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Title: El libro de las tierras vírgenes
Author: Kipling, Rudyard
Language: Spanish
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*** Start of this LibraryBlog Digital Book "El libro de las tierras vírgenes" ***
VÍRGENES ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

Esta transcripción es la traducción al castellano de la obra de Rudyard
Kipling "The Jungle Book".

En la versión de texto sin formatear, el texto en cursiva está
encerrado entre guiones bajos (_cursiva_), las versalitas se
representan con mayúsculas, como en VERSALITAS,  las palabras en
negritas están representadas como =negritas=, y el signo ^o representa
el superíndice o"

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española vigentes cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En referencia a lo mencionado en el párrafo precedente, cabe destacar
que palabras como vió, fué, dió, por ejemplo, que en la actualidad se
escriben sin acento, en esa época llevaban acento ortográfico y por
esa razón se han mantenido con esa ortografís. Lo mismo cabe para la
preposición "a" y las conjunciones "e", "o" y "u", que en esa época
llevaban acento ortográfico y en consecuencia se ha mantenido el acento.

En la presente transcripción también se adecuó la ortografía de las
mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen
que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal
acentuada está en mayúsculas.

La obra impresa incluye una Fe de Erratas, que se ha mantenido en esta
transcripción. Sin embargo las correcciones listadas allí no se han
incluido en el texto.

La cubierta del libro fue creada por el transcriptor y ha sido añadida
al dominio publico.

El Índice y la Fe de Erratas han sido reposicionados al principio de la
obra.

Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores de
imprenta y ortografía.


                   *       *       *       *       *



                               El Libro
                                de las
                           Tierras Vírgenes


                            Rudyard Kipling


                  Traducido del inglés directamente,
                    con autorización del autor, por

                            Ramón D. Perés

                           Ilustraciones de

                              José Triadó

                            Tercera edición

                            [Ilustración]

           GUSTAVO GILI, Editor, Universidad, 45. Barcelona

                               MCMXVIII


                             ES PROPIEDAD

                         Derechos reservados.
                        Queda hecho el depósito
                           que marca la Ley.

     Imprenta Moderna de Guinart y Pujolar, Bruch, 63--Barcelona.


                          OBRAS DEL TRADUCTOR

    =CANTOS MODERNOS= (1.ª serie), con ilustraciones
       de APELES MESTRES.--1 vol.--3 pesetas.

    =NORTE Y SUR= (2.ª serie de Cantos modernos)
       con ilustraciones de APELES MESTRES.--1
       vol.--3 pesetas.

    =Á DOS VIENTOS.= Críticas y semblanzas.
       Literatura castellana.--Literatura catalana.--1
       vol.--3 pesetas.

    =BOCETOS INGLESES.=--1 vol.--2'50 pesetas.
       (Quedan pocos ejemplares).

    =MUSGO= (poesías).--1 vol.--3 pesetas.


                             [Ilustración]



                                ÍNDICE

                                                             Págs.

        Prólogo del Traductor                                  1

        Prólogo del Autor                                     11

        LOS HERMANOS DE MOWGLI                                13
          _Canción de caza de la manada de Seeonee_           43

        LA CAZA DE KAA                                        45
          _Canción de los Bandar-log al ponerse en camino_    82

        ¡AL TIGRE! ¡AL TIGRE!                                 83
          _Canción de Mowgli al bailar sobre la piel de
             Shere Khan en la Peña del Consejo_              109

        LA FOCA BLANCA                                       111
          _Lukannon_                                         141

        RIKKI-TIKKI-TAVI                                     143
          _Cántico de Darzee en honor de Rikki-tikki-tavi_   167

        TOOMAI, EL DE LOS ELEFANTES                          169
          _Siva y el saltamontes_                            198

        LOS SERVIDORES DE SU MAJESTAD                        201
          _Canción de los animales del campamento al
             reunirse en la parada_                          226

        DE CÓMO VINO EL MIEDO                                229
          _La Ley de la Selva_                               255

        EL MILAGRO DE PURUN BHAGAT                           257
          _Canción al estilo de Kabir_                       280


        LA SELVA INVASORA 281
          _Canción de Mowgli contra los hombres_             323


        LOS ENTERRADORES                                     325
          _La canción de la ola_                             359

        EL "ANKUS" DEL REY                                   361
          _La canción del cazador_                           389

        QUIQUERN                                             391
          _Angutivaun taina_                                 427

        LOS PERROS JAROS                                     429
          _La canción de Chil_                               466

        CORRETEOS PRIMAVERALES                               469
          _La canción final_                                 500



                          ERRATAS Y ENMIENDAS

  PÁG.     LÍNEA          DICE                       DEBE DECIR
   13        2      Mang, el murciélago         Mang, el murciélago,
   15       10      Kan                         Khan
   52       18      Por divertirse              Por entretenimiento
   54    28 y 29    Millas y millas             Leguas y leguas
   70       30      Podía oir                   Oía
   73       33      Podían engañarse            Se engañaban
   85       35      Cama roja barnizada, una    Cama roja barnizada; una
  104        9      Tocaban las campanas y      Tocaban las campanas, y
                      soplaban                    soplaban
  135        7      Siguióles                   Siguiólas
  166       12      Todas las mangustas         Las mangustas
  180        9      Vislo                       Visto
  261        1      Maleta                      Muleta
  289       26      Había                       Habían
  308       29      Y tu manada                 --Y tu manada
  313       23      Arador                      Arado
  416        4      La colocó derecha           La colocó
  423        5      Cambiar                     Alterar
  454        1      Á luz del sol               Á la luz del sol
  470       30      Burbujantes                 Burbujeantes



                         PRÓLOGO DEL TRADUCTOR

_El libro de las tierras vírgenes_, que no tengo noticia de que se haya
traducido antes de ahora al castellano, lleva en inglés los títulos de
_The Jungle Book_ y _The Second Jungle Book_, pues se halla dividido en
dos series, cada una de las cuales forma un tomo aparte. Háse creído
más conveniente reunirlas aquí en un sólo volumen, y como en castellano
no se usa la palabra _jungle_, que posee el francés, por ejemplo,
el traductor ha considerado que, para el título del libro, la mejor
versión de aquel vocablo era algo que abarcara todos los significados
que quiere darle el autor. Son éstos bastante diversos y aun bastante
vagos, pues lo mismo puede traducirse por _selva_, que por tierra
inculta y llena de maleza; lo mismo podría aplicarse á la _manigua_
cubana, que le sirve al autor para hablarnos de grandes extensiones
de la abrasada India ó de las que están cubiertas por los hielos á
poca distancia del Polo; del propio modo se refiere á la tierra, en
este libro, que á sus habituales pobladores... y aun Kipling llega,
arrastrado por su imaginación de poeta, á hacer de la _Jungle_, con
mayúscula, una entidad tan importante como la Sociedad humana, con sus
leyes, usos y costumbres, lenguaje, etc.

En el texto de la obra yo he escrito, generalmente, _selva_ donde decía
_jungle_, y, acomodándome al espíritu del autor, he acudido también
á la majestuosa mayúscula siempre que se ha tratado de dar á aquella
palabra cierto sentido enfático digno de los graves y trascendentales
asuntos que aquí se dilucidan entre osos, lobos, tigres, panteras,
elefantes, cocodrilos, chacales, monos, serpientes, pájaros y demás
personajes importantes con quienes ha de trabar conocimiento quien
siga leyendo atentamente las páginas de este volumen, el cual es, en
su mayor parte, _el libro de las selvas Indias_, y así podría haberse
llamado en castellano, si cuanto el autor nos cuenta ocurriera en la
India y entre sus selvas.

_The Jungle Book_ es famoso en Inglaterra y en los países de lengua
inglesa, y más de un crítico, no siempre benévolo con el autor, lo
considera como la mejor obra de éste.

Desde 1894, en que se publicó la primera edición de la serie inicial de
estos cuentos, se han agotado ya varias de aquéllas, y la _Société du
Mercure de France_, incluyendo la obra en la lista de las que publica
de autores extranjeros, ha contribuído también grandemente á propagarla
entre los que no suelen leer libros ingleses y están al tanto de
las últimas novedades parisienses[1]. Kipling merece en verdad ser
traducido, ya que es uno de los autores más populares de Inglaterra,
una de las más potentes figuras literarias de hoy, y, sin duda, la que
mejor puede vanagloriarse de ser, entre las gentes de su raza, gloria
de la literatura al propio tiempo que fuerza política, fuerza que él
ha conquistado y sostenido por medio de la pluma. No es Kipling uno de
esos autores refinados que escriben pensando más en el arte que en el
público que ha de leer sus trabajos. Por el contrario, se le ha dicho
que es una especie de periodista que busca los asuntos palpitantes y
hace de sus grandes dotes literarias arma de combate. Tiene el fuerte y
pesado puño de la raza anglo-sajona pura, sin influencias debilitantes
que vengan á suavizar asperezas, y hay que tomarle como él es: como
tipo representativo de la gran familia de que forma parte, como
condensación de todas las buenas y malas cualidades que pasean por el
mundo, con aire sereno y triunfal á la vez, muchos millones de hombres
que han creado y extienden por todas partes una civilización poderosa,
personal, dominadora, pero que lleva en el fondo un gran sedimento de
libertad para todo el que forma parte integrante de ella, no para el
que estorbe su marcha ambiciosa, incansable.

Es difícil adivinar si todos los paladares españoles gustarán por igual
del manjar exótico que entre el editor y yo les ofrecemos con el título
de _El libro de las tierras vírgenes_. Yo creo que toda persona de
cultivado gusto hallará en esos cuentos de Kipling mucho que admirar, y
que no será acogida con indiferencia, en España y en la América que fué
española, obra que reune tan grandes condiciones para quedar como una
de las más típicas muestras de la literatura inglesa contemporánea, y
una, también, de las más artísticas que se han escrito con la intención
de que puedan servir, lo mismo para instructivo solaz de los niños,
que para inofensivo regalo de personas mayores que sepan deleitarse
viendo el fondo intencionado de lo que sólo parece dirigido á despertar
juveniles imaginaciones y á mantener más ó menos viva su curiosidad. En
la literatura de todo el mundo hay ya otras obras que son infantiles
sólo por el aspecto, y que los hombres citan con respeto, porque quien
las escribió demostró en ellas ser consumado artista, poeta y pensador.

Yo espero que á la lista de esas obras las futuras historias de la
literatura añadirán _The Jungle Book_ de Rudyard Kipling, y que la
única duda que se ofrecerá á los historiadores será la de si es una
obra realmente escrita para niños ó una juguetona y sonriente serie
de sátiras sociales encubiertas y de estupendas descripciones para
personas mayores que tengan alma poética é inclinada á soñar en lo
lejano, lo nuevo y lo raro.

Esas tres cualidades reune la obra que presento al lector. Posee el
prestigioso aroma de lo lejano y poco semejante á lo nuestro; la
novedad, porque no es frecuente que un gran escritor nos dé una larga
serie de narraciones para contarnos la fantástica y casi humana vida
de las fieras en la India ó en otros apartados y más ó menos salvajes
países; posee también la rareza, que, si para unos es cualidad, para
otros es defecto; pero que saben apreciar en la justa medida los
que comprenden que por debajo de ella corre, como fecundante río,
la originalidad, signo de un cerebro fuerte y creador, incapaz de
sujetarse á estrechos límites ni de seguir caminos trillados. La
personalidad de Kipling no es de las que esperan modestamente que el
beneplácito de los críticos les diga cómo y sobre qué deben escribir,
sino de las que traen dentro de sí un mundo y lo van esparciendo
á pedazos para que los demás aprendan algo que ignoraban ó que no
pensaron nunca que pudiera ser tan bello iluminado á plena luz. Rudyard
Kipling es de los reveladores, de los que llegan al alma de las cosas
y sorprenden allí leyes y armonías de las que ve el poeta, y que si no
son la verdad son una apariencia de ella, más hermosa, á veces, que la
verdad misma.

La literatura inglesa tiene más tendencia al cosmopolitismo que la
nuestra. Viajan los ingleses mucho más que nosotros; como gente
muy convencida de su fuerza, no temen que nadie les robe su propia
personalidad, y así como muy fácilmente introducen en su lenguaje voces
de idiomas extranjeros sin tomarse el trabajo de subrayarlas siquiera
cuando las escriben, y sin esperar á que ninguna Academia de la Lengua
(que no poseen) les dé permiso para ello, así también hallan especial
encanto en que no sólo los libros de viajes les hablen de las más
apartadas regiones del planeta que habitamos, sino, además, las obras
del género novelesco, que satisfacen así mejor cierta innata sed de
romanticismo que hay en el alma inglesa bajo la grave y fría, ó quizá
mejor, _serena_, cubierta exterior.

Son frecuentísimas las novelas inglesas de asunto extranjero; y en
terreno tan bien preparado para el cultivo ha ido á sembrar Kipling sus
narraciones de asunto indio, su gran especialidad, ó aquéllas en que
intervienen principalmente marineros, soldados, tipos de aventureros
de las colonias, etc., etc., gente, en suma, que nació muy lejos ó que
muy lejos ha ido á parar con frecuencia en su vida, como al mismo autor
le ocurre, aunque por distintos motivos. La India tiene, sin embargo,
doble interés para los ingleses, porque al romántico júntase también
el político. Del último carecerá en absoluto el lector español; pero,
aun así, creo yo que si fuere niño leerá este libro con más interés,
por lo general, que ciertos insustanciales cuentos de hadas, y si
fuere hombre se sentirá agradablemente sorprendido ante el profundo
conocimiento que de la vida de los animales muestra el autor; ante
su habilidad en ponerlos en escena prestando á sus actos hondo valor
psicológico; ante el poder de evocación de cosas que, sin duda, ha
presenciado, ó el de imaginar las que no ha visto, aunque acerca de
ellas posea datos propios ó ajenos, aquellos datos de primera mano
que parecen ser privilegio de los naturalistas, de los hombres del
campo, de los cazadores... de todos los que gozan de la doble vista que
comunica el diario contacto con la naturaleza y son, como si dijéramos,
los zahoríes de ella. Poned á cada uno de los animales de que nos
habla el autor en esta obra un nombre humano, referid á nuestra propia
vida no pocas de las escenas que él describe, y el literato, y el
político, y el soldado, los hombres de todos los oficios y caracteres,
se reconocerán á sí mismos en este libro, ó, si para ello les falta
valor y sinceridad, reconocerán al vecino, sea amigo ó enemigo, y más
si es lo segundo que lo primero. De mí sé decir que, con la sonrisa
en los labios, porque hay aquí su parte de humorismo, me ha parecido
algunas veces descubrir la más sorprendente semejanza entre algunos
de los caballeros que andan por el mundo mostrando satisfechos su
maldad ó su tontería y los que Kipling nos presenta haciendo con poca
diferencia lo mismo. Y si á la vida literaria aplicáramos todo eso
¡oh! qué despiadada sátira contra los falsos dioses; los impotentes;
los envidiosos; los que á sabiendas faltan á la verdad para que el
efecto redunde en propia ventaja; los que chillan, se disputan y
se exhiben como monos para que alguien se fije en ellos por lo que
bullen, ya que no por lo que valen; los que como el chacal adulan sólo
con la intención de sacar algo, y cuando nada consiguen devoran al
adulado si la ocasión se ofrece; los que como el tigre (Shere Khan)
se convierten en una especie de caciques de pueblo á quienes todo el
mundo debe sumisión incondicional, ó pretenden ellos que se la debe,
hasta que, al fin, viene un hombre verdaderamente libre y los manda
enhoramala, y les arranca la piel para que sirva de lección á los que
vengan detrás... ¡Y qué bello y significativo aquel tipo de Mowgli, que
es, como de Segismundo dicen los versos de Calderón, «un hombre entre
las fieras--y una fiera entre los hombres»! La idea de patria late en
fiel fondo de esa figurilla de muchacho, y al mismo tiempo, y como
burla burlando, infinidad de problemas de la educación, de la mezcla de
razas, de la emigración... problemas que se ofrecen continuamente á los
que por unas ú otras razones han hallado en el mundo más de una patria,
ó así, al menos, se lo parece á ellos. ¡Y aquella manada de lobos que
mata constantemente á su jefe cuando ya no le sirve, porque la edad
le ha hecho poco apto para la caza!... ¿No os parece que se trata de
políticos, artistas, literatos, pensadores, _hombres_ en fin? Y hasta
la foca que, por nacer blanca, constituye una excepción desagradable
para su raza, y aun para su propia familia, y más cuando se le antoja
reformar inveteradas tradiciones y descubrir nuevas tierras para los
que se hallan ya perfectamente con las que poseen, sean buenas ó
malas... ¿quién no la ha conocido á esa pobre foca blanca, ó quién
con sólo hurgar en su propia conciencia no la ha descubierto allí muy
escondida, por poco que no piense en todo como las mayorías, como las
multitudes suelen pensar?

Sería interminable la tarea de poner comentarios á este libro, que
á mí me parece una gran fábula con que un escritor se venga de los
que le han hecho sufrir, y el modesto papel de traductor me impone
ciertos límites á los que he de procurar ajustarme, no sin dificultad.
Los comentarios que yo no hago, los hará, seguramente, más de un
lector que lea la obra como debe leerse la de un autor cuya gloria no
necesita de más aplausos ni recomendaciones que los que hace años está
acostumbrado á oir. Claro es que también ha oído censuras, unas debidas
á la desigualdad que se nota á veces en sus trabajos, y otras á su
_imperialismo_ fogoso (de _brutal_ lo ha calificado un poeta inglés),
que si le ha hecho más popular en Inglaterra en época reciente, le ha
convertido también en blanco de la prensa política en los países en que
se combate encarnizadamente aquella tendencia. Acaso alguien espere
que hable yo aquí largo y tendido de ese _imperialismo_ de Kipling y
que me detenga á combatirlo, como hacen otros, con ensañamiento, por
sanguinario y poco escrupuloso. No voy á complacerles, porque no me
preocupa eso tanto como á ellos. Los países fuertes han tenido siempre,
en todas las épocas, tendencia á tratar de demostrar que el mundo les
pertenece por derecho propio; así como los débiles han protestado,
también siempre, en nombre de la justicia y del derecho. Pero pierde
el tiempo quien crea que á las naciones les importa mucho la opinión
ajena cuando tratan de engrandecerse é imponerse. Por otra parte: no
debe inmiscuirse el lector de una obra literaria en averiguar si las
ideas políticas del autor coinciden ó no con las suyas. Juzgue sobre
la belleza ó fealdad de la obra que se le ofrece, y deje lo demás para
otra ocasión, ó para que sea discutido en las columnas de la prensa á
la que esto interesa.

Rudyard Kipling, á pesar de lo mucho que lleva escrito y de su extensa
reputación, es aun joven, pues nació en Bombay en 1865. Pasó allí
con sus padres sus primeros años, hasta que le llevaron á Inglaterra
dejándole con unos parientes para que se educara. Era sobrino del
célebre pintor Burne Jones, y esto le facilitó el conocer á no pocas
personalidades distinguidas, y entre ellas al famoso William Morris. Á
los diez y siete años regresó á la India, y, gracias á la influencia de
su padre, entró en el periodismo, al que se entregó con pasión y en el
cual dejó buenos recuerdos. El padre de Kipling era también persona muy
conocida y respetada: hábil dibujante, ilustró parte de las dos series
de este mismo libro; fué profesor de la Escuela de Bellas Artes de
Bombay, y estuvo encargado luego del Museo establecido por el Gobierno
inglés en Lahore; publicó en 1891 una obra titulada «Fieras y hombres
en la India», y no sería de extrañar que á su padre le debiera nuestro
autor algunos de los conocimientos de que da fe _The Jungle Book_.
Juan Lockwood Kipling es su nombre, y hay quien pretende, sin que yo
pueda afirmarlo, que el de su hijo fué primitivamente José Rudyard
Kipling, desapareciendo muy pronto el José y quedando al fin sólo el
Rudyard, único que he visto mencionado en biografías suyas que conozco.
_Rudyard_ es intraducible: es uno de tantos nombres de pila que se
usan en Inglaterra y que no recuerdan á un santo, sino al sitio en que
nació el que lo lleva, ó únicamente al capricho de su familia. _Rudyard
Lake_, en el Staffordshire, es el punto en que por primera vez vió el
padre de Kipling á la que debía después ser su esposa, y el nombre de
aquel lago quiso que se perpetuara, dándoselo á su hijo que, realmente,
ha hecho que no se olvidara en el mundo.

La reputación literaria de Kipling comenzó en la India, y allí,
exclusivamente, publicó sus primeros libros, que iban de mano en mano
entre los ingleses residentes en el país. En 1889 emprendió un viaje á
Inglaterra, y, de vuelta del mismo, estuvo en el Japón y en la América
del Norte, donde no halló un sólo editor para sus obras quien pocos
años después había de verse solicitado por todos, y con ofrecimientos
tan increíbles para nosotros como el de un chelín por cada palabra que
escribiera formando parte de una de sus narraciones. Aquel mismo año
se estableció en Londres, donde no tardó en hacerse popular. Desde
entonces ha vivido unas veces en Inglaterra, otras en los Estados
Unidos, y ha viajado mucho por África y Oceanía. En una visita que
hizo á Nueva York, en 1899, enfermó gravemente, y los periódicos de
más circulación de Londres publicaban hojas extraordinarias para dar
cuenta de la marcha de la enfermedad, mientras los norteamericanos
le dedicaban sus artículos de fondo y por las calles de Nueva York
voceaban los vendedores de periódicos los números diciendo que
contenían «las últimas noticias sobre Rudyard Kipling». Celebridad más
rápida y completa pocas veces se ha visto. El Emperador de Alemania
dijo entonces, en una carta que dirigió á la esposa del escritor,
interesándose por la salud de éste, que era entusiasta admirador suyo,
y que en él veía al cantor de los grandes hechos de «la raza común»
que en el fondo forman ingleses y alemanes. La raza era entonces la
que hablaba, y ha hablado siempre en los grandes entusiasmos por
Kipling, que parecen inexplicables porque otros autores de valía no los
despiertan con tanta facilidad en el público. La multitud había hallado
su verbo y temía perderlo antes de tiempo.

Kipling es un escritor fecundo. Trabaja mucho, con regularidad, y ha
habido año en que ha publicado hasta siete libros. Quizá de ello se
resienta su producción. Es, además de prosista, poeta y aun dibujante,
habiendo escrito un tomo de cuentos para niños que está ilustrado por
él mismo. Como poeta es muy popular, casi tanto como cuentista, y si
puede discutirse su inspiración, es, en cambio, un versificador hábil
que sabe producir efecto pulsando la cuerda sensible del patriotismo.
Esa facilidad que tiene para versificar es, sin duda (además de ciertos
ejemplos de Walter Scott), la que le induce muchas veces á entreverar
en sus libros la prosa con el verso, no siempre con buen acuerdo, en
mi humilde opinión. En este mismo libro, sus composiciones (que los
niños pueden pasar por alto, si gustan) son, con frecuencia, alardes
métricos, en los cuales dice lo que quiere y como quiere, jugando con
las palabras y escribiendo lo que en España no se está generalmente
acostumbrado á considerar como susceptible de ser poetizado. Traduzco
estas poesías en verso, _cuando así están escritas_, porque éste creo
que es mi deber, no por gusto, pues las dificultades que ofrece su
adaptación á un idioma tan poco parecido al inglés como el castellano,
son grandes, y, con frecuencia, casi invencibles[2].

Espero que el lector discreto se hará cargo de que no es fácil tarea
la de hinchar un perro, como dijo Cervantes, y que no me achacará á
mí más faltas que las que me correspondan, comprendiendo que ni la
poesía inglesa de Kipling es como la de Zorrilla, Campoamor y Nuñez
de Arce, ni mis pobres traducciones han de obrar milagros y hacer que
lo que sea una imitación de la musa popular parezca lleno del mismo
aroma al ser trasplantado aquí, y lo que imite al caprichoso y extraño
poeta norteamericano Walt Whitman lo halle de perlas quien nunca haya
leído en el original una línea de aquel poeta... sin rimas, ni leyes,
ni grandes respetos humanos, autor que á los que no han visto mucho
mundo... literario y creen que todas las razas han de ser como la suya
les parece un loco; pero que á los más entendidos se les antoja un
genio. No debemos los latinos medir con nuestro rasero á los pueblos
septentrionales, porque ni ellos tienen nuestra ligereza, nuestro
gusto é impresionabilidad, ni nosotros su fuerza incontrastable, fría,
calmosa, audaz, poco amiga de detenerse ante ciertos reparos que
paralizan á veces nuestra acción.

Como libro útil para la educación de la voluntad en los niños yo no
dudo en recomendar éste de un hombre de voluntad de hierro. De igual
modo podría un médico prescribir un tónico y mucho ejercicio al aire
libre á quien él viera que lleva en el rostro el sello de la anemia.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[1] En la versión francesa, que está hecha con inteligencia, hay varias
supresiones, que juzgo inmotivadas, y algún error en que he procurado
no incurrir en la mía. Faltan, á veces, párrafos enteros del original.

[2] Kipling es difícil de traducir hasta escribiendo en prosa. Un
crítico inglés preguntaba si era posible que un extranjero entendiera y
saboreara al leerlas las obras del reputado autor.



                           PRÓLOGO DEL AUTOR


Numerosas son las consultas á especialistas generosos que exige una
obra como la presente, y el Autor faltaría, á todas luces, al deber que
le impone el modo cómo aquéllas han sido contestadas, si dejaba aquí de
hacer constar su gratitud para que tenga la mayor publicidad posible.

Debe dar gracias, en primer término, al sabio y distinguido Bahadur
Shah, elefante destinado á la conducción de bagajes, que lleva el
número 174 en el libro de registro oficial de la India, el cual, junto
con su amable hermana Pudmini, suministró con la mayor galantería
la historia de _Toomai el de los elefantes_ y buena parte de la
información contenida en _Los servidores de Su Majestad_. Las aventuras
de Mowgli fueron recogidas, en varias épocas y lugares, de multitud
de fuentes, sobre las cuales desean los interesados que se guarde el
más estricto incógnito. Sin embargo, á tanta distancia, el Autor se
considera en libertad para dar las gracias, también, á un caballero
indio de los de vieja cepa, á un apreciable habitante de las más
altas lomas de Jakko, por su persuasiva aunque algo mordaz crítica
de los rasgos típicos de su raza: los présbitas[3]. Sahi, sabio
diligentísimo y hábil, miembro de una disuelta manada que vagaba por
las tierras de Seeonee, y un artista conocidísimo en la mayor parte
de las ferias locales de la India meridional, donde atrae á toda la
juventud y á cuanto hay de bello y culto en muchas aldeas, bailando,
puesto el bozal, con su amo, han contribuído también á este libro
con valiosísimos datos sobre gentes, maneras y costumbres. De éstos
se ha usado abundantemente en las narraciones tituladas: «¡Al tigre!
¡Al tigre!», «La caza de Kaa», y «Los hermanos de Mowgli». Deber
de gratitud es igualmente para el Editor el confesar que el cuento
«Rikki-tikki-tavi» es, en sus líneas generales, el mismo que le
relató uno de los principales herpetólogos de la India septentrional,
atrevido é independiente investigador que, resuelto «no á vivir, sino
á saber,» sacrificó su vida al estudio incansable de la _Thanatofidia_
oriental. Una feliz casualidad permitió al Autor, viajando á bordo del
_Emperatriz de la India_, ser útil á uno de sus compañeros de viaje.
Quienes leyeren el cuento «La foca blanca» podrán juzgar por sí mismos
si no es éste espléndido pago á sus pobres servicios.

                             [Ilustración]

                                NOTAS:

[3] «Género de mamíferos cuadrumanos cuya especie típica vive en
Sumatra».--N. del T.

                             [Ilustración]



                        LOS HERMANOS DE MOWGLI

                                  Suelta á la noche Mang, el murciélago,
                                tráela en sus alas Rann, el milano;
                                ya en sus corrales las vacas duermen,
                                de los corderos duerme el rebaño,
                                tras las cerradas puertas se esconden
                                porque hasta al alba libres vagamos.
                                Ésta es la hora: fuerza y orgullo;
                                garra afilada, silencio cauto.
                                ¡Ya el grito suena! ¡Caza abundante
                                para el que observa la ley que amamos!

                                _Canción nocturna en la selva._


Eran las siete de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee, cuando
papá Lobo despertó de su sueño diurno, rascóse, bostezó y estiró las
patas una tras otra para quitarse de encima la pesadez que en ellas
sentía aún. Mamá Loba estaba echada, caído el grande hocico de color
gris sobre sus cuatro vacilantes y chillones lobatos, mientras la luna
brillaba á la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.

--_¡Augr!_[4] dijo el lobo padre, ya es hora de volver á cazar. E iba
á lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy grande y provista de
espesa cola, atravesó el umbral y exclamó con plañidera voz:

--¡Buena suerte, Jefe de los lobos, y que no sea peor la de tus nobles
hijos! ¡Buenos dientes les crezcan, y que jamás se les olvide el tener
hambre en este mundo!

Quien así hablaba era el chacal (Tabaqui, el lameplatos), y los lobos
en la India desprecian á Tabaqui porque anda siempre enredando de un
lado á otro, metiendo chismes, comiendo andrajos y pedazos de cuero
de los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Pero
aunque le desprecien le temen, porque Tabaqui, más que nadie en la
selva toda, tiene propensión á perder la cabeza, y entonces se olvida
de que jamás haya tenido miedo y corre por la espesura mordiendo cuanto
encuentra al paso. Hasta el tigre se esconde cuando Tabaqui se vuelve
loco, porque la locura es lo más deshonroso que puede ocurrirle á un
animal salvaje. Nosotros le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos
le llaman _dewanee_ (la locura) y huyen al decirlo.

--Bueno; entra y busca, dijo papá Lobo; pero te advierto que aquí no
hay comida.

--Para un lobo no, contestó Tabaqui, mas para un pobrecillo como yo
hasta un hueso es exquisito banquete. ¿Quiénes somos nosotros, los
_Gidur-log_ (el pueblo chacal), para andar escogiendo?

Dirigióse á toda prisa hacia el fondo de la caverna, donde halló un
hueso de gamo con algo de carne adherida á él, y se puso á romperlo
alegremente.

--Muchísimas gracias por tan buena comida, dijo relamiéndose. ¡Qué
hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos más grandes tienen! ¡Y á
pesar de ser tan jovencitos! Por más que, verdaderamente, no debiera
extrañarme, con sólo recordar que los hijos de los reyes son ya hombres
desde que nacen.

Excusado es decir que Tabaqui sabía, tan bien como cualquiera, que nada
hay tan inoportuno como elogiar á los niños estando ellos delante, y
que le divertía en extremo el ver en situación embarazosa, no sólo á
mamá Loba, sino también al papá.

Tabaqui se quedó inmóvil gozándose en el daño que había causado, y
luego añadió con aire de despecho:

--Shere Kan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Durante la próxima
luna cazará, según me ha dicho, en estas colinas.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Wainganga, á cinco
leguas de distancia.

--No tiene ningún derecho á ello, dijo incomodado papá Lobo. Según la
Ley de la Selva no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente.
Va á asustar á toda la caza en dos leguas y media á la redonda, y yo...
yo he de trabajar doble en esos casos.

--Por algo le llamó su madre Lungri (el Cojo), dijo mamá Loba en voz
baja: es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que
ganado. Ahora, los campesinos de Wainganga le persiguen, y se ha venido
aquí á molestar á los _nuestros_. Revolverán la selva en busca de él
cuando estará ya lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que
huir cuando peguen fuego á la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy
agradecidos á Shere Khan!

--¿Queréis que se lo diga? contestó Tabaqui.

--¡Fuera de aquí! replicó enfadado papá Lobo. ¡Fuera de aquí y vete á
cazar con tu amo! Ya has hecho bastante daño por esta noche.

--Ya me voy, dijo con suave tono Tabaqui. Desde aquí se oye á Shere
Khan allá abajo, en la espesura. Podía haberme ahorrado el traeros la
noticia.

Púsose á escuchar papá Lobo, y en el valle que descendía hasta el río
oyó el seco, rabioso, pérfido lamento que canturrea el tigre cuando no
ha podido apoderarse ni de una sola pieza, y poco le importa ya que la
selva toda se entere de ello.

--¡Imbécil! exclamó papá Lobo. ¡Vaya un modo de comenzar el trabajo
metiendo semejante ruido! ¿Si se figurará que nuestros gamos son como
sus gordos bueyes de Wainganga?

--¡Chist! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche, contestó mamá
Loba. Lo que busca es el Hombre. El plañidero grito se había trocado ya
en una especie de zumbante ronquido que parecía venir de todo el ámbito
del país. Era aquel ruido especial que desconcierta á los leñadores y á
toda la gente errante que duerme al raso, haciéndoles correr, á veces,
tan desatentados que se arrojan en las mismas fauces del tigre.

--¡El Hombre! dijo papá Lobo enseñando la doble hilera de blanquísimos
dientes. _¡Faug!_ ¿Acaso no hay bastantes escarabajos y ranas en
las cisternas, que ahora se le ocurre comer carne humana? ¡Y, por
añadidura, en terreno nuestro!

La Ley de la Selva, que nunca ordena algo sin tener motivos para ello,
prohibe á toda fiera el comer _Hombre_, excepto en el caso de que ésta
mate para enseñar á sus pequeñuelos á matar, y aun así es preciso
que cace fuera del cazadero de su manada ó tribu. La verdadera razón
que hay para disponerlo de esta suerte es que toda humana matanza
significa, tarde ó temprano, la llegada de hombres blancos, montados en
elefantes y armados de fusiles, en compañía de algunos centenares de
hombres de color con _gongos_, cohetes y antorchas. Á todo el mundo en
la selva le toca sufrir entonces. En cuanto á la razón que entre sí se
dan las fieras, es que el Hombre es el más débil é indefenso de todos
los seres vivientes, y no es digno de un cazador el poner mano en él.
Dicen también (y es cierto), que los devoradores de hombres se vuelven
sarnosos y pierden los dientes.

El ronquido fué haciéndose más intenso y terminó, al fin, en el
_¡Aaar!_ á plena voz que lanza el tigre en el momento en que ataca.

Oyóse entonces un aullido (impropio de un tigre), lanzado por Shere
Khan.

--Ha errado el golpe, dijo mamá Loba. ¿Qué ocurre?

Corrió hacia fuera papá Lobo, á la distancia de algunos pasos, y oyó á
Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, mientras se revoleaba
entre la maleza.

--Á ese estúpido se le ha ocurrido nada menos que saltar por encima del
fuego de unos leñadores, y se le han quemado las patas, dijo papá Lobo
gruñendo con malhumor. Tabaqui está allí, con él.

--Algo sube por la colina, observó mamá Loba levantando una oreja.
Prepárate.

Crujieron levemente los matorrales en la espesura y papá Lobo agachóse,
con el cuarto trasero junto á la tierra, pronto á dar el salto. Á haber
estado allí en acecho, hubiérais visto entonces la cosa más estupenda
de este mundo: el lobo se detuvo en el preciso momento de estar
saltando. Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba, y, de
pronto, trató de pararse. El resultado fué salir disparado en dirección
vertical hasta un metro ó metro y medio de altura, volviendo á caer
casi en el mismo sitio.

--¡Un hombre! exclamó con disgusto. Un cachorro humano. ¡Mira!

Frente á frente de él, apoyándose sobre una rama baja, erguíase,
completamente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: la cosa
más mona y pequeña, más fina y regordeta que jamás se había presentado,
de noche, ante la caverna de un lobo. Miró á éste cara á cara, y se rió.

--¿Es esto un _cachorro de hombre_? dijo mamá Loba. Nunca he visto
ninguno: tráelo.

Acostumbrado á mover de un lado á otro sus propios pequeñuelos puede
un lobo, si es preciso, llevar un huevo en la boca sin romperlo, y
así, aunque se juntaron sobre la espalda del niño ambas quijadas de
papá Lobo, ni un solo diente le arañó la piel, que apareció intacta al
colocarle éste entre los lobatos.

--¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y... ¡qué valiente! dijo con dulzura mamá
Loba. El niño se abría paso por entre los cachorros para arrimarse al
calor de la piel. ¡Ajá! Ahora come con los demás. De modo que éste es
un _cachorro de hombre_ ¿eh? Pues á ver si ha habido nunca lobo que
pudiera vanagloriarse de contar uno entre sus hijos.

--De eso he oído hablar algunas veces, pero nunca refiriéndolo á
nuestra manada ni á mis tiempos, contestó papá Lobo. Está completamente
desprovisto de pelo, y bastaría que lo tocara con el pie para matarlo.
Pero observa: nos está mirando y ni siquiera tiene miedo.

El resplandor de la luna, que penetraba por la boca de la caverna,
quedó interceptado, de pronto, por la enorme cabeza cuadrada y por los
hombros de Shere Khan que se asomaba á la entrada. Tabaqui, detrás de
él, le decía con voz chillona:

--¡Señor, señor, se ha metido aquí.

--Shere Khan nos honra en extremo con su visita, dijo papá Lobo,
mientras le desmentían sus iracundos ojos. ¿Qué desea Shere Khan?

--Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. Sus padres han
huído. Dámelo.

Shere Khan había saltado por encima de un fuego de leñadores, como dijo
papá Lobo, y estaba furioso por el dolor de las quemaduras que tenía en
las patas. Pero papá Lobo sabía perfectamente que la boca de la caverna
era harto estrecha para que por ella pudiera pasar un tigre. Aun en el
sitio donde Shere Khan estaba, sus hombros y patas delanteras tenían
que encogerse penosamente, como le ocurriría al hombre que intentara
pelearse con otro dentro de una cuba.

--Los lobos son un pueblo libre, dijo papá Lobo. Obedecen las órdenes
del Jefe de su manada, y no las de un pintarrajeado cazador de reses
como tú. El cachorro de hombre es nuestro... para matarlo si se nos
antoja.

--¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de antojárseos ó
no? ¡Por el toro que maté, que es cosa de preguntar hasta cuándo he de
estar oliendo vuestra perruna guarida, para obtener lo que en justicia
se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que os habla!

Tronó por los ámbitos de la caverna el rugido del tigre. Mamá Loba
separóse de los lobatos y se adelantó, fijando en los llameantes ojos
de Shere Khan los suyos, semejantes á dos verdes lunas brillando en la
oscuridad.

--Y soy yo, Raksha (el Demonio), quien te contesta. El cachorro
humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá para
correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al fin y al
cabo, mire _vuesa merced_, señor cazador de desnudos cachorrillos...
devorador de ranas... matador de peces..., al fin y al cabo, él será
quien, á su vez, le cace. Con que ahora apártese, ó por el _sambhur_
que maté (yo no como ganado hambriento), le aseguro, fiera chamuscada
de estas selvas, que va á volver _vuesa merced_ al regazo de su madre,
más coja aún que al venir al mundo. ¡Márchese!

Papá Lobo miró con aire estupefacto. Había casi olvidado ya aquellos
tiempos en que ganó á mamá Loba en liza abierta contra otros cinco
lobos, cuando ella tomaba parte en las correrías de la manada, y
el llamarla el _Demonio_ no era un mero cumplido. Shere Khan acaso
hubiera desafiado á papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá
Loba, porque sabía que, en el sitio en que se hallaban, todas las
ventajas eran para ella, y que lucharía hasta morir. Retiróse, pues,
refunfuñando, de la boca de la caverna, y cuando se vió libre, gritó:

--¡Cada perro ladra en su cubil! Ya veremos lo que dice la manada
respecto á eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y al fin
vendrá á parar á mis dientes, ¡rabosos! ¡ladrones!

Dejóse caer jadeante mamá Loba, entre sus lobatos, y díjole gravemente
papá Lobo:

--Mucho hay de verdad en lo que ha hablado Shere Khan. Es preciso
enseñar á la manada el cachorro ese. ¿Persistes aún en guardártelo,
mamá?

--¡Guardarlo! contestó ella suspirando. Desnudo vino, de noche, sólo
y hambriento, y, sin embargo, no tenía miedo. Mira: ha echado ya á
un lado á uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo hubiese querido
matarlo y escaparse después al Wainganga, mientras los campesinos, en
venganza, venían aquí al ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Vaya
si lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Tiempo vendrá, Mowgli
(porque Mowgli, la rana, le llamaré á _vuesa merced_ en adelante), en
que no sea el cazado por Shere Khan, sino quien le cace á él.

--Pero ¿qué va á decir nuestra manada? dijo papá Lobo.

La Ley de la Selva prescribe terminantemente que cualquier lobo, al
casarse, puede retirarse de la manada á que pertenece; pero que, tan
pronto como sus cachorros tienen edad suficiente para sostenerse de
pie, debe llevarlos al Consejo de la manada, que se celebra una vez
cada mes, al resplandor de la luna llena, con el fin de que los demás
lobos puedan identificarlos. Después de esta inspección, los lobatos
quedan en libertad para correr por donde quieran, y, hasta que no hayan
matado el primer gamo, no se admite excusa alguna en favor del lobo
de la manada que sea ya mayor y mate á alguno de aquéllos. La pena de
muerte es el castigo que se da al asesino donde pueda hallársele; y, si
pensáis sobre esto un momento, veréis que es, realmente, justo.

Esperó papá Lobo á que sus cachorros pudieran corretear poco ó mucho, y
entonces, la noche de la reunión de toda la manada, cogiólos, junto con
Mowgli y con mamá Loba, y llevóselos á la Peña del Consejo, una cima
cubierta de piedras y guijarros, donde podían ocultarse un centenar
de lobos. Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado á
ser jefe de la manada gracias á su fuerza y habilidad, estaba echado
cuan largo era sobre su peña, y más abajo se sentaban unos cuarenta
lobos de todos tamaños y colores, desde los veteranos de color de tejón
que podían habérselas á solas con un gamo, hasta los de tres años de
edad que sólo presumían que habían de poder. El Lobo Solitario los
guiaba á todos desde hacía un año. Dos veces había caído en una trampa
allá en su juventud, y otra había sido apaleado hasta darlo ya por
muerto: bien sabía, pues, los usos y costumbres de los hombres. Muy
poco se habló en la reunión de la Peña. Los lobatos tropezaban unos
con otros, cayéndose, en el centro del círculo donde sus respectivos
padres y madres se sentaban, y de vez en cuando un lobo anciano se
dirigía silenciosamente hacia uno de los cachorros, lo miraba con
gran atención, y se volvía á su sitio sin producir el menor ruido. De
pronto empujaba una madre su lobato hacia la luz de la luna para tener
la seguridad de que no había pasado inadvertido. Desde su peña, Akela
gritaba: «Ya sabéis lo que dice la Ley; ya lo sabéis. ¡Mirad bien,
lobos!» Y las ansiosas madres repetían: «¡Mirad! ¡Mirad bien, lobos!»

Al fin (y en aquel momento se le erizaron á mamá Loba todos los pelos
del cuello), empujó papá Lobo á «Mowgli, la rana», como le llamaban,
hacia el centro, donde se sentó, riendo y jugando con algunos guijarros
que la luz de la luna hacía brillar.

Akela, sin levantar la cabeza, que tenía puesta sobre las patas,
continuó con su monótono grito: «¡Mirad bien!» Sordo rugido se elevó
por detrás de las rocas; era la voz de Shere Khan que gritaba á su vez:

--El cachorro es mío, dádmelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con
un cachorro humano?

Akela no movía ni las orejas. No hizo más que decir:

--¡Mirad bien, lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con los
mandatos de cualquiera que no sea el mismo Pueblo? ¡Miradlo bien!

Alzóse un coro de gruñidos, y un lobo joven, de unos cuatro años,
recogió la pregunta de Shere Khan, dirigiéndose otra vez á Akela:

--¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Ahora bien: la Ley de la Selva prescribe que, en el caso de
disputársele á un cachorro el derecho á ser admitido por la manada, han
de defenderle por lo menos dos de los miembros de ésta, que no sean su
padre ó su madre.

                             [Ilustración]

--¿Quién habla en favor de este cachorro? dijo Akela. ¿Quién, que
pertenezca al Pueblo Libre, habla en favor suyo?

Nadie contestó, y mamá Loba preparóse para lo que ya sabía ella que
sería su última pelea, si al terreno de la lucha era preciso llegar.

Entonces, el único animal de otra especie á quien se le permite tomar
parte en el Consejo de la manada, Baloo, el soñoliento oso pardo, que
enseña á los lobatos la Ley de la Selva, el viejo Baloo que puede ir y
venir por donde se le antoja porque no come más que nueces, raíces y
miel, se levantó en dos patas y gruñó.

--¿El cachorro humano...? dijo. Yo hablo en favor del cachorro. Ningún
mal puede hacernos. No poseo el don de la palabra, pero digo la verdad.
Dejadle correr con la manada, y contadlo como uno de tantos. Yo mismo
le enseñaré.

--Necesitamos ahora que hable otro, dijo Akela. Baloo lo ha hecho ya, y
él es el maestro de nuestros lobatos. ¿Quién toma la palabra además de
él?

Una sombra negra deslizóse hacia el círculo. Era Bagheera, la pantera
negra, de un negro de tinta toda ella, pero con marcas en la piel,
propias de la pantera, que según como les daba la luz parecían las
aguas que llevan en la trama ciertas sedas. Todo el mundo conocía á
Bagheera, y nadie gustaba de atravesarse en su camino, porque era tan
astuta como Tabaqui, tan atrevida como el búfalo salvaje y tan sin
freno como el elefante herido. Pero, con todo eso, tenía una voz suave
como la miel silvestre que gota á gota se desprende de un árbol, y piel
más fina que plumón.

--¡Akela, dijo como susurrando, y vosotros, Pueblo Libre! Yo no tengo
derecho á mezclarme en vuestra asamblea; pero la Ley de la Selva dice
que si alguna duda ocurre, que no sea relativa á alguna muerte,
respecto á un nuevo cachorro, la vida de éste puede comprarse mediante
un precio estipulado. Y la Ley no dice quién puede, ó no, pagar este
precio. ¿Estoy en lo cierto?

--¡Bien, bien! dijeron los lobos más jóvenes, hambrientos siempre. ¡Que
se oiga á Bagheera! El cachorro puede comprarse mediante un precio
estipulado. La Ley lo dice.

--Como sé que no tengo derecho á hablar aquí, pido, para hacerlo,
vuestro permiso.

--¡Habla, pues! gritaron á la vez veinte voces.

--Matar á un cachorro desnudo es una vergüenza. Por otra parte, puede
seros muy útil en la caza cuando sea mayor. Baloo ha hablado ya en su
defensa. Pues bien: á lo que él ha dicho añadiré yo la oferta de un
toro, gordo, acabado de matar, á poca distancia de aquí, si aceptáis al
cachorro humano, de acuerdo con lo que dice la Ley. ¿Tenéis algo qué
objetar?

Levantóse un clamor de docenas de voces que decían:

--¡Qué importa! ya se morirá cuando lleguen las lluvias del invierno.
Ya le abrasarán vivo los rayos del sol. ¿En qué puede perjudicarnos una
rana desnuda, como ésta? Dejadle que se junte á la manada. ¿Dónde está
el toro, Bagheera? Aceptémoslo.

Y entonces se oyó el profundo ladrido de Akela que decía:

--¡Miradlo bien, miradlo bien, lobos!

Tan entretenido estaba Mowgli en jugar con los guijarros que no observó
el acercársele de los lobos uno por uno y mirarle atentamente. Al fin,
descendieron todos de la colina, en busca del toro muerto, exceptuando
únicamente Akela, Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Shere Khan rugía aún? entre las sombras de la noche, rabioso por no
haber logrado que le entregaran á Mowgli.

--¡Sí! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! díjole Bagheera en sus propias
barbas: ó yo no sé nada de lo que son hombres, ó vendrá día en que esa
cosa que está ahí tan desnuda le hará á _vuesa merced_ rugir en muy
distinto tono.

--Bien hemos hecho, dijo Akela. Los hombres y sus cachorros saben
mucho. Con el tiempo podría ayudarnos.

--Verdaderamente... Puede ser nuestro apoyo en caso de necesidad;
porque nadie es capaz de forjarse la ilusión de ser siempre director de
la manada, dijo Bagheera.

Akela no contestó. Pensaba en aquel tiempo que llega, al fin, para todo
jefe de manada, en que las fuerzas le abandonan, en que se halla más
débil cada día, hasta que, al cabo, lo matan los otros lobos, y viene
un nuevo jefe á ocupar su puesto... para que lo maten también, cuando
le toca el turno.

--Llévatelo, dijo á papá Lobo, y adiéstralo en cuanto debe saber quien
pertenece al Pueblo Libre.

Y así fué como Mowgli entró á formar parte de la manada de lobos de
Seeonee, siendo un toro el precio pagado por su vida, y Baloo su
defensor.

