y Castilla casi
las mismas posiciones que ocuparon después de las jornadas de Lerín
y Logroño. No así por el de Vizcaya. Inquieto el mariscal Lefebvre,
sucesor del general Merlin, de los movimientos del ejército de Don
Joaquín Blake, había pensado con el 4.º cuerpo arrojarle de Zornoza.

Firme el general español desde el 25 de octubre en conservar aquel
sitio, celebró en 28 un consejo de guerra. Los más prudentes estuvieron
por replegarse: hubo quien opinó por acometer sin dilación al enemigo.
Andaba indeciso el general en jefe, no pareciéndole acertado el último
dictamen, y receloso de abrazar el primero en una sazón en que los
pueblos tildaban de traidor al general que los dejaba con su retirada
a merced del enemigo. [Marginal: Acción de Zornoza, 31 de octubre.]
Entre dudas llegó el 31 de octubre, día en que el mariscal Lefebvre
atacó a los españoles. La fuerza que este tenía era de 26.000 hombres,
la nuestra 16.500. Había también contado Blake con que apoyaría su
derecha la división de Martinengo con algunos caballos mandados por
el marqués de Malespina, y una de Asturias gobernada por Don Vicente
María de Acevedo. Mas avanzando ambas hasta Villaró y Dima, se vieron
separadas del cuerpo principal del ejército por fragosas sierras y
caminos intransitables. Grande inadvertencia ordenar un movimiento sin
cabal noticia del terreno.

El mariscal Lefebvre al amanecer del 31 empezó su embestida a favor
de una densa niebla. Las vanguardias de ambos ejércitos estaban a un
lado y otro de la hondonada que forma el monte de San Martín y la
altura arbolada de Bernagoitia, por donde atraviesa el camino real. La
vanguardia española, regida por el brigadier Don Gabriel de Mendizábal,
enseñoreaba la última posición de las nombradas, que fue acometida
primeramente por la división del general Villatte. Apoyaron y siguieron
a este las divisiones de los generales Sebastiani y Leval, y empeñada
toda nuestra vanguardia peleó largo rato esforzadamente. Causábale gran
daño la artillería enemiga, sin que a sus fuegos pudiera responder
careciendo de igual arma. Rota al fin se recogió al amparo de la 1.ª
y 4.ª división apostadas en el monte de San Miguel. La 1.ª, del mando
de Don Genaro Figueroa, oficial sabio y bizarro, repelió con su vivo
y acertado fuego al enemigo, impidiéndole apoderarse de un mogote que
ocupaba en dicho monte; pero la 4.ª, falta de cañones como lo demás del
ejército, fue arrollada, habiendo el enemigo avanzado su artillería por
el camino real, y sosteniéndola con infantería y caballería. Entonces
Blake conociendo su desventaja determinó retirarse, para lo que
poniéndose a la cabeza de los granaderos provinciales, y siguiéndole
la reserva mandada por Don Nicolás Mahy, contuvo al enemigo y dio
lugar a que todas las fuerzas, reuniéndose en las faldas del monte de
Santa Cruz de Bizcargui, emprendiesen la retirada. La 3.ª división, al
mando de Don Francisco Riquelme, estuvo alejada de las otras y en la
orilla opuesta del río, en donde sosteniendo un choque del enemigo, se
replegó separadamente no siéndole dado unirse al grueso del ejército.
Los franceses, atentos a la aspereza de la tierra y a que los nuestros
se retiraban en bastante buen orden, dejaron de perseguirlos de
cerca y molestarlos. La pérdida fue corta de ambas partes: quizá la
victoria hubiera sido más dudosa si el general español no se hubiera de
antemano despojado de la artillería, enviándola camino de Bilbao. Ha
habido quien le disculpe con el propósito que tenía de retirarse; pero
ciertamente fue descuido quedarse del todo desprovisto de tan necesaria
ayuda enfrente de un enemigo activo y emprendedor. Blake continuó por
la noche su marcha, y sin detenerse en Bilbao más que para acopiar
algunas vituallas, uniéndose después con Riquelme, tomaron juntos la
vuelta de Valmaseda. El mariscal Lefebvre los siguió de lejos hasta
Güeñes, en donde habiendo dejado para observarlos al general Villatte
con 7000. hombres, retrocedió a Bilbao.

José, aunque desaprobaba como precipitada la tentativa de aquel
mariscal, no siendo ya dueño de evitarla, mandó de Vitoria que una
división del primer cuerpo del mariscal Victor se extendiese por el
valle de Orduña para favorecer los movimientos de Lefebvre, y que otra
del 2.º cuerpo se dirigiese a Berberena, ya para unirse con la primera,
o ya para perseguir a Blake si se retiraba del lado de Villarcayo. La
del valle de Orduña se encontró en su marcha con los generales Acevedo
y Martinengo, que vimos separados del ejército en Villaró. Inciertos
estos jefes de la suerte de Blake, e informados tarde y confusamente
de la acción de Zornoza, creyeron arriesgada su posición y trataron
de alejarse por Oquendo, Miravalles y Llodio. En el camino y cerca
de Menagaray fue su encuentro con la mencionada división francesa.
Presentáronle los nuestros firme rostro, e imaginándose los contrarios
haber tropezado con todo el ejército de Blake, no insistieron en atacar
y se replegaron a Orduña. Los españoles entonces mejoraron su posición
colocándose en una altura agria cerca de Orrantia.

Blake el 3 de noviembre se había reconcentrado en la Nava, dos leguas
más allá de Valmaseda yendo de Bilbao. Poco antes se le incorporó la
mayor parte de la fuerza que había venido de Dinamarca y que estaba a
las órdenes del conde de San Román, y en el mismo Nava otra división
de Asturias a las de Don Gregorio Quirós, componiendo en todo los que
se reunieron de 8 a 9000 hombres. La caballería venida del norte,
hallándose desmontada, había partido al mediodía de España para
proveerse de caballos. Reforzado así el ejército de Blake, y enterado
este del aprieto de Acevedo y Martinengo, sin tardanza determinó
librarlos. Moviose pues hacia Valmaseda cuyo punto debía acometer la
4.ª división, ahora mandada por Don Esteban Porlier, en tanto que la
de San Román se dirigía al Berrón una legua distante; la 3.ª y la
asturiana de Quirós a Arciniega, y lo demás de la fuerza a Orrantia, en
donde era de presumir permaneciesen las divisiones comprometidas. No se
engañaron, encontrándose luego unos y otros con inexplicable gozo.

[Marginal: De Valmaseda, 4 de noviembre.]

Fue en aquel mismo instante cuando se rompió el fuego por los que se
habían adelantado a Valmaseda, cuyo camino corre al pie de las alturas
que ocupaban las divisiones extraviadas. Atacado impensadamente el
general francés Villatte, retirose con demasiada priesa, hasta que
volviendo en sí juntó su gente a la ribera izquierda del Salcedón.
Visto lo cual por el general Acevedo, se aproximó con cuatro cañones de
montaña a una de las dos eminencias que forman el valle de Valmaseda,
y enviando por un rodeo dos batallones para que estrechasen a los
franceses por retaguardia, sobrecogió a estos, que desbaratados huyeron
en el mayor desorden hasta Güeñes. Perdieron un cañón, carros de
municiones y muchos equipajes, entre los que se contaba el del general
Villatte. Debiose principalmente la victoria al acierto y pronta
decisión de Don Vicente María de Acevedo.

Napoleón supo en Bayona los ataques ocurridos desde el 31, y
desagradole que el mariscal Lefebvre hubiese comenzado a guerrear
antes de su llegada, y aun también que José le prestase ayuda: ya
porque juzgase expuesto un movimiento parcial y aislado, o ya más bien
porque no quisiese que empezasen triunfos y victorias antes de que él
en persona capitanease su ejército. Sin embargo temeroso de alguna
desgracia, mandó prontamente que el mariscal Lefebvre con el 4.º cuerpo
continuase desde Bilbao en perseguir a Blake, y que el mariscal Victor
con el 1.º marchase por Orduña y Amurrio contra Valmaseda, formando un
total de 50.000 hombres.

[Marginal: Reconocimiento hacia Güeñes en 7 de noviembre.]

Avanzaban ambos mariscales a la propia sazón que Blake queriendo
aprovecharse de la ventaja alcanzada en Valmaseda y reconocer las
fuerzas del enemigo, iba el 7 la vuelta de San Pedro de Güeñes. La
víspera había el general español enviado sobre su izquierda a Sopuerta
la 4.ª división, que no pudiendo reincorporarse al ejército se
retiró por Lanestosa a Santander. El mismo día, no queriendo tampoco
Blake dejar descubierta su derecha, dirigió camino de Villarcayo y
de Medina de Pomar al marqués de Malespina con los 400 caballos que
había y algunos infantes. Por su lado el general en jefe se encontró
con el mariscal Lefebvre; peleando los españoles con bizarría,
particularmente la división de Figueroa y el batallón de estudiantes
de Santiago, apellidado literario. Al caer la noche hubieron los
nuestros de replegarse vista la superioridad del enemigo, y a pesar de
ser el tiempo muy lluvioso, prosiguieron ordenadamente su retirada,
ocupando el 8 a Valmaseda y pueblos vecinos.

La tarde de dicho día, agolpándose del lado de Orduña y de Bilbao todas
las fuerzas de los mariscales Victor y Lefebvre que caminaban a unirse,
levantaron los nuestros su campo dirigiéndose a la Nava. Quedaron a
la retaguardia para proteger el movimiento algunos batallones de la
división de Martinengo y asturianos al mando de Don Nicolás de Llano
Ponte, quien poco avisado, dejándose cortar por el enemigo, nunca se
volvió a incorporar con el grueso del ejército, yéndose del lado de
Santander. Los mariscales franceses se juntaron en Valmaseda, y Blake
llegó el 9 en la tarde a Espinosa de los Monteros.

Disminuíase su ejército teniendo desde el 31 que pelear a la continua
con el enemigo, la lluvia, el frío, el hambre, la desnudez. Rigurosa
suerte aun para soldados veteranos y endurecidos; insoportable para
bisoños y poco disciplinados. La escasez de víveres fue extrema,
viéndose obligados hasta los mismos jefes a mantenerse con mazorcas
de maíz y malas frutas. Provenía miseria tanta del mal arreglo en
el ramo de hacienda, y de haber contado el general en jefe con ser
abastecido por la costa, sin cuidar convenientemente de adoptar otros
medios: enseñando la práctica militar, como ya decía Vegecio «que [*]
[Marginal: (* Ap. n. 6-6.)] la penuria más veces que la pelea acaba con
un ejército, y que el hambre es más cruel que el hierro del enemigo.»

Acosado nuestro ejército por tantos males, pensábase que el general
Blake no se aventuraría a combatir contra un enemigo más numeroso,
aguerrido y bien provisto. Esperanzado sin embargo en que le asistiese
favorable estrella, determinó probar la suerte de una batalla delante
de Espinosa de los Monteros.

[Marginal: Batalla de Espinosa, 10 y 11 de noviembre. (* Ap. n. 6-7.)]

Es esta villa muy conocida en España por el privilegio de que gozan
sus naturales de hacer de noche la guardia al rey cerca de su cuarto;
y cuya concesión, según cuentan,[*] sube a Don Sancho García, conde
de Castilla. Está situada en la ribera izquierda del Trueba, y los
españoles colocándose en el camino que viene de Valmaseda dejaron a
su espalda el río y la villa. En una altura elevada de difícil acceso
y a la siniestra parte pusiéronse los asturianos capitaneados por los
generales Acevedo, Quirós y Valdés. La 1.ª división y la reserva con
sus respectivos jefes Don Genaro Figueroa y Don Nicolás Mahy seguían en
la línea descendiendo al llano. El general Riquelme y su 3.ª división
ocupó en el valle lo más abierto del terreno, y la vanguardia, al
mando de Don Gabriel de Mendizábal con seis piezas de artillería
dirigidas por el capitán Don Antonio Roselló, se colocó en un altozano
a la derecha de Espinosa, desde donde se enfilaban las principales
avenidas. Por el mismo lado y más adelante en un espeso bosque y sobre
una loma estaba la división del norte que gobernaba el conde de San
Román, quedando no lejos de la artillería y algo detrás por su derecha
la 2.ª de Martinengo. La fuerza de los españoles no llegaba a 21.000
combatientes.

A la una de la tarde del 10 empezó a avistarse el enemigo, en número
de 25.000 hombres mandados por el mariscal Victor. Se había este
juntado con el mariscal Lefebvre en Valmaseda y separádose en la Nava,
dirigiéndose el segundo a Villarcayo y siguiendo el primero la huella
de Blake con esperanzas ambos de envolverle. Se empeñó la refriega por
donde estaban las tropas del norte, embistiendo el bosque el general
Pacthod. Durante dos horas le defendieron los nuestros con intrepidez,
mas cargando el enemigo en mayor número fue al fin abandonado. La
artillería, manejada con acierto por Roselló, dirigió entonces un fuego
muy vivo contra el bosque, y caminando por orden de Blake para sostener
a San Román la división de Riquelme, se encendió de nuevo la pelea.
Cundió por toda la línea, y aun la izquierda de los asturianos avanzó
para llamar la atención del enemigo. La derecha no solo se mantenía,
sino que volviendo a ganar terreno, estaban las tropas del norte
prontas a recuperar el bosque, cuando la oscuridad de la noche impidió
la continuación del combate, glorioso para los españoles, pero con tan
poca ventura que perdieron dos de sus mejores jefes, el conde de San
Román y Don Francisco Riquelme, mortalmente heridos.

Los españoles, si bien alentados con haber infundido respeto al
enemigo, ya no podían sobrellevar tanto cansancio y trabajos,
careciendo aun de las provisiones más precisas. Malas frutas habían
comido aquellos días, pero ahora apenas les quedaba tan menguado
recurso. Sus heridos yacían abandonados, y si algunos eran recogidos
no podía suministrárseles alivio en medio de sus quejidos y lamentos.
En balde se esmeraba el general en jefe, en balde sus oficiales en
buscar por Espinosa socorros para su gente. Los vecinos habían huido
espantados con la guerra; la tierra de suyo escasa estaba ahora con
aquella ausencia más empobrecida, aumentándose la confusión y el duelo
en medio de la lobreguez de la noche. A su amparo obligó el hambre a
muchos soldados a desarrancarse de sus banderas, particularmente a los
de la división del norte, que eran los que más habían padecido.

Al contrario los franceses, bien alimentados, retirados sus heridos
y puestos otros en lugar de los que el día 10 habían combatido, se
disponían a pelear en la mañana siguiente. Hubiera el general español
obrado con cordura, si atendiendo a las lástimas y apuros de sus
soldados hubiese a la callada y por la noche alzado el campo, y buscado
del lado de Santander o del de Reinosa bastimentos y alivio a los
males. Mas lisonjeándose de que el enemigo se retiraría y queriendo
sacar ventaja del esfuerzo con que sus soldados habían lidiado, se
inclinó a permanecer inmoble y exponerse a nuevo combate.

No tuvo que aguardar largo tiempo: desde el amanecer le renovaron los
franceses. Habían en la víspera notado que en la izquierda de los
españoles estaban tropas bisoñas, y también que la altura que ocupaban
como más elevada, era la llave de la posición. Así se determinaron a
empezar por allí el ataque, siendo el general Maison con su brigada
quien primero embistió a los asturianos. Resistieron estos con denuedo,
y a la voz de sus dignos jefes Acevedo, Quirós y Valdés conserváronse
firmes y serenos, no obstante su inexperiencia. Advirtió el general
enemigo el influjo de dichos jefes, y sobre todo que uno de ellos
montado en un caballo blanco, corriendo a los puntos más peligrosos,
exhortaba a su tropa con la palabra y el gesto. Sin tardanza [según
nos ha contado años adelante en París el mismo general] destacó
tiradores diestros, para que apuntando cuidadosamente disparasen contra
los jefes, y en especial contra el del caballo blanco, que era el
desgraciado Quirós. La orden causó grave mal a los españoles, y decidió
la acción. Los tiradores abrigados de lo irregular y quebrado del
terreno, esparcidos en diversos sitios, arcabuceaban, por decirlo así,
a nuestros oficiales, sin que recibiesen notable daño del fuego cerrado
de nuestras columnas. La poca práctica de la guerra y el escasear
de soldados hábiles, impidió usar del mismo medio que empleaban los
enemigos. A poco fue traspasado de dos balazos Don Gregorio Quirós,
heridos los generales Acevedo y Valdés, con otros jefes, entre los
que se contaron los distinguidos oficiales Don Joaquín Escario y
Don José Peón. La muerte y heridas de caudillos tan amados sembró
profunda aflicción en las filas asturianas, y flaqueando algunos
cuerpos siguiose en todos el mayor desorden. Quiso sostenerlos Blake
enviando a Don Gabriel de Mendizábal para que tomase el mando; mas ya
era tarde. La dispersión había comenzado y los franceses posesionándose
de la altura perseguían a los asturianos, cuyo mayor número huyendo se
enriscó por las asperezas del valle de Pas.

El centro del ejército español y su derecha, que en la noche se habían
agrupado alrededor del altozano donde estaba Roselló con la artillería,
tan luego como se dispersó la izquierda, se vieron acometidos por la
división francesa de Ruffin. Algún tiempo se mantuvieron nuestros
soldados en su puesto, aunque inquietos con la huida de los asturianos;
pero en breve comenzando unos a ciar y otros a desarreglarse, ordenó
el general Blake la retirada, sostenida por la reserva de Don Nicolás
Mahy y las seis piezas del capitán Roselló, perdidas luego en el paso
del Trueba. Hubiera a los nuestros servido de mucho en aquel trance
y en lo demás de la retirada la corta división con 400 caballos que
mandaba el marqués de Malespina, y a los que el general Blake había
ordenado pasar a Villarcayo. Temeroso dicho marqués de ser envuelto
por el mariscal Lefebvre que iba del mismo lado, en vez de aproximarse
a Espinosa tomó otro rumbo, y su división se unió después en diversas
partidas a distintos y lejanos ejércitos. La pérdida de los españoles
en las acciones de Espinosa fue muy considerable, su dispersión casi
completa. La de los franceses cortísima el 11, no dejó la víspera de
ser de importancia.

Señaló Don Joaquín Blake para reunión de sus tropas la villa de
Reinosa, en donde estaba el parque general de artillería y los
almacenes. Llegó el 12 con pocas fuerzas esperando poder rehacerse
algún tanto, y dar vida con las provisiones que allí había a sus
hambrientos y desmayados soldados. Pero la activa diligencia del
enemigo y las desgracias que se agolparon no le dejaron vagar ni
respiro.

[Marginal: Disposiciones de Napoleón.]

Desde que en 8 de noviembre había Napoleón entrado en Vitoria, se
sentía por doquiera su presencia. Servíanle como de mágico impulso
poder inmenso, bélico renombre, imperiosa y presta voluntad. Ya
contamos como de Bayona mismo había ordenado al 1.º y 4.º cuerpo
perseguir al general Blake. Y ahora poniendo particular conato
en enderezar sus pasos a Madrid, cuya toma resonaría en Europa
favorablemente a sus miras, arregló para ello y en breve un plan
general de ataque. Asegurada que fue su derecha por los mencionados
1.º y 4.º cuerpos, encargó al 3.º, del mando del mariscal Moncey, que
observase desde Lodosa el ejército del centro y de Aragón, dejando
además en Logroño a los generales Lagrange y Colbert, del 6.º cuerpo,
cuya principal fuerza, capitaneada por su mariscal Ney, debía caminar a
Aranda de Duero. Tomó el mando del 2.º cuerpo el mariscal Soult, y su
anterior jefe Bessières fue encargado de gobernar la caballería. Ambos,
con Napoleón al frente de la guardia imperial y la reserva, siguieron
el camino real de Madrid dirigiéndose a Burgos.

[Marginal: Acción de Burgos, 10 de noviembre.]

En esta ciudad había comenzado a entrar el ejército de Extremadura
compuesto de unos 18.000 hombres distribuidos en tres divisiones, y a
su frente el conde de Belveder, mozo inexperto nombrado por la junta
central para reemplazar a Don José Galluzo. La 1.ª división estaba allí
desde el 7 de noviembre: se le juntó la 2.ª en la tarde del 9, quedando
todavía atrás y hacia Lerma la 3.ª Así que solo se contaban dentro de
la ciudad y cercanías 12.000 hombres, de ellos 1200 de caballería.
Fiado Belveder en algunas favorables y leves escaramuzas, vivía
tranquilo y de modo que a los oficiales de la 2.ª división que a su
llegada fueron a cumplimentarle, recomendoles el descanso, bastándole
por entonces, según dijo, las fuerzas de la 1.ª división para rechazar
a los franceses caso que le atacasen. Tan ignorante estaba de la
superioridad del enemigo, y tan olvidado de la endeble organización de
sus tropas.

Serían las seis de la mañana del 10 cuando el general Lasalle con
la caballería francesa llegó a Villafría, tres cuartos de legua de
Gamonal, a donde se había adelantado la 1.ª división de Belveder
mandada por Don José María de Alós. Los franceses, como no tenían
consigo infantería, retrocedieron para aguardarla a Ruvena, con lo que
alentados los nuestros resolvieron empeñar una acción. Lasalle rehecho
forzó a los que le seguían a replegarse otra vez a Gamonal, a cuyo
punto había ya acudido lo demás del ejército español. La derecha de
este ocupaba un bosque del lado del río Arlanzón, y la izquierda las
tapias de una huerta o jardín, cubriendo el frente algunos cuerpos
con dieciséis piezas de artillería. Las tropas más bisoñas se pusieron
detrás de las mejor enregimentadas, como lo eran un batallón de
guardias españolas, algunas compañías de valonas, el 2.º de Mallorca y
granaderos provinciales.

Fue pues aproximándose el ejército enemigo: y extendiéndose por
nuestra derecha el general Lasalle se colocó en un llano situado entre
el bosque y el río, al paso que la infantería veterana del general
Mouton intrépidamente acometió dicho bosque guarnecido por la derecha
española, la cual creyéndose envuelta por Lasalle comenzó en breve a
cejar, no obstante el vivo fuego que desde el frente hacían nuestros
cañones. La caballería guiada por Don Juan Henestrosa, hombre valiente,
pero más devoto que entendido militar, trató de dar una carga a la
enemiga. Henestrosa que en realidad mandaba también en jefe, invocando
a los santos del cielo y con tanta bravura como imprudencia, arremetió
contra los jinetes franceses, quienes fácilmente le repelieron y
desbarataron. Entonces fueron del todo deshechos los del bosque: y la
izquierda, aunque no atacada de cerca, comenzó a huir y desbandarse. La
pelea duró poco, y vencidos y vencedores entraron mezclados en Burgos.

El mariscal Bessières tirando por la orilla del río con la caballería
pesada, acuchilló a los soldados fugitivos y cogió varios cañones,
habiéndose perdido catorce y además otros que quedaron en el parque. La
pérdida de los españoles fue considerable, aunque mayor la dispersión
y el desorden; teniendo que arrepentirse, y dolorosamente, el general
Belveder de haberse empeñado con ligereza en acción tan desventajosa.
Entregaron los vencedores al pillaje la ciudad de Burgos apoderándose
de 2000 sacas de lana fina pertenecientes a ricos ganaderos. Llegó el
mismo día el conde de Belveder a Lerma con muchos dispersos, en donde
se encontró con la 3.ª división de Extremadura, ausente de la batalla.
Perseguido por los enemigos pasó a Aranda de Duero, y no seguro todavía
allí, prosiguió hasta Segovia, en cuya ciudad fue relevado del mando
por la junta central que nombró para sucederle a Don José de Heredia.

[Marginal: Resuelve Soult contra Blake.]

El mariscal Soult con la natural presteza de su nación, enviando del
lado de Lerma una columna que persiguiese a los españoles y otra camino
de Palencia y Valladolid, salió en persona el mismo 10 hacia Reinosa
con intento de interceptar a Blake en su retirada. Inútilmente había
este confiado en dar en aquella villa descanso a sus tropas, pues
noticioso de que por Villarcayo se acercaba el mariscal Lefebvre, ya
había el 13 movido su artillería con dirección a León por Aguilar de
Campóo. Iban con ella enfermos y heridos huyendo de un peligro sin
pensar en el otro, no menos terrible, con que tropezaron. Caminaban
cuando se les anunció le aparición por su frente de tropas francesas:
la artillería precipitando su marcha y usando de adecuados medios
pudo salvarse, mas de los heridos los hubo que fueron víctima del
furor enemigo. En su número se contó al general Acevedo. Encontráronle
cazadores franceses del regimiento del coronel Tascher, y sin
miramiento a su estado, ni a su grado, ni a las sentidas súplicas de
su ayudante Don Rafael del Riego, traspasáronle a estocadas. Riego, el
mismo que fue después tan conocido y desgraciado, quedó en aquel lance
prisionero.

Blake acosado y temiendo no solo a los que le habían vencido en
Espinosa, sino también a los mariscales Lefebvre y Soult, que cada
uno por su lado venían sobre él, no pudiendo ya ir a León por tierra
de Castilla, salió de Reinosa en la noche del 13, y se enriscó por
montañas y abismos, enderezándose al valle de Cabuérniga. Llegó allí
a su colmo la necesidad y miseria. El ánimo de Blake andaba del todo
contristado y abatido, mayormente teniendo que entregar a nuevo jefe de
un día a otro y en tan mal estado las pobres reliquias de su ejército,
lo cual le era de gran pesadumbre. La central había nombrado general en
jefe del ejército de la izquierda al marqués de la Romana. Noticioso
Blake en Zornoza del sucesor, no por eso dejó de continuar el plan de
campaña comenzado. Una indisposición, según parece, detuvo a Romana
en el camino, no uniéndose al ejército sino en Renedo, cuando estaba
en completa derrota y dispersión. En tal aprieto pareciole ser más
conveniente dejar a Blake el cuidado de la marcha, ordenándole que se
recogiese por la Liébana a León, en cuya ciudad y ribera derecha del
Esla debía hacer alto y aguardarle.

[Marginal: Diversas direcciones de los mariscales franceses.]

De su lado los mariscales franceses, ahuyentado Blake, tomaron
diversos rumbos. El mariscal Lefebvre con el cuarto cuerpo, después
de descansar algunos días, se encaminó por Carrión de los Condes a
Valladolid. El primer cuerpo, del mando de Victor, juntose en Burgos
con Napoleón, marchando Soult con el segundo a Santander; de cuyo
puerto hecho dueño, y dejando para guarnecerle la división de Bonnet,
persiguió por la costa los dispersos y tropas asturianas que se
retiraban a su país natal. Tuvo en San Vicente de la Barquera un choque
con 4000 de ellos al mando de Don Nicolás de Llano Ponte: los deshizo
y dispersó; y yendo por la Liébana en busca de Blake franqueando
las angosturas de la Montaña y despejándola de soldados españoles,
desembocó rápidamente en las llanuras de tierra de Campos.

[Marginal: Entrada en Burgos de Napoleón.]

Napoleón al propio tiempo y después de la jornada de Gamonal, había
sentado su cuartel general en Burgos. Los vecinos habían huido de la
ciudad, y soledad y silencio no interrumpido sino por la algazara del
soldado vencedor, fue el recibimiento que ofreció al emperador de
los franceses la antigua capital de Castilla. Mas él poco cuidadoso
del modo de pensar de los habitantes, [Marginal: Su decreto de 12 de
noviembre.] revistadas las tropas y tomadas otras providencias, dio
el 12 de noviembre un decreto, en el que concedía en nombre suyo y
de su hermano _perdón general y plena y entera amnistía_ a todos los
españoles que en el espacio de un mes, después de su entrada en Madrid,
depusieran las armas y renunciasen a toda alianza y comunicación con
los ingleses, inclusos los generales y las juntas. Eran exceptuados
de aquel beneficio los duques del Infantado, de Híjar, de Medinaceli,
de Osuna, el marqués de Santa Cruz del Viso, los condes de Fernán
Núñez y de Altamira, el príncipe de Castelfranco, Don Pedro Cevallos
y el obispo de Santander, a quienes se declaraba enemigos de España y
Francia y traidores a ambas coronas; mandando que, aprehendidas sus
personas, fuesen entregados a una comisión militar, pasados por las
armas, y confiscados todos sus bienes, muebles y raíces que tuviesen
en España y reinos extranjeros. Si bien admira la proscripción de unos
individuos cuyo mayor número, si no todos, había pasado a Francia por
engaño o mal de su grado, y prestado allí un juramento que llevaba
visos de forzado, crece el asombro al ver en la lista al obispo
de Santander, que nunca había reconocido al gobierno intruso, ni
rendido obediencia a José ni a su dinastía. Es también de notar que
este decreto de Napoleón fue el primero de proscripción que se dio
entonces en España, no habiendo todavía las juntas de provincia ni la
central ofrecido semejante ejemplo; aunque estuvieran como autoridades
populares más expuestas a ser arrastradas por las pasiones que
dominaban. Siguieron después los gobiernos de España el camino abierto
por Napoleón: camino largo y que solo tiene término en el cansancio, en
las muchas víctimas, o en el recíproco temor de los partidos.

[Marginal: Ejército inglés.]

En Burgos dudó algún tiempo el emperador de los franceses si revolvería
contra Castaños, o si prosiguiendo por la anchurosa Castilla iría al
encuentro del ejército inglés, que presumía se adelantaba a Valladolid.
Mas luego supo que aquel no daba indicio de moverse de los contornos
de Salamanca. Había allí venido desde Lisboa al mando de Sir Juan
Moore, sucesor del general Dalrymple, llamado a Londres según vimos
a dar cuenta de su conducta por la convención de Cintra. El gobierno
inglés, aunque lentamente, había decidido que 30.000 infantes y 5000
caballos de su ejército obrarían en el norte de España; para lo cual se
desembarcarían de Inglaterra 10.000 hombres, sacándose los otros de los
que había en Portugal, en donde solo se dejaba una división. Conforme
a lo determinado, y en cumplimiento de orden que se le comunicó en
26 de octubre, salió de Lisboa el general Moore, y marchando con la
principal fuerza sobre Almeida y Ciudad Rodrigo, llegó a Salamanca el
13 de noviembre. La mayor parte de la artillería y caballería, con 3000
infantes a las órdenes de Sir Juan Hope, la envió por la izquierda de
Tajo a Badajoz a causa de la mayor comodidad de los caminos, debiendo
después pasar a unírsele a Castilla. De Inglaterra había arribado a
la Coruña el 13 de octubre Sir David Baird con los 10.000 hombres
indicados; mas aquella junta insistiendo en no querer su ayuda,
impidió que desembarcasen bajo el pretexto de que necesitaba la venia
de la central. Con tal ocurrencia, otros motivos que se alegaron y la
destrucción de una parte de los ejércitos españoles, no solo retardaron
los ingleses su marcha, sino que también apareció que tenían escasa
voluntad de internarse en Castilla.

Napoleón penetrando pues su pensamiento, hizo correr la tierra llana
por 8000 caballos, así para tener en respeto al inglés como para
aterrar a los habitantes, y resolvió destruir al ejército español del
centro antes de avanzar a Madrid.

[Marginal: Ejército del centro.]

No era dado a dicho ejército ni por su calidad ni por su fuerza
competir con las aguerridas y numerosas tropas del enemigo. Sus
filas solamente se habían reforzado con una parte de la 1.ª y 3.ª
división de Andalucía y algunos reclutas, empeorándose su situación
con interiores desavenencias. Porque censurado su jefe Don Francisco
Javier Castaños de lento y sobradamente circunspecto, los que no eran
parciales suyos, y aun los que anhelaban por mayor diligencia sin
atender a las dificultades, procuraron y consiguieron que se enviasen a
su lado personas que le moviesen y aguijasen. [Marginal: Don Francisco
Palafox enviado por la central.] Recayó la elección en Don Francisco
de Palafox, hermano del capitán general de Aragón e individuo de la
junta central, autorizado con poderes extensos, y a quien acompañaban
el marqués de Coupigny y el conde del Montijo. Siendo el Palafox hombre
estimable, pero de poco valer; Coupigny extranjero y mal avenido desde
Bailén con Castaños; y el del Montijo, más inclinado a meter cizaña
que a concertar ánimos, claro era que con los comisionados en vez de
alcanzarse el objeto deseado, solo se aumentarían tropiezos y embarazos.

[Marginal: Diversos planes.]

Todos juntos y en 5 de noviembre, agregándoseles otros generales y
Don José Palafox que vino de Zaragoza, celebraron consejo de guerra
en el que se acordó, no muy a gusto de Castaños, atacar al enemigo,
a pesar de lo desprovisto y no muy bien ordenado del ejército
español. Disputas y nuevos altercados dilataron la ejecución, hasta
que del todo se suspendió con las noticias infaustas que empezaron a
recibirse del lado de Blake. Proyectáronse otros planes sin resulta;
y agriados muchos contra Castaños, alcanzaron que la junta central
diese el mando de su ejército al marqués de la Romana, a quien antes
se había conferido el de la izquierda. Y en ello se ve cuán a ciegas y
atribulada andaba entonces la autoridad suprema, no pudiéndose llevar
a efecto su resolución por la lejanía en que estaba el marqués y la
priesa que se dio el enemigo a acometer y dispersar nuestros ejércitos.

En esto corrió el tiempo hasta el 19 de noviembre, en que por los
movimientos de los franceses sospechó el general Castaños ser peligrosa
y crítica su situación. No se engañaba. El mariscal Lannes, duque de
Montebello, a quien una caída de caballo había detenido en Vitoria, ya
restablecido se adelantaba, encargado por Napoleón de capitanear en
jefe las tropas de los generales Lagrange y Colbert del sexto cuerpo,
en unión con las del tercero del mando del mariscal Moncey, a las que
debía agregarse la división del general Maurice Mathieu recién llegada
de Francia, y componiendo en todo 30.000 hombres de infantería, 5000 de
caballería y 60 cañones. Se juntaron estas fuerzas desde el 20 al 22 en
Lodosa y sus cercanías. Con su movimiento había de darse la mano otro
del cuerpo de Ney, que constaba de más de 20.000 hombres, cuyo jefe,
destrozado que fue el ejército de Extremadura, avanzaba desde Aranda
de Duero y el Burgo de Osma a Soria, donde entró el 21. De esta manera
trataban los franceses, no solo de impedir al ejército del centro su
retirada hacia Madrid, sino también de sorprenderle por su flanco y
envolverle.

[Marginal: Repliégase Castaños.]

Don Francisco Javier Castaños conservó hasta el 19 su cuartel general
en Cintruénigo, y la posición de Calahorra que había tomado después de
las desgracias de Lerín y Logroño. Juzgó entonces prudente replegarse
y ocupar una línea desde Tarazona a Tudela, extendiéndose por las
márgenes del Quedes y apoyando su derecha en el Ebro. Sus fuerzas, si
se unían con las de Aragón, escasamente ascendían a 41.000 hombres,
entre ellos 3700 de caballería. De las últimas estaba la mayor parte
en Caparroso, y rehusaban incorporarse sin expresa orden del general
Palafox. Felizmente llegó este a Tudela el 22, y con anuencia suya se
aproximaron, celebrándose por la noche en dicha ciudad un consejo de
guerra. Los Palafoxes opinaron por defender a Aragón, sosteniendo que
de ello pendía la seguridad de España. Con mejor acuerdo discurría
Castaños en querer arrimarse a las provincias marítimas y meridionales,
de cuantiosos recursos; no cifrándose la defensa del reino en la de una
parte suya interior, y por tanto más difícil de ser socorrida. Nada
estaba resuelto, según acontece en tales consejos, cuando temprano en
la mañana hubo aviso de que se descubrían los enemigos del lado de
Alfaro.

[Marginal: Batalla de Tudela, 23 de noviembre.]

Apresuradamente tomáronse algunas disposiciones para recibirlos. Don
Juan O’Neille, que con los aragoneses acampaba desde la víspera al otro
lado de Tudela, empezó en la madrugada a pasar el puente, ignorándose
hasta ahora por qué dejó aquella operación para tan tarde. Aunque sus
batallones tenían obstruidas las calles de la ciudad, poco a poco las
evacuaron y se colocaron fuera ordenadamente. Estaba también allí la
quinta división regida por Don Pedro Roca y compuesta de valencianos
y murcianos. Se colocó esta en las inmediaciones y altura de Santa
Bárbara, situada enfrente de Tudela yendo a Alfaro. Por la misma parte
y siguiendo la orilla de Ebro se extendieron algunos aragoneses, pero
el mayor número de estos tiró a la izquierda y hacia el espacioso llano
de olivos que termina en el arranque de colinas que van a Cascante.
Ambas fuerzas reunidas constaban de 20.000 hombres. En el pueblo que
acabamos de nombrar estaba además la cuarta división de Andalucía con
su jefe La Peña, y en Tarazona la segunda del mando de Grimarest con la
parte que había de la primera y tercera. De suerte que la totalidad del
ejército se derramaba por el espacio de cuatro leguas que media entre
la última ciudad y la de Tudela.

Aquí se trabó la acción principal con la quinta división y los
aragoneses. Los que de estos habían ido por la orilla del río
repelieron al principio al enemigo, quien luego arremetió contra
los del llano, conceptuado centro del ejército español por formar
su izquierda las divisiones citadas de Cascante y Tarazona. Los
atacó el general Maurice Mathieu sostenido por la caballería de
Lefebvre-Desnouettes. Los enemigos subiendo abrigados del olivar a una
de las colinas en que el centro español se apoyaba, flanqueáronle,
pero acudiendo por orden de Castaños Don Juan O’Neille a desalojarlos,
y prolongando por detrás de la altura ocupada un batallón de
guardias españolas, se vieron los franceses obligados a retirarse
precipitadamente siguiendo los nuestros el alcance. Eran las tres de
la tarde y la suerte nos era favorable, a la sazón que el general
Morlot rechazando a los aragoneses de la derecha, avanzó orilla del
río hasta Tudela, con lo que la quinta división para no ser envuelta
abandonó la altura e inmediaciones de Santa Bárbara. También entonces
reparándose el general Maurice Mathieu y cargando de nuevo, comenzó a
flaquear nuestro centro, contra el que dando en aquella ocasión una
acometida la caballería de Lefebvre penetró por medio, le desordenó, y
aun acabó de desconcertar la derecha revolviendo contra ella. Castaños
a la misma hora pensó en dirigirse adonde estaba La Peña, pero envuelto
en el desorden y casi atropellado se recogió a Borja, punto en que se
encontraron varios generales, excepto Don José de Palafox que de mañana
se había ido a Zaragoza.

En tanto que se veía así atacada y deshecha la mitad del ejército
español, acometió a la división de La Peña junto a Cascante el general
Lagrange, trabose vivo choque, y tal que herido el último cejó su
caballería. Creíanse los españoles victoriosos, pero acudiendo gran
golpe de infantería rehiciéronse los jinetes enemigos, y fue a su vez
rechazado La Peña, y forzado a meterse en Cascante. Como espectadoras
se habían en Tarazona mantenido las otras fuerzas de Andalucía, y no
sabemos a qué achacar la morosidad y tardanza del general Grimarest,
quien a pesar de haber para ello recibido temprano orden de Castaños no
se aproximó a Cascante hasta de noche. Todas estas divisiones andaluzas
pudieron sin embargo retirarse ordenadamente hacia Borja conservando su
artillería. Excitó solamente algún desasosiego el volarse en una ermita
un repuesto de pólvora, recelándose que eran enemigos. Fue gran dicha
que no viniera de Soria según pudiera el mariscal Ney. Deteniéndose
este allí tres días para dar descanso a su gente o por otras causas,
dejó a los nuestros libre y franca la retirada.

Perdiéronse en Tudela los almacenes y la artillería del centro y
derecha del ejército, quedando 2000 prisioneros y muchos muertos.
Pudiera decirse que esta batalla se dividió en dos separadas acciones,
la de Tudela y la de Cascante, sin que los españoles se hubieran
concertado ni para la defensa, ni para el ataque. De lo que resulta
grave cargo a los caudillos que mandaban, como también de que no se
emplease una parte considerable de tropas, fuese culpa suya o de jefes
subalternos que no obedecieron. Igualmente quedó cortada, según veremos
después, una parte de la vanguardia que guiaba el conde de Cartaojal.
Cúmulo de desventuras que prueba sobrada imprevisión y abandono.

Después de la batalla las reliquias de los aragoneses, y casi todos
los valencianos y murcianos que de ella escaparon, se metieron en
Zaragoza, como igualmente los más de sus jefes. Castaños prosiguió
a Calatayud adonde llegó el 25 con el ejército de Andalucía. En
persecución suya entró el mismo día en Borja el general Maurice
Mathieu, y allí se le unió el 26 con su gente el mariscal Ney.
[Marginal: Retirada del ejército.] Hasta entonces no se había
encontrado en su retirada el ejército español con los franceses. En
Calatayud recibiendo aviso de la junta central de que Napoleón avanzaba
a Somosierra, y orden para que Castaños fuese al remedio, juntó este
los jefes de las divisiones y acordaron salir el 27 vía de Sigüenza,
debiendo hacer espaldas un cuerpo de 5000 hombres de infantería ligera,
caballería y artillería al mando del general Venegas. Luego vino este a
las manos con el enemigo. A dos leguas de Calatayud cerca de Bubierca
se apostó, según orden del general en jefe, para defender el paso y dar
tiempo a que se alejasen las divisiones. Con dobladas fuerzas asomó
el 29 el general Maurice Mathieu, trabándose desde la mañana hasta
las cuatro de la tarde un reñido y sangriento choque. Se pararon de
resultas en su marcha los franceses, y se logró que llegasen salvas
a Sigüenza nuestras divisiones. [Marginal: Su llegada a Sigüenza. La
Peña, general en jefe.] En esta ciudad, destinado el general Castaños
a desempeñar otras comisiones, se encargó interinamente del mando
del ejército del centro Don Manuel de la Peña. Y por ahora allí le
dejaremos para ocuparnos en referir otros acontecimientos de no menor
cuantía.

Derrotados o dispersos los ejércitos de la izquierda, Extremadura y
centro, creyó Napoleón poder sin riesgo avanzar a Madrid, mayormente
cuando los ingleses estaban lejos para estorbárselo, y no con
bastantes fuerzas para osar interponerse entre él y la frontera de
Francia. Urgíale entrar en la capital de España, así porque imaginaba
ahogar pronto con aquel suceso la insurrección, como también para
asombrar a Europa con el terrible y veloz progreso de sus armas.

Corto embarazo se ofrecía ya por delante al cumplimiento de su deseo.
La junta central después de la rota de Burgos había encargado a Don
Tomás de Morla y al marqués de Castelar atendiesen a la defensa
de Madrid, y de los pasos de Guadarrama, Fonfría, Navacerrada y
Somosierra. Como más expuesto se cuidó en especial del último punto,
enviando para guarnecerle a Don Benito San Juan con los cuerpos que
habían quedado en Madrid de la primera y tercera división de Andalucía
y con otros nuevos, a los que se agregaron reliquias del ejército de
Extremadura, en todo 12.000 hombres y algunos cañones. Endeble reparo
para contener en su marcha al emperador de los franceses.

Con todo a fin de asegurarla obró este precavidamente, tomando varias
y atentas disposiciones. Mandó a Moncey ir sobre Zaragoza, a Ney
continuar en perseguimiento de Castaños, a Soult tener en respeto al
ejército inglés, y a Lefebvre inundar por su derecha la Castilla,
extendiéndose hacia Valladolid, Olmedo y Segovia. Dejó consigo la
guardia imperial, la reserva y el primer cuerpo del mariscal Victor
para penetrar por Somosierra y caer sobre Madrid.

[Marginal: San Juan en Somosierra.]

Salió el 28 de Aranda de Duero, y el 29 sentó en Boceguillas su cuartel
general. Don Benito San Juan se preparaba a recibirle. En lo alto
del puerto había levantado aceleradamente algunas obras de campaña, y
colocado en Sepúlveda una vanguardia a las órdenes de Don Juan José
Sarden. Con ella se encontraron los franceses en la madrugada del 28,
acometiéndola 4000 infantes y 1000 caballos. En vano se esforzaron por
romperla y hacerse dueños de la posición que defendía. Al cabo de horas
de refriega se retiraron y dejaron el campo libre a los nuestros; mas
de poco sirvió. Temores y voces esparcidas por la malevolencia forzaron
a los jefes a replegarse a Segovia en la noche del 29, dejando a San
Juan desamparado y solo en Somosierra con el resto de las fuerzas.

[Marginal: Pasan los franceses el puerto.]

Siendo estas escasas no era aquel paso de tan difícil acceso como se
creía. Dominado el camino real hasta lo alto del puerto por montañas
laterales que le siguen en sus vueltas y sesgos, y enseñoreada la
misma cumbre por cimas más elevadas, era necesario o cubrir con tropas
ligeras los puntos más eminentes, o exponerse, según sucedió, a que el
enemigo flanquease la posición. Densa niebla encapotaba las fraguras al
nacer del 30, en cuya hora atacando a nuestro frente con seis cañones
y una numerosa columna el general Senarmont, desprendiéronse otras dos
también enemigas por derecha e izquierda para atacar nuestros costados.
Repeliose con denuedo por el frente la primera embestida a tiempo que
Napoleón llegó al pie de la sierra. Irritado este e impaciente con la
resistencia mandó entonces soltar a escape por la calzada y contra la
principal batería española los lanceros polacos y cazadores de la
guardia al mando del general Montbrun. Los primeros que acometieron
cubrieron el suelo con sus cadáveres, y en una de las cargas quedó
gravemente herido de tres balazos Mr. Felipe de Segur, estimable autor
de la historia de la campaña de Rusia. Insistiendo de nuevo en atacar
la caballería francesa, y a la sazón que sus columnas de derecha e
izquierda se habían a favor de la niebla encaramado por los lados,
empezaron los nuestros a flaquear abandonando al cabo sus cañones, de
que se apoderaron los jinetes enemigos. San Juan queriendo contener el
desorden de los suyos, recorrió el campo con tal valor y osadía, que
envuelto por lanceros polacos se abrió paso, llegando por trochas y
atajos y herido en la cabeza a Segovia, en cuya ciudad se unió a Don
José Heredia que juntaba dispersos.

[Marginal: Situación de la central.]

Con semejante desgracia Madrid quedaba descubierto, y el gobierno
supremo en sumo riesgo, si de Aranjuez no se transfería en breve a
paraje seguro. Ya al promediar noviembre y a propuesta de Don Gaspar
Melchor de Jovellanos se había pensado en ello, mas con tal lentitud
que fue menester que el 28 se dijese haber asomado hacia Villarejo
partidas enemigas para ocuparse seriamente en el asunto. El compromiso
de la junta era grande, y mayor por un incidente ocurrido en aquellos
días. Figurándose el enemigo que con la ruina y descalabros padecidos
podría entrarse en acomodamiento, había convidado por medio de los
ministros de José a las autoridades supremas a que se sometiesen y
evitasen mayores males con prolongar la resistencia. [Marginal:
Cartas de los ministros de José.] Al propósito escribieron aquellos
tres cartas concebidas en idéntico y literal sentido, una al conde
de Floridablanca, y las otras dos al decano del consejo real y al
corregidor de Madrid. La central sobremanera indignada decretó en 24
de noviembre que dichos escritos fuesen quemados por mano del verdugo,
declarando infidentes y desleales a sus autores, y encargando a la
sala de alcaldes la sustanciación y fallo de la causa. Con lo cual
se respondió a la propuesta, e igualmente al decreto de proscripción
de Napoleón, aunque no tan militar ni arbitrariamente. Mas semejante
resolución metiendo a la junta en nuevos comprometimientos, la impelía
a atender a su propia seguridad.

Las horas ya eran contadas. El 30 exploradores enemigos se habían
divisado en Móstoles, y el 1.º de diciembre muy de mañana súpose lo
acaecido en Somosierra. Con afán y temprano el mismo día congregó
el presidente a los individuos de la junta para que se enterasen de
los partes recibidos. Pensose inmediatamente en abandonar Aranjuez,
pero antes se encaminaron a la capital los recursos disponibles, se
acordaron otras providencias, y se resolvió elegir diferentes vocales
que fuesen a inflamar el espíritu de las provincias. Deliberose
en seguida acerca del paraje en que el gobierno debería fijar su
residencia. Variaron los pareceres, señalose al fin Badajoz. Para
mayor comodidad del viaje se dispuso que los individuos de la junta
se repartiesen en tandas, y para el fácil despacho de los negocios
urgentes se escogió una comisión activa compuesta de los señores
Floridablanca, Astorga, Valdés, Jovellanos, Contamina y Garay.
[Marginal: Abandona la central Aranjuez.] Unos en pos de otros salieron
todos de Aranjuez en la tarde y noche del 1.º al 2 de diciembre. Apenas
con escolta, en medio de tales angustias tuvieron la dicha de que los
pueblos no los molestaran, y de que los franceses no los alcanzasen y
cogiesen. Libres de particular contratiempo llegaron a Talavera de la
Reina en donde volveremos a encontrarlos.

[Marginal: Situación de Madrid.]

En tanto reinaba en Madrid la mayor agitación. Don Tomás de Morla y
el capitán general de Castilla la Nueva marqués de Castelar habían
discurrido calmarla, y aun por orden de la central promulgaron edictos
que pintaban con amortiguados colores las desgracias sucedidas. Sin
embargo no fue dado por más tiempo ocultarlas, acudiendo prófugos de
todos lados. Alterada a su vista la muchedumbre se agolpó a casa de
Castelar que disfrutaba de la confianza pública, y pidió el 30 de
noviembre con gran vocería que se la armase. Así lo prometió, y desde
entonces con mayor diligencia y ahinco se atendió a fortificar la
capital y distribuir a sus vecinos armas y municiones. Madrid no era
en verdad punto defendible, y las obras que se trazaron levantadas
atropelladamente, no fueron tampoco de grande ayuda. Redujéronse a
unos fosos delante de las puertas exteriores, en donde se construyeron
baterías a barbeta que artillaban cañones de corto calibre. Se
aspilleraron las tapias del recinto, abriéndose cortaduras o zanjas en
ciertas calles principales como la de Alcalá, carrera de San Jerónimo
y Atocha. También se desempedraron muchas de ellas, y acumulándose
las piedras en las casas, se parapetaron las ventanas con almohadas y
colchones. Todos corrían a trabajar, siendo el entusiasmo general y
extremado.

En 1.º de diciembre se confió el gobierno político y militar a una
junta que se instaló en la casa de Correos. A su cabeza estaba el
duque del Infantado como presidente del consejo real, y eran además
individuos el capitán general, el gobernador y corregidor, como también
varios ministros de los consejos y regidores de la villa. La defensa de
la plaza se encargó exclusiva y particularmente a Don Tomás de Morla,
que gozaba de concepto de oficial más inteligente que el gobernador Don
Fernando de la Vera y Pantoja. En Madrid no había sino 300 hombres de
guarnición y dos batallones con un escuadrón de nueva leva. Corrió la
voz aquel día de que el enemigo estaba a cinco leguas, y el vecindario
lejos de amilanarse se inflamó con ímpetu atropellado. Repartiéronse
8000 fusiles, chuzos y hasta armas viejas de la armería. Y para guardar
orden se citó a todos por la tarde al Prado, desde donde a cada uno
debía señalarse destino. Escasearon los cartuchos, y aun para muchos
faltaron. Pedíanlos los concurrentes con instancia, mas respondiendo
Morla que no los había, y dentro de algunos habiéndose encontrado
en vez de pólvora arena, creció la desconfianza, lanzáronse gritos
amenazadores, y todo pronosticaba estrepitosa conmoción.

[Marginal: Muerte del marqués de Perales.]

Había entendido como regidor el marqués de Perales en la formación
de los cartuchos, y contra él y su mayordomo se empezó a clamar
desaforadamente. Este marqués era antes el ídolo de la plebe madrileña;
presumía de imitarla en usos y traeres; con nadie sino con ella se
trataba, y aun casi siempre se le veía vestido a su manera con el traje
de majo. Pero acusado con razón o sin ella de haber visitado a Murat
y recibido de este obsequios y buen acogimiento, cambiose el favor
de los barrios en ojeriza. Juntose también para su desdicha la ira y
celos de una antigua manceba a quien por otra había dejado. Tenía el
marqués por costumbre escoger sus amigas entre las mujeres más hermosas
y desenfadadas del vulgo, y era la abandonada hija de un carnicero.
Para vengar esta lo que reputaba ultraje, no solo dio pábulo al cuento
de ser el marqués autor de los cartuchos de arena, sino que también
inventó haber él mismo pactado con los franceses la entrega de la
Puerta de Toledo. Sabido es que entre el bajo pueblo nada halla tanto
séquito como lo que es infundado y absurdo. Y en este caso con mayor
facilidad, saliendo de la boca de quien se creía depositaria de los
secretos del marqués. Vivía este en la calle de la Magdalena, inmediata
al barrio del Avapies [de todos el más desasosegado], y sus vecinos
se agolparon a la casa, la allanaron, cosieron al dueño a puñaladas,
y puesto sobre una estera le arrastraron por las calles. Tal fue el
desastrado fin del marqués de Perales, víctima inocente de la ceguedad
y furor popular, pero que ni era general, ni anciano, ni había nunca
sido mirado como hombre respetable según lo afirma cierto historiador
inglés, empeñado en desdorar y ennegrecer las cosas de España. La
conmoción no fue más allá: personas de influjo y otros cuidados la
sosegaron.

[Marginal: Napoleón delante de Madrid.]

En la mañana del 2 aparecieron sobre las alturas del norte de Madrid
las divisiones de dragones de los generales La Tour Maubourg y
La Houssaye: antes solo se habían columbrado partidas sueltas de
caballería. A las doce Napoleón mismo llegó a Chamartín y se alojó
en la casa de campo del duque del Infantado. Aniversario aquel día
de la batalla de Austerlitz y de su coronación, se lisonjeaba sería
también el de su entrada en Madrid. Con semejante esperanza no tardó en
presentarse en sus cercanías e intimar por medio del mariscal Bessières
la rendición a la plaza. Respondiose con desdén, y aun corrió peligro
de ser atropellado el oficial enviado al efecto. No había la infantería
francesa acabado de llegar, y Napoleón recorriendo los alrededores de
la villa meditaba el ataque para el siguiente día. En este no hubo
sino tiroteos de avanzadas y correrías de la caballería enemiga, que
detenía, despojaba y a veces mataba a los que inhábiles para la defensa
salían de Madrid. Con más dicha y por ser todavía en la madrugada
oscura y nebulosa, pudo alejarse el duque del Infantado comisionado por
la junta permanente para ir hacia Guadalajara en busca del ejército del
centro, al que se consideraba cercano. Por la noche el mariscal Victor
hizo levantar baterías contra ciertos puntos, principalmente contra
el Retiro: y a las doce de la misma el mariscal Berthier, príncipe
de Neuchâtel, mayor general del ejército imperial, repitió nueva
intimación, valiéndose de un oficial español prisionero, a la que se
tardó algunas horas en contestar.

[Marginal: Ataque de Madrid.]

Amaneció el 3 cubierto de niebla, la cual disipándose poco a poco,
aclaró el día a las nueve de la mañana, y apareció bellísimo y
despejado. Napoleón preparado el ataque, dirigió su especial conato a
apoderarse del Retiro, llamando al propio tiempo la atención por las
puertas del Conde-duque y Fuencarral, hasta la de Recoletos y Alcalá, y
colocándose él en persona cerca de la fuente Castellana. Mas barriendo
aquella cañada y cerros inmediatos una batería situada en lo alto de la
escuela de la veterinaria, cayeron algunos tiros junto al emperador,
que diciendo: _estamos muy cerca_, se alejó lo suficiente para librarse
del riesgo. Gobernaba dicha batería un oficial de nombre Vasallo, y
con tal acierto que contuvo a la columna enemiga que quería meterse
por la puerta de Recoletos para coger por la espalda la de Alcalá. Los
ataques de las otras puertas no fueron por lo general sino simulados,
o no hubo sino ligeras escaramuzas, señalándose en la de los Pozos una
cuadrilla de cazadores que se había apostado en las casas de Bringas
allí contiguas. También hubo entre la del Conde-duque y Fuencarral
vivo tiroteo, en los que fue herido en el pie de una bala el general
Maison. Mas el Retiro, cuya eminencia dominando a Madrid es llave de
la posición, fue el verdadero y principal punto atacado. Los franceses
ya en tiempo de Murat habían reconocido su importancia. Los generales
españoles, fuese descuido o fatal acaso, no se habían esmerado en
fortificarle.

Treinta piezas de artillería dirigidas por el general Senarmont
rompieron el fuego contra la tapia oriental. Sus defensores que no
eran sino paisanos, y un cuerpo recién levantado a expensas de Don
Francisco Mazarredo, resistieron con serenidad, hasta que los fuegos
enemigos abrieron un ancho boquerón por donde entraron sus tiradores y
la división del general Villatte. Entonces los nuestros decayendo de
ánimo fueron ahuyentados, y los franceses derramándose con celeridad
por el Prado, obligaron a los comandantes de las puertas de Recoletos,
Alcalá y Atocha a replegarse a las cortaduras de sus respectivas e
inmediatas calles. Pero como aquellas habían sido excavadas en la parte
más elevada, quedaron muchas casas y edificios a merced del soldado
extranjero que las robó y destrozó. Tocó tan mala suerte a la escuela
de mineralogía calle del Turco, en donde pereció una preciosísima
colección de minerales de España y América, reunida y arreglada al cabo
de años de trabajo y penosa tarea.