                   *       *       *       *       *

Ahora, contentaos con saltar diez ú once años y con adivinar lo
estupenda que sería la vida de Mowgli entre los lobos, porque, á tener
que escribirla, sabe Dios los libros que llenaría. Creció junto con los
lobatos, aunque, naturalmente, ellos eran ya lobos hechos y derechos,
antes de que hubiera salido él de la primera infancia, y papá Lobo le
enseñó su oficio y el significado de cuanto en la selva había, hasta
que cada crujido bajo la yerba; cada soplo del tibio aire de la noche;
cada nota lanzada por el buho sobre su cabeza; cada ruido que producen
los murciélagos, arañando, al descansar por un momento en un árbol;
cada rumor que causa el pececillo al saltar en una balsa, significaron
para él tanto como el trabajo de su oficina significa para el hombre de
negocios. Cuando no aprendía algo se sentaba á tomar el sol ó dormía, y
luego á comer y á dormir de nuevo; cuando sentía necesidad de limpieza,
ó le molestaba el calor, se iba á nadar en las lagunas del bosque; en
fin, cuando necesitaba miel (Baloo le había dicho que miel con nueces
era comida tan delicada como la carne cruda), se encaramaba á los
árboles para buscarla, y quien le enseñó á hacer esto fué Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y le llamaba diciendo: «Ven acá,
Hermanito,» y al principio Mowgli se agarraba torpemente, como el
_perezoso_; mas luego saltaba por entre las ramas, de una á otra,
con todo el aplomo de un mono gris. Ocupó, también, su puesto en el
Consejo de la Peña, al reunirse la manada, y allí descubrió que mirando
fijamente á un lobo le obligaba á bajar los ojos, lo que fué causa de
que lo hiciera á menudo por mera diversión. Otras veces arrancaba de
la piel de sus amigos las largas espinas que se les clavaban en ella;
porque los lobos sufren horriblemente con las espinas y cadillos que
se les quedan entre las lanas. Descendía también por la ladera de
la colina, en plena noche, hasta llegar á las tierras de cultivo, y
miraba curiosamente á los campesinos en sus chozas; pero desconfiaba
de ellos, porque Bagheera le había enseñado una caja cuadrada con una
puerta que se hundía al pisarla, y con tanta habilidad colocada entre
la maleza que casi cayó él dentro. Bagheera le dijo que era una trampa.
Nada fué tan de su gusto como perderse con la pantera por entre las
tibias profundidades del bosque, dormir durante todo el pesado día, y
contemplar por la noche cómo Bagheera se dedicaba á la caza. Mataba
ella á diestro y siniestro según su apetito, y lo mismo hacía Mowgli,
con una sola excepción. En cuanto tuvo suficiente edad para hacerse
cargo de las cosas, Bagheera le dijo que se abstuviera de poner mano
en cabeza alguna de ganado, porque su propia vida había sido rescatada
mediante la entrega de un toro.

--Tuyo es cuanto hay en la selva, díjole Bagheera, y puedes matar todo
lo que tus fuerzas te permitan; pero, por la memoria del toro que
sirvió para comprar tu vida, no has de poner mano nunca en res alguna,
ni aun para comerla, sea joven ó vieja. Esto es lo que prescribe la Ley
de la Selva.

Mowgli obedeció estrictamente lo que se le mandaba.

Y creció, creció tan fuerte como debe de crecer el niño que no ha de
preocuparse en estudiar las lecciones que por modo natural aprende, y
para quién no hay otros cuidados que el de procurarse comida.

Una ó dos veces díjole mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y
que un día ú otro tendría que matarlo; pero, si un lobato se hubiera
acordado de este consejo á cada momento, Mowgli lo olvidó por completo,
como niño que era... aunque indudablemente él se hubiera calificado á
sí mismo de lobo á haber podido hablar en lengua alguna de las que usan
los hombres.

Continuamente Shere Khan le salía al paso, porque como Akela se hacía
ya viejo y perdía fuerzas cada día, el tigre cojo había llegado á tener
gran amistad con los lobos más jóvenes de la manada que le seguían para
recoger sus sobras, cosa que Akela no hubiera nunca tolerado á haberse
atrevido á ejercer su autoridad llevándola hasta el extremo.

En tales ocasiones, Shere Khan les halagaba manifestándose sorprendido
de que tan jóvenes y excelentes cazadores se dejaran guiar por un lobo
que estaba ya medio muerto y por un cachorro humano.

--Cuéntanme, les decía Shere Khan, que al hombrecito no os atrevéis á
mirarle en los ojos cuando os reunís en el Consejo.

Y los lobos le contestaban gruñendo, erizado el pelo.

Bagheera, que parecía estar en todas partes viéndolo y oyéndolo todo,
llegó á saber algo de esto, y más de una vez le explicó á Mowgli, en
pocas palabras, que Shere Khan había de matarle algún día; á lo que
Mowgli contestaba riéndose:

--Cuento con la manada y contigo; y hasta Baloo, con toda su pereza, no
dejaría de dar algunos golpes en mi defensa. ¿Á qué inquietarme, pues?

Un día en que el calor era extremado, ocurriósele á Bagheera una nueva
idea, nacida de algo que había oído. Tal vez á Ikki, el puerco espín,
debía la noticia, pero ello fué que dijo á Mowgli, cuando ambos estaban
en lo más profundo de la selva, y mientras el muchacho reclinaba la
cabeza sobre la hermosa, negra piel de Bagheera:

--¿Cuántas veces te he dicho, Hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?

--Tantas como frutos tiene esta palmera, contestó Mowgli que,
naturalmente, no sabía contar. ¡Bueno! ¡Y qué! tengo sueño, Bagheera, y
Shere Khan no tiene más que mucha cola y muchas palabras... como Mao,
el pavo real.

--No es ésta hora de dormir. Baloo sabe lo que te digo; lo sabe la
manada, y sábenlo hasta los infelices, los simplícisimos ciervos. Á tí
mismo, además, te lo ha dicho Tabaqui.

--¡Oh! contestó Mowgli. Vínome, no ha mucho, con impertinencias de
que si yo era un desnudo _cachorro de hombre_ y que no servía ni para
desenterrar raíces; pero lo cogí por la cola y le dí contra una palmera
un par de veces para enseñarle á tener mejores modales.

--¡Valiente tontería! Porque aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera
dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, Hermanito! Shere
Khan no se atreve á matarte en la selva; pero acuérdate de que Akela es
ya muy viejo, y no tardará en llegar el día en que le será imposible
cazar un sólo gamo. Ese día dejará de ser jefe. Muchos de los lobos
que te admitieron cuando fuíste presentado al Consejo son ya viejos
también, y los jóvenes creen, porque así se lo ha enseñado Shere Khan,
que un cachorro humano no tiene derecho á estar en la manada. Dentro de
poco serás ya un hombre.

--¿Qué es, pues, un hombre, que no puede juntarse con sus hermanos?
dijo Mowgli. En la selva nací; su Ley he obedecido, y no hay un sólo
lobo, entre los nuestros, de cuyas patas no haya yo arrancado alguna
espina. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Tendióse Bagheera cuan larga era, y, con los ojos medio cerrados, dijo:

--Toca ahí, Hermanito, bajo mi quijada.

Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y debajo mismo de la sedosa
barbilla de Bagheera, donde los enormes y rodantes músculos quedaban
ocultos por el luciente pelo, halló un espacio raído.

--Nadie, en toda la extensión de la selva, sabe que yo, Bagheera, tenga
esta marca... la marca que deja el collar; y, sin embargo, Hermanito,
yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre... en las
jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Este fué el motivo que me indujo
á pagar por tí el precio convenido en el Consejo cuando no eras más que
un desnudo cachorrillo. Sí, también yo nací entre los hombres. La selva
era desconocida para mí.

Alimentábanme en gamellas de hierro tras los barrotes de la jaula,
hasta que una noche despertó en mí el sentimiento de que yo era
Bagheera, la pantera, y no un juguete para diversión de los hombres,
y entonces rompí de un zarpazo el estúpido cerrojo y me escapé; y
precisamente porque había aprendido las costumbres de los hombres
llegué á infundir en la selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?

--Sí, dijo Mowgli: todos en la selva temen á Bagheera..., todos,
excepto Mowgli.

--¡Oh!... Tú eres un cachorro humano, dijo con gran ternura la pantera
negra, y del propio modo que yo he vuelto á mi selva, así debes tú
volver, al fin, á donde están los hombres... los hombres que son tus
hermanos. Esto, si no te matan antes en el Consejo.

--Pero ¿por qué? ¿Por qué ha de querer nadie matarme? dijo Mowgli.

--Mírame, contestóle Bagheera. Y Mowgli la miró fijamente en los ojos.
La enorme pantera volvió, al cabo de algunos momentos, la cabeza.

--Por _esto_, dijo mudando de posición una de sus patas y colocándola
sobre un lecho de hojas. Hasta á mí me es imposible mirarte en los
ojos, y eso que yo nací entre los hombres, y te quiero, Hermanito. Los
otros te odian porque su mirada no puede resistir el choque de la tuya;
porque eres sabio; porque has arrancado espinas de sus patas... porque
eres un hombre.

--No sabía nada de eso, contestó con aspereza Mowgli, arrugando las
negras y pobladas cejas.

--¿Cuál es la Ley de la Selva? Pega primero y avisa después. Hasta por
tu propio descuido conocen que eres un hombre. Pero sé prudente. Me da
el corazón que en cuanto á Akela se le escape el primer gamo sobre el
cual se arroje (y cada día va haciéndosele más difícil el apoderarse
de los gamos que persigue), la manada se pondrá en contra de él y de
tí. Celebraráse un Consejo de la Selva en la Peña, y entonces... y
entonces... Ya tengo una idea, dijo Bagheera levantándose de un salto.
Vete inmediatamente á donde los hombres tienen sus chozas, allá en el
valle, y coge una parte de la Flor Roja que allí cultivan, á fin de que
en el momento oportuno puedas contar con un apoyo más fuerte que yo, ó
que Baloo, ó los que bien te quieren en la manada. Anda, ve á buscar la
Flor Roja.

Lo que Bagheera quería significar al hablar de la Flor Roja era el
fuego; pero no hay en toda la selva ser viviente que quiera llamar al
fuego por su nombre. Sienten ante él todas las fieras un miedo mortal,
é inventan cien maneras diferentes de describir lo que tal pavor les
causa.

--¿La Flor Roja? dijo Mowgli. Es la que á la hora del crepúsculo crece
fuera de las chozas. Yo la cogeré.

--Así deben hablar los cachorros de los hombres, dijo Bagheera con
orgullo. Acuérdate de que la flor crece en unas macetas pequeñas.
Arrebatas una y la guardas para cuando llegue la hora en que puedas
necesitarla.

--¡Bueno! dijo Mowgli. Allá voy. Pero ¿estás segura, ¡Bagheera mía! (y
al decir esto le deslizó un brazo en torno del espléndido cuello y la
miró profundamente en los grandes ojos), estás segura de que todo esto
es obra de Shere Khan?

--Por el Cerrojo que me dió la libertad, te aseguro que sí, Hermanito.

--Pues, entonces, por el Toro que sirvió para comprar mi vida, te
prometo que voy á saldar mis cuentas con Shere Khan, y es posible que
le pague aun algo más de lo que le debo. Al decir esto salió disparado.

--He aquí á un hombre... todo un hombre, dijo, entre sí, Bagheera,
tendiéndose en el suelo nuevamente. ¡Ah, Shere Khan, nunca te metiste
en más funesta cacería que en la de esta rana, diez años atrás!

Mowgli había ido alejándose por el interior del bosque, á todo correr,
ardiéndole el corazón en el pecho. Llegó á la cueva á la hora en que
comenzaba á elevarse la niebla vespertina, paróse para tomar aliento,
y miró hacia el fondo del valle. Los lobatos habían salido, pero mamá
Loba, desde las profundidades de la caverna, conoció por el modo de
respirar que algo le pasaba á su _rana_.

--¿Qué hay, hijo? exclamó.

--Charlatanismos, propios de murciélago, de ese Shere Khan, respondió
Mowgli. Esta noche cazo en terreno labrantío, añadió, y enseguida
hundióse entre los arbustos, dirigiéndose hacia el sitio por donde
corrían las aguas en el fondo del valle. Detúvose allí porque oyó los
salvajes alaridos de la cacería en que se hallaba la manada; el mugido
del _sambhur_ cuando le persiguen; el resoplar del gamo que se ve
acorralado. Entonces resonó un coro de perversos é insultantes aullidos
que partían de los lobos más jóvenes:

--¡Akela! ¡Akela! Dejad que el Lobo Solitario muestre su fuerza,
decían. ¡Paso al Jefe de la manada! ¡Salta, Akela!

El Lobo Solitario debió de saltar, sin duda, equivocando el golpe,
porque Mowgli oyó el castañeteo de los dientes y luego una especie de
ladrido cuando el _sambhur_ le hizo rodar por el suelo empujándole con
las patas delanteras.

No esperó ya más para ver lo que sucedía. Siguió adelante, y los
gritos fueron oyéndose cada vez más débiles á medida que se alejaba en
dirección á las tierras de labor, en las cuales vivían los campesinos.

--Bagheera estaba en lo cierto, dijo resollando fuerte, mientras se
arrellanaba sobre unos forrajes que halló bajo la ventana de una choza.
Mañana será un día importante para Akela y para mí.

Pegó, entonces, la cara á la ventana, y miró el fuego que ardía en el
suelo. Vió á la mujer del labriego levantarse y arrojar, por la noche,
sobre las llamas, unos pedazos de algo negro; y al llegar la mañana,
cuando todo estaba envuelto en blanca y fría neblina, vió á un rapaz,
hijo del campesino, coger una especie de maceta de mimbres, enjalbegada
interiormente con tierra, llenarla de encendidas brasas, colocarla bajo
una manta, y salir para cuidar de las vacas en el establo.

--¿Y esto es todo? dijo Mowgli. Si un cachorro como éste puede hacerlo,
entonces nada hay que temer. Dobló la esquina de la casa, corrió hacia
el muchacho, le arrebató aquélla especie de maceta y desapareció
con ella entre la niebla, mientras el chico se quedaba chillando
atemorizado.

--Mucho se me parecen, dijo Mowgli, soplando en la maceta, como había
visto que la mujer hacía. Esto se me va á morir si no lo alimento,
añadió. Y comenzó á arrojar ramitas de árbol y cortezas secas sobre
aquella materia de un rojo tan vivo. Hacia media colina hallóse con
Bagheera, cuya piel, con el rocío matinal, parecía salpicada de piedras
preciosas.

--Akela ha errado el golpe; dijo la pantera. Á no haber sido porque te
necesitaban también á tí, lo hubieran muerto ayer noche. En busca tuya
fueron á la colina.

--Yo andaba, entonces, por las tierras de labor. Ya estoy listo. ¡Mira!

Y Mowgli levantó la especie de maceta llena de fuego.

--¡Bien! Ahora falta otra cosa: yo he visto á los hombres arrojar una
rama seca sobre esto, y al poco rato la Flor Roja se abría al extremo
de la rama. ¿No tienes miedo de hacer otro tanto?

--No. ¿Por qué he de tenerlo? Recuerdo ahora (si no es todo ello
un sueño) como, antes de ser lobo, me acosté junto á la Flor Roja,
hallándola caliente y agradable.

Todo el día lo pasó Mowgli sentado en la caverna, cuidando de su maceta
y metiendo en ella ramas secas, para ver el efecto que producían
después. Halló una á su gusto, y, al anochecer, cuando Tabaqui llegó á
la cueva y le dijo, con harta rudeza, que le necesitaban en el Consejo
de la Peña, se estuvo riendo hasta que Tabaqui echó á correr. Entonces
se dirigió hacia el Consejo, pero riéndose aún.

Akela, el Lobo Solitario, estaba echado junto á su roca, como signo de
que la jefatura de la manada se hallaba vacante, y Shere Khan, con su
cohorte de lobos ahitos de sus sobras, paseábase de un lado á otro con
aire resuelto y satisfecho. Bagheera estaba echada junto á Mowgli, y
éste tenía, entre las piernas, la maceta del fuego. Cuando estuvieron
todos reunidos, Shere Khan empezó á hablar, lo que jamás se hubiera
atrevido á hacer en los buenos tiempos de Akela.

--No tiene derecho á esto, murmuró Bagheera. Díselo. Ese es de casta de
perro: verás como se atemoriza.

Mowgli púsose en pie.

--¡Pueblo libre! gritó, ¿es, acaso, Shere Khan quien dirige la manada?
¿Qué tiene que ver un tigre con nuestra jefatura?

--Viendo que el puesto está vacante, y habiéndoseme suplicado que
hablara... comenzó á decir Shere Khan.

--¿Quién lo ha suplicado? ¿Por ventura nos hemos vuelto todos chacales
para estar adulando á este carnicero, matador de reses? La jefatura de
la manada pertenece exclusivamente á miembros de la manada misma.

Oyéronse feroces aullidos que significaban:

--¡Silencio, _cachorro de hombre_!

--Dejadle hablar. Ha observado fielmente nuestra Ley.

Al fin los ancianos de la manada gritaron con voz tonante:

--¡Dejad que hable el Lobo Muerto!

Cuando un jefe de la manada ha errado el golpe en la caza, dejando de
matar á la pieza que perseguía, recibe el nombre de Lobo Muerto en todo
lo que le queda de vida, que no es mucho por regla general.

Akela levantó con aire de fatiga la cabeza en que la vejez había
impreso su sello:

--¡Pueblo Libre, dijo, y vosotros también, chacales de Shere Khan!
Durante doce estaciones os he llevado á la caza, y de ella os he
vuelto sin que ni uno de vosotros cayera en trampa alguna ó quedara
inutilizado. Ahora he errado el golpe. Bien sabéis cómo vosotros mismos
me llevasteis á atacar á un gamo que no había sido corrido previamente,
para que así se viera más clara mi debilidad. Hábiles han sido vuestros
manejos. Tenéis derecho á matarme ahora mismo, aquí, en el Consejo de
la Peña. Por lo tanto no pregunto más que esto: ¿quién es el que va á
quitar la vida al Lobo Solitario? Porque también á mí me asiste otro
derecho, según la Ley de la Selva: el de exigir que os acerquéis á mí
uno á uno.

Reinó entonces prolongado silencio, porque á ningún lobo le parecía muy
agradable el tener un duelo á muerte con Akela.

De pronto Shere Khan rugió:

--¡Bah! ¿Qué nos importa lo que diga ese viejo chocho y sin dientes?
¡No tardará en morirse! El hombrecito ese es quien ha vivido ya
demasiado... ¡Pueblo Libre! Mi presa fué desde el primer día: dádmelo.
Cansado estoy ya de ese loco empeño de hacer de él un hombre-lobo.
Durante diez estaciones no ha hecho más que molestar á todo el mundo
en la Selva. Dadme á ese hombrecito, ó de lo contrario os prometo que
he de cazar siempre aquí y no he de daros ni un solo hueso. El es un
hombre, un chiquillo de los que los hombres tienen, y yo le odio hasta
los tuétanos.

Entonces, más de la mitad de los lobos que formaban la manada aulló:

--¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tiene que ver con nosotros hombre
alguno? ¡Qué se vaya con los suyos!

--¿Y que vaya á alzar contra vosotros á toda la gente de los pueblos?
No: dádmelo á mí. Es un hombre, y ninguno de nosotros puede mirarle de
hito en hito en los ojos.

Akela levantó de nuevo la cabeza y dijo:

--De lo nuestro ha comido; con nosotros durmió hasta hoy; nos ha
proporcionado caza; nada ha hecho que sea contrario á la Ley de la
Selva...

--Además, yo pagué por él un toro cuando se le aceptó. Poco vale
un toro; pero el honor de Bagheera es algo por lo cual acaso esté
dispuesta á pelearse, dijo la pantera con voz que suavizó cuanto pudo.

--¡Un toro que fué pagado diez años atrás! gruñeron entre dientes los
lobos de la manada. ¡Qué nos importan unos huesos roídos hace ya diez
años!

--¿O, mejor, qué os importa una promesa? dijo Bagheera mostrando sus
blancos dientes por debajo del labio. ¡Bien os sienta ese nombre de
Pueblo Libre!

--Un cachorro humano no puede juntarse con el Pueblo de la Selva, rugió
Shere Khan. ¡Entregádmelo!

--Por todo es nuestro hermano, excepto por la sangre, siguió diciendo
Akela. ¡Y vosotros quisierais matarle aquí! En verdad que harto he
vivido. Algunos de vosotros se alimentan de ganado, y de otros he oído
decir que, bajo la dirección de Shere Khan, van de noche, protegidos
por la oscuridad, á robar niños á las mismas puertas de las aldeas.
De ello deduzco que sois cobardes, y que á cobardes estoy hablando.
Cierto que he de morir, y mi vida carece ya de valor, mas, á tenerlo,
yo la ofrecería en lugar de la del hombrecito. Pero por el honor de la
manada (una bagatela de la cual os habéis olvidado desde que estáis
sin jefe), yo os prometo que, si dejáis á ese hombre-cachorro volver
con los suyos, no he de enseñaros los dientes cuando me llegue la hora
de morir. Esperaré la muerte sin resistencia. Lo menos tres vidas se
ahorrarán así. No puedo hacer más; pero si asentís á lo que os digo, no
pasaréis por la vergüenza de matar á un hermano que ningún delito ha
cometido... un hermano cuya vida fué defendida y comprada, de acuerdo
con la Ley de la Selva, cuando se le incorporó á nuestra manada.

--¡Es un hombre... un hombre... un hombre! gruñeron los lobos, y la
mayor parte de ellos comenzó á agruparse en torno de Shere Khan, que se
azotaba los ijares con la cola.

--En tus manos está ahora el asunto, dijo Bagheera á Mowgli. Ni tú ni
yo podemos hacer ya más que luchar contra todos.

Púsose Mowgli en pie llevando entre las manos la maceta del fuego.
Estiró los brazos y bostezó mirando hacia el Consejo; pero estaba loco
de ira y de pena al ver que los lobos, procediendo como lo que eran, le
habían ocultado siempre el odio que por él sentían.

--¡Escuchadme! gritó. Ninguna necesidad hay de que estéis aquí
charlando como si fuerais perros. Tantas veces me habéis dicho ya esta
noche que soy un hombre (y en verdad que, por mi gusto, hubiera sido
un lobo hasta el fin de mi vida), que empiezo á comprender que estáis
en lo cierto. En adelante, no os llamaré ya hermanos míos, sino _sag_
(perros) como os llamaría un hombre. Lo que haréis, ó dejaréis de
hacer, no sois vosotros los llamados á decirlo. Asunto es éste que me
corresponde á mí; y para que podáis haceros cargo de él más claramente,
yo, el hombre, he traído aquí una pequeña porción de la Flor Roja que
tanto os atemoriza á vosotros, como perros que sois.

Arrojó al suelo la maceta del fuego, y algunas de las brasas prendieron
en un montón de seco musgo, que ardió al punto, mientras todo el
Consejo retrocedía aterrorizado al ver elevarse las llamas.

Lanzó Mowgli sobre el fuego la rama que llevaba, y cuando ésta se
encendió chisporroteando, comenzó á agitarla rápidamente por encima de
los acobardados lobos.

--Ya no hay aquí más amo que tú, dijo Bagheera en voz baja. Salva la
vida á Akela: fué siempre tu amigo.

Akela, el serio y ya viejo lobo que en su vida había pedido á nadie
misericordia, dirigió á Mowgli una triste mirada, mientras éste se
erguía completamente desnudo, la larga y negra cabellera caída sobre
los hombros, iluminado por las llamas de la encendida rama que agitaba
las sombras y las hacía temblar.

--¡Bueno! dijo Mowgli tendiendo pausadamente la mirada en torno suyo.
Veo que no sois más que unos perros. Os dejo para irme con mi gente...
si hay en el mundo semejante cosa. La selva es desde hoy campo vedado
para mí, y es fuerza que olvide vuestra amistad; pero voy á mostrarme
más generoso que vosotros: por la sola razón de que, exceptuando el ser
hermano por la sangre, yo lo he sido todo para vosotros, os prometo
que, cuando sea un hombre entre los hombres, no he de haceros traición,
como vosotros me la habéis hecho á mí.

Dió al fuego un puntapié, y el aire se llenó de chispas.

--No habrá guerra, prosiguió, entre nosotros. Pero antes de dejaros,
he de solventar una deuda. Dirigióse á grandes pasos hacia el sitio
donde Shere Khan estaba sentado sobre sus patas, parpadeando con aire
atontado al mirar las llamas, y cogióle por el puñado de pelo que tenía
bajo la barba. Bagheera siguió á entrambos, en previsión de lo que
pudiera ocurrir.

--¡Levántate, perro! gritó Mowgli. ¡Levántate cuando te habla un
hombre, ó, de lo contrario, te abraso la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta dejarlas como aplastadas sobre su
cabeza, y cerró los ojos, porque vió muy cerca de él la rama ardiendo.

--Ese cazador de reses dijo que me mataría en el Consejo, porque no
pudo matarme cuando yo no era más que un cachorro. Así es como nosotros
pagamos á los perros cuando llegamos á ser hombres. ¡Mueve no más que
uno de tus bigotes, Lungri, y te hundo la Flor Roja en el gaznate!

Pególe á Shere Khan en la cabeza con la rama, y el tigre gimoteó con
plañidera voz, como agonizante de terror.

--¡Bah! ¡Anda ahora, chamuscado gato de la Selva! Pero acuérdate de lo
que te digo: cuando yo vuelva al Consejo de la Peña, como es bien que
un hombre vuelva, será cubriendo mi cabeza con tu piel. Por lo demás,
Akela queda en libertad de vivir, y del modo que mejor guste. No le
mataréis, porque no es ésta mi voluntad. Ni pienso, tampoco, que vais á
estar aquí más tiempo con la lengua colgando, como si fuerais algo más
que perros que yo arrojo de este lugar... Por lo tanto ¡largo de ahí!

Ardía furiosamente el extremo de la rama, y Mowgli comenzó á vapulear
con ella, á derecha é izquierda, á los que formaban el círculo, con lo
cual echaron á correr los lobos aullando, al sentir que las chispas les
quemaban el pelo. No quedaron, al fin, más que Akela, Bagheera y unos
diez lobos que se habían puesto del lado de Mowgli. Entonces sintió
éste en su interior una pena como jamás la había experimentado antes,
y, tomando aliento, sollozó, y las lágrimas corrieron por su rostro.

--¿Qué es eso?... ¿Qué es eso? dijo. No quisiera abandonar la Selva, y
no sé qué es lo que me ocurre. ¿Me estoy muriendo, acaso, Bagheera?

--No, Hermanito. Eso no son más que lágrimas, como las que derraman los
hombres, díjole Bagheera. Ahora sí que eres _un hombre_, y no ya un
cachorro humano, como antes. En verdad que la Selva se ha cerrado para
tí desde hoy. Déjalas correr, Mowgli: no son más que lágrimas.

Sentóse, pues, Mowgli, y lloró como si el corazón fuera á rompérsele á
pedazos. Era la primera vez que lloraba.

--Ahora, dijo, me voy con los hombres. Pero antes he de despedirme de
mi madre; y así diciendo fuése á la caverna donde ella vivía junto con
papá Lobo, y sobre su piel derramó nuevas lágrimas, mientras los cuatro
lobatos aullaban tristemente.

--¿No me olvidaréis? dijo Mowgli.

--Nunca, mientras podamos seguir una pista, dijeron los cachorros.
Cuando seas un hombre, ven hasta el pie de la colina y hablaremos
contigo. Nosotros iremos también, de noche, á las tierras de cultivo, y
allí jugaremos juntos.

--¡Vuelve pronto! dijo papá Lobo. ¡Vuelve pronto, ranita sabia, porque
tanto tu madre como yo somos ya viejos!

--¡Vuelve pronto! repitió mamá Loba, desnudito hijo mío; porque... oye
lo que voy á decirte... siempre te he querido á tí más, con todo y ser
hijo de un hombre, que á mis cachorros.

--Sin duda que volveré, dijo Mowgli; y cuando lo haga será para tender
sobre la Peña del Consejo la piel de Shere Khan. ¡No me olvidéis!
¡Decidles á todos en la Selva que tampoco me olviden nunca!

Rayaba el alba cuando Mowgli bajó de la colina, completamente solo,
para ir en busca de esos misteriosos seres que se llaman hombres[5].


                =Canción de caza de la manada de Seeonee=

    Al rayar la aurora--el _sambhur_ baló
        ¡una, dos veces, tres!
    y del lago donde--va el ciervo á beber
        un gamo saltó--un gamo saltó.
    Yo sólo, en acecho,--lo he podido ver,
        ¡una, dos veces, tres!

    Al rayar la aurora--el _sambhur_ baló
        ¡una, dos veces, tres!
    Y atrás volvió un lobo,--volvió un lobo atrás
        la nueva llevando--pronto á los demás:
    de la hallada pista--nos vamos detrás,
        ¡una, dos veces, tres!

    Al rayar la aurora--la tribu rugió
        ¡una, dos veces, tres!
    ¡Pies que van pisando--sin huella dejar!...
        ¡Ojos que en la noche--ven claro al mirar!...
    ¡Y gritos y estruendo--y torna á escuchar!...
        ¡Una, dos veces, tres!

                            [Ilustración]


                                NOTAS:

[4] Usa el autor palabras de su invención para remedar las voces de
los animales. Consérvolas lo mismo, ó casi lo mismo, en la traducción,
suprimiendo, á veces, alguna letra, inútil en castellano.--N. DEL T.

[5] No es éste el único cuento del _Libro de las tierras vírgenes_
en que aparece la figura de Mowgli. Repetidas veces la pone el autor
en escena, sin seguir un riguroso orden, saltando de unos á otros
asuntos en cada cuento. Fácilmente hubieran podido agruparse todos
los relativos á Mowgli formando serie, y tengo noticia de que hay
una edición norteamericana de esta obra que así lo ha hecho. Aquí se
publican en la misma forma en que se hallan en las obras completas del
autor. (Macmillan and C.^o, Londres, 1899).

                             [Ilustración]



                            LA CAZA DE KAA

                    Sus manchas son orgullo del Leopardo,
                          sus cuernos son del búfalo el honor.
                    Sé limpio, que la fuerza del que caza
                          se juzga de la piel por el color.
                    Si te ocurre que un toro te voltea,
                          ó pruebas del _sambhur_ una cornada,
                    no dejes el trabajo por contarlo,
                          que es cosa que tenemos ya olvidada.
                    Nunca maltrates al cachorro ajeno;
                          mírale como á un hijo de tu padre,
                    que, aunque pequeño y torpe, es muy posible,
                          que á una osa, tal vez, tenga por madre.
                    ¡No hay nadie como yo! dice el cachorro,
                          cuando derriba la primera pieza;
                    pero grande es la Selva y él pequeño;
                          deja que piense en calma, que ahora empieza.

                                              _Máximas de Baloo._


Cuanto aquí se refiere ocurrió algún tiempo antes de que Mowgli fuera
arrojado de la manada de lobos de Seeonee, y se vengara de Shere Khan,
el tigre. Era en la época en que Baloo le enseñaba la Ley de la Selva.
El serio, viejo y enorme oso pardo estaba contentísimo con un discípulo
tan listo, porque los lobatos no quieren aprender de la Ley de la Selva
más que lo que se refiere á su propia manada y tribu; escapándose en
cuanto saben de memoria estas palabras de la «Canción de caza»: «Pies
que no causan el menor ruido; ojos que ven en la oscuridad; orejas que
pueden oir los diferentes vientos desde el cubil; blancos y afilados
dientes: todo esto son señales características de nuestros hermanos,
exceptuando á Tabaqui, el Chacal, y á la Hiena, que odiamos».

Pero Mowgli, que era un hombrecito, tuvo que aprender bastante más.
Algunas veces Bagheera, la pantera negra, se acercaba, curioseando por
la selva, para ver cómo le iba á su niño mimado, y, apoyando la cabeza
contra un árbol, escuchaba, con sordo ronquido, la lección que Mowgli
recitaba á Baloo. Sabía el muchacho trepar á los árboles casi tan bien
como nadar, y nadar casi con igual habilidad que correr; por lo cual
Baloo, el Maestro de la Ley, le enseñó las del Bosque y del Agua: cómo
puede distinguirse una rama carcomida de otra sana; cómo tenía que
hablar cortesmente á las abejas silvestres cuando encontrara una de sus
colmenas á quince metros sobre el nivel del suelo; qué es lo que había
de decir á Mang, el murciélago, cuando fuera á molestarle entre las
ramas en mitad del día; cómo tenía que avisar á las serpientes de agua
que viven en las lagunas, antes de lanzarse al agua entre ellas. Ni uno
sólo de los habitantes de la Selva gusta de que le molesten, y todos
están siempre muy dispuestos á arrojarse sobre los intrusos. Después de
esto, aprendió Mowgli también la «Consigna del cazador forastero», que
hay que ir repitiendo en alta voz hasta que sea contestada, siempre que
alguno de los habitantes de la Selva caza fuera de su propio terreno.
Traducida la consigna, significa: «Dame permiso para cazar aquí, porque
tengo hambre». Y la respuesta dice: «Caza, pues, para buscar comida,
pero no para tu recreo».

Todo esto os demostrará las muchas cosas que tuvo que aprender Mowgli
de memoria, llegando á cansarse ya de tanto repetir lo mismo más de
cien veces; pero es lo que le dijo Baloo á Bagheera un día en que hubo
que pegarle y el muchacho se marchó malhumorado:

--Un cachorro humano es un cachorro humano, y tengo el deber de
enseñarle _toda_ la Ley de la Selva.

--Pero ten presente lo pequeño que es, dijo la pantera negra, que
hubiera echado á perder á Mowgli si ella hubiera podido educarle á su
modo. ¿Cómo pueden caber en cabeza tan chica todos tus largos paliques?

--¿Hay, acaso, en la Selva cosa alguna que de puro pequeña no pueda
matarse? No. Pues bien: por esta razón le enseño todo eso, y por lo
mismo le pego, con mucha suavidad, cuando se le olvida algo.

--¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú de suavidades, viejo Patas-de-hierro?
gruñó Bagheera. Toda la cara le has llenado hoy de cardenales con tu...
suavidad. ¡Uf!...

--Valdría más que estuviera lleno de cardenales de cabeza á pies,
mientras fueran causados por mí, que le quiero, que no que le ocurriera
alguna desgracia por ignorancia, contestó Baloo con suma gravedad.
Ahora le estoy enseñando las Palabras Mágicas de la Selva, que han
de protegerle contra los pájaros, contra el Pueblo de las Serpientes
y contra todo cuadrúpedo que caza, excepto contra su propia manada.
Desde hoy, con sólo recordar tales palabras, podrá ya pedir protección
á todos los habitantes de la Selva. ¿No vale esto la pena de recibir
algunos golpes?

--Bien, pero cuidado con matar al hombrecito. No es ningún tronco de
árbol para que vayas á afilar en él tus embotadas garras. Pero, dime,
¿qué Palabras Mágicas son ésas de que estás hablando? Más probable es
que tenga yo que prestar ayuda á alguien, que pedirla (y, al decir
esto, estiró Bagheera una de sus patas, contemplando con admiración
los acerados cinceles de sus garras); sin embargo, añadió, me gustaría
saberlo.

--Llamaré á Mowgli y él te dirá esas palabras... si se le antoja. ¡Ven,
Hermanito!

--Tengo la cabeza como un árbol lleno de abejas que zumban, dijo por
encima de los que hablaban una vocecilla malhumorada, y Mowgli, en el
colmo de la indignación, se deslizó por el tronco de un árbol añadiendo
al echar pie á tierra:

--¡Si vengo es por Bagheera y no por tí, Baloo, viejo gordiflón!

--Lo mismo me da, dijo Baloo, aunque le hiriera en lo vivo y le apenara
la contestación. Dile, pues, á Bagheera las Palabras Mágicas de la
Selva, que te he enseñado hoy.

--¿Las Palabras Mágicas... para qué Pueblo? dijo Mowgli contentísimo al
ver la ocasión que se le ofrecía para exhibirse. En la Selva hay muchos
lenguajes. Yo los sé todos.

--Algo de ellos sabes, pero no mucho. ¿Ves, Bagheera? Nunca se muestran
agradecidos con quien les enseña. Jamás un sólo lobato ha venido á dar
las gracias á Baloo por sus enseñanzas. Vamos, dí, pues, las palabras
para el Pueblo Cazador... ¡gran sabio!

--«Tú y yo somos de la misma sangre», dijo Mowgli dando á las palabras
el acento especial de oso que usan todos los que cazan allí.

--Bueno. Ahora las que sirven para los pájaros.

Repitiólas Mowgli, terminando la frase con el silbido característico
del milano.

--Ahora las que son para el Pueblo de las Serpientes, dijo Bagheera.

La contestación fué un silbido indescriptible, tras el cual hizo
Mowgli una salvaje pirueta, batió palmas para celebrar su propia
habilidad y de un salto se colocó sobre el lomo de Bagheera, sentándose
de medio lado y dándole con los talones sobre la reluciente piel,
mientras le hacía á Baloo las más horrorosas muecas.

--¡Ea! ¡Ea! ¡Bien merecido tenías el cardenal! dijo, con ternura,
el oso pardo. Algún día me lo agradecerás. Volvióse, entonces, para
decirle á Bagheera cómo había pedido á Hathi, el Elefante Salvaje, que
sabe todas esas cosas, que le dijera las Palabras Mágicas, y, cómo
Hathi llevó á Mowgli á una laguna para obtener de una serpiente de agua
la Palabra que sirve para todas las Serpientes, porque Baloo no podía
pronunciarla; finalmente, cómo Mowgli podía considerarse ya á salvo de
todas las eventualidades que pudieran presentársele en la Selva, porque
ni serpientes, ni pájaros, ni fieras le causarían daño alguno.

--No hay que temer á nadie, dedujo de lo expuesto Baloo, dándose suaves
golpecitos con aire de orgullo sobre el enorme y peludo vientre.

--Excepto á los de su propia tribu, dijo Bagheera para sí. Y añadió
luego, en voz alta, dirigiéndose á Mowgli:

--¡Ten un poco de cuidado con mis costillas, Hermanito! ¿Qué significa
tanto bailoteo?

Mowgli había intentado repetidas veces hacerse oir estirándole á
Bagheera la piel del hombro y dándole fuertemente con los pies.

Cuando los dos le escucharon gritó á voz en cuello:

--De modo que yo tendré una tribu de mi propiedad y la dirigiré por
entre las ramas durante todo el día.

--¿Qué nueva locura es ésa? ¿Ya estás haciendo castillos en el aire?
dijo Bagheera.

--Sí, y le tiraré ramas y porquería al viejo Baloo, continuó diciendo
Mowgli. Me lo han prometido. ¡Ah!

--_¡Woof!_ La gruesa pata de Baloo arrojó á Mowgli del sitio en que
estaba sentado sobre la espalda de Bagheera, y desde el suelo donde,
frente á sus patas delanteras, quedó tendido, pudo ver que el oso
estaba incomodado.

--Mowgli, dijo Baloo, tú has hablado con los _Bandar-log_ (el Pueblo de
los Monos).

Mowgli miró á Bagheera para ver si la pantera se había incomodado
también, y vió que los ojos de ésta tenían tan dura expresión como si
fueran dos piedras de jade.

--Tú has estado con el Pueblo de los Monos... con los monos grises...
el pueblo sin Ley... los que comen cuanto se les presenta. ¡Qué
vergüenza!

--Cuando Baloo me hizo daño en la cabeza, dijo Mowgli que seguía aún
tendido de espaldas, me marché, y entonces los monos grises bajaron de
los árboles y se acercaron compadeciéndome. Nadie más que ellos me hizo
caso. Y al decirlo, su voz se alteró un poco.

--¡La piedad del Pueblo de los Monos! refunfuñó Baloo. ¡La quietud del
torrente que baja del monte! ¡El fresco de un sol de verano! ¿Y qué
ocurrió después, hombrecito?

--Después... después... Diéronme nueces y muy buenas cosas que comer,
y... y me llevaron en brazos á lo más alto de los árboles... y dijeron
que yo era su hermano, que éramos de la misma sangre, sólo que yo no
tenía cola, y que algún día sería su jefe.

--No tienen jefe, dijo Bagheera. Mienten. Siempre han mentido.

--Conmigo fueron muy amables y me rogaron que volviera á verles. ¿Por
qué no me habéis llevado nunca á donde está el Pueblo de los Monos?
Andan en dos pies como yo. No me pegan, no tienen las patas duras...
Juegan todo el día. ¡Dejadme subir á donde están ellos! ¡Baloo, malo!
¡Déjame subir! Jugaremos otra vez.

--Oye, hombrecito, dijo el oso, y su voz retumbó como un trueno en
noche calurosa. Te he enseñado toda la Ley de la Selva para que te
sirva con todos los pueblos que en la selva existen... excepto el de
los Monos que viven en los árboles. Esos no tienen Ley. Esos son los
repudiados de todo el mundo. No poseen lenguaje propio, sino que usan
palabras robadas que oyen por casualidad cuando escuchan, y atisban, y
están en acecho allá arriba en las ramas. Su camino no es el nuestro.
No tienen jefes. No tienen memoria. Presumen, y charlan, y pretenden
ser un gran pueblo ocupado en asuntos importantísimos; pero la caída
de una nuez desde el árbol les provoca la risa y basta para que todo
lo olviden. Nosotros, los de la Selva, no nos tratamos con ellos. No
bebemos donde los monos beben; no vamos á donde los monos van; no
cazamos donde ellos cazan; no morimos donde ellos mueren. ¿Me has oído
antes de ahora hablar de los _Bandar-log_?

--No, dijo Mowgli en voz muy baja, pues el silencio fué completo en el
bosque, en cuanto calló Baloo.

--El Pueblo de la Selva los tiene desterrados de su boca y de su
pensamiento. Son muchísimos, malos, sucios, desvergonzados, y desean,
si es que puede decirse de ellos que tengan algún deseo fijo, llamar
nuestra atención. Pero nosotros no les hacemos caso, ni siquiera cuando
arrojan sobre nuestras cabezas nueces é inmundicias.

Apenas había acabado de hablar cuando una lluvia de nueces y de ramas
cayó desde las copas de los árboles, mientras se oían toses, aullidos y
rumor de saltos por entre el ramaje.

--Al Pueblo de la Selva, dijo Baloo, le está _prohibido_ todo trato
con el Pueblo de los Monos. Acuérdate.

--_Prohibido_, dijo Bagheera; pero paréceme que Baloo debía haberte
prevenido antes contra ellos.

--¿Yo?... ¿Yo? ¿Cómo podía yo adivinar que iba á ocurrírsele el jugar
con gentuza de esta calaña? ¡El Pueblo de los Monos! ¡Qué asco!

Nueva lluvia cayó sobre ellos, y ambos echaron á correr hacia otro
sitio, llevándose consigo á Mowgli.

Lo que Baloo había dicho de los monos era la pura verdad. Ellos vivían
en las copas de los árboles, y como las fieras rara vez miran hacia lo
alto, no se ofrecía nunca la ocasión de que se cruzaran en el mismo
camino. Pero siempre que veían un lobo enfermo, un tigre herido ó
un oso, los monos se divertían en atormentarle, y arrojaban palos y
nueces á cualquier fiera, sólo por divertirse y por el gusto de llamar
la atención. Entonces aullaban, chillaban luego canciones sin sentido
alguno, invitando al Pueblo de la Selva á encaramarse en sus árboles
para pelear, ó bien se enredaban en furiosas batallas entre ellos
mismos por cualquier fruslería, y dejaban después los muertos donde el
Pueblo de la Selva pudiera verlos. Siempre estaban á punto de tener un
jefe, de poseer leyes y usos propios, pero nunca lo lograban, porque de
un día al otro se les borraba todo de la memoria, y así se contentaban
con decir constantemente esta misma frase: «Lo que los _Bandar-log_
piensan ahora toda la Selva lo pensará después,» y esta idea les
consolaba. Ninguna de las fieras podía llegar hasta sus alturas; pero,
por otra parte, ninguna se fijaba en ellos, y de ahí su alegría cuando
vieron que Mowgli iba á buscarles para mezclarse en sus juegos y que
esto irritaba grandemente á Baloo.

No se propusieron pasar de ahí, porque los _Bandar-log_ nunca se
proponen nada; pero ocurriósele á uno de ellos una idea que le pareció
magnífica, y la expuso á los demás, persuadiéndoles de que convenía á
la tribu conservar á una persona tan útil como Mowgli, porque él sabía
entrelazar ramas de modo que protegieran contra el viento, y así, si le
cogían, podrían obligarle á que les enseñara. Claro es que Mowgli, como
hijo de leñador, había heredado de su padre toda clase de instintivas
habilidades, y solía construir chozas con las ramas caídas, sin pensar
siquiera en que tal cosa supiese hacer; mas el Pueblo de los Monos,
observándolo desde los árboles, consideraba aquel simple juego como una
maravilla. Lo que es esta vez, decían, iban, verdaderamente, á tener
un jefe, y á ser el pueblo más sabio de toda la Selva... tan sabio que
á todos causaría admiración y envidia. Siguieron, como consecuencia de
todo esto, con el mayor sigilo, á Baloo, Bagheera y Mowgli á través de
la selva, hasta que llegó la hora de la siesta, y Mowgli, que se sentía
en realidad avergonzado de sí mismo, se durmió entre la pantera y el
oso, resolviendo no tener más tratos con el Pueblo de los Monos.

Después de esto, lo único que recordó fué el haber sentido el contacto
de unas manos sobre sus piernas y brazos (manos duras, fuertes y
chiquitas), y en seguida el choque de unas ramas en la cara, y luego
el hallarse mirando hacia abajo á través del movedizo ramaje, mientras
Baloo despertaba á toda la selva con sus roncos gritos y Bagheera
saltaba tronco arriba del árbol, enseñando todos los dientes. Aullaron
los _Bandar-log_ con aire de triunfo, y se acogieron, jugueteando, á
las más altas ramas, donde Bagheera no se atrevió á seguirlos. Entre
tanto gritaban:

--¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se ha fijado en nosotros! ¡Todo
el Pueblo de la Selva nos admira por nuestra habilidad y astucia!

Comenzaron, entonces, su huída, y esa huída del Pueblo de los
Monos á través del país arbóreo es una de las cosas verdaderamente
indescriptibles. Tienen sus caminos reales y sus atajos, sus subidas y
bajadas, todo trazado á quince, veinte ó treinta metros sobre el nivel
del suelo, y por allí pueden viajar hasta de noche, si es preciso.
Dos de los monos más fuertes cogieron á Mowgli por los sobacos, y se
lo llevaron atravesando las copas de los árboles, dando saltos de
una altura como de seis metros. Á haber ido completamente libres, su
velocidad hubiera sido mayor; pero el peso del muchacho les embarazaba
y detenía algo. Por más que se sintiera mareado y medio enfermo, Mowgli
no pudo menos de deleitarse en aquella loca carrera, aunque los trozos
de tierra que vislumbraba allá abajo le aterrorizaban, y aquel pararse
y partir de nuevo al fin de cada balanceo en el vacío le tenía con el
alma en un hilo. Llevábanle sus acompañantes hacia lo más alto de la
copa de un árbol, hasta que sentía crujir y doblarse con su peso las
más delgadas ramas de la cima, y entonces, con un fuerte resoplido, se
arrojaban al aire, avanzando y descendiendo á la vez, para elevarse
de nuevo y quedar colgados, por las manos ó por los pies, de las
ramas más bajas del próximo árbol. Á veces divisaba millas y millas
de extensión en que todo era quieta y verde selva, de igual modo que
un hombre encaramado en un mástil abarca con la mirada, en el mar,
millas enteras, y entonces el ramaje le sacudía la cara, y él y su guía
llegaban casi al nivel del suelo. De tal suerte, saltando, y haciendo
ruido, y resoplando fuertemente, y dando chillidos, la tribu entera
de los _Bandar-log_ pasó por sus caminos trazados en los árboles,
llevando prisionero á Mowgli.

Hubo un momento en que temió éste que le dejaran caer, y entonces
comenzó á ponerse de malhumor; pero, como era demasiado listo para
rebelarse abiertamente, se limitó á pensar qué haría. Lo primero que se
le ocurrió fué avisar á Baloo y á Bagheera, porque, al ver la velocidad
con que huían los monos, bien se le alcanzaba que sus amigos iban á
quedarse muy rezagados. Era completamente inútil mirar hacia abajo,
pues nada podía ver más que las puntas de las ramas á uno y otro lado,
y así dirigió hacia arriba sus miradas, logrando divisar á lo lejos,
en la azul inmensidad, á Rann, el milano, balanceándose y describiendo
curvas en el aire, mientras vigilaba la selva, esperando que los seres
se murieran en ella. Vió Rann que los monos se habían apoderado de
algo que se llevaban, y abatió el vuelo algunos centenares de metros
para averiguar si aquella presa era comestible. Al ver á Mowgli
arrastrado hasta lo más alto de la copa de un árbol, y al oirle gritar,
sorprendióse no poco el milano y le contestó con un silbido: «Tú y yo
somos de la misma sangre». La oleada de las ramas cerróse por encima
del muchacho; pero Rann se apartó con un balanceo hasta el árbol más
próximo en el preciso momento en que asomaba de nuevo la carita morena
de Mowgli.

--¡Sigue mi pista! gritó éste. ¡Avisa á Baloo, de la manada de Seeonee,
y á Bagheera, del Consejo de la Peña!

--¿En nombre de quién, hermano? dijo Rann, que nunca había visto á
Mowgli, aunque claro está que había oído hablar de él.

--En nombre de Mowgli, la Rana. ¡_El hombrecito_ es como me llaman!
¡Sigue mi pist...a!

Las últimas palabras las chilló cuando ya le balanceaban en el aire;
pero Rann movió la cabeza en señal de asentimiento, y se elevó hasta
que no parecía ya mayor que un grano de polvo, y allí cernióse
observando con el telescopio de sus ojos el moverse de las copas de los
árboles, al paso de la escolta de monos que conducía á Mowgli.

--No se alejarán mucho, no, dijo con risa ahogada. Nunca llevan á feliz
término lo que comienzan á realizar. Los _Bandar-log_ andan siempre
picoteando aquí y allá cosas nuevas. Pero lo que es esta vez, ó yo
estoy ciego, ó han picado en algo que va á darles qué hacer, porque
Baloo no es ningún polluelo que se caiga del nido, y bien sé yo que
Bagheera es muy capaz de matar algo más que cabras. Así diciendo,
mecióse en el aire, abiertas las alas, recogidas bajo el cuerpo las
patas, y esperó.

Entre tanto, Baloo y Bagheera andaban locos de furor y de pena.
Bagheera se encaramó á los árboles hasta donde nunca se atreviera á
llegar antes; pero quebráronse bajo su peso las delgadas ramas, y
resbaló hasta el suelo, llenas las garras de cortezas.

--¿Por qué no se lo advertiste al hombrecito? le decía rugiendo al
pobre Baloo, que sostenía un trote algo pesado, con la esperanza de
adelantarse á los monos. ¿De qué ha servido el que casi le mataras á
golpes si no habías de prevenirle contra esto?

--¡Date prisa! ¡Date prisa! Aún... aún podría ser que les alcanzáramos,
dijo Baloo jadeando.