La pérdida del Retiro no causó en la población desaliento. En
todos los puntos se mantuvieron firmes, y sobre todo en la calle
de Alcalá en donde fue muerto el general francés Bruyère. Castelar
en tanto respondió a la segunda intimación pidiendo una suspensión
de armas durante el día 3 para consultar a las demás autoridades y
ver las disposiciones del pueblo, sin lo cual nada podía resolver
definitivamente. Eran las doce de la mañana cuando llegó esta
respuesta al cuartel general francés, e invadido ya el Retiro desistió
Napoleón de proseguir en el ataque, prefiriendo a sus contingencias el
medio más suave y seguro de una capitulación. Pero para conseguirla
mandó al de Neuchâtel que diese a Castelar una réplica amenazadora
diciendo: «Inmensa artillería está preparada contra la villa, minadores
se disponen para volar sus principales edificios... las columnas ocupan
la entrada de las avenidas... mas el emperador siempre generoso en el
curso de sus victorias, suspende el ataque hasta las dos. Se concederá
a la villa de Madrid protección y seguridad para los habitantes
pacíficos, para el culto y sus ministros, en fin olvido de lo pasado.
Enarbólese bandera blanca antes de las dos, y envíense comisionados
para tratar.»

La junta establecida en correos mandó cesar el fuego, y envió al
cuartel general francés a Don Tomás de Morla y a Don Bernardo Iriarte.
Abocáronse estos con el príncipe de Neuchâtel quien los presentó a
Napoleón: vista que atemorizó a Morla, hombre de corazón pusilánime,
aunque de fiera y africana figura. [Marginal: Conferencia de Morla
con Napoleón.] Napoleón le recibió ásperamente. Echole en cara su
proceder contra los prisioneros franceses de Bailén, sus contestaciones
con Dupont, hasta le recordó su conducta en la guerra de 1793 en el
Rosellón. Por último díjole: «vaya usted a Madrid, doy de tiempo para
que se me responda de aquí a las seis de la mañana. Y no vuelva usted
sino para decirme que el pueblo se ha sometido. De otro modo usted y
sus tropas serán pasados por las armas.»

Demudado volvió a Madrid el general Morla, y embarazosamente dio
cuenta a la junta de su comisión. Tuvo que prestarle ayuda su
compañero Iriarte, más sereno aunque anciano y no militar. [Marginal:
Capitulación.] Hubo disenso entre los vocales: prevaleció la opinión
de la entrega. El marqués de Castelar no queriendo ser testigo de
ella partió por la noche, con la poca tropa que había, camino de
Extremadura. También y antes el vizconde de Gante que mandaba la Puerta
de Segovia salió subrepticiamente del lado del Escorial en busca de San
Juan y Heredia.

A las seis de la mañana del 4 Don Tomás de Morla y el gobernador Don
Fernando de la Vera y Pantoja pasaron al cuartel general enemigo con
la minuta de la capitulación.[*] [Marginal: (* Ap. n. 6-8.)] Napoleón
la aprobó en todas sus partes con cortísima variación, si bien se
contenían en ella artículos que no hubieran debido entrar en un
convenio puramente militar.

El general Belliard después de las diez del mismo día entró en Madrid
y tomó sin obstáculo posesión de los puntos principales. Solo en el
nuevo cuartel de guardias de Corps se recogieron algunos con ánimo de
defenderse, y fue menester tiempo y la presencia del corregidor para
que se rindieran.

Silencioso quedó Madrid después de la entrega, y contra Morla se
abrigaba en el pecho de los habitantes odio reconcentrado. Tacháronle
de traidor, y confirmáronse en la idea con verle pasar al bando
enemigo. Solo hubo de su parte falta de valor y deshonroso proceder.
Murió años adelante ciego, lleno de pesares, aborrecido de todos.

Consiguiose con la defensa de Madrid si no detener al ejército francés,
por lo menos probar a Europa que a viva fuerza y no de grado se
admitía a Napoleón y a su hermano. Respecto de lo cual oportuna aunque
familiarmente decía Mr. de Pradt, capellán mayor del emperador, primero
obispo de Poitiers, y después arzobispo de Malinas, «que José había
sido echado de Madrid a puntapiés y recibido a cañonazos.»

[Marginal: Fáltase a la capitulación.]

El 6 se desarmó a los vecinos, y no se tardó en faltar a la
capitulación, esperanza de tantos hombres ciegos y sobradamente
confiados. Dieron la señal de su quebrantamiento los decretos que desde
Chamartín y a fuer de conquistador empezó el mismo día 4 a fulminar
Napoleón, quien arrojando todo embozo, y sin mentar a su hermano
mostrose como señor y dueño absoluto de España.

[Marginal: Decretos de Napoleón en Chamartín.]

Fue el primero contra el consejo de Castilla. Decíase en su contexto
que por haberse portado aquella corporación con _tanta debilidad como
superchería_, se destituían sus individuos considerándolos _cobardes
e indignos de ser los magistrados de una nación brava y generosa_.
Quedaban además detenidos en calidad de rehenes: por cuyo decreto
el artículo sexto de la capitulación con afán apuntado por los del
consejo, y según el cual debían conservarse «las leyes, costumbres y
tribunales en su actual constitución» se barrenaba y destruía.

Siguiéronse a este el de la abolición de la inquisición, el de la
reducción de conventos a una tercera parte, el de la extinción de los
derechos señoriales y exclusivos, y el de poner las aduanas en la
frontera de Francia. Varios de estos decretos, reclamados constantemente
por los españoles ilustrados, no dejaron de cautivar al partido del
gobierno intruso ciertos individuos enojados con los primeros pasos de
la central, dando a otros plausible pretexto para hacerse tornadizos.

Mas semejantes resoluciones de suyo benéficas aunque procedentes de
mano ilegítima, fueron acompañadas de otras crueles e igualmente
contrarias a lo capitulado. [Marginal: Españoles llevados a Francia.]
Se cogió y llevó a Francia a Don Arias Mon, decano del consejo, y a
otros magistrados. El príncipe de Castelfranco, el marqués de Santa
Cruz del Viso y el conde de Altamira o sea de Trastámara, comprendidos
en el decreto de proscripción de Burgos, fueron también presos y
conducidos a Francia, conmutándose la pena de muerte en la de perpetuo
encierro, sin embargo de que por los artículos primero, segundo y
tercero de la capitulación se aseguraba la libertad y seguridad de las
vidas y propiedades de los vecinos, militares y empleados de Madrid.
Igual suerte cupo en un principio al duque de Sotomayor de que le
libró especial favor. Estuvo para ser más rigurosa la del marqués de
San Simón, emigrado francés al servicio de España: fue juzgado por una
comisión militar, y condenado a muerte, habiendo defendido contra sus
compatriotas la Puerta de Fuencarral. Las lágrimas y encarecidos ruegos
de su desconsolada hija alcanzaron gracia, limitándose la pena de su
padre a la de confinación en Francia.

[Marginal: Visita Napoleón el palacio real.]

Napoleón permanecía en Chamartín, y solo una vez y muy de mañana
atravesó a Madrid y se encaminó a palacio. Aunque se le representó
suntuosa la morada real, según sabemos de una persona que le
acompañaba, por nada preguntó con tanto anhelo como por el retrato
de Felipe II: detúvose durante algunos minutos delante de uno de los
más notables, y no parecía sino que un cierto instinto le llevaba a
considerar la imagen de un monarca que si bien en muchas cosas se le
desemejaba, coincidía en gran manera con él en su amor a exclusiva,
dura e ilimitada dominación, así respecto de propios como de extraños.

[Marginal: Su inquietud.]

La inquietud de Napoleón crecía según que corrían días sin recoger el
pronto y abundante esquilmo que esperaba de la toma de Madrid. Sus
correos comenzaban a ser interceptados, y escasas y tardías eran las
noticias que recibía. Los ejércitos españoles si bien deshechos, no
estaban del todo aniquilados, y era de temer se convirtiesen en otros
tantos núcleos, en cuyo derredor se agrupasen oficiales y soldados,
al paso que los franceses teniendo que derramarse enflaquecían sus
fuerzas, y aun desaparecían sobre la haz espaciosa de España. En
las demás conquistas dueño Napoleón de la capital lo había sido
de la suerte de la nación invadida: en esta ni el gobierno ni los
particulares, ni el más pequeño pueblo de los que no ocupaba se
habían presentado libremente a prestarle homenaje. Impacientábale
tal proceder, sobre todo cuando nuevos cuidados podrían llamarle a
otras y lejanas partes. Mostró su enfado al corregidor de Madrid que
el 16 de diciembre fue a Chamartín a cumplimentarle y a pedirle la
vuelta de José según se había exigido del ayuntamiento: [Marginal:
Contestación al corregidor de Madrid.] díjole pues Napoleón que por
los derechos de conquista que le asistían podía gobernar a España
nombrando otros tantos virreyes cuantas eran sus provincias. Sin
embargo añadió que consentiría en ceder dichos derechos a José, cuando
todos los ciudadanos de la capital le hubieran dado pruebas de adhesión
y fidelidad por medio de un juramento «que saliese no solamente de la
boca sino del corazón, y que fuese sin restricción jesuítica.»

[Marginal: Juramento exigido de los vecinos.]

Sujetose el vecindario a la ceremonia que se pedía, y no por eso
trataba Napoleón de reponer a José en el trono, cosa que a la verdad
interesaba poco a los madrileños, molestados con la presencia de
cualquier gobierno que no fuera el nacional. El emperador había dejado
en Burgos a su hermano, quien sin su permiso vino y se le presentó en
Chamartín, donde fue tan mal recibido que se retiró a la Monclova y
luego al Pardo, no gozando de rey sino escasamente la apariencia.

[Marginal: Van los mariscales franceses en perseguimiento de los
españoles.]

Más que en su persona ocupábase Napoleón en averiguar el paradero
de los ingleses, y en disipar del todo las reliquias de las tropas
españolas. El 8 de diciembre llegó a Madrid el cuerpo de ejército del
duque de Danzig, y con diligencia despachó Napoleón hacia Tarancón al
mariscal Bessières, dirigiendo sobre Aranjuez y Toledo al mariscal
Victor y a los generales Milhaud y Lasalle.

[Marginal: Total dispersión del ejército de San Juan.]

Por este lado y la vuelta de Talavera se había retirado Don Benito
San Juan, quien después de haber recogido en Segovia dispersos, y en
unión con Don José Heredia, se había apostado en el Escorial antes
de la entrega de Madrid. Pensaban ir ambos generales al socorro de
la capital, y aun instados por el vizconde de Gante que con aquel
objeto según vimos había ido a su encuentro, se pusieron en marcha.
Acercábanse, cuando esparcida la voz de estar muy apretada la villa
y otras siniestras, empezó una dispersión horrorosa, abandonando los
artilleros y carreteros cañones y carruajes. Comenzó por donde estaba
San Juan, cundió a la vanguardia que mandaba Heredia, y ni uno ni otro
fueron parte a contenerla. Algunos restos llegaron en la madrugada
del 4 casi a tocar las puertas de Madrid, en donde noticiosos de la
capitulación, sueltos y a manera de bandidos, corrieron como los
primeros asolando los pueblos, y maltratando a los habitadores hasta
Talavera, punto de reunión que fue teatro de espantosa tragedia.

Habituados a la rapiña y al crimen las mal llamadas tropas, pesábales
volver a someterse al orden y disciplina militar. Su caudillo D. Benito
San Juan no era hombre para permitir más tiempo la holganza y los
excesos encubiertos bajo la capa del patriotismo, de lo cual temerosos
los alborotadores y cobardes, difundieron por Talavera que los jefes
los habían traidoramente vendido. Con lo que apandillándose una banda
de hombres y soldados desalmados, se metieron en la mañana del 7 en el
convento de Agustinos, y guiados por un furibundo fraile penetraron
en la celda en donde se albergaba el general San Juan. Empezó este
a arengarlos con serenidad, y aun a defenderse con el sable, no
bastando las razones para aplacarlos. [Marginal: Muerte cruel de este
general.] Desarmáronle y viéndose perdido, al querer arrojarse por una
ventana tres tiros le derribaron sin vida. Su cadáver despojado de los
vestidos, mutilado y arrastrado, le colgaron por último de un árbol
en medio de un paseo público, y así expuesto, no satisfechos todavía
le acribillaron a balazos. Faltan palabras para calificar debidamente
tamaña atrocidad, ejecutada por soldados contra su propio jefe, y
promovida y abanderizada por quien iba revestido del hábito religioso.

[Marginal: Ejército del centro. Sus marchas y retirada a Cuenca.]

No tan relajado aunque harto decaído estaba por el lado opuesto el
ejército del centro. El hambre, los combates, el cansancio, voces
de traición, la fuga, el mismo desamparo de los pueblos, uniéndose
a porfía y de tropel, habían causado grandes claros en las filas.
Cuando le dejamos en Sigüenza estaba reducido su número a 8000 hombres
casi desnudos. Mas sin embargo determinaron los jefes cumplir con
las órdenes del gobierno, e ir a reforzar a Somosierra. Emprendió la
infantería su ruta por Atienza y Jadraque, y la artillería y caballería
en busca de mejores caminos tomaron la vuelta de Guadalajara siguiendo
la izquierda del Henares. No tardaron los primeros en variar de rumbo,
y caminar por donde los segundos con el aviso de Castelar recibido en
la noche del 1.º al 2 de diciembre, de haber los enemigos forzado el
paso de Somosierra. Continuando pues todo el ejército a Guadalajara,
la 1.ª y 4.ª división entraron por sus calles en la noche del 2
junto con la artillería y caballería. Casi al propio tiempo llegó
a dicha ciudad el duque del Infantado; y el 3, avistándose con La
Peña y celebrando junta de generales, se acordó: 1.º Enviar parte de
la artillería a Cartagena, como se verificó; y 2.º dirigirse con el
ejército por los altos de Santorcaz, pueblecito a dos leguas de Alcalá
y a su oriente, y extenderse a Arganda para que desde aquel punto, si
ser pudiere, se metiese la vanguardia con un convoy de víveres por
la Puerta de Atocha. En la marcha tuvieron noticia los jefes de la
capitulación de Madrid, y obligados por tanto a alejarse, resolvieron
cruzar el Tajo por Aranjuez y guarecerse de los montes de Toledo. Plan
demasiadamente arriesgado y que por fortuna estorbó con sus movimientos
el enemigo sin gran menoscabo nuestro. Caminaron los españoles el 6
y descansaron en Villarejo de Salvanés. Allí les salió al encuentro
Don Pedro de Llamas, encargado por la central de custodiar con pocos
soldados el punto de Aranjuez, que acababa de abandonar forzado por
la superioridad de fuerzas francesas. Interceptado de este modo el
camino, se decidieron los nuestros a retroceder y pasar el Tajo por las
barcas de Villamanrique, Fuentidueña y Estremera, y abrigándose de las
sierras de Cuenca sentar sus reales en aquella ciudad, paraje acomodado
para repararse de tantas fatigas y penalidades. Así y por entonces
se libraron las reliquias del ejército del centro de ser del todo
aniquiladas en Aranjuez por el mariscal Victor, y en Guadalajara por la
numerosísima caballería de Bessières, y el cuerpo de Ney que entró el
6 viniendo de Aragón. No hubo sino alguno que otro reencuentro, y haber
sido acuchillados en Nuevo Baztán los cansados y zagueros.

[Marginal: Rebelión del oficial Santiago.]

A los males enumerados y al encarnizado seguimiento del enemigo
agregáronse en su marcha al ejército del centro discordias y
conspiraciones. El 7 de diciembre estando en Belinchón el cuartel
general, se mandó ir a la villa de Yebra a la 1.ª y 4.ª división
que regía entonces el conde de Villariezo. A mitad del camino y en
Mondéjar, Don José Santiago, teniente coronel de artillería, el mismo
que en mayo fue de Sevilla para levantar a Granada, se presentó al
general de las divisiones diciéndole, que estas en vez de proseguir
a Cuenca, querían retroceder a Madrid para pelear con los franceses,
y que a él le habían escogido por caudillo; pero que suspendía
admitir el encargo hasta ver si el general, aprobando la resolución,
se hacía digno de continuar capitaneándolos. Rehusó Villariezo la
inesperada oferta, y reprendiendo al Santiago, encomendole contener
el mal espíritu de la tropa: singular conspirador y singular jefe.
La artillería, como era de temer, en vez de apaciguarse se apostó en
el camino de Yebra, y forzó a la otra tropa que iba a continuar su
marcha a volver atrás. Intentó Villariezo arengar a los sublevados
que aparentaron escucharle, mas quiso que de nuevo prosiguiesen su
ruta; y gritando unos «_a Madrid_» y otros «_a Despeñaperros_», tuvo
que desistir de su empeño y despachar al coronel de Pavía, príncipe
de Anglona, para que informase de lo ocurrido al general en jefe, el
cual creyó prudente separar la infantería y alejarla de la caballería
y artillería. Los peones dirigiéndose a Illana debían cruzar el vado y
barcas de Maquilón; los jinetes y cañones con solos dos regimientos de
infantería, Órdenes y Lorca, las de Estremera: mandando a los primeros
el mismo Villariezo y a los segundos Don Andrés de Mendoza. Ciertas
precauciones y la repentina mudanza en la marcha suspendieron algún
tiempo el alboroto; mas el día 8 al querer salir de Tarancón encrespose
de nuevo, y sin rebozo se puso Santiago a la cabeza.

Pareciéndole al Mendoza que el carácter y respetos del conde de
Miranda, comandante de carabineros reales, que allí se hallaba, eran
más acomodados para atajar el mal que los que a su persona asistían,
propuso al conde, y este aceptó, sustituirle en el mando. Llamado don
José Santiago por el nuevo jefe, retúvole este junto a su persona;
y hubo vagar para que adoptadas prontas y vigorosas providencias se
continuase, aunque con trabajo, la marcha a Cuenca. El Santiago fue
conducido a dicha ciudad, y arcabuceado después en 12 de enero con un
sargento y cabo de su cuerpo.

[Marginal: Nómbrase por general en jefe al duque del Infantado.]

Mas el mal había echado tan profundas raíces y andaban las voluntades
tan mal avenidas, que para arrancar aquellas y aunar estas, juzgó
conveniente Don Manuel de la Peña celebrar un consejo de guerra
en Alcázar de Huete, y desistiéndose del mando proponer en su
lugar por general en jefe al duque del Infantado. Admitiose la
propuesta, consintió el duque, y aprobolo después la central, con
que se legitimaron unos actos que solo disculpaba lo arduo de las
circunstancias.

La mayor parte del ejército entró en Cuenca en 10 de diciembre. Mas
remisa estuvo, y llegó en desorden la 2.ª división al mando del general
Grimarest, que fue atacada en Santa Cruz de la Zarza en la noche del
8, y ahuyentada por el general Montbrun. Y el terror y la indisciplina
fueron tales, que casi sin resistencia corrió dicha división
precipitadamente y a la primera embestida camino de Cuenca.

En esta ciudad reunido el ejército del centro y abrigado de la fragosa
tierra que se extendía a su espalda, terminó su retirada de 86 leguas,
emprendida desde las faldas del Moncayo, memorable sin duda, aunque
costosa; pues al cabo, en medio de tantos tropiezos, reencuentros,
marchas y contramarchas, escaseces y sublevaciones, salvose la
artillería y bastante fuerza para con su apoyo formar un nuevo
ejército, que combatiendo al enemigo o trabajándole le distrajese de
otros puntos y contribuyese al bueno y final éxito de la causa común.

[Marginal: Conde de Alacha. Su retirada gloriosa.]

Descansaban pues y se reponían algún tanto aquellos soldados, cuando
con asombro vieron el 16 entrar por Cuenca una corta división
que se contaba por perdida. Recordará el lector como después del
acontecimiento de Logroño incorporada la gente de Castilla en el
ejército de Andalucía, se formó una vanguardia de 4000 hombres al mando
del conde de Cartaojal, destinada a maniobrar en la sierra de Cameros.
El 22 de noviembre, según orden de Castaños, se había retirado dicho
jefe por el lado de Ágreda a Borja, y después de una leve refriega
con partidas enemigas prosiguiendo a Calatayud, se había allí unido
al grueso del ejército, de cuya suerte participó en toda la retirada.
Mas de este cuerpo de Cartaojal quedó el 21 en Nalda separado y como
cortado un trozo a las órdenes del conde de Alacha.

No desanimándose ni los soldados ni su caudillo, aconsejado de buenos
oficiales al verse rodeados de enemigos, y ellos en tan pequeño número,
emprendieron una retirada larga, penosa y atrevida. Por espacio de
veinte días acampando y marchando a dos y tres leguas del ejército
francés, cruzando empinados montes y erizadas breñas, descalzos y casi
desnudos en estación cruda, apenas con alimento, desprovistos de todo
consuelo, consiguieron, venciendo obstáculos para otros insuperables,
llegar a Cuenca conformes y aun contentos de presentarse no solo
salvos, sino con el trofeo de algunos prisioneros franceses. Tanta
es la constancia, sobriedad e intrepidez del soldado español bien
capitaneado.

[Marginal: La Mancha.]

Pero la estancia en Cuenca del ejército del centro, si bien por una
parte le daba lugar para recobrarse y le ponía más al abrigo de una
acometida, por otra dejaba a la Mancha abierta y desamparada. Es cierto
que sus vastas llanuras nunca hubieran sido bastantemente protegidas
por las reliquias de un ejército a cuya caballería no le era dado hacer
rostro a la formidable y robusta de las huestes enemigas. Así fue que
el mariscal Victor, sentando ya en 11 de diciembre su cuartel general
en Aranjuez y Ocaña, desparramó por la Mancha baja gruesas partidas
que se proveían de vituallas en sus feraces campiñas, y pillaban y
maltrataban pueblos abandonados a su rapacidad por los fugitivos
habitantes.

[Marginal: Toledo.]

Habían contado algunos con que Toledo haría resistencia. Mas
desapercibida la ciudad y cundiendo por sus hogares el terror que
esparcían la rota y dispersión de los ejércitos, abrió el 19 de
diciembre sus puertas al vencedor; habiendo antes salido de su recinto
la junta provincial, muchos de los principales vecinos, y despachado a
Sevilla 12.000 espadas de su antigua y celebrada fábrica.

[Marginal: Muertes violentas.]

Ciertos y contados pueblos ofrecieron la imagen de la más completa
anarquía, atropellando o asesinando pasajeros. Doloroso sobre todo
fue lo que aconteció en Malagón y Ciudad Real. Por el último pasaba
preso a Andalucía Don Juan Duro, canónigo de Toledo y antiguo amigo
del príncipe de la Paz: ni su estado, ni su dignidad, ni sus súplicas
le guarecieron de ser bárbaramente asesinado. La misma suerte cupo en
el primer pueblo a Don Miguel Cayetano Soler, ministro de hacienda de
Carlos IV, que también llevaban arrestado: atrocidades que hubieran
debido evitarse no exponiendo al riesgo de transitar por lugares
agitados personajes tan aborrecidos.

Templa por dicha la amargura de tales excesos la conducta de otras
poblaciones, que empleando dignamente su energía y cediendo al noble
impulso del patriotismo antes que a los consejos de la prudencia,
detuvieron y escarmentaron a los invasores. [Marginal: Villacañas.]
Señalose la villa de Villacañas una de las comprendidas en el gran
priorato de San Juan. Varias partidas de caballería enemiga que
quisieron penetrar por sus calles fueron constantemente rechazadas en
diferentes embestidas que dieron en los días del 20 al 25 de diciembre.
Alabó el gobierno y premió la conducta de Villacañas, cuya población
quedó, durante algún tiempo, libre de enemigos, en medio de la Mancha
inundada de sus tropas.

[Marginal: Sierra Morena.]

Estas antes de terminar diciembre se habían extendido hasta Manzanares
y amagaban aproximarse a las gargantas de Sierra Morena. Muchos
oficiales y soldados del ejército del centro se habían acogido a
aquellas fraguras. Unos obligados de la necesidad; otros huyendo
vergonzosamente del peligro. Sin embargo como estos eran los menos
túvose a dicha su llegada, porque daba cimiento a formar y organizar
centenares de alistados que acudían de las Andalucías y la Mancha.

[Marginal: Juntas de los cuatro reinos de Andalucía.]

Las juntas de aquellos cuatro reinos, vista la dispersión de los
ejércitos y en dudas del paradero de la central, trataron de reunirse
en la Carolina, enviando allí dos diputados de cada una que las
representasen, invitando también a lo mismo a la de Extremadura y
a otra que se había establecido en Ciudad Real. Pero la central,
fuese previsión o temores de que se le segregasen estas provincias,
[Marginal: Campo Sagrado.] había comisionado a Sierra Morena al
marqués de Campo Sagrado, individuo suyo, con orden de promover los
alistamientos y de poner en estado de defensa aquella cordillera.
El 6 de diciembre ya se hallaba en Andújar, como asimismo [Marginal:
Marqués del Palacio.] el marqués del Palacio encargado del mando en
jefe del ejército que se reunía en Despeñaperros, habiendo sido antes
llamado de Cataluña según en su lugar veremos. De Sevilla enviaron los
útiles y cañones necesarios para fortificar la sierra, a donde también
y con felicidad retrocedieron desde Manzanares 14 piezas que caminaban
a Madrid. Por este término se consiguió al promediar diciembre, que
en la Carolina y contornos se juntasen 6000 infantes y 300 caballos,
cubriéndose y reforzándose sucesivamente los diversos pasos de la
sierra.

Cortos eran en verdad semejantes medios si el enemigo con sus poderosas
fuerzas hubiera intentado penetrar en Andalucía. Pero distraída su
atención a varios puntos, y fija principalmente en el modo de destruir
al ejército inglés, único temible que quedaba, trató de seguir a este
en Castilla y obrar además del lado de Extremadura, como movimiento que
podría ayudar a las operaciones de Portugal en caso que los ingleses se
retirasen hacia aquel reino.

[Marginal: Marchan los franceses a Extremadura. Estado de la provincia.]

Para lograr el último objeto marchó sobre Talavera el 4.º cuerpo del
mando del mariscal Lefebvre, compuesto de 22.000 infantes y 3000
caballos. La provincia de Extremadura, aunque hostigada y revuelta con
exacciones y dispersos, se mantenía firme y muy entusiasmada. Mas el
despecho que causaban las desgracias convirtió a veces la energía en
ferocidad. [Marginal: Excesos.] Fueron en Badajoz el 16 de diciembre
inmolados dos prisioneros franceses, el coronel de milicias Don
Tiburcio Carcelén y el ex tesorero general Don Antonio Noriega, antiguo
allegado del príncipe de la Paz. También pereció en la villa de Usagre
su alcalde mayor. Los asesinos descubiertos en ambos pueblos fueron
juzgados y pagaron su crimen con la vida. Estas muertes, con las que
hemos contado, y alguna otra que relataremos después, que en todo
no pasaron de doce, fueron las que desdoraron este segundo periodo
de nuestra historia, en el cual, rompiéndose de nuevo en ciertas
provincias los vínculos de la subordinación y el orden, quedó suelta la
rienda a las pasiones y venganzas particulares.

El general Galluzo, sucesor del desventurado San Juan, escogió la
orilla izquierda del Tajo como punto propio para detener en su marcha
a los franceses. Fue su primera idea guardar los vados y cortar los
principales puentes. Cuéntanse de estos cuatro desde donde el Tiétar
y Tajo se juntan en una madre hasta Talavera; y son el del Cardenal,
el de Almaraz, el del Conde y el del Arzobispo. El 2.º por donde cruza
el camino de Badajoz a Madrid mereció particular atención, colocándose
allí en persona el mismo Galluzo. La trabazón de su fábrica era tan
fuerte y compacta, que por entonces no se pudo destruir, y solo si
resquebrajarle en parte: 5000 hombres le guarnecieron. Don Francisco
Trías fue enviado el 15 de diciembre al del Arzobispo, del que ya
enseñoreados los enemigos, tuvo que limitarse a quedar en observación
suya. Los otros dos puentes fueron ocupados por nuestros soldados.

[Marginal: Su retirada.]

Los franceses se contentaron al principio con escaramuzar en toda
la línea hasta el día 24, en que viniendo por el del Arzobispo,
atacaron el frente y flanco derecho del general Trías, y le obligaron
a recogerse a la sierra camino de Castañar de Ibor. También fue
amagado en el propio día el del Conde, que sostuvo D. Pablo Morillo,
subteniente entonces, general ahora.

Noticioso Galluzo de lo ocurrido con Trías y también de que los
enemigos habían avanzado a Valdelacasa, se replegó a Jaraicejo, tres
leguas a retaguardia de Almaraz, dejando para guardar el puente los
batallones de Irlanda y Mallorca y una compañía de zapadores. Así como
los otros, fue luego atacado este punto, del que se apoderó al cabo
de una hora de fuego la división del general Valence, cogiendo 300
prisioneros.

Pensó Galluzo detenerse en Jaraicejo, pero creyéndose poco seguro
con la toma del puente de Almaraz, a las tres de la tarde del 25
ordenadamente emprendió su retirada a Trujillo, cuatro leguas distante.
Este movimiento y voces que esparcía el miedo o la traición, aumentaron
el desorden del ejército, y temíase otra dispersión. Por ello, y
la superioridad de fuerzas con que el enemigo se adelantaba, juntó
Galluzo un consejo de guerra [menguado recurso a que nuestros generales
continuamente acudían], y se decidió retirarse a Zalamea, 23 leguas de
Trujillo y del lado de la sierra que parte términos con Andalucía. El
28 llegó el ejército a su destino, si ejército merece llamarse lo que
ya no era sino una sombra. De la artillería se salvaron 17 piezas, 11
de ellas se enviaron de Miajadas a Badajoz, y 6 siguieron a Zalamea. A
este punto llegaron después y en mejor orden 1200 hombres de los del
puente del Conde y del Arzobispo.

Los franceses penetraron el 26 hasta Trujillo, quedando a merced suya
la Extremadura y muy expuesta y desapercibida la Andalucía. Otros
acontecimientos los obligaron a hacer parada y retroceder prontamente,
dando lugar a la junta central para reparar en parte tanto daño.

[Marginal: Continúa la central su viaje.]

El viaje de esta había continuado sin otra interrupción ni descanso que
el preciso para el despacho de los negocios. En todos los pueblos por
donde transitaba era atendida y acatada, contribuyendo mucho a ello los
respetables nombres de Floridablanca y Jovellanos, y la esperanza de
que la patria se salvaría salvándose la autoridad central. En Talavera,
en cuya villa la dejamos, celebró dos sesiones. Detúvose en Trujillo
cuatro días, y recibiendo en esta ciudad pliegos del general Escalante
enviado al ejército inglés, en los que anunciaba la ineficacia de sus
oficios con el general Sir Juan Moore para que obrase activamente en
Castilla; puesta la junta de acuerdo con el ministro británico Mr.
Frere, nombraron la primera a Don Francisco Javier Caro, individuo
suyo, y el segundo a Sir Carlos Stuart, a fin de que encarecidamente
y de palabra repitiesen las mismas instancias a dicho general; siendo
esencial su movimiento y llamada para evitar la irrupción de las
Andalucías.

Se expidieron también en Trujillo premiosas órdenes para el armamento
y defensa a los generales y juntas, y se resolvió no ir a Badajoz sino
a Sevilla como ciudad más populosa y centro de mayores recursos.

[Marginal: Sucede Cuesta a Galluzo.]

Al pasar la junta por Mérida una diputación de la de aquella ciudad
le pidió en nombre del pueblo que eligiese por capitán general de
la provincia y jefe de sus tropas a Don Gregorio de la Cuesta, que
en calidad de arrestado seguía a la junta. No convino esta en la
petición dando por disculpa que se necesitaba _averiguar_ el dictamen
de la suprema de la provincia congregada en Badajoz, la cual sostuvo
a Galluzo, hasta que tan atropellada y desordenadamente se replegó
a Zalamea. Entonces la voz pública pidiendo por general a Cuesta,
bienquisto en la provincia en donde antes había mandado, uniose a su
clamor la junta provincial, y la central aunque con repugnancia accedió
al nombramiento. Cuesta llamó de Zalamea las tropas y estableció
su cuartel general en Badajoz, en cuya plaza empezó a habilitar
el ejército para resistir al enemigo, y emprender después nuevas
operaciones.

Mas en esta providencia, oportuna sin duda y militar, no faltó quien
viese la enemistad del general Cuesta con la junta central, quedando
abierta la Andalucía a las incursiones del enemigo, y por tanto Sevilla
ciudad que había el gobierno escogido para su asiento. Temerosa debió
de andar la misma junta ya de un ataque de los franceses, o ya de los
manejos y siniestras miras de Cuesta; pues antes de acabar diciembre
nombró al brigadier Don José Serrano Valdenebro para cubrir con
cuantas fuerzas pudiese los puntos de Santa Olalla y el Ronquillo y las
gargantas occidentales de Sierra Morena.

[Marginal: Llega a Sevilla la central en 17 de diciembre.]

La junta central entró en Sevilla el 17 de diciembre. Grande fue la
alegría y júbilo con que fue recibida, y grandes las esperanzas que
comenzaron a renacer. Abrió sus sesiones en el real alcázar el día
siguiente 18, y notose luego que mudaba algún tanto y mejoraba de
rumbo. Los contratiempos, la experiencia adquirida, [Marginal: Muerte
de Floridablanca.] los clamores y la muerte del conde de Floridablanca,
influyeron en ello extraordinariamente. Falleció dicho conde en el
mismo Sevilla el 28 de diciembre, cargado de años y oprimido por
padecimiento de espíritu y de cuerpo. Celebrose en su memoria magnífico
funeral, y se le dispensaron honores de infante de Castilla. Fue
nombrado en su lugar vicepresidente de la junta el marqués de Astorga,
grande de España, y digno, por su conducta política, honrada índole y
alta jerarquía, de recibir tan honorífica distinción.

[Marginal: Situación penosa de la central.]

El estado de las cosas era sin embargo crítico y penoso. De los
ejércitos no quedaban sino tristes reliquias en Galicia, León y
Asturias, en Cuenca, Badajoz y Sierra Morena. Algunas otras se habían
acogido a Zaragoza ya sitiada; y Cataluña aunque presentase una
diversión importante, no bastaba por sí sola a impedir la completa
ruina y destrucción de las demás provincias y del gobierno. [Marginal:
Sus esperanzas.] Dudábase de la activa cooperación del ejército inglés,
arrimado sin menearse contra Portugal y Galicia, y solo se vivía con
la esperanza de que el anhelo por repelerle del territorio peninsular
empeñaría a Napoleón en su seguimiento, y dejaría en paz por algún
tiempo el levante y mediodía de España, con cuyo respiro se podrían
rehacer los ejércitos y levantar otros nuevos, no solamente por medio
de los recursos que estos paises proporcionasen, sino también con los
que arribaron a sus costas de las ricas provincias situadas allende el
mar.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO SÉPTIMO.


_Salida de Napoleón de Chamartín. — Situación del ejército inglés. —
Dudas y vacilaciones del general Moore. — Consulta con Mr. Frere. —
Pasos e instancias de la junta central y de Morla para que avance. —
Resuélvese a ello. — Incidente que pudo estorbarlo. — Sale el 12 de
Salamanca a Valladolid. — Varía de dirección y se mueve hacia Toro y
Benavente. — Da de ello aviso a Romana. Mal estado del ejército de
este. — Parcialidad de escritores extranjeros. — Unión en Mayorga
de los generales Baird y Moore. — Situación del mariscal Soult. —
Aviso de la venida de Napoleón. Retíranse los ingleses a Benavente
y Astorga. — Marcha de Napoleón. Paso de Guadarrama. — Empieza a
relajarse la disciplina del ejército inglés. — Choque de caballería
en Benavente. — Sorprenden en Mansilla los franceses a los españoles.
— Retírase Romana de León. — Júntase en Astorga con los ingleses. —
Retírase Romana por Foncebadón. Moore por Manzanal. — Desgracias de
Romana en su retirada. — Desórdenes de los ingleses en su retirada. —
Llega Napoleón a Astorga. — Entrada del mariscal Soult en el Bierzo. —
Reencuentro en Cacabelos. — Retírase el general Moore de Villafranca.
— Van en aumento los desórdenes de los ingleses. — Llegan a Lugo. —
Prepárase Moore a aventurar una batalla. — Retírase después. — Llega
a la Coruña. — Batalla de la Coruña. — Embárcanse los ingleses. —
Entrega de la Coruña. — Del Ferrol. — Estado de Galicia. — Paradero
de Romana. — Sucede a Soult el mariscal Ney. — Vuelta de Napoleón a
Valladolid. — Áspero recibimiento que hace Napoleón a las autoridades.
— Angustias del ayuntamiento de Valladolid. — Suplicio de algunos
españoles, y perdón de uno de ellos. — Temores de guerra con Austria.
Prepárase Napoleón a volver a Francia. — Recibe en Valladolid a los
diputados de Madrid. — Opinión e intentos de Napoleón sobre España. —
Parte para Francia. — José en el Pardo. Pasa una revista en Aranjuez.
— Movimiento del ejército español del centro. Planes de su jefe el
duque del Infantado. — Ataque de Tarancón. — Avanza el mariscal Victor.
— Retírase Venegas a Uclés. — Batalla de Uclés. — Excesos cometidos
por los franceses en Uclés. — Retirada del duque del Infantado. —
Sucédele en el mando el conde de Cartaojal. — Entrada de José en
Madrid. — Sucesos de Cataluña. — La junta del principado se traslada
a Villafranca. — Excursiones de Duhesme. — Vives sucesor del marqués
del Palacio. — Ejército español de Cataluña. Su fuerza. — Situación
de Barcelona. — Tentativas de Vives contra aquella plaza. — Entrada
de Saint-Cyr en Cataluña. — Sitio de Rosas. — Honrosa resistencia de
los españoles. — Capitulación de Rosas. — Avanza Saint-Cyr camino de
Barcelona. — Vives y las divisiones de Reding y Lazán. — Orden singular
dada por Lecchi en Barcelona. — Trata Vives de seducirle a él y a
otros. — Ataques de Vives del 26 y 27 de noviembre en las cercanías
de Barcelona. — Del 5 de diciembre. — Reding y Vives van al encuentro
de Saint-Cyr. — Continúa Saint-Cyr su marcha. — Batalla de Llinas o
Cardedeu. — Son derrotados los españoles. — Se retiran al Llobregat.
— Llega Saint-Cyr a Barcelona. — Avanza al Llobregat. — Situación de
los españoles. — Batalla de Molins de Rey. — Derrota de los españoles
y tristes resultas. — Embarazosa también la situación de Saint-Cyr.
— Acontecimientos de Tarragona. — Sucede Reding a Vives. — Segundo
sitio de Zaragoza. — Preparativos de defensa. — Disposiciones de los
franceses. — Preséntanse delante de Zaragoza. — El mariscal Moncey
se apodera del monte Torrero. — Son rechazados los franceses en el
Arrabal. — Intimación a la plaza. — Bloqueo y ataques que preparan los
franceses. — Salida del general Butrón. — Reemplaza Junot a Moncey. —
Sale Mortier para Calatayud. — Empieza el bombardeo. — Ataques contra
San José y reducto del Pilar. — Manuela Sancho. — Resolución de los
moradores. — Enfermedades y contagio. — Temores de los franceses. —
Gente que perdieron en Alcañiz. — Llegada del mariscal Lannes. — Llama
a Mortier. — Dispersa este a Perena. — Asalto de los franceses al
recinto de la ciudad. — Muerte de Sangenís. — Estragos del bombardeo y
epidemia. — Intimación de Lannes. — Dicho de Palafox. — Resistencia en
casas y edificios. — Minas de los franceses. — Patriotismo y fervor de
algunos eclesiásticos. — Muerte del general Lacoste. — Murmuraciones
del ejército francés. — Embestida del Arrabal. — Los progresos del
enemigo en la ciudad. — Nuevas murmuraciones del ejército francés.
— Toma del Arrabal. — Furioso ataque que los franceses preparan. —
Deplorable estado de la ciudad. — Enfermedad de Palafox. — Propone la
junta capitular. — Conferencia con Lannes. — Capitulación. — Palabra
que da Lannes. — Firma la junta la capitulación. — Quebrántase por
los franceses horrorosamente. — Mal trato dado a Palafox. — Muerte de
prisioneros. De Boggiero y Sas. — Entrada de Lannes en Zaragoza. — P.
Santander. — Junot sucede otra vez a Lannes. — Pérdidas de unos y de
otros. — Ruinas de edificios y bibliotecas. — Juicio sobre este sitio._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO SÉPTIMO.


[Marginal: Salida de Napoleón de Chamartín.]

Napoleón permanecía en Chamartín. Allí afanado y diligente, agitado
su corazón como mar por vientos bravos, ocupábale España, Francia,
Europa entera, y más que todo averiguar los movimientos y paradero del
ejército inglés. Posponía a este los demás cuidados. Avisos inciertos
o fingidos le impelían a tomar encontradas determinaciones. Unas veces
resuelto a salir vía de Lisboa se aprestaba a ello: otras suspendiendo
su marcha aguardaba de nuevo posteriores informes. Pareció al fin
estar próximo el día de su partida, cuando el 19 de diciembre a las
puertas de la capital pasó reseña a 70.000 hombres de escogidas tropas.
Así fue: dos días después, el 21, habiendo recibido noticia cierta
de que los ingleses se internaban en Castilla la Vieja, en la misma
noche con la rapidez del rayo acordó oportunas providencias para que
el 22, dejando en Madrid 10.000 hombres, partiesen 60.000 la vuelta de
Guadarrama.

[Marginal: Situación del ejército inglés.]

Era en efecto tiempo de que atajase los intentos de contrarios tan
temibles y que tanto aborrecía. Sir Juan Moore vacilante al principio
había por último tomado la ofensiva con el ejército de su mando. Ya
hablamos de su llegada a Salamanca el 23 de noviembre. Apenas había
sentado allí sus reales, empezaron a esparcirse las nuevas de nuestras
derrotas, funestos acontecimientos que sobresaltaron al general inglés
con tanto mayor razón cuanto sus fuerzas se hallaban segregadas y entre
sí distantes. Hasta el 23 del propio noviembre no acabaron de concurrir
a Salamanca las que con el mismo general Moore habían avanzado por el
centro: de las restantes las que mandaba Sir David Baird estaban el 26
unas en Astorga, otras lejos a la retaguardia, no habiendo aún en aquel
día las de Sir Juan Hope atravesado en su viaje desde Extremadura las
sierras que dividen ambas Castillas.

[Marginal: Dudas y vacilaciones del general Moore.]

Como exigía tiempo la reconcentración de todas estas fuerzas, era de
recelar que los franceses libres de ejércitos españoles, avanzando e
interponiéndose con su acostumbrada celeridad, embarazasen al de los
ingleses y le acometiesen separadamente y por trozos: en especial
cuando este, si bien lucido en su apariencia, maravillosamente
disciplinado, bizarrísimo en un día de batalla, flaqueaba del lado de
la presteza.

Motivos eran estos para contener el ánimo de cualquier general
atrevido, mucho más el del general inglés, hombre prudente y a quien
los riesgos se representaban abultados; porque aunque oficial consumado
y dignísimo del buen concepto que entre sus compatriotas gozaba,
adoleciendo por desgracia de aquel achaque entonces común a los
militares de tener por invencibles a Napoleón y sus huestes, juzgaba la
causa peninsular de éxito muy dudoso, y por decirlo así la miraba como
perdida: lo cual no poco contribuyó a su irresolución e incertidumbre.
Se acrecentaron sus temores al entrar en España, no columbrando en los
pueblos señales extraordinarias de entusiasmo, como si la manifestación
de un sentimiento tan vivo pudiera sin término prolongarse, y como si
la disposición en que veía a todos los habitantes de no querer entrar
en pacto ni convenio con el enemigo, no fuera bastante para hacerle
fundadamente esperar que ella sola debía al cabo producir larga y
porfiada resistencia.

Desalentado por consiguiente el general Moore, y no contemplando ya
en esta guerra sino una lucha meramente militar, empezó a contar
bajo dicho respecto sus recursos y los de los españoles, y habiendo
en gran parte desaparecido los de estos con las derrotas, y siendo
los suyos muy inferiores a los de los franceses, pensó en retirarse
a Portugal. Tal fue su primer impulso al saber las dispersiones de
Espinosa y Burgos. Mas conservándose aún casi intacto el ejército
español del centro, repugnábale volver atrás antes de haberse empeñado
en la contienda y de ser estrechado a ello por el enemigo. [Marginal:
Consulta con Mr. Frere.] En medio de sus dudas resolvió tomar consejo
con Mr. Frere, ministro británico cerca de la junta central, quien no
estaba tan desesperanzado de la causa peninsular como el general Moore,
porque, ministro ya de su corte en Madrid en tiempo de Carlos IV,
conocía a fondo a los españoles, tenía fe en sus promesas, y antes bien
pecaba de sobrada afición a ellos que de tibieza o desvío. Su opinión
por tanto les era favorable.

Pero Sir Juan Moore noticioso el 28 de noviembre de la rota de Tudela,
sin aguardar la contestación de Mr. Frere, determinó retirarse. En
consecuencia encargó al general Baird que se encaminase a la Coruña
o a Vigo, previniéndole solamente que se detuviera algunos días para
imponer respeto a las tropas del mariscal Soult que estaban del lado
de Sahagún, y dar lugar a que llegase Sir Juan Hope. Se unió este con
el cuerpo principal del ejército en los primeros días de diciembre, no
habiendo condescendido, al pasar su división por cerca de Madrid, con
los ruegos de Don Tomás de Morla, dirigidos a que entrase con aquella
en la capital y cooperase a su defensa.

[Marginal: Pasos e instancias de la junta central y de Morla para que
avance.]

La junta central recelosa por su parte de que los ingleses abandonasen
el suelo español, y con objeto también de cumplimentar a sus jefes,
había enviado al cuartel general de Salamanca a Don Ventura Escalante
y a Don Agustín Bueno que llegaron a la sazón de estar resuelta
la retirada. Inútilmente se esforzaron por impedirla, bien es que,
fundando muchas de sus razones en los falsos rumores que circulaban por
España, en vez de conmover con ellas el ánimo desapasionado y cauto del
general inglés, no hacían sino afirmarle en su propósito.

También por entonces Don Tomás de Morla no habiendo alcanzado lo que
deseaba de Sir Juan Hope, despachó un correo a Salamanca pidiendo al
general en jefe inglés que fuese al socorro de Madrid, o que por lo
menos distrajese al enemigo cayendo sobre su retaguardia. Tampoco
hubiera suspendido este paso la resolución de Moore, si al mismo tiempo
Sir Carlos Stuart, habitualmente de esperanzas menos halagüeñas y a
los ojos de aquel general testigo imparcial, no le hubiese escrito
manifestándole que creía al pueblo de Madrid dispuesto a recia y
vigorosa resistencia.

[Marginal: Resuélvese a ello.]

Empezó con esto a titubear el ánimo de Moore, y cedió al fin en vista
de los pliegos que en respuesta a los suyos recibió el propio día de
Mr. Frere: quien expresando en su contenido ardiente anhelo por asistir
a los españoles, añadía ser político y conveniente que sin tardanza se
adelantase el ejército británico a sostener el noble arrojo del pueblo
de Madrid. Lenguaje digno y generoso de parte de Mr. Frere, propio para
estimular al general de su nación, pero cuyos buenos efectos hubiera
podido destruir un desgraciado incidente.

[Marginal: Incidente que pudo estorbarlo.]

Había sido portador de los pliegos el coronel Charmilly, emigrado
francés, y que por haber presenciado en 1.º de diciembre el entusiasmo
de los madrileños, pareció sujeto al caso para dar de palabra puntuales
y cumplidos informes. Pero la circunstancia de ser francés dicho
portador, y quizá también otros siniestros y anteriores informes,
lejos de inspirar confianza al general Moore, fueron causa de que le
tratase con frialdad y reserva. Achacó el Charmilly recibimiento tan
tibio a la invariable resolución que había formado aquel de retirarse,
y pensó oportuno hacer uso de una segunda carta que Mr. Frere le
había encomendado. La escribió este ministro ansioso de que a todo
trance socorriese su ejército a los españoles, y sin reparar en la
circunspección que su elevado puesto exigía, encargó al Charmilly la
entregase a Moore caso que dicho general insistiese en volver atrás
sus pasos. Así lo hizo el francés, y fácil es conjeturar cuál sería
la indignación del jefe británico al leer en su contexto que antes
de emprender la retirada «se examinase por un consejo de guerra al
portador de los pliegos.» Apenas pudo Sir Juan reprimir los ímpetus
de su ira; y forzoso es decir que si bien había animado a Mr. Frere
intención muy pura y loable, el modo de ponerla en ejecución era
desusado y ofensivo para un hombre del carácter y respetos del general
Moore. Este sin embargo sobreponiéndose a su justo resentimiento,
contentose con mandar salir de los reales ingleses al coronel
Charmilly, y determinó moverse por el frente con todo su ejército,
cuyas divisiones estaban ya unidas o por lo menos en disposición de
darse fácilmente la mano.

Próximo a abrir la marcha, fue también gran ventura que otros avisos
llegados al propio tiempo no la retardasen o la impidiesen. Había antes
el general inglés enviado hacia Madrid al coronel Graham a fin de que
se cerciorase del verdadero estado de la capital. Mas dicho coronel
sin haber pasado de Talavera, cuyo rodeo había tomado a causa de las
circunstancias, se halló de vuelta en Salamanca el 9 de diciembre, y
trajo tristes y desconsoladas nuevas. Los franceses según su relato,
eran ya dueños del Retiro y habían intimado la rendición a Madrid.

[Marginal: Sale el 12 de Salamanca a Valladolid.]

Por grave que fuese semejante acontecimiento no por eso influyó en
la resolución de Sir Juan Moore, y el 12 levantó el campo marchando
con sus tropas y las del general Hope camino de Valladolid, y con la
buena fortuna de que ya en la noche del mismo día un escuadrón inglés
al mando del brigadier general Carlos Stewart, hoy Lord Londonderry,
sorprendió y acuchilló en Rueda un puesto de dragones franceses.

El 14 se entregaron en Alaejos al general Moore pliegos cogidos en
Valdestillas a un oficial enemigo, muerto por haber maltratado al
maestro de postas de aquella villa. Iban dirigidos al mariscal Soult,
a quien después de informarle de hallarse el emperador tranquilo
poseedor de Madrid, se le mandaba que arrinconase en Galicia a los
españoles y que ocupase a León, Zamora y tierra llana de Castilla. Del
contenido de tales pliegos si bien se infería la falta de noticias en
que estaba Napoleón acerca de los movimientos de los ingleses, también
con su lectura pudieron estos cerciorarse de cuál fuese en realidad la
situación de sus contrarios, y cuáles los triunfos que habían obtenido.

[Marginal: Varía de dirección y se mueve hacia Toro y Benavente.]

Con este conocimiento alteró su primer plan Sir Juan Moore, y en vez de
avanzar a Valladolid tomó por su izquierda del lado de Toro y Benavente
para unirse con los generales Baird y Romana, y juntos deshacer el
cuerpo mandado por el mariscal Soult antes que Napoleón penetrase en
Castilla la Vieja. Estaba el general inglés ejecutando su movimiento
a la sazón que el 16 de diciembre se avistaron con él en Toro Don
Francisco Javier Caro y Sir Carlos Stuart, enviados desde Trujillo, uno
por la junta central de que era individuo, y otro por Mr. Frere con
el objeto de hacer un nuevo esfuerzo y evitar la tan temida retirada.
Afortunadamente ya esta se había suspendido, y si las operaciones del
ejército inglés no fueron del todo conformes a los deseos del gobierno
español, no dejaron por lo menos de ser oportunas y de causar diversión
ventajosa.

[Marginal: Da de ello aviso a Romana. Mal estado del ejército de este.]

Luego que el general Moore se resolvió a llevar a cabo el plan indicado
se lo comunicó al marqués de la Romana. Hallábase este caudillo en
León a la cabeza del ejército de la izquierda, cuyas reliquias,
viniendo unas por la Liébana, según dijimos, y cruzando otras el
principado de Asturias, se habían ido sucesivamente reuniendo en la
mencionada ciudad. En ella, en Oviedo y en varios pueblos de las dos
líneas que atravesaron los dispersos, cundieron y causaron grande
estrago unas fiebres malignas contagiosas. Las llevaban consigo
aquellos desgraciados soldados, como triste fruto de la hambre, del
desabrigo, de los rigurosos tiempos que habían padecido: cúmulo de
males que requería prontos y vigorosos remedios. Mas los recursos eran
contados, y débil y poco diestra la mano que había de aplicarlos.
Hablamos ya de las prendas y de los defectos del marqués de la Romana.
Por desgracia solo los últimos aparecieron en circunstancias tan
escabrosas. Distraído y olvidadizo dejaba correr los días sin tomar
notables providencias, y sin buscar medios de que aún podía disponer.
¿Quién en efecto pensara que teniendo a su espalda y libre de enemigos
la provincia de Asturias no hubiese acudido a buscar en ella apoyo
y auxilios? Pues fue tan al contrario que, pésanos decirlo, en el
espacio de más de un mes que residió en León, solo una vez y tarde
escribió a la junta de aquel principado para darle gracias por su celo
y patriótica conducta.

A pesar de tan reprensible abandono, no perseguido el ejército de
la izquierda, más tranquilo y mejor alimentado, íbase poco a poco
reparando de sus fatigas, y no menos de 16.000 hombres se contaban ya
alojados en León y riberas del Esla; pero de este número escasamente la
mitad merecía el nombre de soldados.

Atento a su deplorable estado y en el intermedio que corrió entre la
primera resolución del general Moore de retirarse, y la posterior de
avanzar, sabedor Romana de que Sir David Baird se disponía a replegarse
a Galicia, no queriendo quedar expuesto, solo y sin ayuda a los ataques
de un enemigo superior, había también determinado abandonar a León.
Súpolo Moore en el momento en que se movía hacia adelante, y con
diligencia escribió a Romana sentido de su determinación, y de que
pensase tomar el camino de Galicia por el que debían venir socorros al
ejército de su mando, y marchar este en caso de necesidad. Replicole
y con razón el general español que nunca hubiera imaginado retirarse,
si no hubiese visto que Sir David Baird se disponía a ello y le dejaba
desamparado; pero ahora que, según los avisos, había otros proyectos,
no solo se mantendría en donde estaba, sino que también y de buen grado
cooperaría a cualquier plan que se le propusiese.

[Marginal: Parcialidad de escritores extranjeros.]

En toda su correspondencia había el de la Romana animado a los
ingleses a obrar e impedir la toma de Madrid. Algunos historiadores de
aquella nación le han motejado, así como a otros generales nuestros
y autoridades, de haber insistido en pedir una cooperación activa,
y de desfigurar los hechos con exageraciones y falsas noticias.
En cuanto a lo primero, natural era que oprimidos por continuadas
desgracias, deseasen todos ofrecer al enemigo un obstáculo que dando
respiro permitiese a la nación volver en sí, y recobrar parte de las
perdidas fuerzas: y respecto de lo segundo, las mismas autoridades
españolas y los generales eran engañados con los avisos que recibían.
Hubo provincias en que más de un mes iba corrido antes que se hubiese
averiguado con certeza la rendición de Madrid. Los pueblos oían con
tal sospecha a los que daban tristes nuevas, que los pocos trajineros
y viajantes que circulaban en tan aciagos días, en vez de descubrir
la verdad, la ocultaban, estando así seguros de ser bien tratados y
recibidos. Si además los generales españoles y su gobierno ponderaban
a veces los medios y fuerza que les quedaban, no poco contribuía a
ello el desaliento que advertían en el general Moore, el cual era tan
grande, que causaba según los mismos ingleses disgusto y murmuraciones
en su ejército. Por lo que sin intentar disculpar los errores y
faltas que se cometieron por nuestra parte, y que somos los primeros
a publicar, justo es que tampoco se achaquen a nuestros militares y
gobernantes los que eran hijos de tiempos tan revueltos, ni se olviden
las flaquezas de que otros adolecieron, igualmente reprensibles aunque
por otro extremo.

[Marginal: Unión en Mayorga de los generales Baird y Moore.]

Volvamos ahora al general Moore. Continuando este su marcha se le unió
el 20 en Mayorga el general Baird. Juntas así las fuerzas inglesas
formaban un total de 23.000 infantes y 2300 caballos: algunos otros
cuerpos estaban todavía en Portugal, Astorga y Lugo. Por su izquierda
y hacia Cea también empezó a moverse Romana con unos 8000 hombres
escogidos entre lo mejor de su gente. Sentaron los ingleses el 21 en
Sahagún su cuartel general, habiendo antes su caballería en el mismo
punto deshecho 600 jinetes enemigos.

[Marginal: Situación del mariscal Soult.]

El mariscal Soult se extendía con las tropas de su mando entre Saldaña
y Carrión de los Condes, teniendo consigo unos 18.000 hombres. Después
de haber salido a Castilla viniendo de Santander, se había mantenido
sobre la defensiva aguardando nuevas órdenes. De estas, las que le
mandaban atacar a los españoles fueron interceptadas en Valdestillas:
además de que noticioso Soult del paraje en donde estaban situados los
ingleses [cosa que al dar aquellas ignoraba Napoleón] no se hubiera con
solo su fuerza arriesgado a pasar adelante.

[Marginal: Aviso de la venida de Napoleón. Retíranse los ingleses a
Benavente y Astorga.]

Sabedor el mariscal francés de que los ingleses movían contra él su
ejército, se reconcentró en Carrión. Disponíanse aquellos a avanzar,
cuando en la noche del 23 recibieron aviso de Romana [que también por
su parte ejecutaba el movimiento concertado] de que Napoleón venía
sobre ellos con fuerzas numerosas. Confirmado este aviso con otros
posteriores no prosiguió su marcha el general Moore, y el 24 comenzó
a retirarse en dos columnas, una, a cuyo frente él iba, tomó por el
puente de Castro Gonzalo a Benavente, y otra se dirigió a Valencia de
Don Juan, cubriendo y amparando sus movimientos la caballería.