--¡Al paso que vamos! No cansaría ni á una vaca herida. Maestro de la
Ley... azota-cachorros... con que tuvieras que agitarte del modo que lo
haces, durante un cuarto de legua de distancia, tendrías bastante para
reventar. ¡Descansa y piensa! Traza un plan. No es éste el momento de
perseguirles. Si les seguimos muy de cerca podrían dejarle caer.

--_¡Arrula! ¡Woo!_ Quizá lo han hecho ya, cansados de llevarle. ¿Quién
se fía de los _Bandar-log_? ¡Pon murciélagos muertos sobre mi cabeza!
¡Dame por toda comida huesos negros! ¡Méteme en una colmena de abejas
silvestres para que me piquen hasta matarme, y entiérrame luego al lado
de una hiena, porque soy el más desgraciado de cuantos osos existen!
_¡Arulala! ¡Wahooa!_ ¡Ah! ¡Mowgli, Mowgli! ¿Por qué no te previne
contra el Pueblo de los Monos, en vez de romperte la cabeza? ¿Quién
sabe, si á golpes le saqué de la memoria la lección del día, y se
hallará sólo en la selva, sin la ayuda de las Palabras Mágicas?

Baloo cogióse la cabeza entre las patas y se arrastró gimoteando.

--Cuando menos, hace un momento me dijo á mí todas las palabras
correctamente, replicó Bagheera con impaciencia. Baloo, continuó, tú
has perdido la memoria y el propio respeto. ¿Qué pensaría de mí la
Selva toda si yo, la pantera negra, me hiciera una pelota como Ikki, el
puerco espín, y empezara á aullar?

--¿Qué me importa á mí lo que la Selva piense? Á estas horas quizá él
ha muerto ya.

--Á no ser que le dejaran caer por juego, ó que le mataran por pereza,
no creo yo que haya que temer por el hombrecito. Él es listo, y bien
enseñado está, y, sobre todo, cuenta con sus ojos, que atemorizan á
todo el Pueblo de la Selva. Pero (y hay que reconocer que grave mal
es éste) se halla en poder de los _Bandar-log_, que como viven en los
árboles, no tienen miedo á nuestra gente. Bagheera se lamió, al decir
esto, una de sus patas delanteras con aire preocupado.

--¡Tonto de mí! ¡Oh! ¡Cuán obeso, moreno y estúpido desenterrador de
raíces soy! dijo Baloo desenroscándose de un brinco. Gran verdad es
lo que afirma Hathi, el elefante salvaje, cuando dice que «cada uno
tiene su miedo peculiar». Pues bien: ellos, los _Bandar-log_ temen á
Kaa, la serpiente de la Peña. Se encarama tan bien como ellos; les roba
sus pequeñuelos por la noche... Su sólo nombre basta para helarles de
espanto hasta las endiabladas colas. Vamos á ver á Kaa.

--¿Y qué va á hacer? No es de nuestra tribu, puesto que no tiene
patas... y, además, la maldad está escrita en sus ojos, dijo Bagheera.

--Es muy vieja y muy astuta. Ante todo hay que pensar en que siempre
está hambrienta, contestó Baloo esperanzado. Prométele muchas cabras.

--En cuanto come una, duerme un mes entero. Bien pudiera ser que
estuviera durmiendo ahora; pero ¿y si se le antojara preferir el matar
las cabras por su propia cuenta? Bagheera, que sabía muy poco de Kaa,
se inclinaba, naturalmente, á la desconfianza.

--En tal caso, tú y yo juntos, vieja cazadora, la haríamos entrar en
razón. Aquí Baloo frotó su hombro, de desteñido color moreno, contra la
pantera, y ambos se alejaron en busca de Kaa, la serpiente pitón de la
Peña.

Halláronla tendida al sol en el tibio reborde de una roca, recreándose
en la contemplación de su hermosa piel nueva, porque acababa de pasar,
cambiándola, diez días en el más completo retiro, y ahora estaba
verdaderamente espléndida, con la enorme cabeza roma á lo largo del
suelo, enroscado en fantásticos nudos y curvas el cuerpo de nueve
metros de largo, y relamiéndose al pensar en la próxima comida.

--Está en ayunas, dijo Baloo con un gruñido de satisfacción, en cuanto
vió la hermosa piel moteada de amarillo y de color de tierra. ¡Mucho
cuidado, Bagheera! Queda siempre medio ciega después del cambio de
piel, y ataca con la mayor facilidad.

No era Kaa serpiente venenosa (y la verdad es que despreciaba por
cobardes á las de tal clase); pero su poder estribaba en su fuerza de
presión, y cuando ella había envuelto á alguien en sus enormes anillos,
bien podía darse ya por terminada toda lucha.

--¡Buena caza! gritó Baloo sentándose sobre sus cuartos traseros. Como
todas las serpientes de su especie, Kaa era bastante sorda y no oyó
bien, al principio, lo que le decían. Enrollóse en forma de espiral por
lo que pudiera ocurrir, conservando baja la cabeza.

--¡Buena caza para todos! contestó. ¡Ah! ¿Eres tú, Baloo? ¿Y qué haces
aquí? ¡Buena caza, Bagheera! Cuando menos uno de nosotros necesita
comer. ¿Sabéis si hay por ahí algo á mano? ¿Algún gamo, por ejemplo,
aunque sea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

--De caza vamos, dijo Baloo como al descuido, porque bien sabía que con
Kaa no hay que apresurarse: es harto grande para andar con prisas.

--Permitidme que vaya con vosotros, dijo Kaa. Un zarpazo de más ó
de menos nada significa para Bagheera y Baloo; pero yo... yo he de
esperar días y días en alguna senda del bosque, ó pasar media noche
encaramándome á los árboles, para tener la suerte de tropezar con algún
mono joven. _¡Pss naw!_ Las ramas no son ya como cuando yo era joven.
Las más tiernas están podridas, y secas las mayores.

--Acaso tu enorme peso tenga algo que ver con este asunto, dijo Baloo.

--Sí, no me falta longitud...no me falta... contestó Kaa con cierto
orgullo. Pero, con todo, no es mía la culpa, sino del ramaje nuevo.
En mi última cacería poco faltó... muy poco... para que me cayera, y,
como mi cola no rodeaba el tronco del árbol, el ruido que produje
despertó á los _Bandar-log_, que comenzaron á insultarme.

--Lombriz de tierra, amarilla y sin patas, dijo, entre dientes,
Bagheera, como si tratara de recordar algo.

--_¡Sssss!_ ¿Me han llamado eso alguna vez? dijo Kaa.

--Algo parecido es lo que nos gritaron á nosotros en el último cuarto
de luna que ha pasado, pero ningún caso les hicimos. Son capaces
de decir cualquier cosa... hasta que te has quedado sin dientes,
y que no te atreves á hacer frente á cualquier cosa que sea mayor
que un cabrito, porque... (vamos que esos _Bandar-log_ son unos
desvergonzados)... porque les tienes miedo á los cuernos, siguió
diciendo con suavidad Bagheera.

Ahora bien: una serpiente, sobre todo una tan circunspecta serpiente
pitón como era Kaa, raras veces da muestras de estar incomodada; pero
Baloo y Bagheera pudieron ver entonces cómo se movían é hinchaban á
cada lado del cuello de Kaa sus enormes músculos.

--Los _Bandar-log_ han huído de su acostumbrado terreno, dijo con voz
baja. Cuando hoy salí á tomar el sol, oí sus gritos entre las copas de
los árboles.

--Precisamente... precisamente vamos siguiendo su pista, contestó
Baloo; pero las palabras se le atascaron en la garganta, porque
aquélla era la primera vez, si la memoria no le engañaba, que alguien
perteneciente al Pueblo de la Selva confesaba su interés por algo que
pudieran hacer los monos.

--Indudablemente no dejará de ser importante lo que obliga á dos
cazadores como vosotros, que sois jefes y directores entre los
vuestros, á seguir los pasos de los _Bandar-log_, replicó Kaa
cortesmente, llena de curiosidad.

--En honor de la verdad, comenzó á decir Baloo, yo no soy más que
el anciano, y á veces bastante tonto, Maestro de la Ley, encargado
de enseñársela á los lobatos de Seeonee, y Bagheera que aquí está
presente...

--Es Bagheera, dijo la pantera negra, cerrando ambas quijadas con un
castañeteo, porque no estaba ella para modestias. Lo que nos ocurre es
esto, Kaa: esos ladrones de nueces y de hojas de palmera nos han robado
á nuestro hombrecito, del cual acaso hayas oido hablar.

--Algo le oí á Ikki (cuyas púas le hacen ser muy presuntuoso) de una
especie de hombre que fué admitido en una manada de lobos; pero yo no
creí nada de eso. Ikki anda siempre con cuentos que oye mal y cuenta
peor.

--Pero en este caso ha dicho la verdad. El hombrecito es tal que jamás
hubo otro como él, dijo Baloo. El mejor, el más listo y más gallardo de
todos... mi discípulo, que hará famoso en todas las selvas el nombre de
Baloo... y, vaya, que yo... ó, mejor dicho, que nosotros... le queremos
de veras, Kaa.

--_¡Ts! ¡Ts!_ contestó ésta sacudiendo la cabeza; también yo he sabido
lo que es querer. ¡Podría contaros cosas que...!

--Que reclaman una noche clara y el estómago lleno para apreciarlas
debidamente, dijo con prontitud Bagheera. Nuestro hombrecito está ahora
en poder de los _Bandar-log_, y nos consta que de todo el Pueblo de la
Selva no temen ellos á nadie más que á Kaa.

--Á nadie más que á mí. Y no les falta razón, dijo Kaa. Charlatanes,
locos y vanos... vanos, locos y charlatanes: así son los monos. Pero si
algo humano se halla entre ellos, está en peligro. La nuez que cogen
les cansa pronto, y la tiran. Llevarán una rama durante medio día,
proponiéndose hacer con ella grandes cosas, y luego la partirán en dos
pedazos. En verdad que el hombrecito ese no es digno de envidia. Al
insultarme ¿no me llamaron también _pez amarillo_...? ¿eh?

--Lombriz... lombriz... lombriz de tierra, dijo Bagheera,... y otras
cosas más que no puedo repetir ahora por vergüenza.

--Habrá que enseñarles á hablar con más respeto de su maestro.
_¡Aaa-sss!_ Tendremos que refrescarles algo la memoria. Pero, decidme
¿y á donde se os llevaron el cachorro?

--Sólo la selva puede saberlo. Creo que hacia el lado por donde se pone
el sol. Pensábamos nosotros que tú lo sabrías, Kaa.

--¿Yo? ¿Y cómo? Suelo apoderarme de ellos cuando se me ponen al paso,
pero no voy á cazar á los _Bandar-log_, ni á las ranas... ó á esa
espuma verde que hay en las lagunas, y que, para el caso, es lo mismo.

--¡Eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡Arriba!, ¡arriba! ¡Mira hacia arriba, Baloo, de la
manada de Seeonee!

Baloo miró hacia lo alto para ver de donde venía la voz que le llamaba,
y vió á Rann, el milano, que descendía barriendo el espacio con las
alas desplegadas, en cuyos bordes, vueltos hacia arriba, brillaba
la luz del sol. Era ya casi para Rann la hora del sueño, pero hasta
entonces había estado buscando á Baloo por toda la selva, sin lograr
hallarle, por culpa de lo espeso que era el ramaje.

--¿Qué hay?, dijo Baloo.

--He visto á Mowgli entre los _Bandar-log_. El mismo me encargó que
te lo dijera. He estado en acecho: se lo han llevado al otro lado del
río... á la ciudad de los monos... á las Moradas Frías. Lo mismo pueden
quedarse allí una noche que diez, ó que un rato. He encargado á los
murciélagos que vigilaran durante las horas de obscuridad. Esto es
cuanto tengo que decirte. ¡Buena suerte para todos!

--¡Buena suerte, que te llenes el buche y duermas bien, Rann!, gritó
Bagheera. No me olvidaré de tí en mi próxima caza: la cabeza de lo que
mate, para tí quedará reservada, porque eres el mejor de todos los
milanos.

--Lo que he hecho no es nada... no es nada. El muchacho se acordó de
decir las _Palabras Mágicas_, y yo no podía menos de cumplir con mi
deber, contestó Rann elevándose por los aires trazando círculos, para
dirigirse luego á su escondrijo.

--¡Vamos, veo que no ha perdido la lengua!, dijo Baloo, con sonrisa de
satisfacción y orgullo. ¡Y pensar que, siendo tan joven, se ha acordado
de las _Palabras Mágicas_ que sirven para los pájaros, en el preciso
instante en que le llevaban á través de los árboles!

--¡Bien se lo metiste en la cabeza!, contestó Bagheera. Pero estoy
orgullosa de él. Y ahora vamos á las Moradas Frías.

Todo el Pueblo de la Selva sabía donde estaba este sitio, pero ninguno
de ellos iba nunca allí, porque lo que llamaban las Moradas Frías era
una antigua ciudad abandonada, perdida y enterrada en la selva, y pocas
veces se ve que las fieras usen un sitio donde antes estuvieron los
hombres. Lo hará el jabalí; pero no las tribus cazadoras. Por otra
parte, los mismos monos vivían allí tan poco como en cualquier otro
punto fijo, y ningún animal que se respetara algo se hubiera acercado
hasta la distancia que alcanza la vista, excepto en épocas de sequía,
cuando las medio arruinadas cisternas y los estanques conservaban un
poco de agua.

--La jornada se nos llevará media noche... yendo á toda velocidad,
dijo Bagheera, con lo cual Baloo se puso muy serio.

--Iré tan aprisa como pueda, contestó lleno de ansiedad.

--No nos atrevemos á esperarte: síguenos, Baloo. Kaa y yo no podemos ir
á paso tardo.

--Tenga pies ó no, puedo yo correr tanto como tú con los cuatro que
tienes, dijo Kaa lacónicamente.

Esforzóse Baloo en acelerar el paso; pero tuvo que sentarse echando los
bofes; y así, le dejaron para que fuera más despacio, mientras Bagheera
se adelantaba con el rápido galope propio de la pantera. Kaa no dijo
una palabra; pero por mucho que corriera Bagheera, la enorme serpiente
pitón de la Peña no se dejaba adelantar. Venció Bagheera al llegar á
un torrente lleno de agua, porque ella lo pasó de un salto, mientras
Kaa tenía que nadar, fuera del agua la cabeza y una pequeña parte del
cuello; pero, al llegar á tierra, pronto la serpiente recuperó lo
perdido.

--¡Por el cerrojo que me dió la libertad (dijo Bagheera al desvanecerse
la última luz del crepúsculo), te aseguro que eres buena andadora!

--Tengo hambre, dijo Kaa. Por otra parte, me han llamado rana con
manchas...

--Lombriz... lombriz de tierra... y amarilla por añadidura.

--Lo mismo da. Sigamos. Y Kaa parecía derramarse toda ella por
encima de la tierra, buscando con ojo seguro el camino más corto, y
siguiéndolo estrictamente.

Allá en las Moradas Frías, en lo que menos podían pensar los monos era
en los amigos de Mowgli. Lleváronse al muchacho á la ciudad perdida, y
con eso se quedaron muy satisfechos de momento. No había visto Mowgli,
hasta entonces, ninguna ciudad india, y aunque aquélla no fuera ya más
que un montón de ruinas, túvola por espléndida y maravillosa. Edificóla
un rey, tiempo atrás, en la cumbre de una colina, y aún podían
adivinarse las calzadas de piedra que conducían á las destrozadas
puertas, cuyas últimas astillas colgaban de los goznes, comidos por el
moho. Crecían árboles á uno y otro lado de las paredes; caídas y hechas
pedazos estaban las almenas, y silvestres enredaderas pendían de las
ventanas, á lo largo de los muros, en grandes y apretadas masas.

Coronaba la colina un gran palacio sin techo; el mármol de los patios
y fuentes estaba rajado y cubierto de manchas rojas y verdes; y hasta
en los mismos sitios empedrados de los patios donde solían vivir los
elefantes del rey, las piedras habían sido separadas unas de otras
por la hierba y por los árboles nuevos que entre ellas crecían. Desde
el palacio podían verse innumerables hileras de casas sin techo, que
habían constituído la ciudad y eran ahora como destapadas colmenas
que sólo llenaban negras sombras; la informe piedra que había sido un
ídolo, en la plaza donde cuatro avenidas desembocaban; los hoyos y
hoyuelos en las esquinas de las calles, donde existieron en otro tiempo
los pozos públicos; y las rotas cúpulas de los templos con higueras
silvestres que crecían á los lados. Llamaban los monos á este sitio
su ciudad, y despreciaban al Pueblo de la Selva porque vivía en el
bosque. Y, sin embargo, jamás supieron para qué se habían levantado
aquellos edificios ni cómo habían de usarlos. Sentábanse formando
círculos en la antecámara de la real sala del Consejo, y se rascaban
buscando pulgas y echándoselas de hombres; ó bien entraban y salían,
corriendo, de aquellas casas sin techo, y recogían pedazos de yeso y
ladrillos viejos, llevándolos á un rincón, para olvidarse después del
sitio donde los habían escondido y comenzar á pelearse y á gritar en
vacilantes grupos, poniéndose luego, de pronto, á jugar, subiendo y
bajando de las terrazas del jardín real, y sacudiendo los rosales y los
naranjos por diversión, para ver caer las flores y los frutos. Habían
explorado todos los pasadizos y caminos subterráneos que existían en el
palacio, los centenares de obscuras salitas; pero jamás se acordaron
de lo que habían visto ó dejado de ver, y así se paseaban de uno en
uno, de dos en dos ó por grupos, diciéndose unos á otros que hacían
lo mismo que los hombres hacen. Bebían en las cisternas, ensuciaban
el agua, armaban peleas por ello, y luego, en montón, lanzábanse
juntos gritando: «No hay nadie en la selva tan sabio, tan bueno, tan
listo, tan fuerte y comedido como los _Bandar-log_». Entonces volvían
á las andadas, hasta que, al fin, se cansaban de estar en la ciudad,
y regresaban á las copas de los árboles, con la esperanza de que el
Pueblo de la Selva se fijaría en ellos.

Á Mowgli, que había sido educado conforme á la Ley de la Selva, no
le gustó este género de vida, ni llegó á entenderla. La tarde tocaba
ya á su fin cuando los monos se lo llevaron á las Moradas Frías, y
en vez de irse á dormir, como Mowgli hubiera hecho después del largo
viaje, cogiéronse de las manos y comenzaron á bailar y á cantar las
más descabelladas canciones. Uno de los monos les echó un discurso, en
el cual les dijo que la captura de Mowgli marcaba una nueva etapa en
la historia de los _Bandar-log_, porque iba á enseñarles el modo de
formar, juntando palos y cañas, un refugio contra la lluvia y el frío.
Mowgli cogió algunas enredaderas y comenzó á entretejerlas, al paso que
los monos trataban de imitarle; pero, al cabo de pocos minutos, había
dejado ya de interesarles aquello, y se estiraban unos á otros la
cola, ó saltaban puestos de cuatro patas y tosiendo.

--Quisiera comer, dijo Mowgli. En esta parte de la selva soy forastero.
Dadme, pues, comida ó permiso para cazar aquí.

Veinte ó treinta monos saltaron en seguida fuera del recinto, para
traerle nueces y papayas silvestres; pero se enredaron en una pelea
por el camino, y les pareció luego demasiada molestia el volver con
los restos de aquellos frutos. Mowgli sentía el cuerpo adolorido,
estaba tan malhumorado como hambriento, y anduvo errante por la
ciudad abandonada, lanzando de cuando en cuando el grito de caza de
los forasteros; pero, como nadie le contestara, se convenció de que
verdaderamente había ido á parar á malísimo sitio.

--Cuanto dijo Baloo respecto á los _Bandar-log_ no es más que la
verdad, pensó. No tienen Ley, ni grito de caza, ni jefes... nada más
que loca palabrería y unas manos muy pequeñas y muy ladronas. Por lo
tanto, si me matan de hambre, ó de cualquier otro modo, á nadie podré
culpar más que á mí mismo. Pero yo he de hacer lo posible para volver
á mi propia selva. Baloo me pegará, de fijo, mas prefiero eso que ir á
caza de pétalos de rosa en compañía de los _Bandar-log_.

No bien hubo llegado á las murallas de la ciudad, hiciéronle retroceder
los monos, diciéndole que no sabía él la felicidad que le había caído
con estar allí, y pellizcándole para enseñarle á ser agradecido. Apretó
él los dientes y nada dijo; pero fué, entre el alboroto producido por
los monos, á una terraza colocada sobre los depósitos de piedra roja
destinados al agua, y que se hallaban entonces á medio llenar. Había
allí, en mitad de la terraza, una glorieta de mármol blanco construída
para uso de reinas que murieron cien años ha. El techo, en forma de
cúpula, estaba medio hundido, y, al caer, había cerrado el pasadizo
subterráneo que comunicaba con el palacio, abierto, en otro tiempo,
para que por él pudieran pasar las reinas; pero las paredes estaban
hechas de una especie de biombos de mármol recortado, hermosísima
labor cincelada, blanca como la leche, y con incrustaciones de ágata,
cornalina, jaspe y lapislázuli; y cuando la luna se asomó por detrás
de la colina, brilló á través de los calados, proyectando sobre el
suelo sombras parecidas á un bordado de terciopelo negro. Por más
derrengado, soñoliento y muerto de hambre que estuviera Mowgli no pudo
menos de reirse cuando veinte, á la vez, de los _Bandar-log_ comenzaron
á decirle lo grandes, sabios, fuertes y discretos que eran, y la locura
que él había cometido al intentar separarse de ellos.

--Somos grandes; somos libres; somos admirables. Somos el más admirable
pueblo que hay en toda la Selva. Todos lo decimos, y, por lo tanto, no
puede menos de ser verdad, gritaban. Ahora bien: como es la primera
vez que puedes escucharnos y has de tener ocasión de repetir nuestras
palabras al Pueblo de la Selva para que en lo futuro se fije en
nosotros, vamos á decirte cuanto se refiere á nuestras importantísimas
personalidades.

Nada objetó Mowgli á esto, y los monos se reunieron por centenares en
la terraza para escuchar á sus propios oradores, que cantaban alabanzas
á los _Bandar-log_, y cuantas veces ocurría que uno de los oradores
callara, por un instante, para tomar aliento, gritaban todos á la vez:

--¡Cierto es! ¡Lo mismo opinamos nosotros! Mowgli movía la cabeza
en señal de asentimiento y parpadeaba, añadiendo un _sí_ cuando le
preguntaban algo y sentía que la cabeza se le iba, aturdido por el
alboroto.

--Tabaqui, el chacal, debe de haber mordido á todos éstos, y ahora se
han vuelto locos. Verdaderamente eso es _dewanee_, la locura. ¿Pero
esta gente no duerme? Por allá asoma una nube que cubrirá á la luna. Si
la nube fuera bastante grande, quizá podría escaparme valiéndome de la
obscuridad. Pero me siento fatigado.

También dos amigos de Mowgli contemplaban aquella misma nube desde los
medio cegados fosos que circundaban las murallas de la ciudad, porque,
sabiendo lo peligroso que era el habérselas con el Pueblo de los Monos
cuando éstos se juntaban en crecido número, Bagheera y Kaa no querían
arriesgarse demasiado. Jamás los monos aceptan la lucha como no sea en
la proporción de ciento contra uno, y pocos son en la Selva los que se
avienen con tan desiguales condiciones.

--Iré hacia el lado oeste de la muralla, dijo Kaa en voz tan baja que
parecía leve susurro, y desde allí me lanzaré rápidamente aprovechando
el declive del terreno. Á mí no podrán echárseme encima á centenares;
pero...

--Ya sé lo que hay qué hacer. ¡Si Baloo estuviera aquí!... Mas habrá
que limitarse á lo que se pueda. Cuando esa nube pase por delante de la
luna, cubriéndola, yo iré á la terraza. Allí celebran una especie de
Consejo para hablar del muchacho.

--¡Buena caza! dijo Kaa con aire feroz, y se deslizó suavemente hacia
el lado occidental del muro. Casualmente era éste el que se hallaba
en mejor estado, y la enorme serpiente tardó algo en hallar camino
practicable por entre las piedras.

La luna quedó cubierta por la nube, y cuando Mowgli se preguntaba qué
iba á pasar allí entonces, oyó los pasos ligerísimos de Bagheera que
estaba ya en la terraza. La pantera negra había subido el declive casi
sin ruido alguno, y empezó á repartir golpes (porque comprendió que
morder era perder el tiempo) á diestro y siniestro entre la multitud
de monos, que se hallaban sentados alrededor de Mowgli en círculos de
cincuenta ó sesenta de fondo. Sonó un aullido general de miedo y de
rabia, y entonces, como Bagheera tropezara con los cuerpos que rodaban
por el suelo pateando debajo del suyo, uno de los monos gritó:

--¡No es más que uno sólo! ¡Matadle! ¡Matadle!

Desordenada masa de monos, mordiendo, arañando, rasgando y arrancando
cuanto podía, precipitóse sobre Bagheera, mientras cinco ó seis se
apoderaban de Mowgli, lo arrastraban hacia lo alto de la glorieta, y
lo metían por el agujero de la rota cúpula, dejándole caer. Cualquier
muchacho educado entre los hombres hubiérase lastimado grandemente,
porque la caída era desde cuatro metros de altura, por lo menos; pero
Mowgli cayó como Baloo le había enseñado á hacer: de pie.

--Quédate aquí, le gritaron los monos, hasta que hayamos matado á tus
amigos, y más tarde vendremos á jugar contigo... si el Pueblo Venenoso
te ha dejado con vida.

--¡Vosotros y yo somos de la misma sangre! dijo Mowgli, apresurándose á
pronunciar las Palabras Mágicas que sirven para las serpientes. Podía
oir distintamente roces y silbidos entre los escombros que le rodeaban,
y así, para mejor asegurarse, volvió á gritar lo mismo.

--¡Verdad _esss_! ¡Abajo las capuchas, vosotras! dijeron media docena
de voces muy bajas (cada sitio en ruinas se convierte en la India,
tarde ó temprano, en morada de serpientes, y la antigua glorieta estaba
hecha un hormiguero de cobras). Estate quieto, Hermanito, porque tus
pies podrían lastimarnos.

Mowgli procuró no moverse lo más mínimo, mirando á través de los
calados de mármol y escuchando el ruido de la furiosa lucha contra la
pantera negra: los aullidos, el rechinar de dientes y el golpear de la
refriega, el hondo, ronco resoplido de Bagheera mientras retrocedía,
avanzaba, revolvíase ó se hundía bajo las enormes masas de sus
enemigos. Por la primera vez en su vida, Bagheera no luchaba ya más que
para salvar su pellejo.

--Baloo debe de andar por ahí cerca, porque Bagheera no se hubiera
atrevido á venir sola, pensó Mowgli; y entonces gritó:

--¡Á las cisternas, Bagheera, á las cisternas! ¡Vé y zambúllete dentro!
¡Al agua!

Oyó Bagheera la voz, y, comprendiendo que Mowgli estaba á salvo, sintió
renacer sus fuerzas. Desesperadamente, palmo á palmo, abrióse camino en
dirección de las cisternas, repartiendo golpes en silencio. Entonces,
desde el muro en ruinas más próximo á la selva, elevóse el rugiente
grito de guerra de Baloo. El buen oso había hecho todo lo posible;
pero, aún así, no pudo llegar antes.

--¡Bagheera, aquí estoy! gritó. ¡Ya subo! ¡Corro á ayudarte!
_¡Ahuwora!_ ¡Resbalan las piedras bajo mis plantas; pero espérame! ¡Oh,
infames _Bandar-log_!

Llegó, casi sin aliento, á la terraza, y su cuerpo desapareció, en
seguida, hasta la altura de la cabeza, en una verdadera oleada de
monos; pero plantóse resueltamente en dos pies, y, abriendo los brazos,
cogió entre ellos el mayor número posible de enemigos, y comenzó á
golpearlos con un continuo _¡paf! ¡paf! ¡paf!_, parecido al chapoteo
de una rueda de palas. El ruido de algo que cae en el agua advirtió
á Mowgli de que Bagheera se había abierto paso hasta llegar á la
cisterna, en la cual no podían ya perseguirla los monos.

Estaba echada la pantera, con agua hasta el cuello, respirando
ansiosamente por la abierta boca, mientras los monos la vigilaban,
desde los rojos escalones, en filas de á tres de fondo, subiendo y
bajando rabiosamente, prontos á saltar sobre ella, desde todos los
lados á la vez, en cuanto intentara salir para ir en ayuda de Baloo.
Entonces fué cuando levantó Bagheera la cabeza, chorreándole el agua
desde la barba, y, perdida ya toda esperanza, lanzó, en busca de
protección, el grito que sirve para las serpientes: «Tú y yo somos de
la misma sangre», porque creyó que, en el último momento, Kaa se había
vuelto atrás. Hasta Baloo, medio ahogado bajo la masa de monos que le
detenía en el borde de la terraza, no pudo menos de reirse cuando oyó á
la pantera negra pidiendo auxilio.

Estaba Kaa, en aquellos precisos instantes, acabando de abrirse paso
por entre el muro situado hacia el oeste, y, con el último esfuerzo que
hizo para trasponerlo, produjo el desprendimiento de una de las piedras
de la albardilla, que fué á parar al foso. No quería desperdiciar ni
una sola de las ventajas que le proporcionaba el terreno, y así se
enroscó y desenroscó una ó dos veces, para cerciorarse de que todo su
larguísimo cuerpo estaba en disposición de trabajar con lucimiento.

Hizo esto mientras se verificaba la lucha en que Baloo representaba el
principal papel; mientras aullaban los monos en la cisterna alrededor
de Bagheera, y Mang, el murciélago, volando de un lado á otro, esparcía
noticias de la gran batalla por toda la Selva, de tal suerte que hasta
Hathi, el elefante salvaje, comenzó á dar bramidos, y, á lo lejos,
dispersos grupos de monos que despertaron fueron, brincando por los
árboles, á ayudar á sus compañeros de las Moradas Frías, al propio
tiempo que todas las aves diurnas de algunas leguas á la redonda
poníanse alerta. Entonces Kaa atacó en línea recta, rápidamente,
sintiendo el vivo deseo de matar. Todo el poder que en la lucha tiene
una serpiente pitón estriba en el empuje con que su cabeza embiste,
apoyada por el fuerte y pesado cuerpo. Si os imagináis una lanza, un
ariete ó un martillo que pese media tonelada y pueda ser movido por
una inteligencia fría, calmosa, que viva en el asta ó mango, tendréis
aproximada idea de lo que era Kaa en el terreno de la lucha. Una
serpiente pitón que mida nada más que un metro ó metro y medio de
longitud puede muy bien derribar á un hombre, si se lanza contra él
de frente, dándole en mitad del pecho, y ya recordaréis que Kaa tenía
nueve metros de largo. Su primera embestida fué contra el centro de la
imponente masa que rodeaba á Baloo: fué una embestida á boca cerrada,
silenciosa, y no necesitó ir acompañada de la segunda. Los monos
huyeron á la desbandada, gritando: ¡Kaa! ¡Es Kaa! ¡Corred! ¡Corred!

Generaciones enteras de monos habían aprendido á portarse debidamente
gracias á los cuentos que de Kaa les contaban sus mayores, de aquella
ladrona nocturna que podía deslizarse á lo largo de las ramas con el
mismo silencio con que el musgo crece, y llevarse consigo el mono más
fuerte de cuantos jamás vivieron en el mundo; de la vieja Kaa, que tan
fácilmente podía tomar el aspecto de una rama muerta ó de un carcomido
tronco de árbol, de tal suerte que los más hábiles podían engañarse,
hasta que la rama se apoderaba de ellos. Kaa era para los monos lo
más temible de toda la selva, porque ninguno de ellos sabía hasta
donde llegaba su poderío; ninguno se atrevía á mirarla cara á cara; y
ninguno, tampoco, salió nunca con vida de entre sus anillos. Así fué
que, muertos de miedo, huyeron hacia los muros ó los techos de las
casas, y Baloo pudo respirar, al fin. Su piel era más gruesa que la de
Bagheera; pero había sufrido gravemente en la lucha. Abrió entonces Kaa
la boca, por primera vez, produjo largo silbido, que era una de sus
palabras, y los monos que desde lejos acudían presurosos en defensa
de sus compañeros de las Moradas Frías, quedáronse en el mismo sitio
donde se hallaban, completamente acobardados, hasta que con su peso
dobláronse y crujieron las ramas. Los que estaban sobre los muros y
casas vacías cesaron en su gritería, y en medio del reposo que reinó en
la ciudad, Mowgli pudo oir á Bagheera sacudiéndose de encima el agua,
al salir de la cisterna.

Estalló, entonces, de nuevo, el clamoreo de antes. Encaramáronse por
las paredes los monos á mayor altura; agarráronse al cuello de los
grandes ídolos de piedra, y chillaron saltando por los almenados muros;
mientras Mowgli, bailoteando en la glorieta, miraba por los calados de
mármol, y graznaba como un buho en son de burla y para demostrar su
alegría.

--Saca al hombrecito fuera de esa trampa, que yo nada más puedo hacer
ya, dijo Bagheera sin aliento casi. Cojámoslo y vamos. Podría ser que
volvieran á atacarnos.

--No se moverán hasta que yo se lo mande. ¡Quietos!; _¡Asssí!_ Silbó
Kaa estas palabras, y la ciudad quedó en silencio una vez más. Y
continuó Kaa, dirigiéndose á Bagheera:

--No pude venir antes, hermana; pero me parece que te oí llamar...

--Acaso... acaso haya gritado en medio de la refriega, contestó
Bagheera. Baloo ¿te han hecho daño?

--No estoy muy seguro de que, de tanto estirarme, no me hayan
convertido en un centenar de diminutos oseznos, contestó gravemente
Baloo, alargando primero una pata y después otra. _¡Wow!_ Tengo todo el
cuerpo adolorido... Creo que á tí, Kaa, te debemos la vida Bagheera y
yo...

--No importa. ¿Donde está el hombrecito?

--¡Aquí, en la trampa! No puedo encaramarme para salir de ella, gritó
Mowgli, que veía sobre su cabeza la curva de la rota cúpula.

--Sacadle de aquí. Está bailando como Mao, el pavo real, y va á
aplastar á nuestros pequeñuelos, dijeron desde adentro las cobras.

--¡Ja¡ ¡Ja! exclamó Kaa riendo, en todas partes tiene amigos este
hombrecito. Échate un poco para atrás. Y vosotros, Pueblo Venenoso,
escondeos. Voy á derribar la pared.

Practicó Kaa un detenido examen hasta descubrir en los calados de
mármol una grieta que indicaba un punto débil; dió encima dos ó tres
golpecitos con la cabeza para calcular así la distancia conveniente,
y entonces, levantando del suelo por completo el cuerpo, en una
longitud de cerca de dos metros, dió con toda su fuerza media docena
de terribles golpes en que la nariz fué lo primero que pegó contra
el mármol. La glorieta se hizo pedazos, que cayeron envueltos en una
nube de polvo y de escombros, y Mowgli saltó por el boquete abierto,
arrojándose entre Baloo y Bagheera, y pasando un brazo alrededor del
cuello de cada uno.

--¿Te han hecho daño? dijo Baloo, abrazándole tiernamente.

--Todo el cuerpo me duele, tengo hambre y estoy lleno de cardenales;
pero ¡oh! ¡cómo os han puesto á vosotros! Estáis cubiertos de sangre.

--También otros lo están, contestó Bagheera relamiéndose y mirando el
gran número de monos muertos que había en la terraza, en torno de la
cisterna.

--¡Eso no es nada... no es nada! ¡Lo principal es que tú te hayas
salvado, ranita mía, orgullo mío!

--Ya hablaremos de eso después, dijo Bagheera, tan secamente que no
gustó á Mowgli poco ni mucho. Pero ahí está Kaa, á la cual debemos, tú
la vida, y nosotros el haber ganado la batalla. Dale las gracias, según
nuestra costumbre, Mowgli.

Volvióse éste y vió, á poquísima distancia de su cabeza, á la gran
serpiente pitón, que balanceaba la suya.

--De modo que éste es el hombrecito, dijo Kaa. Muy fina tiene la piel,
y en realidad no deja de parecerse algo á los _Bandar-log_. Cuida,
hombrecito, de que algún día, allá á la hora del crepúsculo, al acabar
de cambiar yo la piel, no me equivoque y te tome por un mono.

--Tú y yo somos de la misma sangre, contestó Mowgli. La vida me
salvaste esta noche; lo que yo mate en la caza será para tí, Kaa,
siempre que sientas hambre.

--Mil gracias, Hermanito, dijo Kaa, cuyos ojos brillaron
maliciosamente. ¿Y qué es lo que puede matar tan fiero cazador? Desde
ahora pido permiso para seguirle cuando vaya de cacería.

--Nada mato... soy demasiado pequeño para ello... pero acorralo las
cabras haciéndolas ir hacia el sitio en que están los que pueden
apoderarse de ellas. Cuando tengas el vientre vacío vente conmigo y
verás si te engaño. Tengo cierta destreza en el manejo de éstas (y al
decirlo mostraba sus manos), y, si algún día llegas á caer en una
trampa, podría ser que te pagara entonces la deuda que tengo contraída
contigo, con Bagheera y con Baloo, aquí presentes. ¡Buena suerte para
todos, maestros míos!

                             [Ilustración]

--¡Bien dicho! gruñó Baloo, al ver la habilidad con que Mowgli había
dado las gracias. En cuanto á la serpiente pitón, dejó caer por un
momento y muy blandamente su cabeza sobre el hombro del muchacho,
diciéndole:

--Tan grande tienes el corazón como cortés es tu lengua. Ambos han de
llevarte muy lejos en la Selva, hombrecito; pero ahora márchate pronto
de aquí con tus amigos. Márchate y vete á dormir, porque la luna va á
dejarnos ya, y no es bien que veas lo que va á suceder.

Hundíase la luna tras las colinas, y las filas de monos, temblando de
miedo, agrupados sobre los muros y almenas, parecían entonces la rota
y movible orla de aquel escenario. Baloo dirigióse á la cisterna para
beber; Bagheera comenzó á alisarse la piel, y Kaa se deslizó hasta el
centro de la terraza, cerrando la boca con sonoro chasquido que atrajo
las miradas de todos los monos.

--La luna se esconde, dijo. ¿Queda aún suficiente luz para que me veáis?

Llegó de los muros una especie de gemido semejante al que produce el
viento en las copas de los árboles:

--Ya te vemos, Kaa, se oyó.

--Bien. Ahora empieza la danza... la Danza del Hambre de Kaa. Estaos
quietos y mirad.

Enroscóse dos ó tres veces en forma de enorme círculo, balanceando la
cabeza de derecha á izquierda. Luego púsose á formar con el cuerpo
óvalos y ochos, viscosos triángulos de vértices romos que se convertían
en cuadrados y pentágonos, y torres hechas de anillos, no descansando
un momento, no apresurándose nunca, ni cesando el zumbido de su canción
especial. Fué oscureciendo más y más, hasta que, al fin, dejaron de
verse las cambiantes ondulaciones de la serpiente; pero podía aún oirse
el ruido que producían sus escamas.

Quedáronse parados Baloo y Bagheera como si de piedra fueran, lanzando
sordos aullidos guturales, y erizados los pelos del cuello. Mowgli
miraba sorprendido.

--_Bandar-log_, dijo, al fin, Kaa, ¿podéis mover pie ni mano sin que yo
os lo mande? ¡Hablad!

--Sin orden tuya no podemos, Kaa.

--¡Bien! Dad un paso. Acercaos.

Las hileras de monos se inclinaron, sin fuerzas ya, hacia adelante, y
al propio tiempo que ellas, Baloo y Bagheera dieron también un paso
inconscientemente.

--¡Más cerca! silbó Kaa, y todos se movieron de nuevo.

Puso Mowgli las manos sobre Baloo y Bagheera para apartarles de allí, y
las dos enormes fieras echaron á andar como si despertaran de un sueño.

--No separes de mi hombro tu mano, murmuró Bagheera. No la separes, ó
tendré que retroceder... tendré que ir á donde está Kaa. _¡Aah!_

--Pero si no hace más que trazar círculos sobre el suelo, dijo Mowgli.
Vámonos. Y los tres se escaparon por un boquete abierto en las
murallas, dirigiéndose á la selva.

--_¡Woof!_ dijo Baloo, al hallarse otra vez bajo los árboles. Nunca más
buscaré á Kaa para aliada. Y sacudió todo su cuerpo.

--Sabe más que nosotros, dijo Bagheera temblando. Si llego á quedarme
allí un rato más, voy á parar derecha á su garganta.

--Muchos serán los que á ella vayan á parar antes de que vuelva á salir
la luna, dijo Baloo. ¡Bien va á cazar... á su modo!

--Pero ¿qué significaba todo aquello? preguntó Mowgli, que ignoraba
el poder de fascinación que poseía Kaa. Yo no ví más que una enorme
serpiente que trazaba círculos del modo más estúpido, hasta que
quedamos en la obscuridad. Y tenía la nariz muy hinchada. ¡Jo! ¡Jo!

--Mowgli, díjole de muy mal humor Bagheera, si su nariz estaba
hinchada, por tu culpa era, como, por tu culpa también, están mis
orejas, mis costados, mis patas, y el cuello y hombros de Baloo llenos
de mordiscos. Ni Baloo ni Bagheera podrán cazar á gusto en bastantes
días.

--No importa, contestó Baloo, hemos recobrado al hombrecito.

--Cierto; pero nuestro tiempo nos cuesta, que hubiéramos podido emplear
mucho mejor en una buena cacería; nuestras heridas; nuestro pelo (yo
tengo medio pelada la espalda), y, finalmente, nuestra honra. Porque,
acuérdate, Mowgli, de que yo, la pantera negra, me ví obligada á llamar
en auxilio mío á Kaa, y Baloo y yo quedamos atontados como pajarillos
al ver la Danza del Hambre, y todo eso, hombrecito, por haber ido tú á
jugar con los _Bandar-log_.

--Es cierto, es cierto, dijo tristemente Mowgli. Soy un hombrecito muy
malo, y aquí, en el estómago, siento la tristeza de haberlo sido.

--¡Je! ¿Qué dice la Ley de la Selva, Baloo?

No deseaba éste acumular más disgustos sobre Mowgli; pero tampoco podía
jugar con la Ley, y así murmuró:

--El arrepentimiento no libra del castigo. Pero acuérdate, Bagheera, de
que es aún muy pequeño, añadió.

--Ya me acuerdo; pero ha cometido una falta, y hay que pegarle. ¿Tienes
algo que decir, Mowgli?

--Nada. Hice mal. Baloo y tú estáis heridos. Es justo.

Dióle entonces Bagheera media docena de golpes, ligeros y cariñosos
juzgándolos con criterio de pantera y teniendo en cuenta que apenas
hubieran despabilado á uno de sus cachorros; pero para un muchacho de
siete años, era aquello tan fenomenal paliza que no la quisiérais,
de fijo, para vosotros. Cuando hubo terminado, estornudó Mowgli y
enderezóse nuevamente, sin decir palabra.

--Ahora, dijo Bagheera, siéntate en mi espalda, Hermanito, y volveremos
á casa.

Una de las bellezas que pueden notarse en la Ley de la Selva es que el
castigo salda definitivamente todas las cuentas pendientes, y no se
vuelve ya á hablar del asunto.

Apoyó Mowgli la cabeza sobre la espalda de Bagheera y durmióse tan
profundamente que ni siquiera despertó cuando le pusieron junto á mamá
Loba en la caverna donde tenía su hogar.

                            [Ilustración]


            =Canción de los Bandar-log al ponerse en camino.=


    ¡Hénos aquí como un festón flotante
    lanzado hacia la luna que le envidia!
    ¿No quisiérais ser uno de los nuestros?
    ¡Tener más de dos manos! ¡Qué delicia!
    ¿No envidiáis esta cola que parece
    un arco, el de Cupido? ¿Os gustaría?
    Consolaos, _hermanos:
    en vuestra espalda el rabo se adivina_.

    ¡Hénos aquí, sobre el ramaje quietos,
    bellezas meditando, en largas filas;
    soñando en grandes cosas, que al instante
    veréis en realidades convertidas;
    algo que ha de ser noble, y grande, y bueno...
    que sólo con quererlo se conquista.
    ¡Ya veréis!... Más, _hermanos,
    en vuestra espalda el rabo se adivina_.

    Cuantas voces de fieras ó de aves,
    ó bien de los murciélagos que chillan
    (de animales de escamas, pluma ó pelo)
    hayamos escuchado en nuestra vida,
    mezclémoslas, digámoslas cien veces
    en rápida y confusa algarabía.
    ¡Magnífico, excelente! Procedemos
    como los hombres, al hablar, harían.
    ¿No lo somos?... _Hermanos,
    en vuestra espalda el rabo se adivina_.

    Del Pueblo de los Monos
    usanzas éstas son, y ésta es la vida.

    ¡Venid entre los pinos, buscad la uva silvestre,
    venid, pues, con nosotros, formad en nuestras filas:
    notad, al despertarnos, el ruido que metemos
    y no dudéis que vamos á hacer cosas magníficas.

                             [Ilustración]



                         ¡AL TIGRE! ¡AL TIGRE!

                            --¿Cómo fué la caza, fiero cazador?
                            --Muy largo el acecho, y el frío era atroz.
                            --¿Dónde está la pieza que fuíste á matar?
                            --En la selva, hermano, pienso que estará.
                            --¿Dónde está tu orgullo, dónde tu poder?
                            --Por la herida huyeron ambos á la vez.
                            --¿Por qué así corriendo vienes hacia mí?
                            --¡Ay, hermano! Corro á casa... á morir.


Hemos de retroceder ahora hasta la época del primer cuento. Cuando
abandonó Mowgli la caverna de los lobos, después de la lucha que
sostuvo con la manada en el Consejo de la Peña, fuése hacia las tierras
de labor donde vivían los campesinos; pero no quiso quedarse allí por
hallarse demasiado cerca de la selva y por saber que en el Consejo
había dejado, por lo menos, un enemigo acérrimo. Así, pues, apretó el
paso siguiendo un mal camino que iba á parar hasta el valle, y no lo
abandonó, corriendo al trote largo durante cosa de unas cinco leguas,
hasta que llegó á un país que le era desconocido. El valle se abría
allí convirtiéndose en gran llanura, salpicada de rocas y cortada
á trechos por barrancos. Á un extremo veíase una aldea, y al otro
la espesa selva descendía súbitamente hasta las tierras de pastos,
parándose de golpe como si la hubieran cortado con la azada. Por
toda la llanura pacían búfalos y ganado, y cuando los muchachos que
los cuidaban vieron á Mowgli, comenzaron á gritar huyendo, mientras
los amarillos perros vagabundos que andan siempre alrededor de toda
aldea india pusiéronse á ladrar. Siguió Mowgli adelante, porque se
sentía hambriento, y al llegar á la entrada del lugarejo, vió que el
gran arbusto espinoso que colocaban frente á ella al oscurecer, para
interceptar el paso, estaba entonces corrido hacia á un lado.

--¡Je! exclamó, porque más de una vez había ya tropezado con barreras
semejantes en sus nocturnas correrías, cuando iba en busca de algo que
comer. ¡De modo que también aquí tienen los hombres miedo del Pueblo de
la Selva!

Sentóse junto á la entrada, y cuando vió venir á un hombre, levantóse,
abrió la boca y señaló hacia el interior de ella para significar que
necesitaba comida. Miró el hombre y retrocedió corriendo por la única
calle de la aldea, llamando á grandes voces al sacerdote, que era alto
y gordo, iba vestido de blanco y llevaba en la frente una señal roja
y amarilla. Acudió éste, y con él unas cien personas más, mirando,
hablando y dando gritos mientras señalaban hacia Mowgli.

--¡Qué mal educado está el Pueblo de los Hombres! se dijo el muchacho.
Sólo los monos grises harían semejantes cosas. Así, apartó hacia atrás
su larga cabellera, y púsose á mirarles ceñudo, malhumorado.

--¿Pero de qué tenéis miedo, dijo el sacerdote? Mirad esas señales que
tiene en los brazos y en las piernas: son cicatrices de los mordiscos
que le han dado los lobos. Él mismo no es más que un niño-lobo que se
ha escapado de la selva.

Como puede suponerse, al jugar juntos, los lobatos habían, no pocas
veces, mordido á Mowgli más profundamente de lo que creían, y de ahí
las blancas cicatrices que se veían en sus miembros. Pero él hubiera
sido la última persona de este mundo que se atreviera á llamar á
aquello mordiscos, porque bien sabía lo que verdaderamente era _morder_.

--_¡Arré! ¡Arré!_ exclamaron á la vez dos ó tres mujeres. ¡Mordido por
los lobos! ¡Pobrecillo! ¡Un muchacho tan hermoso! Tiene unos ojos como
brasas. Te juro, Messua, que se parece al niño que te robó el tigre.

--Déjame mirarlo bien, dijo una mujer que llevaba pesados brazaletes
de cobre en las muñecas y en los tobillos. Y púsose á observarlo con
curiosidad, haciendo pantalla de su mano puesta sobre la frente. De
veras que se le parece, continuó. Es más flaco, pero tiene el mismo
aspecto de mi niño.

Era el sacerdote hombre listo, y sabía que Messua era esposa del
aldeano más rico del lugar. Así, mirando antes al cielo por un momento,
dijo solemnemente:

--Lo que la selva te quitó, la selva te lo devuelve. Llévate al
muchacho á tu casa, hermana mía, y no te olvides de honrar al sacerdote
cuya mirada tan adentro penetra en la vida de los hombres.

--¡Por el toro que me rescató!, dijo Mowgli entre sí, que toda esa
charla no es más que una especie de examen como el que me hicieron
sufrir en la manada. ¡Bueno! Si soy un hombre, hombre he de volverme,
al fin y al cabo.

Disolvióse el grupo al ver que la mujer hacía señas á Mowgli para que
se dirigiera con ella á su choza, donde había una cama roja barnizada,
una gran caja de tierra cocida para guardar granos, adornada con
curiosos dibujos en relieve; media docena de cacerolas de cobre; la
imagen de un dios indio, en un pequeño dormitorio; y sobre la pared un
espejo, un espejo de veras, como los que venden en las ferias rurales.

Dióle la mujer un buen trago de leche y un poco de pan, y, hecho esto,
colocóle la mano sobre la cabeza y le miró en los ojos, pensando en si
realmente sería su hijo que volvía de la selva, á donde el tigre se lo
había llevado.

--¡Nathoo! ¡Nathoo! le llamó. Pero Mowgli no dió señal alguna de
conocer este nombre.

--¿No te acuerdas de aquel día en que te regalé un par de zapatos
nuevos?

Tocó el pie del muchacho y lo halló tan duro casi como si estuviese
revestido de una superficie córnea.

--No, dijo tristemente, esos pies no han llevado nunca zapatos... Pero
tú te pareces mucho á mi Nathoo, y de todos modos serás mi hijo.

Hallábase Mowgli violento porque jamás se había visto antes bajo
techado; pero, mirando á la cubierta de bálago que tenía la choza,
pensó en que podría romperla cuando se le antojara escaparse, y,
además, la ventana carecía de pestillo.

--¿De qué sirve ser hombre, preguntóse, cuando no entiende uno el
lenguaje que los hombres usan? Estoy hecho un bobo y un sordo, como le
ocurriría también á cualquier hombre que estuviera en la selva entre
nosotros. No tengo más remedio que aprender ese lenguaje.

No en balde se había ejercitado, cuando vivía con los lobos, en imitar
el grito de alerta que da el gamo en la selva, y el gruñido del jabato.
Así, en cuanto Messua pronunciaba una palabra, Mowgli la imitaba
también, casi con perfección, y, antes de que oscureciera, ya había
aprendido los nombres de muchas cosas de las que en la choza había.

Surgió alguna dificultad á la hora de acostarse, porque se resistía
Mowgli á dormir bajo un techo que tanto se parecía á una trampa de las
que se usan para cazar panteras, y, en cuanto cerraron la puerta, salió
por la ventana.

--Déjale que haga su voluntad, dijo el marido de Messua. Piensa que
no es posible que sepa lo que es dormir en una cama. Si realmente nos
ha sido enviado para que sustituyera á nuestro hijo, no temas que se
escape.

Así, pues, tendióse Mowgli sobre la alta y limpia yerba que crecía al
extremo del campo; pero, antes que hubiera podido cerrar los ojos, un
gris y suave hocico vino á tocarle bajo la barba.

--¡Fú! exclamó el Hermano Gris (que era el mayor de los cachorros
que tenía Mamá Loba). ¡Vaya un premio que me das por haberte estado
siguiendo durante veinte leguas. Apestas á humo de leña y á ganado...
ni más ni menos que un hombre. ¡Vaya, despiértate, Hermanito! ¡Traigo
noticias!

--¿Están todos buenos en la selva? preguntó Mowgli dándole un abrazo.

--Todos, excepto los lobos que recibieron quemaduras de la Flor roja.
Ahora, oye; Shere Khan se ha ido á cazar á otra parte, muy lejos, hasta
que vuelva á crecerle el pelo, porque lo tiene todo chamuscado. Jura
que cuando vuelva enterrará tus huesos en el Wainganga.

--Somos dos los que hemos de hablar en este asunto. También yo he
jurado algo. Pero las noticias son siempre agradables. Cansado estoy
esta noche..... muy cansado con las novedades que me ocurren..... mas
vengan noticias.

--¿No te olvidarás de que eres un lobo? ¿No te harán los hombres
olvidarte de ello? dijo el Hermano Gris con la mayor ansiedad.

--Nunca. Siempre he de acordarme de que te quiero á tí, y de que os
quiero á todos los de nuestra cueva; pero también me acordaré siempre
de que se me ha arrojado de la manada.

--Mira que no te arrojen ahora de otra. Los hombres son hombres y nada
más, Hermanito, y su charla es como la de las ranas en las charcas.
Cuando vuelva por aquí te esperaré entre los bambúes, al extremo de la
pradera.

En tres meses, á contar desde aquella noche, apenas salió Mowgli de
la aldea: tan ocupado estaba aprendiendo los usos y costumbres de los
hombres. Primero tuvo que acostumbrarse á llevar el cuerpo envuelto en
una tela, lo que le molestaba grandemente; luego hubo de aprender el
valor de la moneda, que no lograba entender poco ni mucho; finalmente,
tuvo que arar, labor cuya utilidad no se le alcanzaba. Además, los
chiquillos de la aldea le molestaban en extremo. Por fortuna, la Ley
de la Selva le había enseñado á dominar su genio, porque allí la vida
y la alimentación dependen precisamente de esa cualidad; pero cuando
se burlaban de él porque no jugaba ni sabía hacer volar una cometa,
ó porque pronunciaba mal alguna palabra, sólo el recuerdo de que era
indigno de un cazador el matar á desnudos cachorrillos le impedía
realizar su impulso de cogerlos y partirlos en dos.

Él mismo no tenía conciencia de su propia fuerza. En la selva bien
sabía él su debilidad si se comparaba con las fieras; pero en la aldea
decía la gente que era tan fuerte como un toro.

Tampoco Mowgli tenía la menor idea de las diferencias que las castas
establecen entre los hombres. Cuando el borriquillo del alfarero
resbalaba y se hundía en el barrizal, él iba, y, cogiéndolo por la
cola, lo sacaba fuera, ayudando, además, á amontonar los cacharros
para llevarlos al mercado de Khanhiwara. Y esto eran cosas altamente
ofensivas para las buenas costumbres, porque el alfarero es de casta
inferior, y su borriquillo mucho peor aún. Cuando el sacerdote le
reprendió por ello, amenazóle Mowgli con ponerlo á él también sobre
el pollino, lo que decidió al sacerdote á decir al marido de Messua
que, cuanto antes, pusiera á trabajar á aquel muchacho, y el que hacía
de jefe en la aldea le mandó á Mowgli que al día siguiente fuera
á apacentar los búfalos. Nada podía ser tan agradable para Mowgli
como esto, y aquella misma noche, considerándose ya, realmente, como
encargado de uno de los servicios de la aldea, se dirigió á una reunión
que se verificaba diariamente, desde el oscurecer, en una plataforma de
ladrillos, á la sombra de una gran higuera. Venía á ser como el casino
de la aldea, y en él el jefe, el vigilante, el barbero (que estaba
enterado de todos los chismes locales) y el viejo Buldeo, cazador del
lugar, que poseía un antiguo mosquete, se reunían y fumaban. Los monos
sentábanse también y charlaban en las ramas superiores de la higuera,
y debajo de la plataforma había un agujero en el cual vivía una
serpiente cobra, que, por ser tenida como sagrada, recibía cada noche
su cuenco de leche. Tomaban asiento los viejos alrededor del árbol,
y comenzaba la conversación acompañada de chupetones á las grandes
_hukas_ ó pipas, durando esto hasta muy entrada la noche. Contábanse
allí historias estupendas de dioses, hombres y duendes; pero las que
refería Buldeo sobre costumbres de las fieras en la selva sobrepujaban
á las demás, hasta el punto de que, al oirlas, los ojos se les saltaban
de las órbitas á los chiquillos que se sentaban fuera del círculo
para escuchar. La mayor parte de aquellos relatos eran relativos á
animales, porque como tenían la selva á sus puertas, como quien dice,
era lo que más les interesaba. Ciervos y jabalíes destrozaban á menudo
sus cosechas, y, de vez en cuando, un tigre se llevaba á alguno de sus
hombres, hacia el oscurecer, á la vista misma de los que vivían en la
aldea.

Mowgli que, como es natural, conocía algo á fondo el asunto de que
hablaban, tenía que taparse la cara para que no le vieran reirse,
y mientras Buldeo, con el viejo mosquete sobre las rodillas, iba
enredándose de uno en otro cuento maravilloso, al muchacho le temblaban
los hombros con los esfuerzos que hacía para contenerse.

Explicaba Buldeo cómo el tigre que había robado al hijo de Messua
era un tigre-duende, en cuyo cuerpo habitaba el alma de un malvado
usurero, muerto hacía algunos años. Y no me cabe de ello la menor duda,
añadía, porque Purun Dass cojeaba siempre, de un golpe que recibió en
un tumulto, cuando le pegaron fuego á sus libros de caja, y el tigre
de que hablo cojea también, porque las huellas que deja al andar son
desiguales.

--¡Es cierto! ¡Es cierto! ¡Esa es la pura verdad! dijeron los viejos
con ademanes de aprobación.

--¿Y todos vuestros cuentos son así: un tejido de embustes y de sueños?
exclamó Mowgli. Ese tigre cojea porque cojo nació, como todo el mundo
sabe. Venir á hablarnos de que el alma de un avaro se ha refugiado en
el cuerpo de una fiera como ésa, que tiene menos valor que cualquier
chacal, es completamente infantil.

Quedóse Buldeo mudo de sorpresa por un momento, y el jefe miró
fijamente al muchacho.

--¡Ah! Tú eres el rapaz que ha venido de la selva, ¿verdad? Pues si
tanto sabes llévanos la piel de ese tigre á Khanhiwara, porque el
gobierno tiene ofrecidas cien rupias al que lo mate. Pero más vale que
te calles y respetes á las personas mayores.

Mowgli púsose en pie para marcharse.

--En tanto rato como estoy aquí escuchando, dijo desdeñosamente,
mirando por encima del hombro, no ha dicho Buldeo, hecha una ó dos
excepciones, palabra de verdad respecto á la selva, que tan cerca
tiene. ¿Cómo voy á creer, pues, esos cuentos de duendes, y dioses, y
toda clase de espíritus que él dice haber visto?

--Ya es hora de que el muchacho ese vaya á guardar el ganado, indicó el
jefe, mientras Buldeo daba bufidos de rabia al ver la impertinencia de
Mowgli.

Es costumbre en las aldeas indias que algunos muchachos lleven el
ganado y los búfalos á pacer en las primeras horas de la mañana,
volviendo á traerlos por la noche; y los mismos animales que
pisotearían á un hombre blanco hasta matarlo, dejan que les golpeen,
gobiernen y griten chiquillos que á duras penas les llegan al hocico.
Mientras los muchachos no se aparten del ganado están en salvo, pues
ni los tigres se atreven entonces á atacar á aquella gran masa. Pero
en cuanto se desvían para coger flores ó cazar lagartos corren el
peligro de desaparecer para siempre. Pasó Mowgli por la calle de la
aldea, al rayar el alba, sentado sobre los lomos de Rama, el gran toro
del rebaño, y los búfalos, de un color azulado de pizarra, de largos
cuernos colgando hacia atrás y de ojos feroces, se levantaron de sus
establos, uno á uno, y le siguieron, demostrando bien claramente Mowgli
á los chiquillos que le rodeaban que él era allí el que mandaba. Golpeó
á los búfalos con una larga caña de bambú, y dijo á Kamya, uno de los
muchachos, que cuidara del ganado mientras él se iba con los búfalos;
pero que por nada se alejara del rebaño.

Una pradera en la India es un terreno lleno de rocas, de matojos y
de quebraduras, por donde se esparcen y desaparecen los rebaños.
Generalmente, los búfalos se quedan en las lagunas y tierras
pantanosas, donde se echan, revolcándose ó tomando el sol, metidos
en el fango durante horas enteras. Mowgli los llevó al extremo de la
llanura, donde el rio Wainganga desembocaba, procedente de la selva, y
entonces, apeándose de Rama, corrió hacia un grupo de bambúes, hallando
allí al Hermano Gris.

--¡Ah! exclamó éste. Te estoy esperando aquí desde hace muchos días. ¿Y
qué significa eso de que vayas con el ganado?

--Me han dado esta orden. Soy pastor, por ahora. ¿Y qué noticias me
traes de Shere Khan?

--Ha vuelto á este país, y ha estado mucho tiempo buscándote. Hoy se
ha marchado, porque la caza escasea aquí; pero tiene la intención de
matarte.

--Perfectamente, dijo Mowgli. Mientras no vuelva, procurad, tú ó uno
de tus hermanos, poneros sobre esta roca de modo que yo pueda veros
al salir de la aldea. En cuanto él esté aquí, espérame en el barranco
donde está aquel árbol de _dhâk_, en el centro de la llanura. No hay
ninguna necesidad de que nosotros mismos nos metamos en la boca de
Shere Khan.

Dicho esto buscó Mowgli un sitio en que hubiera sombra, acostóse y
durmió mientras los búfalos pacían en torno suyo. El pastoreo, en
la India, es uno de los oficios más perezosos de este mundo. Cambia
el ganado de sitio, masca, se echa, vuelve á levantarse, y ni muge
siquiera. No hace más que gemir sordamente, y, en cuanto á los búfalos,
muchas veces, ni aun eso, sino que se hunden en los pantanos, uno tras
otro, ábrense paso entre el fango hasta no dejar ver en la superficie
más que el hocico y los fijos, azules ojos, y así se quedan como
unos leños. El sol parece que haga vibrar las rocas en la atmósfera
caliginosa, y los chiquillos que guardan el ganado oyen, de cuando en
cuando, á un milano (nunca á más de uno) que silba desde casi invisible
altura, y saben que si ellos, ó alguna vaca, murieran, aquel milano
lanzaríase allí en el acto, mientras el más próximo, á algunas leguas
de distancia, vería su rápido descenso, y otros y otros se enterarían
desde muy lejos, hasta el punto de que, casi sin dar tiempo de que se
acabaran de morir, más de veinte milanos hambrientos se presentarían
sin que se supiera de donde habían salido. Unas veces los chiquillos
duermen, se despiertan, vuelven á dormirse; tejen cestitas con hierba
seca y meten saltamontes dentro; cojen dos insectos de los llamados
_mantas religiosas_ y hacen que se peleen; forman collares con nueces
de la selva, rojas y negras; observan á un lagarto que toma el sol
sobre una roca; ó, finalmente, miran como junto á los pantanos alguna
serpiente da caza á una rana. Otras veces cantan largas, larguísimas
canciones con unos trinos al final muy típicos del país, y oyendo
aquello parece el día más largo que la vida de la mayoría de las
personas; ó fabrican con el fango castillos, con hombres, caballos y
búfalos, y, poniendo cañas en las manos de aquéllos, suponen que son
reyes rodeados de sus ejércitos, ó dioses que reclaman adoración.

Á todo eso llega la noche, y, á los gritos de los chiquillos,
levántanse los búfalos pesadamente de entre el pegajoso barro,
produciendo ruidos semejantes á sucesivos disparos de armas de fuego, y
en larga fila se dirigen, á través de la llanura gris, hacia el sitio
donde parpadean las luces de la aldea.

Día tras día llevó Mowgli á los búfalos á aquellos pantanos; día tras
día vió al Hermano Gris, á una legua y media de distancia, en la
extensa llanura (con lo cual sabía que Shere Khan no había vuelto aún);
y día tras día acostóse, también, sobre la yerba, escuchando los ruidos
y soñando en su pasada vida, allá en la selva. Si Shere Khan hubiera
dado, con su pata coja, uno de sus inseguros pasos en los bosques que
dominan el Wainganga, no hay duda que Mowgli lo hubiera oído: tal era
la quietud de aquellas interminables mañanas.

Llegó, al fin, un día en que no vió al Hermano Gris en el sitio
convenido, y, riéndose, condujo entonces á los búfalos por el barranco
en que estaba el árbol de _dhâk_, cubierto materialmente de flores de
un color rojo dorado. Allí encontró al Hermano Gris, erizados cuantos
pelos tenía en la espalda.

--Se ha escondido durante un mes para despistarte. Anoche cruzó por los
campos, acompañado de Tabaqui, siguiéndote de cerca los pasos, dijo el
lobo, perdido casi el resuello.

Mowgli arrugó el entrecejo.

--No le tengo miedo á Shere Khan, contestó, pero conozco la astucia de
Tabaqui.

--No le temas, dijo el Hermano Gris relamiéndose un poco. Yo encontré
á Tabaqui al rayar el alba. Que les cuente ahora á los milanos toda su
sabiduría; pero antes me la contó _á mí_..... antes de que le partiera
el espinazo. El plan que ha tramado Shere Khan consiste en esperarte á
la entrada de la aldea, esta noche..... á tí, y sólo á tí. Está ahora
echado en el gran barranco seco del Wainganga.

--¿Ha comido hoy, ó caza con el estómago vacío? preguntó Mowgli, porque
de la contestación dependía su vida.

--Mató algo al amanecer..... un jabalí..... y también ha bebido.
Acuérdate de que Shere Khan jamás pudo ayunar, ni siquiera cuando
convenía á sus propósitos de venganza.

--¡Ah, imbécil! ¡Imbécil! ¡Eso es ser dos veces niño! ¡Bien comido,
bien bebido, y aún cree que voy á dejarle dormir! ¡Á ver! ¿Dónde dices
que se echa? Si fuéramos siquiera diez lo cojíamos y lo arrastrábamos
hasta aquí. Estos búfalos no querrán embestirlo como no sientan el
rastro, y yo no sé hablar su lenguaje. ¿Podríamos colocarnos detrás de
él, de modo que, olfateando, pudieran ellos seguir su pista?

--Siguió á nado la corriente del río Wainganga, para evitar toda
posibilidad de que hiciéramos esto.

--Tabaqui se lo aconsejó, estoy segurísimo. Á él nunca se le hubiera
ocurrido eso.

Quedóse Mowgli pensando, con un dedo en la boca.

--El gran barranco seco del Wainganga, dijo, desemboca en la llanura
á menos de media legua de aquí. Puedo conducir el rebaño á través de
la selva, hasta la parte superior del barranco, y luego lanzarlo hacia
abajo..... pero entonces se escaparía por la parte inferior. Hay que
cerrar ese extremo. Hermano Gris ¿no puedes dividirme en dos el rebaño?

--Yo quizás no; pero he traído conmigo quien me ayude.

Corrió el Hermano Gris y se metió en un agujero. Salió de allí entonces
una enorme cabeza gris, que Mowgli conocía perfectamente, y llenó el
cálido ambiente el más desolado grito que puede oirse en la selva: el
aullido de caza de un lobo resonando en mitad del día.

--¡Akela! ¡Akela! exclamó Mowgli, palmoteando. No sé cómo no se me
ocurrió pensar que no me olvidarías. Traemos entre manos un trabajo
muy importante. Divide en dos el rebaño, Akela. Ponme á un lado á las
vacas y terneros, y déjame solos á los toros y á los búfalos de labor.

Corrieron los dos lobos, entrando y saliendo, como por juego, del
rebaño, el cual, dando bufidos y levantando á la vez las cabezas, se
separó en dos grupos. En uno de ellos las hembras de los búfalos, con
sus pequeñuelos colocados en el centro, miraban furiosas y pateaban,
prontas á embestir al primer lobo que se estuviera quieto un momento y
á quitarle la vida aplastándolo. En otro grupo, los toros y novillos
resoplaban también y golpeaban el suelo con las patas; pero, aunque
su aspecto fuera más imponente, ellos eran allí los menos temibles,
pues no tenían terneros que proteger. Ni seis hombres juntos hubieran
dividido tan bien el ganado.

--¿Qué mandas ahora? dijo Akela, jadeante. Intentan reunirse otra vez.

Montó Mowgli sobre Rama y contestó:

--Llévate los toros hacia la izquierda, Akela. Y tú, Hermano Gris,
cuando nos hayamos ido, cuida de que no se separen las vacas, y
llévalas al pie del barranco.

--¿Hasta donde? dijo el Hermano Gris, jadeando, también, y dando
bocados.

--Hasta donde veas que los lados tienen más altura que la que puede
saltar Shere Khan, gritó Mowgli. Tenlas allí hasta que nosotros bajemos.

Partieron los toros al oir ladrar á Akela, y quedóse el Hermano Gris
frente á las vacas. Embistiéronle éstas, y entonces corrió, siempre
delante de ellas, hasta llegar al pie del barranco, mientras Akela se
llevaba á los toros hacia la izquierda.

--¡Muy bien! Otra embestida y están ya á punto. ¡Cuidado ahora.....
cuidado, Akela! Con que te equivoques y des una dentellada de más,
embisten los toros. _¡Hujah!_ Más pesado es este trabajo que el de
acorralar gamos negros. ¿Te imaginaste nunca que animales como éstos
pudieran correr tanto? gritó Mowgli.

--Los he cazado..... los he cazado también, en mis buenos tiempos,
susurró débilmente Akela, cubierto de una nube de polvo. ¿Los lanzo
hacia la selva?

--¡Sí, lánzalos! ¡Lánzalos pronto! Rama está furioso. ¡Ah! ¡Si yo
pudiera darle á entender para qué lo necesito hoy!

Los toros fueron dirigidos entonces hacia la derecha y penetraron en la
espesura aplastándolo todo. En cuanto á los demás muchachos encargados
del pastoreo, que, cuidando su ganado á media legua de distancia,
contemplaban lo que ocurría, fuéronse á todo correr hacia la aldea
gritando que los búfalos se habían vuelto locos y habíanse escapado.

Pero el plan de Mowgli era sencillísimo. Consistía su propósito en
trazar un gran círculo al subir, llegar á la parte alta del barranco,
y entonces hacerlo descender á los toros, cogiendo á Shere Khan entre
éstos y las vacas; porque sabía perfectamente que, después de haber
comido y bebido bien, no estaría en disposición el tigre de luchar ni
de encaramarse por los lados del barranco. Amansaba ahora á los búfalos
con sus voces, y Akela se había quedado bastante rezagado, no ladrando
más que una ó dos veces para que la retaguardia apretara el paso.

El círculo que trazaban era enorme, vastísimo, porque no querían
acercarse demasiado al barranco y advertir á Shere Khan de su
presencia. Al fin reunió Mowgli en torno suyo el azorado rebaño en lo
alto del barranco, sobre una rápida pendiente cubierta de yerba, que
iba á confundirse, en su extremo, con el mismo barranco.

Desde aquella altura, y mirando por encima de las copas de los
árboles, podía verse abajo la extensión del llano; pero lo que Mowgli
miró entonces fueron los lados del barranco, viendo con no poca
satisfacción que se elevaban casi perpendicularmente, y que las vides y
enredaderas que de ellos colgaban no podían prestar apoyo suficiente á
un tigre, en el caso de que por allí quisiera huir.

--Déjalos resollar, Akela, dijo levantando una mano. No han hallado aun
el rastro. Déjalos resollar. Tengo que anunciarle á Shere Khan lo que
se le viene encima. Ya lo hemos cogido en la trampa.

Hizo bocina de sus manos, gritó hacia el barranco (lo cual era
casi como gritar en la boca de un túnel), y el eco de su voz fué
repercutiendo de roca en roca.

Al cabo de largo rato contestó el vago, soñoliento gruñido de un tigre,
harto ya y que despierta de su sueño.

--¿Quién llama? dijo Shere Khan. Y á su voz un espléndido pavo real
voló desde el fondo del barranco dando chillidos al huir.

--Yo, Mowgli. ¡Ladrón de reses, ya es hora de que te vengas conmigo al
Consejo de la Peña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo, Rama, abajo!

El rebaño quedóse un instante quieto al borde de la pendiente; pero
Akela lanzó á plenos pulmones su grito de guerra, y se precipitaron
todos, uno tras otro, como navíos que se lanzan á una corriente,
mientras la arena y las piedras saltaban en torno suyo. Una vez
comenzada la carrera no había modo de pararla, y, aún antes de llegar
al cauce del torrente, Rama sintió ya el rastro de Shere Khan, y mugió.

                             [Ilustración]

--¡Ah! dijo Mowgli, que iba en él montado. ¿Por fin te enteras, eh?
Y el alud de negros cuernos, hocicos espumajeantes y ojos de mirada
fija pasó rápido por el torrente, como arrancados peñascos en épocas
de avenida, mientras los búfalos más débiles eran empujados hacia los
lados, donde, al pasar, arrancaban las enredaderas. Ya sabían todos
qué clase de labor les esperaba: era aquello la terrible embestida de
un rebaño de búfalos, contra la cual no hay tigre que pueda pensar
siquiera en resistir. Oyó Shere Khan el ruido atronador de las pezuñas,
levantóse y caminó con pesadez torrente abajo, mirando á ambos costados
en busca de huída; pero los lados del torrente parecían cortados á
pico, y tuvo que quedarse allí sintiendo el abotagamiento producido por
la comida y la bebida, deseando entonces cualquier cosa menos tener
que batirse. El rebaño pasó chapoteando por la laguna que él acababa
de abandonar, mugiendo hasta hacer retumbar todo el estrecho recinto.
Mowgli oyó otro mugido que contestaba desde el extremo inferior del
barranco; vió á Shere Khan volverse (el tigre sabía que en último
caso era mejor esperar á los toros que habérselas con las vacas y
terneros); y entonces Rama echó por tierra algo, tropezó con ello, y
siguió adelante, pasando por encima de una masa blanda, y con los demás
toros detrás, que iban pisándole casi, cayó sobre el otro rebaño, con
tal furia que los más débiles búfalos fueron levantados al aire por
completo con el choque que se produjo al encontrarse todos.

La embestida arrastró ambos rebaños hacia la llanura, dando cornadas,
coces y bufidos. Esperó Mowgli el momento oportuno, y, apeándose de
Rama, comenzó á repartir golpes á diestro y siniestro con el palo que
llevaba.

--¡Pronto, Akela! ¡Divídelos! ¡Sepáralos, ó si no van á pelearse unos
con otros! ¡Llévatelos, Akela! ¡_Hai_, Rama! _¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!_ hijos
míos. ¡Poco á poco, ahora, poco á poco! Ya ha terminado todo.

Akela y el Hermano Gris corrieron de un lado á otro mordiéndoles las
patas á los búfalos, y, aunque el rebaño se volvió en redondo, con
intención de embestir de nuevo, torrente arriba, Mowgli logró hacerle
dar la vuelta á Rama, y los demás lo siguieron hacia los pantanos.

No hacía falta que pisotearan más á Shere Khan. Estaba muerto, y los
milanos iban acudiendo ya para devorarlo.

--¡Hermanos! Como un perro ha muerto, dijo Mowgli buscando el cuchillo
que, desde que vivía entre los hombres, llevaba siempre pendiente del
cuello y metido en una vaina. Pero tampoco se hubiera batido cara á
cara. Buen efecto va á hacer su piel puesta sobre la Peña del Consejo.
Manos á la obra y pronto.

Jamás á un muchacho criado entre los hombres hubiérasele ocurrido ni
por sueño desollar él solo un tigre que medía tres metros de largo;
pero, mejor que nadie, sabía Mowgli cómo está pegada al cuerpo la piel
de un animal, y, por lo tanto, el modo de arrancarla. No obstante, como
la labor era ruda, Mowgli cortó y desgarró regañando entre dientes
por espacio de una hora, mientras los lobos lo contemplaban con la
lengua colgando, ó se acercaban para dar tirones á la piel cuando él lo
mandaba.

De pronto, apoyóse en su hombro una mano, y, levantando los ojos, vió á
Buldeo con el viejo mosquete. Habían contado en la aldea los chiquillos
el pánico que se apoderó de los búfalos, y Buldeo salió malhumorado,
movido sólo por el vivo deseo de imponer á Mowgli un correctivo por
no haber cuidado mejor del rebaño. Los lobos se eclipsaron en cuanto
vieron venir al hombre.

--¿Qué locura es ésa? dijo Buldeo incomodado. ¿Y te figuras que tú
vas á poder desollar un tigre? ¿Dónde lo mataron los búfalos? Y por
añadidura es el tigre cojo, por cuya cabeza se han ofrecido cien
rupias. ¡Bien, bien! Haremos la vista gorda en eso de que hayas dejado
escaparse el rebaño, y tal vez te dé yo una de las rupias como premio
cuando haya llevado la piel á Khanhiwara. Tanteóse la ropa buscando un
pedazo de acero y un pedernal, y se agachó para quemarle los bigotes
á Shere Khan. La mayor parte de los cazadores indígenas practica esta
operación para evitar que el espíritu que habita en el tigre los
persiga luego.

--¡Je! dijo Mowgli entre dientes mientras arrancaba la piel de una de
las patas del tigre. ¿De modo que piensas llevarte la piel á Khanhiwara
para recibir el premio, y luego tal vez me des una rupia? Pues bien:
antójaseme que esa piel voy á necesitarla yo para mi propio uso. ¡Ea,
viejo, aparta ese fuego!

--¿Y así es como hablas al jefe de los cazadores de la aldea? Á la
suerte y á la ayuda que te ha prestado la imbecilidad de tus búfalos
debes cuanto has hecho. Bien se ve que el tigre acababa de darse un
hartazgo, ó de lo contrario estaría ahora á cinco leguas de distancia
de este sitio. ¡Ni siquiera puedes desollarlo bien, y, á pesar de eso,
tú, que no eres más que un pillete, vienes á decirme á mí, á Buldeo,
que no le queme los bigotes! Mira, Mowgli: no voy á darte ni un _anna_
como premio; lo que te daré será una buena paliza. ¡Suelta el tigre!

--¡Por el toro que me rescató! dijo Mowgli que estaba entonces luchando
por llegar hasta el hombro de la fiera, ¿te figuras que voy á estar
toda la tarde charlando contigo, mono viejo? ¡Ven acá, Akela! Líbrame
de este hombre que me está molestando.

Buldeo, que continuaba aún inclinado sobre la cabeza de Shere Khan,
hallóse de pronto tendido sobre la yerba con un lobo gris encima,
mientras Mowgli seguía desollando como si en toda la India no hubiera
nadie más que él.

--Sí, dijo éste entre dientes, tienes muchísima razón, Buldeo. Nunca
habrás de darme ni un _anna_ en premio. Entre este tigre cojo y yo
había un duelo pendiente... un duelo antiguo, muy antiguo... y... yo he
vencido.

Hablando con entera imparcialidad, hay que reconocer que, si Buldeo
hubiera tenido diez años menos, habría medido sus fuerzas con las de
Akela á haberse hallado con él entre los bosques; pero un lobo que
obedecía las órdenes de aquel muchacho (que tenía duelos pendientes
con tigres devoradores de hombres), no era un animal como los demás.
Aquello era arte de encantamiento, magia de la de peor clase, pensó
Buldeo, y tuvo sus dudas respecto á si el amuleto que llevaba al cuello
bastaría para protegerle. Quedóse, pues, tendido, como paralizado,
esperando á cada instante ver á Mowgli convertirse también en tigre.

--_¡Maharaj!_ ¡Gran Rey! dijo, por fin, con voz ronca y tan bajo que
parecía un susurro.

--¿Qué? contestó Mowgli sin volver la cabeza, sonriéndose un poco con
aire satisfecho.

--Soy un anciano. Ignoraba que fueras algo más que un zagal. ¿Me
permites que me levante y me vaya, ó va á hacerme pedazos ese servidor
que tienes á tus órdenes?

--Vete, vete en paz. Pero otra vez no te metas con mi caza. ¡Suéltalo,
Akela!

Fuése Buldeo cojeando hacia la aldea, tan aprisa como pudo,
mirando hacia atrás, por encima del hombro, para ver si Mowgli se
metamorfoseaba en algo que causara espanto. Luego, al llegar, refirió
un cuento de magia, y encantamientos, y brujerías que hizo que el
sacerdote se pusiera muy serio.

Mowgli siguió en su labor, pero se acercaba ya el anochecer cuando
entre él y los lobos acabaron de separar del cuerpo del tigre la enorme
y vistosa piel.

Ahora, hay que esconder eso y volver los búfalos á casa. Ayúdame á
reunirlos, Akela.

Agrupóse el rebaño, á la luz dudosa del crepúsculo, y dirigióse hacia
la aldea; pero al llegar cerca de ella vió Mowgli algunas luces, y oyó
cómo en el templo tocaban las campanas y soplaban, además, en caracoles
marinos. La mitad de la población parecía esperarle á las puertas del
lugar.

--Esto será porque he matado á Shere Khan, dijo entre sí Mowgli; pero
una lluvia de piedras silbó en sus oídos al mismo tiempo que los
aldeanos le gritaban:

--¡Hechicero! ¡Hijo de una loba! ¡Diablo de la selva! ¡Márchate!
¡Márchate de aquí en seguida, si no quieres que el sacerdote te cambie
otra vez en lobo! ¡Dispara, Buldeo, dispara!

Hizo fuego el mosquete, con gran estruendo, y uno de los búfalos
jóvenes lanzó un mugido de dolor.

--¡Otro hechizo! gritaron los aldeanos. ¡El ha desviado la bala! ¡Ese
búfalo es el tuyo, Buldeo!

--Pero ¿qué significa eso? dijo Mowgli azorado al ver que arreciaba la
lluvia de piedras.

--No dejan de parecerse á los de la manada esos hermanos tuyos, dijo
Akela, sentándose gravemente. Antójaseme que, si las balas tienen algún
significado, la intención de esta gente es la de arrojarte fuera del
lugar.

--¡Lobo! ¡Lobato! ¡Márchate! gritó el sacerdote agitando una ramita de
la planta sagrada que llaman _tulsi_.

--¡Ah! ¿otra vez? La anterior fué porque era un hombre. Ésta porque soy
un lobo. Vámonos, Akela.

Una mujer, Messua, corrió hacia el rebaño y gritó:

--¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Dicen que eres un hechicero que si quiere
puede transformarse en fiera. Yo no lo creo, pero márchate, porque si
no te van á matar. Buldeo dice que eres un brujo; pero yo sé que tú no
has hecho más que vengar la muerte de Nathoo.

--¡Atrás, Messua! ¡Vuelve atrás ó te apedreamos! gritó entonces la
multitud.

Mowgli sonrióse con sonrisa forzada y breve, porque una piedra acababa
de darle en la boca.

--Retrocede, Messua, añadió. Eso es uno de aquellos estúpidos cuentos
que inventan al anochecer, bajo la sombra del árbol. Al menos te habré
pagado la vida de tu hijo. ¡Adios! Y corre cuanto puedas, porque voy
á lanzar el rebaño contra ellos con más velocidad que la que llevan
los pedazos de ladrillo que me arrojan. No soy ningún brujo, Messua.
¡Adios! Ahora, Akela, júntame otra vez el rebaño, gritó.

No ansiaban los búfalos otra cosa más que volver á la aldea. Apenas si
necesitaron que los azuzara Akela para lanzarse como un torbellino á
través de las puertas, dispersando á la multitud á derecha é izquierda.

--¡Contadlos! gritó Mowgli con aire desdeñoso. Podría ser que os
hubiera robado alguno. Contadlos, porque ésta es la última vez que he
de apacentarlos. ¡Quedad con Dios, hijos de los hombres, y agradecedle
á Messua que no vaya yo también con mis lobos á cazaros en mitad de
vuestra calle!

Volvió la espalda y echó á andar junto con el Lobo Solitario, y,
como se le ocurriera mirar á las estrellas, sintióse, entonces,
verdaderamente feliz.

--Se acabó para mí el dormir dentro de una trampa, Akela. Recojamos la
piel de Shere Khan y vámonos. No causemos á la aldea el menor daño:
tengamos en consideración lo bien que Messua se ha portado conmigo.

Al elevarse la luna sobre la llanura, dando á todas las cosas un tinte
algo lechoso, vieron con terror los aldeanos cómo Mowgli, acompañado
de dos lobos y con un fardo sobre su cabeza, corría á campo travieso
con aquel trote característico del lobo, que se traga las leguas como
nada. Entonces echaron á vuelo las campanas y soplaron en los caracoles
marinos con más fuerza que nunca; lloró Messua, y Buldeo comenzó á
adornar con tales primores la historia de sus aventuras en la selva que
acabó por decir que Akela se había erguido en dos pies hablando como un
hombre.

Empezaba á descender la luna cuando Mowgli y los dos lobos llegaron
á la colina en que estaba la Peña del Consejo y se pararon ante la
caverna de mamá Loba.

--Me han arrojado de la manada de los hombres, madre, gritó Mowgli,
pero he cumplido mi palabra, y vengo con la piel de Shere Khan.

Salió mamá Loba de la caverna, andando como con dificultad, y llevando
tras sí los cachorros, y sus ojos brillaron vivamente en cuanto vió la
piel.

--Ya le dije aquel día en que metió la cabeza y los hombros en esta
caverna yendo en tu busca para matarte, renacuajo mío, ya le dije que
el cazador sería cazado un día ú otro. ¡Bien lo has hecho!

--¡Muy bien, Hermanito! dijo una voz profunda, allá en la espesura.
¡Ya te echábamos de menos en la selva! Y Bagheera vino, corriendo,
hasta á tocar los desnudos pies de Mowgli. Juntos subieron á la Peña
del Consejo, y, sobre la roca llana en que solía ponerse Akela, tendió
Mowgli la piel, sujetándola, luego, con cuatro pedazos de bambú. Echóse
sobre ella Akela, y lanzó el antiguo grito del Consejo:--¡Mirad, lobos,
mirad bien!--exactamente como dijo cuando por primera vez le llevaron
allí á Mowgli.

Desde el día en que Akela había sido destituído, la manada se había
quedado sin jefe, cazando y luchando como mejor le parecía. Pero aun
contestaban á aquel grito por costumbre, y aunque fueran, algunos,
cojos por culpa de las trampas en que habían caído, y otros arrastraran
una pata por haber sido heridos en ella de un balazo, ó estuvieran
sarnosos por haber comido algo malo, ó, finalmente, se hubieran
extraviado, los que quedaban vinieron todos al Consejo de la Peña,
y vieron la piel rayada de Shere Khan tendida sobre la roca, y las
enormes garras colgando al extremo de las patas, que se balanceaban
vacías. Entonces fué cuando Mowgli compuso una canción sin rimas,
una canción que se le vino á los labios espontáneamente, y comenzó á
cantarla á grades voces, arrojándose sobre la piel y llevando el compás
con los talones, hasta que se le acabó el aliento, y mientras tanto el
Hermano Gris y Akela aullaban entre las estrofas.

--¡Mirad bien, lobos, mirad bien! dijo Mowgli cuando hubo acabado. ¿He
cumplido mi palabra? Y los lobos, ladrando como perros, dijeron: ¡sí! y
uno de ellos, lleno de cicatrices y desgarrones en la piel, aulló:

--¡Vuelve á guiarnos, Akela! Vuelve á guiarnos, hombrecito, porque
ya estamos aburridos de vivir sin Ley, y quisiéramos ser de nuevo el
Pueblo Libre de otros tiempos.

--No, murmuró Bagheera, bien pudiera ser que os equivocárais. Cuando
estéis hartos, acaso os vuelva la locura de antes. No en balde os
llaman el Pueblo Libre. Por la libertad luchásteis y vuestra es.
Devoradla, lobos.

--De la manada de los hombres y de la de los lobos me arrojaron, dijo
Mowgli. En adelante cazaré sólo en la selva.

--Y nosotros contigo, dijeron los cuatro lobatos.

Así pues, marchóse Mowgli y cazó con ellos en la selva á partir de
aquel día. Pero no siempre estuvo sólo, pues algunos años después,
cuando se hizo hombre, se casó.

Mas desde entonces su historia es ya para personas mayores.

                            [Ilustración]


     =Canción de Mowgli al bailar sobre la piel de Shere Khan en la
                          Peña del Consejo=[6]


La canción de Mowgli es ésta.--Yo, el mismo Mowgli, soy quien la canta.
Que la selva preste oído á lo que he hecho.

Shere Khan dijo que me mataría--¡que me mataría! ¡que ante las puertas
de la aldea, á la luz de la luna, mataría á Mowgli, la Rana!

Comió y bebió. ¡Bebed mucho, Shere Khan! porque ¿cuándo será que
volváis á beber? Dormid, y soñad en mi muerte.

Solo estoy entre los prados. ¡Hermano Gris, vente conmigo! Ven, Lobo
Solitario, que hay aquí caza mayor.

Recoge á los enormes búfalos machos, á los toros de piel azul y ojos
coléricos. Llévalos de un lado á otro obedeciendo mis órdenes.

¿Vuesa merced duerme aún, Shere Khan? ¡Despertad! ¡Ah! ¡Despertaos!
¡Estoy yo aquí, y detrás de mí están los búfalos!

Rama, el rey de ellos, hirió el suelo con una de sus patas. Aguas del
Wainganga ¿á dónde fué Shere Khan?

No es él como Ikki, que puede agujerear la tierra, ni como Mao, el pavo
real, para poder volar. No es como Mang, el murciélago, que se cuelga
de las ramas. ¡Bambúes que crujís todos á la vez, decidme á dónde fué á
esconderse!

_¡Ow!_ Allí está. _¡Ahoo!_ Allí está. Bajo las patas de Rama yace el
tigre cojo. ¡Levantaos, Shere Khan! ¡Levantaos y matad! Ahí tenéis
carne: rompedles el cuello á los toros.

¡Chist! Duerme. No lo despertaremos, porque grande es su fuerza.
Bajaron los milanos á verlo; subieron las negras hormigas á enterarse
de ello. Gran asamblea se ha reunido en su honor.

_¡Alala!_ No tengo ropas en que envolverme. Los milanos verán que estoy
desnudo. Me avergüenzo de encontrarme ante toda esa gente.

Prestadme vuestra piel, Shere Khan. Prestadme vuestra piel
pintarrajeada para que pueda ir al Consejo de la Peña.

Por el toro que me rescató hice una promesa... una pequeñísima promesa.
Sólo que ahora me hace falta vuestra piel para cumplir mi palabra.

Armado con el cuchillo (con el cuchillo que usan los hombres), armado
con el cuchillo de cazador, me bajaré á recoger mi botín.

Aguas del Wainganga, sed testigos de que Shere Khan me da su piel por
el cariño que me tiene. ¡Tira, Hermano Gris! ¡Tira, Akela! ¡Bien pesada
es la piel de Shere Khan!

Furiosa está la manada de los hombres. Apedréanme todos ellos y hablan
como chiquillos. Mi boca sangra. Huyamos.

Á través de las tinieblas de la noche, de la cálida noche, corred
conmigo velozmente, hermanos míos. Dejaremos atrás las luces de la
aldea é iremos en dirección al sitio desde donde alumbra la luna, que
está baja.

Aguas del Wainganga, la manada de los hombres me ha arrojado de su
seno. Ningún daño les hice; pero me tenían miedo. ¿Por qué?

Manada de los lobos, también tú me has arrojado de tu seno. La selva se
ha cerrado para mí, y cerradas están también las puertas de la aldea.
¿Por qué?

Como Mang vuela entre las fieras y los pájaros, así vuelo yo entre la
aldea y la selva. ¿Por qué?

Bailo sobre la piel de Shere Khan; pero mi corazón está triste. Herida,
rota tengo mi boca con las piedras que me arrojaron desde la aldea,
pero estoy alegre por haber vuelto á la selva. ¿Por qué?

Luchan en mí ambos sentimientos como luchan dos serpientes en la
primavera.

Brota el llanto de mis ojos, y, sin embargo, río mientras él va
corriendo. ¿Por qué?

Hay en mi dos Mowglis; pero la piel de Shere Khan está bajo mis pies.

Toda la selva sabe que he dado muerte á Shere Khan. ¡Mirad!... ¡Mirad
bien, lobos!

_¡Ahac!_ Tengo el corazón oprimido por todas las cosas que no llego á
entender.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[6] Esta poesía, sin rimas y sin metro en el original, es,
principalmente, una imitación de la manera característica de Walt
Whitman, y en ello estriba su sabor primitivo, apropiado aquí, y algo
entre homérico y ossiánico.--N. del T.

                             [Ilustración]



                            LA FOCA BLANCA

                           ¡Duérmete, mi niño! La noche ha llegado,
                         y negra es el agua que verde brillaba:
                         la luna, al alzarse por entre las olas,
                         nos mira en su seno dormir recostadas.

                           Donde chocan unas con otras revueltas
                         pon allí tu lecho, ve y allí descansa,
                         revuélcate á gusto, la cola torciendo:
                         no ha de despertarte la tormenta airada:
                           no hará en tí su presa tiburón osado
                         ¡duérmete, mi niño! ¡duérmete en el agua!
                         ¡duérmete al arrullo del mar que te mece!
                         ¡duérmete en los brazos de las olas mansas!

              (_Canción con que arrullan las focas á sus pequeñuelos_).


Cuanto voy á referir ocurrió, muchos años hace, en un lugar llamado
Novastoshnah ó Cabo del Noreste, en la isla de San Pablo, allá por
el mar de Behring. Contóme ese cuento Limmershin, el reyezuelo de
invierno, en ocasión en que el viento lo arrojó contra la arboladura
de un barco que iba al Japón, y en que yo me lo llevé á mi camarote,
calentándolo y alimentándolo durante un par de días, hasta que se halló
en disposición de tender el vuelo y regresar á San Pablo. Limmershin
es un pajarillo de genio bastante raro; pero tiene la cualidad de no
saber mentir.

Nadie va á Novastoshnah como no sea para negocios, y las únicas que los
tienen allí constantes son las focas. Acuden en los meses de verano por
centenares y por miles, saliendo del mar frío y gris, pues saben que la
playa de Novastoshnah posee, para hospedar focas, mejores cualidades
que ningún otro sitio del mundo.

Gancho de Mar estaba enterado de esto, y cada primavera, desde el punto
en que se hallara, se iba nadando hasta Novastoshnah, en línea recta,
como si fuera un torpedero, y allí pasaba un mes luchando con sus
colegas por conservar un buen sitio en las rocas, lo más cerca del mar
que le fuera posible. Gancho de Mar tenía quince años y era una enorme
foca macho, de color gris, con una piel sobre los hombros que parecía
crín, y unos dientes caninos largos, amenazadores. Cuando se levantaba
sobre sus extremidades anteriores elevábase á más de un metro de altura
sobre el suelo, y si alguien se hubiera atrevido á pesarlo habría
hallado que su peso era casi de unas setecientas libras. Estaba lleno
de cicatrices, consecuencia de salvajes luchas; pero, á pesar de eso,
mostrábase siempre dispuesto á aceptar nuevas peleas. Ladeaba en tales
casos la cabeza como si no se atreviera á mirar á su enemiga cara á
cara; pero de pronto caía sobre ella como un rayo, y cuando sus enormes
dientes se habían clavado fuertemente en el cuello de la otra foca,
podía ésta escapársele si lo lograba, pero no sería ciertamente Gancho
de Mar quien la ayudara á ello.

Sin embargo, lo que nunca hizo fué atacar á una foca herida ya
por otras, porque esto era contrario á las reglas de la Playa. No
necesitaba más que un sitio para su prole, junto al mar; pero como
ocurría que cuarenta ó cincuenta mil focas más luchaban por lo mismo
cada primavera, el silbar, bramar, rugir y resoplar que se oían en
aquella playa eran algo verdaderamente horroroso.

Desde una colina, llamada de Hutchinson, divisábase una extensión de
tierra de cerca de una legua, completamente cubierta de focas que
peleaban unas con otras, y, á la hora de la resaca, la playa quedaba
toda salpicada de puntos que eran las cabezas de otras muchas focas
que se apresuraban á ir á tierra para unirse á las que combatían.
Luchaban sobre las rompientes, luchaban en la arena y hasta sobre
las desgastadas rocas de basalto donde tenían sus viveros: eran tan
estúpidas y tan poco complacientes como si fueran hombres. Las hembras,
sus esposas, nunca iban á la isla hasta fines de Mayo ó primeros de
Junio, porque les hacía poca gracia la perspectiva de que las hicieran
pedazos en aquellas batallas; y en cuanto á los pequeñuelos de dos,
tres ó cuatro años, que no sabían aún lo que era el sostener una
familia, se iban tierra adentro, á alguna distancia, atravesando las
filas de combatientes para ponerse á jugar sobre las dunas en grupos ó
formando verdaderas legiones que destruían cuanta planta verde crecía
por allí.

Llamábanlos los _holluschickie_ (la gente moza) y de ellos había, en
Novastoshnah sólo, quizá dos ó tres cientos mil.

Un día de primavera, acababa Gancho de Mar de poner término á su pelea
número cuarenta y cinco, cuando Matkah, su dulce y suave esposa de
lánguida mirada, salió del mar, y en el mismo instante cogióla él
por el pescuezo y la plantó en el espacio de terreno que se había
reservado, mientras le decía refunfuñando:

--¡Tarde, como de costumbre! ¿Dónde has estado?

No solía Gancho de Mar comer nada en los cuatro meses que se pasaba
en la playa, y así estaba, generalmente, de muy mal humor. Matkah no
contestó á la pregunta: sabía que esto era lo mejor que podía hacer.
Tendió la mirada en torno suyo, y dijo muy tierna y suavemente:

--¡Qué atención has tenido conmigo! Has tomado nuestro sitio de otras
veces.

--¡Pues ya lo creo que sí! contestó Gancho de Mar. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos, y la sangre le corría de veinte heridas
distintas; tenía un ojo hundido y ambos costados hechos una lástima,
con la piel colgando á pedazos.

--¡Ah! ¡Lo que sois los hombres! dijo Matkah abanicándose con la aleta
de una de sus patas posteriores. Pero ¿por qué no podéis ser razonables
y repartiros los sitios en paz? ¡Cómo estás! ¡Parece que te hayas
peleado con el _Cetáceo Carnicero_!

--No he hecho otra cosa más que pelear, desde mediados de Mayo. La
playa está tan llena esta temporada que es una vergüenza. Lo menos he
tropezado con cien focas de la playa de Lukannon que iban buscando
alojamiento. ¿Por qué no podría quedarse la gente en su propia casa?

--No pocas veces se me ha ocurrido la idea de que viviríamos mucho más
felices en la isla de Otter que en un lugar tan concurrido como éste,
dijo Matkah.

--¡Bah! Los _holluschickie_ son los únicos que van á la isla de Otter.
Si fuéramos nosotros, dirían que lo hacemos por miedo. Hay que guardar
las apariencias, hija mía.