[Marginal: Marcha de Napoleón. Paso de Guadarrama.]

Era ya tiempo de adoptar esta resolución. Napoleón avanzaba con su
acostumbrada diligencia. Al principio la marcha de su ejército había
sido penosa, y tan intenso el frío para aquel clima, que al pie de las
montañas de Guadarrama señaló el termómetro de Réaumur nueve grados
debajo de cero. Cruzaron los franceses el puerto en los días 23 y 24 de
diciembre, perdiendo hombres y caballos con el mucho frío, la nieve y
ventisca. Detúvose la artillería volante y parte de la caballería a la
mitad de la subida, teniendo que esperar algunas horas a que suavizase
el tiempo. Napoleón siéndole dificultoso continuar a caballo, y deseoso
también de animar con el ejemplo, se puso a pie y estimuló a redoblar
el paso, llegando él a Villacastín el 24. Al bajar a Castilla la Vieja
sobrevino blandura acompañada de lluvia, y se formaron tales lodazales
que hubo sitios en que se atascaron la artillería y equipajes,
aumentándose el desconsuelo de los franceses a la vista de pueblos por
la mayor parte solitarios y desprovistos.

Tamaños obstáculos, aunque al fin vencidos, retardaron la marcha
de Napoleón e impidieron la puntual ejecución del plan que había
combinado. Era este envolver a los ingleses si continuaban en ir tras
del mariscal Soult, a quien el mismo emperador escribía el 26 desde
Tordesillas: «si todavía conservan los ingleses el día de hoy su
posición, están perdidos: si al contrario os atacan, retiraos a una
jornada de marcha, pues cuanto más se empeñen en avanzar, tanto mejor
será para nosotros.»

[Marginal: Empieza a relajarse la disciplina del ejército inglés.]

Pero Sir Juan Moore, previniendo con oportunidad los intentos de
sus contrarios, prosiguió a Benavente y aseguró su comunicación con
Astorga. La disciplina sin embargo empezaba a relajarse notablemente
en su ejército, disgustado con volver atrás. Así fue que la columna
que cruzó por Valderas cometió lamentables excesos, y con ellos y
otros que hubo en varios pueblos aterrado el paisanaje, huía y a su
vez se vengaba en los soldados y partidas sueltas. Censuró agriamente
el general inglés la conducta de sus soldados; mas de poco sirvió.
Prosiguieron en sus desmanes, y en Benavente devastaron el palacio
de los condes-duques del mismo nombre, notable por su antigüedad y
extensión; mas no fue entonces cuando se quemó, según algunos han
afirmado. Nos consta por información judicial que de ello se hizo, que
solo el 7 de enero apareció incendiado, durando el fuego muchos días
sin que se pudiese cortar.

[Marginal: Choque de caballería en Benavente.]

Esta columna, que era la que mandaba Moore, después de haber arruinado
el puente de Castro Gonzalo se juntó el 29 en Astorga con la de Baird,
que había caminado por Valencia de Don Juan. La caballería permaneció
aún en Benavente, enviando destacamentos a observar los vados del
Esla. Engañado a su vista el general francés Lefebvre-Desnouettes, y
creyendo que ya no quedaba al otro lado ninguna fuerza inglesa sino
aquella, vadeó el río con 600 hombres de la guardia imperial y acometió
impetuosamente a sus contrarios. Cejaron estos al principio, excitando
gran clamoreo las mujeres, rezagados y bagajeros derramados por el
llano que yace entre el Esla y Benavente. El general Stewart tomó
luego el mando de los destacamentos ingleses, se le agregaron algunos
caballos más y empezó a disputar el terreno a los franceses, que
continuaron, sin embargo, en adelantar hasta que Lord Paget, acudiendo
con un regimiento de húsares, los obligó a repasar el río. Quedaron
en su poder 70 prisioneros, en cuyo número se contó al mismo general
Lefebvre, de quien hicimos tanta memoria en el primer sitio de Zaragoza.

Era precursor este reencuentro de los muchos que unos en pos de otros
en breve se sucedieron. Frustrada la primera combinación del emperador
francés a causa de la retirada de Moore, determinó aquel perseguir a
los ingleses por el camino de Benavente con el grueso de sus fuerzas,
mandando al mismo tiempo al mariscal Soult que arrojase de León a
los españoles. La destrucción del puente de Castro Gonzalo retardó
del lado de Benavente el movimiento de los franceses; pero del otro
se adelantaron sin dificultad, no habiendo los españoles opuesto
resistencia.

[Marginal: Sorprenden en Mansilla los franceses a los españoles.]

Ocupaba a Mansilla de las Mulas la 2.ª división del marqués de la
Romana, de la cual un trozo se había quedado a retaguardia en el
convento de Sandoval para conservar el paso del Esla en el puente de
Villarente. Enfermos en León muchos de los principales jefes, no se
habían tomado en Mansilla las precauciones oportunas, y el 29 fue
sorprendido y entrado el pueblo por el general Franceschi, rindiéndose
casi toda la tropa que tan mal custodiaba aquel punto.

[Marginal: Retírase Romana de León.]

Desapercibido el marqués de la Romana, apresuradamente abandonó a León
en la misma noche del 29, y los vecinos más principales, temerosos de
la llegada del enemigo, tuvieron también que salvarse y esconderse
en las montañas inmediatas, dejando con el azoramiento hasta las
alhajas y prendas de mayor valor. [Marginal: Júntase en Astorga con
los ingleses.] Romana se unió el 30 en Astorga con el general Moore,
lo cual desagradó en gran manera a este que le conceptuaba en las
fronteras de Asturias. Con la llegada a aquella ciudad de las tropas
españolas, desnudas, de todo escasas y en sumo grado desarregladas,
acreció el desorden y la confusión, yendo por instantes en aumento la
indisciplina de los ingleses.

Hasta aquí se habían imaginado muchos oficiales de este ejército que
en Astorga o entradas del Bierzo haría alto su general en jefe, y que
aprovechándose de los favorables sitios de aquella escabrosa tierra,
procuraría en ellos contener al enemigo y aun darle batalla, mayormente
cuando la insubordinación y el desconcierto no habían todavía llegado
al extremo. Pero Sir Juan Moore no veía ya seguridad ni salvación sino
a bordo de sus buques; por lo cual dio órdenes para proseguir su camino
hacia Galicia y destruir todo género de provisiones de boca y guerra
que no pudiesen sus tropas llevar consigo. Desde entonces soltose
la rienda a las pasiones, y el ejército británico acabó del todo de
desorganizarse. [Marginal: Retírase Romana por Foncebadón. Moore, por
Manzanal.] El marqués de la Romana insistía por conservar la cordillera
que divide el Bierzo del territorio de Astorga; mas fueron vanos sus
ruegos y ociosas sus razones: y a la verdad por poderosas que estas
fuesen, debilitábanse saliendo de la boca de un general cuyos soldados
se mostraban en estado tan deplorable. Forzado pues el general español
a someterse a la inmutable resolución del británico, tuvo asimismo
que consentir en dejarle libre el nuevo y hermoso camino de Manzanal,
reservando para sí el antiguo y agrio de Foncebadón.

A las doce del día del 31 de diciembre empezó el ejército inglés su
retirada, y el español la suya en la misma noche. La artillería del
último, que hasta entonces había casi toda podido librarse del continuo
perseguimiento de los franceses, tomó, según convenio con el general
Moore, la vía de Manzanal para evitar las asperezas de la otra. Mas no
teniendo cuenta los soldados británicos con las órdenes de sus jefes,
arrancando a viva fuerza los tiros de mulas de nuestra artillería,
hubo que abandonar algunas piezas y precipitar otras en los abismos de
las montañas, perdiéndose así por la violencia de manos aliadas unos
cañones que a tan duras penas y desde Reinosa se habían conservado
libres de las enemigas.

[Marginal: Desgracias de Romana en su retirada.]

Ni fue Romana más dichoso del lado de Foncebadón. Creía, y
fundadamente, que ya que le hubiese cabido la peor ruta, por lo menos
se le dejaría en su retirada solo y desembarazado; mas engañose en su
juicio. Una división inglesa de 3000 hombres mandada por el general
Crawford, separándose en Bonillos, a una legua de Astorga, del grueso
de su ejército, tomó el mismo rumbo que Romana con intento de ir a
embarcarse en Vigo. Turbó este incidente la marcha de los españoles,
incomodando a todos el hallar casi cerrado con la nieve el paso de
Foncebadón.

Uníase a tal conjunto de desgracias estar capitaneadas las divisiones
españolas por nuevos jefes sucesores de los que habían muerto de
enfermedad o en los combates. A tres se había reducido el número de
aquellas fuera de la llamada del norte; y mal aventuradas refriegas
mostraron en breve su triste estado. De ellas la 1.ª mandada por el
coronel Rengel, fue al amanecer del 1.º de enero cortada y en gran
parte cogida por jinetes franceses en Turienzo de los Caballeros. Las
otras, aunque a costa de trabajos, siempre acosadas y desbandándose
muchos de sus soldados, se enmarañaron en la sierra. Romana no había
tratado de prevenir o disminuir el mal con acertadas disposiciones.
Dejó a cada división andar y moverse a su arbitrio: y cruzando con
su estado mayor y algunos caballos por los barrios de Ponferrada, se
metió en el valle de Valdeorras. Allí reunió las pocas reliquias de su
ejército que le habían seguido, y situó su cuartel general en la Puebla
de Tribes, dejando en el Puente de Domingo Flores una corta vanguardia
que pasó después al de Bibey.

[Marginal: Desórdenes de los ingleses en su retirada.]

Los ingleses en tanto por el puerto de Manzanal continuaron
precipitadamente su retirada. Repartidos en tres divisiones y una
reserva, iban delante las de los generales Fraser y Hope, seguía la de
Sir David Baird, y cerraba la marcha con la última el mismo Sir Juan
Moore. Llegaron el 2 de enero a Villafranca, habiendo andado en tan
corto tiempo 14 leguas de las largas de nuestros caminos reales, de
las que solo entran diez y siete y media en el grado. Los males y el
desconcierto rápidamente se aumentaban ofreciendo lastimoso cuadro:
el tiempo crudo, los bagajes abandonados, las municiones rezagadas,
los fuertes y lucidos caballos ingleses desherrados y muertos por sus
propios jinetes, los infantes descalzos y despeados, los soldados
todos abatidos e insubordinados, y metiéndose muchos en los sótanos
de las casas y las tabernas, se perdían de intento y se entregaban a
la embriaguez y disolución: fue Bembibre principal y horroroso teatro
de sus excesos. Cruel castigo recibieron los que así se olvidaban de
la disciplina y buen orden. Los franceses corriendo en pos de ellos,
duramente y cual merecían los trataban, matando a unos, hiriendo a
otros y atropellando a casi todos. Los que de su poder se escapaban,
llenos de tajos y cuchilladas poníalos el general inglés como a la
vergüenza delante de su ejército, a fin de que sirviesen de escarmiento
a sus compañeros.

[Marginal: Llega Napoleón a Astorga.]

Notábase en el perseguir de los franceses suma diligencia, mas no
extraña. Aguijábalos poderosa espuela. Napoleón había llegado a Astorga
el 1.º de enero. Le acompañaban 70.000 infantes y 10.000 caballos, que
este número componían los cuerpos de los mariscales Soult y Ney, una
parte de la guardia imperial y dos divisiones del ejército de Junot,
las cuales, ya de regreso, iban a pelear contra los mismos con quienes
pocos meses antes habían capitulado. Napoleón no pasó de Astorga;
pero envió en seguimiento de las tropas británicas al mariscal Soult
con 25.000 hombres, de los cuales 4200 de caballería. Tras de estos
caminaban las divisiones de los generales Loison y Heudelet, debiendo
todos ser sostenidos por 16.000 hombres del cuerpo del mariscal Ney.
Aceleradamente fueron los primeros en busca de Sir Juan Moore, que no
conservaba sino unos 19.000 combatientes, menguadas sus filas con los
3000 que fueron la vuelta de Vigo y con los perdidos en los diversos
choques y retirada.

[Marginal: Entrada del mariscal Soult en el Bierzo.]

Entró el mariscal Soult en el Bierzo dividida su gente en dos columnas,
que tomaron una por Foncebadón, otra por Manzanal, avanzando el 3
su vanguardia hasta las cercanías de Cacabelos. Habían los ingleses
ocupado con 2500 hombres y una batería la ceja del ribazo de viñedos
que se divisa no lejos de aquel pueblo y del lado de Villafranca. Más
adelante y camino de Bembibre habían también apostado 400 tiradores y
otros tantos caballos, a los cuales hacía espalda el puente del Cúa,
río escaso de aguas, pero crecido ahora por las muchas nieves, y cuya
corriente baña las calles de Cacabelos.

[Marginal: Reencuentro en Cacabelos.]

Venían al frente de la vanguardia francesa unos cuantos escuadrones
mandados por el general Colbert, quien pensando ser de importancia el
número de ingleses que le aguardaba en puesto ventajoso, pidió refuerzo
al mariscal Soult; mas respondiéndole secamente este que sin dilación
atacase, sentido Colbert de la imperiosa orden, acometió con temerario
arrojo y arrolló a los caballos y tiradores ingleses que estaban
avanzados. De estos los hubo que fueron cogidos al pasar el puente del
Cúa; otros metiéndose en los viñedos de la margen del camino, de cerca
y a quema ropa dispararon y mataron a muchos jinetes franceses, entre
ellos a su general Colbert, distinguido por su belleza y denuedo. Llegó
a poco la división de infantería del general Merle, y aunque quiso
pasar adelante, detúvose al ver la batería que estaba en lo alto del
ribazo y también impedido de la noche que sobrevino.

[Marginal: Retírase el general Moore de Villafranca.]

Aquí hubiera podido empeñarse una acción general. Sir Juan Moore
la evitó retirándose después de oscurecido. En Villafranca
escandalosamente se renovaron los excesos y demasías de otras partes:
fueron robados los almacenes, entradas a viva fuerza muchas casas y
oprimidos e inhumanamente tratados los vecinos. El general inglés
reprimió algún tanto los desmanes con severas providencias, mandando
también arcabucear a un soldado cogido infraganti. Aceleró después su
partida, y como la tierra es por allí cada vez más quebrada, y está
cubierta de bosques u otros plantíos, no pudiendo la caballería ser
de gran provecho, enviola delante con dirección a Lugo. En todo este
tránsito hay parajes en que pocas fuerzas pudieran detener mucho tiempo
a un ejército muy superior, pues si bien la calzada es magnífica, corre
ceñida por largo espacio entre opuestas montañas de dificultoso y agrio
acceso.

[Marginal: Van en aumento los desórdenes de los ingleses.]

Ningún fruto se sacó de tamañas ventajas: y encontrándose los
soldados británicos con un convoy, no solo inutilizaron vestuario y
armamento que de Inglaterra iba para Romana, sino que también cerca
de Nogales y por orden del general Moore arrojaron a un despeñadero
en vez de repartírselos 120.000 pesos fuertes. Llegó el desorden
a su colmo: abandonábanse hasta los cañones y los enfermos y los
heridos, acrecentando la confusión el gran séquito y embarazos que
solían entonces acompañar a los ejércitos ingleses. En fin fue esta
retirada hecha con tal apresuramiento y mala ventura, que uno de los
generales británicos, testigo de vista, nos afirma en su narración [*]
[Marginal: (* Ap. n. 7-1.)] «que por sombrías y horrorosas que fueran
las relaciones que de ella se hubiesen hecho, aun no se asemejaban a la
realidad.»

Dos días y una noche tardaron los ingleses en llegar a Lugo, 16 leguas
de Villafranca: acosados en continuas escaramuzas hubieran padecido
cerca de Constantín recio choque si el general Moore no le hubiese
evitado haciendo bajar con rapidez la cuesta del río Neira y engañando
a sus contrarios con un diestro y oportuno amago.

[Marginal: Llegan a Lugo.]

Hasta poco antes había permanecido dudoso el general Moore de si iría
para embarcarse a Vigo o a la Coruña. Informado de las dificultades
que ofrecía la primera ruta, decidiose a continuar por la segunda,
avisando en consecuencia al almirante de su escuadra, a fin de que los
transportes que estaban en Vigo pasasen al otro puerto. Y para dar
tiempo a que se ejecutase dicha travesía, y también para rehacer algo
su ejército cansado y desfallecido, determinó el mismo general pararse
en Lugo y aun arriesgar una batalla si fuese necesario. Al intento
reunió allí todas sus tropas, excepto los 3000 hombres del general
Crawford que se embarcaron en Vigo sin ser molestados.

[Marginal: Prepárase Moore a aventurar una batalla.]

A legua y media y antes de llegar a Lugo escogió Sir Juan Moore un
sitio elevado y ventajoso para pelear contra los franceses, los cuales
asomaron el 6 por las alturas opuestas. Pasose aquel día y el siguiente
sin otras refriegas que las de algunos reconocimientos. El mariscal
Soult hallándose inferior en número, no quería empeñarse en acción
formal antes de que se le uniesen más tropas. [Marginal: Retírase
después.] Los ingleses por su parte se mantuvieron hasta el 8 sin
moverse de su posición; mas al anochecer de aquel día, pareciéndole
peligroso al general Moore aguardar a que los franceses se reforzasen,
resolvió partir a las calladas con la esperanza de que ganando sobre
ellos algunas horas, podría así embarcarse sosegadamente. A las diez de
la noche y encendidas hogueras en las líneas para cubrir su intento,
emprendió la continuación de la marcha, que un temporal deshecho de
lluvia y viento vino a interrumpir y desordenar. Después de padecer
muchos trabajos y de cometer nuevas demasías, empezaron los ingleses
a llegar a Betanzos en la tarde del 9 en un estado lamentable de
confusión y abatimiento. Era tanta la fatiga y tan grande el número
de rezagados, que tuvieron el 10 que detenerse en aquella ciudad.
[Marginal: Llega a la Coruña.] Prosiguieron su marcha el 11 y dieron
vista a la Coruña, sin que en su rada se divisasen los apetecidos
transportes: vientos contrarios habían impedido al almirante inglés
doblar el cabo de Finisterre. Por este atraso veíase expuesto el
general Moore a probar la suerte de una batalla, causando pesadumbre
a muchos de sus oficiales el que se hubiesen para ello desperdiciado
ocasiones más favorables y en tiempo en que su ejército se conservaba
más entero y menos indisciplinado.

Cerca de la Coruña no dejaba en verdad de haber sitios ventajosos, pero
en algunos requeríanse numerosas tropas. Tal era el de Peñasquedo, por
lo que los ingleses prefirieron a sus alturas las del monte Mero, que
si bien dominadas por aquellas hallábanse próximas a la Coruña, y su
posición como más recogida podía guarnecerse con menos gente.

El 12 empezaron los franceses a presentarse del otro lado del puente
del Burgo, que los ingleses habían cortado. Continuaron ambos
ejércitos sin molestarse hasta el 14, en cuyo día contando ya los
franceses con suficientes tropas, repararon el puente destruido, y le
fueron sucesivamente cruzando. Por la mañana se había de propósito
volado un almacén de pólvora sito en Peñasquedo, lo cual produjo
horroroso estrépito, y por la tarde habiéndose el viento cambiado al
sur entraron en la Coruña los transportes ingleses procedentes de
Vigo. Sin tardanza se embarcaron por la noche los enfermos y heridos,
la caballería desmontada y 52 cañones: de estos solo se dejaron para
en caso de acción ocho ingleses y cuatro españoles. No faltó en el
campo británico quien aconsejara a su general que capitulase con los
franceses, a fin de poder libremente embarcarse. Desechó con nobleza
Sir Juan Moore proposición tan deshonrosa.

Puestos ya a bordo los objetos de más embarazo y las personas inútiles,
debía en la noche del 16 y a su abrigo embarcarse el ejército lidiador.
Con impaciencia aguardaba aquella hora el general inglés, cuando a las
dos de la tarde un movimiento general de la línea francesa estorbó el
proyectado embarco, empeñándose una acción reñida y porfiada.

[Marginal: Batalla de la Coruña.]

Disponiéndose a ella en la noche anterior había colocado el mariscal
Soult en la altura de Peñasquedo una batería de once cañones, en que
apoyaba su izquierda ocupada por la división del general Mermet,
guardando el centro y la derecha con las suyas respectivas los
generales Merle y Delaborde, y prolongándose la del último hasta el
pueblo de Palavea de Abajo. La caballería francesa se mostraba por la
izquierda de Peñasquedo hacia San Cristóbal y camino de Bergantiños: el
total de fuerza ascendía a unos 20.000 hombres.

Era la de los ingleses de unos 16.000 que estaban apostados en el monte
Mero, desde la ría del mismo nombre hasta el pueblo de Elviña. Por este
lado se extendían las tropas de Sir David Baird, y por el opuesto que
atraviesa el camino real de Betanzos las de Sir Juan Hope. Dos brigadas
de ambas divisiones se situaron detrás en los puntos más elevados y
extremos de su respectiva línea. La reserva mandada por Lord Paget
estaba a retaguardia del centro en Eirís, pueblecillo desde cuyo punto
se registra el valle que corría entre la derecha de los ingleses, y los
altos ocupados por la caballería francesa. Más inmediato a la Coruña
y por el camino de Bergantiños se había colocado con su división el
general Fraser, estando pronto a acudir adonde se le llamase.

Trabose la batalla a la hora indicada, atacando intrépidamente el
francés con intento de deshacer la derecha de los ingleses. Los cierros
de las heredades impedían a los soldados de ambos ejércitos avanzar a
medida de su deseo. Los franceses al principio desalojaron de Elviña
a las tropas ligeras de sus contrarios; mas yendo adelante fueron
detenidos y rechazados, si bien a costa de mucha sangre. La pelea se
encarnizó en toda la línea. Fue gravemente herido el general Baird y
Sir Juan Moore que con particular esmero vigilaba el punto de Elviña,
en donde el combate era más reñido que en las otras partes: recibió
en el hombro izquierdo una bala de cañón que le derribó por tierra.
Aunque mortalmente herido incorporose, y registrando con serenidad el
campo confortó su ánimo al ver que sus tropas iban ganando terreno.
Solo entonces permitió que se le recogiese a paraje más seguro. Vivió
todavía algunas horas, y su cuerpo fue enterrado en los muros de la
Coruña.

[Marginal: Embárcanse los ingleses.]

Los franceses no pudiendo romper la derecha de los ingleses trataron de
envolverla. Descubierto su intento avanzó Lord Paget con la reserva, y
obligando a retroceder a los dragones de La Houssaye, que habían echado
pie a tierra, contuvo a los demás, y aun se acercó a la altura en que
estaba situada la batería francesa de once cañones. Al mismo tiempo los
ingleses avanzaban por toda la línea, y a no haber sobrevenido la noche
quizá la situación del mariscal Soult hubiera llegado a ser crítica,
escaseando ya en su campo las municiones; mas los ingleses contentos
con lo obrado tornaron a su primeva posición, queriendo embarcarse bajo
el amparo de la oscuridad. Fue su pérdida de 800 hombres: asegúrase
haber sido mayor la de los franceses. El general Hope, en quien había
recaído el mando en jefe, creyó prudente no separarse de la resolución
tomada por Sir Juan Moore, y entrada la noche ordenó que todo su
ejército se embarcase, protegiendo la operación los generales Hill y
Beresford.

En la mañana siguiente viendo los franceses que estaba abandonado
el monte Mero, y que sus contrarios les dejaban la tierra libre
acogiéndose a su preferido elemento, se adelantaron, y desde la altura
de San Diego con cañones de grueso calibre, de que se habían apoderado
en la de las Angustias de Betanzos, empezaron a hacer fuego a los
barcos de la bahía. Algunos picaron los cables, y se quemaron otros que
con la precipitación habían varado. Los moradores de la Coruña no solo
ayudaron a los ingleses en su embarco con desinteresado celo, sino que
también les guardaron fidelidad no entregando inmediatamente la plaza.
Noble ejemplo, rara vez dado por los pueblos cuando se ven desamparados
de los mismos de quienes esperaban protección y ayuda.

Así terminó la retirada del general Moore, censurada de algunos de sus
propios compatriotas, y defendida y aun alabada de otros. Dejando a
ellos y a los militares el examen y crítica de esta campaña, pensamos
que sirvió de mucho para la gloria y buen nombre del general Moore
la casualidad de haber tenido que pelear antes de que sus tropas se
embarcasen, y también acabar sus días honrosamente en el campo de
batalla. Por lo demás si un ejército veterano y disciplinado como el
inglés, provisto de cuantiosos recursos, empezó antes de combatir
una retirada, en cuya marcha hubo tanto desorden, tanto estrago,
tantos escándalos, ¿quién podrá extrañar que en las de los españoles,
ejecutadas después de haber lidiado, y con soldados bisoños, escasos
de todo y en su propio país, hubiese dispersiones y desconciertos? No
decimos esto en menoscabo de la gloria británica; pero sí en reparación
de la nuestra, tan vilipendiada por ciertos escritores ingleses de los
mismos que se hallaron en tan funesta campaña.

[Marginal: Entrega de la Coruña.]

Difícil era que después de semejante suceso resistiese la Coruña largo
tiempo. El recinto de la plaza solo la ponía al abrigo de un rebate;
mas ni sus baterías, ni sus murallas estaban reparadas, ni eran de
suyo bastante fuertes. No haber mejorado a tiempo sus obras pendió en
parte del descuido que nos es natural, y también de la confianza que
con su llegada dieron los ingleses. Era gobernador Don Antonio Alcedo,
y el 19 capituló. Entró el 20 en la plaza el mariscal Soult, y puso
autoridades de su bando. Dispersose la junta del reino, y la audiencia,
el gobernador y los otros cuerpos militares, civiles y eclesiásticos
prestaron homenaje al nuevo rey José.

[Marginal: Del Ferrol.]

No tardó Soult en volver los ojos al Ferrol, y ya el 22 empezaron
a aproximarse a la plaza partidas avanzadas de su ejército. Aquel
arsenal, primero de la marina española, era inatacable del lado de
mar, de donde solo se puede entrar con un viento y por boca larga y
estrecha: no estaba por tierra tan bien fortalecido. Hallábase el
pueblo con ánimo levantado, sosteniéndole unos 300 soldados que habían
llegado el 20. Era comandante del departamento Don Francisco Melgarejo,
anciano e irresoluto, y comandante de tierra Don Joaquín Fidalgo. No
se había tomado medida alguna de defensa, ni tenido la precaución de
poner a salvo los buques de guerra allí fondeados. Dichos jefes y
la junta peculiar del pueblo desde luego se inclinaron a capitular;
mas no osando declararse tuvieron que responder con la negativa a la
reiterada intimación de los franceses. Al fin el 26 habiendo estos
descubierto algunas obras de batería, y apoderádose de los castillos
de Palma y San Martín, pudieron las autoridades prevalecer en su
opinión y capitularon, entrando el 27 de mañana en el Ferrol el general
Mermet. Fueron los términos de la rendición los mismos de la Coruña,
y por los que sometiéndose a reconocer a José, solo se añadieron
algunos artículos respecto de pagas, y de que no se obligase a nadie
a servir contra sus compatriotas. Don Pedro Obregón, preso desde el
levantamiento de mayo, fue nombrado comandante del departamento, en
cuya dársena, entre buenos y malos, había siete navíos, tres fragatas y
otros buques menores.

Que estas plazas se hubiesen rendido visto su mal estado y el desmayo
que causó el embarco de los ingleses, cosa natural era; pero no
que en una capitulación militar se estipulase el reconocimiento de
José, ejemplo no dado todavía por las otras partes del reino, ni por
la capital de la monarquía, de donde provino que las mencionadas
capitulaciones excitaron la indignación de la junta central, que
fulminó contra sus autores una declaración tal vez demasiadamente
severa.

[Marginal: Estado de Galicia.]

Aterrada Galicia con la pérdida de sus dos principales plazas, y
sobre todo con la retirada de los ingleses, apenas dio por algún
tiempo señales de vida. Hubo pocos pueblos que hiciesen demostración
de resistir, y los que lo intentaron fueron luego entrados por el
vencedor. A todas partes cundió el desaliento y la tristeza. [Marginal:
Paradero de Romana.] Solo en pie y en un rincón quedó Romana con
escasos soldados. Los franceses no le habían en un principio molestado;
pero posteriormente, yendo en su busca el general Marchand, trató de
atacarle en el punto de Bibey. Replegose a Orense el general español:
persiguiole el francés basta que continuando aquel hacia Portugal,
desistió el último de su intento, pasando poco después a Santiago, en
donde había entrado el 3 de febrero el mariscal Soult sin tropiezo y
camino de Tuy.

El marqués de la Romana luego que salió de Orense estableció su
cuartel general en Villaza, cerca de Monterrey, trasladándose después
a Oimbra. En los últimos días de enero celebró en el primer pueblo una
junta militar para determinar lo más conveniente, hallándose con pocas
fuerzas, sin recursos, y los ingleses ya embarcados. Opinaron unos por
ir a Ciudad Rodrigo, otros por encaminarse a Tuy; prevaleciendo el
dictamen que fue más acertado de no alejarse del país que pisaban, ni
de la frontera de Portugal.

[Marginal: Sucede a Soult el mariscal Ney.]

Mientras tanto tomó el mando de Galicia el mariscal Ney en lugar
de Soult, que moviéndose del lado de Tuy, según hemos indicado,
se preparaba a internarse en Portugal. Ocuparon fuerzas francesas
las principales ciudades de Galicia, y tranquila esta por entonces
puso también Ney su atención del lado de Asturias, cuyo territorio
afortunadamente había quedado libre en medio de tan general desdicha.
Más adelante hablaremos de lo que ocurrió en aquella provincia.
Ínstanos ahora volver la vista a Napoleón, a quien dejamos en Astorga.

[Marginal: Vuelta de Napoleón a Valladolid.]

Descansó allí dos días, hospedándose en casa del obispo a quien trató
sin miramiento. Y desasosegado con noticias que había recibido de
Austria, no creyendo ya necesario prolongar su estancia vista la
priesa con que los ingleses se retiraban, volvió atrás y se dirigió a
Valladolid, en cuya ciudad entró en la tarde del 6 de enero.

[Marginal: Áspero recibimiento que hace Napoleón a las autoridades.]

Alojose en el palacio real, y al instante mandó venir a su presencia al
ayuntamiento, a los prelados de los conventos, al cabildo eclesiástico
y a las demás autoridades. Quería imponer ejemplar castigo por las
muertes de algunos franceses asesinados, y sobre todo por la de dos,
cuyos cadáveres fueron descubiertos en un pozo del convento de San
Pablo de dominicos. Iba al frente de los llamados el ayuntamiento,
corporación de repente formada en ausencia de los antiguos regidores,
que los más habían huido después de la rota de Burgos. Procurando
dicho cuerpo mantener orden en la ciudad, había preservado de la
muerte a varios extraviados del ejército enemigo, y puéstolos con
resguardo en el monasterio de San Benito, motivo por el que antes
merecía atento trato del extranjero que amargas reconvenciones. Sin
embargo el emperador francés recibiole con rostro entenebrecido, y le
habló en tono áspero y descompuesto echándole en cara los asesinatos
cometidos. De los presentes se atemorizaron con sus amenazas aun los
más serenos, y el que servía de intérprete no acertando a expresarse
impacientó a Napoleón, que con enfado le mandó salir del aposento donde
estaba, llamando a otro que desempeñase mejor su oficio. No menos
alterado prosiguió en su discurso el altivo conquistador, usando de
palabras impropias de su dignidad, hasta que al cabo despidió a las
corporaciones españolas, repitiendo nuevas y terribles amenazas.

[Marginal: Angustias del ayuntamiento de Valladolid.]

Triste y pensativo volvía el ayuntamiento a su morada cuando algunos de
sus individuos, queriendo echar por un rodeo para evitar el encuentro
de tropas que obstruían el paso, un piquete francés de caballería que
de lejos los observaba intimoles que iban presos, y que así fuesen por
el camino más recto. Restituidos todos a las casas consistoriales,
entró a poco por aquellas puertas un emisario del emperador con
orden que este le había dado, teniendo el reloj en la mano, de que
si para las doce de la noche no se le pasaba la lista de los que
habían asesinado a los franceses, haría ahorcar de los balcones del
ayuntamiento a cinco de sus individuos. Sin intimidarse con el injusto
y bárbaro requerimiento, reportados y con esfuerzo respondieron los
regidores que antes perecerían siendo víctimas de su inocencia, que
indicar a tientas y sin conocimiento personas que no creyesen culpables.

A las nueve de la noche presentose también repitiendo a nombre del
emperador la anterior amenaza Don José de Hervás, el mismo que en el
abril de 1808 había acompañado a Madrid al general Savary, y quien como
español se hizo más fácilmente cargo de las razones que asistían al
ayuntamiento. Sin embargo manifestó a sus individuos que corrían grave
peligro, mostrándose Napoleón muy airado. No por eso dejaron aquellos
de permanecer firmes y resueltos a sufrir la pena que arbitrariamente
se les quisiera imponer. Sacoles luego del ahogo, y por fortuna para
ellos, un tal Chamochín, de oficio procurador del número, el cual
habiendo sido en tan tristes días nombrado corregidor interino, quiso
congraciarse con el invasor de su patria delatando como motor de
los asesinatos a un adobador de pieles llamado Domingo que vivía en
la plaza mayor. Por desgracia de este encontráronse en su casa ropa
y otras prendas de franceses, ya porque en realidad fuera culpado,
o ya más bien, según se creyó, por haber dichos efectos llegado
casualmente a sus manos. [Marginal: Suplicio de algunos españoles, y
perdón de uno de ellos.] Fue preso Domingo con dos de sus criados y
condenados los tres a la pena de horca. Ajusticiaron a los últimos
perdonando Napoleón al primero, más digno de muerte que los otros si
había delito. Llegó el perdón estando Domingo al pie del patíbulo: le
obtuvo a ruego de personas respetables, del mencionado Hervás, y sobre
todo movidos varios generales de las lágrimas y clamores de la esposa
del sentenciado, en extremo bella y de familia honrada de la ciudad.
También contribuyeron a ello los benedictinos, de quienes Napoleón
hacía gran caso, recordando la celebridad de los antiguos y doctos de
la congregación de San Mauro de Francia. No así de los dominicos, cuyo
convento de San Pablo suprimió en castigo de los franceses que en él se
habían encontrado muertos.

[Marginal: Temores de guerra con Austria. Prepárase Napoleón a volver a
Francia.]

Mas en tanto otros cuidados de mayor gravedad llamaban la atención
de Napoleón. En su camino a Astorga había recibido un correo con
aviso de que el Austria se armaba: novedad impensada y de tal entidad
que le impelía a volver prontamente a Francia. Así lo decidió en
su pensamiento; mas parose en Valladolid diez días, queriendo antes
asegurarse de que los ingleses proseguían en su retirada, y también
tomar acerca del gobierno de España una determinación definitiva.
Cierto de lo primero apresurose a concluir lo segundo. [Marginal:
Recibe en Valladolid a los diputados de Madrid.] Para ello hizo venir a
Valladolid los diputados del ayuntamiento de Madrid y de los tribunales
que le fueron presentados el 16 de enero. Traían consigo el expediente
de las firmas de los libros de asiento que se abrieron en la capital,
a fin de reconocer y jurar a José: condición que para restablecer a
este en el trono había puesto Napoleón, pareciéndole fuerte abracijo
lo que no era sino forzada ceremonia. Recibió el emperador francés con
particular agasajo a los diputados españoles, y les dijo que accediendo
a sus súplicas verificaría José dentro de pocos días su entrada en
Madrid.

[Marginal: Opinión e intentos de Napoleón sobre España.]

Dudaron entonces algunos que Napoleón se hubiera resuelto a reponer
a su hermano en el solio, si no se hubiese visto amenazado de guerra
con Austria. En prueba de ello alegaban el haber solo dejado a José
después de la toma de Madrid el título de su lugarteniente, y también
el haber en todo obrado por sí y procedido como conquistador. No deja
de fortalecer dicho juicio la conversación que el emperador tuvo en
Valladolid con el exarzobispo de Malinas Mr. de Pradt. Había este
acompañado desde Madrid a los diputados españoles; y Napoleón antes
de verlos, deseoso de saber lo que opinaban y lo que en la capital
ocurría, mandó a aquel prelado que fuese a hablarle. Por largo
espacio platicaron ambos sobre la situación de la Península, y entre
otras cosas dijo Napoleón:[*] [Marginal: (* Ap. n. 7-2.)] «no conocía
yo a España: es un país más hermoso de lo que pensaba, buen regalo
he hecho a mi hermano, pero los españoles harán con sus locuras que
su país vuelva a ser mío: en tal caso le dividiré en cinco grandes
virreinatos.» Continuó así discurriendo e insistió con particularidad
en lo útil que sería para Francia el agregar a su territorio el de
España. [Marginal: Parte para Francia.] Intento que sin duda estorbó
por entonces el nublado que amagaba del norte, temeroso del cual partió
para París el 17 de enero de noche y repentinamente, haciendo la
travesía de Valladolid a Burgos a caballo y con pasmosa celeridad.

[Marginal: José en el Pardo. Pasa una revista en Aranjuez.]

En el intervalo que medió desde principios de diciembre hasta últimos
de enero disgustado José con el título de lugarteniente se albergaba
en el Pardo, no queriendo ir a Madrid hasta que pudiese entrar como
rey. Sin embargo esperanzado en los primeros días del año de volver
a empuñar el cetro, pasó a Aranjuez y revistó allí el primer cuerpo
mandado por el mariscal Victor, y con el cual procedente de Toledo se
pensaba atacar al ejército del centro, cuyas reliquias rehechas algo en
Cuenca, se habían en parte aproximado al Tajo.

[Marginal: Movimiento del ejército español del centro. Planes de su
jefe el duque del Infantado.]

El inesperado movimiento de los españoles era hijo de falsas noticias
y del clamor de los pueblos que expuestos al pillaje y extorsiones
del enemigo, acusaban a nuestros generales de mantenerse espectadores
tranquilos de los males que los agobiaban. Para acudir al remedio y
acallar la voz pública había el duque del Infantado, jefe de aquel
ejército, imaginado un plan tras otro, notándose en el concebir de
ellos más bien loable deseo que atinada combinación.

Por fin decidiose ante todo dicho general a despejar la orilla
izquierda del Tajo de unos 1500 caballos enemigos que corrían la
tierra. Nombró para capitanear la empresa al mariscal de campo Don
Francisco Javier Venegas que mandaba la vanguardia compuesta de 4000
infantes y 800 caballos, y al brigadier Don Antonio Senra con otra
división de igual fuerza. Debía el primero posesionarse de Tarancón,
y al mismo tiempo enseñorearse el segundo de Aranjuez, en cuyos dos
puntos tenía el enemigo, antes de que viniese el mariscal Victor, lo
principal de sus destacamentos. Venegas no aprobó el plan, visto el mal
estado de sus tropas; mas trató de cumplir con lo que se le ordenaba.
Senra dejó de hacerlo pareciéndole imprudente ir hasta Aranjuez,
teniendo franceses por su flanco en Villanueva del Cardete: disculpa
que no admitió el general en jefe por haber ya contado con aquel dato
en la disposición del ataque.

[Marginal: Ataque de Tarancón.]

Venegas por su parte situado en Uclés determinó atacar en la noche del
24 al 25 de diciembre a los franceses de Tarancón. El número de estos
se reducía a 800 dragones. Distribuyó el general español su gente en
dos columnas una al mando de Don Pedro Agustín Girón debía amenazar por
su frente al enemigo, otra capitaneada por el mismo general en persona
y más numerosa había de interponerse en el camino que de Tarancón
va a Santa Cruz de la Zarza, con objeto de cortar a los franceses la
retirada, si querían huir del ataque de Girón, o encerrarlos entre dos
fuegos en caso de que resistiesen. La noche era cruda, sobreviniendo
tras de nieve y ventiscas espesa niebla: lo cual retardó la marcha de
Venegas, y fue causa del extravío de casi toda su caballería. Girón
aunque salió más tarde llegó sin tropiezo al punto que se le había
señalado, ya por ser mejor y más corto el camino, y ya por su cuidado y
particular vigilancia.

Espantados los dragones franceses con la proximidad de este general,
huían del lado de Santa Cruz, cuando se encontraron con algunas
partidas de carabineros reales que iban a la cabeza de la tropa
de Venegas y los atacaron furiosamente, obligándolos a abrigarse
de la infantería. Hubiera podido esta desconcertarse, cogiéndola
desprevenida, si afortunadamente un batallón de guardias españolas
y otro de tiradores de España puestos ya en columna no hubiesen
rechazado a los enemigos, desordenándolos completamente. Hizo gran
falta la caballería, cuya principal fuerza extraviada en el camino no
llegó hasta después: y entonces su jefe Don Rafael Zambrano desistió
de todo perseguimiento por juzgarlo ya inútil y estar sus caballos
muy cansados. La pérdida de los franceses entre muertos, heridos y
prisioneros fue de unos 100 hombres. Hubo después contestaciones entre
ciertos jefes, achacándose mutuamente la culpa de no haber salido con
la empresa. Nos inclinamos a creer que la inexperiencia de algunos
de ellos y lo bisoño de la tropa fueron en este caso como en otros
muchos la causa principal de haberse en parte malogrado la embestida,
sirviendo solo a despertar la atención de los franceses.

[Marginal: Avanza el mariscal Victor.]

Recelosos estos de que engrosadas con el tiempo las tropas del ejército
del centro y mejor disciplinadas, pudieran no solo repetir otras
tentativas como la de Tarancón, mas también en un rebate apoderarse
de Madrid, cuya guarnición por atender a otros cuidados a veces se
disminuía, pensaron seriamente en destruirlas y cortar el mal en su
raíz. Para ello juntaron en Aranjuez y revistaron, según hemos dicho,
las fuerzas que mandaba en Toledo el mariscal Victor, las cuales
ascendían a 14.000 infantes y 3000 caballos. Sospechando Venegas los
intentos del enemigo comunicó el 4 de enero sus temores al duque
del Infantado, opinando que sería prudente, o que todo el ejército
se aproximase a su línea, o que él con la vanguardia se replegase a
Cuenca. No pensó el duque que urgiese adoptar semejante medida, y ya
fuese enemistad contra Venegas, o ya natural descuido, no contestó
a su aviso, continuando en idear nuevos planes que tampoco tuvieron
ejecución.

[Marginal: Retírase Venegas a Uclés.]

Apurando las circunstancias y no recibiendo instrucción alguna del
general en jefe, juntó Venegas un consejo de guerra, en el que
unánimemente se acordó pasar a Uclés como posición más ventajosa, e
incorporarse allí con Senra, en donde aguardarían ambos las órdenes del
duque. Verificose la retirada en la noche del 11 de enero, y unidos
al amanecer del 12 los mencionados Venegas y Senra, contaron juntos
unos 8 a 9000 infantes y 1500 caballos. Trató desde luego el primero
de aprovecharse de las ventajas que le ofrecía la situación de Uclés,
villa sujeta a la orden de Santiago y para batallas de mal pronóstico
por la que en sus campos se perdió contra los moros en el reinado
de Alonso el VI. La derecha de la posición era fuerte, consistiendo
en varias alturas aisladas y divididas de otras por el riachuelo de
Bedijar. En el centro está el convento llamado Alcázar, y desde allí
por la izquierda corre un gran cerro de escabrosa subida del lado del
pueblo, pero que termina por el opuesto en pendiente más suave y de
fácil acceso. Venegas apostó en Tribaldos, pueblo cercano, algunas
tropas al mando de Don Veremundo Ramírez de Arellano, que en la tarde
y anochecer del 12 comenzaron ya a tirotearse con los franceses,
replegándose a Uclés en la mañana siguiente, acometidas por sus
superiores fuerzas.

[Marginal: Batalla de Uclés.]

Con aviso de que los enemigos se acercaban, el general Venegas, aunque
amalado y con los primeros síntomas de una fiebre pútrida, se situó
en el patio del convento de donde divisaba la posición y el llano que
se abre al pie de Uclés, yendo a Tribaldos. Distribuyó sus infantes
en las alturas de derecha e izquierda, y puso abajo en la llanura la
caballería. Solo había un obús y tres cañones que se colocaron, uno en
la izquierda, dos en el convento y otro en el llano con los jinetes.

El mariscal Victor había salido de Aranjuez con el número de tropas
indicado, y fue en busca de los españoles sin saber de fijo su
paradero. Para descubrirle tiró el general Villatte con su división
derecho a Uclés, y el mariscal Victor con la del general Ruffin la
vuelta de Alcázar. Fue Villatte quien primero se encontró con los
españoles, obligándolos a retirarse de Tribaldos, desde donde avanzó
al llano con dos cuerpos de caballería y dos cañones. Al ver aquel
movimiento creyó Venegas amagada su derecha, y por tanto atendió
con particularidad a su defensa. Mas los franceses, a las diez de
la mañana, tomando por el camino de Villarrubio, se acercaron con
fuerza considerable a las alturas de la izquierda, punto flaco de la
posición, cubierto con menos gente y al que su caballería pudo subir
a trote. Venegas, queriendo entonces sostener la tropa allí apostada
que comenzaba a ciar, envió gente de refresco y para capitanearla a
Don Antonio Senra. Ya era tarde: los enemigos avanzando rápidamente
arrollaron a los nuestros, e inútilmente desde el convento quiso
Venegas detenerlos. Contuso él mismo y ahuyentado con todo su estado
mayor, dificultosamente pudo salvarse, cayendo a su lado muerto el
bizarro oficial de artillería Don José Escalera. Deshecho nuestro
costado izquierdo empezó a desfilar el derecho; y la caballería, que
en su mayor parte permanecía en el llano, trató de retirarse por
una garganta que forman las alturas de aquel lado. Consiguiéronlo
felizmente los dragones de Castilla, Lusitania y Tejas, mas no así los
regimientos de la Reina, Príncipe y Borbón, cuyo mando había reasumido
el marqués de Albudeite. Estos, no pudiendo ya pasar impedidos por los
fuegos de los franceses, que dueños del convento coronaban las cimas,
volvieron grupa al llano y faldeando los cerros caminaron de priesa y
perseguidos la vía de Paredes. Desgraciadamente hacia el mismo lado
tropezando la infantería con la división de Ruffin, había casi toda
tenido que rendirse; de lo cual advertidos nuestros jinetes, en balde
quisieron salvarse, atajados con el cauce de un molino y acribillados
por el fuego de seis cañones enemigos que dirigía el general Senarmont.
No hubo ya entonces sino confusión y destrozo, y sucedió con la
caballería lo mismo que con los infantes: los más de sus individuos
perecieron o fueron hechos prisioneros: contose entre los primeros al
marqués de Albudeite. Tal fue el remate de la jornada de Uclés, una de
las más desastradas, y en la que, por decirlo así, se perdieron las
tropas que antes mandaban Venegas y Senra. Solo se salvaron dos o tres
cuerpos de caballería y también algunas otras reliquias que libertó la
serenidad y esfuerzo de Don Pedro Agustín Girón, uniéndose todos al
duque del Infantado que ya se hallaba en Carrascosa.

Justos cargos hubieran podido pesar sobre los jefes que empeñaron
semejante acción, o fueron causa de que se malograse. El general
Venegas y el del Infantado procuraron defenderse ante el público
acusándose mutuamente. Pensamos que en la conducta de ambos hubo
motivos bastantes de censura si ya no de responsabilidad. Aconsejaba
la prudencia al primero retirarse más allá de Uclés, e ir a unirse al
cuerpo principal del ejército, no faltándole para ello ni oportunidad
ni tiempo; y al segundo prescribíale su obligación dar las debidas
instrucciones y contestar a los oficios del otro, no sacrificando a
piques y mezquinas pasiones el bien de la patria, el pundonor militar.

[Marginal: Excesos cometidos por los franceses en Uclés.]

Ganado que hubieron la batalla, entraron los franceses en Uclés y
cometieron con los vecinos inauditas crueldades. Atormentaron a muchos
para averiguar si habían ocultado alhajas; robaron las que pudieron
descubrir, y aparejando con albardas y aguaderas a manera de acémilas
a algunos conventuales y sujetos distinguidos del pueblo, cargaron
en sus hombros muebles y efectos inútiles para quemarlos después con
grande algazara en los altos del alcázar. No contentos con tan duro e
innoble entretenimiento, remataron tan extraña fiesta con un acto de
la más insigne barbarie. Fue, ¡cáese la pluma de la mano! que cogiendo
a 69 habitantes de los principales, y a monjas, y a clérigos, y a los
conventuales Parada, Canova y Mejía, emparentados con las más ilustres
familias de la Mancha, atraillados y escarnecidos los degollaron con
horrorosa inhumanidad, pereciendo algunos en la carnicería pública.
Sordos ya a la compasión los feroces soldados, desoyeron los ayes y
clamores de más de 300 mujeres, de las que acorraladas y de montón
abusaron con exquisita violencia. Prosiguieron los mismos escándalos
en el campamento, y solo el cansancio, no los jefes, puso término al
horroroso desenfreno.

No cupo mejor suerte a los prisioneros españoles: los que de ellos
rendidos a la fatiga se rezagaban, eran fusilados desapiadadamente. Así
nos lo cuenta en su obra un testigo de vista, un oficial francés, Mr.
de Rocca. ¿Qué extraño pues era que nuestros paisanos cometiesen en
pago otros excesos cuando tal permitían los oficiales del ejército de
una nación culta?

[Marginal: Retirada del duque del Infantado.]

El duque del Infantado que aunque tarde se adelantaba a Uclés, supo en
Carrascosa, legua y media distante, la derrota padecida. Juntando allí
los dispersos y cortas reliquias, se retiró por Horcajada a la venta
de Cabrejas, en donde se decidió en consejo militar pasar a Valencia
con todas las tropas. Entró el ejército en Cuenca el 14 por la noche,
y al día siguiente continuó la marcha. Dirigiose la artillería por
camino que pareció más cómodo para volver después a unirse en Almodóvar
del Pinar; pero atollada en parte y mal defendida por otros cuerpos
que acudieron en su ayuda, fue en Tórtola cogida casi toda por los
franceses. Prosiguió lo restante del ejército alejándose; y desistiendo
Infantado de ir a Valencia, metiose en el reino de Murcia y llegó a
Chinchilla el 21 de enero. Desde aquel punto hizo nuevo movimiento,
faldeando la Sierra Morena, y al cabo se situó en Santa Cruz de Mudela.
[Marginal: Sucédele en el mando el conde de Cartaojal.] Allí según
costumbre no cesó de idear sin gran resulta nuevos planes; hasta que
en 17 de febrero fue relevado del mando por orden de la junta central
y puesto en su lugar el conde de Cartaojal, que mandaba también las
tropas de la Carolina.

[Marginal: Entrada de José en Madrid.]

Alcanzada por los franceses la victoria de Uclés, y después de obtener
el permiso de Napoleón, hizo José en Madrid el 22 de enero su entrada
pública y solemne. Del Pardo se encaminó por fuera de puertas a la
plazuela de las Delicias, desde donde montando a caballo entró por la
Puerta de Atocha, y se dirigió a la iglesia colegiata de San Isidro,
tomando la vuelta por el Prado, calle de Alcalá y Carretas hasta la
de Toledo. Se había preparado este recibimiento con más esmero que el
anterior de julio. Estaba tendida en toda la carrera la tropa francesa;
habíanse por expresa orden colgado las calles y puéstose de trecho en
trecho músicas que tocaban sonatas acomodadas al caso. José rodeado
de gran séquito de franceses y de los españoles que le eran adictos,
mostrábase satisfecho y placentero. No dejó de ser grande el concurso
de espectadores: las desgracias, amilanando los ánimos, los disponían
a la conformidad; pero un silencio profundo, no interrumpido sino por
alguna que otra voz asalariada, daba bastantemente a entender que las
circunstancias impelían a la curiosidad, no afectuosa inclinación. Fue
recibido en la iglesia de San Isidro por el obispo auxiliar y parte de
su cabildo. Pronunciáronse discursos según el tiempo, díjose una misa,
se cantó el Te Deum, y concluida la ceremonia se dirigió José por la
plaza Mayor y calle de la Almudena a Palacio, en donde ocupándose de
nuevo en el gobierno del reino, nos dará pronto ocasión de volver a
hablar de él y de sus providencias.

[Marginal: Sucesos de Cataluña.]

Ahora es ya sazón de pensar en Cataluña. El no querer cortar el hilo de
la narración en los sucesos más abultados y decisivos, nos ha obligado
a postergar los de aquel principado, que si bien de grande interés y
definitivamente de mucha importancia a la causa de la independencia,
forman como un episodio embarazoso para el historiador, aunque
gloriosísimo para aquella provincia.

Dejamos en el libro 5.º la campaña de Cataluña, a tiempo que Duhesme
en el último tercio del mes de agosto se había recogido a Barcelona de
vuelta de su segunda y malograda expedición de Gerona. De nuestra parte
por entonces y en 1.º de septiembre [Marginal: La junta del principado
se traslada a Villafranca.] el marqués del Palacio y la junta del
principado se habían de Tarragona trasladado a Villafranca con objeto
de estar más cerca del teatro de la guerra. Empezaron a acudir a dicha
villa los tercios de toda la provincia, y se reforzó la línea del
Llobregat, a cuyo paraje se había restituido desde Gerona el conde de
Caldagués.

[Marginal: Excursiones de Duhesme.]

Con el aumento de fuerzas temió el general Duhesme que estrechando los
españoles cada vez más a Barcelona, hubiese dificultad de introducir
bastimentos en la plaza. Para alejar el peligro y con intento de hacer
una excursión en el Panadés, partió de aquella ciudad con 6000 hombres
de caballería e infantería, y atacó a los españoles en su línea al
amanecer del 2 de septiembre en los puntos de Molins de Rey y de San
Boi. Por el último alcanzaron los franceses conocidas ventajas; fueron
por el otro rechazados. Mas receloso el de Caldagués, en vista de un
movimiento de los enemigos, de que abandonando estos la embestida
del puente vadeasen el río y le flanqueasen, previno oportunamente
cualquier tentativa situándose en las alturas de Molins de Rey.

Los franceses no pudiendo romper la línea española del Llobregat,
revolvieron del lado opuesto por donde corre el Besós, en cuyo
sitio se mantenía Don Francisco Miláns. Ya aquí, y ya en todos los
puntos alrededor de Barcelona hubo en septiembre y octubre muchas
escaramuzas y aun choques, entre los que fue grave el acaecido en
San Cugat del Vallés, principalmente por el respeto que infundió al
enemigo, obligándole a no alejarse de los muros de Barcelona. También
contribuyeron a ello los refuerzos que llegaron a los españoles
sucesivamente de Portugal, Mallorca y otras partes, de algunos de los
cuales ya hemos hecho mención.

[Marginal: Vives, sucesor del marqués del Palacio.]

El gobierno interior de Cataluña se mejoraba cada día por el esmero
y cuidado de la junta. Habíase solo levantado grande enemistad
contra el marqués del Palacio, o porque las calidades de general no
correspondiesen en él a su patriotismo, o más bien porque en aquellos
tiempos arduos no siendo dado caminar en la ejecución al son de la
impaciencia pública, perdíase la confianza y el buen nombre con la
misma rapidez, y a veces tan infundadamente como se había adquirido.
Los clamores de la opinión catalana obligaron a la junta central a
llamar al marqués del Palacio, poniendo en su lugar al capitán general
de Mallorca Don Juan Miguel de Vives, quien tomó el mando el 28 de
octubre.

[Marginal: Ejército español de Cataluña. Su fuerza.]

Teniendo este a su disposición fuerzas más considerables, coordinó
nuevamente su ejército, y según lo resuelto por la central le denominó
de Cataluña o de la derecha. Constaba en todo de 19.551 infantes, 780
caballos y 17 piezas, dividido en vanguardia, cuatro divisiones y una
reserva. De estas fuerzas destinó Vives la vanguardia, al mando de Don
Mariano Álvarez, a observar al enemigo en el Ampurdán, y las restantes
las conservó consigo para bloquear a Barcelona, a donde se aproximó el
3 de noviembre, sentando su cuartel general en Martorell, cuatro leguas
distante.

[Marginal: Situación de Barcelona.]

Los apuros en aquella plaza del general francés Duhesme crecían en
extremo: el número de sus tropas, que antes era de 10.000 hombres,
menguaba con la deserción y las enfermedades. De nadie podía fiarse.
El disgusto y descontento de los barceloneses tocaba a sus ojos en
abierta rebelión. Los habitantes más principales huían a causa de las
contribuciones exorbitantes que había impuesto; teniendo que acudir
a confiscar los bienes para evitar la emigración. Más tarde, cuando
apretó la escasez, si bien permitió la salida de Barcelona, permitiola
con condiciones rigurosas, dando pasaportes a los que abonaban cuatro
meses anticipados de contribución, y aseguraban con fianza el pago de
los demás plazos. Fue después adelante en usar sin freno de medidas
arbitrarias, declarando a Barcelona en estado de sitio. Opúsose a
ello el conde de Ezpeleta, por lo que se le puso preso, quitándole la
capitanía general que solo en nombre había conservado. Como más antiguo
le sucedió Don Galcerán de Villalba, que en secreto se entendía con
las autoridades patrióticas del principado. Los oficiales españoles
que había dentro de la plaza rehusaron después reconocer el gobierno
de Napoleón prefiriendo a todo ser prisioneros de guerra: lo mismo
hicieron los que eran extranjeros, excepto Mr. Wrant d’Amelin, que
en premio recibió el gobierno de Barcelona. Ejerciose la policía con
particular severidad, prestándose a tan villano servicio un español
llamado Don Ramón Casanova, sin que por eso se pudiese impedir que
muchos y a las calladas se escapasen. Tantas molestias y tropelías eran
en sumo grado favorables a la causa de la independencia.