Hundió Gancho de Mar la orgullosa cabeza entre los gruesos hombros,
y durante algunos minutos hizo como que dormía; pero no dejó ni un
momento de estar ojo avizor para el caso de que tuviera que comenzar
otra lucha. Ahora que todas las focas machos, con sus respectivas
hembras, estaban ya en tierra, su clamoreo podía oirse en algunas
leguas mar adentro, dominando el ruido de los más furiosos vendabales.
Contando por lo bajo, bien podía decirse que había allí, sobre
la playa, más de un millón de focas (focas viejas, focas madres,
pequeñuelos y _holluschickie_, peleándose, retozando, dando balidos,
arrastrándose y jugando), y ese millón iba y volvía del mar á la
playa y de la playa al mar en grupos, y, á veces, formando verdaderos
ejércitos, sin dejar ni un palmo de tierra donde no fueran á echarse
en toda la extensión que podía abarcar la vista, y entreteniéndose en
continuas escaramuzas á través de la niebla. En Novastoshnah hayla
casi siempre, excepción hecha de las raras ocasiones en que brilla por
un momento el sol y hace que aparezca todo como cuajado de perlas y
matizado con los colores del iris.

En medio de ese barullo había nacido Kotick, el pequeñuelo de Matkah,
y era todo cabeza y hombros, con ojos claros, de un azul de agua, como
corresponde que sean los de las focas pequeñas; pero algo había en su
piel que era causa de que su madre lo mirara con profunda atención.

--¡Gancho de Mar, dijo al fin, nuestro hijo va á ser blanco!

--¡Caracoles! refunfuñó aquel. Nunca se ha visto en el mundo cosa tan
rara. ¡Una foca blanca!

--Pues no sé que decirte; ahora se verá.

Y comenzó á cantar en voz baja y berreante la canción de las focas, que
todas las que son madres cantan á sus hijos:

    No nades nunca hasta las seis semanas
    si no quieres hundirte sin remedio;
    tormentas estivales y cetáceos
    son un peligro cierto.

    Son peligrosos, ratoncillo mío,
    muy peligrosos para el que es pequeño;
    pero báñate, y crece, y hazte fuerte...
    y no tengas ya miedo,
    ¡y atrévete ya entonces,
    hijo del mar inmenso!

Por supuesto que el chiquitín no entendía, al principio, aquellas
palabras. Chapoteaba en el agua, ó andaba á gatas por el suelo al lado
de su madre, é iba aprendiendo á escaparse, tropezando más ó menos,
cuando veía que su padre se peleaba con otra foca y ambos rodaban con
feroces bramidos por encima de las resbaladizas rocas. Matkah solía ir
al mar á buscar comida, y el pequeñín no se alimentaba más que una sola
vez cada dos días; pero entonces comía cuanto le era posible, y así iba
creciendo.

Lo primero que hizo fué ir gateando tierra adentro, y allí encontró
miles y miles de pequeñuelos de su misma edad, jugando todos como
cachorrillos, durmiendo sobre la limpia arena, y jugando de nuevo
después. La gente vieja, en los viveros, no hacía caso de ellos, y los
_holluschickie_ no se movían de su propio terreno, con lo cual los
chiquitines podían jugar á sus anchas.

Al volver Matkah de su pesca en alta mar, íbase en dirección al
sitio en que tales juegos se verificaban, y, balando como la oveja
que llama á su corderillo, esperaba hasta que otro balido de Kotick
le contestara. Entonces, íbase hacia él en línea recta, tan recta
que no podía serlo más, abriéndose paso con las aletas de sus patas
delanteras, dando golpes y revolcando por el suelo, á derecha é
izquierda, á toda la chiquillería aquélla que le estorbaba. Siempre
había algunos centenares de madres que iban en busca de sus hijos,
á través del sitio destinado á jugar, y así puede decirse que los
pequeñuelos tenían allí una vida muy animada, muy _movida_; pero, como
le dijo Matkah á Kotick: «Mientras no te eches sobre el fango y cojas
sarna; mientras no vayas á restregarte alguna cortadura ó arañazo
contra la dura arena; y mientras, finalmente, no se te ocurra nadar
cuando la mar está picada, nada puede dañarte aquí en lo más mínimo».

Cuando las focas son pequeñas no saben nadar, lo propio que les ocurre
á los niños; pero no están contentas hasta que aprenden. La primera
vez que Kotick se echó al mar vino una ola y se lo llevó á donde había
mucha más profundidad de lo que era conveniente para él, y su gruesa
cabeza se hundió, al paso que sus pequeñas aletas posteriores fuéronse
en alto por encima del agua, exactamente como le había dicho que le
sucedería su madre, al cantarle la canción que hemos copiado; y gracias
que otra ola lo recogió, lanzándolo de nuevo á la playa, pues, de no
ser así, se hubiera ahogado.

Aprendió, después de esto, á estarse tendido en un charco de la playa
y esperar que las oleadas le cubrieran y lo levantaran mientras él
chapoteaba, pero siempre anduvo ya alerta para el caso que vinieran
olas muy grandes, de las que pueden hacer daño. Dos semanas estuvo
aprendiendo el modo de usar sus aletas, y durante todo este tiempo
entraba y salía del agua deslizándose, y tosía, gruñía, se arrastraba
por la playa y dormitaba sobre la arena, hasta que luego volvía á las
andadas. Así se convenció de que el agua era verdaderamente su elemento.

Entonces, bien podéis imaginaros lo que se divertiría con sus
compañeros, dando chapuzones para pasar por debajo de las olas, ó
llegando á la playa sobre la cresta de una de ellas y cayendo con sordo
ruido, resoplando para no ahogarse, mientras la enorme ola subía como
un torbellino por la arena; ó alzándose sobre la cola y rascándose
la cabeza, como veía él que la gente madura hacía; ó jugando á «yo
soy el Rey del castillo[7]» sobre las resbaladizas rocas, llenas de
vegetaciones, que asomaban á flor de agua. De vez en cuando veía una
delgada aleta semejante á la de un enorme tiburón, que iba costeando,
costeando, y como no se le ocultaba que aquello era el _Cetáceo
Carnicero_, el delfín, que se come á las focas pequeñas cuando puede
apoderarse de ellas, Kotick se iba como una flecha hacia la playa, y la
aleta se alejaba bailando lentamente sobre el agua como si nada hubiera
ido á buscar por allí.

Hacia fines de Octubre comenzaron las focas á abandonar la isla de San
Pablo para internarse en alta mar, yendo reunidas en familias y tribus,
cesando en sus peleas por culpa de los viveros, y los _holluschickie_
podían ya jugar en todas partes donde se les antojara. «Para el año que
viene, dijo Matkah á Kotick, tú también serás un _holluschickie_; pero
este año tienes aún que aprender cómo se cazan los peces».

Partieron juntos, pues, atravesando el Pacífico, y Matkah le enseñó á
Kotick á dormir de espalda, con las aletas plegadas á los lados y la
naricita asomándose á flor de agua. No hay cuna tan cómoda como resulta
serlo el continuado balanceo de las olas en el mar Pacífico. Cuando
Kotick comenzó á sentir en la piel cierto hormigueo, Matkah le dijo que
entonces empezaba á experimentar _la sensación del agua_, y que esos
hormigueos y pinchazos en la piel anunciaban mal tiempo, por lo cual
había que darse prisa en nadar y alejarse.


Dentro de poco sabrás también hacia donde has de dirigirte cuando
nades; pero, por ahora, seguiremos al puerco marino, al marsuino,
que sabe mucho. Toda una escuela de marsuinos se agitaba por allí,
chapuzándose en el agua, dando carreras de un lado para otro, y Kotick
los siguió con toda la velocidad que le fué posible.

--¿Cómo os arregláis para saber hacia dónde tenéis que dirigiros?
preguntó anhelante.

Movió los blancos ojos hacia todos lados el director de la escuela y se
lanzó de cabeza bajo el agua.

--Siento hormigueos en la cola, muchacho, le contestó. Significa esto
que detrás de mí viene un temporal. ¡Vámonos! Cuando uno se halla al
Sur del Mar Pegajoso (quería decir el Ecuador) y nota picazón en la
cola, es anuncio de que se te viene de frente el temporal, y hay que
dirigirse hacia el Norte. ¡Ven! La mar está aquí muy picada.

Fué ésta una de las muchas cosas que Kotick aprendió, y el aprender era
en él tarea constante. Matkah le enseñó á perseguir los bacalaos y las
platijas á lo largo de los bancos de arena y á arrancar el esperinque
de sus agujeros cubiertos de yerbas; cómo ir bordeando los restos de
naufragios medio enterrados á cien brazas bajo el agua, y lanzarse con
la rapidez de una bala entrando por una de las portas y saliendo por
la otra, según hacen los peces; cómo sostenerse sobre la cresta de las
olas cuando los rayos cruzaban el espacio, y saludar cortesmente á la
albatros, de corta y ancha cola, ó á la fragata, al verlas pasar por
los aires siguiendo la dirección del viento; cómo saltar fuera del
agua á la altura de tres ó cuatro pies, á la manera de los delfines,
apretadas á los lados las aletas y encorvada la cola...

Enseñóle también á dejar tranquilos á los peces voladores, porque no
tienen más que espinas; á arrancar de un bocado un pedazo de espalda á
un bacalao corriendo á toda velocidad, á diez brazas bajo la superficie
del mar; y á no pararse nunca á mirar un bote ó un buque, pero
principalmente ningún barco de remos. Al cabo de seis meses, lo que
Kotick no sabía sobre la pesca en alta mar era porque no valía la pena
de saberse, y durante todo este tiempo nunca sus aletas tocaron tierra
seca.

Un día, sin embargo, mientras estaba dormitando en el agua, tibia
entonces, en un sitio cercano á la isla de Juan Fernández, sintió una
dejadez en el cuerpo y un mareo como los que suelen sentir las personas
al llegar la primavera, y viniéronsele á la memoria las dulces y
seguras playas de Novastoshnah, á siete mil millas de distancia; los
juegos de sus compañeros; el olor de las plantas marinas; el bramar de
las focas, y las continuas luchas. En aquel mismo instante hizo rumbo
hacia el Norte, nadando pausadamente, y á poco hallóse con bastantes
docenas de compañeros que llevaban también la misma dirección.

--¡Salud, Kotick! le dijeron.

Este año somos todos _holluschickie_, y podemos bailar la _danza del
fuego_ en las rompientes frente á Lukannon, y jugar sobre la yerba.
Pero ¿de dónde has sacado esa piel?

Era ahora la piel de Kotick casi completamente blanca, y, aunque se
sintiera orgulloso de ella, no contestó más que:

--¡Nadad aprisa! Los huesos me duelen y deseo llegar á tierra.

Y así fuéronse todos á las playas en que habían nacido, y oyeron á sus
padres, las focas viejas, peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la _danza del fuego_ con las focas
que contaban un año de edad. En todo el espacio que media entre
Novastoshnah y Lukannon el mar está lleno de fuego en las noches
de verano, y cada foca deja en pos de sí una estela como de aceite
hirviendo, lanza flamígeros chispazos al saltar en el agua, y las
olas rompen unas contra otras en grandes, fosforescentes rayas y
remolinos. Después fuéronse tierra adentro, hacia el sitio reservado á
los _holluschickie_, revolcáronse en el recien nacido trigo silvestre,
y refirieron cuentos de lo que habían hecho durante el tiempo de su
estancia en el mar. Hablaban del Pacífico como hablarían unos niños
del bosque en que han estado jugando y cogiendo los frutos de los
árboles, y, si alguien hubiera podido oirles, con los datos por ellos
suministrados habría podido trazar un mapa tan detallado como jamás
hubo otro alguno. Los _holluschickie_ de tres y de cuatro años de edad
se precipitaron desde la colina de Hutchinson gritando:

--¡Largo de ahí, muchachos! El mar es hondo y no sabéis aun todo lo que
guarda. Esperad hasta que hayáis doblado el Cabo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Chiquitín!
¿Dónde te has encontrado esa piel tan blanca?

--No la he encontrado en ninguna parte, dijo Kotick. Ha crecido sola.
Y cuando se preparaba ya á darle un revolcón al que acababa de hablar,
dos hombres de negro cabello y rojas caras aplastadas salieron de
detrás de una duna, y Kotick, que nunca había visto á un hombre, tosió
y bajó la cabeza. Los _holluschickie_ se replegaron formando un pelotón
á algunos metros de distancia, y se quedaron quietos mirando con aire
estúpido. Los dos hombres eran nada menos que Kerick Booterin, el jefe
de los cazadores de focas de la isla, y Patalamon, su hijo. Venían de
la aldea situada á cosa de media legua del vivero de focas, y estaban
discutiendo cuáles escogerían para llevárselas al matadero (porque las
focas se dejan llevar como corderos) y convertirlas, más tarde, en
chaquetas de piel de las que usan las señoras.

--¡Oh! ¡Mira! dijo Patalamon. Hay una foca blanca.

Kerick Booterin palideció hasta quedarse casi completamente blanco él
también bajo la capa de aceite y de humo de que iba cubierto, porque
era un aléuta, y los habitantes de las islas Aléutas no se distinguen
por la limpieza. Después comenzó á murmurar una oración.

--No la toques, Patalamon, dijo. No se ha visto una foca blanca
desde... desde mi nacimiento acá. Tal vez es el alma del viejo Zaharrof
que ha tomado esta forma. Desapareció el año pasado en medio de aquella
horrorosa tempestad que hubo.

--No, no me acerco á ella, contestó Patalamon. Es de mal agüero. ¿Te
parece que será verdaderamente el alma del viejo Zaharrof que vuelve
del otro mundo? Yo le debo algunos huevos de gaviota.

--No la mires, dijo Kerick. Llévate ese rebaño de las de cuatro años.
Nuestros hombres debieran desollar hoy doscientas, pero estamos á
principios de temporada y les falta práctica. Con cien bastarán.
¡Despacha!

Hizo sonar Patalamon un par de omoplatos de foca, dándole al uno contra
el otro, en frente de la manada de _holluschickie_, y quedáronse todos
quietos como muertos, y soplando con fuerza. Adelantó entonces algunos
pasos, y las focas comenzaron á moverse, y Kerick fué guiándolas tierra
adentro, sin que intentaran volverse atrás para reunirse con sus
compañeras.

[Ilustración] En número de centenares de miles viéronlas las otras
focas alejarse conducidas por el hombre, pero siguieron jugando como si
tal cosa. Sólo Kotick hizo algunas preguntas, á las que nadie supo qué
contestar, como no fuera que, cada año, se llevaban los hombres algunas
focas de aquel modo, por espacio de seis semanas ó de dos meses.

--Pues yo me voy detrás, dijo, y los ojos se le saltaban casi,
siguiendo la pista del rebaño.

--La foca blanca nos sigue, gritó Patalamon. Ésta es la primera vez que
una foca ha venido al matadero por sí sola.

--¡Chist! ¡No mires hacia atrás! dijo Kerick. No hay duda de que es el
alma de Zaharrof. Tengo que hablarle de esto al sacerdote.

La distancia que mediaba hasta llegar al matadero no era más que de
unos ochocientos metros, pero tardóse una hora en recorrerla, porque
bien sabía Kerick que si las focas iban demasiado aprisa se acalorarían
más de lo conveniente, y luego, al desollarlas, la piel saldría á
pedazos. Así, pues, fueron muy despacio, pasando por la _Garganta del
León Marino_ y por la _Casa de Webster_, hasta que llegaron á la _Casa
de la Sal_, completamente fuera del alcance de las miradas de las focas
que en la playa quedaban. Kotick iba siguiendo, anhelante y pasmado
de cuanto veía. Creyó hallarse en el fin del mundo, pero los bramidos
que se oían detrás de él, procedentes de los viveros de las focas,
resonaban con tanta fuerza como el estruendo de un tren al pasar por un
túnel. Kerick sentóse sobre el musgo, sacó un pesado reloj de peltre, y
dejó que el rebaño se enfriara algo por espacio de media hora, durante
la cual podía oir Kotick cómo iban cayendo de la gorra de aquel hombre
gotas del agua que la niebla había dejado en ella. Luego, diez ó doce
hombres, cada uno armado de una cachiporra recubierta de hierro y
midiendo cosa de un metro de largo, llegaron, y Kerick les señaló á una
ó dos focas del rebaño que habían sido mordidas por sus compañeras, ó
no se habían enfriado bastante, por lo que los hombres las apartaron
del rebaño, dándoles puntapiés con sus pesadas botas, hechas de piel de
morsa, y entonces dijo Kerick:

--¡Ahora!

Inmediatamente comenzaron los hombres á dar golpes en la cabeza á las
focas, con toda la rapidez posible.

Diez minutos después, Kotick no pudo ya reconocer á las que fueron sus
compañeras, pues sus pieles habían sido arrancadas, desde el hocico
hasta las aletas posteriores, secadas y puestas sobre el suelo en un
gran montón.

No quiso ver más. Volvióse Kotick en redondo y galopó hacia el mar
(porque una foca puede galopar muy velozmente durante breve rato),
erizados por el terror sus nacientes bigotes. En la _Garganta del León
Marino_, donde esos animales descansan junto al sitio hasta donde llega
la resaca, lanzóse de cabeza, aletas en alto, en el agua fresca, y allí
se balanceó, suspirando tristemente.

--¿Quién anda ahí? gruñó un león de mar, porque generalmente no gustan
éstos de más sociedad que la de sus iguales.

--_¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie!_ (Estoy sólo, muy sólo!) dijo Kotick.
¡Están matando á _todos_ los _holluschickie_ en _todas_ las playas!

El león marino volvió la cabeza en dirección de tierra.

--¡Qué disparate! dijo. ¿No oyes á tus amigos alborotando como de
costumbre? De fijo que habrás visto á ese viejo de Kerick despachando
una manada. Treinta años ha que no hace otra cosa.

--¡Eso es horrible! dijo Kotick nadando hacia atrás en el momento en
que quedaba cubierto por una ola, y afirmando el cuerpo por medio de
un movimiento en espiral de sus aletas, que lo levantó completamente
erguido y á tres pulgadas de distancia del borde dentado de una roca.

--¡Bien! ¡No lo has hecho mal para tu edad! dijo el león marino que era
buen juez en materia de natación. Y luego añadió:

--Supongo que debe de ser horrible para tí, juzgando lo que ocurre bajo
el aspecto que tú lo juzgas; pero si vosotras las focas os empeñáis en
venir aquí año tras año, es natural que los hombres se enteren, y lo
que es como no lleguéis á encontrar una isla á la cual no vayan nunca
ellos, siempre os veréis perseguidas.

--¿Y no hay ninguna isla de esta clase?

--He perseguido al _poltoos_ (la platija) por espacio de veinte años,
y no puedo decir aún que haya hallado una isla así. Pero, mira...
(ya que observo que te gusta conversar con tus superiores), podrías
ir al islote del _Caballo Marino_ y hablar á _Sea Vitch_. Tal vez él
sepa algo. Y no salgas disparado de ese modo. De aquí á allá hay seis
millas, y antes de nadar tan largo trecho, si yo fuera de tí, echaría
un sueñecito, chiquitín.

Parecióle bien el consejo á Kotick, y así nadó hasta su propia
playa, saltó á tierra y durmió, por espacio de media hora, con
extremecimientos en todo el cuerpo, como suelen hacer las focas.
Despues salió en dirección del islote del _Caballo Marino_, pedazo
de isla, pequeño y lleno de rocas, situado casi al Noreste de
Novastoshnah, sembrado de picos y de nidos de gaviota, donde las morsas
solían reunirse sin más compañía que la de ellas mismas.

Saltó á tierra junto al viejo _Sea Vitch_, el enorme, feo, hinchado,
granujiento caballo marino del Norte del Pacífico, ancho de cuello, de
largos colmillos, sin más modales que los que tiene cuando duerme....
que es lo que hacía entonces, con las aletas posteriores mitad fuera y
mitad dentro del agua.

--¡Despiértate! le dijo Kotick, casi ladrando, para que lo oyera,
porque las gaviotas metían gran ruido.

--¡Ah! ¡Oh!... ¿Qué?... ¿Qué hay? dijo _Sea Vitch_, y le pegó á la
morsa que tenía al lado un golpe con los colmillos despertándola, y
aquélla otro á la más próxima, y así fueron siguiendo, hasta estar
todas despiertas y mirando fijamente en todas direcciones, excepto en
la que debían.

--¡Je! Soy yo, dijo Kotick agitándose en la orilla, donde ofrecía todo
el aspecto de una diminuta babosa blanca.

--¡Vaya! ¡Que me desuellen vivo si...! exclamó _Sea Vitch_, y en
seguida comenzaron todos á mirar á Kotick como puede imaginarse uno que
los soñolientos viejos, socios de algún casino, mirarían á un niño que
cayera entre ellos. En cuanto oyó lo de desollar, no quiso Kotick que
le hablaran más de esto, pues bien harto de ver desollar estaba, y así
empezó á decir á gritos:

--¿No hay ningún sitio á donde puedan ir las focas, sin peligro de
encontrarse con hombres?

--Anda á buscarlo tú, dijo _Sea Vitch_ cerrando los ojos. ¡Márchate,
que aquí tenemos que hacer!

Dió Kotick un salto en el aire al estilo de los delfines, y púsose á
gritar á plenos pulmones:

--¡Zampa-ostras! ¡Zampa-ostras!

Estaba él enterado de que _Sea Vitch_ no había cogido un pez en toda su
vida, sino que se limitaba á hozar buscando ostras y plantas marinas,
aunque se las echara de terrible, pretendiendo ser lo contrario de
lo que era. Naturalmente, sucedió entonces que los _chickies_, los
_gooverooskies_ y los _epatkas_, las gaviotas de todas clases y los
mergos, que están siempre en acecho de cuantas ocasiones se les
presenten para mostrar su mala educación, hicieron coro repitiendo
aquellas palabras, y (al menos así me lo contó Limmershin) por espacio
de cinco minutos no hubiera podido oirse el disparo de una escopeta en
todo el islote del _Caballo marino_. Cuantos en él vivían gritaban á
voz en cuello:

--¡Zampa-ostras! _¡Stareek!_ (viejo).

Entre tanto _Sea Vitch_ se movía de un lado á otro refunfuñando y
tosiendo.

--¿Hablarás ahora? dijo Kotick casi perdido el aliento.

--Anda y pregúntale á la _Vaca marina_ lo que quieres saber, contestó
_Sea Vitch_. Si aún vive, ella podrá decírtelo.

--¿Y cómo conoceré á la _Vaca marina_ cuando la encuentre? dijo Kotick,
marchándose ya.

--Es lo más feo de cuanto vive en el mar después de _Sea Vitch_, gritó
una gaviota deslizándose ante las mismas barbas de éste... lo más feo y
de peores modales. _¡Stareek!_

Nadó otra vez Kotick hacia Novastoshnah dejando á las gaviotas
gritar cuanto quisieran. Llegado allí, vió que nadie tomaba el menor
interés en sus tentativas por descubrir un sitio donde pudieran vivir
tranquilamente las focas. Dijéronle que siempre los hombres se habían
llevado con ellos á los _holluschickie_, que esto formaba parte de su
diaria labor, y que si no quería ver cosas desagradables, no tenía para
qué haber ido al matadero. Pero ninguna de las otras focas había visto
las matanzas aquéllas, y en el no haberlo visto estribaba la diferencia
entre él y sus compañeras. Además, Kotick era una foca blanca.

--Lo que has de hacer, dijo Gancho de Mar después de haber oído el
relato de las aventuras de su hijo, es crecer, convertirte en una
foca tan grande como tu padre, y tener un vivero en la playa: verás,
entonces, como te dejan en paz. De aquí á cinco años debieras hallarte
ya en disposición de luchar y defenderte solo.

Hasta la amable Matkah, su madre, le dijo:

--No podrás evitar nunca esas matanzas. Anda y vete á jugar en el mar,
Kotick. Y, efectivamente, fuése y bailó la _danza del fuego_, pero con
el corazón muy oprimido por la tristeza.

Abandonó la playa aquel otoño tan pronto como pudo, y púsose en
marcha completamente solo, porque en su cabecita bullía una idea. Iba
en busca de la _Vaca marina_, si era verdad que existía en el mar
semejante personaje, y hallaría después una isla tranquila, rodeada
de playas seguras donde pudieran vivir las focas sin que los hombres
llegaran hasta ellas. Con tal motivo exploró uno y otro día desde
el Norte al Sur del Pacífico, llegando á nadar hasta trescientas
millas en el espacio de veinticuatro horas. Es imposible referir sus
innumerables aventuras, pero bastará decir que estuvo á punto de ser
devorado por los tiburones y por el pez martillo, tropezando con todos
los más peligrosos malhechores que vagan por los mares, con enormes
é inofensivos peces, y con las conchas manchadas de color escarlata
que están como ancladas en un mismo sitio por centenares de años y en
ello cifran todo su orgullo... Á quien nunca encontró fué á la _Vaca
marina_, ni tampoco una isla como la que él soñaba. Cuando la playa
era excelente, dura, con su poco de declive, tierra adentro, para que
las focas pudieran jugar en él, siempre se divisaba en el horizonte la
columna de humo de un ballenero que estaba hirviendo grasa, y Kotick
sabía lo que _eso_ significaba. O bien notaba claras huellas de que en
la isla había habido focas, que fueron muertas por los hombres, y donde
éstos habían puesto una vez los pies, pensaba él, bien podían ponerlos
dos.

Juntóse con una vieja albatros que le dijo que la isla de Kerguelen era
el mejor sitio para vivir en paz y tranquilidad, y cuando se dirigió
Kotick hacia allí, por poco queda hecho pedazos contra la negra y
acantilada costa, en una fuerte tormenta de granizo acompañada de rayos
y truenos. Y, no obstante, luchando contra el viento, pudo ver que
hasta allí había habido, tiempo atrás, un vivero de focas. Lo mismo
ocurría en cuantas islas visitó.

Limmershin díjome los nombres de todas y formaban larga lista,
porque, según él afirmó, pasóse Kotick cinco estaciones explorando
continuamente, á excepción de un descanso anual de cuatro meses en
Novastoshnah, durante el cual solían los _holluschickie_ burlarse de
él y de sus islas imaginarias. Estuvo en Galápagos, en el Ecuador,
sitio horrorosamente seco donde le pareció que le cocían vivo; fué á
las islas Georgias, á las Orcadas, á la isla de la Esmeralda, á la del
Ruiseñor, á la de Gough, á la de Bouvet, á la de Crossets, y hasta á
una islita, del tamaño de una mancha, que existe al Sur del Cabo de
Buena Esperanza. Pero en todas partes le dijeron lo mismo. En tiempos
inmemoriales las focas habían ido á aquellas islas, siendo perseguidas
y exterminadas por los hombres. Hasta un día en que se alejó del
Pacífico algunos miles de millas y llegó á un sitio llamado _Cabo
Corrientes_ (y esto fué cuando volvía de la isla de Gough), hallóse con
algunos centenares de focas sarnosas que estaban descansando en una
roca, y le dijeron que también allí iban los hombres.

Entristecióle esto tan profundamente que hizo rumbo hacia el Cabo para
volver á sus propias playas, y por el camino abordó á una isla llena de
verdes árboles, donde halló una foca vieja, muy vieja, moribunda, para
la cual buscó algunos peces, contándole después todas sus penas.

--Ahora, dijo Kotick, vuelvo á Novastoshnah, y si se me llevan al
matadero con los _holluschickie_ poco me importa ya.

--Prueba otra vez, contestóle la foca vieja. Yo soy la última de la
perdida tribu de Masafuera, y, en los tiempos en que los hombres solían
matarnos á centenares de miles, referíase en las playas la conseja de
que algún día una foca blanca, venida del Norte, llevaría al pueblo de
las focas á un lugar tranquilo. Vieja soy y no he de ver ya ese día;
pero otras lo verán. Prueba una vez más.

Retorcióse Kotick los bigotes (que los tenía muy hermosos), y dijo:

--Yo soy la única foca blanca que ha nacido en playa alguna, y soy
también la única, blanca ó negra, que ha pensado en descubrir nuevas
islas.

Animóle muchísimo este encuentro, y, aquel verano, cuando volvió
á Novastoshnah, rogóle Matkah, su madre, que se casara y viviera
tranquilo, porque no era ya un _holluschick_, sino todo un Gancho de
Mar, hecho y derecho, con su blanca melena rizada sobre la espalda, y
tan espesa, larga y de feroz aspecto como la de su padre.

--Dame una temporada más de espera, dijo él. Acuérdate, madre, de que
siempre es la séptima la ola que más lejos llega en la playa.

Dió la casualidad de que había otra foca que también pensó en aplazar
el casarse hasta el año próximo, y Kotick bailó con ella la _danza del
fuego_, en toda la extensión de la playa de Lukannon, la noche antes
de partir para el último de sus viajes exploradores.

Dirigióse esta vez hacia el Oeste porque acababa de descubrir el rastro
de un gran número de platijas que tal rumbo llevaban, y él necesitaba,
por lo menos, un centenar de libras de pescado para mantenerse en buena
salud. Persiguiólas hasta cansarse, y, entonces, enroscóse y se durmió
en uno de los hoyos que deja en la tierra la resaca, en dirección de la
isla del Cobre.

Conocía perfectamente aquella costa, y así, hacia media noche, al
sentirse caer blandamente sobre un lecho de plantas marinas, exclamó:

--¡Uy! La marea sube muy rápida esta noche. Y dando media vuelta
bajo el agua, abrió los ojos calmosamente y se desperezó. Pero, de
pronto, brincó como un gato, porque acababa de ver algo enorme que iba
olfateando por encima de los bajíos y engulléndose grandes flecos de
algas.

--¡Por las olas del Estrecho de Magallanes!... dijo entre sí. ¿Quién
son esas gentes?

No se parecían ni á los caballos marinos, ni á los leones ó á los
osos de mar, ni á las focas, ballenas, tiburones, peces ó conchas que
Kotick estaba acostumbrado á ver. Tenían de seis á nueve metros de
largo y carecían de aletas posteriores, pero poseían, en cambio, una
cola, en forma de pala, que no parecía sino que había sido recortada
de un pedazo de cuero mojado. Su cabeza ofrecía el más marcado aire de
estupidez que puede imaginarse, y balanceaban el cuerpo en el agua,
sobre el extremo de la cola, cuando no comían, saludándose unos á otros
con gran solemnidad y agitando sus aletas delanteras como hombres muy
gruesos que movieran los brazos.

--¡Ejem! dijo Kotick. ¿Pinta bien la suerte, caballeros? Y aquellos
seres enormes contestaron saludando y agitando las aletas, á la manera
de lo que hacía _Frog-Footman_[8]. Cuando volvieron á comer notó Kotick
que tenían el labio superior partido en dos pedazos, que podían separar
uno de otro á cosa de medio metro de distancia, y volverlos á juntar
después, sosteniendo entre ambos pedazos más de media fanega de algas.
Metíanlas en la boca y las mascaban con toda solemnidad.

--Sucio modo de comer es ese, exclamó Kotick. Y como le saludaran
nuevamente, comenzó á perder ya la paciencia.

--¡Bueno! dijo. Si, por lo visto, tenéis en las aletas delanteras
una articulación más que los otros, no por eso habéis de estarlo
demostrando de ese modo. Ya veo que saludáis con muchísima gracia, pero
preferiría que me dijerais cómo os llamáis.

Los labios partidos moviéronse y se separaron; los vítreos y verdes
ojos miraron fijamente; pero sus dueños no dijeron una palabra.

--¡Vaya! dijo Kotick, vosotros sois la única gente que he encontrado
más feos que _Sea Vitch_... y más mal educados aún que él.

Vínosele entonces á la memoria, con la prontitud de un relámpago, lo
que le había dicho la gaviota en la isla del _Caballo Marino_ cuando
no tenía más que un año, y dejóse caer de espalda en el agua, contento
porque veía claramente que acababa de hallar, por fin, á la _Vaca
marina_.

Continuaron éstas (porque realmente lo eran) buscando algas y
mascándolas como queda dicho, y, entre tanto, fué Kotick haciéndoles
preguntas en cada uno de los idiomas que había aprendido en sus viajes,
que no eran pocos, pues el _Pueblo de los mares_ usa casi tantos
lenguajes como los seres humanos. Pero las vacas marinas no hablan,
y así no le contestaron. Tienen únicamente seis huesos en el cuello
en vez de siete, y las gentes del mundo submarino dicen que esto les
impide hablar hasta á los de su misma clase. Sin embargo, como hemos
dicho anteriormente, poseen una articulación de más en sus aletas
delanteras, y, moviéndolas de arriba abajo y de un lado para otro,
forman así una especie de torpe clave telegráfica que les sirve para
entenderse.

Al hacerse de día pudo verse que la melena de Kotick estaba
completamente erizada. En cuanto á su paciencia había ido ya á parar
á donde van los cangrejos cuando mueren. De pronto, las vacas marinas
comenzaron á hacer rumbo hacia el Norte con gran calma, parándose de
cuando en cuando para verificar absurdos conciliábulos en que no hacían
más que saludarse de cuando en cuando, y Kotick las siguió, diciéndose:

--Gente tan estúpida como ésta hace mucho tiempo que hubiera sido ya
exterminada, á no haber hallado alguna isla en que pudiera vivir sin
cuidado; y lo que es bastante bueno para la Vaca marina, lo es también
para Gancho de mar. Sea como fuere, ojalá que despacharan de una vez.

Era aquello para Kotick pesadísimo trabajo. La manada no recorría más
que cuarenta ó cincuenta millas cada día, se paraba de noche para
comer, y tenía buen cuidado de no apartarse mucho de la playa, al paso
que Kotick nadaba en torno suyo, y por encima, y por debajo, sin que
lograra hacerles ir ni media milla más aprisa.

Al alejarse más hacia el Norte volvieron á tener otros de sus
conciliábulos, con intervalos de unas cuantas horas, y Kotick se
arrancaba casi los bigotes de tanto mordérselos con impaciencia, hasta
que, al fin, vió que remontaban una corriente de agua tibia, y entonces
sintió por aquellos seres algo más de respeto.

Una noche hundiéronse á través del agua reluciente (un modo de hundirse
como si fueran piedras), y, por primera vez desde que él las había
conocido, comenzaron á nadar con gran rapidez. Siguióles Kotick y tanta
celeridad le dejó pasmado, porque nunca pudo ocurrírsele la idea de que
una vaca marina fuera tan excelente nadadora. Dirigiéronse á un sitio
acantilado de la costa, que se hundía en el agua, y se zambulleron en
un agujero que había al pie, á veinte brazas bajo el nivel del mar.
Metiéronse por un obscuro túnel, y Kotick, que las siguió, se ahogaba,
por falta de aire fresco que respirar, después de tanto rato de estar
nadando.

--¡Por vida de...! exclamó dando boqueadas y resoplando al salir, por
el lado opuesto, al mar abierto y libre. ¡El chapuzón ha sido largo,
pero valía la pena de soportarlo!

Habíanse separado unas de otras las vacas marinas, y comían
perezosamente á la orilla de las más hermosas playas que Kotick viera
en su vida. Había allí grandes extensiones de roca viva y desgastada,
pulida, que se prolongaban durante millas enteras, lo más apropiadas
que podía imaginarse para viveros de focas; otras formadas de dura
arena, detrás de las primeras, y en declive que miraba tierra adentro,
buenas para jugar en ellas; y rompientes para bailar las focas sobre el
agua; y blanda yerba para revolcarse; y dunas para trepar por la arena,
descendiendo luego; y, sobre todo, Kotick conoció con sólo tocar el
agua, que nunca engaña á un verdadero Gancho de mar, lo más importante:
que jamás el hombre había llegado hasta allí.

Su primer cuidado fué asegurarse de que la pesca podía hacerse en
buenas condiciones, y luego nadó bordeando la orilla, y contó los
deliciosos, bajos islotes de arena, medio escondidos en la pintoresca
y rastrera niebla. Á lo lejos, hacia el Norte, veíase una línea de
bancos de arena, de escollos y de rocas que no hubieran dejado á ningún
barco acercarse á menos de seis millas de la playa, y entre las islas
y la tierra firme había un profundo canal que llegaba á tocar los
acantilados perpendiculares de la costa, debajo de los cuales se abría
la boca del túnel.

--Esto es un segundo Novastoshnah, dijo Kotick, pero diez veces mejor
que el primero. La Vaca marina debe de ser mucho más lista de lo que
yo creía. Por los acantilados no podrían bajar los hombres aunque
los hubiera, y los escollos del lado que mira hacia el mar harían
pronto de cualquier barco un montón de astillas. Si hay rincón seguro,
indudablemente que es éste.

Acordóse de la foca que había dejado esperándole; pero aunque por ello
quisiera apresurarse á volver á Novastoshnah, exploró detenidamente
aquel nuevo país, á fin de poder contestar á cuantas preguntas se le
hicieran. Luego zambullóse en el agua y se metió en la boca del túnel,
nadando en él rápidamente en dirección del Sur. Sólo una vaca marina ó
una foca hubiera imaginado que podía existir sitio semejante, y cuando,
ya lejos, volvióse para mirar hacia los acantilados, hasta el mismo
Kotick se maravillaba de que hubiera estado allí debajo.

Seis días tardó en regresar á su país, aunque distaba mucho de nadar
despacio, y, al tocar á tierra por la _Garganta del León marino_, á
quien primero vió fué á la foca que le esperaba, y que por la alegría
reflejada en los ojos de Kotick comprendió que, al fin, había éste
hallado la isla deseada.

Pero los _holluschickie_, y Gancho de mar, su propio padre, y todas
las demás focas, se burlaron de él cuando les dijo lo que acababa de
descubrir, contestándole así una de las focas de su misma edad:

--Muy bien está todo eso que dices, Kotick, pero hazte cargo de que el
que vengas tú ahora desde quien sabe dónde y nos mandes que abandonemos
este sitio es absurdo. Acuérdate de que hemos estado luchando largo
tiempo por nuestros viveros, y he aquí algo que no podrás decir tú, que
has preferido pasar el tiempo buscando por esos mares.

Riéronse las otras focas al oir esto, y la foca joven movió la cabeza
de derecha á izquierda. Habíase casado aquel mismo año, y dábase por
ello grande importancia.

--Yo no tengo vivero que defender, contestó Kotick. No deseo más que
enseñaros un sitio donde podréis vivir tranquilos. ¿Á qué estar siempre
luchando?

--¡Oh! Si tratas de huir por la tangente claro está que nada tengo que
añadir, dijo la foca acompañando sus palabras con una risita sarcástica.

--¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? dijo Kotick. Y una luz verde
brilló en su mirada, porque estaba verdaderamente furioso de tener que
batirse.

--Perfectamente, contestó la foca joven, con cierto descuido. Si me
vences iré contigo.

No tuvo ni tiempo de cambiar de opinión, porque ya Kotick alargaba
la cabeza y sus dientes se clavaban en la gordura del cuello de la
foca. Después echóse hacia atrás y arrastró á su enemiga por la playa,
sacudióla, y, dándole un golpe, la revolcó por el suelo. Entonces,
dirigiéndose á las focas, díjoles rugiendo:

--Durante las últimas cinco estaciones he hecho en favor vuestro cuanto
he podido. Os he hallado la isla en que podréis vivir seguros, pero
como no os arranquen del cuello la estúpida cabeza no queréis creer lo
que os dicen. Ahora voy á daros una lección. ¡En guardia!

Contóme Limmershin que nunca en su vida (y él ve cada año diez mil
focas viejas en luchas continuas), que nunca en su vida (algo corta)
había visto cosa semejante á la embestida que dió Kotick contra los
viveros. Arrojóse sobre el mayor de los _ganchos de mar_ que pudo
hallar á su alcance, cogiólo por el pescuezo, ahogándolo casi, y lo
zarandeó y golpeó de lo lindo, hasta que pidió que le perdonara la
vida, tras de lo cual cogiólo para echarlo á un lado, y embistió al
más próximo. Y se comprende que hiciera todo esto: no se había pasado
cuatro meses ayunando como las focas grandes hacían cada año; sus
viajes á nado en alta mar le conservaban en excelentes condiciones, y,
lo que es aun más importante, nunca se había peleado antes. Su blanca
melena estaba erizada de coraje, llameaban sus ojos, brillaban sus
grandes caninos, y, en suma, ofrecía magnífico aspecto.

Gancho de mar, el viejo, su padre, le vió batiéndose desenfrenadamente,
arrastrando por el suelo, como si fueran platijas, á focas cuyo pelo
comenzaba ya á encanecer, revolcando por todos lados á las más jóvenes,
y entonces dió un gran bramido y gritó:

--Será todo lo tonto que se quiera, pero es el mejor luchador de estas
playas. ¡No te pelees con tu padre, hijo mío! ¡Lo tienes ya de tu parte!

Contestó Kotick con otro bramido, y Gancho de mar, el viejo, andando
como los patos y resoplando como una locomotora, fué á mezclarse en
la lucha, mientras Matkah y la foca que había de casarse con Kotick
contemplaban, agachadas, á sus hombres. La pelea fué admirable, porque
las dos focas lucharon hasta que no hubo ya ninguna que osara levantar
la cabeza frente á ellas, y entonces se pasearon orgullosamente de un
extremo á otro de la playa, emparejadas y mugiendo.

Por la noche, cuando la aurora boreal parpadeaba lanzando vivos
destellos á través de la niebla, subió Kotick á una desnuda roca y
miró hacia abajo, hacia los destruidos viveros y los despedazados,
sangrientos cuerpos de las focas.

--Ahora, dijo, os he dado ya la lección que necesitabais.

--¡Por vida mía! exclamó Gancho de mar, el viejo, enderezando el cuerpo
trabajosamente, porque se hallaba por completo derrengado. Ni el mismo
_Cetáceo Carnicero_ les hubiera causado mayor daño. ¡Hijo mío, siento
orgullo al mirarte, y lo que es más, iré contigo á tu isla... si es
verdad que existe!

--¡Á ver, piara de cerdos marinos! ¿Quién se viene conmigo al túnel de
la Vaca marina? ¡Contestad ó vuelvo á empezar! rugió Kotick.

Prodújose entonces un murmullo como el suave rumor de la marea cuando
sube ó baja por las playas.

--Nosotras iremos contigo, dijeron miles de voces fatigadas. Nosotras
estamos dispuestas á seguir á Kotick, la Foca blanca.

Hundió entonces Kotick la cabeza entre los hombros y cerró
orgullosamente los ojos. No era ya una foca blanca, sino roja de cabeza
á pies. Pero no importaba; hubiérase avergonzado de mirar, siquiera, ó
de tocar á una sola de sus heridas.

Al cabo de una semana él y su ejército (casi diez mil focas, entre los
_holluschickie_ y las viejas), salieron en dirección del Norte hacia el
túnel de la Vaca marina, dirigiéndolas á todas Kotick, mientras las que
se quedaban en Novastoshnah les llamaban estúpidas. Pero á la primavera
siguiente, cuando se encontraron todas en las pesqueras del Pacífico,
las focas de Kotick contaron tales maravillas de las nuevas playas, al
otro lado del túnel de la Vaca marina, que se aumentó cada día más el
número de las que habían abandonado las playas de Novastoshnah.

Por supuesto, no se hicieron tales cosas de golpe, porque las focas
necesitan mucho tiempo para darle vueltas á una idea en su cabeza;
pero cada año había más que se marchaban de Novastoshnah, de Lukannon
y de los otros viveros, para ir á las seguras y abrigadas playas en
que Kotick pasa todo el verano, creciendo, engordando y poniéndose más
robusto á cada año que transcurre, mientras los _holluschickie_ juegan
en torno suyo en aquel mar que no visita ni un solo hombre.

                             [Ilustración]


                               =Lukannon=

(Ésta es la gran canción que todas las focas de San Pablo cantan en
alta mar cuando van de regreso á sus playas en el verano. Es una
especie de himno nacional muy triste).[9]


    Hallé muy de mañana á mis amigas
    (pero ¡ay! ¡qué vieja que me he vuelto ya!)
    donde rugen las olas en verano
    contra cien arrecifes al chocar.

    Cantando á coro las oí: sus voces
    la del mar sofocaban, y eran más
    de un millón las que el coro de las playas
    de Lukannon cantaban sin cesar.

    _La canción del reposo junto al lago,
    de dunas en que juega un escuadrón,
    de las danzas nocturnas entre el fuego
    del mar, que el hombre aun no profanó._

    Hallé muy de mañana á mis amigas
    (á las que nunca he de encontrar ya más);
    la costa ennegrecían sus legiones
    de un lado yendo á otro con afán.

    Y á través de la espuma, mar adentro,
    desde donde la voz puede llegar
    su entrada saludábamos á gritos
    mientras iban subiendo el arenal.

    _¡Las playas de Lukannon!... donde crece
    la yerba que la niebla humedeció,
    donde jugamos en pulidas rocas,
    donde todas nacimos... ¡nuestro amor!_

    Hoy hallé de mañana á mis amigas...
    ¡deshecho el triste bando estaba ya!
    Cazábanlas los hombres en el agua,
    ya en tierra, golpeaban sin piedad.

    Como mansos y estúpidos corderos
    á morir las llevaban... pero aun ¡ay!
    cantamos á las playas de Lukannon...
    antes que el hombre las     viniera á hollar.

  _Parte con rumbo al Sur ¡oh Gooverooska!
   dí á los reyes del mar nuestro dolor:
   ¡pronto estarán vacías nuestras playas
   como huevo de muerto tiburón!_[10]

                            [Ilustración]


                                NOTAS:

[7] Juego infantil, muy popular en Inglaterra. En él los niños forman
grandes montones de arena, por ejemplo, y uno de ellos se encarama en
la cima cantando una cancioncilla cuyas primeras palabras son las que
aquí se citan.--N. DEL. T.

[8] Personaje de un libro muy popular en Inglaterra: _Alice's
Adventures in Wonderland_, original de Lewis Carroll.--N. DEL T.

[9] El autor no dice, por _tristísimo_ que sea este himno nacional (de
ningún aficionado conocido, de seguro), que puede cantarse muy bien en
el original inglés con música de la canción «Mambrú se fué á la guerra»
y con la de otra, que es inglesa y bastante alegre, cuyas primeras
palabras son: _We won't go home till morning._--N. DEL T.

[10] Los naturalistas se quejan de la bárbara caza de focas á que se
dedican los marineros, é indican que el día de la desaparición total de
la especie está cercano.--N. del T.

                             [Ilustración]



                           RIKKI-TIKKI-TAVI

                                Desde el hueco en que ella entró
                                Rikki-tikki llamó á Nag,
                                y escuchad lo que le dijo:
                                «ven con la Muerte á bailar».

                                Ojo á ojo, testa á testa,
                                (_bien pegada, y ¡baila Nag!_)
                                Si uno muere el baile acaba,
                                (_cuanto quieras durará_).

                                Vuelta á un lado, vuelta á otro...
                                (_Corre ya á esconderte, Nag._)
                                ¡Ah! ¡La Muerte te ha vencido!
                                (_¡Qué mala fortuna, Nag!_)


Ésta es la historia de la gran guerra que Rikki-tikki-tavi sostuvo, con
su solo esfuerzo, en los cuartos de baño de la gran _bungalow_[11],
en el acantonamiento militar de Segowlee. Ayudóla Darzee, el pájaro
tejedor, y Chuchundra, el almizclero, que no anda nunca por en medio
del piso, sino que se arrastra arrimado á las paredes, fué quien la
aconsejó; mas Rikki-tikki llevó todo el peso de la lucha.

Era una mangusta, muy parecida á un diminuto gato en la piel y en la
cola; pero mucho más semejante á una comadreja por la cabeza y por las
costumbres.

Los ojos y el extremo de su inquieto hocico teníalos de color de
rosa; podía rascarse donde se le antojara con cualquiera de sus patas
que quisiera usar, fueran las anteriores ó las posteriores; sabía
enderezar la cola poniéndola de modo que pareciera un escobillón,
y su grito de guerra mientras se deslizaba por la yerba era:
_Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik_.

Un día, una de las grandes avenidas del verano llevósela de la
madriguera en que vivía con sus padres, y la arrastró, pateando y
cloqueando como una gallina, hasta una zanja abierta al borde de un
camino. Encontró allí un hacecillo de yerbas que flotaba en el agua y
se cogió á él, permaneciendo así hasta que perdió el sentido. Al volver
en sí estaba echada al sol en mitad de uno de los caminillos de un
jardín, muy mal cuidado, por cierto, y un niño decía junto á ella:

--Aquí hay una mangusta muerta. Vamos á enterrarla.

--No, dijo su madre. Vamos á llevarla adentro para secarla. Tal vez no
esté muerta aún.

Lleváronla á la casa, donde un hombre grueso la cogió con el pulgar y
el índice, y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada, por lo cual
la envolvieron en algodón, la calentaron, y ella entonces abrió los
ojos y estornudó.

--Ahora, dijo el hombre grueso (un inglés que acababa de mudarse á la
_bungalow_) no la asustéis, para que no se escape, y luego veremos lo
que hacemos con ella.

Asustar á una mangusta es la cosa más difícil de este mundo, porque,
desde la cabeza hasta la cola, se la come viva la curiosidad.

El lema de toda la familia de mangustas es «corre y busca», y
Rikki-tikki hacía honor á su familia. Miró el algodón, juzgó que no
servía para comestible, correteó por la mesa, sentóse, se alisó la
piel, rascóse, y, de un salto, se colocó sobre el hombro del niño.

--No tengas miedo, Teddy, le dijo su padre. Eso es que quiere hacerse
amiga tuya.

--¡Ay! Me hace cosquillas en la barba, exclamó Teddy.

Rikki-tikki curioseó un poco por el cuello del niño mirando hacia
dentro, le olió una oreja, y saltó al suelo restregándose el hocico.

--¡Jesús! ¿Y eso es un animal salvaje? dijo la madre de Teddy. Debe de
ser tan manso porque ve que lo tratamos bien.

--Todas las mangustas son así, contestó el marido. Si á Teddy no se le
ocurre cogerla por la cola ó probar de enjaularla, entrará y saldrá de
la casa todo el día como si tal cosa. Vamos á darle algo que comer.

Diéronle un pedacito de carne cruda, que á Rikki-tikki le gustó
muchísimo, y, cuando lo hubo comido, fuése á la galería de la casa, se
sentó al sol y erizó todos los pelos de su piel para que se secaran
hasta la raíz. Y hecho esto, sintióse mejor.

--Hay en esta casa más cosas que descubrir, se dijo, que cuantas
pudiera hallar toda mi familia en su vida. Yo aquí me quedo, para irlo
inspeccionando todo.