[Marginal: Tentativas de Vives contra aquella plaza.]

Contando sin duda con el influjo de aquellas y con secretos tratos,
insistió el general Vives en estrechar a Barcelona, y aun proyectó
varios ataques. Fue el más notable el que se dio en 8 de noviembre,
aunque no tuvo ni resulta ni se le consideró tampoco bien meditado.
Sin embargo la proximidad del ejército español puso en tal desasosiego
a los franceses, que en la misma mañana del 8 desarmaron al segundo
batallón de guardias valonas como adicto a los llamados insurgentes.

Desaprobaban los hombres entendidos la permanencia de Vives en las
cercanías de Barcelona, y con razón juzgándola militarmente; pues
para formalizar el sitio no se estaba preparado, y para rendir por
bloqueo la plaza se requería largo tiempo. Creían que hubiera sido
más conveniente dejar un cuerpo de observación que con los somatenes
contuviese al enemigo en sus excursiones, y adelantarse a la frontera
con lo demás del ejército, impidiendo así la toma de Rosas y la
facilidad que ella daba de proveer por mar a Barcelona. Vino en apoyo
de tan juicioso dictamen lo que sucedió bien pronto con el refuerzo que
entró en el principado al mismo tiempo que por el Bidasoa hacían los
franceses su principal irrupción.

[Marginal: Entrada de Saint-Cyr en Cataluña.]

Según insinuamos al hablar de esta, fue destinado el 7.º cuerpo a
domeñar la Cataluña. Debía formarse con las tropas que allí había a
las órdenes de los generales Duhesme y Reille y con otras procedentes
de Italia, al mando de los generales Souham, Pino y Chabert. Todas
estas fuerzas reunidas ascendían a 25.000 infantes y 2000 caballos,
compuestas de muchas naciones y en parte de nueva leva. Capitaneábalas
el general Gouvion Saint-Cyr. Entró este en Cataluña al principiar
noviembre, estableciendo el 6 en Figueras su cuartel general. Fue su
primer intento poner sitio a Rosas, y encargado de ello el general
Reille le comenzó el día 7 del mencionado mes.

[Marginal: Sitio de Rosas.]

Pensó el general Saint-Cyr que convenía apoderarse de aquella
plaza, porque abrigados los ingleses de su rada impedían por mar el
abastecimiento de Barcelona, que no era hacedero del lado de tierra a
causa de la insurrección del país. Hubo quien le motejase, sentando
que en una guerra nacional como esta era de temer que con la tardanza
pudieran los españoles por medio de secretos tratos sorprender a
Barcelona apretada con la escasez de víveres. Napoleón juzgaba tan
importante la posesión de esta plaza, que el solo encargo que hizo a
Saint-Cyr a su despedida en París fue el de conservar a Barcelona;[*]
[Marginal: (* Ap. n. 7-3.)] «porque si se perdiese [decía] serían
necesarios 80.000 hombres para recobrarla.» Sin embargo aquel general
prefirió comenzar por sitiar a Rosas.

Está situada dicha villa a las raíces del Pirineo y a orillas del golfo
de su nombre. Tenía de población 1200 almas. No cubría su recinto sino
un atrincheramiento casi abandonado desde la guerra de la revolución de
Francia. Consistía su principal fortaleza en la ciudadela, colocada al
extremo de la villa, y que aunque desmantelada quísose apresuradamente
poner en estado de defensa, consiguiendo al cabo montar 36 piezas: su
forma es la de un pentágono irregular con foso y camino cubierto, y
sin otras obras a prueba que la iglesia, habiendo quedado inservibles
desde la última guerra los cuarteles y almacenes. A la opuesta parte de
la ciudadela y a 1100 toesas de la villa en un repecho de las alturas
llamadas Puig Rom, término por allí de los Pirineos, se levanta el
fortín de la Trinidad en figura de estrella, de construcción ingeniosa
pero dominado a corta distancia.

[Marginal: Honrosa resistencia de los españoles.]

Con tan débiles reparos y en el estado de ruina de varias de sus obras,
hubiérase en otra ocasión abandonado la defensa de la plaza: ahora
sostúvose con firmeza. Era gobernador Don Pedro O’Daly: constaba la
guarnición de 3000 hombres; se despidió la gente inútil, recompúsose
algo el atrincheramiento destruido y se atajaron con zanjas las
bocacalles. Favorecía a los sitiados un navío de línea inglés y dos
bombarderas que estaban en la bahía.

La división del general Reille unida a la italiana de Pino se había
acercado a la plaza, componiendo juntas unos 7000 hombres. Además
el general Souham para cubrir las operaciones del sitio y observar
a Álvarez que estaba con la vanguardia en Gerona, se situó con su
división entre Figueras y el Fluviá, y ocupó La Junquera con dos
batallones el general Chabert.

Se había lisonjeado el francés Reille de tomar por sorpresa a Rosas:
así lo deseaba su general en jefe solícito de acudir al socorro de
Barcelona y temeroso de la deserción que empezaba a notarse en la
división italiana de Pino. De esta fueron cogidos por los somatenes
varios soldados, y el general Saint-Cyr que presumía de humano envió
en rehenes a Francia hasta el canje igual número de habitantes,
prefiriendo este medio al de quemar los pueblos, antes usado por sus
compatriotas. Mas los catalanes consideraron la nueva medida como más
injusta, imaginándose que los enviaban a servir al norte.

Desde el 7 de noviembre que aparecieron los franceses delante de Rosas,
y en cuyo día los españoles hicieron una vigorosa salida, sobreviniendo
copiosas lluvias no pudieron los primeros traer su artillería ni
empezar sus trabajos hasta el 16. Entonces resolvió el general
Saint-Cyr embestir simultáneamente la ciudadela y el fortín de la
Trinidad. Emprendiose el ataque de aquella por el baluarte llamado de
la plaza, del lado opuesto a la villa, y por donde se ejecutó también
la acometida en el sitio del año de 1795, al cual había asistido el
general enemigo Sanson, jefe ahora de los ingenieros.

Continuaron los trabajos por esta parte hasta el 25. Aquel día dueños
los franceses de un reducto, cabeza del atrincheramiento que cubría la
villa, pensaron que sería conveniente apoderarse de esta para atacar
después la ciudadela por el frente comprendido entre los baluartes de
Santa María y San Antonio. Fue entrada la villa en la noche del 26 al
27 a pesar de porfiada resistencia: de 500 hombres que la defendían 300
quedaron muertos, 150 fueron hechos prisioneros; pudieron los otros
salvarse. El enemigo intimó entonces la rendición a la ciudadela;
contestósele con la negativa.

Al mismo tiempo el fortín de la Trinidad fue desde el 16 bizarramente
defendido por su comandante Don Lotino Fitzgerald. Los ingleses
juzgando inútil la resistencia habían retirado la gente que dentro
habían metido; pero llegando poco después el intrépido Lord Cochrane
con amplias facultades del almirante Collingwood, reanimó a los
españoles entrando en el fuerte con unos 80 hombres, y unidos todos
rechazaron el 30 el asalto de los enemigos que creían practicable la
brecha.

La guarnición de Rosas había vivido esperanzada de que se la socorrería
por tierra; mas limitose el auxilio a un movimiento que el 24 hizo
la vanguardia al mando de Don Mariano Álvarez: cruzó este el Fluviá
y arrolló al principio los puestos avanzados de los franceses, que
rehechos repelieron después a los nuestros, cogiendo prisionero al 2.º
comandante Don José Lebrun. Serenado el general Saint-Cyr con esto y
con ver que el ejército español de Vives no avanzaba según temía, trató
de acabar prontamente el sitio de la ciudadela de Rosas.

[Marginal: Capitulación de Rosas.]

Dirigíase el principal ataque contra la cara derecha del baluarte de
Santa María, y los trabajos prosiguieron con ardor en los días 1.º
y 2.º, en que inútilmente intentaron los sitiados hacer una salida.
Por fin el 5, estando la brecha practicable, y después de 29 días de
asedio, capituló honrosamente el gobernador quedando la guarnición
prisionera de guerra. Tuvo mayor ventura Don Lotino Fitzgerald
comandante del fortín de la Trinidad, habiéndose embarcado él y su
gente con la ayuda y diligencia de Lord Cochrane, quien tal vez hubiera
del mismo modo salvado la guarnición de la ciudadela si hubiera sido
comodoro del apostadero inglés.

[Marginal: Avanza Saint-Cyr camino de Barcelona.]

Desembarazado el general Saint-Cyr del sitio de Rosas, se adelantó a
socorrer a Barcelona con 15.000 infantes y 1500 caballos, después de
haber dejado en el Ampurdán la división del general Reille. Hubiera
corrido riesgo el general francés de ser detenido en el camino, si D.
Juan de Vives en vez de mantener sus tropas en derredor de Barcelona,
le hubiera salido al encuentro en alguno de los sitios oportunos del
tránsito: [Marginal: Vives y las divisiones de Reding y Lazán.] cosa
tanto más hacedera cuanto después de sus infructuosas tentativas sobre
Barcelona se le habían agregado en noviembre las divisiones de Granada
y Aragón y otros cuerpos sueltos. Constaba la primera, al mando de Don
Teodoro Reding, de 11.700 infantes y 670 caballos, y la segunda de unos
4000 hombres regidos por el marqués de Lazán, quien pasó a engrosar la
vanguardia después de lo acaecido el 24 en las riberas del Fluviá.

Insistía el general Vives en acometer a Barcelona estimulado también
por las ofertas de los comandantes de las fuerzas navales inglesas
apostadas delante del puerto. Estas hicieron el 19 de noviembre un
fuego vivísimo contra la plaza, [Marginal: Orden singular dada por
Lecchi en Barcelona.] cuyos habitantes a pesar del daño que recibían
estaban alborozados y palmoteaban desde sus casas al ver la pesadumbre
que el ataque causaba a los franceses: lo cual irritando sobremanera al
comandante Lecchi, prohibió a los habitantes asomarse a las azoteas en
días de refriega.

[Marginal: Trata Vives de seducirle a él y a otros.]

Mal informado el general Vives dirigió a dicho general Lecchi y al
español Casanova proposiciones de acomodamiento si le dejaban entrar
en la plaza. Las desecharon ambos, notándose en la respuesta de Lecchi
la dignidad conveniente. Creyeron sin embargo algunos que sin la
pronta llegada del general Saint-Cyr, y conducida de otra manera la
negociación, quizá no hubiera esta sido infructuosa.

[Marginal: Ataques de Vives el 26 y 27 de noviembre en las cercanías de
Barcelona.]

Don Juan Vives resolvió repetir el 26 el ataque que había emprendido
el 8. Ejecutado esta vez con mayor felicidad fueron los franceses
rechazados hasta Barcelona, y se cogieron prisioneros 104 hombres que
defendían la favorable posición de San Pedro mártir. Prosiguieron
las ventajas el 27, adelantándose el cuartel general a San Feliú de
Llobregat, a legua y media de Barcelona. Desde donde, y con deseo
siempre de estrechar al enemigo, [Marginal: Del 5 de diciembre.] se le
acometió de nuevo el 5 de diciembre, consiguiendo clavar los cañones y
destruir las obras que había formado en la falda de Monjuich.

Pero eran cortas estas ventajas al lado de las que hubieran podido
alcanzarse yendo en busca de Saint-Cyr. Sacrificose todo al deseo
de enseñorearse de la capital del principado. [Marginal: Reding y
Vives van al encuentro de Saint-Cyr.] Sin embargo en la noche del
11 de diciembre sabedor Vives de que aquel general se había movido
el 8 con señales de ir la vuelta de Barcelona, mandó a Don Teodoro
Reding que se adelantase hacia Granollers. Recibiéndose posteriormente
confirmación del primer aviso, se celebró un consejo de guerra, en
el que variando según costumbre los pareceres, no se siguió el de
Caldagués que era el más acertado, y según el cual debiera haberse ido
al encuentro de Saint-Cyr con la mayor parte de las fuerzas, dejando
delante de Barcelona 4000 hombres bien atrincherados. Resolviose
pues lo contrario, y solo salió Vives con algunas tropas a unirse a
Reding. Ambos generales juntaron 8000 hombres, agregándoseles además
los somatenes. Al propio tiempo se previno al marqués de Lazán que
separándose de la vanguardia que estaba en Gerona, siguiese la huella
del francés, sin atacarle por la espalda hasta que el mismo Vives lo
hiciese por el frente, y al coronel Miláns que se apostase con cuatro
batallones en Coll-Sacreu para molestar al enemigo si quería echarse
del lado de la marina, o si no concurrir con los demás a la acción
general que se esperaba.

[Marginal: Continúa Saint-Cyr su marcha.]

Apremiado el general Saint-Cyr con la urgente necesidad de socorrer a
Barcelona, no se empeñó en combatir al marqués de Lazán, quien por
su parte esquivó también todo serio reencuentro. En seguida maniobró
el general francés para disfrazar su intención, y el 11 preparose a
marchar con rapidez y sin embarazos. Así fue que enviando a Figueras
la artillería, repartió a sus soldados víveres para cuatro días,
distribuyoles a razón de 50 cartuchos, y llevó 150.000 de reserva a
lomo de acémilas. El 12 abrió la marcha desde La Bisbal, teniendo
en el camino algunos choques con los miqueletes de Don Juan Clarós.
Enderezose a Hostalrich, y al llegar a las alturas que le dominan con
gran júbilo vio que Vives ni se había aún adelantado hasta allí, ni
ocupado las gargantas del río Tordera, en cuyas estrechuras bastando
un corto número de hombres para detener a los suyos, hubieran en breve
consumido las municiones que consigo traían.

Continuó el general Saint-Cyr su marcha, y el 15 para librarse de
los fuegos de Hostalrich, dio vuelta a la plaza por un sendero agrio
y desconocido, tornando luego a tomar el camino de Barcelona. Salió
de Vallgorguina a incomodarle el coronel Miláns, viéndose el general
francés obligado a retardar su marcha a causa de las cortaduras
practicadas en el desfiladero de treinta pasos. Mas vencidos los
obstáculos acampó ya por la noche su ejército al raso a una legua
del que mandaba Vives, quien pasando el Cardedeu se había colocado
en ventajoso puesto entre Llinas y Villalba. La situación de los
franceses, a pesar de las faltas que cometieron los nuestros, no dejaba
de ser crítica. Por su frente tenían a Vives, flanqueábalos Miláns a
su izquierda, y detrás los seguían Clarós y Lazán. Estaban privados
de artillería, escaseábanles los víveres, solamente les quedaban
municiones para una hora, y eran sus tropas un conjunto de soldados
nuevos de varias naciones. Si Vives hubiera sabido aprovecharse de
tales ventajas, quizá se hubiera repetido aquí la jornada de Bailén,
y calificádose de intempestivo y temerario el movimiento del general
Saint-Cyr, que por su buen éxito mereció el nombre de atrevido y sabio.

[Marginal: Batalla de Llinas o Cardedeu.]

Amaneció el 16 de diciembre, y el general español aguardaba a sus
contrarios colocado en la loma que se levanta después de Cardedeu
y Villalba, y termina en la Riera de la Roca. En lo más elevado de
ella y a la derecha del camino real situó cinco piezas, dejando dos
a la izquierda. Formó su columna en batalla, y desplegó sobre la
derecha, que mandaba Reding, ocupando el costado opuesto de la línea
el somatén de Vic. Como el objeto del general francés era pasar a toda
costa, decidió combatir en una sola columna que rompiese por medio
de los españoles. Comenzó el ataque la división de Pino con orden
expresa de no desviarse de lo resuelto por el general en jefe, pero
en contravención a ello habiendo una de sus brigadas desplegado sobre
la izquierda, hubo de comprometer a los franceses en una refriega que
hubiera sido su perdición a haberse prolongado. El peligro fue para
ellos grande durante algún tiempo. La brigada que había desplegado
no solo fue rechazada, mas también ahuyentada, y destrozado uno de
sus regimientos por el de Húsares españoles, a cuyo frente estaba el
coronel Ibarrola, quedando prisioneros 2 jefes, 15 oficiales y unos 200
soldados. Acudió pronto y oportunamente al remedio el general Saint-Cyr.

De un lado hizo que la división Souham contuviese la brigada puesta en
desorden, al mismo tiempo que de otro amenazaba la izquierda española,
que era la parte más flaca y desguarnecida, disponiendo igualmente que
el general Pino con la 2.ª brigada prosiguiese el ataque en columna, y
rompiese nuestra línea. Ejecutada la operación a un tiempo y en buena
sazón, [Marginal: Son derrotados los españoles.] se cambió la suerte
de las armas, y el ejército español fue envuelto y puesto en derrota.
Perdiéronse cinco de los siete cañones que había, salvándose los dos
por la actividad y presencia de ánimo del teniente Ulzurrun. Nuestra
pérdida fue de 500 muertos y de 1000 entre heridos y prisioneros. Mayor
la de los franceses, por el daño que al principio experimentaron de
la artillería española. Salvose el general Vives a pie y por sendas
extraviadas, y el general Reding ayudado de la velocidad de su caballo
pudo juntarse a una columna de infantería y caballería que con el mayor
orden se retiró por el camino de Granollers a San Cugat. [Marginal: Se
retiran al Llobregat.] Allí tomó el mando interinamente dicho general,
y se acogió a la derecha del Llobregat, a donde se transfirió el conde
del Caldagués, quien aunque salvó la artillería y municiones, tuvo por
la priesa que abandonar los inmensos acopios almacenados en Sarriá, los
cuales sirvieron de mucho al enemigo. El marqués de Lazán que no tomó
parte en la batalla, retrocedió después a Gerona, y el coronel Miláns
se mantuvo en Arenys algunos días sin ser molestado.

Graves y desgraciadas fueron las resultas de la acción de Llinas o
Cardedeu, no tanto por la pérdida de una parte del ejército y por el
socorro que introdujeron los franceses en Barcelona, cuanto por el
desánimo que causó en los españoles, y los alientos que comunicó a los
bisoños y mal seguros soldados del enemigo.

[Marginal: Llega Saint-Cyr a Barcelona.]

Llegó el general Saint-Cyr el 17 delante de Barcelona. No reinaba entre
él y el general Duhesme el mejor acuerdo, mostrándose este descontento
con recibir un jefe superior, y al que luego se dirigieron quejas
y reclamaciones. Por entonces ansioso Saint-Cyr de perseguir a los
españoles no tomó acerca de ellas providencia, [Marginal: Avanza al
Llobregat.] y el 20 después de haber dado a sus tropas dos días de
descanso, salió para el Llobregat y se situó en la margen izquierda,
reforzado su ejército con cinco batallones de la división del general
Chabran.

[Marginal: Situación de los españoles.]

Al otro lado habían reunido los españoles el suyo que con la derrota
del 16 y dispersión que ella causó en todas las tropas no ascendía
arriba de 10.000 infantes y 900 caballos con artillería numerosa. Allí
llegó el general Vives que se había embarcado en Mataró, y que después
de aprobar las medidas tomadas en su ausencia pasó a Villafranca para
obrar en unión con la junta del principado.

Luego que se alejó asomaron los franceses, e indeciso Don Teodoro
Reding de si se retiraría o no, consultó al general en jefe que tardó
en contestar, haciéndolo al fin de un modo ambiguo, lo cual decidió
al primero a sostenerse en su puesto. El ejército español estaba
atrincherado en la margen derecha del Llobregat, en las colinas en que
rematan las alturas de Ordal, extendiéndose desde San Vicente hasta
Pallejá. Mandaba la derecha el brigadier D. Gaspar Gómez de la Serna,
la izquierda el mariscal de Campo Cuadrado, manteniéndose Reding
juntamente con Caldagués en uno de los reductos que habían levantado en
el camino real de Valencia.

[Marginal: Batalla de Molins de Rey.]

El enemigo al alborear del 21 empezó su ataque. Apostose el general
Chabran en Molins de Rey, que estaba a la derecha de los franceses, y
de donde la batalla tomó el nombre; vadeando la división del general
Pino el Llobregat por San Feliú, al tiempo que Souham con su tropa
le cruzaba por San Juan del Pi. Habían en un principio creído los
españoles que su izquierda sería la primera atacada, mas cerciorados
de lo contrario mejoraron su posición, haciendo los peones acertado
fuego. El desaliento no obstante era grande desde la acción de Llinas,
y no había corrido suficiente tiempo para que se borrase en la mente
del soldado tan funesta impresión. Envolvieron los enemigos la derecha
española; arrojáronla sobre el centro, y cayendo unos y otros sobre
la izquierda, ya no hubo sino desconcierto, acorralados los nuestros
contra el puente de Molins de Rey. [Marginal: Derrota de los españoles
y tristes resultas.] A las diez de la mañana llegó Vives solamente para
presenciar la destrucción de los suyos. El ejército español estuvo muy
expuesto a ser del todo cogido por los franceses, a no haberse los
soldados desbandado y tirado cada uno por donde encontró salida. Fue
considerable nuestra pérdida, principalmente de jefes: el brigadier la
Serna murió en Tarragona de las cuchilladas recibidas; el de Caldagués
cayó prisionero y lo mismo varios coroneles. Quedó en poder de los
contrarios toda la artillería.

Por loable que fuera el deseo que animaba al general Reding, con razón
debió tacharse de extrema imprudencia el aventurar una acción con un
ejército que además de novel, acababa pocos días antes de ser deshecho
y en parte disperso. Así fue que el general Saint-Cyr maniobrando con
sumo arte, sin grande esfuerzo desbarató completamente nuestras filas
atropellándose unos soldados sobre otros. Aciagas y de trascendencia
fueron las resultas. Perdiéronse las armas que arrojaron los infantes,
se abandonaron los cuantiosos almacenes que había en el Llobregat, en
Villafranca de Panadés y en Villanueva de Sitges, y en fin, deshízose
enteramente el ejército. Cataluña quedó casi toda ella a merced del
vencedor, que no solo forzó el paso del Bruch para él tan ominoso, sino
que también derramó por todas partes el espanto y la desolación.

[Marginal: Embarazosa también la situación de Saint-Cyr.]

Admiró a algunos que el general Saint-Cyr permaneciese ocioso,
alcanzadas tales ventajas, y atribuíanlo a la condición perezosa de que
le tachaban. Pero otros motivos obraron en su mente para proceder con
lentitud y circunspección. Había en su ejército a pesar de los acopios
cogidos mucha escasez por la necesidad de abastecer a Barcelona; el
país que le rodeaba estaba ya agotado, la comunicación con Francia no
fácil, y los obstáculos mayores cada día por el pronto retoño de la
guerra de somatenes, contra cuyos continuos y desparramados esfuerzos
se estrellaba la pericia de los generales franceses.

[Marginal: Acontecimientos de Tarragona.]

Era por cierto situación esta embarazosa para ellos, y de grande ayuda
para los españoles, cuyos dispersos se iban allegando a Tarragona. En
sus muros alborotose el pueblo, y amenazó de muerte al general Vives,
quien para preservarse de una catástrofe casi inevitable, rotos los
vínculos de la subordinación, dejó el mando, [Marginal: Sucede Reding a
Vives.] que recayó en Don Teodoro Reding, grato a la opinión popular.
Poco a poco recobró la autoridad su fuerza, la junta se trasladó a
Tortosa, y el nuevo general con actividad y celo empezó a arreglar
el ejército, a la sazón descompuesto e insubordinado. Todo anunciaba
mejora, mas todo se malogró, como veremos después por la fatal manía de
dar batallas, y también por el laudable deseo de socorrer a Zaragoza.

[Marginal: Segundo sitio de Zaragoza.]

Esta ciudad, si bien ilustró su nombre en el primer sitio, ahora le
engrandeció en el segundo, perpetuándole con nuevas proezas y con
su imperturbable constancia, en medio de padecimientos y angustias.
Situada no lejos de la frontera de Francia temiose contra ella ya
en septiembre un nuevo y más terrible acometimiento. [Marginal:
Preparativos de defensa.] Palafox como general advertido aprestose a
repelerle, fortificando con esmero y en cuanto se podía población tan
extensa y descubierta. Encargó la dirección de las obras a Don Antonio
Sangenís, ya célebre por lo que trabajó en el primer sitio. El tiempo
y los medios no permitían convertir a Zaragoza en plaza respetable.
Hubo varios planes para fortalecerla: adoptose como más fácil el de
una fortificación provisional, aprovechándose de los edificios que
había en su recinto. Por la margen derecha del Ebro se recompuso y
mejoró el castillo de la Aljafería, estableciendo comunicación con el
Portillo por medio de una doble caponera, y asegurando bastantemente
la defensa hasta la Puerta de Sancho. Del otro lado del castillo hasta
el puente de Huerva se habían fortificado los conventos intermedios,
se había levantado un terraplén revestido de piedra, abierto en partes
un foso y construido en el mismo puente un reducto que se denominó del
Pilar. De allí un atrincheramiento doble se extendía al monasterio de
Santa Engracia, cuyas ruinas se habían grandemente fortalecido. En
seguida y hasta el Ebro defendían la ciudad varias obras y baterías,
no habiéndose descuidado fortificar el convento de San José, que
situado a la derecha de Huerva descubría los ataques del enemigo, y
protegía las salidas de los sitiados. En el monte Torrero solo se
levantó un atrincheramiento, no creyendo el puesto susceptible de larga
resistencia. Por la ribera izquierda del Ebro se resguardó el Arrabal
con reductos y flechas, revestidos de ladrillo o adobe, haciendo
además cortaduras en las calles y aspillerando las casas. Otro tanto
se practicó en la ciudad, tapiando los pisos bajos, atronerando los
otros y abriendo comunicaciones por las paredes medianeras. Las quintas
y edificios, los jardines y los árboles que en derredor del recinto
quedaban aún en pie después de los destrozos del primer sitio, se
arrasaron para despejar los contornos. Todos los moradores a porfía y
con afanado ahinco coadyuvaron a la pronta conclusión de los trabajos
emprendidos.

La artillería no era en general de grueso calibre. Había unas 60
piezas de a 16 y 24, sacadas por la mayor parte del canal en donde los
franceses las habían arrojado: apenas se hizo uso de los morteros por
falta de bombas. Se reservaban en los almacenes provisiones suficientes
para alimentar 15.000 hombres durante seis meses; cada vecino tenía un
acopio particular para su casa, y los conventos muchas y considerables
vituallas. En un principio no se contaba para la defensa sino con
14 o 15.000 hombres: aumentáronse hasta 28.000 con los dispersos de
Tudela que se incorporaron a la guarnición. Era segundo de Palafox
Don Felipe Saint-March; mandaba la artillería el general Villalba, y
los ingenieros el coronel Sangenís. Componíase la caballería de 1400
hombres a las órdenes del general Butrón.

[Marginal: Disposiciones de los franceses.]

Los franceses después de la batalla de Tudela también se preparaban por
su parte a comenzar el sitio, reuniendo en Alagón las tropas y medios
necesarios. El mariscal Moncey aguardaba allí con el tercer cuerpo la
llegada del quinto que mandaba el mariscal Mortier, destinados ambos a
aquel objeto, y ascendiendo sus fuerzas reunidas a 35.000 hombres, sin
contar con seis compañías de artillería, ocho de zapadores y tres de
minadores que se agregaron. Mandaba la primera el general Dedon, y los
ingenieros el general Lacoste. A todos y en jefe debía capitanear el
mariscal Lannes, que por indisposición se detuvo algunos días en Tudela.

[Marginal: Preséntanse delante de Zaragoza.]

Unidos en Alagón el 19 de diciembre los mencionados tercero y quinto
cuerpo, presentáronse el 20 delante de Zaragoza, uno por la ribera
derecha del Ebro, otro por la izquierda. Antes de formalizar el sitio
pensó el mariscal Moncey general en jefe por ausencia de Lannes, en
apoderarse del monte Torrero, que resguardaba con 5000 hombres Don
Felipe Saint-March. [Marginal: El mariscal Moncey se apodera del monte
Torrero.] Para ello al amanecer del 21 coronaron sus tropas las alturas
que dominan aquel sitio, al mismo tiempo que distrayendo la atención
por nuestra izquierda, se enseñorearon, por la derecha, del puente
de la Muela y de la Casa Blanca. Desde allí flanquearon la batería
de Buena Vista, en la que volándose un repuesto de granadas con una
arrojada por los enemigos, causó desorden y obligó a los nuestros a
abandonar el puesto. Entonces Saint-March descubierto por su derecha
pegó fuego en Torrero al puente de América, y se replegó al reducto del
Pilar, en donde repelidos los enemigos tuvieron que hacer alto. De mal
pronóstico era para la defensa de Zaragoza la pérdida de Torrero: en
el anterior sitio igual hecho había costado la vida al oficial Falcó:
en el actual avínole bien a Saint-March para no ser perseguido la
particular protección de Palafox.

[Marginal: Son rechazados los franceses en el Arrabal.]

Compensose en algo este golpe con lo acaecido en el Arrabal el mismo
día. Queriendo tomarle el general Gazan empezó por acometer a los
suizos del ejército español que estaban en el camino de Villamayor:
superior en número los obligó a retirarse a la torre del Arzobispo, en
donde si bien se defendieron con el mayor valor, dándoles ejemplo su
jefe Don Adriano Walker, quedaron allí los más muertos o prisioneros.
Animados los franceses embistieron tres de las baterías del Arrabal, en
cuyo paraje mandaba Don José Manso. Durante cinco horas persistieron
en sus acometidas. Infructuosamente llegaron algunos hasta el pie de
los cañones del Rastro y el Tejar. El coronel de artillería Don Manuel
Velasco que dirigía los fuegos, cubriose aquel día de gloria por su
acierto y bizarra serenidad. Mucho igualmente influyó con su presencia
Don José de Palafox, que acudía adonde mayor peligro amagaba. El éxito
fue muy feliz para los españoles, y el haber sido rechazado el enemigo,
así en este como en otros puntos, comunicó aliento a los aragoneses,
[Marginal: Intimación a la plaza. (* Ap. n. 7-4.)] y convenció al
francés que tampoco en esta ocasión sería ganada de rebate la ciudad de
Zaragoza. Por eso recurrió igualmente el mariscal Moncey a la vía de
la negociación; mas Palafox desechó su propuesta con ánimo levantado y
arrogante.[*]

[Marginal: Bloqueo y ataques que preparan los franceses.]

Los franceses trataron entonces de establecer un riguroso bloqueo.
Del lado del Arrabal el general Gazan inundó el terreno para impedir
las salidas de los sitiados, los cuales el 25 al mando de Don Juan
O’Neille desalojaron a los enemigos del soto de Mezquita, obligándolos
a retirarse hasta las alturas de San Gregorio. Por la derecha del río
propuso el general Lacoste tres ataques, uno contra la Aljafería, y los
otros dos contra el puente de Huerva y convento de San José, punto que
miraban los enemigos como más flaco por no haber detrás en el recinto
de la plaza muro terraplenado. Empezaron a abrir la trinchera en la
noche del 29 al 30 de diciembre.

[Marginal: Salida del general Butrón.]

Notando los españoles que avanzaban los trabajos de los sitiadores,
se dispusieron el 31 a hacer una salida mandada por el brigadier Don
Fernando Gómez de Butrón. Fingiose un ataque en todo lo largo de la
línea, enderezándose nuestra gente a acometer la izquierda enemiga.
Mas advertido Butrón de que por la llanura que se extiende delante de
la Puerta de Sancho se adelantaba una columna francesa, prontamente
revolvió sobre ella, y dándole una carga con la caballería la arrolló
y cogió 200 prisioneros. Palafox para estimular a la demás tropa, y
borrar la funesta impresión que pudieran causar las tristes noticias
del resto de España, recompensó a los soldados de Butrón con el
distintivo de una cruz encarnada.

[Marginal: Reemplaza Junot a Moncey.]

El 1.º de enero reemplazó en el mando en jefe al mariscal Moncey el
general Junot duque de Abrantes. En aquel día los sitiadores para
adelantarse salieron de las paralelas de derecha y centro, perdiendo
mucha gente, [Marginal: Sale Mortier para Calatayud.] y el mariscal
Mortier, disgustado del nombramiento de Junot, partió para Calatayud
con la división del general Suchet, lo cual disminuyó momentáneamente
las fuerzas de los franceses.

[Marginal: Empieza el bombardeo. Ataques contra San José y reducto del
Pilar.]

Estos habiendo establecido el 9 ocho baterías, empezaron en la mañana
del 10 el bombardeo, y a batir en brecha el reducto del Pilar y el
convento de San José, que aunque bien defendido por Don Mariano
Renovales, no podía resistir largo tiempo. Era edificio antiguo,
con paredes de poco espesor, y que desplomándose, en vez de cubrir
dañaban con su caída a los defensores. Hiciéronse sin embargo notables
esfuerzos, [Marginal: Manuela Sancho.] sobresaliendo en bizarría una
mujer llamada Manuela Sancho, de edad de veinticuatro años, natural de
Plenas en la serranía. El 11 dieron los franceses el asalto, teniendo
que emplear en su toma las mismas precauciones que para una obra de
primer orden.

Alojados en aquel convento fueron dueños de la hondonada de Huerva,
pero no podían avanzar al recinto de la plaza sin enseñorearse del
reducto del Pilar, cuyos fuegos los incomodaban por su izquierda. El 11
también este punto había sido atacado con empeño, sin que los franceses
alcanzasen su objeto. Mandaba Don Domingo Larripa, y se señaló con sus
acertadas providencias, así como el oficial de ingenieros Don Marcos
Simonó, y el comandante de la batería Don Francisco Betbezé. Por la
noche hicieron los nuestros una salida que difundió el terror en el
campo enemigo, hasta que su ejército vuelto en sí y puesto sobre las
armas obligó a la retirada. Arrasado el 15 el reducto, quedando solo
escombros y muertos los más de los oficiales que le defendían, fue
abandonado entre ocho y nueve de la noche, volando al mismo tiempo el
puente de Huerva, en que se apoyaba su gola.

[Marginal: Resolución de los moradores.]

Entre este y el Ebro del lado de San José no restaba ya a Zaragoza
otra defensa sino su débil recinto y las paredes de sus casas; pero
habitadas estas por hombres resueltos a pelear de muerte, allí empezó
la resistencia más vigorosa, más tenaz y sangrienta.

[Marginal: Enfermedades y contagio.]

De la determinación de defender las casas nació la necesidad de
abandonarlas, y de que se agolpase parte de la población a los barrios
más lejanos del ataque, con lo cual crecieron en ellos los apuros y
angustias. El bombardeo era espantoso desde el 10, y para guarecerse
de él, amontonándose las familias en los sótanos, inficionaban el aire
con el aliento de tantos, con la falta de ventilación, y el continuado
arder de luces y leña. De ello provinieron enfermedades que a poco se
transformaron en horroroso contagio. Contribuyeron a su propagación
los malos y no renovados alimentos, la zozobra, el temor, la no
interrumpida agitación, las dolorosas nuevas de la muerte del padre,
del esposo, del amigo; trabajos que a cada paso martillaban el corazón.

Los franceses continuaron sus obras concluyendo el 21 la tercera
paralela de la derecha, y entonces fijaron el emplazamiento de
contrabaterías y baterías de brecha del recinto de la plaza. Procuraban
los españoles por su parte molestar al enemigo con salidas, y
ejecutando acciones arrojadas, largas de referir.

[Marginal: Temores de los franceses.]

No solo padecían los franceses con el daño que de dentro de Zaragoza se
les hacía, sino que también andaban alterados con el temor de que de
fuera los atacasen cuadrillas numerosas: y se confirmaron en ello con
lo acaecido en Alcañiz. Por aquella parte y camino de Tortosa habían
destacado para acopiar víveres al general Wathier con 600 caballos y
1200 infantes. [Marginal: Gente que perdieron en Alcañiz.] En su ruta
fue este molestado por los paisanos y algunos soldados sueltos, en
términos que deseoso de destruirlos los acosó hasta Alcañiz, en cuyas
calles los perseguidos y los moradores defendiéronse con tal denuedo
que para enseñorearse de la población perdieron los franceses más de
400 hombres.

Acrecentose su desasosiego con las voces esparcidas de que el marqués
de Lazán y Don Francisco Palafox venían al socorro de Zaragoza; voces
entonces falsas, pues Lazán estaba lejos en Cataluña, y su hermano Don
Francisco, si bien había pasado a Cuenca a implorar la ayuda del duque
del Infantado, no le fue a este lícito condescender con lo que pedía.
Daba ocasión al engaño una corta división de 4 a 5000 hombres que Don
Felipe Perena, saliendo de Zaragoza, reunió fuera de sus muros, y la
cual, ocupando a Villafranca, Leciñena y Zuera, recorría la comarca.

Por escasas que fuesen semejantes fuerzas instaba a los franceses
destruirlas: cuando no, podían servir de núcleo a la organización de
otras mayores. [Marginal: Llegada del mariscal Lannes.] Favoreció a su
intento la llegada el 22 de enero del mariscal Lannes. Restablecido
de su indisposición acudía este a tomar el mando supremo del tercero
y quinto cuerpo, que mandados separadamente por jefes entre sí
desavenidos, no concurrían a la formación del sitio con la debida unión
y celeridad. Puesto ahora el poder en una sola mano notáronse luego sus
efectos. [Marginal: Llama a Mortier.] Por de pronto ordenó Lannes al
mariscal Mortier que de Calatayud volviese con la división del general
Suchet, y que con ella, y el apoyo de la de Gazan que bloqueaba el
Arrabal, [Marginal: Dispersa este a Perena.] marchase al encuentro de
la gente de Perena, que los franceses creían ser Don Francisco de
Palafox. Aquel oficial dejando hacia Zuera alguna fuerza, replegose con
el resto desde Perdiguera, donde estaba, a nuestra Señora de Magallón.
Gente la suya nueva y allegadiza, ahuyentáronla fácilmente los
franceses de las cercanías de Zaragoza, y pudieron continuar el sitio
sin molestia ni diversión de afuera.

Redoblando pues su furia contra la ciudad abrieron espaciosa brecha en
su recinto, y ya no les quedaba sino pasar el Huerva para intentar el
asalto. Construyeron dos puentes, y en la orilla izquierda dos plazas
de armas donde se reuniese la gente necesaria al efecto. Los nuestros,
sin dejar de defender algunos puntos aislados que les quedaban fuera,
perfeccionaban también sus atrincheramientos interiores.

[Marginal: Asalto de los franceses al recinto de la ciudad.]

El 27 determinaron los enemigos dar el asalto. Dos brechas practicables
se les ofrecían, una enfrente del convento de San José, y otra más a
la derecha cerca de un molino de aceite que ocupaban. En el ataque
del centro habían también abierto una brecha en el convento de Santa
Engracia, y por ella y las otras dos corrieron al asalto en aquel
día a las doce de la mañana. La campana de la torre nueva avisó a
los sitiados del peligro. Todos a su tañido se atropellaron a las
brechas. Por la del molino embistieron los franceses, y se encaramaron
sin que los detuvieran dos hornillos a que se prendió fuego; mas
un atrincheramiento interior y una granizada de balas, metralla
y granadas, los forzaron a retirarse, limitándose a coronar con
dificultad lo alto de la brecha por medio de un alojamiento. Enfrente
de San José, rechazados repetidas veces, consiguieron al fin meterse
desde la brecha en una casa contigua, y hubieran pasado adelante a no
haberlos contenido la intrepidez de los sitiados. El ataque contra
Santa Engracia, si bien al principio ventajoso al enemigo, saliole
después más caro que los otros. Tomaron en efecto sus soldados aquel
monasterio, enseñoreáronse del convento inmediato de las Descalzas,
y enfilando desde él la larga cortina que iba de Santa Engracia al
puente de Huerva obligaron a los españoles a abandonarla. Alentados los
franceses con la victoria se extendieron hasta la Puerta del Carmen,
y llevados de igual ardor los que de ellos guardaban la paralela del
centro, acometieron por la izquierda, se hicieron dueños del convento
de Trinitarios descalzos, y ya avanzaban a la Misericordia cuando se
vieron abrasados con el fuego de dos cañones, y el daño que recibían
de calles y casas. Los nuestros persiguiéndolos hicieron una salida,
y hasta se metieron en el convento de trinitarios, que fuera otra
vez suyo sin el pronto socorro que trajo a los contrarios el general
Morlot. Murieron de los franceses 800 hombres, en cuyo número se
contaron varios oficiales de ingenieros.

[Marginal: Muerte de Sangenís.]

Pero de esta clase tuvieron los españoles que llorar al siguiente día
la dolorosa pérdida del comandante Don Antonio Sangenís, que fue muerto
en la batería llamada Palafox al tiempo que desde ella observaba los
movimientos del enemigo. Tenía cuarenta y tres años de edad, y amábanle
todos por ser oficial valiente, experimentado y entendido. Y aunque de
condición afable, era tal su entereza que desde el primer sitio había
dicho: «no se me llame a consejo si se trata de capitular, porque nunca
será mi opinión que no podamos defendernos.»

[Marginal: Estragos de bombardeo y epidemia.]

El bombardeo mientras tanto continuaba sus estragos, siendo mayores
los de la epidemia, de que ya morían 350 personas por día, y los hubo
en que fallecieron 500. Faltaban los medicamentos, estaban henchidos
de enfermos los hospitales, costaba una gallina cinco pesos fuertes,
carecíase de carne y de casi toda legumbre. Ni había tiempo ni espacio
para sepultar los muertos, cuyos cadáveres hacinados delante de las
iglesias, esparcidos a veces y desgarrados por las bombas, ofrecían
a la vista espantoso y lamentable espectáculo. Confiado el mariscal
Lannes de que en tal aprieto se darían a partido los españoles,
sobre todo si eran noticiosos de lo que en otras partes ocurría,
[Marginal: Intimación de Lannes. Dicho de Palafox.] envió un parlamento
comunicando los desastres de nuestros ejércitos y la retirada de los
ingleses. Mas en balde: los zaragozanos nada escucharon; en vez de
amilanarse crecía su valor al par de los apuros. Su caudillo, firme
como ellos, repetía: «defenderé hasta la última tapia.»

[Marginal: Resistencia en casas y edificios.]

Los franceses entonces yendo adelante en sus embestidas, inútilmente
quisieron el 28 y 29 apoderarse por su derecha de los conventos de
San Agustín y Santa Mónica. Tampoco pudieron vencer el obstáculo de
una casa intermedia que les quedaba para penetrar en la calle de la
Puerta quemada. Lo mismo les sucedió con una manzana contigua a Santa
Engracia, empezando entonces a disputarse con encarnizamiento la
posesión de cada casa, y de cada piso, y de cada cuarto.

[Marginal: Minas de los franceses.]

Siendo muy mortífero para los franceses este desconocido linaje de
defensa, resolvieron no acometer a pecho descubierto, y emprendieron
por medio de minas una guerra terrible y escondida. Aunque en ella les
daban su saber y recursos grandes ventajas, no por eso se abatieron
los sitiados; y sosteniéndose entre las ruinas y derribos que causaban
las minas enemigas, no solo procuraban conservar aquellos escombros,
sino que también querían recuperar los perdidos. Intentáronlo aunque en
vano con el convento de Trinitarios descalzos. La lid fue porfiada y
sangrienta; quedó herido el general francés Rostollant y muertos muchos
de sus oficiales. Nuestros paisanos y soldados abalanzábanse al peligro
como fieras. [Marginal: Patriotismo y fervor de algunos eclesiásticos.]
Y sacerdotes piadosos y atrevidos no cesaban de animarlos con sus
lenguas y dar consuelos religiosos a los que caían heridos de muerte,
siendo a veces ellos mismos víctima de su fervor. Augusto entonces
y grandioso ministerio, que al paso que desempeñaba sus propias y
sagradas obligaciones, cumplía también con las que en tales casos y sin
excepción exige la patria de sus hijos.

A fuerza de empeño y trabajos, y valiéndose siempre de sus minas, se
apoderaron los franceses el 1.º de febrero de San Agustín y Santa
Mónica, y esperaron penetrar hasta el Coso por la calle de la Puerta
quemada; empresa la última que se les malogró con pérdida de 200
hombres. Dolorosa fue también para ellos la toma en aquel día de
algunas casas en la calle de Santa Engracia, [Marginal: Muerte del
general Lacoste.] cayendo atravesado de una bala por las sienes el
general Lacoste, célebre ya en otros nombrados sitios. Sucediole Mr.
Rogniat, herido igualmente en el siguiente día.

[Marginal: Murmuraciones del ejército francés.]

Aunque despacio, y por decirlo así, a palmos, avanzaba el enemigo por
los tres puntos principales de su ataque que acabamos de mencionar.
Mas como le costaba tanta sangre, excitáronse murmuraciones y quejas
en su ejército, las cuales estimularon al mariscal Lannes a avivar la
conclusión de tan fatal sitio, acometiendo el Arrabal.

[Marginal: Embestida del Arrabal.]

Seguía en aquella parte el general Gazan, habiéndose limitado hasta
entonces a conservar riguroso bloqueo. Ahora según lo dispuesto por
Lannes, emprendió los trabajos de sitio. El 7 de febrero embistieron
ya sus soldados el convento de Franciscanos de Jesús a la derecha
del camino de Barcelona. Tomáronle después de tres horas de fuego,
arrojando de dentro a 200 hombres que le guarnecían; y no pudiendo
ir más adelante por la resistencia que los nuestros les opusieron,
paráronse allí y se atrincheraron.

[Marginal: Los progresos del enemigo en la ciudad.]

Trató Lannes al mismo tiempo de que se diesen la mano con este ataque
los de la ciudad, y puso su particular conato en que el de la derecha
de San José se extendiese por la universidad y Puerta del Sol hasta
salir al pretil del río. Tampoco descuidó el del centro, en donde los
sitiados defendieron con tal tenacidad unas barracas que había junto
a las ruinas del hospital, que según la expresión de uno de los jefes
enemigos «era menester matarlos para vencerlos». Allí el sitiador,
ayudado de los sótanos del hospital, atravesó la calle de Santa
Engracia por medio de una galería, y con la explosión de un hornillo
se hizo dueño del convento de San Francisco: hasta que subiendo por la
noche al campanario el coronel español Fleury acompañado de paisanos,
agujerearon juntos la bóveda y causaron tal daño a los franceses desde
aquella altura, que huyeron estos recobrando después a duras penas el
terreno perdido.

[Marginal: Nuevas murmuraciones del ejército francés.]

Los combates de todos lados eran continuos, y aunque los sostenían
por nuestra parte hombres flacos y macilentos, ensañábanse tanto, que
creciendo las quejas del soldado enemigo, exclamaba: «que se aguardasen
refuerzos, si no se quería que aquellas malhadadas ruinas fuesen su
sepulcro.»

[Marginal: Toma del Arrabal.]

Urgía pues a Lannes acabar sitio tan extraño y porfiado. El 18 de
febrero volvió a seguirse el ataque del Arrabal; y con horroroso fuego,
al paso que de un lado se derribaban frágiles casas, flanqueábase del
otro el puente del Ebro para estorbar todo socorro, pereciendo al
querer intentarlo el barón de Versages. A las dos de la tarde abierta
brecha, penetraron los franceses en el convento de mercenarios llamado
de San Lázaro. Fundación del rey don Jaime el Conquistador y edificio
grandioso, fue defendido con el mayor valor; y en su escalera, de
construcción magnífica, anduvo la lucha muy reñida: perecieron casi
todos los que le guarnecían. Ocupado el convento por los franceses,
quedó a los demás soldados del Arrabal cortada la retirada. Imposible
fue, excepto a unos cuantos, repasar el puente, siendo tan tremendo
el fuego del enemigo que no parecía sino que a manera de las del
Janto, se habían incendiado las aguas del Ebro. En tamaño aprieto
echaron los más de los nuestros por la orilla del río, capitaneándolos
el comandante de Guardias españolas Manso; pero perseguidos por la
caballería francesa, enfermos, fatigados y sin municiones, tuvieron que
rendirse. Con el Arrabal perdieron los españoles entre muertos, heridos
y prisioneros 2000 hombres.

[Marginal: Furioso ataque que los franceses preparan.]

Dueños así los franceses de la orilla izquierda del Ebro, colocaron
en batería 50 piezas, con cuyo fuego empezaron a arruinar las casas
situadas al otro lado en el pretil del río. Ganaban también terreno
dentro de la ciudad, extendiéndose por la derecha del Coso; y ocupado
el convento de Trinitarios calzados se adelantaron a la calle del
Sepulcro, procurando de este modo concertar diversos ataques. En tal
estado, meditando dar un golpe decisivo, habían formado seis galerías
de mina que atravesaban el Coso, y cargando cada uno de los hornillos
con 3000 libras de pólvora, confiaban en que su explosión causando
terrible espanto en los zaragozanos los obligaría a rendirse.

[Marginal: Deplorable estado de la ciudad.]

No necesitaron los franceses acudir a medio tan violento. Menos eran de
4000 los hombres que en la ciudad podían sustentar las armas, 14.000
estaban postrados en cama, muchos convalecientes y los demás habían
perecido al rigor de la epidemia y de la guerra. Desvanecíanse las
esperanzas de socorro; [Marginal: Enfermedad de Palafox.] y el mismo
general Don José de Palafox, acometido de la enfermedad reinante, tuvo
que transmitir sus facultades a una junta que se instaló en la noche
del 18 al 19 de febrero. Componíase esta de 34 individuos, siendo
su presidente Don Pedro María Ric, regente de la audiencia. Rodeada
de dificultades convocó la nueva autoridad a los principales jefes
militares, quienes trazando un tristísimo cuadro de los medios que
quedaban de defensa, inclinaron los ánimos a capitular. Discutiose no
obstante largamente la materia; mas pasando a votación, hubo de los
vocales 26 que estuvieron por la rendición, y solo ocho, entre ellos
Ric, se mantuvieron firmes en la negativa. En virtud de la decisión
de la mayoría, enviose al cuartel general enemigo un parlamento, a
nombre de Palafox, aceptando con alguna variación las ofertas que el
mariscal Lannes había hecho días antes: pero este por tardía desechó
con indignación la propuesta.

[Marginal: Propone la junta capitular.]

La junta entonces pidió por sí misma suspensión de hostilidades. Aceptó
el mariscal francés con expresa condición de que dentro de dos horas
se le presentasen sus comisionados a tratar de la capitulación. En el
pueblo y entre los militares había un partido numeroso que reciamente
se oponía a ella, por lo cual hubo de usarse de precauciones.

[Marginal: Conferencia con Lannes.]

Fue nombrado para ir al cuartel general francés Don Pedro María Ric con
otros vocales. Recibiolos aquel mariscal con desdén y aun desprecio,
censurando agriamente y con irritación la conducta de la ciudad, por
no haber escuchado primero sus proposiciones. Amansado algún tanto con
prudentes palabras de los comisionados, añadió Lannes, «respetaranse
las mujeres y los niños, con lo que queda el asunto concluido.» «Ni
aun empezado, replicó prontamente mas con serenidad y firmeza Don
Pedro Ric, eso sería entregarnos sin condición a merced del enemigo, y
en tal caso continuará Zaragoza defendiéndose, pues aún tiene armas,
municiones, y sobre todo puños.»

[Marginal: Capitulación.]

No queriendo sin duda el mariscal Lannes compeler a despecho ánimos
tan altivos, reportose aun más, y comenzó a dictar la capitulación.
En vano se esforzó Don Pedro Ric por alterar alguna de sus cláusulas
o introducir otras nuevas. Fueron desatendidas las más de sus
reclamaciones. Sin embargo instando para que por un artículo expreso se
permitiese a Don José de Palafox ir a donde tuviese por conveniente,
[Marginal: Palabra que da Lannes.] replicó Lannes que nunca un
individuo podía ser objeto de una capitulación; pero añadió que
empeñaba su palabra de honor de dejar a aquel general entera libertad,
así como a todo el que quisiese salir de Zaragoza. Estos pormenores,
que es necesario no echar en olvido, han sido publicados en una
relación impresa por el mismo Don Pedro María Ric, de cuya boca también
nosotros se los hemos oído repetidas veces, mereciendo su dicho entera
fe, como de magistrado veraz y respetable.

[Marginal: Firma la junta la capitulación.]

La junta admitió y firmó el 20 la capitulación, airándose Lannes de que
pidiese nuevas aclaraciones; mas de nada sirvió ni aun lo estipulado.
[Marginal: Quebrántase por los franceses horrorosamente.] En aquella
misma noche la soldadesca francesa saqueó y robó; y si bien pudieran
atribuirse tales excesos a la dificultad de contener al soldado después
de tan penoso sitio, no admite igual excusa el quebrantamiento de
otros artículos, ni la falta de cumplimiento de la palabra empeñada
de dejar ir libre a Don José de Palafox. [Marginal: Maltrato dado
a Palafox.] Moribundo sacáronle de Zaragoza, a donde tuvieron que
volverle por el estado de postración en que se hallaba. Apenas
restablecido lleváronle a Francia, y encerrado en Vincennes padeció
hasta en 1814 durísimo cautiverio.

[Marginal: Muerte de prisioneros, de Boggiero y Sas.]

Fueron aun más allá los enemigos en sus demasías y crueldades.
Despojaron a muchos prisioneros, mataron a otros y maltrataron a casi
todos. Tres días después de la capitulación, a la una de la noche,
llamaron de un cuarto inmediato al de Palafox, donde siempre dormía,
a su antiguo maestro el padre Don Basilio Boggiero, y al salir se
encontró con el alcalde mayor Solanilla, un capitán francés y un
destacamento de granaderos que le sacaron fuera sin decirle a dónde le
llevaban. Tomaron al paso al capellán Don Santiago Sas, que se había
distinguido en el segundo sitio tanto como en el anterior, despidieron
a Solanilla, y solos los franceses marcharon con los dos presos
al puente de Piedra. Allí matáronlos a bayonetazos, arrojando sus
cadáveres al río. Hirieron primero a Sas, y no se oyó de su boca como
tampoco de la de Boggiero otra voz que la de animarse recíprocamente a
muerte tan bárbara e impensada. Contolo así después y repetidas veces
el capitán francés encargado de su ejecución, añadiendo que el mariscal
Lannes le había ordenado los matase sin hacer ruido. ¡Atrocidad
inaudita! A tal punto el vencedor atropelló en Zaragoza las leyes de la
guerra y los derechos sagrados de la humanidad.

La capitulación se publicó en la Gaceta de Madrid de 28 de febrero,[*]
[Marginal: (* Ap. n. 7-5.)] nunca en los papeles franceses, sin duda
para que se creyese que se había entregado Zaragoza a merced del
conquistador, y disculpar así los excesos: como si con capitulación o
sin ella pudieran permitirse muchos de los que se cometieron.

[Marginal: Entrada de Lannes en Zaragoza.]

Fue nombrado el general Laval gobernador de Zaragoza. Hizo el 5 de
marzo su entrada solemne Lannes, recibiéndole en la iglesia de nuestra
Señora del Pilar [Marginal: P. Santander.] el padre Santander, obispo
auxiliar, que ausente en los dos sitios volvió a Zaragoza a celebrar
el triunfo de los enemigos de su patria. [Marginal: (* Véase Ap. n.
7-6.) Junot sucede otra vez a Lannes.] Del joyero de aquel templo se
sacaron las más preciosas alhajas, pasando a manos de los principales
jefes franceses bajo el nombre de regalos que hacía la junta.[*] El
mariscal Lannes permaneció en Zaragoza hasta el 14 de marzo que partió
a Francia sucediéndole por entonces en el mando el general Junot, duque
de Abrantes.

Duró el sitio de Zaragoza 62 días; y sin la epidemia, principal
ayudadora de los franceses, muchos esfuerzos y tiempo hubieran todavía
empleado estos en la conquista. Al capitular solo era suya una cuarta
parte de la ciudad, el Arrabal y 13 iglesias o conventos, [Marginal:
Pérdidas de unos y de otros. (* Ap. n. 7-7.)] y sin embargo su posesión
les había costado tanto trabajo y la pérdida de más de 8000 hombres.
Murieron de los españoles en ambos sitios 53.873 personas;[*] el mayor
número en el último y de la epidemia. [Marginal: Ruinas de edificios
y bibliotecas.] Fueron destruidos con las bombas los más de los
edificios. La biblioteca de la universidad, formada con la antigua
de los jesuitas y enriquecida con varias dádivas, entre ellas una
del ilustre aragonés Don Ramón de Pignatelli, se voló con una mina.
Pereció también al final del sitio la del convenio de dominicos de San
Ildefonso, fundada por el marqués de la Compuesta secretario de gracia
y justicia de Felipe V, en la que había, sin los impresos, más de 2000
curiosos manuscritos. Tan destructora y enemiga de las letras es la
guerra, aun hecha por naciones cultas.

[Marginal: Juicio sobre este sitio.]

Muchos han dudado de si fue o no conveniente defender a Zaragoza;
desaprobando otros con más razón el que se hubiesen encerrado tantas
tropas en su recinto. Debiérase ciertamente haber acudido al remedio
de semejante embarazo, sacando de allí las que se recogieron después
de la rota de Tudela o cualesquiera otras: con tal que se hubiera
limitado su número a los 14 o 15.000 hombres que antes había, y los
cuales unidos al entusiasmado vecindario bastaban para escarmentar de
nuevo al enemigo y detenerle largo tiempo delante de sus muros. Mas por
lo que toca a la determinación de defender la ciudad, nos parece que
fue acertada y provechosa. Los laureles adquiridos en el primer sitio
habían dado al nombre de Zaragoza tan mágico influjo, que su pronta y
fácil entrega hubiera causado desmayo en toda la nación. De otra parte
su resistencia no solo impidió la ocupación de algunas provincias,
deteniendo el ímpetu de huestes formidables, sino que también aquellos
mismos hombres que tan bravos e impávidos se mostraban guarecidos de
las tapias y las casas, no hubieran, inexpertos y en campo raso, podido
sostenerse contra la práctica y disciplina de los franceses, mayormente
cuando la impaciencia pública forzaba a aventurar imprudentes batallas.

Por varios y encontrados que en este punto hayan sido los dictámenes,
nunca discordaron ni discordarán en calificar de gloriosísima y
extraordinaria la defensa de Zaragoza. El general francés Rogniat,
testigo de vista, nos dice con loable imparcialidad:[*] [Marginal: (*
Ap. n. 7-8.)] «La alteza de ánimo que mostraron aquellos moradores, fue
uno de los más admirables espectáculos que ofrecen los anales de las
naciones después de los sitios de Sagunto y Numancia.» Fuelo en efecto
tanto, que en 1814 citose ya su ejemplo a los pueblos de Francia, como
digno de imitarse, por aquel mismo Napoleón que antes hubiera querido
borrarle de la memoria de los hombres.



  RESUMEN
  DEL
  LIBRO OCTAVO.


_José en Madrid. — Felicitaciones. — Sus providencias. — Comisarios
regios. — Tropa española. — Junta criminal. — Comisarios de hacienda.
— Opinión acerca de José. — Junta central en Sevilla. — Declaración
unánime en favor de la causa peninsular de las provincias de América
y Asia. — Auxilios que envían. — Decreto de la central sobre América
de 22 de enero. — Nuevo reglamento para las juntas provinciales
de España. — Tratado con Inglaterra de 9 de enero. — Subsidios de
Inglaterra. — Tribunal de seguridad pública. — Centrales enviados a
las provincias. — Marqués de Villel en Cádiz. — Los ingleses quieren
ocupar la plaza. — Altercados que hubo en ello. — Alboroto en Cádiz.
— Conducta extraña de Villel. — Riesgo que corre su persona. — Matan
a Heredia. — Sosiégase el alboroto. — Ejércitos. — El de la Mancha.
— Ataque de Mora. — Alburquerque y Cartaojal. — Pasa Alburquerque
al ejército de Cuesta. — Avanza Cartaojal y se retira. — Acción de
Ciudad Real. — Ejército de Extremadura. — Avanza a Almaraz. — Córtase
el puente. — Pasan los franceses el Tajo. — Retíranse los nuestros.
— Ventajas conseguidas por los españoles. — Únese Alburquerque a
Cuesta. — Batalla de Medellín. — Sus resultas. — Determinación de la
central. — Venegas sucede a Cartaojal. — Reflexiones. — Comisión de
Sotelo. — Respuesta de la central. — Cartas de Sebastiani a Jovellanos
y otros. — Cartas de Sebastiani al señor Jovellanos. — Contestación
del señor Jovellanos. — Guerra de Austria. — Cataluña. — Alboroto de
Lérida. — Reding en Tarragona. — Plan prudente de Martí. — Varíase. —
Situación del ejército español. — Le atacan los franceses. — Entran
en Igualada. — Movimientos de Saint-Cyr y Reding. — Batalla de Valls.
— Entran los franceses en Reus. — Esperanzas de Saint-Cyr. — Salen
vanas. — Guerra de somatenes. — Dificultad de las comunicaciones.
— Retírase Saint-Cyr de las cercanías de Tarragona. — Pasa por
Barcelona. — Estado de la ciudad. — Niéganse las autoridades civiles a
prestar juramento. — Prenden a muchos y los llevan a Francia. — Pasa
Saint-Cyr a Vic. — Muerte de Reding. — Sucede Coupigny. — Paisanos
del Vallés. — Principio de las partidas en todo el reino. — Decreto
de la central. — Porlier. — Don Juan Echávarri. — El Empecinado. —
Ciudad Rodrigo y Wilson. — Asturias. — La junta. — Ballesteros. —
Sus operaciones en Colombres. — Armamento de la provincia. — Worster.
— Entran los asturianos en Ribadeo. — Y en Mondoñedo. — Sorprenden y
dispersan los franceses a Worster. — Romana. — Su ejército. — Empieza
el levantamiento de Galicia. — Mariscal Soult. — Trata de invadir a
Portugal. — Inútil tentativa para atravesar el Miño. — Toma Soult
hacia Orense. — Insurrección. — Los abades de Couto y Valladares. — El
paisanaje molesta a los franceses en su marcha. — Soult y Romana. —
Intimación a este. — Es desbaratada la retaguardia española. — Ataca a
Villafranca. — Se apodera de la guarnición. — Llega Romana a Oviedo. —
Altercado con la junta. — Invade Ney a Asturias. — Kellermann. — Romana
se embarca en Gijón. — Saquean los franceses a Oviedo. — Sale Ney de
Asturias. — Mahy amenaza a Lugo. — Desbarata al general Fournier. —
Pone cerco a la ciudad. — Crece la insurrección de Galicia. — Barrio.
— Junta de Lobera. — Sitia a Vigo el abad de Valladares. — Limia. —
Tenreiro y el portugués Almeida. — Morillo. — Gogo. — Ríndese Vigo a
los españoles. — Bloqueo de Tuy. — Le alzan. — Y evacuan la ciudad
los franceses. — Se crea y aumenta la división del Miño. — Mándala
Don Martín de la Carrera. — Desbarata a los franceses en el campo de
la Estrella. — Campaña de Soult en Portugal. — Entran los franceses
en Chaves. — En Braga. — Asoman a Oporto. — Estado de la ciudad. —
Éntranla los franceses. — Gran matanza. — Conducta del mariscal Soult.
— Pídenle sea rey. — Silveira recobra a Chaves. — Coronel Trant. —
Regencia de Portugal. — Cradock y los ingleses. — Beresford manda a
los portugueses. — Refuérzase el ejército inglés. — Sir A. Wellesley
nombrado general en jefe. — Sus providencias. — Avanza a Coimbra. —
Situación de los franceses. — Sociedad secreta de los filadelfos. —
Plan de Wellesley. — Se apoderan los ingleses de Oporto. — Apuros de
Soult. — Pasa la frontera. — Llega a Lugo. — Levanta Mahy el cerco.
— Encuéntrase con Romana en Mondoñedo. — Marcha atrevida de los
españoles. — Descontento del soldado con Romana. — Ney y Soult en Lugo.
— Conciértanse para destruir el ejército español. — Conde de Noroña 2.º
comandante de Galicia. — Acción del Puente de Sampayo. — Soult trata
de pasar a Castilla. — Paisanos del Sil. — Quema de varios pueblos.
— Romana en Celanova. — Soult en la Puebla de Sanabria. — General
Franceschi cogido por el Capuchino. — Situación de Ney. — Mazarredo. —
Bazán. — Evacúa Ney a Galicia. — Entra Noroña en la Coruña. — Worster y
Bárcena. — Ballesteros pasa a Castilla y a las montañas de Santander. —
Ocupa a Santander. — Echanle los franceses y se embarca. — Intrepidez
de Porlier. — Marcha admirable del batallón de la Princesa. — Romana
en la Coruña. — Sus providencias y negligencia. — Sale a Castilla.
— Nombra a Mahy para Asturias. — Nombra a Ballesteros para mandar
10.000 hombres. — Sucédele después en el mando del ejército el duque
del Parque. — Fin de este libro. — Parangón de la guerra de Austria y
España. — Previsión notable de Pitt._



  HISTORIA
  DEL
  LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
  de España.

  LIBRO OCTAVO.


[Marginal: José en Madrid.]

Habiendo la suerte favorecido tan poderosamente las armas francesas,
pareció a muchos estar ya afianzada la corona de España en las sienes
de José Bonaparte. Aumentose así el número de sus parciales, y ora por
este motivo, y ora sobre todo por exigirlo el conquistador, acudieron
sucesivamente a la corte a felicitar al nuevo rey diputaciones de
los ayuntamientos y cuerpos de los pueblos sojuzgados. [Marginal:
Felicitaciones.] Esmeráronse algunas en sus cumplidos, y no quedaron
en zaga las que representaban a los cabildos eclesiásticos y a los
regulares, con la esperanza sin duda estos de parar el golpe que
los amagaba. Mostráronse igualmente adictos varios obispos, y en
tanto grado que dio contra ellos un decreto la junta central,[*]
[Marginal: (* Ap. n. 8-1.)] coligiéndose de ahí que si bien la mayoría
del clero español como la de la nación estuvo por la causa de la
independencia, no fue exclusivamente aquella clase ni el fanatismo,
según queda ya apuntado, la que le dio impulso, sino la justa
indignación general. Corrobórase esta opinión al ver que entre los
eclesiásticos que abrazaron el partido de José, contáronse muchos de
los que pasaban plaza de ignorantes y preocupados. Tan cierto es que
en las convulsiones políticas el acaso, el error, el miedo colocan
como a ciegas en una y otra parcialidad a varios de los que siguen sus
opuestas banderas: motivos que reclaman al final desenlace recíproca
indulgencia.

[Marginal: Sus providencias.]

José luego que entró en Madrid en vano procuró tomar providencias que
volviendo la paz y orden al reino, cautivasen el ánimo de sus nuevos
súbditos. Ni tenía para ello medios bastantes, ni era fácil que el
pueblo español lastimado hasta en lo más hondo de su corazón, escuchase
una voz que a su entender era fingida y engañosa. Desgraciada por
lo menos fue y de mal sonido la primera que resonó en los templos,
y que se transmitió por medio de una circular fecha en 24 de enero.
Ordenábase en su contenido con promesa de la futura evacuación de los
franceses cantar en todos los pueblos un Te Deum en acción de gracias
por las victorias que había en la península alcanzado Napoleón, que
era como obligar a los españoles a celebrar sus propias desdichas.

[Marginal: Comisarios regios.]

Al mismo tiempo salieron para las provincias con el título de
comisarios regios sujetos de cuenta a restablecer el orden y
las autoridades, predicar la obediencia y representar en todo y
extraordinariamente la persona del monarca. Hubo de estos quienes
trataron de disminuir los males que agobiaban a los pueblos; hubo
otros que los acrecentaron desempeñando su encargo en provecho suyo
y con acrimonia y pasión. Su influjo no obstante era casi siempre
limitado, teniendo que someterse a la voluntad varia y antojadiza de
los generales franceses.

Solo en Madrid se guardaba mayor obediencia al gobierno de José, y solo
con los recursos de la capital y sobre todo con los derechos cobrados
a la entrada de puertas podía aquel contar para subvenir a los gastos
públicos. Estos en verdad no eran grandes, ciñéndose a los del gobierno
supremo, pues ni corría de su cuenta el pago del ejército francés, ni
tenía aun tropa ni marina española que aumentasen los presupuestos del
estado. [Marginal: Tropa española.] Sin embargo fue uno de sus primeros
deseos formar regimientos españoles. La derrota de Uclés y las que la
siguieron, proporcionaron a las banderas de José algunos oficiales
y soldados. Pero los madrileños miraban a estos individuos con tal
ojeriza y desvío, tiznándolos con el apellido de jurados, que no pudo
al principio el gobierno intruso enregimentar ni un cuerpo completo de
españoles. Apenas se veía el soldado vestido y calzado y repuesto de
sus fatigas, pasaba del lado de los patriotas, y no parecía sino que
se había separado temporalmente de sus filas para recobrar fuerzas,
y empuñar armas que le volviesen la estimación perdida. Por eso ya
en enero dieron en Madrid un decreto riguroso contra los ganchos y
seductores de soldados y paisanos que de nada sirvió, empeñando este
género de medidas en actos arbitrarios y de cada vez más odiosos cuando
la opinión se muestra contraria y universal.

[Marginal: Junta criminal.]

Así fue que en 16 de febrero creó el gobierno de José una junta
criminal extraordinaria compuesta de cinco alcaldes de corte, la cual
entendiendo en las causas de asesinos y ladrones, debía también juzgar
a los patriotas. En el decreto [*] [Marginal: (* Ap. n. 8-2.)] de su
creación confundíanse estos bajo el nombre de revoltosos, sediciosos
y esparcidores de malas nuevas, y no solo se les imponía a todos la
misma pena, sino también a los que usasen de puñal o rejón. Espantosa
desigualdad, mayormente si se considera que la pena impuesta era la de
horca, la cual según la expresión del decreto _había de ser ejecutada
irremisiblemente y sin apelación_. Y como si tan destemplado rigor no
bastase, añadíase en su contexto que aquellos a quienes no se probase
del todo su delito, quedarían a disposición del ministro de policía
general para enviarlos a los tribunales ordinarios, y ser castigados
con penas extraordinarias, conforme a la calidad de los casos y de las
personas. Muchos perjuicios se siguieron de estas determinaciones:
varias fueron las víctimas, teniendo que llorar entre ellas a un
abogado respetable de nombre Escalera, cuyo delito se reducía a haber
recibido cartas de un hijo suyo que militaba del lado de los patriotas.
Su infausta suerte esparció en Madrid profunda consternación. Don Pablo
Arribas, hombre de algunas letras, despierto, pero duro e inflexible, y
que siendo ministro de policía promovía con ahinco semejantes causas,
fue tachado de cruel y en extremo aborrecido, como varios de los jueces
del tribunal criminal extraordinario: suerte que cabrá siempre a los
que no obren muy moderadamente en el castigo de los delitos políticos,
que por lo general solo se consideran tales en medio de la irritación
de los ánimos, soliendo luego absolverlos la fortuna.

A las medidas de severidad del gobierno de José acompañaron o siguieron
algunas benéficas que sucesivamente iremos notando. Su establecimiento
sin embargo fue lento o nunca tuvo otro efecto que el de estamparse
en la colección de sus decretos. [Marginal: Comisarios de hacienda.]
Inútilmente se mandó en 24 de abril que no se impusieran contribuciones
extraordinarias en las provincias sometidas, nombrando comisarios de
hacienda que lo evitasen y diesen principio a arreglar debidamente
aquel ramo. El continuo paso y mudanza de tropas francesas, la
necesidad y la codicia y malversación de ciertos empleados impedían el
cumplimiento de bien ordenadas providencias, y achacábanse a veces al
gobierno intruso los daños y males que eran obra de las circunstancias.
Por lo demás nunca hubo, digámoslo así, un plan fijo de administración,
destruido casi en sus cimientos el antiguo, y no adoptado aún el que
había de emanar de la constitución de Bayona.

[Marginal: Opinión acerca de José.]

José por su parte entregado demasiadamente a los deleites, poco
respetado de los generales franceses, y desairado con frecuencia por su
hermano, no crecía en aprecio a los ojos de la mayoría española, que le
miraba como un rey de bálago, sujeto al capricho, a la veleidad y a los
intereses del gabinete de Francia. Con lo cual si bien las victorias
le granjeaban algunos amigos, ni su gobierno se fortalecía, ni la
confianza tomaba el conveniente arraigo.

[Marginal: Junta central en Sevilla.]

Menos afortunada que José en las armas, fuelo más la junta central en
el acatamiento y obediencia que le rindieron los pueblos. Sin que la
tuviesen grande afición, censurando a veces con justicia muchas de sus
resoluciones, la respetaban y cumplían sus órdenes como procedentes de
una autoridad que estimaban legítima. José Bonaparte no era dueño sino
de los pueblos en que dominaban las tropas francesas: la central éralo
de todos, aun de los ocupados por el enemigo, siempre que podían burlar
la vigilancia de los que apellidaban opresores. Tranquila en su asiento
de Sevilla apareció allí con más dignidad y brillo, dándole mayor
realce la declaración en favor de la causa peninsular que hicieron las
provincias de América y Asia.

[Marginal: Declaración unánime en favor de la causa peninsular de las
provincias de América y Asia.]

A imitación de las de Europa levantaron estas un grito universal de
indignación al saber los acontecimientos de Bayona y el alzamiento
de la península. Los habitantes de Cuba, Puerto Rico, Yucatán y el
poderoso reino de Nueva España pronunciáronse con no menor unión y
arrebatamiento que sus hermanos de Europa. En la ciudad de México,
después de recibir pliegos de los diputados de Asturias en Londres
y de la junta de Sevilla, celebrose en 9 de agosto de 1808 una
reunión general de las autoridades y principales vecinos, en la que
reconociendo a todas y a cada una de las juntas de España, se juró no
someterse a otro soberano más que a Fernando VII y a sus legítimos
sucesores de la estirpe real de Borbón, comprometiéndose a ayudar con
el mayor esfuerzo tan sagrada causa. En las islas se entusiasmaron a
punto de recobrar en noviembre de aquel año la parte española de Santo
Domingo cedida a Francia por el tratado de Basilea. Idénticos fueron
los sentimientos que mostraron sucesivamente Tierra Firme, Buenos
Aires, Chile, el Perú y Nueva Granada. Idénticos los de todas las otras
provincias de una y otra América española, cundiendo rápidamente hasta
las remotas islas Filipinas y Marianas. Y si los agravios de Madrid y
Bayona tocaron por su enormidad en inauditos, también es cierto que
nunca presentó la historia del mundo un compuesto de tantos millones de
hombres esparcidos por el orbe en distintos climas y lejanas regiones
que se pronunciasen tan unánimemente contra la iniquidad y violencia de
un usurpador extranjero.

[Marginal: Auxilios que envían.]

Ni se limitó la declaración a vanos clamores, ni su expresión a
estudiadas frases: acompañaron a uno y a otro cuantiosos donativos
que fueron de gran socorro en la deshecha tormenta de fines del
año de 8 y principios del 9. El laborioso catalán, el gallego, el
vizcaíno, los españoles todos que a costa de sudor y trabajo habían
allí acumulado honroso caudal, apresuráronse a prodigar socorros a su
patria ya que la lejanía no les permitía servirla con sus brazos. El
natural de América también siguió entonces el impulso que le dieron
sus padres,[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-3.)] y no menos que doscientos
ochenta y cuatro millones de reales vinieron para el gobierno de la
central en el año de 1809. De ellos casi la mitad consistió en dones
gratuitos o anticipaciones, estando las arcas reales muy agotadas con
las negociaciones y derroche del tiempo de Carlos IV.

[Marginal: Decreto de la central sobre América de 22 de enero. (* Ap.
n. 8-3 bis.)]

Tan desinteresado y general pronunciamiento provocó en la central el
memorable decreto [*] de 22 de enero, por el cual declarándose que
no eran los vastos dominios españoles de Indias propiamente colonias
sino parte esencial e integrante de la monarquía, se convocaba para
representarlos a individuos que debían ser nombrados al efecto por sus
ayuntamientos. Cimentáronse sobre este decreto todos los que después
se promulgaron en la materia, y conforme a los cuales se igualaron en
un todo con los peninsulares los naturales de América y Asia. Tal fue
siempre la mente y aun la letra de la legislación española de Indias,
debiendo atribuirse el olvido en que a veces cayó a las mismas causas
que destruyeron y atropellaron en España sus propias y mejores leyes.
La lejanía, lo tarde que a algunas partes se comunicó el decreto e
impensados embarazos no permitieron que oportunamente acudiesen a
Sevilla los representantes de aquellos paises, reservándose novedad de
tamaña importancia para los gobiernos que sucedieron a la junta central.

[Marginal: Nuevo reglamento para las juntas provinciales de España.]

Otros cuidados de no menor interés ocuparon a esta al comenzar el
año de 1809. Fue uno de los primeros dar nueva planta a las juntas
provinciales de donde se derivaba su autoridad, formando un reglamento
con fecha de 1.º de enero según el cual se limitaban las facultades
que antes tenían, y se dejaba solo a su cargo lo respectivo a
contribuciones extraordinarias, donativos, alistamiento, requisiciones
de caballos y armamento. Reducíase a nueve el número de sus individuos,
se despojaba a estos de parte de sus honores, y se cambiaba la antigua
denominación de juntas supremas en la de _superiores provinciales de
observación y defensa_. También se encomendaba a su celo precaver las
asechanzas de personas sospechosas, y proveer a la seguridad y apoyo
de la central; encargo, por decirlo de paso, a la verdad extraño,
poner su defensa en manos de autoridades que se deprimían. Aunque
muchos aprobaron y en lo general se tuvo por justo circunscribir las
facultades de las juntas, causó gran desagrado el artículo 10 del nuevo
reglamento, según el cual se prohibía el libre uso de la imprenta,
no pareciendo sino que al extenderse no estaba aún yerto el puño de
Floridablanca. Alborotáronse varias juntas con la reforma, y la de
Sevilla se enojó sobremanera, y a punto que suscitó la cuestión de
renovar cada seis meses uno de sus individuos en la central, y aun
llegó a dar sucesor al conde de Tilly. Encendiéndose más y más las
contestaciones, suspendiose el nuevo reglamento, y nunca tuvo cumplido
efecto ni en todas las provincias ni en todas sus partes. Quizá
obró livianamente la central en querer arreglar tan pronto aquellas
corporaciones mayormente cuando los acontecimientos de la guerra
cortaban a veces la comunicación con el gobierno supremo; pero al mismo
tiempo fueron muy reprensibles las juntas que movidas de ambición
dieron lugar en aquellos apuros a altercados y desabrimientos.

[Marginal: Tratado con Inglaterra de 9 de enero.]

Señalose también la entrada del año de 1809 con estrechar de un
modo solemne las relaciones con Inglaterra. Hasta entonces las que
mediaban entre ambos gobiernos eran francas y cordiales, pero no
estaban apoyadas en pactos formales y obligatorios. Túvose pues por
conveniente darles mayor y verdadera firmeza, concluyendo en 9 de
enero en Londres un tratado de paz y alianza. Según su contenido se
comprometió Inglaterra a asistir a los españoles con todo su poder; y
a no reconocer otro rey de España e Indias sino a Fernando VII, a sus
herederos o al legítimo sucesor que la nación española reconociese; y
por su parte la junta central se obligó a no ceder a Francia porción
alguna de su territorio en Europa y demás regiones del mundo, no
pudiendo las partes contratantes concluir tampoco paz con aquella
nación sino de común acuerdo. Por un artículo adicional se convino en
dar mutuas y temporales franquicias al comercio de ambos estados, hasta
que las circunstancias permitiesen arreglar sobre la materia un tratado
definitivo. Quería entonces la central entablar uno de subsidios más
urgente que ningún otro; pero en vano lo intentó.

[Marginal: Subsidios de Inglaterra.]

Los que España había alcanzado de Inglaterra habían sido cuantiosos,
si bien nunca se elevaron, sobre todo en dinero, a lo que muchos han
creído. De las juntas provinciales solo las de Galicia, Asturias y
Sevilla recibieron cada una 20.000.000 de reales vellón, no habiendo
llegado a manos de las otras cantidad alguna, por lo menos notable.
Entregáronse a la central 1.600.000 rs. en dinero, y en barras
20.000.000 de la misma moneda. A sus continuas demandas respondía el
gobierno británico que le era imposible tener pesos fuertes si España
no abría al comercio inglés mercados en América, por cuyo medio y en
cambio de géneros y efectos de su fabricación le darían plata aquellos
naturales. Por fundada que fuera hasta cierto punto dicha contestación,
desagradaba al gobierno español, que con más o menos razón estaba
persuadido de que con la facilidad adquirida desde el principio de la
guerra de introducir en la península mercaderías inglesas, de donde
se difundían a América, volvía a Inglaterra el dinero anticipado a
los españoles, o invertido en el pago de sus propias tropas, siendo
contados los retornos de otra especie que podía suministrar España.

Lo cierto es que la junta central con los cortos auxilios pecuniarios
de Inglaterra, y limitada en sus rentas a los productos de las
provincias meridionales, invirtiendo las otras los suyos en sus propios
gastos, difícilmente hubiera levantado numerosos ejércitos sin el
desprendimiento y patriotismo de los españoles, y sin los poderosos
socorros con que acudió América, principalmente cuando dentro del reino
era casi nulo el crédito, y poco conocidos los medios de adquirirle en
el extranjero.

Levantáronse clamores contra la central respecto de la distribución
de fondos, y aun acusáronla de haber malversado algunos. Probable
es que en medio del trastorno general, y de resultas de batallas
perdidas y de dispersiones haya habido abusos y ocultaciones hechas por
manos subalternas, mas injustísimo fue atribuir tales excesos a los
individuos del gobierno supremo que nunca manejaron por sí caudales,
y cuya pureza estaba al abrigo en casi todos hasta de la sospecha.
A los ojos del vulgo siempre aparecen abultados los millones, y la
malevolencia se aprovecha de esta propensión a fin de ennegrecer la
conducta de los que gobiernan. En la ocasión actual eran los gastos
harto considerables para que no se consumiese con creces lo que entró
en el erario.

[Marginal: Tribunal de seguridad pública.]

A modo del tribunal criminal de José creó asimismo la central uno
de seguridad pública que entendiese en los delitos de infidencia, y
aunque no tan arbitrario como aquel en la aplicación y desigualdad
de las penas, reprobaron con razón su establecimiento los que no
quieren ver rotos bajo ningún pretexto los diques que las leyes y la
experiencia han puesto a las pasiones y a la precipitación de los
juicios humanos. Ya en Aranjuez se estableció dicho tribunal con
el nombre de extraordinario de vigilancia y protección; y aun se
nombraron ministros por la mayor parte del consejo que le compusieran;
mas hasta Sevilla y bajo otros jueces no se vio que ejerciese su
terrible ministerio. Afortunadamente rara vez se mostró severo e
implacable. Dirigió casi siempre sus tiros contra algunos de los
que estaban ausentes y abiertamente comprometidos, respondiendo en
parte a los fallos de la misma naturaleza que pronunciaba el tribunal
extraordinario de Madrid. Solo impuso la pena capital a un ex guardia
de corps que se había pasado al enemigo, y en abril de 1809 mandó
ajusticiar en secreto, exponiéndolos luego al público, a Luis Gutiérrez
y a un tal Echevarría, su secretario, mozo de entendimiento claro y
despejado. El Gutiérrez había sido fraile y redactor de una gaceta en
español que se publicaba en Bayona, y el cual con su compañero llevaba
comisión para disponer los ánimos de los habitantes de América en
favor de José. Encontráronles cartas del rey Fernando y del infante
Don Carlos que se tuvieron por falsas. Quizá no fue injusta la pena
impuesta, según la legislación vigente, pero el modo y sigilo empleado
merecieron con razón la desaprobación de los cuerdos e imparciales.

[Marginal: Centrales enviados a las provincias.]

Tampoco reportó provecho el enviar individuos de la central a
las provincias, de cuya comisión hablamos en el libro sexto. La
junta intitulándolos comisarios, los autorizó para presidir a las
provinciales y representarla con la plenitud de sus facultades. Los
más de ellos no hicieron sino arrimarse a la opinión que encontraron
establecida, o entorpecer la acción de las juntas, no saliendo por
lo general de su comisión ninguna providencia acertada ni vigorosa.
Verdad es que siendo, conforme queda apuntado, pocos entre los
individuos de la central los que se miraban como prácticos y entendidos
en materias de gobierno, quedáronse casi siempre los que lo eran en
Sevilla, yendo ordinariamente a las provincias los más inútiles y
limitados. [Marginal: Marqués de Villel en Cádiz.] Fue de este número
el marqués de Villel: enviado a Cádiz para atender a su fortificación,
y desarraigar añejos abusos en la administración de la aduana, provocó
por su indiscreción y desatentadas providencias un alboroto que a no
atajarse con oportunidad, hubiera dado ocasión a graves desazones. Como
este acontecimiento se rozó con otro que por entonces y en la misma
ciudad ocurrió con los ingleses, será bien que tratemos a un tiempo de
entrambos.

[Marginal: Los ingleses quieren ocupar la plaza.]

Luego que el gobierno británico supo las derrotas de los ejércitos
españoles, y temiendo que los franceses invadiesen las Andalucías,
pensó poner al abrigo de todo rebate la plaza de Cádiz, y enviar tropas
suyas que la guarneciesen. Para el recibimiento de estas y para proveer
en ello lo conveniente envió allí a Sir Jorge Smith con la advertencia,
según parece, de solo obrar por sí en el caso de que la junta central
fuese disuelta, o de que se cortasen las comunicaciones con el
interior. No habiendo sucedido lo que recelaba el ministerio inglés, y
al contrario estando ya en Sevilla el gobierno supremo, de repente y
sin otro aviso notició el Sir Jorge al gobernador de Cádiz como S. M.
B. le había autorizado para exigir que se admitiese dentro de la plaza
guarnición inglesa: escribiendo al mismo tiempo a Sir Juan Cradock
general de su nación en Lisboa, a fin de que sin tardanza enviase a
Cádiz parte de las tropas que tenía a sus órdenes. Advertida la junta
central de lo ocurrido, extrañó que no se la hubiera de antemano
consultado en asunto tan grave, y que el ministro inglés Mr. Frere no
le hubiese hecho acerca de ello la más leve insinuación. Resentida,
dióselo a entender con oportunas reflexiones, previniendo al marqués de
Villel su representante en Cádiz y al gobernador, que de ningún modo
permitiesen a los ingleses ocupar la plaza, guardando no obstante en la
ejecución de la orden el miramiento debido a tropas aliadas.

[Marginal: Altercados que hubo en ello.]

A poco tiempo y al principiar febrero llegaron a la bahía gaditana con
el general Mackenzie dos regimientos de los pedidos a Lisboa, y súpose
también entonces por el conducto regular cuáles eran los intentos
del gobierno inglés. Este confiado en que la expedición de Moore no
tendría el pronto y malhadado término que hemos visto, quería, conforme
manifestó, trasladar aquel ejército o bien a Lisboa, o bien al mediodía
de España; y para tener por esta parte un punto seguro de desembarco,
había resuelto enviar de antemano a Cádiz al general Sherbrooke con
4000 hombres que impidiesen una súbita acometida de los franceses.
Así se lo comunicó Mr. Frere a la junta central, y así en Londres Mr.
Canning al ministro de España Don Juan Ruiz de Apodaca, añadiendo
que S. M. B. deseaba que el gobierno español examinase si era o no
conveniente dicha resolución.

Parecían contrarios a los anteriores procedimientos de Sir George Smith
los pasos que en la actualidad se daban, y disgustábale a la central
que después de haber desconocido su autoridad se pidiese ahora su
dictamen y consentimiento. No pensaba que Smith se hubiese excedido
de sus facultades según se le aseguró, y más bien presumió que se
achacaba al comisionado una culpa que solo era hija de resoluciones
precipitadas, sugeridas por el temor de que los franceses conquistasen
en breve a España. Siguiéronse varias contestaciones y conferencias
que se prolongaron bastantemente. [Marginal: (* Ap. n. 8-4.)] La junta
mantúvose firme y con decoro, y terminó el asunto por medio de una
juiciosa nota [*] pasada en 1.º de marzo, de cuyas resultas diose otro
destino a las tropas inglesas que iban a ocupar a Cádiz.

[Marginal: Alboroto en Cádiz.]

Al propio tiempo y cuando aún permanecían en su bahía los regimientos
que trajo el general Mackenzie, se suscitó dentro de aquella plaza el
alboroto arriba indicado, cuya coincidencia dio ocasión a que unos
le atribuyesen a manejos de agentes británicos, y otros a enredos y
maquinaciones de los parciales de los franceses; estos para impedir
el desembarco e introducir división y cizaña, aquellos para tener
un pretexto de meter en Cádiz las tropas que estaban en la bahía.
Así se inclina el hombre a buscar en origen oscuro y extraordinario
la causa de muchos acontecimientos. En el caso presente se descubre
fácilmente esta en el interés que tenían varios en conservar los
abusos que iba a desarraigar el marqués de Villel; en los desacordados
procedimientos del último y en la suma desconfianza que a la sazón
reinaba. [Marginal: Conducta extraña de Villel.] El marqués en vez de
contentarse con desempeñar sus importantes comisiones, se entrometió en
dar providencias de policía subalterna, o solo propias del recogimiento
de un claustro. Prohibía las diversiones, censuraba el vestir de las
mujeres, perseguía a las de conducta equívoca, o a las que tal le
parecían, dando pábulo con estas y otras medidas no menos inoportunas
a la indignación pública. En tal estado bastaba el menor incidente
para que de las hablillas y desabrimientos se pasase a una abierta
insurrección.

Presentose con la entrada en Cádiz el 22 de febrero de un batallón de
extranjeros compuesto de desertores polacos y alemanes. Desagradaba
a los gaditanos que se metiesen en la plaza aquellos soldados, a su
entender poco seguros: con lo que los enemigos de la central y los de
Villel que eran muchos, soplando el fuego, tumultuaron la gente que
se encaminó a casa del marqués para leer un pliego sospechoso a los
ojos del vulgo, y el cual acababa de llegar al capitán del puerto.
Manifestose el contenido a los alborotados, y como se limitase este a
una orden para trasladar los prisioneros franceses de Cádiz a las islas
Baleares, aquietáronse por de pronto, [Marginal: Riesgo que corre su
persona.] más luego arreciando la conmoción fue llevado el marqués con
gran peligro de su persona a las casas consistoriales. Crecieron las
amenazas, y temerosos algunos vecinos respetables de que se repitiese
la sangrienta y deplorable escena de Solano, acudieron a libertar al
angustiado Villel acompañados del gobernador D. Félix Jones y de Fr.
Mariano de Sevilla, guardián de capuchinos, que ofreció custodiarle en
su convento. De entre los amotinados salieron voces de que los ingleses
aprobaban la sublevación, y teniéndolas por falsas rogó el gobernador
Jones al general Mackenzie que las desvaneciese, en cuyo deseo
condescendió el inglés. Con lo cual, y con fenecer el día se sosegó por
entonces el tumulto.

A la mañana siguiente publicó el gobernador un bando que calmase los
ánimos; más enfureciéndose de nuevo el populacho quiso forzar la
entrada del castillo de santa Catalina, y matar al general Caraffa
que con otros estaba allí preso. Púdose afortunadamente contener
con palabras a la muchedumbre, entre la que hallándose ciertos
contrabandistas, [Marginal: Matan a Heredia.] revolvieron sobre la
Puerta del mar, cogieron a Don José Heredia, comandante del resguardo,
contra quien tenían particular encono, y le cosieron a puñaladas.
[Marginal: Sosiégase el alboroto.] La atrocidad del hecho, el cansancio
y los ruegos de muchos calmaron al fin el tumulto, prendiendo los
voluntarios de Cádiz a unos cuantos de los más desasosegados.

[Marginal: Ejércitos.]

Afligían a los buenos patricios tan tristes y funestas ocurrencias, sin
que por eso se dejase de continuar con la misma constancia en el santo
propósito de la libertad de la patria. La central ponía gran diligencia
en reforzar y dar nueva vida a los ejércitos que habiéndose acogido al
mediodía de España le servían de valladar. En febrero del apellidado
del centro y de la gente que el marqués del Palacio y después el conde
de Cartaojal habían reunido en la Carolina, formose solo uno, según
insinuamos, a las órdenes del último general. En Extremadura prosiguió
Don Gregorio de la Cuesta juntando dispersos y restableciendo el orden
y la disciplina para hacer sin tardanza frente al enemigo. De cada uno
de estos dos ejércitos y de sus operaciones hablaremos sucesivamente.

[Marginal: El de la Mancha.]

El que mandaba Cartaojal, ahora llamado de la Mancha, constaba de
16.000 infantes y más de 3000 caballos. Los que de ellos se reunieron
en la Carolina tuvieron más tiempo de arreglarse; y la caballería
numerosa y bien equipada, si no tenía la práctica y ejercicios
necesarios, por lo menos sobresalía en sus apariencias. Debían darse
la mano las operaciones de este ejército con las del general Cuesta
en Extremadura, y ya antes de ser separado del mando del ejército del
centro el duque del Infantado, se había convenido en febrero entre él
y el de Cartaojal hacer un movimiento hacia Toledo, que distrajese
parte de las fuerzas enemigas que intentaban cargar a Cuesta. Con este
propósito púsose a las órdenes del duque de Alburquerque, encargado del
mando de la vanguardia del ejército del centro después de la batalla de
Uclés, una división formada con soldados de aquel y con otros del de la
Carolina; constando en todo de 9000 infantes, 2000 caballos y 10 piezas
de artillería.

[Marginal: Ataque de Mora.]

Era el de Alburquerque mozo valiente, dispuesto para este género de
operaciones. Encaminose por Ciudad Real y el país quebrado y de bosque
espeso llamado la Gualdería, y se acercó a Mora que ocupaba con 500
a 600 dragones franceses el general Dijon. Aunque por equivocación
de los guías y cierto desarreglo que casi siempre reinaba en nuestras
marchas, no había llegado aún toda la gente de Alburquerque,
particularmente la infantería, determinó este atacar a los enemigos el
18 de febrero: los cuales advertidos por el fuego de las guerrillas
españolas evacuaron la villa de Mora, y solo fueron alcanzados camino
de Toledo. Acometiéronlos con brío nuestros jinetes, señaladamente
los regimientos de España y Pavía, mandados por sus coroneles Gámez
y príncipe de Anglona, y acosándolos de cerca se cogieron unos 80
hombres, equipajes y el coche del general Dijon.

Avisados los franceses de las cercanías de tan impensado ataque,
comenzaron a reunir fuerzas considerables, de lo que temeroso
Alburquerque se replegó a Consuegra en donde permaneció hasta el 22. En
dicho día se descubrieron los franceses por la llanura que yace delante
de la villa, y desde las nueve de la mañana estuvo jugando de ambos
lados la artillería, hasta que a las tres de la misma tarde sabedor
Alburquerque de que 11.000 infantes y 3000 caballos venían sobre él,
creyó prudente replegarse por la Cañada del puerto de Gineta. No siguió
el enemigo, parándose en el bosque de Consuegra, y los españoles se
retiraron a Manzanares descansadamente. Infundió esta excursión, aunque
de poca importancia, seguridad en el soldado, y hubiera podido ser
comienzo de otras que le hiciesen olvidar las anteriores derrotas y
dispersiones.

[Marginal: Alburquerque y Cartaojal.]

Pero en vez de pensar los jefes en llevar a cabo tan noble resolución,
entregáronse a celos y rencillas. El de Alburquerque fundadamente
insistía en que se hiciesen correrías y expediciones para adiestrar
y foguear la tropa; mas, inquieto y revolvedor, sustentaba su opinión
de modo que, enojando a Cartaojal, mirábale este con celosa ojeriza.
En tanto los franceses habían vuelto a sus antiguas posiciones, y
fortaleciéndose en el ejército español y cundiendo el dictamen de
Alburquerque, aparentó el general en jefe adherir a él; determinando
que dicho duque fuese con 2000 jinetes la vuelta de Toledo, en donde
los enemigos tenían 4000 infantes y 1500 caballos. Dobladas fuerzas que
las que estos tenían había pedido aquel para la expedición, único medio
de no aventurar malamente tropas bisoñas como lo eran las nuestras.
Por lo mismo juzgó con razón el de Alburquerque que la condescendencia
del conde de Cartaojal no era sino imaginada traza para comprometer su
buena fama; con lo cual creciendo entre ambos la enemistad, acudieron
con sus quejas a la central, sacrificando así a deplorables pasiones la
causa pública.

[Marginal: Pasa Alburquerque al ejército de Cuesta.]

Se aprobó en Sevilla el plan del duque, pero debiendo aumentarse el
ejército de Cuesta con parte del de la Mancha, por haber engrosado el
suyo en Extremadura los franceses, aprovechose Cartaojal de aquella
ocurrencia para dar al de Alburquerque el encargo de capitanear las
divisiones de los generales Bassecourt y Echávarri, destinadas a
dicho objeto. Mas compuestas ambas de 3500 hombres y 200 caballos,
advirtieron todos que con color de poner al cuidado del duque una
comisión importante, no trataba Cartaojal sino de alejarle de su lado.
Censurose esta providencia no acomodada a las circunstancias: pues
si Alburquerque empleaba a veces reprensibles manejos y se mostraba
presuntuoso, desvanecíanse tales faltas con el espíritu guerrero y
deseo de buen renombre que le alentaban.

El conde de Cartaojal había sentado su cuartel general en Ciudad Real;
extendíase la caballería hasta Manzanares ocupando a Daimiel, Torralba
y Carrión, y la infantería se alojaba a la izquierda y a espaldas de
Valdepeñas. Don Francisco Abadía, cuartel-maestre, y los jefes de las
divisiones trabajaron a porfía en ejercitar la tropa, pero faltaba
práctica en la guerra y mayor conocimiento de las grandes maniobras.

[Marginal: Avanza Cartaojal y se retira.]

Comenzó Cartaojal a moverse por su frente y avanzó el 24 de marzo
hasta Yébenes. Allí Don Juan Bernuy que mandaba la vanguardia, atacó
a un cuerpo de lanceros polacos, el cual queriendo retirarse por el
camino de Orgaz, tropezó con el vizconde de Zolina, que le deshizo
y cogió unos cuantos prisioneros. Mas entonces informado Cartaojal
de que los franceses venían por otro lado a su encuentro con fuerzas
considerables, en vano trató de recogerse a Consuegra, ocupada ya la
villa por los enemigos. Sorprendido de que le hubiesen atajado así el
paso volvió precipitadamente por Malagón a Ciudad Real, en donde entró
en 26 a los tres días de su salida, y después de haber inútilmente
cansado sus tropas.

[Marginal: Acción de Ciudad Real.]

Habían los franceses juntado a las órdenes del general Sebastiani,
sucesor en el mando del 4.º cuerpo del mariscal Lefebvre, 12.000
hombres de infantería y caballería, de los cuales divididos en dos
trozos había tomado uno por el camino real de Andalucía, en tanto
que otro partiendo de Toledo seguía por la derecha para flanquear y
envolver a los españoles que confiadamente se adelantaban. No habiendo
alcanzado su objeto, acosaron a los nuestros y los acometieron el 27
por todas partes. Desconcertado Cartaojal, sin tomar disposición alguna
dejó en la mayor confusión sus columnas, que rechazadas aquel día y
el siguiente en Ciudad Real, el Viso, Visillo y Santa Cruz de Mudela,
fueron al cabo desordenadas, apoderándose el enemigo de varias piezas
de artillería y muchos prisioneros. Las reliquias de nuestro ejército
se abrigaron de la sierra y prontamente empezaron a juntarse en
Despeñaperros y puntos inmediatos. Situose el cuartel general en Santa
Elena y los franceses se detuvieron en Santa Cruz de Mudela, aguardando
noticias del mariscal Victor, que al propio tiempo maniobraba en
Extremadura.

[Marginal: Ejército de Extremadura.]

Encargado el general Cuesta en diciembre del ejército que se había poco
antes dispersado en aquella provincia, trató con particular conato de
infundir saludable terror en la soldadesca desmandada y bravía desde el
asesinato del general San Juan, y de reprimir al populacho de Badajoz,
desbocado con las desgracias que allí ocurrieron al acabar el año. Y
cierto que si a su condición dura hubiera entonces unido Cuesta mayor
conocimiento de la milicia, y no tanto apresuramiento en batallar, con
gran provecho de la patria y realce suyo hubiera llevado a término
importantes empresas. A su solo nombre temblaba el soldado, y sus
órdenes eran cumplidas pronta y religiosamente.

[Marginal: Avanza a Almaraz.]

Rehecho y aumentado el corto ejército de su mando constaba ya a
mediados de enero de 12.000 hombres repartidos en dos divisiones y
una vanguardia. El 25 del mismo yendo de Badajoz sentó sus reales en
Trujillo, y retirándose los franceses hacia Almaraz, fueron desalojados
de aquellos alrededores, enseñoreándose el 29 del puente la vanguardia
capitaneada por Don Juan de Henestrosa. Trasladose después el general
Cuesta a Jaraicejo y Deleitosa, y dispuso cortar dicho puente como en
vano lo había intentado antes el general Galluzo. Competía aquella obra
con las principales de los romanos, fabricada por Pedro Uría a expensas
de la ciudad de Plasencia en el reinado de Carlos V. Tenía 580 pies de
largo, más de 25 de ancho y 134 de alto hasta los pretiles. Constaba
de dos ojos y el del lado del norte, cuya abertura excedía de 150
pies, fue el que se cortó. No habiendo al principio surtido efecto los
hornillos, hubo que descarnarle a pico y barreno, e hízose con tan poca
precaución que al destrabar de los sillares, cayeron y se ahogaron 26
trabajadores con el oficial de ingenieros que los dirigía. Lástima fue
la destrucción de tamaña grandeza, y en nuestro concepto arruinábanse
con sobrada celeridad obras importantes y de pública utilidad, sin que
después resultasen para las operaciones militares ventajas conocidas.

[Marginal: Pasan los franceses el Tajo.]

El general Cuesta continuó en Deleitosa hasta el mes de marzo, no
habiendo ocurrido en el intermedio sino un amago que hizo el enemigo
hacia Guadalupe, de donde luego se retiró repasando el Tajo. Mas en
dicho mes acercándose el mariscal Victor a Extremadura, se situó en el
pueblo de Almaraz para avivar la construcción de un puente de balsas
que supliese el destruido, no pudiendo la artillería transitar por
los caminos que salían a Extremadura, desde los puentes que aún se
conservaban intactos. Preparado lo necesario para llevar a efecto la
obra, juzgó antes oportuno el enemigo desalojar a los españoles de
la ribera opuesta en que ocupaban un sitio ventajoso, para cuyo fin
pasaron 13.000 hombres y 800 caballos por el puente del Arzobispo,
así denominado de su fundador el célebre Don Pedro Tenorio, prelado de
Toledo. Puestos ya en la margen izquierda, se dividieron al amanecer del
18 en dos trozos, de los cuales uno marchó sobre las Mesas de Ibor, y
otro a cortar la comunicación entre este punto y Fresnedoso. [Marginal:
Retíranse los nuestros.] Estaba entonces el ejército de Don Gregorio
de la Cuesta colocado del modo siguiente: 5000 hombres formando la
vanguardia, que mandaba Henestrosa, enfrente de Almaraz; la primera
división de menos fuerza, y a las órdenes del duque del Parque recién
llegado al ejército, en las Mesas de Ibor; la segunda de 2 a 3000
hombres mandada por Don Francisco Trías, en Fresnedoso, y la tercera,
algo más fuerte, en Deleitosa con el cuartel general, por lo que se
ve que hubo desde enero aumento en su gente. El trozo de franceses
que tomó del lado de Mesas de Ibor acometió el mismo 18 al duque
del Parque, quien después de un reencuentro sostenido se replegó a
Deleitosa, adonde por la noche se le unió el general Trías. La víspera
se había desde allí trasladado Cuesta al puerto de Miravete, en cuyo
punto se reunió el ejército español, habiéndosele agregado Henestrosa
con la vanguardia al saber que los enemigos se acercaban al puente de
Almaraz por la orilla izquierda de Tajo.

[Marginal: Ventajas conseguidas por los españoles.]

Entraron los nuestros en Trujillo el 19, y prosiguieron a Santa Cruz
del Puerto: la vanguardia de Henestrosa, que protegía la retirada,
tuvo un choque con parte de la caballería enemiga y la rechazó,
persiguiéndola con señalada ventaja camino de Trujillo. Cuesta había
pensado aguardar a los franceses en el mencionado Santa Cruz; mas
detúvole el temor de que quizá viniesen con fuerza superior a la suya.
Continuó pues retirándose con la buena dicha de que cerca de Miajadas
los regimientos del Infante y de dragones de Almansa arremetiesen al
del número 10 de caballería ligera de la vanguardia francesa y le
acuchillasen, matando más de 150 de sus soldados. [Marginal: Únese
Alburquerque a Cuesta.] Entró Cuesta en Medellín el 22, y se alejó de
allí queriendo esquivar toda pelea hasta que se le uniese el duque de
Alburquerque, lo cual se verificó en la tarde del 27 en Villanueva de
la Serena, viniendo, según en su lugar dijimos, de la Mancha.

[Marginal: Batalla de Medellín.]

Juntas todas nuestras fuerzas revolvió el general Cuesta sobre Medellín
en la mañana del 28, resuelto a ofrecer batalla al enemigo. Está
situada aquella villa a la margen izquierda de Guadiana, y a la falda
occidental de un cerro en que tiene asiento su antiguo castillo muy
deteriorado, y cuyo pie baña el mencionado río. Merece particular
memoria haber sido Medellín cuna del gran Hernán Cortés, existiendo
todavía entonces, calle de la Feria, la casa en que nació; mas después
de la batalla de que vamos a hablar, fue destruida por los franceses,
no quedando ahora sino algunos restos de las paredes. Llégase a
Medellín viniendo de Trujillo por una larga puente, y por el otro lado
ábrese una espaciosa llanura despojada de árboles, y que yace entre la
madre del río, la villa de Don Benito, y el pueblo de Mingabril. Cuesta
trajo allí su gente en número de 20.000 infantes y 2000 caballos,
desplegándose en una línea de una legua de largo, a manera de media
luna, y sin dejar la menor reserva. Constaba la izquierda, colocada
del lado de Mingabril, de la vanguardia y primera división, regidas
por Don Juan de Henestrosa y el duque del Parque: el centro avanzado,
y enfrente de Don Benito le guarnecía la segunda división del mando de
Trías; y la derecha, arrimada al Guadiana, se componía de la tercera
división del cargo del marqués de Portago, y de la fuerza traída por
el duque de Alburquerque, formando un cuerpo que gobernaba el teniente
general Don Francisco de Eguía. Situose Don Gregorio de la Cuesta en la
izquierda, desde donde por ser el terreno algo más elevado descubría la
campaña: también colocó del mismo lado casi toda la caballería, siendo
el más amenazado por el enemigo.

Eran las once de la mañana cuando los franceses, saliendo de Medellín,
empezaron a ordenarse a poca distancia de la villa, describiendo
un arco de círculo comprendido entre el Guadiana y una quebrada de
arbolado y viñedo que va de Medellín a Mingabril. Estaba en su ala
izquierda la división de caballería ligera del general Lasalle, en
el centro una división alemana de infantería, y a la derecha la
de dragones del general Latour-Maubourg, quedando de respeto las
divisiones de infantería de los generales Villatte y Ruffin. El total
de la fuerza ascendía a 18.000 infantes y cerca de 3000 caballos.
Mandaba en jefe el mariscal Victor.

Dio principio a la pelea la división alemana, y cargando dos
regimientos de dragones repeliolos nuestra infantería que avanzaba
con intrepidez. Durante dos horas lidiaron los franceses, retirándose
lentamente y en silencio: nuestra izquierda progresaba, y el centro y
la derecha cerraban de cerca al enemigo, cuya ala siniestra cejó hasta
un recodo que forma el Guadiana al acercarse a Medellín. Las tropas
ligeras de los españoles, esparcidas por el llano, amedrentaban por su
número y arrojo a los tiradores del enemigo; y como si ya estuviesen
seguras de la victoria, anunciaban con grande algazara que los campos
de Medellín serían el sepulcro de los franceses. Por todas partes
ganaba terreno el grueso de nuestra línea, y ya la izquierda iba a
posesionarse de una batería enemiga a la sazón que los regimientos de
caballería de Almansa y el Infante, y dos escuadrones de cazadores
imperiales de Toledo, en vez de cargar a los contrarios volvieron
grupa, y atropellándose unos a otros huyeron al galope vergonzosamente.
En vano Don José de Zayas, oficial de gran valor y pericia, y que en
realidad mandaba la vanguardia, en vano les gritaba acompañado de
sus infantes firmes y serenos, «¿qué es esto? Alto la caballería.
Volvamos a ellos que son nuestros...» Nada escuchaban, el pavor había
embargado sus sentidos. Don Gregorio de la Cuesta al advertir tamaño
baldón partió aceleradamente para contener el desorden; mas atropellado
y derribado de su caballo estuvo próximo a caer en manos de los
jinetes enemigos, que pasando adelante en su carga afortunadamente
no le percibieron. Aunque herido en el pie, maltratado y rendido con
sus años, pudo Cuesta volver a montar a caballo, y libertarse de ser
prisionero.

Abandonada nuestra infantería de la izquierda por la caballería, fue
desunida y rota, y cayendo sobre nuestro centro y derecha, que al
mismo tiempo eran atacados por su frente, desapareció la formación
de nuestra dilatada y endeble línea como hilera de naipes. El duque
de Alburquerque fue el solo que pudo por algún tiempo conservar el
orden, para tomar una loma plantada de viña que había a espaldas del
llano; pero estrechada su gente por los dispersos, y aterrada con los
gritos de los acuchillados, desarreglose simultáneamente, corriendo a
guarecerse de los viñedos. Desde entonces todo el ejército no presentó
ya otra forma sino la de una muchedumbre desbandada, huyendo a toda
priesa de la caballería enemiga, que hizo gran mortandad en nuestros
pobres infantes. Durante mucho tiempo los huesos de los que allí
perecieron se percibían y blanqueaban, contrastando su color macilento
en tan hermoso llano con el verde y matizadas flores de la primavera.
Fue nuestra pérdida entre muertos, heridos y prisioneros de 10.000
hombres; la de los franceses, aunque bastante inferior, no dejó de ser
considerable.

Así terminó y tan desgraciadamente la batalla de Medellín. Gloriosa
para la infantería no lo fue para algunos cuerpos de caballería, que
castigó severamente Don Gregorio de la Cuesta suspendiendo a tres
coroneles, y quitando a los soldados una pistola hasta que recobrasen
en otra acción el honor perdido. Pero por reprensible que en efecto
fuese la conducta de estos, en nada descargaba a Cuesta del temerario
arrojo de empeñar una batalla campal con tropas bisoñas y no bien
disciplinadas, en una posición como la que escogió y en el orden
en que lo hizo, sin dejar a sus espaldas cuerpo alguno de reserva.
Claro era que rota una vez la línea quedaba su ejército deshecho, no
teniendo en que sostenerse ni punto adonde abrigarse, al paso que los
franceses, aun perdida por ellos la batalla, podían cubrirse detrás
de unas huertas cerradas con tapia que había a la salida de Medellín,
y escudarse luego con el mismo pueblo desamparado de los vecinos,
apoyándose en el cerro del castillo. [Marginal: Sus resultas.] Don
Gregorio de la Cuesta con los restos de su ejército se retiró a
Monasterio, límite de Extremadura y Andalucía, y en cuyo fuerte sitio
debiera haber aguardado a los franceses si hubiera procedido como
general entendido y prudente.

[Marginal: Determinaciones de la central.]

La junta central al saber la rota de Medellín no sintió descaído
su ánimo, a pesar del peligro que de cerca la amagaba. Elevó a la
dignidad de capitán general a Don Gregorio de la Cuesta, al paso que
temía su antiguo resentimiento en caso de que hubiese triunfado, y
repartió mercedes a los que se habían conducido honrosamente, no menos
que a los huérfanos y viudas de los muertos en la batalla. Púsose
también el ejército de la Mancha a las órdenes de Cuesta, [Marginal:
Venegas sucede a Cartaojal.] aunque se nombró para mandarle de cerca
a Don Francisco Venegas, restablecido de una larga enfermedad, y fue
llamado el conde de Cartaojal, cuya conducta apareció muy digna de
censura por lo ocurrido en Ciudad Real, pues allí no hubo sino desorden
y confusión, y por lo menos en Medellín se había peleado.

[Marginal: Reflexiones.]

Ahora haciendo corta pausa séanos lícito examinar la opinión de
ciertos escritores, que al ver tantas derrotas y dispersiones han
querido privar a los españoles de la gloria adquirida en la guerra de
la independencia. Pocos son en verdad los que tal han intentado, y en
alguno muéstrase a las claras la mala fe, alterando o desfigurando los
hechos más conocidos. En los que no han obrado impelidos de mezquinas
y reprehensibles pasiones, descúbrese luego el origen de su error en
aquel empeño de querer juzgar la defensa de España como el común de
las guerras, y no según deben juzgarse las patrióticas y nacionales.
En las unas gradúase su mérito conforme a reglas militares; en las
otras ateniéndose a la constancia y duración de la resistencia.
«Median imperios [decía Napoleón en Leipzig] entre ganar o perder una
batalla.» Y decíalo con razón en la situación en que se hallaba; pero
no así a haber sostenido la Francia su causa, como lo hizo con la de
la libertad al principio de la revolución. La Holanda, los Estados
Unidos, todas las naciones en fin que se han visto en el caso de
España, comenzaron por padecer descalabros y completas derrotas, hasta
que la continuación de la guerra convirtió en soldados a los que no
eran sino meros ciudadanos. Con mayor fundamento debía acaecer lo mismo
entre nosotros. La Francia era una nación vecina, rica y poderosa, de
donde sin apuro podían a cada paso llegar refuerzos. Sus ejércitos en
gran parte no eran puramente mercenarios: producto de su revolución
conservaban cierto apego al nombre de patria, y quince años de guerra
y de esclarecidos triunfos les habían dado la pericia y confianza de
invencibles conquistadores. Austriacos, prusianos, rusos, ingleses,
preparados de antemano con cuantiosos medios, con tropas antiguas y
bien disciplinadas, les habían cedido el campo en repetidas lides.
¿Qué extraño pues sucediese otro tanto a los españoles en batallas
campales, en que el saber y maña en evoluciones y maniobras valían más
que los ímpetus briosos del patriotismo? Al empezar la insurrección
en mayo ya vimos cuán desapercibida estaba España para la guerra con
40.000 soldados escasos, inexpertos y mal acondicionados; dueños los
franceses de muchas plazas fuertes, y teniendo 100.000 hombres en el
corazón del reino. Y sin embargo, ¿qué no se hizo? En los primeros
meses victoriosos los españoles en casi todas partes, estrecharon a
sus contrarios contra el Pirineo. Cuando después reforzados estos
inundaron con sus huestes los campos peninsulares, y oprimieron con
su superioridad y destreza a nuestros ejércitos, la nación ni se
desalentó, ni se sometieron los pueblos fácil ni voluntariamente. Y en
enero embarcados los ingleses, solos los españoles, teniendo contra sí
más de 200.000 enemigos, mirada ya en Europa como perdida su justísima
causa, no solo se desdeñó todo acomodamiento, sino que peleándose por
doquiera transitaban franceses, aparecieron de nuevo ejércitos que
osaron aventurar batallas, desgraciadas es cierto, pero que mostraban
los redoblados esfuerzos que se hacían, y lo porfiadamente que había de
sustentarse la lucha empeñada. Cometiéronse graves faltas, descubriose
a las claras la impericia de varios generales, lo bisoño de nuestros
soldados, el abandono y atraso en que el anterior gobierno había tenido
el ramo militar como los demás; pero brilló con luz muy pura el elevado
carácter de la nación, la sobriedad y valor de sus habitadores, su
desprendimiento, su conformidad e inalterable constancia en los reveses
y trabajos, virtudes raras, exquisitas, más difíciles de adquirir que
la táctica y disciplina de tropas mercenarias. Abulte en buen hora la
envidia, el despecho, la ignorancia, los errores en que incurrimos:
su voz nunca ahogará la de la verdad, ni podrá desmentir lo que han
estampado en sus obras, y casi siempre con admirable imparcialidad,
muchos de los que entonces eran enemigos nuestros, y señaladamente los
dignos escritores Foy, Suchet y Saint-Cyr, que mandando a los suyos
pudieron mejor que otros apreciar la resistencia y el mérito de los
españoles.