El día entero lo pasó dando vueltas por la casa. En poco estuvo que no
se ahogara en las bañeras; metió en la tinta el hocico, sobre la mesa
de escribir, y se lo chamuscó luego con la punta del cigarro que fumaba
el hombre grueso, porque se le ocurrió subírsele á la rodilla con la
intención de ver lo que era escribir. Al anochecer fuése al cuarto
de Teddy para observar cómo se encendían las lámparas, y, cuando el
niño se acostó, Rikki-tikki encaramóse también en su cama; pero era un
compañero que no podía estarse nunca quieto, porque á cada ruido se
ponía alerta y no paraba hasta averiguar lo que lo había producido. Á
última hora entraron en el cuarto los padres de Teddy para ver á su
hijo, y allí estaba Rikki-tikki despierto y puesto sobre la almohada.

--No me gusta eso, dijo la madre: podría morder á la pobre criatura.

--No lo hará, contestó el padre. Más seguro está Teddy con esa
fierecilla al lado que si tuviera un perro de presa vigilándolo. Si
entrara ahora en el cuarto alguna serpiente...

Pero la madre de Teddy no quería ni pensar en tan horrible cosa.

Á las primeras horas de la mañana siguiente Rikki-tikki fuése á
almorzar á la galería yendo colocada sobre el hombro del niño; comió
allí plátano y huevo pasado por agua, y púsose sucesivamente sobre las
rodillas de todos, porque no hay mangusta bien educada que no sienta
siempre la esperanza de llegar á convertirse algún día en animal
doméstico, teniendo á su disposición salas en que corretear, y, además,
la madre de Rikki-tikki (que había vivido en la casa del General, en
Segowlee), tuvo buen cuidado de enseñarle lo que había de hacer si
algún día se hallaba entre hombres blancos.

Luego fuése Rikki-tikki al jardín para ver cuanto hubiera en él digno
de ser visto. Era el jardín vasto, á medio cultivar, con espesos
rosales de los llamados «Mariscal Niel», grandes como glorietas;
naranjos y limeros; grupos de bambúes y montones de yerba alta.
Rikki-tikki se relamió de gusto.

--Esto es un magnífico cazadero, se dijo, y la cola se le puso, hacia
la punta, como un escobillón, con sólo pensarlo. Comenzó luego á correr
de un extremo á otro, husmeando aquí y allá, hasta que oyó plañideras
voces dentro de un espino.

Los que las producían eran Darzee, el pájaro tejedor, y su esposa.
Habían construído un nido precioso con sólo juntar dos grandes hojas,
coser los bordes con fibras y llenar el hueco con algodón y pelusa,
blanda como pluma finísima. El nido se balanceaba, mientras ellos
estaban sobre el borde lamentándose.

--¿Qué ocurre? preguntó Rikki-tikki.

--Estamos inconsolables, dijo Darzee. Uno de nuestros cuatro
pequeñuelos se cayó ayer del nido, y Nag se lo comió.

--¡Ah! Triste caso es éste, contestó Rikki-tikki... Pero yo soy aquí
forastera. Decidme: ¿quién es Nag?

En vez de contestar, Darzee y su esposa desaparecieron metiéndose en
el nido, porque de la espesa yerba que crecía al pie del arbusto salió
sordo silbido... algo horrible, frío, que hizo saltar hacia atrás á
Rikki-tikki, á medio metro de distancia. Entonces fueron saliendo de
la yerba, por pulgadas, la erguida cabeza y la extendida capucha de
Nag, la gruesa cobra negra, y su longitud era de un metro y medio
desde la lengua hasta la cola. Cuando hubo levantado del suelo una
tercera parte de su cuerpo se quedó balanceándose, ni más ni menos que
como se balancea en el aire un corimbo de _dientes de león_, y miró á
Rikki-tikki con aquellos ojos malvados de las serpientes, que nunca
cambian de expresión, sea lo que fuere lo que la serpiente piense.

--¿Quién es Nag? dijo. Soy yo. El gran dios Brahma puso sobre nuestra
gente su sello cuando la primera cobra extendió su capucha para que el
sol no tocara á Brahma mientras dormía. ¡Mírame, y tiembla!

Ensanchó entonces más que nunca su capuchón, y Rikki-tikki vió detrás
de él una señal como de unos espejuelos, comparable exactamente á la
hembra en que encajan los corchetes. Tuvo miedo por un instante; pero
es imposible que á una mangusta le duren los sustos mucho más, y, por
otra parte, aunque Rikki-tikki no había visto nunca una cobra viva, su
madre la había alimentado con cobras muertas, y sabía perfectamente
que la misión de una mangusta grande en este mundo es pelearse con
serpientes, y comérselas. También Nag estaba enterada de esto, y, en el
fondo de su helado corazón, no era menor el miedo que sentía.

--¡Bueno! dijo Rikki-tikki (y su cola empezó á erizarse de nuevo):
tanto si tienes esas señales como si no ¿crees tú que está bien el
comerse á los pajarillos que se caen del nido?

Nag parecía pensativa y observaba el menor movimiento que se produjera
en la yerba detrás de Rikki-tikki. Comprendía que el haber mangustas en
aquel jardín significaba la muerte más ó menos próxima para ella y para
su familia; pero deseaba coger á Rikki-tikki descuidada y no en guardia
como estaba ahora. Así bajó un poco la cabeza y la echó hacia un lado.

--Hablemos, dijo. Tú comes huevos; pues bien: ¿por qué no he de comer
yo pájaros?

--¡Mira hacia atrás! ¡Mira hacia atrás! cantó entonces Darzee.

Era Rikki-tikki demasiado lista para perder tiempo mirando. Pegó un
brinco en el aire, tan alto como le fué posible, y precisamente en
aquel momento pasó por debajo de ella, silbando, la cabeza de Nagaina,
la malvada esposa de Nag. Habíase deslizado detrás de la mangusta,
mientras estaba ésta hablando, con intención de matarla, y Rikki-tikki
oyó su rabioso silbido por haber errado el golpe. Saltó ésta casi
atravesada, sobre su espalda, y, si hubiera sido una mangusta vieja,
habría comprendido que aquel era el momento de partirle el espinazo
de una sola dentellada; pero tuvo miedo del terrible latigazo que con
la cola daba la cobra. Mordió, eso sí, pero no hizo durar bastante el
mordisco, y saltó fuera del alcance de aquella cola, dejando á Nagaina
herida y furiosa.

--¡Darzee! ¡Malo! ¡Malvado! dijo Nag, azotando el aire, á tanta altura
como le fué posible, en dirección del nido que había en el espino; pero
Darzee lo había construído fuera del alcance de las serpientes, y así
no hizo más que balancearse.

Rikki-tikki sintió que los ojos le ardían y se le inyectaban de sangre
(señal de ira en las mangustas), y se sentó sobre la cola y las patas
traseras como un diminuto kanguro, mirando en torno suyo y rechinando
los dientes con rabia. Pero Nag y Nagaina habían desaparecido ya entre
la yerba. Cuando una serpiente yerra el golpe enmudece de momento y no
da señal alguna de lo que piensa hacer después. Rikki-tikki no sintió
el menor deseo de seguir á aquéllas, porque no estaba muy segura de
que pudiera batirse con dos serpientes á la vez. Así, fuése hacia el
caminillo enarenado, cerca de la casa, y sentóse allí para pensar. El
asunto era para ella de excepcional importancia.

Si leéis antiguos libros de Historia Natural hallaréis en ellos
escrito que cuando una mangusta se bate con una serpiente y es mordida
por ésta, vase corriendo y come una yerba que la cura. No es esto
cierto. La victoria estriba únicamente en la rapidez de miradas y de
movimientos (á cada golpe de la serpiente un salto de la mangusta),
y como no hay ojo que pueda seguir el moverse de la cabeza de una
serpiente al atacar, de ahí que las cosas ocurran de un modo mucho
más maravilloso que si interviniera en ellas ninguna yerba mágica.
Rikki-tikki era joven, y esto le hacía alegrarse aún mucho más al
pensar que había logrado evitar un golpe dirigido por la espalda. Dióle
ello confianza en sí misma, y, cuando Teddy vino corriendo por el
caminillo, estaba ya Rikki-tikki en disposición de que la acariciaran.

Pero, precisamente en el momento en que Teddy se agachaba, hubo algo
que se movió un poco entre el polvo, y una débil voz dijo:

--¡Cuidado! Yo soy la Muerte.

Era Karait, la minúscula serpiente de color de tierra, que gusta de
echarse entre el polvo, y cuya mordedura es mortífera como la de la
cobra. Pero es tan pequeña que nadie piensa en ella, y así resulta
mucho más dañina.

Los ojos de Rikki-tikki se inyectaron de nuevo, y dirigióse, como
bailando, hacia Karait, con aquel balanceo extraño y aquella ondulante
marcha que había heredado de su familia. Ofrece el más raro aspecto;
pero está tan perfectamente medida y equilibrada aquella marcha, que
desde cualquier ángulo de la misma puede salirse disparado cuando se
quiere, y esto es una ventaja para habérselas con una serpiente. No
sabía Rikki-tikki que se había metido en empresa mucho más peligrosa
que la de batirse con Nag, porque Karait es tan pequeña y puede
revolverse con tanta facilidad que, como Rikki no acertara á morderla
precisamente detrás de la cabeza, recibiría ella la picada sobre un
ojo ó un labio. Rikki, ignorando esto, tenía los ojos como ascuas, y
se balanceaba de atrás hacia adelante, buscando con la mirada un buen
sitio donde hacer presa. Karait atacó de pronto. Saltó de lado Rikki
y trató de lanzarse sobre ella; pero la mal intencionada cabeza, gris
y polvorienta, embistió, tocándole casi el hombro, y entonces vióse
obligada á saltar por encima del cuerpo, mientras la cabeza seguía muy
de cerca sus patas.

Teddy gritó á la gente de la casa: ¡Mirad, mirad! Nuestra mangusta está
matando una serpiente.

Rikki-tikki oyó un grito de la madre de Teddy, y el padre salió
provisto de un bastón; pero durante el tiempo que tardó en llegar,
Karait había dado una embestida poco prudente, y Rikki-tikki saltó;
arrojóse sobre la espalda de la serpiente; bajó la cabeza cuanto pudo
entre las patas delanteras; hincó los dientes, lo más alto posible, en
la espalda, y cayó rodando á alguna distancia. Aquel mordisco había
dejado completamente inmóvil á Karait, y Rikki-tikki se preparaba ya á
devorarla, empezando por la cola, según costumbre de la familia á la
hora de la comida, cuando se acordó de que lo que hace á una mangusta
sentirse algo pesada es el comer en abundancia, y que para conservar
toda su fuerza y agilidad necesitaba estar flaca.

Fuése, pues, á tomar un baño de polvo á la sombra de unas matas de
ricino, mientras el padre de Teddy golpeaba á la muerta Karait.

¿De qué sirve eso? pensó Rikki-tikki. Yo lo he dejado ya todo listo.

Entonces, la madre de Teddy la levantó del polvo, acariciándola y
diciendo que había salvado la vida de su hijo; el padre calificó á todo
aquello de providencial, y Teddy mismo miraba la escena con grandes y
espantados ojos. Mucho le divertía eso á Rikki-tikki, y, por supuesto,
no entendía una palabra.

La mamá de Teddy podía haberla acariciado lo mismo por haberla visto
jugar en el polvo: para ella hubiera sido igual. Rikki-tikki se
regodeaba, en aquel momento, de lo lindo.

Al anochecer, á la hora de la comida, mientras caminaba por entre las
copas de vino que había en la mesa, hubiera podido atiborrarse á su
gusto, tres veces más de lo que necesitaba, comiendo muy buenas cosas,
pero se acordó de Nag y de Nagaina, y aunque fuera muy agradable el
verse halagada y acariciada por la madre de Teddy, ó ponerse en el
hombro de éste, los ojos se le inyectaban de cuando en cuando, y
lanzaba su largo grito de guerra: _¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik!_

Llevósela Teddy á su cama, y se empeñó en que durmiera debajo de su
barba. Era Rikki-tikki harto bien educada para morderle ó arañarle;
pero, en cuanto Teddy hubo conciliado el sueño, marchóse ella á dar su
acostumbrado paseo alrededor de la casa, y en la obscuridad tropezó
con Chuchundra, el almizclero, que se arrastraba junto á una pared.
Es Chuchundra un animalito que vive desconsolado. Llora y se queja
durante toda la noche intentando atreverse á correr por el centro de
las habitaciones; pero nunca logra llegar hasta allí.

--No me mates, dijo Chuchundra, casi sollozando. Rikki-tikki, no me
mates.

--¿Te figuras tú que el que mata serpientes mata almizcleros? preguntó
Rikki-tikki desdeñosamente.

--Los que matan serpientes serán muertos también por ellas, observó
Chuchundra con aire más triste que nunca. ¿Y cómo he de tener yo
la seguridad de que Nag no se equivocará alguna noche obscura
confundiéndome contigo?

--No hay cuidado, ni remotamente, de que ocurra, contestó Rikki-tikki.
Pero Nag está en el jardín, y yo sé que tú no te asomas por allí.

--Mi prima Chua, la rata, me habló... dijo Chuchundra, y de pronto se
quedó callado.

--¿Te habló de qué?

--¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki-tikki. Tú debías haber
hablado con Chua, allá en el jardín.

--Pues no lo hice... y por lo tanto eres tú quien va á hablar ahora.
¡Pronto, Chuchundra, ó te muerdo!

Sentóse Chuchundra y se puso á llorar de tal modo que las lágrimas le
corrían por los bigotes.

--Soy un pobre desgraciado, exclamó sollozando. Jamás tuve la fortaleza
de espíritu necesaria para correr por el centro de una sala. ¡Chito!
Nada debo decirte. ¿No oyes, Rikki-tikki?

Púsose éste á escuchar entonces. La casa estaba completamente
tranquila; pero le pareció que oía un _rac-rac_ suavísimo, muy apagado
(un ruido como el que causa una avispa caminando por el cristal de
una ventana), el seco rumor que produce una serpiente al rozar sobre
ladrillos.

--Esto es Nag ó Nagaina, pensó, que se introducen en la compuerta del
cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra, dijo: debía haber hablado con
Chua.

Fuése, deslizándose silenciosamente, al cuarto de baño de Teddy; pero
como nada vió allí, dirigióse al de la madre del niño. En la parte baja
de una de las paredes de estuco había un ladrillo levantado para que
sirviera de compuerta por donde penetrara el agua del baño, y cuando
Rikki-tikki entró, pasando por la orilla de los bordillos de cal y
canto sobre los cuales está el baño, oyó á Nag y á Nagaina que hablaban
muy bajo en la parte de afuera, á la luz de la luna.

--Cuando la casa esté vacía, dijo Nagaina á su marido, _ella_ se verá
precisada á marcharse, y entonces el jardín volverá á ser nuestro.
Entra sin hacer ruido, y acuérdate de que el primero á quien hay que
morder es al hombre que mató á Karait. Luego sal, ven á decírmelo, y
juntos daremos caza á Rikki-tikki.

--Pero ¿estás segura de que ganaremos algo matando á la gente? preguntó
Nag.

--Lo ganaremos todo. Cuando no había nadie en la _bungalow_ ¿teníamos,
acaso, alguna mangusta en el jardín? Mientras la _bungalow_ esté
deshabitada nosotros seremos aquí el rey y la reina; y acuérdate de
que en cuanto los huevos que hemos puesto en el melonar se rompan y
nazcan nuestros pequeñuelos (cosa que podría ocurrir mañana mismo),
necesitaremos más espacio y mayor tranquilidad.

--No se me había ocurrido eso, dijo Nag. Iré; pero no es preciso que
demos caza á Rikki-tikki. Mataré al hombre grueso y á su mujer, y hasta
al niño si puedo, después de lo cual me iré tranquilamente. Entonces,
como quedará vacía la _bungalow_, Rikki-tikki se marchará.

Rikki-tikki se estremeció toda ella de coraje y de odio al oir esto,
y en aquel momento apareció por la compuerta la cabeza de Nag, y, á
continuación, el helado cuerpo de metro y medio de largo. Rabiosa y
todo como estaba, sintió Rikki-tikki profundo miedo al ver el gran
tamaño de la cobra. Nag se enroscó en espiral, levantó la cabeza y miró
el cuarto de baño en medio de la obscuridad, en la cual Rikki pudo ver
como brillaban sus ojos.

--Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá, y si la ataco en campo
abierto, en mitad del suelo del cuarto, todas las probabilidades están
en su favor. ¿Qué haré? díjose Rikki-tikki-tavi.

Balanceóse Nag, y luego oyóla Rikki-tikki beber en la jarra más grande
que servía para llenar el baño.

--Está bien, dijo la serpiente. Ahora, veamos: cuando mataron á Karait,
el hombre grueso llevaba un bastón. Es posible que lo tenga aún; pero
cuando venga á bañarse por la mañana, no lo llevará. Estaré esperando
aquí hasta que entre. ¿Oyes, Nagaina? Esperaré aquí, al fresco, hasta
que sea de día.

Nada contestaron desde fuera, y, por lo tanto, Rikki-tikki comprendió
que Nagaina se había marchado. Nag enroscó sus anillos, uno á uno,
alrededor del fondo de la jarra, y Rikki-tikki quedóse quieta como una
muerta. Al cabo de una hora comenzó á moverse, músculo por músculo, en
dirección de la jarra. Nag dormía, y Rikki-tikki contempló su ancha
espalda, pensando en cuál sería el mejor sitio para pegarle un buen
mordisco.

--Si no le rompo el espinazo al primer salto, díjose Rikki, podrá aún
batirse, y si se bate... ¡ay, Rikki!

Fijóse en la parte más gruesa del cuello, bajo la capucha; pero era
aquello demasiado ancho para él; y en cuanto á una dentellada cerca de
la cola, no serviría más que para enfurecer á Nag.

--Es preciso atacar á la cabeza, dijo por fin; á la cabeza, por encima
de la capucha, y, una vez haya hincado allí el diente, no he de soltar
la presa.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta la mandíbula inferior apoyada
en el suelo, un poco apartada de la jarra, bajo la curva que formaba
el vientre de ésta, y, en cuanto clavó los dientes, Rikki pegó el
cuerpo al rojo recipiente de tierra para mejor sostener contra el suelo
aquella cabeza. Dióle esto un momento de ventaja, que ella empleó tan
bien como le fué posible. Luego vióse sacudida de un lado á otro como
ratón cogido por un perro... de aquí para allá, de arriba abajo, y
dando vueltas, describiendo grandes círculos; pero sus ojos estaban
completamente inyectados de sangre, y no soltó la presa, aunque el
cuerpo de la serpiente azotara el suelo como un látigo de carretero,
tirando un pote de hojalata, la jabonera y un cepillo para friccionar
la piel, y aunque la golpeara contra las paredes metálicas del baño.
Rikki, al aguantarse firme, apretaba cada vez más, porque estaba
segurísima de recibir algún golpe que acabara con ella, y por el honor
de la familia deseaba que la hallaran, al menos, así, con los dientes
bien apretados. Mareada, con todo el cuerpo adolorido, parecíale que
estaban ya descuartizándola, cuando, de pronto, estalló algo muy
semejante á un trueno, precisamente detrás de ella, y un aire caliente
la hizo rodar sin sentido, mientras un fuego muy rojo le quemaba la
piel. Con el ruido anterior habíase despertado el hombre grueso, yendo
á disparar los dos cañones de una escopeta de caza precisamente detrás
de la capucha de Nag.

Rikki-tikki continuó sin soltar su presa; pero con los ojos cerrados,
porque estaba completamente convencida de haber quedado muerta. Sin
embargo, la cabeza no se movía, y entonces el hombre grueso cogió al
animalito y dijo:

--Alicia, mira... nuestra mangusta... La pobrecita nos ha salvado ahora
la vida _á nosotros_.

Entró entonces la madre de Teddy, muy pálida, y vió los restos de Nag,
mientras Rikki-tikki se arrastraba hasta el cuarto del niño, y acababa
de pasar la noche mitad descansando y mitad sacudiéndose suavemente,
para ver si, en realidad, estaba ó no rota en cincuenta pedazos, como
se había imaginado.

Al llegar la mañana apenas podía moverse; pero se sentía satisfecha de
lo que había hecho.

--Ahora me falta todavía arreglar cuentas con Nagaina, y ella será
aún peor que cinco Nags juntas. Y no hay que decir lo que sucederá al
empezar á romperse los huevos de que habló. ¡Santos cielos! No tengo
más remedio que ir á hablar con Darzee, se dijo.

Sin esperar á que llegara la hora del almuerzo, corrió Rikki-tikki
hacia el espino donde se hallaba Darzee cantando á voz en cuello una
canción triunfal. La noticia de la muerte de Nag habíase extendido ya
por todo el jardín, porque el hombre que barría la casa había arrojado
el cuerpo al estercolero.

--¡Imbécil montón de plumas! dijo Rikki-tikki incomodada. ¿Ésta es hora
de cantar?

--¡Nag ha muerto!... ¡Nag ha muerto!... ¡Nag ha muerto!... cantó
Darzee. ¡La valiente Rikki-tikki le clavó los dientes en la cabeza y no
soltó la presa! ¡El hombre grueso trajo aquel palo que produce tanto
estruendo, y Nag cayó hecha pedazos! No volverá ya á comérseme mis
pequeñuelos.

--Verdad es todo eso; pero ¿dónde está Nagaina? contestó Rikki-tikki
mirando cuidadosamente en torno suyo.

--Nagaina fué á la compuerta del cuarto de baño y llamó á Nag, siguió
diciendo Darzee, y Nag salió puesta en el extremo de un bastón...
porque el hombre que barre la recogió de ese modo, y la echó al
estercolero. Cantemos á la grande Rikki-tikki de ojos de color de
sangre. Y Darzee hinchó el cuello y cantó.

--¡Si pudiera llegar á ese nido tuyo te echaba abajo á todos tus
chiquillos! dijo Rikki-tikki. No sabes hacer las cosas con oportunidad
ni discreción. Tú estás muy seguro en tu nido; pero yo aquí, abajo, soy
quien paso las cosas. Deja de cantar por un momento, Darzee.

--Por complacer á la grande, á la hermosa Rikki-tikki, pararé de
cantar, dijo Darzee. ¿Qué hay, matadora de la terrible Nag?

--Por tercera vez: ¿dónde está Nagaina?

--Entre el estiércol del establo, llorando la muerte de Nag. ¡Grande es
Rikki-tikki, la de los blancos dientes!

--¡Vete á paseo, y deja tranquilos á mis blancos dientes! ¿Has oído
decir alguna vez dónde guarda sus huevos?

--En el melonar, hacia el extremo que está más cerca de la pared, donde
el sol da casi todo el día. Allí los escondió hace algunas semanas.

--¿Y no se te ocurrió que valía la pena de decírmelo?... ¿En el lado
que está más cerca de la pared, hacia el extremo, dices?

--Rikki-tikki, ¿no se te antojará ahora ir allá á comerte sus huevos?

--No, á comerlos, precisamente, no. Darzee, si tienes pizca de sentido
común, volarás ahora hacia el establo y fingirás que se te ha roto un
ala, dejando que Nagaina te persiga hasta este arbusto. ¿Lo harás? Yo
tengo que ir al melonar; pero, si fuera ahora, ella me vería.

Era Darzee una personilla de tan escaso seso que jamás pudo tener en
la cabeza dos ideas al mismo tiempo; y precisamente porque sabía que
los pequeñuelos de Nagaina nacían de huevos, lo mismo que los suyos, no
creyó al principio que estuviera bien eso de matarlos. Pero su esposa
era un pájaro discreto, y sabía que los huevos de cobra significan
cobras pequeñas para dentro de algún tiempo; por lo tanto, saltó del
nido y dejó que Darzee cuidara de conservar el calor de los chiquitines
y continuara su canción sobre la muerte de Nag. Darzee se parecía
extraordinariamente á un hombre en algunas de sus cosas.

Fué, pues, su hembra la que comenzó á revolotear por delante de Nagaina
en el estercolero, gritando:

--¡Ay! Tengo un ala rota. El niño que vive en la

[Ilustración] casa me ha tirado una piedra y me la ha partido. Y dicho
esto, púsose á aletear más desesperadamente que nunca.

Levantó la cabeza Nagaina y silbó estas palabras:

--Tú advertiste á Rikki-tikki el peligro que corría en ocasión en que
yo hubiera podido matarla. La verdad es, pues, que has escogido mal
sitio para venir á cojear. Y dirigióse hacia la esposa de Darzee,
deslizándose por encima del polvo.

--El niño me la ha roto de una pedrada, chilló aquélla.

--¡Bueno! Sírvate de consuelo, para cuando estés muerta; el saber que
yo le arreglaré después las cuentas al muchacho. Mi marido yace esta
mañana sobre el estercolero, pero, antes de que llegue la noche, el
niño de la casa yacerá también en el más absoluto reposo. ¿De qué sirve
que te escapes? Segura estoy de cogerte. ¡Tonta! ¡Mírame!

Era demasiado lista la esposa de Darzee para hacer tal cosa, porque
el pájaro que fija los ojos en los de una serpiente se asusta tanto
que queda como paralizado. La compañera de Darzee siguió revoloteando
y piando dolorosamente, sin apartarse nunca del suelo, y Nagaina fué
corriendo cada vez con mayor velocidad.

Oyólos Rikki-tikki seguir el caminillo que conducía del establo á la
casa, y fuése entonces, apresuradamente, hacia la parte del melonar más
cercana á la pared. Allí, en tibio lecho de paja, entre los melones,
y ocultos hábilmente, encontró veinticinco huevos, poco más ó menos
del tamaño de los de una gallina de Bantam, pero cubiertos de una piel
blanquecina, que hacía las veces de cáscara.

--He llegado con gran oportunidad, dijo, porque á través de la piel
veía ya dentro de los huevos las diminutas cobras enroscadas, y no
ignoraba que, en el instante mismo de nacer, cada cobra de aquéllas
podía ya matar á un hombre ó á una mangusta. Mordió el extremo de los
huevos con toda la rapidez posible, cuidando de aplastar á las cobras,
y revolvió, de cuando en cuando y por todos lados, el lecho para ver
si se le había quedado á medio romper algún huevo. Al fin, quedaron
únicamente tres, y Rikki-tikki comenzaba á gozarse en su hazaña, cuando
oyó que la esposa de Darzee le gritaba:

--Rikki-tikki, he llevado á Nagaina en dirección de la casa; y se ha
metido en la galería; y ahora... ¡oh! ¡ven, corre!... va á matar á
alguien.

Aplastó Rikki-tikki dos de los huevos y saltó del melonar hacia atrás
con el tercero en la boca, corriendo en dirección á la galería tan
aprisa como sus patas quisieron llevarla. Teddy, su madre y su padre
se hallaban allí, sentados á la mesa para tomar el desayuno; pero
Rikki-tikki vió que nada comían. Dijérase que estaban petrificados,
y su rostro era intensamente pálido. Nagaina, enroscada en forma de
espiral sobre la estera, á poca distancia de la desnuda pierna de
Teddy, se balanceaba, cantando con aire triunfal.

--¡Hijo del hombre que mató á Nag! silbó, no te muevas. No estoy
preparada aún. Espera un poco. No os mováis ninguno de vosotros. Al
menor movimiento que hagáis os salto encima... y si no os movéis,
también. ¡Oh, gente estúpida, que mató á mi Nag!...

Los ojos de Teddy estaban como clavados en los de su padre, y éste no
podía hacer más que murmurar:

--Estate quieto, Teddy. Conviene que no te muevas. Estate quieto.

En aquel momento apareció Rikki-tikki, y gritó:

--¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y ven á batirte conmigo!

--Cada cosa á su tiempo, contestó aquélla, sin mover los ojos. Ya
arreglaré cuentas _contigo_ de aquí á un rato. Mira á tus amigos,
Rikki-tikki: ahí los tienes inmóviles y pálidos. Es que me temen. No se
atreven á moverse, y si llegas á dar un paso más hacia mí, salto y les
muerdo.

--Da una ojeada á tus huevos, dijo Rikki-tikki; allá en el melonar,
junto á la pared. Anda y míralos, Nagaina.

Volvióse á medias la enorme serpiente y vió el huevo sobre el suelo de
la galería.

--¡Ah! ¡Dámelo! dijo.

Puso Rikki-tikki sus patas una á cada lado del huevo, y con los ojos
inyectados, contestó:

--¿Cuánto me dan por un huevo de serpiente? ¿Por una cobra chiquita?
¿Por una cobra de rey, menudita? ¿Por la última, la última de una
nidada? Las hormigas se están ya comiendo á las otras allá en el
melonar.

Volvióse entonces en redondo Nagaina, olvidándose de todo por aquel
único huevo; y Rikki-tikki vió como el padre de Teddy alargaba su
fuerte y ancha mano, cogía al niño por un hombro, y, levantándolo por
encima de la mesita y de las tazas del te, lo ponía fuera del alcance
de Nagaina.

--¡Te he engañado! ¡Te he engañado! ¡Te he engañado! _Rikk-tick-tick_,
dijo Rikki-tikki riendo. El niño se ha salvado, y yo... _¡yo!_...
_¡yo!_... soy la que cogí ayer noche por la capucha á Nag en el cuarto
de baño.

Entonces comenzó á dar saltos, con las cuatro patas á la vez y baja la
cabeza, al ras del suelo casi.

--Me tiró por todos lados; pero no logró desprenderse de mí. Ya estaba
muerta antes de que viniera el hombre grueso á hacerla pedazos. Yo lo
hice. _¡Rikki-tikki-tick-tick!_ ¡Anda, ven, pues, Nagaina! ¡Ven á
luchar conmigo! Te aseguro que no te durará mucho el ser viuda.

Vió Nagaina que había perdido la ocasión oportuna de matar á Teddy,
y, entre tanto, el huevo continuaba en el suelo, entre las patas de
Rikki-tikki.

--Dame el huevo, le dijo. Dame el último que queda de mis huevos, y me
marcharé, y no volveré nunca más. Y al decirlo bajaba la capucha.

--Sí, te irás y no volverás nunca, porque has de ir á parar al
estercolero con Nag. ¡Defiéndete, viuda! El hombre grueso ha ido ya á
buscar la escopeta. ¡Defiéndete!

Rikki-tikki saltaba alrededor de Nagaina, procurando únicamente
mantenerse fuera del alcance de sus golpes, los ojillos reluciéndole
como dos ascuas. Replegóse Nagaina sobre sí misma y se lanzó contra
ella. Rikki-tikki saltó en el aire, echándose hacia atrás. Una y otra
vez atacó la serpiente, y su cabeza dió con sordo ruido contra la
estera de la galería, enroscándose luego el cuerpo como la espiral de
un reloj. Entonces, púsose á saltar Rikki-tikki, describiendo círculos
para llegar á colocarse detrás de Nagaina, y ésta giraba en redondo
para que su cabeza y la de su enemiga quedaran siempre frente á frente,
con lo cual el ruido que sobre la estera producía su cola era como el
de las hojas secas arrastradas por el viento.

No se acordaba ya del huevo. Allí quedaba aún sobre el suelo de la
galería, y Nagaina iba acercándose más á él, hasta que, al fin,
mientras Rikki-tikki se detenía para tomar aliento, lo cogió en la
boca, volvióse hacia los escalones que daban acceso á la galería,
y se lanzó como una flecha al estrecho caminillo, perseguida por
Rikki-tikki. Cuando una cobra huye para salvar su vida en peligro,
parece la punta de un látigo en el momento en que el carretero la hace
chasquear sobre el caballo.

No se le ocultaba á Rikki-tikki que no tenía, entonces, más remedio que
coger á la serpiente, porque de lo contrario, todo su trabajo habría
sido inútil y tendría que volver á empezarlo. Dirigióse aquélla, en
línea recta, hacia la yerba alta que crecía junto al espino, y al pasar
corriendo oyó Rikki-tikki á Darzee que entonaba aún su estúpido himno
triunfal. Pero la esposa de Darzee era más discreta que él. Arrojóse
del nido en el instante mismo de pasar Nagaina, y empezó á revolotear
sobre la cabeza de la serpiente. Si Darzee hubiera prestado también su
ayuda hubiera sido posible que la hicieran retroceder; pero entonces no
hizo Nagaina más que bajar su capucha y seguir adelante. Sin embargo,
el momento que perdió al hacer esto permitió á Rikki-tikki acercarse
más, y cuando la fugitiva se metió en la madriguera, semejante á la
boca de un nido de ratas, en que ella y Nag solían vivir, los blancos
dientes de su perseguidora se clavaron en la cola de Nagaina, y ambas
entraron juntas en la madriguera... cosa que ninguna mangusta, por
vieja y lista que sea, se atreve á hacer. En el agujero aquél reinaba
completa obscuridad, y Rikki-tikki no sabía si se ensancharía de
pronto, ofreciendo á Nagaina el espacio necesario para revolverse
y morderle. Aguantó firme, y clavó las patas en el suelo para que
hicieran de freno en la obscura pendiente de aquella tibia y húmeda
tierra.

Luego, la yerba que crecía á la entrada del agujero dejó ya de moverse,
y Darzee dijo:

--Todo ha terminado para Rikki-tikki. Entonemos himnos á su muerte.
¡La valiente Rikki-tikki ha muerto! Porque no hay duda que Nagaina la
matará allí, bajo tierra.

Así, pues, púsose á cantar una triste melodía que improvisó inspirado
por la impresión del momento, y precisamente cuando llegaba á la parte
más patética, movióse otra vez la yerba, y Rikki-tikki, cubierta de
polvo, se arrastró pausadamente fuera del agujero, relamiéndose los
bigotes. Darzee callóse en seguida, dando un grito. Sacudióse un poco
el polvo Rikki-tikki, y estornudó.

--Todo ha terminado, dijo. Nunca más saldrá ya de aquí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven entre los tallos de la yerba la oyeron,
y comenzaron á ir en largas hileras á ver si era verdad lo que decía.

Rikki-tikki se enroscó sobre la yerba... y durmió, durmió hasta muy
entrada la tarde, porque bien pesada había sido su labor aquel día.

--Ahora, dijo al despertarse, volveré á la casa. ¡Darzee! Cuéntale al
_calderero_ lo ocurrido, y él le contará, después, á todo el jardín que
Nagaina ha muerto.

El _calderero_ es un pájaro que produce un ruido semejante, de todo
punto, al de un martillo que pegara sobre un caldero de cobre; y el
motivo de que esté produciéndolo constantemente es porque él es el
pregonero de todo jardín indio, y le cuenta las últimas noticias á
quien quiera oirlas. Al pasar Rikki-tikki por el caminillo que conducía
á la casa oyó sus notas de _¡alerta!_ parecidas á las de un diminuto
_gongo_ de los que sirven para anunciar la hora de la comida; y después
el acompasado _¡din-don-tock!_ «Nag ha muerto... _¡don!_» «¡Nagaina
ha muerto... _din-don-tock!_» Al oirlo, todos los pájaros del jardín
prorrumpieron en cantos, y las ranas siguieron su ejemplo; porque Nag
y Nagaina no sólo tenían la costumbre de comer pájaros, sino ranas
también.

Cuando llegó Rikki-tikki á la casa, Teddy, su madre (la cual estaba
aún muy pálida, porque se había desmayado), y el padre, salieron y
casi derramaron sobre ella lágrimas de agradecimiento; y aquella noche
comió cuanto le dieron hasta que ya no pudo más, y entonces, llevada
por Teddy sobre el hombro, fuése á la cama. Allí la halló la madre del
niño, cuando á última hora fué á verle dormir.

--Ha salvado nuestra vida y la de Teddy, le dijo á su marido.
¡Figúrate! Nos ha salvado la vida á todos.

Rikki-tikki despertó entonces sobresaltada, porque todas las mangustas
tienen muy ligero el sueño.

--¡Ah! ¿Sois vosotros? ¿Á qué venís á molestarme? Todas las cobras
están ya muertas; y si alguna quedara, para eso estoy yo aquí.

Tenía Rikki-tikki derecho á sentirse orgullosa de sí misma; pero no se
ensoberbeció más de lo justo, y conservó el jardín como debe hacerlo
una mangusta, defendiéndolo con los dientes, y á saltos, y de todos
modos, hasta lograr que ni una sola cobra se atreviera á asomar la
cabeza en el recinto cercado por las cuatro paredes.

                             [Ilustración]


            =Cántico de Darzee en honor de Rikki-tikki-tavi=


      Soy pájaro y tejedor,
    dobles son mis alegrías:
    gozo al cruzar por los aires,
    gozo al tejer mi casita.

      Sube y baja el compás de mi canto,
    sube y baja mi casa que oscila.

      Alza la frente y entona
    ¡oh madre! tu cancioncilla;
    ya no existe nuestro azote,
    ya ha muerto la Muerte misma.

      Sobre el polvo y estiércol se pudre
    la que oculta entre rosas vivía.

      ¿Quién de ella nos ha librado?
    Que su nombre se repita:
    Rikki, la valiente, ha sido,
    de ojos que cual ascuas brillan.

      Rikki-tikki, de dientes ebúrneos,
    Rikki-tik, de mirada encendida.

      Que le den gracias las aves
    con sus colas extendidas,
    bajas las frentes, cantando
    cual ruiseñor cantaría.

      Pero no, que yo soy quien la canta.
    ¡Escuchad mi alabanza á la invicta!...

(_Aquí interrumpió Darzee su canción, y el resto de ella se ha
perdido._)

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[11] Casa de campo en las Indias inglesas.--N. del T.


                             [Ilustración]



                      TOOMAI, EL DE LOS ELEFANTES

                                       Pensar quiero en lo que fuí
                                     y olvidar que estoy atado;
                                     y recordar el pasado,
                                     y cuanto en el bosque ví.

                                       No quiero al hombre venderme
                                     por un puñado de caña,
                                     sino huir á la montaña
                                     y entre los míos perderme.

                                       Quiero, hasta el alba vagando,
                                     ir el beso recibiendo
                                     del aire que va corriendo,
                                     del agua que va pasando.

                                       Quiero olvidar mis pesadas
                                     cadenas y mis dolores;
                                     ver á mis viejos amores
                                     y á mis libres camaradas.


Kala Nag, que significa la _serpiente negra_, había servido al Gobierno
de la India, de todos los modos posibles para un elefante, por espacio
de cuarenta y siete años, y como ya tenía veinte bien cumplidos cuando
lo cazaron, arroja la suma un total de cerca de setenta años... la edad
madura para un elefante.

Acordábase de haber tirado, con un gran cojín de cuero en la frente,
de un cañón que se había atascado en el barro, y ocurrió esto antes
de la guerra del Afganistán que hubo en 1842, cuando él no había
adquirido aún todo su desarrollo. Su madre, Radha Pyari (_Radha,
la niña mimada_) que fué cogida con Kala Nag en la misma cacería,
díjole, antes de que mudara los colmillos de leche, que los elefantes
que tienen miedo acaban siempre por hacerse daño; y Kala Nag estaba
convencido de la bondad de este consejo, porque la primera vez que vió
estallar una bomba retrocedió, dando gritos, hacia un sitio en que
había unos fusiles formando pabellón, y las bayonetas se le clavaron en
todas las más blandas partes de su cuerpo. Así, pues, antes de cumplir
los veinticinco años, no tenía ya miedo, y, como consecuencia, era el
elefante más querido y bien cuidado de cuantos estaban al servicio del
Gobierno en la India. Había llevado á cuestas infinidad de tiendas
(nada menos que mil doscientas libras de peso), en la marcha á través
de la India septentrional; lo izaron á un barco, al extremo de una
grúa de vapor, llevándolo luego días y días por el mar, y obligándole
á transportar un mortero, colocado sobre su espalda, en país extraño
y lleno de rocas, que se hallaba á larga distancia de la India; vió
al emperador Teodoro tendido sin vida allá en Magdala; y había vuelto
en el barco, con méritos suficientes, al decir de los soldados, para
que le dieran la medalla de la guerra de Abisinia. Hubo de ver á
otros elefantes, compañeros suyos, morir de frío, de epilepsia, de
hambre ó de insolación en un sitio llamado Ali Musjid, diez años más
tarde; y luego lo habían mandado á centenares de leguas hacia el Sur
para acarrear enormes vigas de madera de _tec_, en los almacenes de
Moulmein. Allí dejó casi medio muerto á un elefante joven que se
insubordinó resistiéndose al trabajo.

Después de esto lo separaron de aquella ocupación de acarrear madera
y lo pusieron, junto con unos pocos más que estaban ya acostumbrados
al oficio, á ayudar en la caza de elefantes salvajes, allá entre las
colinas de Garo. El Gobierno de la India cuida muy escrupulosamente de
cuanto se refiere á los elefantes. Hay todo un departamento especial
que no hace otra cosa más que perseguirlos, cogerlos, domarlos, y
mandarlos de un lado á otro del país cuando sus servicios se necesitan
para algún trabajo.

Medía Kala Nag, á la altura de los hombros, tres metros bien cumplidos,
y sus colmillos habían sido cortados, dejándoles sólo un pedazo de
cosa de un metro y medio de largo, el cual, para que no se rajara, iba
cubierto en el extremo con unas tiras de cobre; pero ello es que podía
hacer mucho más él con aquel par de trozos que cualquier elefante no
adiestrado con enteros y afilados colmillos.

Cuando tras largas semanas de vigilante labor acorralando á sus
semejantes esparcidos por las montañas, los cuarenta ó cincuenta
monstruos salvajes se veían obligados á entrar en la última empalizada,
y la enorme puerta, hecha de troncos de árbol unidos, después de
levantada, caía con estrépito detrás de ellos, Kala Nag, obedeciendo á
una voz de mando, penetraba en aquel movedizo y bramador _pandemonium_
(generalmente de noche, cuando la vacilante luz de las antorchas hacía
difícil el calcular las distancias), y cogiendo por su cuenta al mayor,
más salvaje de los elefantes, y de más largos colmillos, lo golpeaba y
perseguía hasta reducirlo al silencio y quietud más completos, mientras
los hombres, montados en los otros elefantes, lanzaban cuerdas sobre
los más pequeños y los ataban.

En cuestión de luchas nada había que pudiera ocultársele á Kala Nag, la
vieja y avisada _serpiente negra_, porque más de una vez, en sus buenos
tiempos, resistiera la embestida del tigre herido, y, enroscando la
suave trompa para que quedara fuera de peligro, había lanzado al aire,
de medio lado, á la fiera, en el momento de saltar, verificando esto
con un rápido movimiento de cabeza, parecido al de una hoz al segar, é
inventado por él mismo; habíala revolcado por el suelo y arrodilládose
encima, manteniendo allí sus enormes rodillas hasta que la vida
abandonara el cuerpo, acompañada de un suspiro y un rugido, y dejando
sólo sobre el suelo una masa fofa y rayada, que Kala Nag arrastraba
cogiéndola por la cola.

--Sí, dijo Toomai grande, su cornaca, el hijo de Toomai el Negro, que
lo llevó á Abisinia, y nieto de Toomai el de los elefantes, que lo
había visto coger; nada hay que cause miedo á la _Serpiente Negra_,
excepto yo. Ha visto tres generaciones de nuestra familia que lo han
alimentado y cuidado, y vivirá hasta llegar á ver la cuarta.

--También _á mí_ me teme, dijo Toomai chico, poniéndose de pie para
mostrarse en toda su altura, de poco más de un metro, liado al cuerpo
únicamente un trapo. El hijo mayor de Toomai grande tenía diez años de
edad, y, según la costumbre establecida, sustituiría á su padre, en el
sitio que éste ocupaba sobre el cuello de Kala Nag, cuando fuera más
crecido, empuñando entonces el pesado _ankus_ de hierro, la aguijada
para elefantes, cuya punta habían gastado ya con el uso su padre, su
abuelo y su bisabuelo. Bien sabía el muchacho lo que decía; porque á
la sombra de Kala Nag había nacido; con el extremo de su trompa jugaba
antes de dar los primeros pasos; condújole al abrevadero en cuanto pudo
andar, y tan imposible era que á Kala Nag se le antojara desobedecer
sus chillonas vocecitas de mando, como que hubiera soñado, siquiera,
en matarle, aquel día en que Toomai grande puso á su recien nacido
y moreno niño bajo los colmillos de Kala Nag, diciéndole á éste que
saludara á su futuro amo.

--Sí, dijo Toomai chico, _me_ teme. Y dió largos pasos en dirección de
Kala Nag, le llamó _cerdo cebado_ y le hizo levantar las patas una tras
otra. ¡Vaya! añadió, eres un elefante enorme. Y movió la desgreñada
cabeza, repitiendo lo que le había oído decir á su padre:

--Bien puede el Gobierno pagar por los elefantes; pero la verdad es que
ellos son nuestros, son de los _mahouts_. Cuando serás viejo, Kala Nag,
vendrá algún rajah rico y te comprará al Gobierno, por el tamaño que
tienes y por lo bien que te hemos educado, y entonces nada tendrás que
hacer, como no sea llevar aretes de oro en las orejas, un pabellón de
oro sobre la espalda y una tela roja á los lados, cubierta también de
oro, abriendo así la marcha en las procesiones del Rey. Entonces, Kala
Nag, me sentaré yo sobre el cuello de vuesa merced, llevando un _ankus_
de plata, y unos hombres correrán delante de nosotros con bastones
dorados, y gritando: «¡paso al elefante del Rey!» Bueno será eso, Kala
Nag; pero no tan bueno como nuestras cacerías por las selvas.

--¡Psche! dijo Toomai grande. No eres más que un chiquillo, y tan
salvaje como un búfalo joven. Ese correr de un lado para otro entre
montañas no es el mejor de los servicios que prestamos al Gobierno. Yo
voy envejeciendo ya, y no gusto de los elefantes salvajes. Que me den
establos de ladrillo con un compartimento para cada elefante; gruesas
estacas para amarrarlos fuertemente; y llanos, anchos caminos para
hacerlos maniobrar, en vez de ese continuo ir y venir, acampando hoy en
un sitio y mañana en otro. ¡Ah! ¡Los cuarteles de Cawnpore sí que eran
buenos! Tocando con ellos había un bazar, y sólo teníamos tres horas
diarias de trabajo.

Acordóse Toomai chico de los locales para elefantes en Cawnpore y nada
contestó. Á él le gustaba mucho más la vida de campamento, y odiaba
esos caminos llanos, anchos; la diaria obligación de ir á forrajear en
el sitio destinado á ello; las interminables horas en que nada había
que hacer, como no fuera mirar á Kala Nag moviéndose impaciente, atado
á sus estacas.

Lo que á Toomai chico le encantaba era encaramarse por caminos
difíciles, que sólo un elefante podía seguir; luego, el hundirse en el
valle que se abría bajo sus pies; el entrever allá, á lo lejos, los
elefantes salvajes, paciendo á pocas leguas de distancia; la huída
del jabalí asustado, ó del pavo real, casi á los pies de Kala Nag;
las lluvias calientes, que le ciegan á uno, cuando montes y valles
humean todos; las hermosas mañanas de niebla en que nadie sabía aún
donde acamparía aquella noche; la constante, cautelosa persecución
de los elefantes salvajes, y la loca carrera, las llamaradas y el
barullo de la última noche de caza, cuando los elefantes acorralados
se precipitaban dentro de la empalizada, como desprendidas peñas en
algún hundimiento de terreno, y, al ver que no podían salir de allí,
se arrojaban contra los pesados troncos, para no apartarse de ellos
más que á fuerza de gritarles, de blandir llameantes antorchas y de
disparar cartuchos cargados con pólvora sola.

Hasta un chiquillo podía ser allí útil, y Toomai lo era tanto que valía
por tres. Empuñaba su antorcha y la agitaba en el aire, gritando de
tal modo que pocos le aventajaban. Pero el mejor tiempo era aquel en
que empezaban á sacarse fuera los elefantes, y la _keddah_ (ó sea la
empalizada) parecía un cuadro en que estuviera pintado el fin del
mundo, teniendo los hombres que entenderse por signos, porque no podían
oirse unos á otros. Encaramábase, entonces, Toomai chico al extremo
de uno de los vacilantes troncos de la empalizada, tendidos sobre los
hombros los cabellos castaños, requemados, desteñidos por el sol hasta
hacerlos blanquear, en todo semejante á un duende iluminado por las
llamas de las antorchas; y, en cuanto se apaciguaba algo el tumulto,
podían oirse las chillonas voces con que animaba á Kala Nag, dominando
bramidos, crujidos, chasquear de cuerdas y gruñir de los atados
elefantes.

--_¡Maîl, Maîl, Kala Nag!_ (¡Sigue, sigue _serpiente negra_!) _¡Dant
do!_ (¡Dale con el colmillo!) _¡Somalo! ¡Somalo!_ (¡Cuidado! ¡Cuidado!)
_¡Maro! ¡Mar!_ (¡Duro! ¡duro!) ¡Cuidado con el palo! _¡Arre! ¡Arre!
¡Hai! ¡Yai! ¡Kya-a-ah!_--gritaba el muchacho, y la gran lucha entre
Kala Nag y el elefante salvaje era sostenida tan pronto en un lado
como en otro, dentro de la empalizada, y los cazadores de elefantes se
enjugaban el sudor que les caía por los ojos, no olvidándose de dirigir
un saludo de aprobación á Toomai chico, que bailaba de alegría sobre el
extremo de los troncos.

Pero algo más que bailar hizo. Dejóse resbalar una noche del tronco en
que estaba, y se mezcló entre los elefantes, para arrojarle el cabo de
una cuerda, caída en el suelo, á uno de los cazadores que intentaba
lanzarla á la pata de uno de los elefantes más jóvenes, mientras éste
coceaba (siempre los pequeños dan más trabajo que los ya crecidos).
Viólo Kala Nag, cogiólo con la trompa y se lo pasó á Toomai grande, el
cual le dió algunos pescozones y volvió á colocarlo sobre el tronco.

Á la mañana siguiente riñóle diciéndole:

--¿No te basta con tener buenos establos de ladrillo para los
elefantes y con acarrear tiendas de un lado á otro, que ahora necesitas
ponerte á coger elefantes por tu propia cuenta, como un perdido? Para
que lo sepas, los cazadores, esos locos, que tienen menos salario que
yo, le han hablado ya del asunto á Petersen Sahib.

Toomai chico tuvo miedo. No se le alcanzaba mucho respecto á los
hombres blancos; pero, á Petersen Sahib se lo imaginaba como el más
grande de todos los de este mundo. Era el jefe de las operaciones de la
_keddah_: el encargado de coger elefantes para el Gobierno de la India,
y el que estaba mejor enterado que nadie de sus costumbres.

--Y ¿qué es... qué es lo que ocurrirá?

--¿Lo que ocurrirá? Lo peor. Petersen Sahib es un loco. ¿Crees tú que
si no lo fuera iría á caza de esos diablos? En lo posible está que
se le ocurra hasta el emplearte á tí como cazador de elefantes, y
hacerte dormir en cualquier parte de esas selvas que están llenas de
fiebres, para que, al fin, te pateen, hasta matarte, en la _keddah_.
Afortunadamente, todas estas bromas terminan ahora, sin accidentes
que lamentar. La semana próxima se acaba la cacería, y á nosotros, la
gente del llano, nos mandan otra vez á nuestros puestos. Entonces,
podremos andar por buenos caminos, y olvidaremos todas esas cosas.
Pero, hijo mío, me duele que te mezcles en un asunto que está reservado
á esas sucias gentes de la selva que se llaman asameses. Kala Nag no
obedece á nadie más que á mí, y, por lo tanto, véome yo obligado á ir
con él á la _keddah_; pero él no es más que un elefante de combate, y
no ayuda á atar á los demás. Por esto, yo permanezco sentado con toda
comodidad, como le corresponde á un _mahout_ (y no á un mero cazador),
á un _mahout_, digo, á un hombre que disfrutará de una pensión al
terminar el servicio. ¿Te parece si la familia de Toomai, el de los
elefantes, merece que la pisoteen entre el polvo de una _keddah_? ¡Mal
hijo! ¡Pillo! ¡Perdido! Anda, y lava á Kala Nag, límpiale las orejas, y
mira que no tenga espinas en las patas, ó de lo contrario, entonces sí
que, con toda seguridad, te coge Petersen Sahib y hace de tí un cazador
medio salvaje... un perseguidor de elefantes, uno de ésos que siguen
sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh! ¡Qué vergüenza! ¡Márchate de mi
vista!

Alejóse Toomai chico sin decir palabra; pero le contó á Kala Nag sus
penas, mientras estaba examinándole las patas.

--¡No importa! dijo el muchacho, levantándole la punta de la oreja
derecha. Le han dicho mi nombre á Petersen Sahib, y tal vez... tal
vez... tal vez... ¿quién sabe?... ¡Hola! ¡Mira que espina tan grande te
he arrancado!

Los primeros días que siguieron á aquel se emplearon en juntar á todos
los elefantes; en obligar á caminar á los salvajes, que acababan de ser
cogidos, entre otros dos que estaban ya domesticados, á fin de que no
dieran luego tanto que hacer al emprender la marcha descendente hacia
los llanos; finalmente en recoger mantas, cuerdas ú otras cosas, que
quedaron estropeadas ó se habían perdido en el bosque.

Llegó Petersen Sahib montado en su diestro elefante hembra llamado
Pudmini. Había visitado ya otros de los campamentos, situados entre
las montañas, para verificar los pagos, porque la estación tocaba á su
fin, y bajo un árbol, sentado á una mesa, veíase á un dependiente suyo,
indígena, que iba entregando á los cazadores, uno por uno, su salario.
En cuanto había cobrado, volvíase cada hombre al lado de su elefante, y
se juntaba á la fila que estaba próxima á partir.

Los ojeadores, cazadores y domadores, los hombres empleados
constantemente en la keddah, que de cada dos años pasan uno en la
selva, iban sentados á la espalda de los elefantes que formaban parte
de las fuerzas permanentes de Petersen Sahib, ó se recostaban contra
los árboles con el fusil al brazo, burlándose de los cornacas que se
iban, y riendo cuando los elefantes recién cazados rompían las filas y
comenzaban á correr.

Toomai grande dirigióse al dependiente que arreglaba las cuentas,
llevando detrás de él á Toomai chico, y Machua Appa, el jefe de los
ojeadores, dijo en voz baja á uno de sus amigos:

--¡Ahí va uno que sirve de veras para cazar elefantes! ¡Qué lástima que
á ese gallito de la selva lo manden ahora á mudar la pluma allá en los
llanos!

Pues bien: tenía Petersen Sahib finísimo el oído, como corresponde
á un hombre avezado á escuchar al más silencioso de todos los seres
vivientes: el elefante salvaje, y dió media vuelta sobre la espalda de
Pudmini, donde estaba echado, preguntando:

--¿Qué estáis diciendo? No sabía que entre los cornacas del llano
hubiera ninguno que sirviera ni para atar á un elefante muerto.

--No hablamos de un hombre, sino de un niño. Se metió en la _keddah_,
durante la última cacería, y le arrojó la cuerda á Barmao cuando
queríamos separar de la madre á aquel elefante joven que tiene una
pústula en el hombro.

Señaló Machua Appa hacia el sitio donde estaba Toomai chico, miró
Petersen Sahib, y el muchacho saludó hasta tocar al suelo.

--¿El, arrojar una cuerda? Si es más pequeño que una estaca.
¡Chiquillo! ¿Cómo te llamas? dijo Petersen Sahib.

Estaba Toomai chico demasiado asustado para hablar; pero á su espalda
tenía á Kala Nag, y Toomai le hizo un signo con la mano, por lo cual el
elefante lo cogió con la trompa, levantándolo á la altura de la cabeza
de Pudmini, frente á frente del gran Petersen Sahib. Toomai chico
cubrióse en aquel momento la cara con las manos, porque, al fin y al
cabo, no era más que un chiquillo, y, excepto para todo lo concerniente
á elefantes, era tan tímido como pudiera serlo cualquier otro muchacho.

--¡Ah! dijo Petersen Sahib sonriéndose, ¿y por qué le has enseñado á
tu elefante á hacer esto? ¿Para que te ayudara á robar el trigo verde,
puesto á secar sobre el techo de las casas?

--Trigo verde, no, Protector de los pobres,... melones, sí, contestó
Toomai chico, y, al oirlo, cuantos hombres había allí prorrumpieron
en ruidosa carcajada. En su infancia, la mayor parte de ellos había
enseñado á hacer lo mismo á sus elefantes. Toomai chico estaba como
colgando en el aire á la altura de dos metros y medio; pero hubiera
querido, en aquel momento, estar á igual profundidad bajo tierra.

--Es Toomai, mi hijo, Sahib, dijo Toomai grande arrugando el entrecejo.
Es un chiquillo muy malo que acabará en presidio, Sahib.

--¡Oh! Respecto á eso, lo dudo, contestó Petersen Sahib. El muchacho
que se atreve, á su edad, á meterse en una _keddah_ en pleno, no va
á parar á ningún presidio. Mira, chiquillo, ahí tienes cuatro annas
para gastar en dulces, porque veo que bajo ese montón de cabello se
esconde realmente una cabecita. Con el tiempo, podría ser que también
tú llegaras á ser cazador.

Toomai grande frunció las cejas con mayor fuerza que nunca.

Acuérdate, sin embargo, de que las _keddahs_ no son sitio adecuado para
que los niños jueguen allí, continuó Petersen Sahib.

--¿Y no me permitirán ir á ellas, Sahib? preguntó Toomai chico,
acompañando la pregunta con un gran suspiro.

--Sí. Y Petersen Sahib sonrió de nuevo. Cuando hayas visto bailar á los
elefantes. Entonces será el momento oportuno. Lo que es _cuando los
hayas visto bailar_ ven á encontrarme, y te dejaré entrar en todas las
_keddahs_.

Hubo entonces otra explosión de carcajadas, porque era aquélla una
de las bromas que usan los cazadores de elefantes, y equivale,
precisamente, á decir _nunca_. Hay en los bosques, grandes y llanos
claros, escondidos en ellos, que se llaman salones de baile de los
elefantes; pero hasta el hallarlos no es más que pura casualidad, y no
hay hombre que haya visto nunca cómo los elefantes bailan allí. Cuando
un cornaca alaba demasiado su propia habilidad y valor, suelen decirle
los otros:

--¿Y cuando fué que viste bailar á los elefantes?

Puso Kala Nag en el suelo á Toomai chico, y éste volvió á saludar
profundamente; marchóse con su padre; dió la pieza de cuatro annas
á su madre, que criaba á un hermanito del muchacho; subieron todos
sobre la espalda de Kala Nag; y la fila de elefantes, gruñendo y dando
agudos gritos, bajó, por un atajo de la montaña, hacia la llanura. Fué
la marcha sumamente animada, porque los elefantes nuevos suscitaban
grandes dificultades á cada vado, y había que acariciarlos ó pegarles
continuamente.

Toomai grande conducía á Kala Nag con aire de despecho, pues estaba de
malísimo humor; pero Toomai chico sentíase tan feliz que ni tenía ganas
de hablar. Petersen Sahib se había fijado en él, habíale dado dinero,
y, como consecuencia, experimentaba el muchacho la misma impresión de
un soldado raso á quien hubieran hecho salir de las filas para recibir
los elogios del general en jefe.

--¿Qué quería decir Petersen Sahib con aquello del baile de los
elefantes? dijo, por fin, en voz baja, dirigiéndose á su madre.

Oyólo Toomai grande, y refunfuñó:

--Que no has de ser nunca uno de esos búfalos montañeses que hacen de
ojeadores. Eso es lo que quería decir. ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Ahí delante!
¿Qué es lo que nos cierra el paso?

Volvióse en redondo, con malhumor, un cornaca asamés, que iba á la
distancia de dos ó tres elefantes delante de él, y gritó:

--Trae á Kala Nag, y haz obedecer á este elefante mío. ¡No sé por qué
Petersen Sahib ha tenido que escogerme á mí para ir con vosotros,
burros de los arrozales! Pon de lado á tu animal, Toomai, y déjale que
empuje con los colmillos. ¡Por todos los dioses de las montañas te juro
que esos elefantes tienen los diablos en el cuerpo, ú olfatean á sus
compañeros de la selva!

Pególe Kala Nag en las costillas al elefante nuevo y le metió el
resuello en el cuerpo, mientras Toomai grande decía:

--En la última cacería hemos limpiado de elefantes salvajes todas las
montañas. Lo que hay es que conducís muy mal. ¡Á ver si querréis que
conserve yo el orden en toda la fila!

--Pero ¿no oís lo que dice? contestó el otro cornaca. ¡_Hemos_ limpiado
de elefantes las montañas! Lo que es vosotros, hombres del llano, sois
muy sabios. Cualquiera que no sea una de esas cabezas vacías que nunca
han visto la selva sabe que _ellos_ ya están enterados de que las
cacerías han terminado para toda la temporada actual. Por lo tanto,
esta noche, todos los elefantes salvajes... pero ¿á qué perder el
tiempo enseñándole lo que yo sé á esa tortuga de río?...

--¿Que esta noche los elefantes... qué? gritó Toomai chico.

--¡Hola, muchacho! ¿Estás tú ahí? Bueno ¿pues á tí te lo diré, porque
tú tienes la cabeza bien organizada. Esta noche bailarán, y valdría
más que tu padre, que ha _limpiado_ de elefantes _todas_ las montañas,
doblara el número de cadenas que se atan á las estacas.

--¿Qué estás ahí charlando? Cuarenta años hace que entre mi padre y
yo hemos cuidado elefantes y nunca hemos oído esos cuentos de que sea
verdad que bailen.

--Sí, pero un hombre del llano, que vive en su barraca, no conoce nada
más que las cuatro paredes de esa barraca. ¡Bueno! Deja libres á tus
elefantes esta noche, y verás lo que ocurre. En cuanto al baile, yo
he visto donde... _¡Bapree-Bap!_ ¿Cuántos recodos más tiene este río
Dihang? Aquí hay otro vado, y ahora tendremos que hacer nadar á los
pequeños. ¡Paraos, vosotros, los que venís detrás!

Y por ese estilo, hablando, y disputándose, y chapoteando en el río,
verificóse la primera marcha hacia una especie de campamento en que se
recibían los elefantes nuevos; pero, mucho antes de llegar allí, habían
ya perdido cien veces la paciencia.

Luego, los elefantes fueron sujetados por las patas traseras por medio
de cadenas fijas á las estacas, añadiéndose, además, á los nuevos,
un refuerzo de cuerdas; púsoseles delante su montón de forraje; y
los cornacas montañeses regresaron, para juntarse á Petersen Sahib,
aprovechando las últimas horas de claridad de la tarde, y encargando
á los cornacas del llano que tuvieran más cuidado que nunca aquella
noche, riéndose cuando éstos les preguntaban el motivo.

Toomai chico cuidó de la comida de Kala Nag, y luego, como oscureciera
ya, comenzó á vagar por el campamento, poseído de inefable alegría, y
buscando un _tam-tam_. Cuando un muchacho indio siente que su corazón
rebosa de felicidad no corretea de un lado á otro ni hace ruido de un
modo irregular. Siéntase solo y se regala á sí mismo con una especie
de fiesta. ¡Y á Toomai chico le había hablado nada menos que Petersen
Sahib! Si no hubiera podido hallar lo que buscaba, la misma alegría
contenida tal vez le hubiese causado la muerte. Pero el vendedor de
dulces que había en el campamento le prestó un _tam-tam_, un tamboril
que se tocaba dándole con la palma de la mano, y entonces él sentóse,
cruzadas las piernas, frente á Kala Nag, mientras en el cielo iban
apareciendo las estrellas. Con el _tam-tam_ sobre las rodillas, estuvo
toca que toca, y cuanto más pensaba en el grandísimo honor que se le
había dispensado más tocaba, solo, completamente solo, entre el forraje
de los elefantes. No había en su música melodía alguna ni palabras;
pero tocando el tamboril se sentía feliz.

Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas, daban gritos ó bramidos de
cuando en cuando, y á ratos podía él oir también á su madre, allá en
la barraca del campamento, que adormecía á su hermanito cantándole una
antigua, muy antigua canción sobre el gran dios Siva, que indicó una
vez á todos los animales lo que debían comer. Es una cancioncilla muy
tierna cuyas primeras estrofas dicen:

    Siva, que manda al hombre las cosechas,
          y hace que sople el viento,
    sentado en el umbral de un claro día,
          ha de ello mucho tiempo,
    repartió su porción, á cada uno,
          de pan, trabajo y duelos,
    desde el Rey, que en el _guddee_ se reclina,
          al pobre pordiosero.

    Hízolo todo Siva, el que proteje,
          sí, todo, _¡Mahadeo!_
    dió el espino al camello, al buey forraje,
    y á tí, mi niño, por cojín mi pecho.

Acompañó Toomai chico cada estrofa con un alegre tamborileo al
terminarse, hasta que él mismo sintió sueño y se tendió sobre el
forraje, al lado de Kala Nag.

Al fin, los elefantes comenzaron á echarse, uno tras otro, según
su costumbre, hasta que sólo Kala Nag quedó en pie á la derecha de
la fila, y, entonces, balanceóse suavemente, con las orejas hacia
delante, para prestar oído á los rumores que llevara el viento de la
noche, al soplar blandamente por entre las montañas. El aire venía
impregnado de aquellos ruidos nocturnos que, juntos, producen un solo
é inmenso silencio: el golpear de un bambú contra otro; el correr de
algo vivo por entre los matorrales; el arañar y los ahogados chillidos
del pájaro medio despierto (los pájaros se despiertan de noche con
mucha más frecuencia de lo que nosotros imaginamos); y el caer del
agua, allá lejos, muy lejos. Toomai chico durmió durante algún tiempo,
y, al despertar, la luna brillaba ya en toda su fuerza, y Kala Nag
estaba aún de pie con las orejas hacia delante. Volvióse Toomai chico,
haciendo crujir el forraje, y observó la curva de la enorme espalda
proyectándose contra el fondo del cielo y contra la mitad de las
estrellas que en él había; pero, mientras observaba esto, oyó, tan
lejos que dijérase que á aquel gran silencio lo atravesaba sólo la
punta de un alfiler, el _huut-tuut_, el grito parecido al sonar de un
cuerno de caza, que lanzaba un elefante salvaje.

Cuantos elefantes había en las filas saltaron como si les hubieran
disparado un tiro, y sus gruñidos despertaron, al fin, á los _mahouts_,
que salieron y comenzaron á dar martillazos sobre las estacas con
enormes mazos, ataron mejor unas cuerdas é hicieron nudos en otras,
hasta que todo volvió á quedar tranquilo. Había uno de los elefantes
nuevos arrancado, casi, su estaca, y Toomai grande le quitó entonces
á Kala Nag la cadena que llevaba sujeta á una pata, y con ella ató
las posteriores del otro elefante á las anteriores; pero le pasó á
Kala Nag, en el sitio donde había estado la cadena, un lazo hecho de
yerba retorcida, y díjole que se acordara de que quedaba bien atado.
Centenares de veces habían hecho lo mismo, con buen resultado, su padre
y su abuelo. Kala Nag no contestó á aquella orden con su _glu-glu_
habitual. Continuó de pie, mirando á lo lejos, á favor de la clara
luz de la luna, algo levantada la cabeza y extendidas las orejas como
abiertos abanicos, en dirección de los grandes repliegues que forman
las montañas de Garo.

--Observa si le aumenta la intranquilidad, más entrada la noche,
dijo Toomai grande al chico, y después de esto fuése á la barraca y
durmióse. Iba ya á dormirse, también, Toomai chico, cuando oyó que la
cuerda de fibras de coco se rompía, produciendo leve, casi metálico
ruido; y Kala Nag avanzó, desde el sitio en que estaban las estacas,
tan pausada y silenciosamente como nube que se desliza fuera de la
embocadura de un valle. Corrió Toomai chico detrás de él, descalzos los
pies, por el camino, que bañaba la luz de la luna, y en voz muy baja le
dijo:

--¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo, Kala Nag! Volvióse el
elefante sin hacer el menor ruido, dió tres grandes pasos hacia el
muchacho, bajó la trompa, se lo montó en el cuello, y, casi sin dar á
Toomai chico el tiempo preciso de colocar bien las piernas, se deslizó
hacia el bosque.

Vino, entonces, de las filas de elefantes, como una ráfaga de furiosos
bramidos, y luego volvió á reinar el silencio sobre todas las cosas, y
Kala Nag comenzó la marcha. Algunas veces un montón de yerbas altas le
acariciaba los costados como una ola acaricia los de un barco, y otras
un colgante racimo de pimienta silvestre le arañaba la espalda, ó un
bambú se quebraba por el sitio donde él lo había tocado con el hombro;
pero en los intervalos avanzaba sin producir, absolutamente, rumor
alguno, resbalando como el humo á través del espeso bosque de Garo.
Iba monte arriba; pero, aunque Toomai chico mirara á las estrellas por
entre los claros de los árboles, no podía decir en qué dirección.

De pronto, Kala Nag llegó á la cima de la pendiente, y se paró por un
momento, durante el cual pudo ver Toomai chico las copas de los árboles
como manchas, ó como grandes pieles tendidas á la luz de la luna, en
el espacio de infinidad de leguas de terreno, y la niebla, de un color
blanco azulado, flotando sobre el río, allá en la hondonada. Apoyóse
Toomai en el cuello del elefante, y, recostado, miró, sintiendo que
todo el bosque velaba allá abajo, que todo él velaba, y vivía, y estaba
lleno de multitud de seres. Un grande y pardo murciélago de los que se
alimentan de frutos pasó rozándole una oreja; las púas de un puerco
espín sonaron, chocando unas contra otras en la espesura; y allá en la
obscuridad, entre los troncos de los árboles, oyó á un jabalí hurgando
en la tierra, húmeda y tibia, y oliendo, resoplando al hacerlo.

Luego volvieron á cerrarse las ramas sobre su cabeza, y Kala Nag
comenzó á bajar hacia el valle, no suavemente, como antes, sino como
cañón que se soltara por empinado terraplén: de una sola embestida.
Movíanse los enormes músculos con la rapidez de pistones, abarcando á
cada paso la distancia de unos dos metros y medio, y la arrugada piel
de los hombros crujía sobre las puntas de los huesos. Á cada lado de
él se abría violentamente la maleza, con un ruido como el de rajado
cañamazo, y los rebrotes que apartaba á derecha é izquierda con los
hombros saltaban de nuevo hacia atrás, pegándole en los costados,
mientras grandes colgajos de enredaderas, mezcladas en montón,
pendían de sus colmillos al mover él la cabeza hacia uno y otro lado,
abriéndose camino. Entonces, Toomai chico tendióse, bien apretado
contra el gran cuello, para que alguna de las ramas que se balanceaban
no lo arrojara al suelo, y, en su interior, se dijo que ojalá no se
hubiera movido del sitio donde se hallaban los otros elefantes.

La yerba empezaba á estar húmeda, las patas de Kala Nag se hundían
al pisar, y la neblina de la noche helaba á Toomai chico. Oyóse un
chapoteo, luego ruido de agua, y Kala Nag entró á grandes pasos en
el lecho de un río, tanteando á cada zancada el camino que había de
seguir. Dominando el rumor del agua que se arremolinaba en torno á las
piernas del elefante, podía oir Toomai chico más chapoteos y algunos
bramidos, que venían tanto de uno como de otro extremo del río, grandes
gruñidos y ronquidos de cólera; y toda la neblina que flotaba en el
aire parecía estar llena de movibles, vacilantes sombras.

--¡Ah! dijo á media voz y dando diente con diente. Todo el pueblo de
los elefantes se ha echado fuera esta noche. Realmente, va á haber,
pues, _el baile_.

Salió Kala Nag del río con gran ruido; hizo sonar la trompa, soplando
para limpiarla del agua, y comenzó á subir por otra cuesta; pero esta
vez no iba solo, ni tenía que abrirse camino; estaba ya abierto, y con
una anchura de cerca de dos metros, frente á él, donde la yerba de la
selva probaba de erguirse nuevamente. Por aquel sitio debían de haber
pasado, pocos minutos hacía, innumerables elefantes. Miró hacia atrás
Toomai chico, y á su espalda, uno salvaje, de enormes colmillos, con
los ojuelos de cerdo brillándole como ascuas, salía del río entre la
neblina. Luego, volvió á cerrarse el ramaje de los árboles, y siguieron
adelante, subiendo, entre bramidos y entre estallidos de las ramas que
se rompían á su paso.

Al fin, Kala Nag se paró junto á dos troncos de árboles, en la cumbre
misma de la montaña. Formaban aquéllos parte de un grupo que se elevaba
alrededor de un espacio irregular de unas ciento cincuenta áreas, y,
en todo este espacio, pudo ver Toomai chico que la tierra había sido
apisonada hasta quedar tan dura como un ladrillo. En el centro de aquel
claro crecían algunos árboles; pero su corteza había desaparecido
por el roce, y la madera blanca que quedaba al descubierto aparecía
brillante, y como pulimentada á trechos, á la luz de la luna. De
las ramas más altas colgaban enredaderas, cuyas flores, en forma de
campanilla, grandes, blancas, como de cera, y semejantes á clemátides,
colgaban también, profundamente dormidas; pero, dentro de los límites
del claro aquel, no crecía ni un solo tallo de yerba: nada había más
que la tierra apisonada.

La luna daba á ésta un color gris de hierro, excepto donde se veían,
de pie, algunos elefantes, cuya sombra era negra como tinta. Miró
Toomai chico, aguantando el aliento, con los ojos que se le saltaban
de las órbitas, y, mientras miraba, más y más elefantes salían,
balanceándose, de entre los árboles, y penetraban en aquel espacio
abierto. No podía Toomai chico contar más que hasta el número diez, y
contó, entonces, y volvió á contar, con los dedos, hasta que perdió la
cuenta de tantos dieces, y la cabeza comenzó á darle vueltas. Fuera del
claro, oía los chasquidos de la maleza al romperse, cuando pasaban los
elefantes, subiendo por la montaña; pero, en cuanto estaban dentro del
círculo que formaban los troncos de los árboles, se movían como si no
fueran más que sombras.

                             [Ilustración]

Había allí machos salvajes, de blancos colmillos, con hojas, frutos y
ramitas que se les habían quedado entre las arrugas del cuello ó los
pliegues de las orejas; gruesas hembras de pesado andar, con inquietos
pequeñuelos, de un color negro algo rosado, que no medían más que cosa
de un metro de altura y correteaban por debajo del vientre de aquéllas;
elefantes jóvenes, cuyos colmillos apuntaban apenas, y que se sentían
ya muy orgullosos de tenerlos; hembras flacas, demacradas, que se
habían quedado solteronas, con caras ansiosas, hundidas, y trompas que
parecían ásperas cortezas; salvajes y viejos elefantes luchadores,
cubiertos de cicatrices desde la paletilla hasta el costado, con
grandes verdugones y mal cerradas heridas de las pasadas luchas, y el
barro de sus solitarios baños colgando, endurecido, á cada lado de los
hombros; y uno había, finalmente, con un colmillo roto y las señales,
el terrible vaciado, que deja en la piel la garra del tigre.

Estaban todos de pie, frente á frente; caminaban de un lado á otro por
aquel pedazo de terreno, de dos en dos; ó se mecían solitarios... Y
había allí docenas y más docenas de elefantes.

Sabía Toomai que mientras él se estuviera acostado y bien quieto
sobre el cuello de Kala Nag, nada le ocurriría; porque, hasta en las
embestidas y luchas de una _keddah_, ningún elefante salvaje coge
con la trompa á un hombre para desmontarlo del cuello de un elefante
domesticado; y, además, aquellos elefantes ni se acordaban siquiera de
los hombres, en tal noche. Por un momento se pusieron alerta, con las
orejas hacia delante, al oir sonar unos hierros en el bosque; pero era
Pudmini, el elefante mimado de Petersen Sahib, que había arrancado por
completo su cadena y llegaba gruñendo, resoplando, montaña arriba. De
fijo que habría roto sus estacas y se habría ido en derechura hacia
aquel sitio, desde el campamento de Petersen Sahib. Toomai chico vió
también otro elefante, uno que no conocía, con hondas desolladuras
en la piel de la espalda y del pecho, causadas por cuerdas. También
él debía de haberse escapado de algún campamento situado entre las
montañas.

Al fin, no se oyeron ya, en el bosque, más ruidos de elefantes, y Kala
Nag avanzó, desde el sitio en que estaba parado entre los árboles,
hasta el centro del grupo, produciendo una especie de cloqueo y de
sonidos guturales, tras de lo cual, todos los elefantes empezaron á
moverse y á hablar en su lenguaje.

Echado aún como estaba, vió Toomai chico centenares de anchas espaldas,
orejas balanceándose, trompas que se movían, y ojillos que rodaban en
sus cuencas. Oyó el golpear de los colmillos chocando casualmente unos
con otros; el seco rozar de las trompas enlazadas; el de los enormes
costados y hombros en medio de aquella muchedumbre, y el incesante
chasquido ó zumbido de las grandes colas. Luego, una nube pasó por
delante de la luna, y él se quedó en la más completa obscuridad; pero
el callado rozar, empujar y producir sordos ruidos guturales continuó
del mismo modo. Sabía el muchacho que en torno de Kala Nag había
multitud de elefantes, y que no existía la menor probabilidad de
sacarle de aquella asamblea; así, pues, apretó los dientes y se echó á
temblar. Al menos en una _keddah_ había luz de antorchas y gritería;
pero aquí se hallaba completamente solo y á obscuras, y hubo un momento
en que sintió junto á una rodilla el contacto de una trompa.

Después, bramó un elefante, y todos se pusieron á imitarle por espacio
de cinco ó de diez terribles segundos. El rocío cayó desde los árboles
como lluvia sobre las invisibles espaldas, y comenzó á oirse un ruido
sordo, muy bajo al principio, y que Toomai chico no podía saber de
donde provenía; pero creció y creció, y Kala Nag levantó una de sus
patas delanteras, después la otra, y las dejó caer sobre el suelo...
(¡una, dos! ¡una, dos!) con tanta fuerza como si fueran gruesos
martillos de herrería. Los elefantes pateaban, ahora, todos á la vez,
y el ruido sonaba como tambor de guerra que alguien tocara á la boca
de una caverna. Siguió el rocío cayendo de los árboles hasta que no
quedó ya más; el estruendo continuó; la tierra retemblaba, y Toomai
chico púsose las manos sobre los oídos para amortiguar el ruido. Pero
aquel golpear de centenares de pesadas patas sobre la desnuda tierra
era tan gigantesco, desapacible y repetido que le parecía que todo
su cuerpo vibraba por entero. Una ó dos veces sintió como Kala Nag y
todos los demás elefantes se adelantaban algunos pasos, y el pisar se
convertía en rumor de cosas verdes, jugosas, que eran aplastadas; pero,
un minuto ó dos más tarde, el violento moverse de las patas sobre la
dura tierra comenzaba de nuevo. Crujía, y parecía quejarse, un árbol,
á poca distancia de él. Alargó el brazo y tocó la corteza; pero Kala
Nag siguió adelante, pateando aún, y no pudo él darse cuenta del sitio
en que se hallaba. Ningún sonido producían los elefantes, excepto una
vez, cuando dos ó tres de los más jóvenes chillaron al mismo tiempo. De
pronto, oyó pesado golpe y un rumor como de confusión y desorden, y el
patear continuó. Debió de durar dos horas bien cumplidas, y á Toomai
chico dolíanle ya todos los nervios del cuerpo; pero por el olor del
aire de la noche adivinaba la proximidad de la mañana.

Rayó el alba, tendiendo un manto de amarillo claro por detrás de las
montañas, y, con el primer rayo de luz, paróse el estruendo como á
un mandato. Antes de que á Toomai chico hubieran dejado de zumbarle
los oídos, y hasta antes de que hubiera tenido tiempo de cambiar de
posición, no quedó ya ningún elefante á la vista, excepto Kala Nag,
Pudmini y el elefante que mostraba las desolladuras producidas por las
cuerdas; y no se observó el más leve signo, ni roce ó murmullo en las
vertientes de las montañas, que indicara á dónde habían ido los otros.

Miró fijamente Toomai chico una y otra vez. El claro aquel, por lo que
él recordaba, había crecido durante la noche. En el centro veíanse más
árboles; pero la maleza y la yerba, á los lados, habían retrocedido.
Toomai chico volvió á mirar atentamente. Ahora comprendía el continuo
apisonar. Los elefantes habían agrandado el sitio pateándolo todo: la
espesa yerba y los jugosos juncos de Indias habían sido convertidos en
una masa inmunda, la masa en tiras, las tiras en fibras delgadísimas, y
las fibras en dura tierra.

--¡Ah! dijo Toomai chico, sintiendo que los ojos se le cerraban,
Kala Nag, señor mío, juntémonos con Pudmini y vamos al campamento de
Petersen Sahib, porque, si no, me caigo de tu cuello al suelo.

Miró el tercer elefante alejarse juntos á los otros dos, resopló, dió
media vuelta, y siguió, solo, su dirección propia. Debía de pertenecer
á alguno de los reyezuelos indígenas, que estaría á diez, veinte ó
treinta leguas de distancia.

Dos horas más tarde, mientras Petersen Sahib se desayunaba, los
elefantes, que habían sido atados aquella noche con dobles cadenas,
comenzaron á dar grandes bramidos, y Pudmini, llena de barro hasta los
hombros, acompañada de Kala Nag, que tenía las patas muy adoloridas,
entró, bamboleándose, en el campamento.

La carita de Toomai chico estaba casi gris de tan pálida, y muy
hundida, llevando el muchacho el cabello lleno de hojas y empapado en
rocío; pero, haciendo un esfuerzo, saludó á Petersen Sahib y gritó con
apagada voz:

--¡El baile!... ¡el baile de los elefantes!... ¡Yo lo he visto... y...
me estoy muriendo!... Y como Kala Nag se echara, resbaló él desde su
cuello, presa de mortal desmayo.

Pero como los niños indígenas no tienen nervios, ó no vale la pena de
hablar de los que tengan, al cabo de dos horas estaba ya acostado,
muy contento, en la hamaca de Petersen Sahib, con el capote de caza
perteneciente á éste bajo la cabeza, y en el estómago un vaso de
leche caliente, un poco de _brandy_ y una pequeña dosis de quinina; y
mientras los viejos cazadores de las selvas, velludos y cubiertos de
cicatrices, estaban sentados, á tres de fondo, delante de él, mirándolo
como si fuera un aparecido, refirió el muchacho lo que tenía que
contar, en breves palabras, como hacen los niños, y terminó con las
siguientes:

--Ahora, si hay algo de lo que he dicho que os parezca mentira, mandad
hombres para que lo vean, y hallarán que el pueblo de los elefantes
ha apisonado un espacio mucho mayor que el que existía en su salón
de baile, y hallarán diez... y diez... y muchas veces diez pistas
que conducen á este salón. Ensancharon el sitio con las patas. Yo lo
he visto. Kala Nag me llevó, y yo lo ví. También Kala Nag tiene muy
cansadas las piernas.

Tendióse Toomai chico y durmió durante toda la tarde, hasta que
llegó el anochecer, y, mientras dormía, Petersen Sahib y Machua Appa
siguieron la pista de los dos elefantes, durante cuatro leguas, á
través de los montes. Había pasado Petersen Sahib diez y ocho años
cazando elefantes, y sólo un _salón de baile_ como aquél había visto
con anterioridad.

No tuvo Machua Appa que dar más que una ojeada al claro para ver lo que
habían hecho allí, ni necesitó arañar más que una vez con el dedo del
pie la tierra compacta, apretada.

--Verdad es lo que habla el muchacho, dijo. Todo esto se hizo ayer
noche, y yo he contado setenta pistas diferentes que cruzaban el río.
¡Mirad, Sahib, como los hierros de Pudmini cortaron la corteza de este
árbol! Sí; también estaba en la reunión.

Miráronse uno á otro, de arriba abajo, pasmados, porque las cosas de
los elefantes exceden en profundidad á cuanto puede imaginar cualquier
hombre, sea blanco ó negro.

--Cuarenta y cinco años hace, dijo Machua Appa, que sigo á los señores
elefantes; pero nunca oí que ningún hombre de mujer nacido viera lo
que ha visto este muchacho. Por todos los dioses de las montañas os
digo que esto es... ¿cómo podremos llamarlo?... y, sin acabar la frase,
limitóse á sacudir la cabeza.

Cuando estuvieron de vuelta en el campamento era ya la hora de la
cena. Comió Petersen Sahib solo, en su tienda; pero dió orden de
que á su gente, allí acampada, se le dieran dos corderos y algunos
pollos, además de doble ración de harina, arroz y sal, porque era
imprescindible algo de banquete.

Á paso más que regular había llegado Toomai grande del otro campamento,
en la llanura, yendo en busca de su hijo y de su elefante, y, al
hallarlos, los contempló á uno y otro de tal modo que no parecía sino
que le causaban miedo. Celebróse una fiesta, junto á las llameantes
hogueras, frente á las filas de atados elefantes, siendo Toomai chico
el héroe de ella; y los grandes cazadores, los ojeadores, cornacas y
laceros, los hombres que conocían todos los secretos para domar los más
bravos elefantes, se lo pasaron de uno á otro, y marcaron su frente
con sangre tomada del pecho de un «gallo de la selva» recién muerto,
queriendo indicar con esto que era un habitante de los bosques, un
iniciado, y libre, por lo tanto, en toda la extensión que abarcan las
selvas.

Al fin, cuando las llamas empezaron ya á apagarse y la roja luz de
los tizones daba á los elefantes un aspecto que no parecía sino que
también ellos estuvieran empapados en sangre, Machua Appa, el jefe de
todos los cornacas de todas las _keddahs_; Machua Appa, el _alter ego_
de Petersen Sahib, que por espacio de cuarenta años no había visto un
camino hecho por mano de hombres; Machua Appa, cuya grandeza era tanta
que nadie sabía que tuviera otro nombre más que el de Machua Appa,
saltó, y, poniéndose de pie, levantando en el aire á Toomai chico, por
encima de su cabeza, gritó:

--Oidme, hermanos míos. Oidme también vosotros, señores, señores míos
que estáis ahí en las filas: ¡soy yo, Machua Appa, quien os habla!
Este pequeñín no se llamará ya de aquí en adelante Toomai chico, sino
Toomai, el de los elefantes, como antes que á él se llamó ya á su
bisabuelo. Lo que jamás vió hombre alguno lo ha visto él durante toda
una noche, porque es el favorito del pueblo de los elefantes, y, al
par, de los dioses de todas las selvas, que con él están. Llegará á
ser un gran ojeador; llegará á ser más grande que yo mismo, más que yo
mismo: Machua Appa. Sabrá seguir la pista reciente, y la medio borrada,
y la mixta, con ojo seguro. Ningún daño recibirá en la _keddah_
cuando corra por debajo de los elefantes salvajes para atarlos, y si
por casualidad resbalara y cayera frente á un elefante feroz, en el
momento de embestir éste, sabiendo la fiera quien es él no se atreverá
á aplastarlo. _¡Aihai!_ señores míos que estáis ahí entre cadenas...
(y al decirlo dió una vuelta hacia las filas de estacas), ante
vosotros tenéis al pequeñuelo que ha visto los bailes que celebráis en
escondidos sitios... lo que jamás vió ningún hombre. ¡Prestadle vuestro
homenaje, señores míos ¡_Salaam karo_, hijos míos! ¡Saludad á Toomai,
el de los elefantes! ¡Gunga Pershad, _ahaa_! ¡Hira Guj, Birchi Guj,
Kuttar Guj, _ahaa_! ¡Pudmini (tú que le has visto en el baile, y tú
también, Kala Nag, perla de los elefantes)! _¡ahaa!_ ¡Todos á la vez!
¡Á Toomai, el de los elefantes! _¡Barrao!_

Y al oir el último de estos salvajes gritos, la fila entera de
elefantes lanzó al aire las trompas, hasta hacer que los extremos
tocaran las frentes, y prorrumpió en el gran saludo, el trompetear
atronador que sólo oye el Virrey de la India, el _Salaamut_ de la
_keddah_.

Pero todo esto se hacía, únicamente, por Toomai chico, que había visto
lo que jamás vió antes hombre alguno: ¡el baile de los elefantes, por
la noche, y solo, en el corazón de las montañas de Garo!

                            [Ilustración]


                         =Siva y el saltamontes=

(_Canción que la madre de Toomai le cantaba á su hijo menor_).


    Siva, que manda al hombre las cosechas,
          y hace que sople el viento,
    sentado en el umbral de un claro día,
          ha de ello mucho tiempo,
    repartió su porción, á cada uno,
          de pan, trabajo y duelos,
    desde el Rey, que en el _guddee_ se reclina,
          al pobre pordiosero.

    Hízolo todo Siva, el que proteje,
          sí, todo _¡Mahadeo!_
    dió el espino al camello, al buey forraje,
          y á tí, mi niño, por cojín mi pecho.

    Al rico dióle trigo, mijo al pobre;
          al santón que pidiendo
    de puerta en puerta va, dióle mendrugos;
          reses al tigre hambriento,
    carroña dió al milano, y á los lobos
          que van rondando fieros
    en torno á los poblados, por la noche,
          dióles trapos y huesos.

    Á todo atendió él, de lo más alto
          hasta lo más pequeño;
    pero Parbati, su mujer, burlarle
          quiso como por juego,
    en tan diversas cosas ocupado
          al gran esposo viendo,
    y así robando al dios un saltamontes
          escondiólo en su pecho.

    Tal hizo su mujer á Siva, el Grande,
          _¡Mahadeo! ¡Mahadeo!_
    ¡Tratárase de un buey!... Mas, hijo mío,
          no se trataba más que de un insecto.

    Terminado el reparto, sonriente
          dijo ella á su dueño:
    --¿De entre un millón de bocas no habrá una,
          Señor, sin alimento?

    Ni una, dijo Siva, ni siquiera,
          añadió sonriendo,
    la diminuta que ocultaste, ha poco,
          aquí, junto á tu pecho.

    Sacó entonces Parbati, la ladrona,
          el escondido insecto
    y vió que hasta él comía verde hojuela
          nacida aquel momento.

    Viólo asombrada, y á los pies de Siva
          temblorosa cayendo,
    rezó al dios que, en verdad, á cuanto existe
          dió apropiado sustento.

    Hízolo todo Siva, el que protege,
          sí, todo... _¡Mahadeo!_
    dió el espino al camello, al buey forraje,
          y á tí, mi niño, por cojín mi pecho.

                             [Ilustración]


                             [Ilustración]



                     LOS SERVIDORES DE SU MAJESTAD

                                       Resolvedlo por quebrados
                                     ó bien por regla de tres:
                                     Tweedle-dum no será nunca
                                     Tweedle-dee: ya lo veréis.

                                       Dadle vueltas al problema,
                                     retorcedlo sin cesar:
                                     la vía de Pilly-Winky
                                     no es la que á Winkie-Pop va.


Había estado lloviendo copiosamente durante un mes entero... lloviendo
sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos,
elefantes, caballos, bueyes y mulas, todo ello reunido, en un sitio
llamado Rawal Pindi, para que lo revistara el Virrey de la India.
Recibía éste la visita del Emir del Afganistán, rey salvaje de un
salvajísimo país, y el Emir había traído consigo, como escolta,
ochocientos hombres y otros tantos caballos que jamás habían visto en
su vida un campamento ó una locomotora: hombres y caballos salvajes,
también, sacados de algún sitio en el corazón del Asia Central. No
pasaba una noche sin que un pelotón de esos caballos rompiera las
cuerdas con que estaban atados, y se lanzara con estrépito de un
lado á otro del campamento, por entre el barro y en medio de la
obscuridad, ó bien sin que los camellos se desataran y corrieran por
allí, tropezando con las cuerdas que sostenían las tiendas, y ya puede
imaginarse lo agradable que esto sería para la gente que intentaba
entregarse al sueño. Estaba mi tienda lejos de las filas de camellos, y
creía yo que el sitio era seguro; pero una noche asomó un hombre, por
aquélla, la cabeza, y me gritó:

--¡Salid pronto, que vienen! Á mí me han derribado ya la tienda.

Ya sabía yo quienes eran los que venían, y así púseme las botas,
echéme el impermeable y salí corriendo por el lodo. Vixen, mi perrita
_fox-terrier_, salió por el otro lado; y á poco se oían bramidos,
gruñidos y burbujeos, tras de lo cual hundióse la tienda, por haber
saltado hecho astillas el palo que la sostenía, y comenzó á bailar como
duende loco. Un camello se había metido y enredado en ella, y á pesar
de mi malhumor y de la mojadura, no pude menos de reirme. Luego seguí
corriendo, porque no sabía cuántos eran los camellos que se habían
soltado, y al cabo de poco rato perdí de vista el campamento, caminando
con dificultad por entre el barro.

Caí, al fin, sobre la cureña de un cañón, y esto fué para mí indicio de
que me hallaba cerca del sitio en que acampaba la artillería y donde
las piezas eran colocadas por la noche. Como no quería seguir vagando
bajo la lluvia y en medio de la obscuridad, puse mi impermeable sobre
la boca de uno de los cañones, formé así una especie de choza con dos ó
tres atacadores que hallé á mano, y me tendí sobre la cureña de otro de
aquéllos, preguntándome por dónde debía de andar Vixen y dónde yo mismo
estaría.

Cuando iba ya á dormirme oí ruido de arreos y una especie de gruñido,
tras de lo cual pasó junto á mí un mulo sacudiendo las mojadas orejas.
Pertenecía á una batería de cañones atornillables ó de montaña,
porque así me lo indicaba el ruido de las correas, anillas, cadenas y
demás pegando sobre el basto. Estos cañones, cómodos y pequeños, se
componen de dos piezas que se unen en el momento de usarlos, pudiendo
así llevarse fácilmente, por las montañas, donde los mulos hallen un
sendero, por lo cual prestan grandes servicios en todos los países en
que abundan las rocas[12].

Venía detrás del mulo un camello cuyas enormes y blancas patas se
hundían y resbalaban en el barro, mientras su cuello se balanceaba,
dirigiéndose hacia todos lados como el de una gallina perdida.
Afortunadamente conocía yo lo bastante el lenguaje de los animales (no
el de los salvajes, por supuesto, sino el de los que se hallan en los
campamentos, que había aprendido de los indígenas), para saber lo que
decía entonces.

Debía de ser el mismo que entró en mi tienda, porque le gritó al mulo:

--¿Qué haré? ¿Á dónde iré? Me he peleado con una cosa blanca que
se movía, y la cosa cogió un palo y me pegó un golpe en el cuello.
(Referíase al palo roto de mi tienda, y yo me alegré mucho de oirlo).
¿Seguiremos corriendo?

--¡Ah! ¿Sois tú y tus amigos los que habéis venido á turbar la
tranquilidad del campamento? Perfectamente. Ya te lo pagarán con una
paliza en cuanto se haga de día; pero, de todos modos, voy á darte yo
algo á cuenta.

Oí entonces el ruido de los arreos al retroceder el mulo, y el camello
recibió un par de coces en las costillas, que resonaron como un tambor.

--Otra vez, dijo el mulo, lo pensarás mejor antes de pasar corriendo
por entre una batería, de noche, y como si gritaras: ¡ladrones! ¡fuego!
Échate y no muevas más ese estúpido cuello.

Doblóse el camello como suelen hacerlo éstos, en forma de escuadra, y
se echó dando gemidos.

Oyóse acompasado ruido de cascos en medio de la obscuridad, y un
gran caballo de los del ejército se acercó galopando con la misma
regularidad que si estuviera en una parada, saltó por encima de una
cureña y se paró junto al mulo.

--¡Eso es una vergüenza! exclamó, dando resoplidos. Ya han empezado
esos camellos á meter bulla por entre nuestras filas... y es la tercera
vez en lo que va de semana. ¿Cómo puede conservarse bien un caballo si
no le dejan dormir por la noche?... ¿Quién anda por ahí?

--Soy el mulo que lleva la pieza de culata del cañón número dos de la
primera batería de montaña, dijo el mulo, y aquel es uno de vuestros
amigos. También á mí me ha despertado. ¿Quién sois vos?

--El número quince, compañía _E_, del noveno de lanceros... Soy el
caballo de Dick Cunliffe. Echaos un poco hacia allá. Así.

--¡Oh! ¡Mil perdones! contestó el mulo. Está tan obscuro que no se
distingue casi nada. Yo me marché de mi fila para ver si aquí podía
tener un poco de paz y de tranquilidad.

--Señores míos, dijo el camello humildemente, tuvimos esta noche una
pesadilla que nos atemorizó muchísimo. Yo no soy más que uno de los
camellos de carga del treinta y nueve de la infantería indígena, y no
tengo el valor que poseéis vosotros, señores míos.

--Entonces, ¿por qué demonio no te quedas en tu sitio y llevas el
bagaje del treinta y nueve de la infantería indígena, en vez de estar
corriendo por todo el campamento? repuso el mulo.

--¡Es que la pesadilla era tan horrible! Yo siento lo ocurrido. Pero,
¡escuchad! ¿Qué es eso? ¿Empezaremos á correr otra vez?

--¡Échate! dijo el mulo, ó si no vas á romperte esas piernas tan
largas, tropezando con los cañones. Enderezó una de las orejas y púsose
á escuchar, ¡Bueyes! exclamó. Los bueyes que arrastran los cañones.
¡Por vida de!... que entre tú y tus amigos habéis despertado á todo
el campamento. Se necesita alborotar mucho para lograr que uno de los
bueyes de las baterías se levante.

Oí una cadena que se arrastraba por el suelo, y una de las parejas
de enormes y tercos bueyes blancos que arrastran los pesados cañones
de sitio cuando los elefantes no se atreven á acercarse ya más á los
fuegos del enemigo, llegó, empujando el hombro uno contra otro; y,
casi pisando la cadena, venía también un mulo de los de las baterías,
llamando á grandes voces á Billy.

--Este es uno de nuestros reclutas, dijo el mulo viejo al caballo. Me
está llamando. ¡Aquí estoy, muchacho! ¡Basta de chillar! La obscuridad
no hizo nunca daño á nadie.

Echáronse juntos los bueyes y comenzaron á rumiar; pero el mulo joven
se precipitó junto á Billy.

--¡Qué cosas! exclamó. ¡Qué horribles y espantables cosas, Billy!
Viniéronse á nuestras filas mientras estábamos durmiendo. ¿Crees que
nos matarán?

--¡Me están dando unas ganas de largarte una coz de padre y señor mío!
¡Mira que ocurrírsele á un mulo de tu estampa, y tan bien enseñado como
tú, venir á deshonrar la batería delante de estos caballeros!...

--¡Poco á poco! dijo el caballo. Acordaos de que, al principio,
todos son siempre así. La primera vez que yo ví á un hombre (era en
Australia, cuando tenía tres años de edad), estuve corriendo por
espacio de medio día, y, si hubiera visto un camello, estaría corriendo
aún á estas horas.

Casi todos los caballos que sirven para la caballería inglesa en la
India son llevados allí desde Australia, y domados por los mismos
soldados.

--¡Verdad es! asintió Billy. No tiembles más, muchacho. La primera vez
que me enjaezaron á mí por completo, con todas las cadenas colgándome
desde la espalda, me puse en dos pies, los delanteros, y á coces lo
hice todo pedazos. No sabía aún entonces la verdadera ciencia de
cocear; pero cuantos formaban parte de la batería dijeron que no habían
visto nunca cosa semejante.

--Pero lo que se oía ahora no era ruido de arreos ni retintín alguno,
dijo el muleto. Ya sabes que esto no me impresiona ya. Eran cosas
parecidas á árboles, y caían por entre las filas burbujeando; y á mí se
me rompió el cabestro, y no pudiendo hallar ni al que me cuidaba ni á
tí, Billy, me escapé con... con estos caballeros.