[Marginal: Comisión de Sotelo.]

Volvamos ya a nuestro propósito. Ocurridas las jornadas de Ciudad Real
y Medellín, pensó el gobierno de José ser aquella buena sazón para
tantear al de Sevilla, y entrar en algún acomodamiento. Salió de Madrid
con la comisión Don Joaquín María Sotelo, magistrado que gozaba antes
del concepto de hombre ilustrado, y que deteniéndose en Mérida dirigió
desde allí al presidente de la junta central, por medio del general
Cuesta, un pliego con fecha de 12 de abril, en el que anunciando estar
autorizado por José para tratar con la junta el modo de remediar
los males que ya habían experimentado las provincias ocupadas, y el
de evitar los de aquellas que todavía no lo estaban, invitaba a que
se nombrase al efecto por la misma junta una o más personas que se
abocasen con él. La Central sin contestar en derechura a Sotelo,
mandó a Don Gregorio de la Cuesta que le comunicase el acuerdo que
de resultas había formado, justo y enérgico, concebido en estos
términos. [Marginal: Respuesta de la central.] «Si Sotelo trae poderes
bastantes para tratar de la restitución de nuestro amado Rey, y de que
las tropas francesas evacuen al instante todo el territorio español,
hágalos públicos en la forma reconocida por todas las naciones, y se
le oirá con anuencia de nuestros aliados. De no ser así la junta no
puede faltar a la calidad de los poderes de que está revestida, ni a
la voluntad nacional, que es de no escuchar pacto, ni admitir tregua,
ni ajustar transacción que no sea establecida sobre aquellas bases de
eterna necesidad y justicia. Cualquier otra especie de negociación,
sin salvar al estado, envilecería a la junta, la cual se ha obligado
solemnemente a sepultarse primero entre las ruinas de la monarquía, que
a oír proposición alguna en mengua del honor e independencia del nombre
español.» Insistió Sotelo respondiendo con una carta bastantemente
moderada; mas la junta se limitó a mandar a Cuesta repitiese el
mencionado acuerdo, «advirtiendo a Sotelo que aquella sería la última
contestación que recibiría mientras los franceses no se allanasen,
lisa y llanamente a lo que había manifestado la junta.» No pasó por
consiguiente más adelante esta negociación emprendida quizá con sano
intento; pero que entonces se interpretó mal, y dañó al anterior buen
nombre del comisionado.

[Marginal: Cartas de Sebastiani a Jovellanos y otros. (* Ap. n. 8-6.)]

También por la parte de la Mancha se hicieron al mismo tiempo
iguales tentativas, escribiendo el general francés Sebastiani, que
allí mandaba,[*] a Don Gaspar Melchor de Jovellanos individuo de la
central, a Don Francisco de Saavedra ministro de hacienda, y al general
del ejército de la Carolina Don Francisco Venegas. Es curiosa esta
correspondencia, por colegirse de ella el modo diverso que tenían
entonces de juzgar las cosas de España los franceses y los nacionales.
Como sería prolijo insertarla íntegra, hemos preferido no copiar sino
la carta del general Sebastiani a Jovellanos, y la contestación de
este. [Marginal: Carta de Sebastiani al Señor Jovellanos.] «Señor, la
reputación de que gozáis en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro
amor por la patria, el deseo que manifestáis de verla feliz, deben
haceros abandonar un partido que solo combate por la inquisición, por
mantener las preocupaciones, por el interés de algunos grandes de
España, y por los de la Inglaterra. Prolongar esta lucha es querer
aumentar las desgracias de la España. Un hombre cual vos sois,
conocido por su carácter y sus talentos, debe conocer que la España
puede esperar el resultado más feliz de la sumisión a un rey justo
e ilustrado, cuyo genio y generosidad deben atraerle a todos los
españoles que desean la tranquilidad y prosperidad de su patria. La
libertad constitucional bajo un gobierno monárquico, el libre ejercicio
de vuestra religión, la destrucción de los obstáculos que varios siglos
ha se oponen a la regeneración de esta bella nación, serán el resultado
feliz de la constitución que os ha dado el genio vasto y sublime del
emperador. Despedazados con facciones, abandonados por los ingleses
que jamás tuvieron otros proyectos que el de debilitaros, el robaros
vuestras flotas y destruir vuestro comercio, haciendo de Cádiz un nuevo
Gibraltar, no podéis ser sordos a la voz de la patria que os pide la
paz y la tranquilidad. Trabajad en ella de acuerdo con nosotros, y que
la energía de España solo se emplee desde hoy en cimentar su verdadera
felicidad. Os presento una gloriosa carrera; no dudo que acojáis con
gusto la ocasión de ser útil al rey José y a vuestros conciudadanos.
Conocéis la fuerza y el número de nuestros ejércitos, sabéis que el
partido en que os halláis no ha obtenido la menor vislumbre de suceso:
hubiérais llorado un día si las victorias le hubieran coronado, pero el
Todopoderoso en su infinita bondad os ha libertado de esta desgracia.

Estoy pronto a entablar comunicación con vos y daros pruebas de mi
alta consideración. — Horacio Sebastiani.»

[Marginal: Contestación del Señor Jovellanos.]

«Señor general: Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que
sigue mi patria, que unánimemente adoptamos los que recibimos de su
mano el augusto encargo de defenderla y regirla, y que todos habemos
jurado seguir y sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como
pretendéis, por la inquisición ni por soñadas preocupaciones, ni por el
interés de los grandes de España: lidiamos por los preciosos derechos
de nuestro rey, nuestra religión, nuestra constitución y nuestra
independencia. Ni creáis que el deseo de conservarlos esté distante del
de destruir los obstáculos que puedan oponerse a este fin; antes por
el contrario y para usar de vuestra frase, el deseo y el propósito de
regenerar la España y levantarla al grado de esplendor que ha tenido
algún día, es mirado por nosotros como una de nuestras principales
obligaciones. Acaso no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la
Europa entera reconozcan que la misma nación que sabe sostener con
tanto valor y constancia la causa de su rey y de su libertad contra
una agresión tanto más injusta cuanto menos debía esperarla de los que
se decían sus primeros amigos, tiene también bastante celo, firmeza y
sabiduría para corregir los abusos que la condujeron insensiblemente
a la horrorosa suerte que le preparaban. No hay alma sensible que no
llore los atroces males que esta agresión ha derramado sobre unos
pueblos inocentes a quienes después de pretender denigrarlos con el
infame título de rebeldes, se niega aun aquella humanidad, que el
derecho de la guerra exige y encuentra en los más bárbaros enemigos.
Pero ¿a quién serán imputados estos males? ¿A los que los causan
violando todos los principios de la naturaleza y la justicia, o a
los que lidian generosamente para defenderse de ellos y alejarlos de
una vez y para siempre de esta grande y noble nación? Porque, señor
general, no os dejéis alucinar: estos sentimientos que tengo el honor
de expresaros son los de la nación entera, sin que haya en ella un
solo hombre bueno aun entre los que vuestras armas oprimen, que no
sienta en su pecho la noble llama que arde en el de sus defensores.
Hablar de nuestros aliados fuera impertinente, si vuestra carta no me
obligase a decir en honor suyo que los propósitos que les atribuís
son tan injuriosos como ajenos de la generosidad con que la nación
inglesa ofreció su amistad y sus auxilios a nuestras provincias, cuando
desarmadas y empobrecidas los imploraron desde los primeros pasos de la
opresión con que la amenazaban sus amigos.

En fin, señor general, yo estaré muy dispuesto a respetar los humanos y
filosóficos principios, que según nos decís profesa vuestro rey José,
cuando vea que ausentándose de nuestro territorio reconozca que una
nación, cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros
soldados, no es el teatro más propio para desplegarlos. Este sería
ciertamente un triunfo digno de su filosofía, y vos, señor general,
si estáis penetrado de los sentimientos que ella inspira, deberéis
gloriaros también de concurrir a este triunfo para que os toque alguna
parte de nuestra admiración y nuestro reconocimiento. Solo en este
caso me permitirán mi honor y mis sentimientos entrar con vos en la
comunicación que me proponéis, si la suprema junta central lo aprobare.
Entre tanto recibid, señor general, la expresión de mi sincera
gratitud por el honor con que personalmente me tratáis, seguro de la
consideración que os profeso. Sevilla 24 de abril de 1809. — Gaspar de
Jovellanos. — Excmo. señor general Horacio Sebastiani.»

Esta respuesta, digna de la pluma y del patriotismo de su autor, fue
muy aplaudida en todo el reino así por su noble y elevado estilo, como
por retratarse en su contenido los verdaderos sentimientos que animaban
a la gran mayoría de la nación.

[Marginal: Guerra de Austria.]

Semejantes tentativas de conciliación, prescindiendo de lo
impracticables que eran, parecieron entonces, a pesar de tantas
desgracias, más fuera de sazón por la guerra que empezaba en Alemania.
Temores de ella que no tardaron en realizarse, habían, según se
dijo, estimulado a Napoleón a salir precipitadamente de España. No
olvidando nunca el Austria las desventajosas paces a que se había
visto forzada desde la revolución francesa, y sobre todo la última de
Presburgo, estaba siempre en acecho para no desperdiciar ocasión de
volver por su honra y de recobrar lo perdido. Pareciole muy oportuna
la de la insurrección española que produjo en toda Europa impresión
vivísima, y siguió aquel gobierno cuidadosamente el hilo de tan grave
acontecimiento. Demasiadamente abatida el Austria desde la última
guerra, no podía por de pronto mostrar a las claras su propósito
antes de prepararse y estar segura de que continuaba la resistencia
peninsular. En Erfurt mantúvose amiga de Francia, mas con cierta
reserva, y solo difirió bajo especiosos pretextos el reconocimiento de
José. Napoleón, aunque receloso, confiando en que si apagaba pronto la
insurrección de España nadie se atrevería a levantar el grito; sacó
para ello conforme insinuamos, gran golpe de gente de Alemania, y dio
de este modo nuevo aliento al Austria que disimuladamente aceleró
los preparativos de guerra. En los primeros meses del año 1809 dicha
potencia comenzó a quitarse el embozo publicando una especie de
manifiesto en que declaraba quería ponerse al abrigo de cualquier
empresa contra su independencia, y al fin arrojole del todo en 9 de
abril en que el archiduque Carlos mandando su grande y principal
ejército, abrió la campaña por medio de un aviso y atravesó el Inn, río
que separa la Baviera de los estados austriacos. Lo poco prevenido que
cogía a Napoleón esta guerra, las formidables fuerzas que de súbito
desplegó el Austria, las muchas que Francia tenía en España, y lo
desabrida que se mostraba la voz pública en el mismo imperio francés,
daba a todos fundamento para creer que la primera alcanzaría victorias,
de cuyas resultas tal vez se cambiaría la faz política de Europa. Para
contribuir a ello y no desaprovechar la oportunidad envió la junta
central a Viena como plenipotenciario suyo a Don Eusebio de Bardají y
Azara, y aquella corte autorizó a Mr. Gennotte en calidad de encargado
de negocios cerca del gobierno de Sevilla. Veremos luego cuán poco
correspondió el éxito a esperanzas tan bien concebidas.

[Marginal: Cataluña]

Ahora, después de haber referido lo que ocurrió durante estos meses
en las provincias meridionales de España, será bien que hablemos de
Cataluña y de las demás partes del reino. En aquella los ánimos habían
andado perturbados después de las acciones perdidas, y de las voces y
amenazas que venían de Aragón y varios puntos. Sin embargo en Tarragona
no habrá olvidado el lector como la turbación no pasó de ciertos
límites, luego que Vives dejó el mando y recayó este en Reding, mas
en Lérida manchose con sangre. [Marginal: Alboroto de Lérida.] Fue el
caso que en 1.º de enero habiendo introducido en la plaza de día y sin
precaución varios prisioneros franceses, alborotándose a su vista el
vecindario y vociferando palabras de muerte, forzó el castillo a donde
aquellos habían sido conducidos. Estaban también dentro encerrados el
oidor de la audiencia de Barcelona Don Manuel Fortuny y su esposa,
con otros cuatro o cinco individuos tachados con razón o sin ella de
infidencia. Ciega la muchedumbre penetró en lo interior y mató a estos
desgraciados y a varios de los prisioneros franceses. Duró tres días
la sublevación, hasta que llegaron 300 soldados que envió el general
Reding, con cuyo refuerzo y las prudentes exhortaciones del gobernador
Don José Casimiro Lavalle, del obispo y otras personas, se sosegó
el bullicio. Los principales sediciosos recibieron después justo y
severo castigo: siendo muy de sentir que las autoridades andando más
precavidas no hubiesen evitado de antemano tan lamentable suceso.

[Marginal: Reding en Tarragona.]

Por su parte Don Teodoro Reding con nuevos cuerpos que llegaron de
Granada y Mallorca y con reclutas había ido completando su ejército
desde diciembre basta febrero, en cuyo espacio de tiempo había
permanecido tranquilo el de los franceses sin empeñarse en grandes
empresas: teniendo para proveerse de víveres que hacer excursiones
en que perdió hombres y consumió 2.000.000 de cartuchos. El plan que
en Tarragona siguió al principio el general Reding fue prudente,
escarmentado con lo sucedido en Llinas y Molins de Rey. [Marginal: Plan
prudente de Martí.] Era obra de Don José Joaquín Martí, y consistía en
no trabar acciones campales, en molestar al enemigo al abrigo de las
plazas y puntos fragosos, en mejorar así sucesivamente la instrucción
y disciplina del ejército, y en convertir la principal defensa en una
guerra de montaña, según convenía a la índole de los naturales y al
terreno en que se lidiaba. Todos concurrían con entusiasmo a alcanzar
el objeto propuesto, y la junta corregimental de Tarragona mostró
acendrado patriotismo en facilitar caudales, en acuñar la plata de las
iglesias y de los particulares, y en proporcionar víveres y prendas
de vestuario. Quísose sujetar a regla a los miqueletes, pero encontró
la medida grande obstáculo en las costumbres y antiguos usos de los
catalanes.

En sus demás partes, por juicioso que fuese el plan adoptado, no se
persistió largo tiempo en llevarle adelante. Contribuyó a alterarle el
marqués de Lazán que habiendo sido llamado de Gerona con la división
de 6 a 7000 hombres que mandaba, llegó a la línea española en sazón de
estar apurada Zaragoza. Interesado particularmente en su conservación,
propuso el marqués y se aprobó que pasaría la sierra de Alcubierre con
la fuerza de su mando, y que prestaría, si le era dado, algún auxilio a
aquella ciudad. Llenos entonces los españoles de admiración y respeto
por la defensa que allí se hacía, [Marginal: Varíase.] murmuraban de
que mayores fuerzas no volasen al socorro, pareciéndoles cosa fácil
desembarazarse en una batalla del ejército del general Saint-Cyr. Había
crecido el aliento de resultas de algunas cortas ventajas obtenidas
en reencuentros parciales, y sobre todo porque retirándose el enemigo
y reconcentrándose más y más, atribuyose a recelo lo que no era sino
precaución. Aveníase bien con el osado espíritu de Reding la voz
popular, y cundiendo esta con rapidez, resolvió aquel caudillo dar un
ataque general; sobreponiéndose a las justas reflexiones de algunos
jefes cuerdos y experimentados. Movíanle igualmente las esperanzas que
le daban secretas relaciones de que Barcelona se levantaría al tiempo
que su ejército se aproximase.

[Marginal: Situación del ejército español.]

Se hallaba este en Tarragona esparcido en una enorme línea de 16
leguas, que partiendo de aquella ciudad se extendía hasta Olesa por el
Coll de Santa Cristina, la Llacuna, Igualada y el Bruch. Las tropas de
dicha línea que estaban fuera de Tarragona pasaban de 15.000 hombres,
y las mandaba Don Juan Bautista de Castro. Las que había dentro de
la plaza a las órdenes inmediatas del general en jefe Don Teodoro
Reding ascendían a unos 10.000 hombres. Según el plan de ataque que
se concertó, debía el general Castro avanzar e interponerse entre el
enemigo y Barcelona, al paso que el general Reding aparecería con 8000
hombres en el Coll de Santa Cristina, descolgándose también de las
montañas y por todos lados los somatenes.

[Marginal: Le atacan los franceses.]

Los franceses en número de 18.000 hombres se alojaban en el Panadés, y
su general en jefe había dejado maniobrar con toda libertad al de los
españoles, confiado en que fácilmente rompería la inmensa línea dentro
de la cual se presumía envolverle. Por fin el 16 de febrero cuando
vio que iba a ser atacado, se anticipó tomando la ofensiva. Para ello
después de haber dejado en el Vendrell la división del general Souham,
salió de Villafranca con la de Pino, debiéndosele juntar las de los
generales Chavot y Chabran cerca de Capelladas, y componiendo las tres
11.000 hombres. Antes de que se uniesen se habían encontrado las tropas
del general Chavot con los españoles, cuyas guerrillas al mando de Don
Sebastián Ramírez habían rechazado las del enemigo y cogido más de 100
prisioneros, entre los que se contó al coronel Carrascosa. Sacó de
apuro a los suyos la llegada del general Saint-Cyr, quien repelió a los
nuestros, y maniobrando después con su acostumbrada destreza, atravesó
la línea española en la dirección de la Llacuna, y con un movimiento
por el costado se apareció súbitamente a la vista de Igualada, y
sorprendió al general Castro, que se imaginaba que solo sería atacado
por el frente. [Marginal: Entran en Igualada.] Vuelto de su error
apresuradamente se retiró a Montmeneu y Cervera, a cuyos parajes ciaron
también en bastante desorden las tropas más avanzadas. Los enemigos
se apoderaron en Igualada de muchos acopios de que tenían premiosa
necesidad, y recobraron los prisioneros que habían perdido la víspera
en Capelladas.

[Marginal: Movimientos de Saint-Cyr y Reding.]

Habiendo cortado de este modo el general Saint-Cyr la línea española,
trató de revolver sobre su izquierda para destruir las tropas que
guarecían los puntos de aquel lado, y unirse al general Souham. Dejó
en Igualada a los generales Chabot y Chabran, y partió el 18 la vuelta
de San Magín, de donde desalojó al brigadier Don Miguel Iranzo,
obligándole a recogerse al monasterio de Santas Cruces, cuyas puertas
en vano intentó el general francés que se le abriesen ni por fuerza ni
por capitulación.

Noticioso en tanto Don Teodoro Reding de lo acaecido con Castro, salió
de Tarragona acompañado de una brigada de artillería, 300 caballos y
un batallón de suizos, con objeto de unir los dispersos y libertar al
brigadier Iranzo. Consiguió que este y una parte considerable de la
demás tropa se le agregasen en el Pla, Sarreal y Santa Coloma. Pero
Saint-Cyr temeroso de ser atacado por fuerzas superiores, estando solo
con la división de Pino, procuró unirse a la de Souham, y colocarse
entre Tarragona y D. Teodoro Reding. Advertido este del movimiento
del enemigo, decidió retroceder a aquella plaza, dejando a cargo de
Don Luis Wimpffen unos 5000 hombres que cubriesen el corregimiento de
Manresa, y observasen a los franceses que habían quedado en Igualada.
Se mandó asimismo a Wimpffen proteger al somatén del Vallés y a los
inmediatos destinados a ayudar la proyectada conspiración de Barcelona.
Moviose después Reding hacia Montblanch llevando 10.000 hombres, y
el 24 congregó a junta para resolver definitivamente si retrocedería
a Tarragona, o si iría al encuentro de los franceses: tanto pesaba
a su atrevido ánimo volver la espalda sin combatir. En el consejo
opinaron muchos por enriscarse del lado de Prades y enderezar la marcha
a Constantí enviando la artillería a Lérida: otros, y fue lo que se
decidió, pensaron ser más honroso caminar con la artillería y los
bagajes por la carretera que pasando entre el Coll de Riba y orillas
del Francolí va a Tarragona, mas con la advertencia de no buscar al
enemigo, ni de esquivar tampoco su encuentro si provocase a la pelea.
Emprendiose la marcha y el 25 al rayar el alba, después de cruzar el
puente de Goy, tropezaron los nuestros con la gran guardia de los
franceses, la cual haciendo dos descargas se recogió al cuerpo de su
división, que era la del general Souham situada en las alturas de Valls.

[Marginal: Batalla de Valls.]

Don Teodoro Reding en vez de proseguir su marcha a Tarragona, conforme
a lo acordado, retrocedió con la vanguardia y se unió al grueso del
ejército que estaba en la orilla derecha del Francolí, colocado en
la cima de unas colinas. Tomada esta determinación empeñose luego
una acción general, a la que sobre todo alentó haber nuestras tropas
ligeras rechazado a las enemigas. El general Castro regía la derecha
española; quedó la izquierda y centro al cargo del general Martí.

La fuerza de los franceses consistía únicamente hasta entonces en la
división de Souham, que teniendo su derecha del lado de Pla apoyaba
su izquierda en el Francolí. En aquel pueblo permanecía el general
Saint-Cyr con la división de Pino, cuya vanguardia cubría el boquete
de Coll de Cabra, hasta que sabedor de haber Reding venido a las manos
con Souham, se apresuró a juntarse con este. Antes de su llegada
combatieron bizarramente los españoles durante cuatro horas, perdiendo
terreno los franceses, los cuales reforzados a las tres de la tarde
cobraron de nuevo ánimo. Entonces hubo generales españoles que creyeron
prudente no aventurar las ventajas alcanzadas contra tropas que venían
de refresco, resolviéndose por tanto a volver a ocupar la primera línea
y proseguir el camino a Tarragona. Mas fuese por impetuosidad de los
contrarios, o por la natural inclinación de Reding a no abandonar el
campo, trabose de nuevo y con mayor ardor la pelea.

Formó el general Saint-Cyr cuatro columnas, dos en el centro con la
división de Pino, y dos en las alas con la de Souham. Pasó el Francolí,
y arremetió subir a la cima en que se habían vuelto a colocar nuestras
tropas. La resistencia de los españoles fue tenacísima, cediendo solo
al bien concertado ataque de los enemigos. Rota después y al cabo de
largo rato la línea en vano se quiso rehacerla, salvándose nuestros
soldados por las malezas y barrancos de la tierra. Alcanzaron a Don
Teodoro Reding algunos jinetes enemigos; defendiose él y los oficiales
que le acompañaban valerosamente, mas recibió cinco heridas y con
dificultad pudo ponerse en cobro. Nuestra pérdida pasó de 2000 hombres:
menor la de los franceses. Contamos entre los muertos oficiales
superiores, y quedó prisionero con otros el marqués de Casteldosríus,
grande de España. Los dispersos se derramaron por todas partes
acogiéndose muchos a Tarragona, a donde llegó por la noche el general
Reding sin que el pueblo le faltase al debido respeto, noticioso de
cuanto había expuesto su propia persona.

[Marginal: Entran los franceses en Reus.]

Los franceses entraron al siguiente día en Reus, cuyos vecinos
permanecieron en sus casas contra la costumbre general de Cataluña,
y el ayuntamiento salió a recibir a los nuevos huéspedes, y aun
repartió una contribución para auxiliarlos. Irritó sobre manera tan
desusado proceder, y desaprobole agriamente el general Reding como de
mal ejemplo. Villa opulenta a causa de sus fábricas y manufacturas
no quiso perder en pocas horas la acumulada riqueza de muchos años.
Extendiéronse los franceses hasta el puerto de Salou, y cortaron la
comunicación de Tarragona con el resto de España. [Marginal: Esperanzas
de Saint-Cyr.] Mucho esperó Saint-Cyr de la batalla de Valls,
principalmente padeciéndose en Tarragona una enfermedad contagiosa
nacida de los muchos enfermos y heridos hacinados dentro de la plaza,
y cuyo número se había aumentado de resultas de un convenio que propuso
el general Saint-Cyr y admitió Reding: según el cual no debían en
adelante considerarse los enfermos y heridos de los hospitales como
prisioneros de guerra, sino que luego de convalecidos se habían de
entregar a sus ejércitos respectivos. Como estaban en este caso muchos
más soldados españoles que franceses, pensaba el general Saint-Cyr que
aumentándose así los apuros dentro de Tarragona, acabaría esta plaza
por abrirle sus puertas. Tenía en ello tanta confianza que conforme él
mismo nos refiere en sus memorias, determinó no alejarse de aquellos
muros mientras que pudiese dar a sus soldados la cuarta parte de una
ración. Conducta permitida si se quiere en la guerra, pero que nunca se
calificará de humana.

[Marginal: Salen vanas.]

Nada logró: los catalanes sin abatirse empezaron por medio de los
somatenes y miqueletes a renovar una guerra destructora. Diez mil
de ellos bajo el general Wimpffen y los coroneles Miláns y Clarós,
atacaron a los franceses de Igualada, y los obligaron con su general
Chabran a retirarse hasta Villafranca. [Marginal: Guerra de somatenes.]
Bloquearon otra vez a Barcelona, y cortando las comunicaciones
de Saint-Cyr con aquella plaza, infundieron nuevo aliento en sus
moradores. Quiso Chabran restablecerlas, mas rechazado retirose
precipitadamente, hasta que insistiendo después con mayores fuerzas y
por orden repetida de su general en jefe, abrió el paso en 14 de marzo.

No pudiendo ya, falto de víveres, sostenerse el general Saint-Cyr
en el campo de Tarragona, se dispuso a abandonar sus posiciones y
acercarse a Vic, como país más provisto de granos y bastante próximo
a Gerona, cuyo sitio meditaba. Debía el 18 de marzo emprender la
marcha: difiriose dos días a causa de un incidente que prueba cuán
hostil se mantenía contra los franceses toda aquella tierra. [Marginal:
Dificultad de las comunicaciones.] Estaba el general Chabot apostado
en Montblanch para impedir la comunicación de Reding con Wimpffen, y
de este con la plaza de Lérida. Oyose un día en los puntos que ocupaba
el ruido de un fuego vivo que partía de más allá de sus avanzadas.
Tal novedad obligole a hacer un reconocimiento, por cuyo medio
descubrió que provenía el estrépito de un encuentro de los somatenes
con 600 hombres y dos piezas que traía un coronel enviado de Fraga
por el mariscal Mortier, a fin de ponerse en relación con el general
Saint-Cyr. A duras penas habían llegado hasta Montblanch, mas no les
fue posible retroceder a Aragón, teniendo después que seguir la suerte
de su ejército de Cataluña. Hecho que muestra de cuán poco había
servido domeñar a Zaragoza, y ganar la batalla de Valls para ser dueños
del país, puesto que a poco tiempo no le era dado a un oficial francés
poder hacer un corto tránsito a pesar de tan fuerte escolta.

[Marginal: Retírase Saint-Cyr de las cercanías de Tarragona.]

Esta ocurrencia, la de Chabran, y lo demás que por todas partes pasaba,
afligía a los franceses viendo que aquella era guerra sin término, y
que en cada habitante tenían un enemigo. Para inspirar confianza y dar
a entender que nada temía, el 19 de marzo antes de salir de Valls envió
el general Saint-Cyr a Reding un parlamentario avisándole que forzado
por las circunstancias a acercarse a la frontera de Francia, partiría
al día siguiente, y que si el general español quería enviar un oficial
con un destacamento, le entregaría el hospital que allí había formado.
Accedió Reding a la propuesta, manifestando con ella el general francés
a su ejército el poco recelo que le daban en su retirada los españoles
de Tarragona, oprimidos con enfermedades y trabajos. Paráronse algunos
días las divisiones francesas del Llobregat allá, y aprovechándose de
su reunión ahuyentaron a Wimpffen del lado de Manresa.

[Marginal: Pasa por Barcelona.]

Entró al paso en Barcelona el general Saint-Cyr, en donde permaneció
hasta el 15 de abril. Durante su estancia no solo se ocupó en la
parte militar, sino que también tomó disposiciones políticas, de las
que algunas fueron sobradamente opresivas. [Marginal: Estado de la
ciudad.] El general Duhesme había en todos tiempos mostrado temor de
las conspiraciones que se tramaban en Barcelona, ya porque realmente
las juzgase graves, o ya también por encarecer su vigilancia. No hay
duda que continuaron siempre tratos entre gentes de fuera de la plaza
y personas notables de dentro, siendo de aquellas principal jefe Don
Juan Clarós, y de estas el mismo capitán general Villalba, sucesor que
habían dado a Ezpeleta los franceses. En el mes de marzo recobrando
ánimo después de pasados algunos días de la rota de Valls, acercose
muchedumbre de miqueletes y somatenes a Barcelona, ayudándoles los
ingleses del lado de la mar; hubo noche que llegaron hasta el glacis,
y aun de dentro se tiraron tiros contra los franceses. En muchas de
estas tentativas estaban quizá los conspiradores más esperanzados de
lo que debieran, y a veces la misma policía aumentaba los peligros, y
aun fraguaba tramas para recomendar su buen celo. Tal se decía de su
jefe el español Casanova, y aun lo sospechaba el general Saint-Cyr,
sirviendo de pretexto el nombre de conjuración para apoderarse de los
bienes de los acusados. Mas con todo no dejó de haber conspiraciones
que fueron reales, y que mantuvieron justo recelo entre los enemigos:
motivo por el que quiso el general Saint-Cyr obligar con juramento a
las autoridades civiles a reconocer a José, del mismo modo que se había
intentado antes con los militares, sin que en ello fuese más dichoso.

[Marginal: Niéganse las autoridades civiles a prestar juramento.]

Hasta entonces no había parecido a Duhesme conveniente exigírselo
deseoso de evitar nueva irritación y disgustos, y se contentaba con
que ejerciesen sus respectivas jurisdicciones: resolución prudente y
que no poco contribuyó a la tranquilidad y buen orden de Barcelona.
Mas ahora cumpliendo con lo que había dispuesto el general Saint-Cyr
convocó al efecto el 9 de abril a la casa de la audiencia a las
autoridades civiles, y señaladamente concurrieron a ella los oidores
Mendieta, Vaca, Córdova, Beltrán, Marchamalo, Dueñas, Lasauca, Ortiz,
Villanueva y Gutiérrez; nombres dignos de mentarse por la entereza y
brío con que se portaron. Abriose la sesión con un discurso en que se
invitaba a prestar el juramento, obligación que se suponía suspendida
a causa de particulares miramientos. Negáronse a ello resueltamente
casi todos, replicando con claras y firmes razones, principalmente los
señores Mendieta y Don Domingo Dueñas, quien concluyó con expresar «que
primero pisaría la toga que le revestía, que deshonrarla con juramentos
contrarios a la lealtad.» Siguieron tan noble ejemplo seis de los
siete regidores que habían quedado en Barcelona: lo mismo hicieron
los empleados en las oficinas de contaduría, tesorería y aduana,
afirmando el contador Asaguirre «que aun cuando toda España proclamase
a José, él se expatriaría.» Veintinueve fueron los que de resultas se
enviaron presos a Monjuich y a la ciudadela, sin contar otros muchos
que quedaron arrestados en sus casas, en cuyo número se distinguían el
conde de Ezpeleta y su sucesor Don Galcerán de Villalba. Al conducirlos
a la prisión el pueblo agolpábase al paso, y mirándolos como mártires
de la lealtad, los colmaba de bendiciones, y les ofrecía todo linaje de
socorros.

[Marginal: Prenden a muchos y los llevan a Francia.]

No satisfecho Saint-Cyr con esta determinación, resolvió poco después
trasladarlos a Francia, medida dura y en verdad ajena de la condición
apacible y mansa que por lo común mostraba aquel general, y tanto menos
necesaria cuanto entre los presos si bien se contaban magistrados
y empleados íntegros y de capacidad, no había ninguno inclinado a
abanderizar parcialidades.

[Marginal: Pasa Saint-Cyr a Vic.]

Tomada esta y otras providencias se alejó el general Saint-Cyr de
Barcelona, y llegó a Vic el 18 de abril, cuya ciudad encontró vacía
de gente, excepto los enfermos, seis ancianos y el obispo. Con
la precipitación lleváronse solamente los vecinos las alhajas más
preciosas, dejando provisiones bastantes que aliviaron la penuria
con que siempre andaba el ejército enemigo. Allí recibió su general
noticias de Francia de que carecía por el camino directo después de
cinco meses, y empezose a preparar para el sitio de Gerona, pensando
que el ejército español no estaba en el caso de poder incomodarle tan
en breve. No se engañaba en su juicio, así por el estado enfermizo y de
desorden en que se hallaba después de la batalla de Valls, [Marginal:
Muerte de Reding.] como también por el fallecimiento del general Reding
acaecido en aquella plaza el 23 de abril. Al principio no se habían
creído sus heridas de gravedad, pero empeorándose con las aflicciones
y sinsabores pusieron término a su vida. Reding general diligente y
de gran denuedo mostrose, aunque suizo de nación, [Marginal: Sucédele
Coupigny.] tan adicto a la causa de España, como si fuera hijo de su
propio suelo. Sucediole interinamente el marqués de Coupigny.

La guerra de somatenes siempre proseguía encarnizadamente, y largos
y difíciles de contar serían sus particulares y diversos trances.
Muestra fue del ardor que los animaba la vigorosa [Marginal: Paisanos
del Vallés.] respuesta de los paisanos del Vallés a la intimación que
los franceses les hicieron de rendirse. «El general Saint-Cyr [decían]
y sus dignos compañeros podrán tener la funesta gloria de no ver en
todo este país más que un montón de ruinas... pero ni ellos ni su amo
dirán jamás que este partido rindió de grado la cerviz a un yugo que
justamente rechaza la nación.»

[Marginal: Principio de las partidas en todo el reino.]

Tal género de guerra cundió a todas las provincias nacido de las
circunstancias y por acomodarse muy mucho a la situación física y
geográfica de esta tierra de España, entretejida y enlazada con los
brazos y ramales de montañas y sierras que como de principal tronco
se desgajan de los Pirineos y otras cordilleras, las cuales aunque
interrumpidas a veces por parameras, tendidas llanuras y deliciosas
vegas, acanalando en unas partes los ríos, y en otras quebrando y
abarrancando el terreno con los torrentes y arroyadas que de sus cimas
descienden, forman a cada paso angosturas y desfiladeros propios para
una guerra defensiva y prolongada. No menos ayudaba a ella la índole
de los naturales, su valor, la agilidad y soltura de los cuerpos, su
sencillo arreo, la sobriedad y templanza en el vivir que los hace por
lo general tan sufridores de la hambre, de la sed y trabajos. Hubo
sitios en que guerreaba toda la población: así acontecía en Cataluña,
así en Galicia, según luego veremos, así en otras comarcas. En los
demás parajes levantáronse bandas de hombres armados, a las que se dio
el nombre de _guerrillas_. Al principio cortas en número crecieron
después prodigiosamente, y acaudilladas por jefes atrevidos recorrían
la tierra ocupada por el enemigo y le molestaban como tropas ligeras.
Sin subir a Viriato puede con razón afirmarse que los españoles se
mostraron siempre inclinados a este linaje de lides, que se llaman en
la 2.ª Partida correduras y algaras, fruto quizá de los muchos siglos
que tuvieron aquellos que pelear contra los moros, en cuyas guerras
eran continuas las correrías a que debieron su fama los Vivares y los
Munios Sanchos de Hinojosa. En la de sucesión, aunque varias provincias
no tomaron parte por ninguno de los pretendientes, aparecieron no
obstante cuadrillas en algunos parajes, y con tanta utilidad a veces
de la bandera de la casa de Borbón, que el marqués de Santa Cruz de
Marcenado en sus reflexiones militares las recomienda por los buenos
servicios que habían hecho los paisanos de Benavarre. En la guerra
contra Napoleón nacieron más que de un plan combinado de la naturaleza
de la misma lucha. Engruesábanlas con gente las dispersiones de los
ejércitos, la falta de ocupación y trabajo, la pobreza que resultaba, y
sobre todo la aversión contra los invasores viva siempre y mayor cada
día por los males que necesariamente causaban sus tropas en guerra tan
encarnizada.

[Marginal: Decreto de la central.]

La junta central sin embargo previendo cuán provechoso sería no dar
descanso al enemigo y molestarle a todas horas y en todos sentidos,
imaginó la formación de estos cuerpos francos, y al efecto publicó un
reglamento en 28 de diciembre de 1808 en que despertando la ambición y
excitando el interés personal, trataba al mismo tiempo de poner coto
a los desmanes y excesos que pudieran cometer tropas no sujetas a la
rigurosa disciplina de un ejército. Nunca se practicó este reglamento
en muchas de sus partes, y aún no había circulado por las provincias
cuando ya las recorrían algunos partidarios. [Marginal: Porlier.]
Fue uno de los primeros Don Juan Díaz Porlier, a quien denominaron
el Marquesito por creerle pariente de Romana. Oficial en uno de los
regimientos que se hallaron en la acción de Burgos, tuvo después
encargo de juntar dispersos, y situose con este objeto en San Cebrián
de Campos a tres leguas de Palencia. Allegó en diciembre de 1808 alguna
gente, y ya en enero sorprendió destacamentos enemigos en Frómista,
Rivas y Paredes de Nava, en donde se pusieron en libertad varios
prisioneros ingleses, señalándose por su intrepidez Don Bartolomé Amor,
segundo de Porlier. Próximo este a ser cogido en Saldaña y dispersada
su tropa, juntola de nuevo, haciéndose dueño en febrero del depósito de
prisioneros que tenían los franceses en Sahagún, y de más de 100 de sus
soldados. Creció entonces su fama, difundiose a Asturias, y la junta le
suministró auxilios, con lo que, y engrosada su partida, acometió a la
guarnición enemiga de Aguilar de Campóo, compuesta de 400 hombres y dos
cañones, siendo curioso el modo que empleó para rendirlos.

Encerrados los franceses en su cuartel bien pertrechados y sostenidos
por su artillería, dificultoso era entrarlos a viva fuerza. Viendo esto
Porlier hizo subir algunos de los suyos a la torre, y de allí arrojar
grandes piedras, que cayendo sobre el tejado del cuartel, le demolieron
y dejaron descubiertos a los franceses obligándolos a entregarse
prisioneros. Concluyó otras empresas con no menor dicha.

[Marginal: Don Juan Echávarri.]

No fue tanta entonces la de Don Juan Fernández de Echávarri que, con
nombre de Compañía del Norte, levantó una cuadrilla que corría la
montaña de Santander y señorío de Vizcaya, pues preso él y algunos
de sus compañeros en 30 de marzo, fue sentenciado a muerte por
un tribunal criminal extraordinario que a manera del de Madrid
se estableció en Bilbao, el cual en este y otros casos ejerció
inhumanamente su odioso ministerio.

[Marginal: El Empecinado.]

Otras partidas de menos nombre nacieron y comenzaron a multiplicarse
por todas las provincias ocupadas. Distinguiose desde los principios la
de Don Juan Martín Díez que llamaron el _Empecinado_ [apodo que dan los
comarcanos a los vecinos de Castrillo de Duero de donde era natural].
Soldado licenciado después de la guerra de Francia de 1793, pasaba
honradamente la vida dedicado a la labranza en la villa de Fuentecén.
Mal enojado como todos los españoles con los acontecimientos de abril
y mayo de 1808, dejó la esteva y empuñó la espada, hallándose ya en
las acciones de Cabezón y Rioseco. Persiguiéronle después envidias
y enemistades, y le prendieron en el Burgo de Osma, de donde se
escapó al entrar los franceses. Luego que se vio libre reunió gente
ayudado de tres hermanos suyos; y empezando en diciembre a molestar al
enemigo, recorrió en enero y febrero con fruto los partidos de Aranda,
Segovia, tierra de Sepúlveda y Pedraza. Aunque acosado en seguida por
los enemigos, internándose en Santa María de Nieva, recogió en sus
cercanías muchos caballos y hombres. Con tales hechos se extendió la
fama de su nombre, mas también el perseguimiento de los franceses
que enviaron en su alcance fuerzas considerables, y prendieron como
en rehenes a su madre. Casi rodeado salvose en la primavera con su
partida, y sin abandonar ninguno de los prisioneros que había hecho,
yendo por las sierras de Ávila, se guareció en Ciudad Rodrigo. Llegaron
entonces a noticia de la central sus correrías, y le condecoró con
el grado de capitán. También por los meses de abril y mayo tomó las
armas y formó partida Don Jerónimo Merino cura de Villoviado. Lo mismo
hicieron, otros muchos, de los que y de sus cuadrillas suspenderemos
hablar hasta que ocurra algún hecho notable o refiramos lo que pasaba
en las provincias en que tenían su principal asiento.

[Marginal: Ciudad Rodrigo y Wilson.]

Ayudaron al principio mucho a estas partidas, amparándolas en sus
apuros las plazas y puntos que todavía quedaban libres. Acabamos de
ver como el Empecinado se abrigó a Ciudad Rodrigo, en cuya plaza y
sus alrededores solía permanecer el digno e incansable jefe inglés
Sir Roberto Wilson. Asistido de su legión lusitana a la que se habían
agregado españoles e ingleses dispersos, y una corta fuerza bajo Don
Carlos de España, protegía a nuestros partidarios e incomodaba al
general Lapisse colocado en Ledesma y Salamanca. Este aunque al frente
de 10.000 hombres y con mucha artillería, apenas había hecho cosa
notable hasta abril desde enero en que se apoderó de Zamora, ciudad
casi abandonada. Solo en 2 de marzo esperanzado en malos tratos se
presentó delante de Ciudad Rodrigo para entrar de rebate la plaza, mas
el aviso de buenos españoles y la diligencia de Wilson le impidieron
salir adelante con su proyecto, incomodándole este continuamente aun en
sus mismos reales.

[Marginal: Asturias.]

Por aquel tiempo Asturias, provincia que después de la invasión de
Galicia era la sola libre entre las del norte, mostrose firme, y
continuó desplegando sus patrióticos sentimientos. [Marginal: La
junta.] Gobernábala la misma junta que se había congregado en 1808,
compuesta de hacendados y personas principales del país. Dio para
el armamento y defensa enérgicas providencias; que la malquistaron
con muchos. Tales fueron un alistamiento general sin excepción de
clase ni persona; el repartimiento extraordinario a toda la provincia
de 2.000.000 de reales, y el de otras sumas entre los más ricos
capitalistas y propietarios, la rebaja de sueldos a los empleados;
y por último el haber mandado a las corporaciones eclesiásticas que
tuviesen a su disposición los caudales que existieran en sus depósitos.
Con estos recursos hubo bastante para hacer frente a los considerables
gastos que ocasionaron las dispersiones de Espinosa y las posteriores;
y arreglar de nuevo y aumentar la fuerza necesaria para la defensa del
principado.

[Marginal: Ballesteros.]

Uno de los puntos que urgía poner al abrigo de un impensado ataque era
el del lado oriental, por donde los enemigos se habían extendido hasta
más acá de San Vicente de la Barquera. Juntáronse las pocas tropas que
quedaban, y se pusieron a las órdenes de Don Francisco Ballesteros; que
de capitán retirado y visitador de tabacos había ascendido a mariscal
de campo en la profusión de grados que se concedieron. Contentose al
principio el nuevo general con ocupar las orillas del río Sella, hasta
que reforzado avanzó en enero de 1809 a Colombres y riberas del Deva.
Descubrieron luego Ballesteros y otros jefes suma actividad y celo,
esmerándose en la instrucción y disciplina de subalternos y soldados.
Y en aquel campo al paso que se perfeccionaron unos y otros en los
ejercicios de su profesión, habituáronse también al fuego, no estando
separados del enemigo sino por el Deva, y al fin se alcanzó formar una
división que regida por Ballesteros adquirió justo renombre en el curso
de la guerra.

[Marginal: Sus operaciones en Colombres.]

Antes de empezar febrero ascendía dicha fuerza a 5000 hombres, y el
6 del mismo desalojó ya a la del enemigo de la línea que ocupaba,
incomodándole con frecuencia, y casi siempre ventajosamente. Hubo
ocasiones en que las refriegas fueron de más empeño, sobre todo una
acaecida en fines de abril, consiguiendo los nuestros penetrar basta
San Vicente de la Barquera, en cuyo pueblo celebró su victoria el
general Ballesteros con grande aparato; vana ostentación a que era
inclinado, pero con la que entusiasmaba al soldado y granjeaba su
voluntad.

[Marginal: Armamento de la provincia.]

La junta de Asturias había además establecido dentro del principado,
bajo el nombre de _Alarma_, un levantamiento general para que acudiesen
a la defensa, en caso de irrupción, todos los hombres capaces de
manejar un fusil o un chuzo, de cuyas armas no había vecino que no
estuviese provisto.

[Marginal: Worster.]

A últimos de enero, al saberse la ocupación de Galicia, igualmente
paró su atención en formar y juntar con prontitud una división de 7000
hombres que cubriese la parte occidental de Asturias, y cuyo mando por
desgracia dio a Don José Worster, general de menguado seso, aunque
antiguo oficial de artillería.

[Marginal: Entran los asturianos en Ribadeo.]

Puesta esta fuerza a orillas del Eo, sabiendo ser corta la que tenían
enfrente los enemigos, y ansiando por tener un apoyo los patriotas de
aquellos partidos, de los que del lado de Vivero se habían ya levantado
algunos, tratose seriamente al comenzar febrero de hacer una excursión
en Galicia. Verificose así, mas con tan poco orden que las tropas
de Worster cometieron excesos en Ribadeo como si fuesen enemigas, y
mataron a Don Raimundo Ibáñez comerciante rico e ilustrado de aquella
villa. Difícil era que soldados tan insubordinados se comportasen
debidamente cuando se tratase de guerrear. No obstante intentó Worster
sorprender a los franceses que guarnecían a Mondoñedo. [Marginal: Y en
Mondoñedo.] Sita esta ciudad en un profundo valle, cercada de altas
montañas, y sin otro camino llano más que el que conduce a Asturias,
pudiera fácilmente haberse conseguido la empresa. Pero Worster por
sus mal concertadas órdenes, y el coronel Linares por no atender
cumplidamente al punto que guardaba, diéronse tan torpe maña que
dejaron retirarse a los franceses sin grande molestia. Worster luego
que entró en Mondoñedo en vez de tener presente la clase de enemigo
con quien las había, entregose a fiestas y convites que le dieron los
vecinos, de cuyo descuido enterado el general francés Maurice Mathieu
que mandaba por aquella parte, después de entrar en Vivero, en que se
había formado una junta, y de entregar al saco y furor del soldado
aquella villa, revolvió sobre Mondoñedo, [Marginal: Sorprenden y
dispersan los franceses a Worster.] sorprendió y dispersó la división
de Worster, superior en número, y penetrando en Asturias hasta el
Navia saqueó y aniquiló los concejos que median entre este río y el
Eo. Afortunadamente se hallaba en las cercanías Don Manuel Acevedo
individuo de la junta, y hermano del general que pereció después de la
batalla de Espinosa, y a su actividad e ilustrada diligencia debiose
la pronta reunión a esta parte del Navia de los soldados desbandados,
ayudándole con esmero el gobernador del partido Don Matías Menéndez,
y el bizarro coronel Galdiano. Advertido el general francés de que la
tropa asturiana se había rehecho, y juzgando arriesgado internarse aún
en el principado, retrocedió a Galicia y se contentó con ocupar sus
antiguas posiciones.

[Marginal: Romana.]

Tales eran los acontecimientos ocurridos en Asturias, mientras que
esta provincia, si bien libre, se había mantenido como aislada y sin
comunicación con las otras, hasta que en la primavera de 1809 pisó
su suelo por primera vez el marqués de la Romana; mas para averiguar
los motivos que trajeron a este caudillo al principado, necesario es
referir antes lo que pasó en Galicia después que le dejamos en enero a
él y a su gente cerca de la frontera de Portugal.

[Marginal: Su ejército.]

Allí continuó todo el febrero mudando a menudo de posición, y
aproximándose a veces a la plaza portuguesa de Chaves. Consistía
su fuerza en 9000 hombres, distribuidos en una vanguardia al cargo
de Don Gabriel de Mendizábal, y en dos divisiones que mandaban los
generales Mahy y Taboada. Su estancia en aquellos parajes animó mucho
al paisanaje de Galicia, abultándose el número de sus tropas y el de
sus recursos. También procuraba el mismo marqués por medio de emisarios
atizar el fuego, y el ayudante general Moscoso en una comisión que tuvo
en lo interior de aquella provincia, repartió con buen éxito ejemplares
manuscritos de una instrucción que había compuesto para la guerra de
partidas.

[Marginal: Empieza el levantamiento de Galicia.]

Hubo sitios en que produjeron estos pasos conveniente efecto; mas hubo
otros en que sin ajeno estímulo formáronse muy luego los habitantes
en cuadrillas. Así aconteció con los paisanos de la Puebla de Tribes
que los primeros y antes de comenzar febrero, dirigidos por Diego
Núñez de Millaroso, cogieron prisioneros a 80 dragones de la división
del general Marchand, los cuales con varios despojos llevaron en
triunfo adonde estaba Romana. Imitáronlos en breve otros muchos en el
valle de Valdeorras, y uniéndose cinco fieldades eligieron una junta,
escogiendo por su general a Don José, abad de Casoyo, mozo arrojado y
de la casa de Quiroga, ilustre en aquella tierra. Su hermano Don Juan,
también de Quiroga y Uría, cooperó grandemente a sus empresas, que se
multiplicaron y se extendieron hacia el Bierzo. En la línea de Lugo
desde el valle de Cruzul hasta monte Salgueiro, no lejos de Betanzos,
interceptaron los naturales correos y destacamentos, señalándose el
juez de Cancelada Don Ignacio Herbón, quien al acabar febrero atacó
en Doncos un convoy, y le cogió en su mayor parte. Pero en donde se
encendió extraordinariamente y tomó forma más regular la insurrección,
según veremos más adelante, fue del lado de Tuy.

Mucho hubiera podido contribuir a darle pronto y vigoroso centro
la permanencia de Romana hacia Monterrey; mas nuevas ocurrencias
le obligaron a alejarse. Indicamos en otro libro como el mariscal
Soult avanzaba por la costa de Galicia vía de Portugal. Ejecutó este
movimiento en virtud de orden que en 28 de enero recibió en el Ferrol
para invadir aquel reino.

[Marginal: Mariscal Soult.]

Luego que se embarcaron los ingleses en la Coruña quedando pocos
en Lisboa, pareciole fácil a Napoleón llegar a las puertas de esta
capital, y lavar con su conquista la antigua mancha. [Marginal: Trata
de invadir Portugal.] Para ello al paso que Soult había de realizar la
principal invasión por la costa de Galicia y provincias portuguesas
del norte, el general Lapisse y el mariscal Victor estaban encargados
de amenazar la frontera portuguesa por Ciudad Rodrigo y Extremadura.
Componíanse las fuerzas de Soult del segundo cuerpo y de parte del que
había mandado Junot: según Napoleón ascendían en todo a 50.000 hombres,
como si no hubiesen tenido pérdidas ni baja alguna; mas realmente
estaban reducidos a la mitad: 4000 eran de caballería.

[Marginal: Inútil tentativa para atravesar el Miño.]

El mariscal Soult después de tomar las correspondientes providencias
y de dejar en su lugar a Ney, ausente en Lugo al recibo de la orden,
púsose en marcha, y el 3 de febrero llegó a Santiago. Precediéronle
los generales La Houssaye y Franceschi: el primero con los dragones se
encaminó a Ribadavia y Salvatierra, plaza de poco valer y desmantelada
a orilla derecha del Miño; y el segundo con la caballería ligera fue la
vuelta de Tuy, ciudad colocada en la misma ribera. Sostenía a estas
divisiones la de infantería del general Merle, que avanzó a Pontevedra.
Las otras con el mariscal Soult salieron de Santiago el 8, llegando el
10 a Tuy. Corre el Miño por allí muy caudaloso, y sin que desde Orense
se encuentre puente alguno; no obstante pensó Soult cruzarle hacia la
marina, acopiando los preparativos necesarios en el puertecillo de La
Guardia, separado de la desembocadura por el monte de Santa Tecla.
Habiendo dificultades para doblar la punta que este forma, y subir río
arriba, trasladaron los franceses por tierra en carros gallegos cosa de
una legua con mucho trabajo los botes destinados al transporte de la
tropa, y los volvieron a poner boyantes en el Tamuge, río pequeño que
desagua en el Miño. El 15 en la noche a la hora de la marea alta quedó
encargado de empezar la operación el general Thomières. Ejecutose en
buen orden por el Tamuge, pero al entrar en la gran corriente del Miño,
más rápida con el reflujo que comenzaba, separáronse los botes, y pocos
fueron los que arribaron a la orilla opuesta. Los portugueses mandados
por el general Bernardino Freire hicieron contra ellos un fuego vivo y
acertado, con lo cual y la marea ya contraria tuvieron que volver los
más a tierra de España, quedando prisioneros de los portugueses unos 40
hombres. El malogramiento de esta tentativa cundiendo por una y otra
frontera animó al paisanaje, deseoso de molestar a los franceses.

[Marginal: Toma Soult hacia Orense.]

También con aquel contratiempo vio el mariscal Soult los obstáculos que
se le ofrecían para pasar el Miño, no teniendo a su pronta disposición
los medios necesarios. Por lo cual determinó entrar en Portugal vía
de Orense, tomando río arriba. Salió pues de Tuy el 17 de febrero, y
nombró al general Lamartinière comandante de la ciudad, en la que dejó
los enfermos, la mayor parte de la artillería, y alguna guarnición.

[Marginal: Insurrección.]

A corta distancia ya percibió síntomas de una insurrección general.
Habíanla fomentado varios individuos, entre los que se señalaron el
abad de Couto y el de Valladares. [Marginal: Los abades de Couto y
Valladares.] Aquella tierra está bien cultivada, con población numerosa
y desparramada en caseríos rústicos. De las heredades distribuidas en
cortas porciones, y por lo general a foro enfitéutico, disponen los
usufructuarios como de cosa propia. Y la gente trabajadora y de suyo
guardosa, temía más que la de otras provincias perder con la invasión
de extraños el producto de sus labores e industria, y con tanta mayor
razón cuanto los franceses escasos de provisiones comenzaron a hacer
repartimientos excesivos, y a cometer robos y saqueos.

[Marginal: El paisanaje molesta a los franceses en su marcha.]

Allí los abades, nombre que se da a los curas párrocos, tienen mucho
influjo por su riqueza y poder. Lo tienen los ricos y cercanos
monasterios del orden cisterciense de San Clodio y Melón, y teníanlo
también entonces por su patriotismo varios particulares, los cuales
juntos y separadamente trataron de aprovechar la buena disposición del
pueblo contra los extranjeros. Antes que ninguno descubriose el abad
de Couto Don Mauricio Troncoso, quien congregando a sus feligreses con
motivo de un repartimiento que los invasores habían echado, díjoles:
«En vez de dar a los enemigos lo que nos piden, seré vuestra guía si
queréis negárselo y emplearlo en vuestra defensa.» Aplaudieron todos
aquellas palabras, y agregándose personas de cuenta y aun portugueses,
soltáronse de todos lados partidas que hostigaron a los franceses en
su marcha. En Mourentan hízoles notable daño el mismo abad de Couto,
y quemaron aquel pueblo en venganza. Desde el puente de las Hachas
hasta Ribadavia también padecieron varias acometidas, acaudillando al
paisanaje José Labrador, el monje bernardo Fray Francisco Carrascón,
y después el juez de Maside; y si bien en estos reencuentros los
franceses con su pericia y buenas armas rompían al fin por medio e iban
adelante, perdían gente y amilanábanse sus soldados con guerra tan
continua y encarnizada.

[Marginal: Soult y Romana. Intimación a este.]

De Ribadavia pasó el mariscal Soult a Orense resuelto a entrar en
Portugal por la plaza de Chaves, y a disipar antes el corto ejército
de Romana. Manteníase este general en el valle de Monterrey, y
hallábase en Lamadarcos el 4 de marzo cuando llegó un parlamentario
francés con un pliego, ofreciendo recompensas y condecoraciones con
tal que Romana y su ejército reconociesen a José. Replicó el general
español debidamente, diciendo que a tales proposiciones no había otra
respuesta sino cañonazos. Pero no habiéndose tomado en el recibimiento
del oficial parlamentario las acostumbradas precauciones, examinó este
con sus propios ojos el deplorable estado de nuestro ejército, y dio
cuenta de ello a su mariscal, quien determinó atacar sin dilación a los
españoles.

[Marginal: Es desbaratada la retaguardia española.]

El marqués de la Romana quería evitar cualquier refriega, mas no
habiéndose retirado tan prontamente como era de desear, fue el 6 de
marzo alcanzada su retaguardia a las órdenes de Don Nicolás Mahy en
las inmediaciones de Verín. Cogiole el general Franceschi algunos
prisioneros y la desordenó, pero no insistiendo en su perseguimiento
pudo continuar su marcha. Los franceses solo pensaron en entrar en
Portugal, cuyas tropas mandadas por el general Silveira habían sido
acometidas en Villaza el mismo día que las españolas por la división de
Delaborde, teniendo que retirarse después de alguna pérdida al abrigo
de la noche.

El general Mahy dirigiose a las Portillas, gargantas que parten término
con Castilla, y se unió en Lubián con el marqués de la Romana. Andaban
todos inciertos acerca del camino que tomarían, y pesábales a algunos
que se abandonase a Galicia en la propia sazón en que por todas
partes cundía el fuego insurreccional. Aprobose al fin a propuesta
del ayudante general Moscoso el no alejarse de la tierra montañosa,
y conforme a esta determinación decidió Romana partir la vuelta de
Asturias, de donde soplaría la hoguera encendida en Galicia. En
consecuencia cambiose de improviso la marcha, y se revolvió sobre las
montañas de las Cabreras para cruzarlas por el puerto del Palo, país
escabroso, solitario, y cuyas sierras más bien se escalan que se suben.
A su paso sobrecogió la noche a nuestros soldados, en estación cruda,
expuestos a la inclemencia, desprovistos de todo. Animándose unos a
otros llegaron por fin a Ponferrada del Bierzo con admiración de sus
vecinos que los creían lejos de sus hogares. En aquella villa y otros
muchos pueblos no había francés alguno, contentándose estos con ocupar
la línea de comunicación de la calzada que de Galicia va a Castilla, y
aun en ella tenían poca tropa, excepto en Villafranca en que contaban
unos 1000 hombres de escogidas tropas.

[Marginal: Ataca a Villafranca.]

Las de Romana no estaban para emprender expediciones de grande
importancia, pero el haber casualmente encontrado en una ermita cerca
de Ponferrada un cañón de a doce abandonado con su cureña y balas de
su calibre, sugirió la idea al ayudante Moscoso de proponer al general
en jefe un ataque contra los franceses de Villafranca. Condescendió
Romana, y desde Toreno a donde se había ya trasladado para entrar en
Asturias, dispuso que acometiese la empresa con 1500 hombres el general
Mendizábal.

[Marginal: Se apodera de la guarnición.]

Los franceses a la inesperada vista de los españoles y del cañón
de grueso calibre, imaginándose venía sobre ellos gran fuerza, se
arredraron y metieron en el castillo-palacio de la villa, perteneciente
a los marqueses que llevan su nombre: era edificio antiguo de muros
sólidos con cuatro torreones que defendían cañones de hierro, y el
cual quemaron después los paisanos para que no sirviese otra vez de
refugio al enemigo. Comenzaron los españoles su ataque en la mañana
del 17 de marzo, distinguiéndose el regimiento de voluntarios de la
Corona, e íbase ya a entrar por fuerza el castillo, cuando intimada
la rendición abrieron los franceses la puerta, y quedaron prisioneros
1000 granaderos que le guarnecían de las más acreditadas tropas.
Avergonzábanse después de haber entregado las armas a tan corto número
de hombres y a gente de tan poca apariencia como eran entonces las
tropas de aquel ejército. La nueva de este suceso creciendo de boca en
boca alentó a los patriotas de Galicia, que se figuraban ser ya más
numerosas las tropas que capitaneaba Romana. Ojalá se hubiera siempre
limitado este caudillo a tal linaje de empresas, dignas de un militar y
de su elevado puesto, evitando entrometerse en querellas y divisiones
de provincias, según aconteció en Oviedo, a cuya ciudad llegó poco
después de la toma del castillo de Villafranca.

[Marginal: Llega Romana a Oviedo.]

Los disgustos excitados con las providencias oportunas y enérgicas de
aquella junta, habíanse entonces aumentado con otras intempestivas y
arbitrarias dadas contra algunas personas. Los descontentos, sobre
todo ciertos individuos de corporaciones privilegiadas, salieron a
recibir a Romana, y por desgracia de tal modo preocuparon su ánimo que
en vez de obrar desapasionadamente, y de contentarse con reprimir los
abusos de autoridad que hubiese habido, púsose del bando de los que
se creían agraviados. [Marginal: Altercado con la junta.] Tratáronse
por consiguiente el general y la junta con frialdad y desvío, sin
que le fuese dado conciliarlos a la prudencia y buen tino de su
presidente el brigadier D. José Valdés, antiguo jefe de Romana cuando
este servía en la armada. La central había autorizado al marqués con
amplias facultades en la parte militar, y él ensanchándolas a su sabor
empezó por reprender a la junta en lo que precisamente merecía más
alabanza, como lo era en haber mandado que tomasen las armas todos
sin excepción, inclusos los donados y legos de los conventos, y los
beneficiados no ordenados _in sacris_. Compuesta dicha corporación
de los principales de la provincia y de suyo altiva, respondió
acerbamente a la inadvertida reprensión; con lo cual irritado aún
más Romana quiso llamarla a cuentas. Negose a ello la junta por no
creerle autoridad competente, pero añadiendo que haría públicas
sus entradas e inversiones para satisfacción de sus comitentes.
Encendiéndose así el enojo de ambas partes, en especial con motivo de
un repartimiento de 4.000.000 enviados por la central para uso del
principado y que Romana quería por sí aplicar a su solo ejército,
decidiose el último a disolver la junta, a cuyo fin y por orden suya
penetró en la sala de las sesiones el coronel Don José de O’Donnell
con 50 hombres del regimiento de la Princesa, haciendo en ello un
pequeño y ridículo remedo del 18 Brumario de Napoleón. Cedieron los
vocales a la violencia, sin dejar de hacer fuerte y enérgica oposición,
señaladamente Don Manuel María de Acevedo. Romana nombró otra junta
en su lugar, mas la tropelía cometida con la anterior disgustó a los
más, y desencajó, por decirlo así, de su asiento en el principado el
orden y buen gobierno.[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-7.)] Injustamente
acusaron algunos a la junta disuelta de malversación de caudales:
pudientes y ricos los más de sus individuos habían hecho los más de
ellos donativos cuantiosos, y su patriotismo y celo estaban libres de
tacha: solo, repetimos, incurrieron en merecida censura por algunas
medidas arbitrarias contra determinadas personas. Hablamos en este
punto con tanta mayor imparcialidad, cuanto no andábamos bien avenidos
con aquella junta, por lo que merecimos de Romana que nos nombrase de
la que había en su lugar creado, gracia que no admitimos por considerar
su procedimiento ilegal y dañoso.

[Marginal: Invade Ney Asturias.]

Sabedor el mariscal Ney de la discordia suscitada entre la junta de
Asturias y Romana, y temeroso sobre todo con lo sucedido en Villafranca
de que uniendo este caudillo sus tropas a las del principado formase
un cuerpo respetable y bastante numeroso para incomodarle y cortarle
su comunicación con el reino de León, se preparó a invadir a Asturias
poniéndose de acuerdo con fuerzas que había en Castilla y en Santander.
Parece ser que desde Francia también le había venido orden de no
desperdiciar oportuna coyuntura de verificar dicha invasión. Romana
por su parte más ocupado en las contestaciones y querellas de la
junta que en uniformar y arreglar la mucha gente que ahora tenía a su
disposición, no tomó acerca de ello providencia alguna. Dejó correr
en el principado los asuntos militares según iban a su llegada, y
olvidó a su ejército de Galicia, el cual a las órdenes de Don Nicolás
Mahy pasando el puerto de Ancares se había situado hacia el Navia,
extendiéndose hasta las avenidas de Lugo y Mondoñedo.

El mariscal Ney rozándose casi con este ejército y acompañado de 6000
hombres, se dirigió desde Galicia por la tierra áspera y encumbrada
de Navia de Suarna a Ibias, y descendiendo a Cangas de Tineo, Salas
y Grado se adelantó a Oviedo, al mismo tiempo que procedente de
Valladolid y con otra tanta o más fuerza se metía en el principado por
el puerto de Pajares [Marginal: Kellermann.] el general Kellermann.
Estaba ya cercano a Oviedo el mariscal Ney y todavía lo ignoraba
Romana. Recibió este al fin un aviso y apresuradamente después de
dar por primera vez órdenes a la división de Ballesteros y a la de
Worster poco antes malamente repuesto en el mando, [Marginal: Romana
se embarca en Gijón.] pasó a Gijón en donde se embarcó tomando en
seguida tierra en Ribadeo. Entró Ney en Oviedo el 19 de mayo, de cuya
ciudad habían salido casi todos sus moradores, dejando abandonadas
sus casas y haberes. [Marginal: Saquean los franceses Oviedo.]
Entregada al saco durante tres días, viéronse muchos arruinados y
menguaron los intereses de otros. A la noticia de la invasión acercose
el general Worster lentamente a Oviedo por el país de montaña, y
Ballesteros retrocediendo de Colombres al Infiesto, enriscose luego
por las asperezas de Covadonga, santuario célebre mirado como cuna de
la monarquía de Castilla. [Marginal: Sale Ney de Asturias.] Parose
poco Ney en la capital de Asturias, y dejando allí a Kellermann y en
Villaviciosa al general Bonnet que había venido con su división hasta
aquel sitio de los lindes de Santander, tornó por la costa a Galicia,
a donde le llamaban acontecimientos de cuantía, y a que daban ocasión
reveses de Soult en Portugal, la insurrección de la provincia de Tuy y
otras, y aun también los movimientos del ejército de la Romana, el cual
amenazaba a Lugo y alentaba al paisanaje con la abultada fama de sus
hazañas.

[Marginal: Mahy amenaza Lugo.]

La fuerza de este ejército puede decirse que estaba dividida en dos
partes, de la una que era la principal acabamos de hacer mención, la
otra entonces menos numerosa había quedado en la Puebla de Sanabria
a las órdenes de Don Martín de la Carrera. La primera, gobernada en
ausencia de Romana por Don Nicolás Mahy, constaba de unos 6000 hombres
y de 200 caballos: la cual a la propia sazón que Ney se movía la
vuelta de Asturias, se adelantó hacia el monasterio cisterciense de
Meira no lejano de Lugo. El general Worster no había querido acompañar
a Mahy en aquel movimiento creyendo que la fuerza que mandaba debía
pensar antes que en otra cosa en cubrir a Asturias. Siguió avanzando
dicho general Mahy, y su vanguardia capitaneada por Don Gabriel de
Mendizábal tropezó el 17 de mayo en Feria de Castro a dos leguas de
Lugo con una columna enemiga de 1500 hombres que obligó a meterse en
la ciudad. Al día siguiente el general Fournier, gobernador francés,
militar entendido pero de condición singular, y muy dado a hablar en
latín a los obispos y a los clérigos, [Marginal: Desbarata al general
Fournier.] salió de dentro y se dispuso a aguardar a los nuestros en
las inmediaciones, apoyando la izquierda en los mismos muros y la
derecha en un pinar vecino. Acometiole Don Nicolás Mahy formando su
gente en dos columnas guiadas por los generales Mendizábal y Taboada,
junto con los 200 jinetes que mandaba Don Juan Caro. A espaldas quedó
la reserva a las órdenes del brigadier Losada, y aparentose tener
otro cuerpo de caballería colocando a distancia, montados en acémilas
y caballos de oficiales, cierto número de soldados; ardid que no
dejó de servir, notándose también en nuestras tropas más instrucción
y confianza. Trabose la pelea y a poco volviendo caras la caballería
enemiga desconcertó su línea de batalla, e infantes y jinetes corrieron
precipitadamente a guarecerse de la ciudad, acometiendo con tal brío
nuestra gente que varios catalanes de tropas ligeras metiéndose dentro
al mismo tiempo que aquellos, tuvieron después que descolgarse por las
casas pegadas al muro ayudados de los vecinos. Los franceses perdieron
bastante gente y los españoles varios oficiales, y en este número al
comandante de ingenieros D. Pedro González Dávila distinguido por
su valor. No pudiendo los españoles ganar en seguida a Lugo, ciudad
rodeada de una antigua y elevada muralla y de muchos torreones aunque
socavado el revestimiento por los años, [Marginal: Pone cerco a la
ciudad.] intimaron la rendición al gobernador que respondió con honrosa
arrogancia. Entonces decidiose a formalizar el cerco el general Mahy, y
allí le dejaremos para acudir a donde nos llaman los gloriosos hechos
de las orillas del Miño.

[Marginal: Crece la insurrección de Galicia.]

Luego que el mariscal Soult hubo pasado de Orense vía de Portugal,
la insurrección del paisanaje gallego se aumentó, cundiendo por las
feligresías de las provincias de Tuy, Lugo, Orense y Santiago hasta las
riberas del Ulla y aún más allá. Por todas partes aparecieron jefes
para acaudillarla, y Romana y la central enviaron también algunos que
la fomentasen. Entre los primeros fueron los más distinguidos los
abades ya nombrados de Couto y Valladares, y además un caballero de
nombre Don Joaquín Tenreiro, el alcalde de Tuy Don Cosme de Seoane y
Don Manuel Cordido, labrador y juez de Cotobad. Así indistintamente se
aunaban todas las clases contra el enemigo común. El último hizo guerra
terrible en la carretera de Pontevedra a Santiago, los otros después
de varios choques recorriendo la tierra de Tuy y Vigo, obligaron a los
franceses a encerrarse en el recinto de ambas plazas. De los emisarios
de Romana diéronse particularmente a conocer los capitanes Don Bernardo
González, dicho Cachamuiña del pueblo de donde era natural, y Don
Francisco Colombo, incomodando mucho el primero a los enemigos por la
parte de Soutelo de montes y puente de Ledesma. Fueron los enviados
de la central el teniente coronel Don Manuel García del Barrio, el
entonces alférez Don Pablo Morillo, y el canónigo de Santiago Don
Manuel de Acuña, gallego, y de familia que tenía deudos y amigos en el
país. Llegaron estos cuando todavía el marqués de la Romana estaba en
el valle de Monterrey, y permaneciendo Barrio en su compañía hasta que
partió a Asturias, envió hacia Tuy a los otros dos comisionados para
obrar de acuerdo con los que por allí lidiaban contra los franceses.

Además no hubo partido ni punto en que antes o después no fuesen
molestados: así sucedió en Trasdeza, no lejos de Santiago, en que se
formó una junta, y mandaron la gente los hermanos estudiantes Don
Benito y Don Gregorio Martínez: así en Muros, en Corcubión, en Monforte
de Lemos aunque con la desgracia en las tres últimas villas de haber
sido incendiadas y horrorosamente puestas a saco. No desanimándose
los moradores por tamaños contratiempos, sabedor Barrio de que en las
alturas de Lobera reunía bastante gente el administrador de rentas
de la Boullosa Don José Joaquín Márquez, incorporósele el 17 de
marzo viniendo de hacia Chaves. [Marginal: Barrio. Junta de Lobera.]
Reconocido Barrio como comisionado de la central, convino con los
demás en congregar una junta compuesta de vocales del partido y de
las personas que más habían contribuido al levantamiento de otras
feligresías. Verificose en efecto, instalándose el 21 del mismo mes
de marzo en aquellas alturas y en campo raso, renovando la sencillez
de los tiempos primitivos. Sujetáronse todos a la autoridad creada,
nombrose presidente al obispo de Orense y sin detención se tomaron
disposiciones que mantuvieron e impulsaron más ordenadamente la
insurrección. Al Márquez, hombre esforzado y que había trabajado en
favor de la causa común más que los otros, diósele el mando de un nuevo
regimiento que se apellidó de Lobera, y mandósele ir a reforzar a los
que bloqueaban a Tuy. También se expidió orden a Cachamuiña para que
de Soutelo cayese sobre Vigo y engrosase el número de los sitiadores.
Dispusiéronse asimismo para entonces y para después varias otras
correrías, en especial hacia Lugo y valle de Valdeorras, acaudillando
siempre el paisanaje Don Juan Bernardo de Quiroga y su hermano el abad
de Casoyo.

[Marginal: Sitia Vigo el abad de Valladares.]

Entre tanto seguían apretando a las ciudades de Tuy y Vigo los abades
de Couto y Valladares. Guarnecían a la última 1300 franceses al mando
del jefe de escuadrón Chalot. Aunque es aquel puerto uno de los mejores
y más abrigados de España, la fortificación de tierra es defectuosa,
y a su muralla baja en algunas partes y sin foso la domina a corta
distancia el castillo del Castro. Sin embargo la plaza estaba bien
provista y artillada. Estrechábala el abad de Valladares Don Juan
Rosendo Arias Henríquez, a quien se le había agregado la gente que
en el valle de Fragoso había levantado [Marginal: Limia.] su anciano
alcalde Don Cayetano Limia, para lo que le facilitó armas el crucero
inglés de la inmediata costa. [Marginal: Tenreiro y el portugués
Almeida.] Asimismo se le juntó Don Joaquín Tenreiro que con el
portugués Don Juan Bautista Almeida había recogido muchos voluntarios
de algunos valles, engrosándose de este modo considerablemente el
número de sitiadores.

[Marginal: Morillo.]

También en marzo se presentó entre ellos Don Pablo Morillo, quien
enterado de que una columna francesa intentaba, encaminándose del
lado de Pontevedra, venir al socorro de la plaza, corrió al Puente
de Sampayo para reconocerle y asegurar su defensa, como lo verificó
ayudado [Marginal: Gogo.] de Don Antonio Gogo, vecino de Marín, que
capitaneaba una partida numerosa de paisanos y era dueño de dos piezas
de artillería. Colocó estas Morillo con otras tres que fueron de
Redondela en el paso del puente, que fortalecido dejó al mando de Don
Juan de Odogerti, comandante de tres lanchas cañoneras. Volviose luego
Don Pablo al sitio de Vigo, y en su compañía 300 hombres mandados por
Don Bernardo González Cachamuiña y D. Francisco Colombo.

[Marginal: Ríndese Vigo a los españoles.]

Había el abad de Valladares intimado a la plaza varias veces la
rendición sin que el comandante francés quisiera abrir las puertas,
pareciéndole vergonzoso y poco seguro capitular con paisanos.
Tornó como hemos dicho Morillo, y ya por sus activas y acertadas
disposiciones, y ya por haber sido enviado de Sevilla, eleváronle los
sitiadores a coronel, y reconociéronle como superior, a fin de que a
vista de un militar cesasen los escrúpulos y recelos del comandante
francés. Sin tardanza repitió el nuevo jefe español una áspera
intimación, amenazando el 27 de marzo con tomar por asalto la plaza
y no dar cuartel. Pidieron los franceses 24 horas de término para
contestar, y no accediendo Morillo, rindiéronse por fin, concedidos
que les fueron los honores de la guerra, y con la cláusula de que
serían llevados prisioneros a Inglaterra, por lo cual firmó la
capitulación en unión con el jefe español el comandante británico del
crucero. Exigió además Morillo que inmediatamente se ratificase lo
convenido, pues si no, acometería la plaza. Retardábase la respuesta,
y a las ocho de la noche aproximáronse a sus muros los sitiadores,
arrojándose a la Puerta de Camboa para hacerla astillas y armado de
un hacha un marinero anciano que cayó muerto de un balazo: ocupó su
puesto y tomó el hacha González Cachamuiña, y rompiola aunque herido
en varias partes de su cuerpo. Íbase ya a entrar por ella cuando
Morillo recibió la ratificación, y a duras penas pudo con su recia voz
hacer cesar el fuego y detener a los suyos que se posesionaron de la
plaza al día siguiente 28. No hubo en su reconquista ni ingenieros ni
cañones, ganada solo a impulsos del patriotismo gallego. Entregáronse
prisioneros 1213 hombres y 46 oficiales, y cogiéronse otras preseas con
117.000 francos en moneda de Francia. A poco de haberse rendido súpose
que de Tuy acudían soldados enemigos en auxilio de la guarnición de
Vigo: diose priesa Morillo a enviar a su encuentro personas y gente de
su confianza, quienes los deshicieron, mataron a muchos y aun tomaron
72 prisioneros que se pusieron a bordo juntamente con los de Vigo.

[Marginal: Bloqueo de Tuy.]

Sin embargo la facilidad con que se enviaba este socorro mostraba
no ser riguroso el bloqueo de Tuy. Habíale comenzado el 15 de marzo
el abad de Couto, y con él el juez y procurador general de la misma
ciudad y otros caudillos. También concurrieron portugueses de la
orilla opuesta, y la plaza de Valencia situada enfrente había tratado
de molestar a los franceses con sus fuegos. Libertado Vigo esperábase
que el cerco tendría pronto y feliz éxito, pues además de acudir desde
allí con su gente Morillo, Tenreiro, Almeida y otros, vino también por
su lado Don Manuel García del Barrio, reconocido comandante general
por la junta de Lobera. Pero tanto concurso de jefes y caudillos no
sirvió sino para suscitar celos y rencillas. Morillo fuese en comisión
camino de Santiago, y los otros en especial Barrio y Tenreiro, el uno
presuntuoso y el otro díscolo de condición, desaviniéronse y ocupáronse
en recíprocos piques y zaherimientos. Y así este bloqueo sostenido con
cañones y más gente fue mal dirigido y al cabo se malogró. Mandaba
dentro el general Lamartinière, y el 6 de abril haciendo una salida
apoderose de cuatro piezas colocadas en la altura de Francos no muy
distante de la ciudad. Ocurrida esta desgracia, y agriándose más los
ánimos, diose lugar a que llegasen socorros a Tuy avanzando del lado
de Santiago una columna de infantería y caballería a las órdenes del
general Maucune, y otra del lado de Portugal mandada por el general
Heudelet que enviaba Soult, ya posesionado de Oporto, para recoger la
artillería que allí había dejado.

Enseñoreose el 10 de abril sin resistencia el general Heudelet de
Valencia del Miño. Sabedores los españoles que bloqueaban a Tuy de
aquel suceso, [Marginal: Le alzan.] levantaron el sitio quedándose unos
en las alturas que median entre esta plaza y la de Vigo, y alejándose
otros con Barrio a Puente Arcas. Al mismo tiempo los franceses que
venían de Santiago arrollaron a la gente de Morillo en el camino de
Redondela, y en venganza incendiaron la villa, metiéndose después parte
de ellos en Tuy, y tornando los otros con el general Maucune al punto
de donde habían salido. [Marginal: Evacúan la ciudad los franceses.]
Socorrida la plaza sacaron los enemigos todos sus efectos y artillería,
y temiendo nuevo bloqueo la abandonaron el 16, y se unieron con los de
Valencia.

Por tanto, si no tuvo dichoso remate el cerco de Tuy consiguiose por
lo menos infundir recelo en los franceses, y ver desembarazada la
margen derecha del Miño. Esmeráronse entonces aquellos naturales en
arreglar y disciplinar [Marginal: Se crea y aumenta la división del
Miño.] la gente que se había levantado, y que se denominó división del
Miño, creando varios regimientos que se distinguieron en posteriores
acciones. Incorporose a ella la partida de Don José María Vázquez,
conocido en Castilla por sus hechos con el nombre del Salamanquino,
y al fin aumentose su fuerza, [Marginal: Mándala Don Martín de la
Carrera.] y ganó en la opinión gran peso con ponerse a la cabeza el 7
de mayo Don Martín de la Carrera, según el deseo público, y cediéndole
Barrio las facultades que tenía del gobierno supremo.

[Marginal: Desbarata a los franceses en el campo de la Estrella.]

Había Don Martín permanecido todo aquel tiempo en la Puebla de Sanabria
juntando dispersos. Unido a la división del Miño completó hasta unos
16.000 hombres, y además tenía algunos caballos y nueve cañones.
Adelantose con parte de su gente por la provincia de Tuy a Santiago, de
cuya ciudad salieron a repelerle el 23 de mayo unos 3000 infantes y 300
caballos a las órdenes del general Maucune, acometiéndole en el campo
de la Estrella. Los desbarató Carrera, persiguiéndolos y metiéndose
primero que nadie en la ciudad de Santiago Don Pablo Morillo.
Cogiéronse allí fusiles y vestuarios y cuarenta y una arrobas de plata
labrada, sin contar otra mucha de los templos. Recibidos los nuestros
con universal regocijo, hubieron sin embargo de retirarse por las
operaciones combinadas que luego meditaron los mariscales Ney y Soult,
de vuelta uno de Asturias y otro de Portugal.

[Marginal: Campaña de Soult en Portugal.]

La campaña del último en este reino había terminado con suma desdicha
de sus armas. Recorreremos lo que allí pasó con rapidez, según es
nuestra costumbre en las cosas de Portugal. Pisó el 10 de marzo la
frontera lusitana el mariscal Soult, [Marginal: Entran los franceses
en Chaves.] y el 11 se le rindió Chaves, plaza en la provincia de
Tras-os-Montes en mal estado, y que aún conservaba las brechas de la
guerra con España de 1762. Penetró con 21.000 hombres, retirándose el
general Silveira hacia Vila Pouca. El 13 continuaron los franceses
su marcha a Braga, con gran recelo de las fuerzas que allí mandaba
Bernardino Freire. En este tránsito lleno de desfiladeros encontraron
mucha oposición, teniendo que caminar lentamente y escasos de
mantenimientos. [Marginal: En Braga.] Acercándose al fin a Braga no
pensó Freire, general poco respetado, en que se pudiese defender la
ciudad, y así dispuso retirarse. Enojado el pueblo le arrestó en
un pueblo inmediato y le volvió a Braga, en donde fue bárbaramente
asesinado. Viose entonces su segundo, el barón de Ebben, en la
necesidad de defender con gente colecticia la posición de Carballo,
legua y media distante, de la que apoderados los franceses penetraron
el 20 en Braga, [Marginal: Asoman a Oporto.] asomando el 28 a Oporto,
vencidos otros obstáculos no menos dificultosos.

Intimó luego la rendición el mariscal Soult a esta ciudad, que
situada a la derecha de Duero y a una legua de su embocadura, es
por su población de 70.000 almas y por su gran comercio la primera
de Portugal después de Lisboa. El ánimo de los naturales mostrábase
levantado, tanto más cuanto con la invasión francesa veían estancado
y destruido su principal tráfico, que consiste en la salida de sus
vinos para Inglaterra. [Marginal: Estado de la ciudad.] Con objeto
de defender la ciudad se había en su derredor construido un campo
atrincherado erizado de cañones, cuya derecha se apoyaba en el Duero,
y la izquierda en los fuertes vecinos al mar; además habían atajado
las calles, y colocado en ellas y en diversos puntos muchas piezas de
artillería. La exaltación popular era tal que fueron víctima de ella
varias personas, y con dificultad pudo el mariscal Soult intimar la
rendición, no queriendo la ciudad dar oídos a tregua ni convenio. Hubo
también ocasión en que so color de querer escuchar las proposiciones
cogieron a los parlamentarios, como aconteció al general Foy que se
llevaron prisionero con grave riesgo de su persona. Mandaba en jefe
el obispo, pero la víspera del ataque abandonó la ciudad poniendo en
su lugar al general Parreiras. [Marginal: Éntranla los franceses.]
Acometieron los franceses las líneas el 29 de marzo, que de grande
extensión, mal dispuestas y defendidas por gente allegadiza, fueron
ganadas sin grande esfuerzo, entrando en la ciudad los vencedores,
y haciendo su caballería tremenda matanza. Los habitantes huyendo
del peligro se avalanzaron al puente de Duero, que formado de barcas
rompiose con el gentío, y allí fueron las mayores lástimas ahogándose
unos y ametrallando a otros los franceses desapiadadamente. [Marginal:
Gran matanza.] Perecieron de 3 a 4000 personas, de ellas muchas mujeres
y niños. Hubo hechos que ensalzaron al ya tan ilustrado valor de los
portugueses: 200 hombres esforzados se defendieron en la catedral hasta
que no quedó uno con vida.

[Marginal: Conducta del mariscal Soult.]

Siguiéronse deplorables excesos, no pudiendo Soult contener los ímpetus
desmandados de su tropa. Este mariscal procuró entonces y después
granjearse la voluntad de los moradores, aun imitándolos en las
prácticas de un fervoroso celo religioso.

Sus votos y ofrendas, y el particular cuidado del mariscal en agradar
a los portugueses, dieron a sospechar si pensaba a modo de Junot
ceñir la corona lusitana. [Marginal: Pídenle sea rey.] Vino como en
apoyo la exposición seguida de otras, que se imprimió y publicó, de
doce habitantes de Braga, en la que llamándole padre y libertador
se mostraba deseo de que Napoleón le nombrase por su rey. Y aunque
es cierto que el mariscal les replicó que no pendía de él darles
respuesta, la mera publicación de aquella demanda en país en donde él
era árbitro de impedirla o autorizarla, manifestaba que si no dimanaba
de sugestiones suyas por lo menos no era desagradable a sus oídos.

[Marginal: Sus providencias.]

Posesionados los franceses de Oporto no prosiguieron a Lisboa, así por
la oposición que encontraron en el país, como también por ignorar el
paradero del general Lapisse y del mariscal Victor, cuyos movimientos
del lado de Castilla y Extremadura debieron corresponder con el de
Galicia. Limitáronse pues a conservar lo ganado, y a prepararse
para más adelante. Ya hablamos como con este objeto y el de tener
la artillería que quedó en Tuy, había retrocedido hacia esta plaza
y desembarazádola de sitiadores el general Heudelet: otro tanto
trataron de hacer los enemigos por la parte de Chaves, [Marginal:
Silveira recobra Chaves.] cuya ciudad había recobrado el 20 de marzo
el general Silveira, extendiéndose después por el Támega hasta
Amarante y Peñafiel. Reforzado luego el mismo general, y molestando
incansablemente a los franceses, permaneció en aquellos sitios cerca
de un mes; pero en 18 de abril queriendo el mariscal Soult abrir paso
y tener libres las comunicaciones con Tras-os-Montes, envió al general
Delaborde auxiliado de fuerza considerable. Al aproximarse situose
Silveira en Amarante, y defendió con tal tesón el paso del puente que
no pudieron superar los franceses hasta el 2 de mayo los obstáculos que
se les oponían. Defensa para él muy honrosa aunque tuviese por entonces
que alejarse momentáneamente.

[Marginal: Coronel Trant.]

Al mediodía de Oporto y camino de Lisboa no dilataron los franceses
sus excursiones y correrías más allá del Vouga, persuadidos de que
resguardaban a Coimbra numerosas fuerzas. Sin embargo reducíanse estas
a unos 4000 hombres mal disciplinados, y a una turba de paisanos que
mandaba el coronel Trant, quien no pudo hacer otra cosa sino maniobrar
con acierto, aparentando mayores medios que los que tenía. Mas como
eran cortos se hubiera encaminado al fin el mariscal Soult a Lisboa
luego que supo las resultas de la batalla de Medellín, si no hubiesen
llegado inmediatamente grandes refuerzos al ejército inglés de Portugal.

[Marginal: Regencia de Portugal.]

Continuaba gobernando a este reino la regencia restablecida después
de la evacuación de Junot. La gente que había levantado nunca había
salido de sus lindes, no obstante las repetidas instancias de la
junta central. Obró quizá el gobierno portugués cuerdamente en no
acceder a ellas hallándose todavía su tropa bastante indisciplinada.
[Marginal: Cradock y los ingleses.] De los ingleses habían quedado
unos 10.000 hombres a las órdenes de Sir Juan Cradock, contra los que
prorrumpieron en grande enojo los portugueses a causa de las muestras
que dieron de embarcarse al saber la suerte de Moore, apareciendo en
sus providencias, más que premeditado plan, desconcierto y abatimiento.
Aquietado en fin el general inglés por órdenes posteriores de su
gabinete permaneció en Lisboa, adelantándose después a Leiría al mismo
tiempo que el ejército portugués se situaba en Tomar, el cual sin
contar con las fuerzas de Silveira, la legión lusitana y las reuniones
de paisanos, constaba de unos 15 a 20.000 hombres. [Marginal: Beresford
manda a los portugueses.] Disciplinábalos el general Beresford
autorizado desde el mes de febrero por el príncipe regente de Portugal
para obrar como comandante en jefe de sus tropas.

[Marginal: Refuérzase el ejército inglés.]

Así andaban las cosas en aquel reino, cuando el gobierno británico,
viendo que España no se sometía al yugo extranjero a pesar de sus
desgracias y de la retirada de Moore, y vislumbrando también la
guerra entre Austria y Francia, determinó probar de nuevo fortuna en
la península reforzando considerablemente su ejército, [Marginal:
Sir Arthur Wellesley nombrado general en jefe.] y poniéndole a las
órdenes de Sir Arthur Wellesley, ceñido ya con los laureles de Roliça
y Vimeiro. Fueron llegando sucesivamente las tropas a las costas
portuguesas, y su general en jefe desembarcó en Lisboa el 22 de abril,
bien recibido y obsequiado de sus moradores. Poco después el 29 púsose
en marcha sobre Coimbra, [Marginal: Sus providencias.] llevando consigo
20.000 ingleses y 8000 portugueses. Doce mil de los últimos con dos
brigadas británicas a las órdenes del general Mackenzie se apostaron
en Santarén y Abrantes, adelantándose un regimiento de milicias y la
legión lusitana, al cargo ahora del coronel Mayne, hasta el puente
de Alcántara. Sir Roberto Wilson que poco antes mandaba dicha legión,
hallábase destacado con un corto cuerpo de portugueses hacia Viseo.
[Marginal: Avanza a Coimbra.] El general Wellesley llegó a Coimbra
el 2 de mayo prefiriendo antes arrojar a Soult de Portugal que obrar
por Extremadura de concierto con Cuesta, según era el deseo de este
caudillo y el del gobierno español.

[Marginal: Situación de los franceses.]

Los franceses no se habían movido de Oporto y de sus puestos del Vouga.
En su ejército manifestábase disgusto, aburridos todos y cansados con
aquella clase de guerra, y fomentando gran descontento una sociedad
secreta, llamada de los filadelfos, cuyo objeto era destruir la
dinastía imperial y restablecer en Francia un gobierno republicano.
[Marginal: Sociedad secreta de los filadelfos.] Entre los que la
componían había oficiales superiores, y tenían pensado poner a su
cabeza al mariscal Ney o al general Gouvion Saint-Cyr. Extendíanse las
ramificaciones de la sociedad a los demás ejércitos de Napoleón, y en
el de España no abandonaron los conspiradores su proyecto hasta el año
10. Había echado profundas raíces en las tropas del mariscal Soult, y
eran tantos los partícipes del secreto, que enviado para abrir tratos
acerca de ello el ayudante mayor Mr. D’Argenton, pudo sin tropiezo
ir hasta Lisboa, y con tal desembozo que inspiró desconfianza en Sir
Arthur Wellesley, por lo cual respondió este al emisario francés que
rebelárase o no su ejército le atacaría en tanto que se mantuviese en
Portugal: sin embargo añadió que si se declaraba contra Bonaparte se
ajustaría quizá un convenio para su retirada. Otros jefes parece ser
que tuvieron también conferencias con el general británico, y de ellos
se citan a los coroneles Donadieu y Lafitte. Mas D’Argenton de vuelta
a Oporto habiéndose descubierto al general Lefebvre que creía en la
trama o favorable a ella, fue arrestado en la noche del 8 al 9 de mayo
teniendo pasaportes del almirante inglés Berkley. [Marginal: (* Ap. n.
8-8.)] Dilatose su castigo para averiguar cuáles fuesen sus cómplices,
y ayudado de estos tuvo ocasión de escaparse y pasar a Inglaterra.[*]

Sobresaltó al mariscal Soult tan funesto acontecimiento que realizaba
anteriores sospechas, al paso que aguijó por su parte al general
Wellesley a avanzar prontamente, no contando sin embargo mucho con la
sublevación del ejército contrario. [Marginal: Plan de Wellesley.] Era
el plan del general inglés envolver a Soult, y obligarle a una retirada
desastrada o a rendirse. Y conforme a su pensamiento dispuso que el
general Beresford con las tropas de su mando, y las portuguesas que
estaban en Viseo a las órdenes de Sir Roberto Wilson, se dirigiesen
anticipadamente por Lamego, y pasasen el Duero para juntarse en
Amarante con Silveira, cuya retirada todavía se ignoraba. Hecho este
movimiento la demás fuerza británica debía avanzar en dos columnas
sobre Oporto, una vía de Aveiro y otra por el camino real. No se varió
el plan aunque se supo luego el descalabro de Silveira, y el 6 de mayo
se empezó la operación convenida. El 10 y el 11 fue arrojado de las
alturas de Grijo el general Franceschi que mandaba la vanguardia de los
enemigos, la cual en seguida repasó el Duero.

[Marginal: Se apoderan los ingleses de Oporto.]

El mariscal Soult tomando sin tardanza disposiciones para evacuar a
Oporto y asegurar su retirada, voló el puente de barcas y retuvo en la
margen derecha todos los botes. Dio vista el 12 a la ciudad Sir Arthur
Wellesley, y aunque cercano separábale la profunda y rápida corriente
de Duero. No teniendo prontos los medios necesarios para atravesarla,
hubiera Soult podido retirarse tranquilamente a Galicia si un feliz
acaso no hubiese servido a ayudar la combinación que para la travesía
preparaba el general inglés, quien había destacado río arriba al
general Murray a fin de que cruzase el Duero por Avintas y cayese sobre
el flanco del enemigo al tiempo que este fuese atacado por el frente.
Partió Murray; mas dudábase sobre el modo de verificar el paso a la
sazón que el coronel Waters descubrió en un recodo que forma el río
un pequeño bote con el que yendo a la otra orilla, acompañado de dos
o tres individuos, se apoderó sin ser notado de cuatro grandes barcas
abandonadas, y de priesa trájolas del lado de los suyos. Al instante
y el mismo 12 a las diez del día pasó en ellas el Duero Lord Paget
con tres compañías. Siguieron otros, permaneciendo los enemigos tan
descuidados que burlándose de los primeros avisos que dio un oficial,
a nada dieron crédito hasta que el general Foy subiendo casualmente a
la altura que se eleva enfrente del convento de Serra, advirtió que
en efecto pasaban los ingleses el río. Entonces todo el campo francés
se conmovió y se puso sobre las armas. Trabose entre los soldados de
ambos ejércitos un vivísimo choque, agolpáronse sucesivamente de uno
y otro lado tropas, y llegando en fin de Avintas el general Murray
abandonaron los franceses a Oporto, perseguidos por los ingleses
hasta cierta distancia de la ciudad. La matanza fue grande. Cayeron
heridos los generales Delaborde y Foy de una parte, y Lord Paget de la
contraria, sin contar otros muchos de ambas. Censurose agriamente en
su propio ejército al mariscal Soult por el descuido de dejar a los
ingleses pasar en medio del día sin resistencia un río tan caudaloso
como por allí corre el Duero.

[Marginal: Apuros de Soult.]

Después de la salida de Oporto dos caminos le quedaban a dicho mariscal
para retirarse, si quería conservar su artillería; uno por puente de
Lima y Valencia de Miño, y el otro por el lado de Amarante. Contaba
con que el último paso sería resguardado por el general Loison; mas
este perseguido por los generales Beresford, Silveira y Wilson, le
abandonó y puso a Soult en el mayor aprieto, sobre todo no pudiendo ir
por el otro camino de puente de Lima sin encontrarse con el general
Wellesley. Aunque rodeado de inminentes peligros no se abatió el
mariscal francés, y con entereza y prontitud de ánimo admirables,
destruyendo la artillería y los carruajes, y acallando las voces que
ya se oían de capitulación, echose por medio de senderos estrechos y
casi intransitables, guiado en su laberinto por un hombre de la Navarra
francesa, de los que van a España a ejercer una profesión lucrativa
si bien poco honrosa. El tiempo aunque en mayo era lluvioso, los
trabajos grandes, la persecución y molestia de los paisanos continua,
precipitándose a veces hombres y caballos por aquellos abismos y
derrumbaderos. De suerte que hasta cierto punto renovaba ahora el
mariscal Soult la escena que meses antes había representado el general
Moore cuando él iba en su perseguimiento. Los pueblos del tránsito
fueron quemados y sus habitantes tratados cruelmente, y al mismo son
que ellos cuando podían trataban a los franceses. [Marginal: Pasa la
frontera.] Llegó el ejército de estos el 17 a Montealegre y el 18 pasó
la frontera, no siguiendo el alcance los ingleses tierra adentro de
España por querer su general retroceder a Extremadura, según antes
había prometido a Cuesta. Subió a bastante la pérdida de los enemigos
en la retirada, y sin la celeridad y consumada pericia del mariscal
Soult difícilmente se hubieran libertado de caer en manos del inglés,
cuya excesiva prudencia motejaron muchos. [Marginal: Llega a Lugo.]
Llegaron los franceses a Lugo el 23, habiéndolos molestado poco el
paisanaje español que estaba como desprevenido.

[Marginal: Levanta Mahy el cerco.]

La víspera, sabedor el general Mahy de que se acercaban, levantó el
sitio que había poco antes puesto a aquella ciudad y se replegó a
la de Mondoñedo. [Marginal: Encuéntrase con Romana en Mondoñedo.]
Encontráronse allí el 24 él y Romana, procedente el último de Ribadeo,
a donde había desembarcado, salvándose de Asturias. Mal colocados
entonces y expuestos a ser cogidos entre los mariscales Ney y Soult,
resolvieron los generales españoles emprender por medio de [Marginal:
Marcha atrevida de los españoles.] una marcha atrevida un movimiento
hacia el Sil, para abrigarse de Portugal, cruzando con cautela el
camino real en las inmediaciones de Lugo. Verificose así felizmente,
y por Monforte tomaron los nuestros a Orense. Aunque esta marcha
era necesaria así para esquivar, como hemos dicho, el encuentro de
los mariscales franceses, como también para darse la mano con Don
Martín de la Carrera y las fuerzas que había en las provincias de
Tuy y Santiago, [Marginal: Descontento del soldado con Romana.]
disgustó mucho al soldado que comenzaba a murmurar de tanto camino
como sin fruto había andado, apellidando al de la Romana marqués de
las Romerías: porque en efecto si bien era loable su constancia en
los trabajos y la conformidad con que sobrellevaba las escaseces y
miseria, nunca se había visto salir de su mente otra providencia que
la de marchar y contramarchar, y las más veces a tientas, de improviso
y precipitadamente, falto de plan, a la ventura, y como suele decirse,
a la buena de Dios. Solo en su ausencia y en los puntos en que no
se hallaba peleábase, y jefes entendidos y diligentes procuraban
introducir mayor arreglo y obrar con más concierto y actividad.
El único, pero en verdad gran servicio, que hizo Romana fue el de
mantenerse constante en la buena causa, y el de alimentar con su nombre
las esperanzas y bríos de los gallegos.

[Marginal: Ney y Soult en Lugo.]

Mas las tropas que mandaba, por poco numerosas que fuesen, si se unían
con las que estaban hacia la parte de Pontevedra y fomentaban de
cerca la insurrección de la tierra, ponían en peligro a los franceses
exigiendo de ellos prontas y acordadas medidas. Tales eran las que
tomaron en Lugo el 29 de mayo los mariscales Soult y Ney de vuelta ya
este de su rápida excursión en Asturias. [Marginal: Conciértanse para
destruir el ejército español.] Según ellas, debía el primero perseguir
y dispersar a Romana, dirigiéndose sobre la puebla de Sanabria, y
conservar por Orense comunicación con el segundo, quien, derrotado que
fuese Carrera, había de avanzar a Tuy y Vigo para sofocar del todo la
insurrección. Púsose pues el mariscal Ney en camino con 8000 infantes y
1200 caballos, y avanzó contra la división del Miño animada del mayor
entusiasmo. [Marginal: Conde de Noroña, 2.º comandante de Galicia.] La
mandaba entonces en jefe el conde de Noroña, nombrado por la central
segundo comandante de Galicia, mas este tuvo el buen juicio de seguir
el dictamen de Carrera, de Morillo y de otros jefes que por aquellas
partes y antes de su llegada se habían señalado; con lo cual obraron
todos muy de concierto.

[Marginal: Acción del Puente de Sampayo.]

Al aviso de que Ney se aproximaba cejaron los nuestros a Sampayo,
punto en donde resolvieron hacerle rostro. Mas cortado anteriormente
el puente por Morillo, hubo que formar otro de priesa con barcas
y tablazón, dirigiendo la obra con actividad y particular tino el
teniente coronel Don José Castellar. Eran los españoles en número de
10.000, 4000 sin fusiles, y el 7 de junio muy de mañana acabaron todos
de pasar, atajando después y por segunda vez el puente. A las nueve del
mismo día aparecieron los franceses en la orilla opuesta, y desde luego
se rompió de ambos lados vivísimo fuego. Los españoles se aprovecharon
de las baterías que antes había levantado Don Pablo Morillo, y aun
establecieron otras: los principales fuegos enfilaban de lo alto de una
eminencia el camino que viene al puente; ocupose el paso de Caldelas
dos leguas río arriba por Don Ambrosio de la Cuadra que regía la
vanguardia, y por Don José Joaquín Márquez comandante del regimiento
de Lobera; apoyose la derecha de Sampayo en un terreno escabroso, y
la izquierda estaba amparada de la ría en donde se habían colocado
lanchas cañoneras. Duró el fuego hasta las tres de la tarde sin que
los franceses consiguiesen cosa alguna. Renovose con mayor furor al
día siguiente 8, buscando los enemigos medio de pasar por su derecha
un vado largo que queda a marea baja, y de envolver por su izquierda
el costado nuestro que estaba del lado del puente de Caldelas y vados
de Sotomayor. Rechazados en todas partes vieron ser infructuosos sus
ataques, y al amanecer del 9 se retiraron a las calladas, después
de haber experimentado considerable pérdida. Señaláronse entre los
nuestros, y bajo el mando del conde de Noroña, La Carrera, Cuadra,
Roselló, que gobernaba la artillería, Castellar, Márquez y D. Pablo
Morillo; por su parte también se manejaron con destreza los marinos,
y sin duda fue muy gloriosa para las armas españolas la defensa del
Puente de Sampayo.

[Marginal: Soult trata de pasar a Castilla.]

Romana, en tanto, se había acogido a Orense al adelantarse el mariscal
Soult: mas en vez de seguir la huella del primero detúvose este en
Monforte algunos días. Lo alterado del país, noticias de la guerra de
Austria, y más que todo los celos y rivalidad que mediaban entre él y
el mariscal Ney le alejaron de continuar el perseguimiento de Romana,
y le decidieron a volver a Castilla. Para ello, no pudiendo atravesar
el Sil por allí falto de vados y de puentes, tuvo que subir río arriba
hasta Montefurado, así dicho por perforarle en una de sus faldas la
corriente del mismo Sil, obra según parece del tiempo de los romanos.
[Marginal: Paisanos del Sil.] Los naturales de los contornos, colocados
en la orilla opuesta, le causaron grave mal, acaudillados por el
abad de Casoyo y su hermano Don Juan Quiroga. Para vengarse del daño
ahora y antes recibido, desde Montefurado mandó el mariscal Soult al
general Loison descender por la orilla izquierda del Sil y castigar a
los habitantes. [Marginal: Quema de varios pueblos.] Cumplió este tan
largamente con el encargo que asoló la tierra y varios pueblos fueron
quemados, Castro de Caldelas, San Clodio y otros menos conocidos.
También padecieron mucho los otros valles que recorrieron o atravesaron
los enemigos. [Marginal: Romana en Celanova.] Romana retirose a
Celanova, y en seguida a Baltar, frontera de Portugal, en donde le
dejó tranquilo el mariscal Soult, [Marginal: Soult en la Puebla de
Sanabria.] pues dirigiéndose por el camino de las Portillas llegó el 23
a la Puebla de Sanabria, de cuyo punto se retiraron a Ciudad Rodrigo
después de haber clavado algunos cañones los pocos españoles que le
guarnecían.

[Marginal: General Franceschi cogido por el Capuchino.]

Soult permaneció en la Puebla breves días habiendo despachado a Madrid
a Franceschi para informar a José del estado de su ejército y de
sus necesidades. Aquel general partió de Zamora en posta a caballo
con otros dos compañeros, mas pasado Toro fueron todos cogidos e
interceptados los pliegos por una guerrilla que mandaba el capuchino
Fr. Julián de Délica. Los pliegos [*] [Marginal: (* Ap. n. 8-9.)] eran
importantes así porque expresaban el quebranto y escaseces de aquellas
tropas, como también por indicarse en su contenido el mal ánimo de
algunos generales.

[Marginal: Situación de Ney.]

Viéndose solo el mariscal Ney y abandonado de Soult, conoció lo crítico
de su situación. Con nada en realidad podía contar sino con la fuerza
que le quedaba, y era esta harto corta para hacer rostro a la población
armada, y al ejército bastante numeroso que contra él podían ahora
reunir sin embarazo los generales Romana y Noroña. El auxilio que le
prestaban los españoles sus allegados era casi nulo, y por decirlo
así perjudicial. [Marginal: Mazarredo.] Había ido de comisario regio
el general de marina Mazarredo que separándose de su profesión, en la
que había adquirido bien merecido renombre, metiose a dar proclamas
y a esparcir entre los eclesiásticos y los pueblos una especie de
catecismo, por cuyo medio apoyándose en textos de la Escritura, quería
probar la conveniencia y obligación de reconocer la autoridad intrusa.
No conmovían las conciencias argumentos tan extraños, al contrario
las irritaban, provocando también a mofa ver convertido en misionero
político al que solo gozaba de reputación de inteligente en la maniobra
náutica. Hubo igualmente en Santiago un director de policía [Marginal:
Bazán.] llamado Don Pedro Bazán de Mendoza, doctor en Teología, el cual
y otros cuantos de la misma lechigada cometieron muchas tropelías
y defraudaron plata y caudales: denominaban los paisanos semejante
reunión el conciliábulo de Compostela. [Marginal: Evacúa Ney Galicia.]
Rodeado por tanto de peligros y escaso de fuerzas y recursos, resolvió
Ney salir de Galicia, y el 22 evacuó la Coruña, enderezándose a Astorga
por el camino real; en cuyo tránsito asolaron sus tropas horrorosamente
pueblos y ciudades.

Así tornó aquel reino a verse libre de enemigos al cabo de cinco meses
de ocupación, durante los cuales perdieron los franceses la mitad de la
tropa con que habían penetrado en aquel suelo, ya en las acciones con
los ingleses, ya en la terrible guerra con que les habían continuamente
molestado los ejércitos y población de Galicia y Portugal.

[Marginal: Entra Noroña en la Coruña.]

A pocos días entró en la Coruña el conde de Noroña y la división del
Miño, siendo recibidos no solo con alborozo general y bien sentido,
sino también quedándose los espectadores admirados de que gente mal
pertrechada y tan varia en su formación y armamento hubiera conseguido
tan señaladas ventajas contra un ejército de la apariencia, práctica y
regularidad que asistían al de los franceses.

Por entonces y antes de promediar junio fue también evacuado el
principado de Asturias. Además de lo ocurrido en Galicia y Portugal
aceleraron la retirada de los enemigos los movimientos y amago que
hicieron las tropas y paisanaje de la misma provincia. 18.000 hombres
la habían invadido: una parte, según en su lugar se dijo, volvió luego
a Galicia con el mariscal Ney, otra mandada por el general Bonnet viose
obligada a acudir a la montaña a donde la llamaba la marcha de Don
Francisco Ballesteros, y la restante fuerza sobrado débil para resistir
[Marginal: Worster y Bárcena.] a los generales Don Pedro de la Bárcena
y Worster que avanzaban a Oviedo del lado de poniente, salió con
Kellermann camino de Castilla. El primero de aquellos generales cayendo
de Teberga sobre Grado había antes arrojado de esta villa a unos 1300
franceses que estaban allí apostados, cogiendo 80 prisioneros.

[Marginal: Ballesteros pasa a Castilla y a las montañas de Santander.]

Por la parte oriental del principado había reunido el general
Ballesteros más de 10.000 hombres. Entraba en su número un batallón de
la Princesa que había ido a Oviedo con Romana, y el cual mandado por
su coronel D. José O’Donnell se le había unido, no pudiendo embarcarse
en Gijón. También se agregó después el regimiento de Laredo que
pertenecía a las montañas de Santander y la partida o cuerpo volante
de D. Juan Díaz Porlier. Entusiasmado el general Ballesteros con las
memorias de Covadonga pensó que podían resucitar en aquel sitio los
días de Pelayo. Anduvo por tanto reacio en alejarse hasta que falto de
víveres y estrechado por el enemigo tuvo el 24 de mayo que abandonar
de noche la cueva y santuario, y trepar por las faldas de elevados
montes, no teniendo más dirección que la de sus cimas, pues allí no
había otra salida sino el camino que va a Cangas de Onís, y este le
ocupaban los franceses. En medio de afanes consiguió Ballesteros
llegar el 26 a Valdeburón en Castilla de donde se trasladó a Potes.
Meditando entonces lo más conveniente resolvió de acuerdo con otros
jefes acometer a Santander, cuya guarnición desprevenida se juzgaba
ser solo de 1000 hombres. Se encaminó con este propósito a Torrelavega
en donde se detuvo más de lo necesario. Por fin al amanecer del 10
emprendiose la expedición, pero tan descuidadamente que el enemigo se
abrió paso dejando solo en nuestro poder 200 prisioneros. [Marginal:
Ocupa Santander.] Entraron las tropas de Ballesteros el mismo día en
Santander, mas la ocupación de esta ciudad no duró largo tiempo. En
la misma noche revolviendo sobre ella los franceses ya reforzados,
penetraron por sus calles y pusiéronlo todo en tal confusión que
los más de los nuestros se desbandaron, y el general Ballesteros
creyendo perdida su división se embarcó precipitadamente con Don José
O’Donnell en una lancha en que bogaron por falta de remos y remeros
dos soldados con sus fusiles. [Marginal: Intrepidez de Porlier.] Don
Juan Díaz Porlier se salvó con alguna tropa atravesando por medio de
los enemigos con la intrepidez que le distinguía. Fue también notable
y digna de la mayor alabanza la conducta del batallón de la Princesa,
[Marginal: Marcha admirable del batallón de la Princesa.] que privado
de su fugitivo coronel y a las órdenes del valiente oficial Garvayo
conservó bastante orden y serenidad para libertarse y pasar a Medina de
Pomar, desde donde, ¡marcha admirable! poniéndose en camino atravesó
la Castilla y Aragón rodeado de peligros y combates, y se incorporó en
Molina con el general Villacampa.

[Marginal: Romana en la Coruña.]

Libres en el mes de junio Asturias y Galicia, era ocasión de que el
marqués de la Romana, tan autorizado como estaba por el gobierno
supremo, emplease todo su anhelo en mejorar la condición de su
ejército, y la de ambas provincias. Entró en la Coruña poco después
que Noroña, y fue recibido con el entusiasmo que excitaba su nombre.
[Marginal: Sus providencias y negligencia.] Reasumió en su persona toda
la autoridad, suprimió las juntas de partido que se habían multiplicado
con la insurrección, y nombró en su lugar gobernadores militares.
No contento con la destrucción de aquellas corporaciones, trató de
examinar con severidad la conducta de varios de sus individuos, a quien
se acusaba de desmanes en el ejercicio de su cargo, procedimiento que
desagradó. Pues al paso que se escudriñaban estos excesos, nacidos por
lo general de los apuros del tiempo, mostró el marqués suma benignidad
con los que habían abrazado el bando de los enemigos. Por lo demás
sus providencias en todos los ramos adolecieron de aquella dejadez y
negligencia característica de su ánimo. Suprimidas las juntas cortó
el vuelo al entusiasmo e influjo popular, y no introdujo con los
gobernadores que creó el orden y la energía que son propias de la
autoridad militar. Transcurrió más de un mes sin que se recogiese el
fruto de la evacuación francesa, no pasando el tiempo aquel jefe sino
en agasajos, y en escuchar las quejas y solicitudes de personas que
se creían agraviadas o que ansiaban colocaciones; y entre ellas, como
acontece, no andaban ni las realmente ofendidas ni las más beneméritas.
[Marginal: Sale a Castilla.] Por fin reunió el marqués la flor del
ejército de Galicia y trató de salir a Castilla.

[Marginal: Nombra a Mahy para Asturias.]

Antes de efectuar su marcha envió a tomar el mando militar de Asturias
a Don Nicolás Mahy: el político y económico seguía al cuidado de
la junta que el mismo marqués había nombrado. [Marginal: Nombra a
Ballesteros para mandar 10.000 hombres.] Ordenó además este que se le
uniese en Castilla con 10.000 hombres de lo más escogido de las tropas
asturianas Don Francisco Ballesteros, que en vez de ser reprendido por
lo de Santander, recibió este premio. Debiolo a haberse salvado con
Don José O’Donnell, favorito del marqués, y mal hubiera podido ser
censurada la conducta del general sin tocar al abandono o deserción
del coronel su compañero: así un indisculpable desastre sirvió a
Ballesteros de principal escalón para ganar después gloria y renombre.

Romana llegó a Astorga con unos 16.000 hombres y 40 piezas de
artillería. Dejó en Galicia pocos cuadros y escasos medios para que con
ellos pudiese Noroña formar un ejército de reserva. Una corta división
al mando de Don Juan José García se situó en el Bierzo, y Ballesteros
desde las cercanías de León hizo posteriormente hacia Santander una
excursión que no tuvo particular resulta.

[Marginal: Sucédele después en el mando del ejército el duque del
Parque.]

Permaneció Romana en Astorga hasta el 18 de agosto en que se despidió
de sus tropas habiendo sido nombrado por la junta de Valencia para
desempeñar el puesto vacante en la central por fallecimiento del
príncipe Pío. El mando de su ejército recayó después en el duque del
Parque, al cual también se unió aunque más tarde Ballesteros, caminando
todos la vuelta de Ciudad Rodrigo.

Los franceses que salieron de Galicia y que componían el 2.º y 6.º
cuerpo debieron ponerse por resolución de Napoleón recibida en 2 de
julio a las órdenes de Soult, como igualmente el 5.º del mando del
mariscal Mortier que estaba en Valladolid procedente de Aragón. Varios
obstáculos opuso José al inmediato cumplimiento en todas sus partes de
la voluntad de su hermano; y de ello daremos cuenta en el próximo libro.

[Marginal: Fin de este libro.]

Ahora terminando este conviene notar lo poco que a pesar de tan grandes
esfuerzos habían adelantado los franceses en la conquista de España.
Ocho meses eran corridos después de la terrible invasión en noviembre
del emperador francés, y sus huestes no enseñoreaban todavía ni un
tercio del territorio peninsular. Inútilmente daban y ganaban batallas,
inútilmente se derramaban por las provincias, de las que ocupadas
unas levantábanse otras, y yendo al remedio de estas, aquellas se
desasosegaban y de nuevo se trocaban en enemigas. [Marginal: Parangón
de la guerra de Austria y España.] ¡Cuán diferente cuadro presentaba
por aquel tiempo el Austria! Allí había en abril abierto la campaña
el archiduque Carlos con ejércitos bien pertrechados y numerosos,
solo tres o cuatro batallas se habían dado, una de éxito contrario
a Napoleón, y sin embargo ya en 12 de julio celebrose en Znaim una
suspensión de armas, preludio de la paz. Así una nación poderosa y
militar sujetábase a las condiciones del vencedor al cabo de tres meses
de guerra, y España después de un año, sin verdaderos ejércitos y
muchas veces sola en la lucha, manteníase incontrastable por la firme
voluntad de sus moradores. Tanta diferencia media, no nos cansaremos de
repetirlo, entre las guerras de gabinete y las nacionales. Al primer
revés se cede en aquellas, mas en estas sin someterse fácilmente
los defensores al remolino de la fortuna, cuando se les considera
deshechos, crecen; cuando caídos, se empinan. Conocíalo muy bien el
grande estadista Pitt,[*] [Marginal: (* Ap. n. 8-10.)] quien rodeado
de sus amigos en 1805 al saber la rendición de Mack en Ulma con 40.000
hombres exclamando aquellos _que todo estaba perdido y que no había
ya remedio contra Napoleón_, [Marginal: Previsión notable de Pitt.]
replicó, _todavía lo hay si consigo levantar una guerra nacional en
Europa_, añadiendo en tono, al parecer profético, _y esta guerra ha de
comenzar en España_.



  APÉNDICES

  AL TOMO SEGUNDO.



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO QUINTO.


NÚMERO 5-1.

_Numantia, quantum Carthaginis, Capuæ, Corinthi opibus inferior, ita
virtutis nomine et honore par omnibus, summumque, si viros æstimes,
Hispaniæ decus: quippe quæ sine muro, sine turribus, modice edito
in tumulo apud flumen Durium sita, quatuor millibus Celtiberorum,
quadraginta millium exercitum per annos quatuordecim sola sustinuit;
nec sustinuit modo, sed sævius aliquanto perculit, pudendisque
fœderibus affecit. — L. A. Flori, lib. 2, cap. 18._


NÚMERO 5-2.

_Annales d’Espagne et de Portugal par Don Juan Álvarez de Colmenar,
tom. 5.º, pág. 431, edición de Ámsterdam._


NÚMERO 5-3.

_Respuesta dada a la intimación del general Lefebvre comandante en jefe
del ejército francés que sitiaba a Zaragoza, publicada en la Gaceta del
20 de junio de 1808._

Zaragoza es mi cuartel general a 18 de junio.

Si S. M. el emperador envía a V. a restablecer la tranquilidad que
nunca ha perdido este país, es bien inútil se tome S. M. estos
cuidados. Si debo responder a la confianza que me ha hecho este
valeroso pueblo sacándome del retiro en que estaba para poner en mi
mano su custodia, es claro que no llenaría mi deber abandonándole a la
apariencia de una amistad tan poco verdadera.

Mi espada guarda las puertas de la capital, y mi honor responde de
su seguridad: no deben tomarse pues este trabajo esas tropas que aún
estarán cansadas de los días 15 y 16. Sean enhorabuena infatigables en
sus lides; yo lo seré en mis empeños.

Lejos de haberse apagado el incendio que levantó la indignación
española, a vista de tantas alevosías se eleva por momentos.

Se conoce que las espías que V. paga son infieles. Gran parte de
Cataluña se ha puesto bajo mi mando: lo mismo ha hecho otra no menor
de Castilla. Los capitanes generales de esta y de Valencia están
unidos conmigo. Galicia, Extremadura, Asturias y los cuatro reinos de
Andalucía están resueltos a vengar sus agravios. Las tropas francesas
cometen atrocidades indignas de hombres; saquean, insultan y matan
impunemente a los que ningún mal les han hecho: ultrajan la religión, y
queman sus sagradas imágenes de un modo inaudito.

Ni esto ni el todo que V. observa, aun después de los días 15 y 16, son
propios para satisfacer a un pueblo valiente: V. hará lo que quiera; y
yo haré lo que debo. — B. L. M. de V. — El general de las tropas de
Aragón.


NÚMERO 5-4.

_Segunda y última respuesta dada al general del ejército francés que
sitiaba a Zaragoza, en 27 de junio de 1808._

El intendente de este ejército y reino me ha transmitido las
proposiciones que V. le ha hecho, reducidas a que yo permita la entrada
en esta capital de las tropas francesas que están bajo su mando, que
vienen con la idea de desarmar al pueblo, restablecer la quietud,
respetar las propiedades y hacernos felices, conduciéndose como amigos,
según lo han hecho en los demás pueblos de España que han ocupado, o
bien si no me conformare a esto que se rinda la ciudad a discreción.
Los medios que ha empleado el gobierno francés para ocupar las plazas
que le quedan en España, y la conducta que ha observado su ejército han
podido persuadir a V. la respuesta que yo daría a sus proposiciones.
El Austria, la Italia, la Holanda, la Polonia, Suecia, Dinamarca y
Portugal presentan, no menos que este país, un cuadro muy exacto de la
confianza que debe inspirar el ejército francés.

Esta ciudad y las valerosas tropas que la guardan han jurado morir
antes que sujetarse al yugo de la Francia, y la España toda, en donde
solo quedan ya restos del ejército francés, está resuelta a lo mismo.

Tenga V. presentes las contestaciones que le di ocho días ha, y los
decretos de 31 de mayo y 18 de este mes, que se le incluyeron, y no
olvide V. que una nación poderosa y valiente decidida a sostener la
justa causa que defiende, es invencible y no perdonará los delitos que
V. o su ejército cometan. Zaragoza 26 de junio de 1808. — Por el
capitán general de Aragón. — El marqués de Lazán.


NÚMERO 5-5.

... καὶ δι᾽ ἐλαχίστου καιροῦ τύχης ἅμα ἀκμῇ τῆς δόξης μᾶλλον ἢ τοῦ
δέους ἀπηλλάγησαν.

  (THUCYD., II, 42.)


NÚMERO 5-6.

_Artículos del convenio hecho entre el vicealmirante Siniavin,
caballero de la orden de San Alejandro, y el almirante Sir Carlos
Cotton, baronet, para la redención de la escuadra rusa anclada en la
ribera del Tajo, publicados en la Gaceta extraordinaria de Londres de
16 de septiembre._

1.º Los navíos de guerra del emperador de Rusia que están en el Tajo
se entregarán inmediatamente al almirante Sir Carlos Cotton con todas
sus municiones: serán enviados a Inglaterra, en donde los tendrá S. M.
B. como en depósito para restituir a S. M. I. seis meses después de la
conclusión de la paz entre S. M. B. y S. M. I. el emperador de todas
las Rusias.

2.º El vicealmirante Siniavin con todos los oficiales marinos y
marineros que están a sus órdenes, volverán a Rusia sin ninguna
condición o estipulación que les impida servir en lo sucesivo: serán
convoyados por gente de guerra y navíos propios a expensas de S. M. B.

Dado y concluido a bordo del navío Twairdai en el Tajo y a bordo del
Ibernia, navío de S. M. B. en la embocadura de la ribera, a 3 de
septiembre de 1808. — Signado. — De Siniavin. — Carlos Cotton.


NÚMERO 5-7.

_Convención definitiva para la evacuación de Portugal por las tropas
francesas, publicada en la Gaceta extraordinaria de Londres._

Los generales en jefe de los ejércitos inglés y francés en Portugal,
habiendo determinado negociar y concluir un tratado para la evacuación
de este reino por las tropas francesas sobre las bases del concluido
el 22 del presente para una suspensión de armas, han habilitado a los
infrascriptos oficiales para negociarlo en su nombre, a saber: de parte
del general en jefe del ejército británico al teniente coronel Murray,
cuartel-maestre general, y de la del general en jefe del francés a
Mr. Kellermann, general de división, a quienes han dado la facultad
necesaria para negociar y concluir un convenio al efecto, sujetos sin
embargo a su ratificación respectiva, y a la del almirante comandante
de la escuadra británica en la embocadura del Tajo. Los oficiales
después de haber canjeado sus plenos poderes se han convenido en los
artículos siguientes:

1.º Todas las plazas y fuertes del reino de Portugal ocupados por las
tropas francesas se entregarán al ejército británico en el estado
en que se hallen al tiempo de firmarse este tratado. 2.º Las tropas
francesas evacuarán a Portugal con sus armas y bagajes; no serán
consideradas como prisioneras de guerra, y a su llegada a Francia
tendrán libertad para servir. 3.º El gobierno inglés suministrará los
medios de transporte para el ejército francés, que desembarcará en uno
de los puertos de Francia entre Rochefort y Lorient inclusivamente.
4.º El ejército francés llevará consigo toda su artillería de calibre
francés con lo a ella anejo. Toda la demás artillería, armas,
municiones, como también los arsenales militares y navales, serán
entregados al ejército y navíos británicos en el estado en que se
hallen al tiempo de la ratificación de este tratado. 5.º El ejército
francés llevará consigo todos sus equipajes, y todo lo que se comprende
bajo el nombre de propiedad de un ejército, y se le permitirá disponer
de la parte de ella que el comandante en jefe juzgue inútil para
embarcar. Del mismo modo todos los individuos del ejército tendrán
libertad para disponer de su propiedad privada, con plena seguridad
en lo sucesivo para los compradores. 6.º La caballería podrá embarcar
sus caballos, así como también los generales y oficiales de cualquier
graduación, quedando a disposición de los comandantes británicos los
medios de transportarlos: el número de caballos que podrán embarcar
las tropas no excederá de 600, ni el de los jefes de 200. De todos
modos el ejército francés tendrá libertad para disponer de los que
no puedan embarcarse. 7.º El embarco se hará en tres divisiones, y
la última de ellas se compondrá de las guarniciones de las plazas,
de la caballería, artillería, enfermos y equipaje del ejército. La
primera división se embarcará dentro de siete días de la fecha de la
ratificación. 8.º La guarnición de Elvas y sus fuertes de Peniche y
Palmela se embarcará en Lisboa. La de Almeida en Oporto o en el puerto
más cercano. 9.º Todos los enfermos o heridos que no puedan embarcarse
con las tropas, se confían al ejército británico, cuyo gobierno pagará
lo que gasten mientras estén en este país, quedando de cuenta de la
Francia abonarlo cuando marchen. El gobierno inglés proporcionará su
vuelta a Francia por destacamentos como de 200 hombres a un tiempo.
10. Luego que los barcos que lleven el ejército a Francia lo hayan
desembarcado en los puertos arriba dichos, o en cualquier otro de
aquel país adonde el temporal los fuerce a ir, se les proporcionará
toda comodidad para volver a Inglaterra sin dilación y seguridad, o
pasaporte para no ser apresados hasta que lleguen a un puerto amigo.
11. El ejército francés se reconcentrará en Lisboa y dos leguas
alrededor. El inglés a tres leguas, por manera que haya siempre una
entre los dos ejércitos. 12. Los fuertes de San Julián, Buxio y Cascaes
serán ocupados por las tropas británicas cuando se ratifique este
convenio. Lisboa y su ciudadela con los fuertes y baterías, el lazareto
y el fuerte de San José los ocuparán cuando se embarque la segunda
división, como también el puerto con todas las embarcaciones armadas.
Las fortalezas de Elvas, Almeida, Peniche y Palmela se entregarán a
las tropas británicas así que lleguen para ocuparlas. El general en
jefe inglés noticiará a las guarniciones de estas plazas y a las tropas
que las sitian este convenio para poner fin a las hostilidades. 13. Se
nombrarán comisionados por ambas partes para acelerar la ejecución de
este convenio. 14. Si se suscitase alguna duda sobre la inteligencia
de algún artículo, se interpretará a favor del ejército francés. 15.
Desde la ratificación todas las deudas atrasadas de contribuciones,
requisiciones &c. no podrán reclamarse por el gobierno francés contra
los portugueses, ni ningún otro que resida en este país; pues todo lo
que se haya pedido e impuesto después que el ejército francés entró
en Portugal por diciembre de 1807, y no se haya pagado aún, queda
cancelado, y se levantan los embargos puestos en los bienes de los
deudores para que se les restituya y queden a su libre disposición.
16. Todos los súbditos de Francia o de cualquier otra potencia su
aliada o amiga que se hallen en Portugal con domicilio o sin él, serán
protegidos, sus propiedades serán respetadas, y tendrán libertad para
acompañar al ejército francés, o permanecer aquí. En todo caso se les
asegura su propiedad con la libertad de retenerla o de disponer de
ella; y pasando el producto de la venta a Francia o cualquier otro
país adonde vayan a fijar su residencia, se les concede un año para
el intento. Sin embargo ninguna de estas estipulaciones podrá servir
de pretexto pava una especulación comercial. 17. Ningún portugués será
responsable por su conducta política durante la ocupación de este país
por el ejército francés; y todos los que han continuado en el ejercicio
de sus empleos, o que los han aceptado durante el gobierno francés,
quedan bajo la protección de los comandantes ingleses, quienes les
sostendrán para que no se les cause vejación en sus personas y bienes;
y podrán también aprovecharse de las estipulaciones del artículo 16.
18. Las tropas españolas detenidas a bordo de los navíos en el puerto
de Lisboa, serán entregadas al general en jefe inglés, quien se obliga
a obtener de los españoles la restitución de los súbditos franceses,
sean militares o civiles, que hayan sido detenidos en España, sin haber
sido hechos prisioneros en batalla, o en consecuencia de operaciones
militares, sino con ocasión del 29 de mayo y días siguientes. 19.
Inmediatamente se hará un canje de prisioneros de todas graduaciones
que se hayan hecho en Portugal desde el principio de las presentes
hostilidades. 20. Para la recíproca garantía de este convenio se
entregarán rehenes de la clase de oficiales generales por parte del
ejército francés, del inglés y de su armada. El oficial del ejército
británico será restituido luego que se dé cumplimiento a los artículos
pertenecientes al ejército: el de la escuadra y el francés cuando las
tropas hayan desembarcado en su país. 21. Se permitirá al general
francés enviar un oficial a Francia con el presente convenio, y el
almirante británico le dará una embarcación que le convoye a Burdeos o
a Rochefort. 22. Se hará porque el almirante británico acomode a S. E.
el general en jefe y oficiales principales del ejército francés a bordo
de los navíos de guerra. Dado y concluido en Lisboa a 30 de agosto de
1808. — Firmado. — Jorge Murray. — Kellermann.


_Artículos adicionales._

1.º Los empleados civiles del ejército hechos prisioneros, sea por las
tropas británicas o por las portuguesas en cualquier parte de Portugal,
serán restituidos, como de costumbre, sin canje.

2.º El ejército francés subsistirá de sus propios almacenes hasta el
día del embarco, y la guarnición hasta la evacuación de las fortalezas.
El remanente de los almacenes se entregará en la forma acostumbrada
al gobierno británico, quien se encarga de la subsistencia y caballos
del ejército desde el tiempo referido hasta su llegada a Francia, con
la condición de ser reembolsado por el gobierno francés del exceso
de gastos a la estimación que por ambas partes se dé a los almacenes
entregados al ejército inglés. Las provisiones que estén a bordo de
los navíos de guerra de que está en posesión el ejército francés, se
tomarán en cuenta por el gobierno inglés así como los almacenes de la
fortaleza.

3.º El general en jefe de las tropas británicas tomará las medidas
necesarias para restablecer la libre circulación de los medios de
subsistencia entre el país y la capital. — Dado &c.


NÚMERO 5-8.

_En la corte palacio de la reina el 4 de julio de 1808. Presente en el
consejo de S. M. el rey._

Habiendo S. M. tomado en consideración los esfuerzos gloriosos de la
nación española para libertar su país de la tiranía y usurpación de
Francia, y los ofrecimientos que ha recibido de varias provincias de
España de su disposición amistosa hacia este reino; se ha dignado
mandar y manda por la presente de acuerdo con su consejo privado:

1.º Que todas las hostilidades contra España de parte de S. M. cesen
inmediatamente.

2.º Que se levante el bloqueo de todos los puertos de España, a
excepción de los que se hallan todavía en poder de los franceses.

3.º Que todos los navíos o buques pertenecientes a España sean
libremente admitidos en los puertos de los dominios de S. M. como lo
fueron antes de las hostilidades.

4.º Que todas las embarcaciones españolas que sean encontradas por la
mar por los navíos o corsarios de S. M., sean tratadas como las de las
naciones amigas, y se les permita hacer todo tráfico permitido a las
neutrales.

5.º Que todos los navíos o mercaderías pertenecientes a los individuos
establecidos en las colonias españolas, que fueren detenidos por
los navíos de S. M. después de la fecha de la presente, han de ser
conducidos al puerto, y conservados cuidadosamente en segura custodia
hasta que se averigüe si las colonias donde residen los dueños de los
referidos navíos o efectos han hecho causa común con España contra el
poder de la Francia.

Y SS. EE. los comisionados de la real tesorería, los secretarios de
estado de S. M., los comisionados del almirantazgo, y los jueces de
los tribunales del vicealmirantazgo, han de tomar para el cumplimiento
de los anteriores artículos las medidas que respectivamente les
corresponden. — Firmado. — Esteban Coterell.


NÚMERO 5-9.

ἡμῖν δοκεῖ, εἰ μέν τις ἐᾷ ἡμᾶς ἀπιέναι οἴκαδε, διαπορεύεσθαι τὴν
χώραν ὡς ἂν δυνώμεθα ἀσινέστατα· ἢν δέ τις ἡμᾶς τῆς ὁδοῦ ἀποκωλύῃ,
διαπολεμεῖν τούτῳ ὡς ἂν δυνώμεθα κράτιστα.

  (XENOPHONTIS, ANAB., 3, 3.)


NÚMERO 5-10.

_Estas palabras están insertas en una memoria escrita por José a su
hermano Napoleón en Miranda de Ebro a 16 de septiembre de 1808, cogida
con otros papeles en la batalla de Vitoria._



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO SEXTO.


NÚMERO 6-1.

_Lista de los individuos que compusieron la junta suprema central
gubernativa de España e Indias por el orden alfabético de las
provincias que los nombraron._


POR ARAGÓN.

D. Francisco Palafox y Melci, gentil-hombre de cámara de S. M. con
ejercicio, brigadier del ejército, y oficial de reales guardias de
Corps.

Don Lorenzo Calvo de Rozas, vecino de Madrid e intendente del ejército
y reino de Aragón.


ASTURIAS.

Don Gaspar Melchor de Jovellanos, caballero de la orden de Alcántara,
del consejo de estado de S. M., y antes ministro de gracia y justicia.

Marqués de Campo Sagrado, teniente general del ejército e inspector
general de las tropas del principado de Asturias.


CANARIAS.

Marqués de Villanueva del Prado.


CASTILLA LA VIEJA.

Don Lorenzo Bonifaz y Quintano, dignidad de prior de la Santa Iglesia
de Zamora.

Don Francisco Javier Caro, catedrático de leyes de la universidad de
Salamanca.


CATALUÑA.

Marqués de Villel, conde de Darnius, grande de España y gentil-hombre
con ejercicio.

Barón de Sabasona.


CÓRDOBA.

Marqués de la Puebla de los Infantes, grande de España.

Don Juan de Dios Gutiérrez Rabé.


EXTREMADURA.

Don Martín de Garay, intendente de Extremadura y ministro honorario
del consejo de guerra: fue el primer secretario general, y despachó
interinamente los negocios de estado.

Don Félix Ovalle, tesorero de ejército de Extremadura.


GALICIA.

Conde de Gimonde.

Don Antonio Aballe.


GRANADA.

Don Rodrigo Riquelme, regente de la chancillería de Granada.

Don Luis de Funes, canónigo de la santa iglesia de Santiago.


JAÉN.

Don Francisco Castanedo, canónigo de la santa iglesia de Jaén, provisor
y vicario general de su obispado.

Don Sebastián de Jócano, del consejo de S. M. en el tribunal de
contaduría mayor, y contador de la provincia de Jaén.


LEÓN.

Frey Don Antonio Valdés, bailío, gran cruz de la orden de San Juan,
caballero del Toisón de oro, gentil-hombre de cámara con ejercicio,
capitán general de la armada, consejero de estado, y antes ministro de
marina e interino de Indias.

El vizconde de Quintanilla.


MADRID.

Conde de Altamira, marqués de Astorga, grande de España, caballero del
Toisón de oro, gran cruz de la orden de Carlos III, caballerizo mayor
y gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio. Fue presidente de la
junta.

Don Pedro de Silva, patriarca de las Indias, gran cruz de la orden de
Carlos III y antes mariscal de campo de los reales ejércitos. Falleció
en Aranjuez y no fue reemplazado.


MALLORCA.

Don Tomás de Verí, caballero de la orden de San Juan, teniente coronel
del regimiento de voluntarios de Palma, Conde, &c.


MURCIA.

Conde de Floridablanca, caballero del Toisón de oro, gran cruz de la
orden de Carlos III, gentil-hombre de cámara de S. M. con ejercicio, y
antes primer secretario de estado, interino de gracia y justicia. Fue
el primer presidente de la junta central. Falleció en Sevilla y fue
subrogado por el

Marqués de San Mamés, que no tomó posesión.

Marqués del Villar.


NAVARRA.

  Don Miguel de Balanza. } Individuos de la muy ilustre diputación
  Don Carlos de Amatria. } del reino de Navarra.


TOLEDO.

Don Pedro de Ribero, canónigo de la santa iglesia de Toledo. Fue
secretario general.

Don José García de la Torre, abogado de los reales consejos.


SEVILLA.

Don Juan de Vera y Delgado, arzobispo de Laodicea, coadministrador del
Sr. cardenal de Borbón en el de Sevilla, y después obispo de Cádiz. Fue
presidente de la junta central.

Conde de Tilly.


VALENCIA.

Conde de Contamina, grande de España, gentil-hombre de cámara de S. M.
con ejercicio.

Príncipe Pío, grande de España, coronel de milicias. Falleció en
Aranjuez y fue subrogado por el

Marqués de la Romana, grande de España, teniente general de los reales
ejércitos y general en jefe del ejército de la izquierda.

Es de advertir que aunque 35, los individuos de la central nunca hubo
reunidos sino 34, habiendo fallecido en Aranjuez sin ser reemplazado
Don Pedro de Silva.


NÚMERO 6-2.

_Nam ut quisque est vir optimus, ita dificillimè esse alios improbos
suspicatur._

  (_Cic. ad Quintum fratrem, lib. 1.º, Epíst. 1.ª_)


NÚMERO 6-3.

_Véase el manifiesto de los procedimientos del consejo real._


NÚMERO 6-4.

Et Hispani tarditatis notati sunt: _me venga la muerte de España:
veniet mors mea de Hispania_. Tum scio cunctanter veniet.

  Franc. Baconi de Verulamio. Sermones fideles. — 25, de expediendis
  negotiis.


NÚMERO 6-5.

_Véase la memoria escrita por los Sres. Azanza y Ofárril._


NÚMERO 6-6.

_Sæpius enim penuria quam pugna consumit exercitum et ferro sævior
fames est._

  (_Veget., De re militari, lib. 3, c. 3._)


NÚMERO 6-7.

_Véase Mariana: Historia de España, lib. 8, cap. II._


NÚMERO 6-8.

_Capitulación que la junta militar y política de Madrid propone a S. M.
I. y R. el emperador de los franceses._

ARTÍCULO 1.º La conservación de la religión católica apostólica y
romana sin que se tolere otra, según las leyes. — _Concedido_.

ART. 2.º La libertad y seguridad de las vidas y propiedades de
los vecinos y residentes en Madrid, y los empleados públicos: la
conservación de sus empleos, o su salida de esta corte, si les
conviniese. Igualmente las vidas, derechos y propiedades de los
eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el
respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes y
prácticas. — _Concedido_.

ART. 3.º Se asegurarán también las vidas y propiedades de los militares
de todas graduaciones. — _Concedido_.

ART. 4.º Que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos
políticos, ni tampoco a los empleados públicos por razón de lo que
hubieren ejecutado hasta el presente en el ejercicio de sus empleos, y
por obediencia al gobierno anterior, ni al pueblo por los esfuerzos que
ha hecho para su defensa. — _Concedido_.

ART. 5.º No se exigirán otras contribuciones que las ordinarias que
se han pagado hasta el presente. — _Concedido hasta la organización
definitiva del reino._

ART. 6.º Se conservarán nuestras leyes, costumbres y tribunales en su
actual constitución. — _Concedido hasta la organización definitiva del
reino._

ART. 7.º Las tropas francesas ni los oficiales no serán alojados
en casas particulares sino en cuarteles y pabellones, y no en los
conventos ni monasterios, conservando los privilegios concedidos por
las leyes a las respectivas clases. — _Concedido, bien entendido que
habrá para los oficiales y para los soldados cuarteles y pabellones
mueblados conforme a los reglamentos militares, a no ser que sean
insuficientes dichos edificios._

ART. 8.º Las tropas saldrán de la villa con los honores de la guerra, y
se retirarán donde les convenga. — _Las tropas saldrán con los honores
de la guerra; desfilarán hoy 4 a las dos de la tarde; dejarán sus
armas y cañones: los paisanos armados dejarán igualmente sus armas y
artillería, y después los habitantes se retirarán a sus casas y los de
fuera a sus pueblos._

_Todos los individuos alistados en las tropas de línea de cuatro
meses a esta parte, quedarán libres de su empeño y se retirarán a sus
pueblos._

_Todos los demás serán prisioneros de guerra hasta su canje, que se
hará inmediatamente entre igual número grado a grado._

ART. 9.º Se pagarán fiel y constantemente las deudas del estado. —
_Este objeto es un objeto político que pertenece a la asamblea del
reino, y que pende de la administración general._

ART. 10. Se conservarán los honores a los generales que quieran
quedarse en la capital, y se concederá la libre salida a los que no
quieran. — _Concedido: continuando en su empleo, bien que el pago de
sus sueldos será hasta la organización definitiva del reino._

ART. 11 ADICIONAL. Un destacamento de la guardia tomará posesión hoy
4 a mediodía de las puertas de palacio. Igualmente a mediodía se
entregarán las diferentes puertas de la villa al ejército francés.

A mediodía el cuartel de guardias de Corps y el hospital general se
entregarán al ejército francés.

A la misma hora se entregarán el parque y almacenes de artillería e
ingenieros a la artillería e ingenieros franceses.

Las cortaduras y espaldones se desharán, y las calles se repararán.

El oficial francés que debe tomar el mando de Madrid acudirá a mediodía
con una guardia a la casa del principal, para concertar con el gobierno
las medidas de policía y restablecimiento del buen orden y seguridad
pública en todas las partes de la villa.

Nosotros los comisionados abajo firmados, autorizados de plenos poderes
para acordar y firmar la presente capitulación, hemos convenido en la
fiel y entera ejecución de las disposiciones dichas anteriormente.

Campo imperial delante de Madrid 4 de diciembre de 1808. — Fernando
de la Vera y Pantoja. — Tomás de Morla. — Alejandro. (_Príncipe de
Neuchâtel._) _Véase la Gaceta de gobierno de Sevilla de 6 de enero de
1809._



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO SÉPTIMO.


NÚMERO 7-1.

_Narrative of the peninsular war. By Marquess of Londonderry. Chapter
10, vol. 1.º_


NÚMERO 7-2.

_Mémoires sur la révolution d’Espagne par Mr. de Pradt, pág. 223 et
suiv._


NÚMERO 7-3.

_Journal des opérations de l’armée de Catalogne, par le maréchal
Gouvion Saint Cyr. Ch._ 1.er


NÚMERO 7-4.

_Carta del mariscal Moncey._

Señores: la ciudad de Zaragoza se halla sitiada por todas partes, y
no tiene ya comunicación alguna. Por tanto podemos emplear contra
la plaza todos los medios de destrucción que permite el derecho de
la guerra. Sobrada sangre se ha derramado, y hartos males nos cercan
y combaten. La quinta división del ejército grande a las órdenes del
Sr. mariscal Mortier duque de Treviso, y la que yo mando, amenazan
los muros. La villa de Madrid ha capitulado, y de este modo se ha
preservado de los infortunios que le hubiera acarreado una resistencia
más prolongada. Señores, la ciudad de Zaragoza, confiada en el valor de
sus vecinos, pero imposibilitada a superar los medios y esfuerzos que
el arte de la guerra va a reunir contra ella, si da lugar a que se haga
uso de ellos, será inevitable su destrucción total.

El Sr. mariscal Mortier y yo creemos que Vds. tomarán en consideración
lo que tengo la honra de exponerles, y que convendrán con nosotros
en el mismo modo de opinar. El contener la efusión de sangre, y
preservar la hermosa Zaragoza, tan estimable por su población,
riquezas y comercio, de las desgracias de un sitio, y de las terribles
consecuencias que podrán resultar, sería el camino para granjearse el
amor y bendiciones de los pueblos que dependen de Vds. Procuren Vds.
atraer a sus ciudadanos a las máximas y sentimientos de paz y quietud,
que por mi parte aseguro a Vds. todo cuanto puede ser compatible, con
mi corazón, mi obligación, y con las facultades que me ha dado S. M. el
emperador.

Yo envío a Vds. este despacho con un parlamentario: y les propongo que
nombren comisarios para tratar con los que yo nombraré a este efecto.

Quedo de Vds. con la mayor consideración. — Señores. — El mariscal
Moncey. — Cuartel general de Torrero 22 de diciembre de 1808.


_Respuesta del general Palafox._

El general en jefe del ejército de reserva responde de la plaza de
Zaragoza. Esta hermosa ciudad no sabe rendirse. El Sr. mariscal del
imperio observará todas las leyes de la guerra, y medirá sus fuerzas
conmigo. Yo estoy en comunicación con todas partes de la península, y
nada me falta. Sesenta mil hombres resueltos a batirse no conocen más
premio que el honor, ni yo, que los mando. Tengo esta honra que no la
cambio por todos los imperios.

S. E. el mariscal Moncey se llenará de gloria si observando las nobles
leyes de la guerra me bate: no será menor la mía si me defiendo. Lo
que digo a V. E. es que mi tropa se batirá con honor, y desconozco
los medios de la opresión que aborrecieron los antiguos mariscales de
Francia.

Nada le importa un sitio a quien sabe morir con honor, y más cuando
ya conozco sus efectos en 61 días que duró la vez pasada. Si no supe
rendirme entonces con menos fuerzas, no debe V. E. esperarlo ahora,
cuando tengo más que todos los ejércitos que me rodean.

La sangre española vertida nos cubre de gloria; al paso que es
ignominioso para las armas francesas haber vertido la inocente.

El Sr. mariscal del imperio sabrá que el entusiasmo de once millones de
habitantes no se apaga con opresión, y que el que quiere ser libre lo
es. No trato de verter la sangre de los que dependen de mi gobierno;
pero no hay uno que no la pierda gustoso por defender su patria. Ayer
las tropas francesas dejaron a nuestras puertas bastantes testimonios
de esta verdad, no hemos perdido un hombre, y creo poder estar yo más
en proporción de hablar al Sr. mariscal de rendición, si no quiere
perder todo su ejército en los muros de esta plaza. La prudencia que
le es tan característica y que le da el renombre de bueno, no podrá
mirar con indiferencia estos estragos y más cuando ni la guerra, ni los
españoles los causan ni autorizan.

Si Madrid capituló, Madrid habrá sido vendido, y no puedo creerlo; pero
Madrid no es más que un pueblo, y no hay razón para que este ceda.

Solo advierto al Sr. mariscal que cuando se envía un parlamento no se
hacen bajar dos columnas por distintos puntos, pues se ha estado a
pique de romper el fuego, creyendo ser un reconocimiento más que un
parlamento.

Tengo el honor de contestar a V. E., Sr. mariscal Moncey, con toda
atención en el único lenguaje que conozco, y asegurarle mis más
sagrados deberes. Cuartel general de Zaragoza 22 de diciembre de 1808.
— El general Palafox.


NÚMERO 7-5.

_Capitulación._

ARTÍCULO 1.º La guarnición de Zaragoza saldrá mañana 21 al mediodía de
la ciudad con sus armas por la Puerta del Portillo, y las dejará a cien
pasos de la puerta mencionada.

ART. 2.º Todos los oficiales y soldados de las tropas españolas
prestarán juramento de fidelidad a S. M. católica el rey José Napoleón
I.

ART. 3.º Todos los oficiales y soldados españoles que hayan prestado
juramento de fidelidad, podrán, si quieren, entrar al servicio para la
defensa de S. M. católica.

ART. 4.º Los que no quieran tomar servicio irán prisioneros de guerra a
Francia.

ART. 5.º Todos los habitantes de Zaragoza y los extranjeros, si los
hubiere, serán desarmados por los alcaldes, y las armas se entregarán
en la Puerta del Portillo al mediodía del 21.

ART. 6.º Las personas y las propiedades serán respetadas por las tropas
de S. M. el emperador y rey.

ART. 7.º La religión y sus ministros serán respetados: se pondrán
guardias en las puertas de los principales edificios.

ART. 8.º Mañana al mediodía las tropas francesas ocuparán todas las
puertas de la ciudad y el palacio del Coso.

ART. 9.º Mañana al mediodía se entregarán a las tropas de S. M. el
emperador y rey toda la artillería y las municiones de toda especie.

ART. 10. Las cajas militares y civiles todas se pondrán a disposición
de S. M. católica.

ART. 11. Todas las administraciones civiles y toda clase de empleados
prestarán juramento de fidelidad a S. M. católica.

La justicia se ejercerá como hasta aquí y se hará en nombre de S. M.
católica José Napoleón I. Cuartel general delante de Zaragoza 20 de
febrero de 1809. — Firmado. — Lannes.

En comprobación de haberse concluido en toda forma esta capitulación,
léase la representación hecha a José por la junta de Zaragoza en 11
de marzo de 1809 e inserta en la Gaceta de Madrid de 19 del mismo mes
y año, y en la que se dice «quedó acordada la capitulación, que fue
ratificada y canjeada en debida forma.»


NÚMERO 7-6.

_He aquí la lista y evaluación de las alhajas extraidas._

  1.ª Una joya con 1900 brillantes, nueve
  de ellos de extraordinaria magnitud y
  muy subido valor. Su hechura un corazón
  que en el centro figuraba un cisne
  tendidas las alas y descansando en el tronco
  con un polluelo a cada lado. Dádiva
  testamentaría de la reina de España Doña
  María Bárbara de Portugal. Valuada
  en pesos fuertes                                 50.000.

  2.ª Una corona de la Virgen que en
  1775 costeó el arzobispo de esta diócesis
  D. Juan Saenz de Buruaga, de oro guarnecida
  de diamantes, rubíes y topacios brillantes;
  en el círculo formados de diamantes
  los atributos de la Virgen, a saber;
  nave, pozo, fuente, castillo, luna,
  sol, estrella, torre, palma, lirio, rosa y
  cedro: en el centro un triángulo de diamantes
  del cual se desprendía una palomita
  de lo mismo en ademán de mirar a
  María, y en lo alto un pectoral de finísimos
  topacios: costó pesos                            30.000.

  3.ª Otra para el Niño, dádiva del mismo
  prelado, a cuya muerte no pudo recobrarse
  hasta el año 1780, de oro y diamantes
  y rubíes brillantes, por remate
  una cruz y en el pie un círculo de oro
  con un diamante tostado: pesos                     5000.

  4.ª Dos retratos guarnecidos de brillantes
  del emperador Francisco I y de la
  emperatriz su esposa María Teresa de Austria
  reina de Hungría y Bohemia, que por
  testamento dejó a N.ra S.ra el Excmo. Sr.
  D. Antonio Azlor: pesos                          16.000.

  5.ª Un clavel jaspeado de chispas de
  diamantes y rubíes brillantes, sobre un
  pie de esmeraldas orientales, puestas en
  oro, con sus dos capullos el uno cerrado
  y el otro abierto con su gancho largo de
  oro y puesto en una cajita de zapa verde
  con su charnela de plata. Lo dio a María
  Santísima la Excma. Sra. Doña María Teresa
  de Vallabriga esposa del Sermo. Infante
  de España D. Luis de Borbón, año
  1788: valorado en pesos                            7000.

  6.ª Una cruz de la orden de Santiago
  con 68 diamantes montados en oro por
  dos caras, todos rosas y tan bellos que
  por su blancura parecían cortados de una
  pieza: valuada en pesos                            8418.

  7.ª Una joya con 106 diamantes rosas,
  de exquisita limpieza y blancura y un precioso
  esmalte que regaló a María Santísima
  el Sermo. Sr. D. Juan de Austria el día
  de la Concepción de 1669: pesos                  6891 ½.

  8.ª Una venera de la orden de Calatrava
  de oro esmaltado con 52 diamantes
  rosas, algunos gruesos y muy finos todos.
  La dio el Excmo. Sr. conde de Baños:
  apreciada en pesos                                 3943.

  9.ª Un par de pendientes con 28 diamantes
  rosas muy preciosos montados en
  oro que dejó en 1743 Doña María Ignacia
  de Azlor: valorados sin hechuras en
  pesos                                              1855.

  10. Un corazón de aljófar grande y
  bello con algunos rubíes, esmeraldas y
  diamantes: pesos                                    116.

  11. Una joya con corona de oro y 64
  diamantes rosas: pesos                              128.

  12. Otra de oro con 59 diamantes:
  pesos                                                60.

  Suman todas: pesos                            129.411 ½.

El mariscal Mortier fue el único que rehusó el regalo que le
presentaron; mas la alhaja parece no volvió al joyero.


NÚMERO 7-7.

_Véase el «Manifiesto del vecindario de Aragón», publicado por D.
Antonio Plana e impreso en Zaragoza en 1814, según razón tomada por el
alcalde mayor de Zaragoza D. Ángel Morell de Solanilla._


NÚMERO 7-8.

_Relation des sièges de Saragosse et de Tortose, par le Baron Rogniat.
Avant propos._



  APÉNDICE
  DEL
  LIBRO OCTAVO.


NÚMERO 8-1.

_Véase el decreto de 12 de abril de 1809, inserto en el suplemento a la
Gaceta del gobierno de Sevilla de 15 de mayo de 1809._


NÚMERO 8-2.

_Véase el prontuario de las leyes y decretos de José, tom. 1.º, pág.
109._


NÚMERO 8-3.

_Véase el manifiesto de la junta central; sección tercera, hacienda:
documentos justificativos núm. 38 y siguientes._

Entre los donativos y anticipaciones extraordinarias de América se
cuentan, entre muchos que ascendieron a un millón y dos millones, el de
D. Antonio Basoco de cuatro millones de reales, y el del gobernador
del estado D. Manuel Santa María que fue de ocho millones de la misma
moneda. (_Véase sobre esto último Gaceta extraordinaria del gobierno de
Sevilla del 8 de diciembre de 1809._)


NÚMERO 8-3 BIS.

El rey nuestro Sr. D. Fernando VII, y en su real nombre la junta
suprema central gubernativa del reino, considerando que los vastos y
preciosos dominios que España posee en las Indias no son propiamente
colonias o factorías como los de otras naciones, sino una parte
esencial e integrante de la monarquía española; y deseando estrechar
de un modo indisoluble los sagrados vínculos que unen unos y otros
dominios, como asimismo corresponder a la heroica lealtad y patriotismo
de que acaban de dar tan decisiva prueba a la España, en la coyuntura
más crítica que se ha visto hasta ahora nación alguna, se ha servido
S. M. declarar, teniendo presente la consulta del consejo de Indias
de 21 de noviembre último, que los reinos, provincias e islas que
forman los referidos dominios, deben tener representación nacional e
inmediata a su real persona, y constituir parte de la junta central
gubernativa del reino por medio de sus correspondientes diputados. Para
que tenga efecto esta real resolución han de nombrar los virreinatos de
Nueva España, el Perú, Nuevo reino de Granada, y Buenos Aires, y las
capitanías generales independientes de la isla de Cuba, Puerto Rico,
Guatemala, Chile, provincias de Venezuela y Filipinas, un individuo
cada cual que represente su respectivo distrito. En consecuencia
dispondrá V. E. que en las capitales, cabezas de partido del
virreinato de su mando,[1] inclusas las provincias internas, procedan
los ayuntamientos a nombrar tres individuos de notoria probidad,
talento e instrucción, exentos de toda nota que pueda menoscabar su
opinión pública; haciendo entender V. E. a los mismos ayuntamientos
la escrupulosa exactitud con que deben proceder a la elección de
dichos individuos, y que prescindiendo absolutamente los electores del
espíritu de partido que suele dominar en tales casos, solo atiendan al
riguroso mérito de justicia vinculado en las calidades que constituyen
un buen ciudadano y un celoso patricio.

  [1] México.

Verificada la elección de los tres individuos, procederá el
ayuntamiento con la solemnidad de estilo a sortear uno de los tres,
según la costumbre, y el primero que salga se tendrá por elegido.
Inmediatamente participará a V. E. el ayuntamiento con testimonio el
sujeto que haya salido en suerte, expresando su nombre, apellido,
patria, edad, carrera o profesión y demás circunstancias políticas y
morales de que se halle adornado.

Luego que V. E. haya recibido en su poder los testimonios del individuo
sorteado en esa capital y demás del virreinato, procederá con el
real acuerdo[2] y previo examen de dichos testimonios, a elegir
tres individuos de la totalidad en quienes concurran cualidades más
recomendables, bien sea que se le conozca personalmente, bien por
opinión y voz pública; y en caso de discordia decidirá la pluralidad.

  [2] Isla de Cuba. Procederá con el real acuerdo, si existiese en
  la Habana, y en su defecto con el R. obispo, el intendente, un
  miembro del ayuntamiento y prior del consulado y previo examen
  etc.

Esta terna se sorteará en el real acuerdo[3] presidido por V. E., y
el primero que salga se tendrá por elegido y nombrado diputado de
ese reino[4] y vocal de la junta suprema central gubernativa de la
monarquía, con expresa residencia en esta corte.

  [3] O junta.

  [4] O Isla — Puerto Rico. Procederá con el R. obispo, y un
  miembro del ayuntamiento, y previo examen etc. — En otra parte.
  — Tratará V. S. en la junta y con los ministros de esas reales
  cajas la cuota etc.

Inmediatamente procederán los ayuntamientos de esa y demás capitales a
extender los respectivos poderes o instrucciones, expresando en ellas
los ramos y objetos de interés nacional que haya de promover.

En seguida se pondrá en camino con destino a esta corte y para los
indispensables gastos de viajes, navegaciones, arribadas, subsistencia
y decoro con que se ha de sostener, tratará V. E. en junta superior de
real hacienda la cuota que se le haya de señalar, bien entendido que
su porte, aunque decoroso, ha de ser moderado, y que la asignación de
sueldo no ha de pasar de seis mil pesos fuertes anuales.

Todo lo cual comunico a V. E. de orden de S. M. para su puntual
observancia y cumplimiento, advirtiendo que no haya demora en la
ejecución de cuanto va prevenido. Dios guarde a V. E. muchos años. Real
palacio del Alcázar de Sevilla 22 de enero de 1809.


NÚMERO 8-4.

Señor ministro de la corte de Londres: muy señor mío. He dado cuenta
a la suprema junta central de la nota que V. S. se ha servido pasarme
con fecha de 27 de febrero último, relativa a la guarnición de la plaza
de Cádiz por las tropas inglesas, y asimismo de la carta del general
D. Gregorio de la Cuesta que V. S. me incluye original, y tengo el
honor de devolver adjunta: y S. M. queda enterado de que no encontrando
V. S. por la respuesta del general Cuesta una necesidad imperiosa o
urgente de hacer marchar a su ejército el pequeño cuerpo de tropas
británicas que V. S. quería enviarle de refuerzo (obteniendo el permiso
de que ese cuerpo dejase una fracción suya en la plaza de Cádiz), ha
escrito V. S. al general Mackenzie, para que los transportes vuelvan a
Lisboa, donde su presencia parece necesaria según los avisos que acaba
de recibir. Con este motivo manifiesta V. S. que le ha parecido no
sería ni decente ni conveniente insistir en la admisión de beneficio,
cuyas consideraciones inseparables eran miradas con una especie de
repugnancia. V. S. tendrá presente cuanto sobre este particular he
tenido el honor de manifestarle en nuestras conferencias; pero la
suprema junta me manda presentar a V. S. algunas observaciones que
cree de importancia. Empezaré por repetir a V. S. que la suprema junta
está muy lejos de concebir la menor sospecha contra los deseos que V.
S. ha manifestado de que quedasen en la plaza de Cádiz algunas tropas
británicas. La lealtad del gobierno inglés, la generosidad con que ha
acudido a nuestro socorro, y la franqueza que ha usado con el gobierno
español hacen imposible toda sospecha. Pero la suprema junta debe
respetar la opinión pública nacional; y así se ha propuesto observar
una conducta mesurada y prudente que la ponga a cubierto de toda
censura. Si el estado presente de nuestros negocios militares fuese
tan apurado que hiciese temer alguna próxima amenaza contra Cádiz; si
nuestras propias fuerzas fuesen incapaces de defender aquel punto;
si faltasen otros sumamente importantes donde puede ser combatido el
enemigo con el mejor suceso, la suprema junta no tendría el temor
de chocar con la opinión pública, admitiendo tropas extranjeras en
aquella plaza; porque la opinión pública no podría menos de formarse
sobre este estado supuesto de cosas. Mas V. S. sabe que nada de esto
sucede; que nuestros ejércitos se mantienen en puntos muy distantes
de Cádiz; que aquella plaza está por ahora exenta de toda sorpresa;
que aun cuando las cosas sucediesen tan mal, como no podemos esperar,
le quedarían al enemigo mucho terreno y muchos obstáculos que vencer
antes de amenazar a Cádiz, que en ningún caso podía faltar tiempo
para replegarse sobre una plaza fácil de defender, y que no puede
mirarse sino como un último punto de retirada; y por último, que esos
puntos extremos no deben defenderse en ellos mismos, a menos de un
caso apurado, y sí en otros más adelantados. Así es que el ejército
de Extremadura defiende por aquella parte la entrada de los enemigos,
como la defiende por Sierra Morena el ejército de la Carolina y del
centro combinados. En esos puntos es necesario convenir que está la
defensa de las Andalucías; y por eso S. M. hace todo lo posible para
reforzarlos. Allí está el enemigo que de algún tiempo a esta parte
no ha podido hacer el menor progreso; y allí, si conseguimos reunir
fuerzas superiores, se puede dar un golpe decisivo al enemigo al paso
que no será nunca tal contra nosotros el que él pudiera darnos. Por
otra parte ve V. S. que la Cataluña se defiende valerosamente sin dejar
al enemigo adelantar un paso; y que Zaragoza, que debe mirarse como un
antemural, resiste heroicamente a los repetidos ataques y hace pagar
bien caro al enemigo su obstinada porfía. Es pues evidente que los
poderosos auxilios de la Gran Bretaña serían infinitamente útiles en
el ejército de Extremadura, en el de la Carolina, y en Cataluña, donde
podría servir directa o indirectamente a la defensa de Zaragoza. Esta
es la opinión de la suprema junta, de la nación entera, y esta será sin
duda la de quien contemple con imparcialidad el verdadero estado de las
cosas. La suprema junta espera que V. S. reflexionando detenidamente
sobre esta franca exposición, entrará en sus ideas, y se lisonjea de
que ellas merecerán el aprecio del gobierno de S. M. B., ya por el
valor que ellas tienen, y ya por la deferencia que el mismo gobierno ha
manifestado hacia la suprema junta; pues al dar el ministro británico
parte de su pensamiento sobre la entrada de tropas inglesas en Cádiz
al ministro de S. M. en Londres, solo se la presentó como una idea que
debía comunicarse a la suprema junta para oír su opinión acerca de
ella. De aquí nace en gran parte la confianza que tiene S. M. sobre los
sentimientos de S. M. B. en este asunto, luego que le sean presentes
estas justas observaciones.

Debe también considerarse que desembarcando las tropas auxiliares en
los puntos que se han indicado a V. S. en las inmediaciones de Cádiz,
y dirigiéndose a reforzar el ejército del general Cuesta donde pueden
cubrirse de gloria, siempre encontrarán en Cádiz una segura retirada
en caso de desgracia. Pero si un cuerpo desde luego poco numeroso
hubiese de dejar en Cádiz parte de su fuerza para asegurar en tanta
distancia la retirada, V. S. convendrá que semejante socorro inspiraría
a la nación poca confianza, sobre todo después de los sucesos de la
Galicia. V. S. cree que todos los transportes deben volver a Lisboa,
donde juzga necesaria su presencia, y ha comunicado en su consecuencia
las órdenes al efecto. De esa medida pudiera decirse lo que de la que
acabo de exponer; a saber: que la suprema junta tiene la firme opinión
de que el Portugal no puede defenderse en Lisboa, y de que el mayor
número de tropas debería emplearse en las líneas más adelantadas donde
se halla el enemigo, y donde puede ser derrotado de un modo que sea
decisivo en sus consecuencias. Por todas estas razones está persuadida
la suprema junta de que si el gobierno británico resolviese que sus
tropas no obren unidas con las nuestras sino con la condición indicada,
jamás podrá imputársela esa no cooperación. No puede ocultarse a la
discreta ilustración de V. S. que la suprema junta debe obrar en todas
ocasiones, y mucho más en las presentes circunstancias, de tal modo,
que si por hipótesi fuere necesario manifestar a la nación y a la
Europa entera las razones de su conducta en todos, o en algunos de los
grandes negocios que ocupan la atención de S. M., pueda hacerlo con
aquella seguridad y aquellos fundamentos que la concilien la opinión
general, que es el primero y principal elemento de su fuerza.

S. M. espera que tomadas por V. S. en seria consideración estas
observaciones, serán presentadas por V. S. al gobierno de S. M. B. como
los sentimientos francos de un aliado fiel y reconocido, que cuenta en
tan honrosa lucha con el auxilio eficaz de las tropas inglesas. Tengo
con este motivo el honor &c. — Dios &c. — Sevilla 1.º de marzo de
1809. — B. L. M. de V. S. &c. — Martín de Garay.


NÚMERO 8-5.

_Véase la Gaceta extraordinaria del gobierno de Sevilla de 24 de abril
de 1809 y el suplemento a la misma del 8 de mayo del mismo._


NÚMERO 8-6.

_Esta correspondencia se insertó íntegra en el suplemento a la Gaceta
del gobierno de Sevilla de 12 de mayo de 1809. Todas las contestaciones
honran a sus autores, como también otra que dio más adelante y sobre
el mismo asunto al general Sebastiani Don Francisco Abadía. Esta se
insertó en la Gaceta del gobierno de Sevilla de 29 de mayo de 1809._


NÚMERO 8-7.

                                                 Reales.

  Las rentas ordinarias de la provincia
  de Asturias produjeron entonces al año lo
  mismo que antes                             8.000.000.

  Los donativos                               4.000.000.

  Un préstamo                                 3.500.000.

  Así el total que entró en arcas desde
  mayo de 1808 hasta mayo de 1809 de
  rentas y recursos de la provincia, fue de
  unos                                       15.500.000.

Deben agregarse a estos quince millones quinientos mil rs. vn. veinte
millones de reales que vinieron de Inglaterra; mas de los últimos
habiéndose enviado dos a la central, quedan reducidos a diez y ocho,
ascendiendo por consiguiente el total a 35.500.000 reales vn. Durante
este tiempo mantuvo la provincia constantemente de 18 a 20.000 hombres
sobre las armas; a los que al principio dio hasta una peseta diaria.
Véase si con este gasto y lo que costaba el pago de las autoridades
civiles había lugar a dilapidaciones. Además el marqués de Vista
Alegre, que estaba al frente de la hacienda del principado, era hombre
de gran severidad en la materia e incapaz de entrar en ningún manejo
deshonroso y feo.


NÚMERO 8-8.

D’Argenton se escapó por la noche luego que los franceses salieron de
Oporto. Pasó a Inglaterra y de allí parece ser que yendo a Francia para
sacar a su mujer y a sus hijos fue cogido y arcabuceado.


NÚMERO 8-9.

Sabe V. M. que hace más de cinco meses que no he recibido órdenes ni
noticias, ni socorros: por consiguiente carezco de muchas cosas, e
ignoro las disposiciones generales. El general de brigada Viallanes se
hallaba muy cansado, y me dijo en Lugo que estaba malo. Conocí que su
dolencia no era tan grave como decía; pero viendo su temor le mandé
que se retirase hacia el lado del mayor general de V. M. a recibir sus
órdenes. También hubiera querido dar igual destino a los generales
La Houssaye y Mermet que no siempre han hecho lo que pudieran hacer
para ventaja nuestra; pero dejé de tomar esta determinación hasta
llegar a Zamora, para no dar más crédito a las voces de las cabalas o
conspiraciones que se esparcieron... Sacado de la Gaceta del gobierno
de 28 de julio de 1809. (Pliego interceptado del mariscal Soult a José,
fecho en la Puebla de Sanabria a 25 de junio de 1809.)


NÚMERO 8-10.

He aquí algunos pormenores de tan singular hecho. Era en el otoño de
1805 y daba Mr. Pitt una comida en el campo, a la que asistían los
lores Liverpool (entonces Hawkesbury) Castelreagh, Bashurst y otros,
como también el duque de Wellington (entonces Sir Arthur Wellesley)
que acababa de llegar de la India. Durante la comida recibió Pitt un
pliego, cuya lectura le dejó pensativo. A los postres yéndose los
criados, según la costumbre de Inglaterra o como ellos dicen _the cloth
being removed and the servants out_, dijo Pitt «Malísimas noticias;
Mack se ha rendido en Ulm con 40.000 hombres, y Bonaparte sigue a
Viena sin obstáculo.» Entonces fue cuando exclamaron sus amigos, y
él replicó lo que insertamos en el texto. Como su respuesta era tan
extraordinaria, muchos de los concurrentes, aunque callaron por el
respeto que le tenían, atribuyéronla sobre todo en lo que dijo de
España a desvarío causado por el mal que le oprimía, y de que falleció
tres meses después. Pitt percibiendo en los semblantes el efecto que
habían producido sus primeras palabras, añadió las siguientes bien
memorables. «Sí, señores, la España será el primer pueblo en donde se
encenderá esta guerra patriótica que solo puede libertar a Europa. Mis
noticias sobre aquel país, y las tengo por muy exactas, son de que si
la nobleza y el clero han degenerado con el mal gobierno y están a los
pies del favorito, el pueblo conserva toda su pureza primitiva, y su
odio contra Francia tan grande como siempre, y casi igual a su amor
a sus soberanos. Bonaparte cree y debe creer la existencia de estos
incompatible con la suya, tratará de quitarlos, y entonces es cuando
yo le aguardo con la guerra que tanto deseo.»

Hemos oído esto en Inglaterra a varios de los que estaban allí
presentes: muchas veces ha oído lo mismo al duque de Wellington el
general Don Miguel de Álava, y dicho duque refirió el suceso en una
comida diplomática que dio en París el duque de Richelieu en 1816, y a
la que se hallaban presentes los embajadores y ministros de toda Europa.


FIN DEL TOMO II.



  ERRATAS
  DE LOS TOMOS 1.º Y 2.º


  TOMO 1.º              DICE.          LÉASE.
  —                     —              —

  Pág. 20, lín. 4,      uno y otro,    uno y otra.
  Pág. 51, lín. 1,      exprimir,      expresar.
  Pág. 73, epígrafe,    16 de abril,   16 de marzo.
  Pág. 241, lín. 24,    triunfo,       Triunfo.
  Pág. 344, lín. 7,     siguisen,      siguiesen.
  Pág. 401, lín. 25,    dospojados,    despojados.

  APÉNDICES.

  Pág. 100, lín. 24,    cuam,          quam.
  Pág. 112, lín. 34,    nullaae,       nullae.

  TOMO 2.º

  Pág. 304, lín. 24,    esta,          estas.
  Pág. 307, lín. 5,     propia,        propias.
  Pág. 332, lín. 19,    Marte,         Martí.
  Pág. 356, lín. 9,     embocadura,    desembocadura.
  Pág. 360, lín. 5,     Calzada,       calzada.
  Pág. 363, lín. 3,     tanto,         tanta.
  Pág. 394, lín. 13,    Zuaim,         Znaim.

  APÉNDICES.

  Pág. 1, lín. 7,       summunque,     summumque.
  Pág. 19, lín. 24,     cuam,          quam.
  Pág. 23, lín. 11,     aperations,    operations.



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