--¡Je! exclamó Billy. Yo, en cuanto oí que los camellos se habían
soltado, me fuí por mi cuenta, sin alborotar. Cuando un mulo de una
batería... de una batería de cañones de montaña... llama caballeros á
los bueyes que arrastran cañones de la otra clase, es preciso que esté
bajo el peso de profunda emoción. ¿Quién sois vosotros, buena gente,
que estáis ahí echados?

Dejaron de rumiar los bueyes por un momento, y contestaron á la vez:

--La séptima pareja del primer cañón de la batería de los grandes.
Estábamos durmiendo cuando llegaron los camellos; pero, al sentir que
nos pisoteaban, levantámonos y nos fuimos. Más vale tenderse en paz
sobre el barro que sentir que le molestan á uno estando sobre un buen
lecho. Á tu amigo, que está aquí presente, le dijimos que no había para
qué asustarse; pero sabe tanto que opinó todo lo contrario. ¡Bueno!

Y continuaron rumiando.

--Ahí tienes lo que pasa cuando se tiene miedo. Se burlan de tí hasta
los bueyes que arrastran los cañones. Me parece que estarás satisfecho,
muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí que algo decía sobre el poco miedo
que le inspiraban todos los cochinos bueyes de este mundo, todos esos
montones de carne; pero los bueyes no hicieron más que chocar los
cuernos, uno contra otro, y seguir rumiando.

--No vengas ahora á incomodarte después de haber tenido miedo: mira
que es ésta la peor clase de cobardía, dijo el caballo. Á cualquiera
puede perdonársele el azorarse un poco de noche (ó al menos así lo creo
yo), cuando ve cosas que le parecen incomprensibles. Nosotros (los
cuatrocientos cincuenta que somos), hemos roto innumerables veces las
ataduras que nos retenían á las estacas, sólo porque algún _recluta_
venía á contarnos cuentos de látigos que se habían vuelto serpientes,
allá en su tierra, en Australia, y, después de oirlo, nos asustaban
horriblemente hasta los colgantes cabos de nuestros cabestros.

--Todo esto está muy bien en el campamento, afirmó Billy. Yo mismo
confieso que siento ganas de salir escapado, sólo por el gusto de
hacerlo, cuando he estado sin andar uno ó dos días; pero ¿qué es lo que
vos hacéis cuando estáis en servicio activo?

--¡Ah! Eso es harina de otro costal, dijo el caballo. Entonces llevo
encima á Dick Cunliffe, y él me aprieta las rodillas á los lados,
reduciéndose cuanto he de hacer á mirar bien donde pongo los pies,
conservar las patas traseras dobladas bajo el cuerpo, y obedecer al
freno.

--Y ¿qué es obedecer al freno? preguntó el muleto.

--¡Por los gomeros azules de mi tierra! relinchó el caballo. ¿Acaso
no te enseñan á tí también eso en el oficio que tú desempeñas? ¿Cómo
puedes hacer nada si no sabes volverte en redondo, de pronto, al sentir
que te aprietan la rienda sobre el cuello? Para el hombre que va
contigo es cuestión de vida ó muerte, y, por supuesto, también lo es
para tí. Da la vuelta sobre las patas traseras, bien recogidas, en el
mismo momento en que sientas la rienda sobre el pescuezo. Si no tienes
sitio para revolverte bien, levántate de manos, y gira, entonces, sobre
los cuartos posteriores. Esto es lo que se llama obedecer al freno.

--Á nosotros no nos enseñan así, dijo Billy, el mulo, con gran
frialdad. Lo que aprendemos es á acatar las órdenes del hombre que
nos guía: dar un paso hacia aquí ó hacia allí, según él nos mande. Al
fin, creo que todo será, poco más ó menos, lo mismo. Pero con tanta
fantasía, y tanto empinarse, lo que debe de ser muy malo para vuestros
corvejones ¿queréis decirme qué es lo que _realmente_ hacéis?

--Eso es según los casos, dijo el caballo. Generalmente tengo que
ir entre una infinidad de hombres desgreñados, que gritan y llevan
cuchillos (unos cuchillos largos y brillantes, peores que los del
albeitar) y he de atender á que la bota de Dick toque exactamente la
del hombre que está á su lado; pero sin apretarla. Veo la lanza de
Dick cerca de mi ojo derecho, y sé, entonces, que no hay cuidado. No
quisiera ser del hombre ó del caballo que se nos pusiera delante, á
Dick y á mí, cuando tenemos prisa.

--¿Y los cuchillos no hacen daño? preguntó el muleto.

--Te diré... á mí me hirieron una vez en el pecho; pero no fué culpa de
Dick.

--¡Poco me importaría á mí de quien era la culpa si me hirieran!
exclamó el muleto.

--Pues ha de importarte, contestó el caballo. Para no tener confianza
en _tu hombre_, tanto da que te escapes de una vez. Esto es lo que
hacen algunos de nuestros caballos, y yo me guardaré de censurarlos.
Como decía, la culpa no fué de Dick. Había un hombre tendido en el
suelo, y yo me alargué cuanto pude para no pisarlo; pero él me tiró un
tajo. Otra vez que haya de pasar sobre un hombre tendré buen cuidado de
pisarlo... y apretaré de firme.

--¡Je! dijo Billy, todo eso son locuras. Los cuchillos son siempre una
cosa muy fea. Lo bonito es encaramarse por una montaña, bien ensillado,
agarrarse fuerte, con las cuatro patas y hasta con las orejas, y
trepar, arrastrarse, moverse de todas las maneras posibles, hasta que
se llega á algunas docenas de metros por encima de la altura á que
cualquiera otro pueda hallarse, sobre un reborde del terreno en que no
hay más sitio que el preciso para poner los cascos. Entonces te paras,
te estás quieto (no le pidas nunca á ningún hombre que te tenga del
cabestro), te estás quieto mientras ponen en orden los cañones, y,
luego, miras como las bombas, que parecen diminutas adormideras, caen
entre las copas de los árboles, allá abajo, lejos, muy lejos.

--¿Y no dáis nunca un paso en falso? preguntó el caballo.

--Dicen que cuando un mulo lo dé será cuando pueda rasgársele una
oreja á una gallina, contestó Billy. Alguna vez que otra, _acaso_, por
culpa de un basto mal puesto, podrá caerse un mulo; pero ocurre esto
rarísimas veces. Quisiera poderos enseñar cómo trabajamos. Es cosa
hermosísima. ¡Con decir que me costó tres años el llegar á adivinar
para qué teníamos hombres que nos dirigieran!... Toda la ciencia
consiste en procurar que el cuerpo no se destaque como una mancha
contra el cielo, porque, de no hacerlo así, serviría uno de blanco y
podrían tirarle. Acuérdate de esto, muchacho. Escóndete siempre tanto
como puedas, aunque para ello tengas que dar un rodeo de un cuarto de
legua. Yo soy el que dirige la batería cuando hay que hacer alguna de
esas ascensiones.

--¡Que le tiren á uno, sin dejarle siquiera la posibilidad de arrojarse
sobre el que dispara! dijo el caballo, profundamente pensativo. ¡No
podría sufrir yo eso! ¡Me moriría de ganas de atacar, junto con Dick!

--¡Ca! ¡No lo creáis! Ya sabemos nosotros que, en cuanto estén
colocados todos los cañones, ellos serán los que se encarguen del
ataque. Esto es científico y elegante; pero los cuchillos... ¡qué asco!

Rato hacía que el camello estaba balanceando la cabeza con el vivo
deseo de meter baza en la conversación. Al fin, le oí decir, mientras
carraspeaba nerviosamente:

--Yo... yo... yo he entrado también en batalla, más ó menos; pero no
trepando ni corriendo, como vosotros.

--Sin duda. Ahora que hablas de ello, noto que á tí no debieron de
hacerte ni para trepar ni para correr mucho. Bueno, vamos á ver, ¿cómo
fué eso, costal de paja.

--Fué... como debe ser: nos echamos todos...

--¡Por vida de mi pretal y mi grupera! dijo entre dientes el caballo...
¿Os echasteis?...

--Nos echamos... y éramos cien... siguió diciendo

[Ilustración] el camello, formando un gran cuadro, después de lo cual
amontonaron los hombres nuestros fardos y sillas, fuera del cuadro, y
pusiéronse á disparar, por encima de nosotros, desde los cuatro lados á
la vez.

--¿Qué clase de hombres eran? ¿Los primeros transeuntes...? preguntó el
caballo. Enséñannos también, en la escuela de equitación, á tendernos y
dejar que nuestros amos disparen por encima de nosotros; pero el único
hombre á quien le permitiría yo hacer eso es Dick Cunliffe. Me molesta,
haciéndome cosquillas junto á la cincha, y, además, con la cabeza en el
suelo no puedo ver nada.

--¿Y qué importa quién es el que dispara por encima de uno? dijo el
camello. Infinidad de hombres y de camellos tiene uno al lado, é
infinidad de nubes de humo también. Entonces no tengo yo miedo. Me
estoy quieto y espero.

--Y, sin embargo, repuso Billy, tienes pesadillas por la noche y
alborotas todo el campamento. ¡Vaya! ¡Vaya! Antes de que yo me
tendiera (nada digo ya de echarme á medias), y le permitiera á ningún
hombre disparar por encima de mí, mis patas y su cabeza me parece que
trabarían conocimiento. ¿Cuando oyó nadie cosa tan horrible como ésta?

Reinó largo silencio. Al cabo, uno de los bueyes levantó la enorme
cabeza y dijo:

--Todo eso es verdaderamente absurdo. No hay más que un modo de entrar
en lucha.

--¡Ah! ¡Vamos! ¡Sigue, sigue! contestó Billy. No hagas caso de que
esté yo delante. ¡Hazme este favor! Supongo que vosotros, buena gente,
tomáis parte en el combate sosteniéndoos sobre la punta del rabo.

--No hay más que un modo, repitieron ambos á la vez. (De fijo que eran
gemelos). Y el modo es éste: uncirnos, las veinte parejas que formamos
nosotros, al cañón grande, en cuanto empieza á tocar la trompa _El de
las dos colas_. (_El de las dos colas_ es, en el lenguaje vulgar de los
campamentos, el elefante).

--¿Y por qué toca él la trompa? preguntó el muleto.

--Para significar que no quiere ya acercarse más al humo que hay
del lado de allá. _El de las dos colas_ es un grandísimo cobarde.
Entonces empujamos todos juntos el cañón grande... _¡Heya! ¡Hullah!
¡Heeyah! ¡Hullah!_ Lo que es _nosotros_ no nos encaramamos como
gatos ni corremos como terneros. Atravesamos la llanura, la tierra
nivelada, veinte parejas de frente, hasta que nos desuncen de nuevo, y,
entonces... á pacer, mientras los cañones grandes tienen la palabra, y
se la dirigen, á través del llano, á alguna ciudad de paredes de tapia,
las cuales van cayendo en grandes pedazos, y nubes de polvo se elevan
por el aire como al regresar de innumerables rebaños.

--¡Ah! ¿Y aquel es el momento que aprovecháis vosotros para pacer? dijo
el muleto.

--Aquel, ó cualquier otro. El comer siempre es agradable. Nosotros
vamos comiendo, hasta que nos uncen de nuevo, y arrastramos otra vez
el cañón hacia donde _El de las dos colas_ está esperándolo. Hay, á
veces, en la ciudad, cañones de grandes dimensiones que contestan á los
nuestros y matan á algunos de nosotros; pero así es más abundante el
pasto para los que quedan. Eso es cosa del Destino... Nada más que del
Destino. Pero sea como fuere, _El de las dos colas_ es un grandísimo
cobarde. Ese es el verdadero modo de combatir. Nosotros dos somos
hermanos, somos hijos de Hapur. Nuestro padre era uno de los bueyes
sagrados de Siva. Hemos dicho.

--¡Bueno! En verdad que algo he aprendido esta noche, afirmó el
caballo. ¿Y vosotros, caballeros de la batería de cañones de montaña,
también os sentís en disposición de comer cuando los cañones disparan
contra vosotros y tenéis á retaguardia al _de las dos colas_?

--Tan poco, casi, como pocas son las ganas que tenemos de echarnos y de
dejar que los hombres se tiendan sobre nosotros, ó bien de lanzarnos
sobre gentes que empuñan cuchillos. Jamás oí semejantes simplezas. El
borde de un precipicio en una montaña; una carga en que el peso esté
bien distribuído; un mozo de quien pueda uno estar seguro de que le
dejará ir por donde quiera... dénme eso y cuenten conmigo; pero lo que
es lo demás... no, dijo Billy pegando en el suelo una patada.

--Por supuesto, contestó el caballo, no todos somos de la misma pasta,
y bien adivino que á vuestra familia, por la línea paterna, debía de
costarle mucho el entender ciertas cosas.

--Dejad tranquila á mi familia y á su línea paterna dijo Billy
incomodado (porque no hay mulo al cual no le disguste el que le
recuerden que su padre era un asno). Fué mi padre un caballero del Sur,
y podía, si se le antojaba, derribar, morder, y reducir á piltrafas,
de puro darle de coces, á cualquier caballo que se le atravesara en el
camino. ¡Tenlo presente, gran _Brumby_!

Significa _Brumby_ un caballo salvaje, sin crianza. Imaginad lo que
sentiría el noble bruto, vencedor en las carreras, que se oyera tratar
de acémila por uno que arrastrara un carro, y tendréis idea de la
impresión que recibiría en aquel momento el caballo australiano. Ví
como el blanco de los ojos le brillaba en la sombra.

--Mira, hijo de un borrico traído de Málaga, exclamó, apretando los
dientes, voy á tener que enseñarte que yo desciendo por la línea
materna de Carbine, la que ganó la _copa de Melbourne_; y que en
mi tierra no estamos acostumbrados á dejarnos pisotear por un mulo,
que, si charla como un loro, tiene tanta cabeza como un cerdo, y
que no pertenece más que á una batería de cerbatanas para jugar los
chiquillos. ¡Ponte en guardia!

--¡Y tú en dos pies! chilló Billy.

Hiciéronlo así ambos, puestos frente á frente, y ya esperaba yo asistir
á una furiosa lucha, cuando, en medio de la obscuridad, y en dirección
hacia la derecha, oyóse una voz gutural y profunda que decía:

--Pero, hijos, y ¿por qué os peleáis ahora? Estaos quietos.

Bajaron las patas ambos animales con un ronquido de disgusto, porque no
hay caballo ni mulo alguno que pueda sufrir la voz del elefante.

--¡Es _El de las dos colas_! dijo el primero. ¡No puedo resistirlo!
¡Una cola á cada extremo! ¡Eso no es jugar limpio!

--Es lo que yo pienso, contestó Billy, apretándose contra el caballo
para sentirse más acompañado. En ciertas cosas nos parecemos bastante.

--Las habremos heredado de nuestras madres, dijo el caballo. ¡Vaya! No
vale la pena de que nos peleemos. ¡Eh, tú! _¡Dos colas!_ ¿Estás atado?

--Sí, contestó el interpelado con una risa que parecía írsele subiendo
trompa arriba. Estoy sujeto para toda la noche. Ya he oído lo que
habéis estado hablando. Pero no tengáis miedo: no voy á acercarme.

Los bueyes y el camello dijeron entonces, casi en alta voz:

--¡Tenerle miedo al _de las dos colas_! ¡Qué bobería!

Y los bueyes prosiguieron:

--Sentimos que lo hayas oído; pero es la verdad. Dínos, _Dos colas_,
¿por qué les temes á los cañones cuando disparan?

--Veréis... dijo _El de las dos colas_, frotando una de sus patas
traseras contra la otra, ni más ni menos que lo que suele hacer con las
piernas un chico que recita unos versos: no estoy muy seguro de que me
entendáis si os lo explico.

--No, no lo entenderemos; pero ello es que tenemos que arrastrar los
cañones, dijeron los bueyes.

--Sí, ya lo sé. Y también sé que sois mucho más valientes de lo que os
figuráis. Pero yo soy distinto. El capitán de mi batería me llamó, uno
de estos días, _anacronismo paquidermatoso_.

--Esto será otra nueva manera de combatir, supongo yo; dijo Billy que
empezaba á recobrar el uso de sus facultades.

--Tú no sabes lo que eso significa, por supuesto; pero yo sí. Significa
una cosa que está entre dos aguas, ó entre dos luces, indecisa, y
así estoy yo, precisamente. Yo veo claro dentro de mi cabeza lo que
ocurrirá cuando reviente una bomba, y vosotros, bueyes, no podéis verlo.

--Pues yo sí puedo, dijo el caballo. Por lo menos, en parte. Y hago
todo lo posible para no pensar en ello.

--Yo alcanzo á verlo mejor que tú, y ¡vaya si lo pienso!... Sé que hay
en mí un buen corpachón que cuidar, y sé también que nadie sabe cómo
curarme cuando estoy enfermo. Todo lo más que hacen es quitarle el
salario á mi cornaca hasta que vuelvo á estar bien, y lo que es en él
ninguna confianza puedo yo tener.

--¡Ah! contestó el caballo. Ahí está la clave de todo. Yo puedo fiarme
de Dick.

--Pues lo que es á mí, podrías ponerme encima todo un regimiento de
Dicks sin que me encontrara poco ni mucho mejor. Sé lo suficiente para
no hallarme muy á gusto, y no lo necesario para seguir adelante, á
pesar de todo.

--No lo entendemos, dijeron los bueyes.

--Ya sé que no. No es á vosotros á quienes me dirijo. Vosotros no
sabéis lo que es sangre.

--Pues lo sabemos. Es una cosa roja á la que chupa la tierra, y que
huele.

El caballo dió una coz, un salto y relinchó.

--No me habléis de eso, dijo. Me parece que la estoy oliendo ahora,
con sólo imaginármela. Me da ganas de correr... cuando no llevo á Dick
montado sobre mí.

--¡Pero si aquí no la hay! dijeron el camello y los bueyes. ¡No seas
tan tonto!

--¡Es vil cosa!... dijo Billy. Á mí no me da ganas de correr; pero no
quiero hablar de ella.

--¡Esa es la fija! exclamó _El de las dos colas_, moviendo la suya como
para explicar mejor sus palabras.

--Sí, sin duda. Pero los fijos somos nosotros que hemos estado aquí
toda la noche, dijeron los bueyes.

_El de las dos colas_ dió una patada en el suelo, haciendo resonar su
anillo de hierro.

--No os hablo á _vosotros_, dijo. No podéis ver lo que pasa dentro de
vuestra cabeza.

--No. No vemos más que lo que pasa fuera, y cuatro ojos tenemos para
ello. No vemos más que lo que está delante de nosotros.

--Si yo pudiera limitarme á hacer esto, no se os necesitaría á vosotros
para que arrastrarais los cañones de grandes dimensiones. Si fuera
como mi capitán (que ve las cosas en su cabeza antes de que empiece el
fuego, y tiembla todo él, pero sabe demasiado para que se le ocurra
la idea de escaparse), si yo fuera como él, entonces sí que podría
arrastrar los cañones. Pero á ser tan sabio, no estaría, tampoco, aquí.
Sería rey en la selva, como fuí en otro tiempo, durmiendo durante la
mitad del día, y bañándome siempre que se me antojara. Hace un mes que
no he podido bañarme á gusto.

--Muy bonito es todo eso, dijo Billy, pero el darle á las cosas
rimbombantes nombres no las mejora en lo más mínimo.

--¡Chitón! contestó el caballo. Yo creo que entiendo lo que quiere
decir _Dos colas_.

--Me entenderás de aquí á un instante, dijo este último de mal humor.
¡Á ver! ¿Quieres explicarme por qué á tí no te gusta esto?

Y comenzó entonces á hacer sonar furiosamente su trompa.

--¡Basta! ¡Basta! ¡Calla! exclamaron Billy y el caballo al mismo tiempo.

Yo oí como pateaban y temblaban, porque el trompeteo de un elefante es
siempre desagradable, y sobre todo de noche.

--¡No quiero callar! dijo _El de las dos colas_. ¿Me haréis ahora el
favor de explicarme esto? _¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah!_ Paróse,
luego, de pronto, y pude yo oir en medio de la obscuridad algo que se
quejaba, algo que pronto adiviné ser Vixen, que me había hallado, al
fin. Sabía ella, tan bien como yo, que á nada teme tanto un elefante
como á un perrito que ladra; por lo cual se paró, para molestar al
_de las dos colas_, en el sitio donde estaba atado, y allí se estuvo
ladrando entre sus enormes pies. _Dos colas_ se agitó, queriendo huir,
y comenzó á chillar.

--¡Márchate, perro! exclamó. No me vengas á oler los zancajos si no
quieres recibir una patada. ¡Perrito bueno... perrito mono! ¡Vete!
¡Anda á tu casa, maldito animal que no para de ladrar! Pero ¿por qué no
lo apartan de ahí? ¡Va á acabar por morderme!

--Paréceme, dijo Billy dirigiéndose al caballo, que nuestro amigo _Dos
colas_ tiene miedo de infinidad de cosas. Si á mí me dieran un buen
pienso por cada perro que he lanzado, de una coz, al otro lado del
campo de maniobras, estaría casi tan gordo como _Dos colas_.

Dí un silbido, y Vixen vino corriendo hacia mí, llena de barro toda
ella, me lamió la nariz y contóme un larguísimo relato de sus aventuras
en el campamento, mientras iba en mi busca. Nunca le había dicho que
entendiera el lenguaje de los animales, porque, de lo contrario, se
habría tomado conmigo toda clase de libertades. Así, pues, me contenté
con ponérmela sobre el pecho, abotonando por encima de ella mi
sobretodo, y _El de las colas_ se movió cuanto quiso, pateó y gruñó,
solo ya.

--¡Cosa más rara! dijo. ¡Es extraordinario! Viene ya de familia. Pero
¡á ver! ¿dónde se ha metido ahora aquel diablo de animalejo?

Oíle que iba tanteando con la trompa.

--De uno ú otro modo, todos parecemos tener algún punto flaco,
prosiguió, soplando para limpiarse la nariz. Ustedes, caballeros, se
alarmaron un poco, me parece, cuando oyeron el sonido de mi trompa
¿verdad?

--Alarmarnos, precisamente, no; pero á mí me causó la impresión de que
me picaban algunos tábanos en el sitio en que otras veces llevo la
silla. No vuelvas á empezar.

--Á mí me da miedo un perrito, y al camello que ahí está le asustan las
pesadillas que tiene por la noche.

--¡Fortuna que no tenemos que combatir todos del mismo modo! dijo el
caballo.

--Lo que yo quisiera saber, observó el mulo, que había estado callado
durante largo tiempo, lo que yo quisiera saber es por qué tenemos que
combatir, sea del modo que fuere.

--Porque nos lo mandan, dijo el caballo con un ronquido de desprecio.

--Una orden que nos dan, añadió el mulo. Y rechinó los dientes al
decirlo.

--_¡Hukm hai!_ (es una orden), dijo el camello con un ruido gutural, y
_Dos colas_ y los bueyes repitieron _¡Hukm hai!_

--Sí; pero ¿quién es que da las órdenes, dijo, entonces, el muleto, el
recluta.

--El hombre que va á tu lado... ó se te sienta encima... ó sostiene
la cuerda que te atan á la nariz... ó te retuerce la cola... dijeron,
sucesivamente, Billy, el caballo, el camello y los bueyes.

--Pero ¿quién les da á ellos las órdenes?

--Eso es querer saber demasiado, joven, dijo Billy, y es exponerse á
recibir una coz. Tú no has de hacer más que obedecer al hombre que te
guía, y no meterte á preguntar nada.

--Tiene razón, dijo _El de las dos colas_. Yo no siempre puedo
obedecer, porque estoy como entre la espada y la pared; pero ello es
que Billy tiene razón. Obedece al hombre que tienes al lado y que te da
la orden, ó, de lo contrario, toda la batería tendrá que pararse por tu
culpa; esto sin contar la paliza que te llevarás.

Levantáronse los bueyes para marcharse.

--La mañana se acerca, dijeron. Nos volvemos á nuestros puestos. Es
cierto que nosotros no vemos más que con los ojos, y que no nos pasamos
de listos; pero, así y todo, somos, esta noche, los únicos que no hemos
tenido miedo. ¡Buenas noches, valientes!

Nadie contestó, y el caballo dijo, entonces, para mudar de conversación:

--¿Dónde está el perrito aquel? Un perro significa siempre que no anda
lejos un hombre.

--Aquí estoy, ladró Vixen... bajo la cureña, con mi amo. ¡Como tú,
camello, gran bestia, atolondrado, fuíste y nos echaste á rodar la
tienda!... Mi amo está muy incomodado contigo.

--¡Psché! dijeron los bueyes. ¡Debe de ser un blanco!

--Por supuesto que sí. Pues ¿qué os figuráis? ¿Que á mí me cuida algún
boyero negro?

--_¡Huah! ¡Ouach! ¡Ug!_ dijeron los bueyes. Vámonos pronto.

Lanzáronse por entre el barro, y con tan poco acierto que, sin saber
como, metieron por el yugo que llevaban la lanza de un carro de
municiones y se quedaron allí cogidos.

--Os habéis lucido, dijo con gran calma Billy. No forcejéis. Aquí os
toca estar hasta que se haga de día. Pero ¿qué diablos os pasa ahora?

Lanzaron los bueyes aquellos largos y silbantes ronquidos que suele dar
el ganado en India, y empujáronse, chocaron uno contra otro, dieron
vueltas, patearon, resbalaron, y casi cayeron en el barro, gruñendo con
salvaje furia.

--Mirad que vais á romperos el pescuezo, dijo el caballo. ¿Qué tenéis
con los hombres blancos? Yo vivo con ellos.

--¡Se... nos... comen! ¡Tira! ¡Tira! contestó el buey que más cerca
estaba. Saltó á pedazos el yugo, y ellos marcháronse juntos, andando
pesadamente.

Hasta entonces no supe por qué el ganado indio le teme tanto á los
ingleses: nosotros comemos buey, (cosa á la que nunca toca allí un
boyero), y, por supuesto, al ganado no le gusta eso.

--Que me azoten con las mismas cadenas de mi basto si podía yo pensar
que dos enormes pedazos de carne como ésos iban á perder la cabeza de
tal modo, dijo Billy.

--No importa. Yo voy á ver á ese hombre. Sé que la mayor parte de los
blancos llevan cosas en los bolsillos.

--Pues entonces te dejo. No soy muy aficionado á ellos. Por otra parte,
hombres blancos que no tengan un sitio en que dormir es casi seguro
que serán ladrones, y yo llevo encima una parte, bastante regular, de
propiedad del Gobierno. Ven, muchacho: vámonos á nuestros puestos.
¡Buenas noches, Australia! Supongo que nos encontraremos mañana en
la parada. ¡Buenas noches, costal de paja, y procura dominar un poco
tus impresiones! ¿eh? ¡Buenas noches, _Dos colas_! Si nos encontramos
mañana en el campo de maniobras no vayas á hacer sonar la trompa. Nos
desbaratarías todas las filas.

Marchóse Billy, el mulo, renqueando un poco y balanceándose con el
aire de un veterano, mientras la cabeza del caballo venía á oliscar
en mi pecho. Dile bizcochos, y Vixen, que es una de las perritas más
vanidosas que he visto, le contó infinidad de mentiras sobre las
docenas de caballos que entre ella y yo poseíamos.

--Mañana iré á ver la parada en mi carruaje, en mi _dog-cart_, dijo.
¿Dónde estaréis?

--Á la izquierda del segundo escuadrón. Yo marco el paso para toda mi
compañía, damisela, dijo él muy cortesmente. Pero tengo que volver á
donde está Dick. Mi cola está hecha una lástima de barro, y lo menos,
trabajando mucho, necesitará él dos horas para ponerme en disposición
de ir á la parada.

Ésta, la gran parada de treinta mil hombres, verificóse aquella tarde,
y en ella Vixen y yo ocupamos excelente sitio, junto al Virrey y el
Emir del Afganistán, el cual llevaba su alto y enorme gorro negro de
astracán con la gran estrella de diamantes en el centro. Todo sol fué
la primera parte de la revista. Los regimientos fueron desfilando como
oleadas de piernas que se movieran todas á la vez, y como multitud de
fusiles puestos en línea, hasta que, al fin, los ojos se nos iban ya
al mirarlos. Entonces llegó la caballería, al compás de la hermosa
música para medio galope llamada _Bonnie Dundee_, y Vixen enderezó una
de sus orejas, allá en el sitio del _dog-cart_ en que iba sentada. El
segundo escuadrón de lanceros pasó rápidamente, y allí estaba nuestro
caballo, con la cola como seda acabada de hilar; la cabeza inclinada
sobre el pecho; una oreja hacia delante y otra hacia atrás; marcando el
compás para todo el escuadrón; moviendo las piernas con tanta suavidad
como se mueven las notas de un vals. Vinieron, luego, los cañones de
grandes dimensiones, y ví al _de las dos colas_, y á dos elefantes más,
enganchados en fila á un cañón de sitio de los de cuarenta, mientras
veinte parejas de bueyes caminaban detrás. La séptima pareja llevaba un
yugo nuevo, y parecía estar cansada, moverse con cierta dificultad. Al
fin venían los cañones de montaña, y Billy, el mulo, iba como si fuera
él quien tuviera el mando de todas las tropas, llevando los arreos tan
limpios y relucientes, gracias á una capa de aceite, que despedían luz.
En mi interior llegué yo á vitorear á Billy, el mulo; pero él no se
dignó mirar á derecha ni á izquierda.

Comenzó á llover de nuevo, y, durante algún tiempo, la neblina impidió
ver lo que las tropas hacían. Habían formado un gran semicírculo en la
llanura, y se desplegaban, luego, en línea recta. Fué creciendo ésta,
creciendo, creciendo, hasta que llegó á ocupar cerca de un cuarto
de legua desde una á otra ala, formando como sólido muro de hombres,
caballos y cañones. Dirigióse, entonces, hacia el Virrey y el Emir, y,
al estar cerca, la tierra empezó á temblar como la cubierta de un vapor
que va á toda máquina.

Á no haberlo visto allí mismo, no podréis nunca formaros idea del
pavoroso efecto que causa ese firme avance de tropas hacia los
espectadores, aún cuando saben éstos que aquello no es más que una
parada. Miré al Emir. Hasta entonces no había dado muestras de
sentir el menor asombro, ni nada; pero, en aquel instante, sus ojos
comenzaron á agrandarse, más y más cada vez, y, echando mano á las
riendas de su caballo, miró hacia atrás. Pareció, por un momento, que
iba á desenvainar el sable y á abrirse paso por entre los ingleses é
inglesas que ocupaban los carruajes colocados detrás de él. Luego,
el avance paró de pronto; la tierra quedó quieta; la línea entera
saludó; y treinta bandas de música rompieron á tocar. Era esto el final
de la revista, y los regimientos volviéronse, bajo la lluvia, á sus
campamentos, mientras una banda de infantería tocaba:

    De dos en dos los animales
              ¡Hurra!
    de dos en dos iban marchando,
    así elefantes como mulas...
    ¡y se metieron en el Arca
    para guardarse de la lluvia!

Entonces oí como uno de los jefes asiáticos, de larga y entrecana
cabellera, que había venido junto con el Emir, hacía algunas preguntas
á un oficial indígena.

--Ahora, dijo, explicadme por qué medios ha podido llevarse á cabo tan
sorprendente cosa.

Y contestó el oficial:

--Dióse una orden, y la obedecieron.

--Pero ¿es que tanto saben los animales como los hombres? dijo el jefe.

--Ellos obedecen, del mismo modo que los hombres. El mulo, el caballo,
el elefante, el buey, obedecen al que los guía, y éste á su sargento,
y el sargento al teniente, y el teniente al capitán, y el capitán al
_mayor_[13], y el _mayor_ al coronel, y el coronel al brigadier al
mando de tres regimientos, y el brigadier al general, el cual, por su
parte, obedece al Virrey, que es servidor de la Emperatriz. Así es como
se hace esto.

--¡Ojalá sucediera lo mismo en el Afganistán! dijo el jefe, porque lo
que es allí no obedecemos á nadie más que á nuestra propia voluntad.

--Y por esta razón, dijo el oficial indígena retorciéndose el bigote,
vuestro Emir, al cual no obedecéis, tiene que venir aquí y recibir
órdenes de nuestro Virrey.

[Ilustración]


    =Canción de los animales del campamento al reunirse en la parada=

                Los elefantes que arrastran los cañones

    Un Hércules hicimos de Alejandro
    con nuestra habilidad, con nuestra fuerza;
    desde entonces, al yugo sometidos,
    no levantamos, libres, la cabeza.
    ¡Paso! ¡Dejadles paso á los cañones,
    á los grandes cañones de cuarenta!


                              Los bueyes

    Esos héroes de arreos ostentosos
    ante una bala de cañón ¡bien tiemblan!
    ¡Son demasiado sabios! Á nosotros
    nos toca entrar entonces en escena...
    ¡Paso! ¡Dejad que pasen las diez yuntas
    de los grandes cañones de cuarenta!


                             Los caballos

    ¡Por la señal que el hierro nos dejara
    que la marcha mejor es esta nuestra,
    la de húsares, dragones y lanceros,
    la de _Bonnie Dundee_, que tan bien suena!

    Dadnos pienso, domadnos y pulidnos,
    dadnos buenos ginetes y ancha tierra,
    tocad _Bonnie Dundee_... y allá volando
    van nuestros escuadrones en hileras.


                 Los mulos de las baterías de montaña

    Al ir subiendo montaña arriba
    por el atajo lleno de piedras
    bien forcejeamos; pero ¡no importa!
    ¡Subir! ¡Qué gozo! ¡Nos sobran piernas!

    Bendito, entonces, cada sargento
    que á gusto y solos marchar nos deja,
    maldito el torpe que no ha sabido
    la carga atarnos, que á un lado cuelga.

    Porque nosotros por las montañas
    mejor subimos que otro cualquiera:
    las altas cumbres ¡oh! ¡qué delicia!
    para ganarlas nos sobran piernas.


                             Los camellos

    Nosotros no tenemos
    canción que llamar nuestra
    podamos y en la marcha
    á reanimarnos venga,
    mas hacen nuestros cuellos
    de trompas y ¡bien suenan!
    ¡Ra-ta-ta-ta-! Marchando
    nuestra canción es ésta:

    ¡Sí! ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡No quiero!
    ¡Sí! ¡No! No puedo ¡ea!
    Que toda nuestra fila
    repítalo con fuerza.

    Cayó de uno la carga
    (¡así la mía fuera!)
    Parémonos gritando:
    _¡Urr! ¡Yarr!_... Á alguien golpean.


                       Todos los animales juntos

    Los hijos del campamento
    somos todos: los que llevan
    el yugo, basto ó arreos,
    los que ante la aijada tiemblan.

    ¡Mirad sobre la llanura
    nuestra fila que semeja
    una maniota doblada
    que barre el suelo en que rueda!

    Entre tanto, polvorientos,
    callados, á nuestra vera
    van los hombres... y no hay nadie
    que por qué marchamos sepa.

    Los hijos del campamento
    somos todos: los que llevan
    el yugo, basto ó arreos,
    los que ante la aijada tiemblan.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[12] En países generalmente llanos, como Inglaterra, el lector no está
tan acostumbrado como nosotros á ver cañones de montaña.--N. DEL T.

[13] Cargo del ejército inglés, inferior al de teniente coronel, pero
superior al de capitán. N. del T.


                             [Ilustración]



                         DE CÓMO VINO EL MIEDO

                              Seco el arroyo, la laguna seca,
                                  tú y yo somos hermanos;
                              confundidos nos ven estas orillas,
                              febril la boca, polvoriento el flanco,
                                  sin pensar en la caza,
                              y por igual temor paralizados.

                              Junto á su madre, el cervatillo puede
                              tímido ver al lobo demacrado;
                                  sin miedo, los colmillos
                              que á su padre mataron mira el gamo.

                              Secos los charcos, los arroyos secos,
                                  tú y yo somos hermanos,
                              hasta que alguna nube á romper venga
                              la gran «tregua del agua» que observamos,
                                  y nos mande la lluvia
                              y con ella la caza, nuestro encanto.


La Ley de la Selva (que es la más antigua ley del mundo) ha previsto
casi todos los casos que á su Pueblo pudieran presentarse, de tal
suerte que constituye hoy un código tan cercano á la perfección como
el tiempo y la costumbre pueden llegar á hacerlo. Si habéis leído las
anteriores narraciones relativas á Mowgli, recordaréis que pasó éste
gran parte de su vida en la manada de lobos de Seeonee, aprendiendo
la Ley con Baloo, el oso pardo; y el mismo Baloo fué quien le dijo,
cuando el muchacho empezó á impacientarse con tanto recibir órdenes
constantemente, que la Ley era como la Enredadera Gigante, porque
alcanza á todas las espaldas, y no hay una que pueda escaparse de que
sobre ella caiga.

--Cuando hayas vivido tanto como yo, Hermanito, verás que toda la Selva
obedece, cuando menos, á una Ley, dijo Baloo. Y no te parecerá esto muy
agradable, añadió.

Entróle esta conversación al chico por un oído y le salió por el otro,
porque al muchacho que pasa su vida entre comer y dormir pocos cuidados
le inspiran todas las demás cosas, hasta que llega la hora de tener que
mirarlas cara á cara. Pero hubo un año en que resultó que las palabras
de Baloo eran exactísimas: entonces pudo ver Mowgli á toda la Selva
bajo el poder de la Ley.

Comenzó á ocurrir esto cuando las lluvias del invierno faltaron casi
por completo, y cuando Ikki, el puerco espín, hallando á Mowgli entre
unos bambúes, le dijo que las batatas silvestres se secaban. Ahora
bien: todo el mundo sabe que Ikki es lo más ridículamente escrupuloso
que darse pueda en punto á escoger lo que come, y sólo elige las cosas
mejores y más en sazón. Así, pues, Mowgli se rió y le dijo:

--¿Á mí qué me importa de eso?

--_Por ahora_, no mucho, contestó Ikki, haciendo sonar sus púas muy
estirado y violento; pero lo que es más tarde, veremos. ¿Sigues aún
dando chapuzones en la laguna que hay en la roca, allá en las Peñas de
las Abejas, Hermanito?

--No. El agua es tan tonta que se va marchando, y no tengo ganas de
romperme la cabeza, dijo Mowgli, que en aquella época creía saber
tanto como cinco juntos de cuantos formaban el Pueblo de la Selva.

--Pues todo eso te pierdes. Si te la rompieras un poco, quizá por la
abertura te entraría algo de juicio.

Echó á correr Ikki, bajando la cabeza para que Mowgli no le estirara
las cerdas del hocico, y el muchacho le contó luego á Baloo lo que
aquél había dicho. Púsose el oso muy serio, y murmuró entre dientes:

--Si estuviera solo cambiaría ahora de cazadero, antes de que
empezaran los demás á cavilar. Sin embargo, el cazar en país forastero
acaba siempre en lucha, y bien podría ser que le hicieran daño al
Hombre-cachorro. Hay que esperar y ver cómo florece el _mohwa_.

Aquella primavera, el árbol de _mohwa_, al que tanto cariño tenía
Baloo, no floreció. Los verdosos, lácteos capullos, semejantes á la
cera, murieron antes de nacer, á consecuencia del calor, y sólo algunos
mal olientes pétalos cayeron cuando él sacudió el árbol, puesto en dos
patas contra el tronco. Luego, el incesante calor fué entrando, pulgada
á pulgada, en el corazón de la Selva, volviéndolo todo amarillo,
primero, de color de tierra, después, y, por fin, negro. La maleza que
crecía á los lados de los torrentes fué secándose hasta convertirse en
algo semejante á rotos alambres, y en enroscadas fibras de una materia
muerta; las escondidas lagunas fueron perdiendo gradualmente el agua
y se quedaron llenas de barro, conservando en los bordes hasta la más
leve huella, como si hubiera sido vaciada en un molde de hierro; las
enredaderas de jugoso tronco cayeron de los árboles desde los cuales
colgaban, y se murieron al pie de ellos; los bambúes se secaron,
produciendo agudo ruido cuando el viento caliente soplaba; y el musgo
comenzó á morirse, dejando desnudas las rocas, hasta en el corazón
de la Selva, tanto que quedaron peladas y ardientes como los azules
guijarros que centelleaban en los cauces.

Desde los comienzos del año los pájaros y los monos emigraron hacia el
Norte, porque sabían lo que iba á venir; y el ciervo y el jabalí se
internaron por entre los muertos campos de los aldeanos, muriéndose
ellos también, algunas veces, á la vista de los hombres, que se
hallaban demasiado débiles para matarlos. Chil, el milano, quedóse, y
con ello tuvo ocasión de engordarse, porque hubo carroña para él en
abundancia, y cada tarde les llevaba la noticia á las fieras, cuya
postración impedía que buscaran nuevos cazaderos, de que el sol estaba
matando á toda la Selva en una extensión de tres días de estar volando,
desde allí, en todas direcciones.

Mowgli, que nunca había sabido lo que significaba el tener hambre de
veras, tuvo que echar mano de miel vieja, de tres años, raspada de
abandonadas colmenas hechas en la roca... miel negra como la endrina
y espolvoreada toda ella con azúcar seco. Dedicóse también á cazar
gusanillos de los que taladran la corteza de los árboles, y les robó no
pocas veces á las avispas sus avisperos. Toda la caza que había en la
Selva no era más que piel y huesos, y Bagheera mataba tres veces en una
sola noche sin llegar á obtener apenas lo que necesitaba para saciar su
apetito. Pero lo peor de todo era la falta de agua, porque aunque el
Pueblo de la Selva bebe raras veces, ha de beber, sin embargo, en gran
cantidad cada vez.

Y el calor fué siguiendo, y secó toda humedad, hasta que, al fin,
el álveo del rio Wainganga fué el único sitio por donde pasara un
hilillo de agua entre las muertas márgenes; y cuando Hathi, el
elefante salvaje, que puede vivir hasta cien años ó más, vió un largo,
descarnado y azul banco de piedra asomar, completamente seco, en el
centro mismo de la corriente, comprendió que aparecía ante su vista la
Peña de la Paz, y, de cuando en cuando, levantó la trompa y proclamó
la Tregua del Agua, como su padre la había proclamado antes que él,
cincuenta años atrás. El ciervo, el jabalí y el búfalo hicieron
coro con ronca voz; y Chil, el milano, voló en todas direcciones,
describiendo círculos, silbando y chillando, para extender la noticia.

Según la Ley de la Selva, se castiga con pena de muerte al que mata en
los sitios destinados á beber, desde el momento en que la Tregua del
Agua ha sido proclamada. La razón que para esto hay es que el beber
es antes que el comer. Cualquiera puede ir pasando en la Selva, más
ó menos bien, cuando sólo es la caza lo que escasea; pero el agua es
el agua, y cuando no hay más que un manantial donde pueda obtenerse,
toda caza queda suspendida, mientras el Pueblo de la Selva tenga que
ir allí por necesidad. En las estaciones buenas, cuando el agua era
abundante, los que iban á beber al río Wainganga (ó á cualquier otro
sitio, que para el caso era lo mismo), lo verificaban arriesgando la
vida, y este riesgo contribuía, en no pequeña parte, al atractivo de
las excursiones nocturnas. Moverse con tal habilidad que ni una hoja
temblara al paso; cruzar á vado, hundiéndose hasta la rodilla, en los
sitios en que el agua es baja y cuyo ruido apaga todo otro rumor;
beber, mirando hacia atrás por encima de un hombro, con cada músculo
pronto para dar el primer desesperado salto de loco terror; revolcarse
sobre la arena de la orilla y regresar después, con el hocico húmedo y
bien repleto el vientre, á la manada que os admira... todo eso, para el
gamo joven y dotado de buenos cuernos, era cosa deliciosa, precisamente
porque todos sabían que, cuando menos pensaran, Bagheera ó Shere
Khan se lanzarían, acaso, sobre ellos y les quitarían la vida. Pero,
ahora, todo ese juego, que podía ser mortal, había terminado: el Pueblo
de la Selva llegaba, hambriento y triste, al río cuyo cauce parecía
haberse encogido, y el tigre, el oso, el ciervo, el búfalo, el jabalí,
todos juntos, bebían en las sucias aguas y se quedaban allí mismo, sin
fuerzas para moverse.

Yendo de un lado á otro habían estado todo el día, en busca de algo
mejor que cortezas secas y hojas muertas, el ciervo y el jabalí.
Los búfalos no hallaron ni lodazales en que refrescarse, ni verdes
sembrados en que entrar á saco. Abandonaron la Selva las serpientes
y descendieron al río, con la esperanza de encontrar allí alguna
rana perdida. Enroscábanse en torno de alguna piedra húmeda, y ni
hacían frente al jabalí cuando el hocico de éste iba á sacarlas de su
sitio. Las tortugas de río, tiempo hacía que habían sido exterminadas
por Bagheera, cazadora habilísima, y los peces se habían enterrado
profundamente ellos mismos en el seco barro. Sólo la Peña de la Paz se
extendía á través del agua poco profunda, como si fuera larga sierpe,
y las leves, fatigadas ondulaciones de la corriente, silbaban al dar
contra sus cálidos costados y evaporarse.

Allí iba cada noche Mowgli en busca de fresco y de compañía. El
más hambriento de todos sus enemigos apenas hubiera hecho caso,
entonces, del muchacho. Su desnuda piel le hacía parecer aun más
flaco y miserable que ninguno de sus compañeros. El cabello habíasele
descolorido, con el sol, hasta parecer estopa; destacábansele las
costillas como si fueran los mimbres de un cesto, y los bultos que le
habían crecido en las rodillas y en los codos, por la costumbre de
arrastrarlos por el suelo caminando á gatas, daban á sus reducidos
miembros el aspecto de manojos de yerbas trenzadas. Pero, bajo aquella
melena enredada y como entretejida, veíanse unos ojos fríos, reposados,
porque Bagheera, que era su consejera en aquellos tristes días, le
advirtió que anduviera calmosamente, cazara despacio, y nunca, por
ningún motivo, se incomodara.

--Malos tiempos son éstos, dijo la pantera negra una noche en que el
calor era como el de un horno; pero ya pasarán, si no nos morimos
antes. ¿Te has llenado el estómago, hombrecito?

--Algo metí en él; pero no me aprovecha. ¿No te parece, Bagheera, que
las lluvias se han olvidado de nosotros y que no volverán ya más?

--¡No! Aún veremos florecer el _mohwa_, y engordarse los cervatos con
la yerba fresca. Vente á la Peña de la Paz á saber noticias. Súbete á
mi espalda, Hermanito.

--No es ésta época de cargar pesos. Aún puedo tenerme en pie sin que me
ayuden; pero la verdad es que ni tú ni yo nos parecemos, por lo gordos,
á los bueyes bien cebados.

--Miróse Bagheera los costados, verdaderos harapos cubiertos de polvo,
y murmuró:

--Ayer noche maté un buey uncido al yugo. Tan pocas fuerzas me quedaban
que creo que no me hubiera atrevido á saltarle encima si le hubiese
visto en libertad. _¡Wou!_

Mowgli se rió y dijo:

--Sí, buen par de cazadores estamos ahora tú y yo. Yo soy audacísimo
para comer gusanillos. Y ambos se fueron, á través de la crujiente
maleza, hacia la orilla del río, junto á la labor de encaje que
formaban los montones de arena que, por todos lados, habían salido de
él.

--El agua no puede ya durar mucho, dijo Baloo juntándose á ellos. Mirad
hacia allá. Al otro lado se ven hileras de huellas que se parecen á
los caminos que trazan los hombres.

Sobre el llano que se extendía á la orilla opuesta, la yerba, erguida,
se había muerto, y quedaba como momificada. Las trilladas pistas del
ciervo y del jabalí, todas en dirección del río, habían rayado la
descolorida llanura con polvorientas ramblas, abiertas en la yerba de
tres metros de altura, y, á pesar de ser temprano, cada larga avenida
estaba ya llena de los que se apresuraban á ser los primeros en llegar
al agua. Podía oirse á las hembras de los gamos y á los cervatos
tosiendo, á consecuencia del polvo, del mismo modo que si éste fuera
rapé.

Río arriba, en la curva que formaba el agua perezosa alrededor de la
Peña de la Paz, y convertido en Guardián de la Tregua del Agua, estaba
Hathi, el elefante salvaje, con sus hijos, demacrados, de color gris,
balanceando el cuerpo á la luz de la luna... siempre balanceándolo.
Algo más abajo estaba la vanguardia de los ciervos; descendiendo más
aun, los jabalíes y los búfalos salvajes; y en la orilla opuesta,
donde los árboles llegaban hasta tocar el agua, estaba el sitio aparte
destinado á los carnívoros: el tigre, los lobos, la pantera, el oso, y
los demás.

--En verdad que estamos bajo el peso de una sola Ley, dijo Bagheera,
vadeando la corriente y mirando hacia las filas de cuernos, que
chocaban unos con otros, y á los inquietos ojos que se veían en el
lugar donde ciervos y jabalíes se empujaban. ¡Buena suerte á todos
los de mi sangre, añadió, tendiéndose cuan larga era, con uno de sus
costados fuera del agua, y luego entre dientes:

--¡Buena suerte sería la del que pudiera cazar aquí, á no ser por eso
que se llama la Ley!

Al oído finísimo de los ciervos no se escaparon las últimas palabras,
y rumor de azoramiento corrió á lo largo de las filas.

--¡La Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! exclamaron.

--¡Orden, orden! dijo con voz gutural Hathi, el elefante salvaje. La
Tregua subsiste, Bagheera. No es ésta ocasión de hablar de caza.

--Nadie lo sabe mejor que yo, contestó Bagheera, dirigiendo sus miradas
río arriba. No devoro más que tortugas... no soy más que una pescadora
de ranas. _¡Ñaayah!_ ¡Quisiera poder alimentarme únicamente de ramas!

--También nosotros quisiéramos que lo hicieras, y mucho que nos
gustaría, dijo, balando, un cervato nacido aquella misma primavera, y
al cual Bagheera no le caía en gracia. Por muy abatido que estuviera el
Pueblo de la Selva, nadie, ni aun el mismo Hathi, pudo menos de reirse
con disimulo, mientras Mowgli, echado de codos sobre el agua, que
estaba caliente, soltaba la carcajada y golpeaba la espuma con los pies.

--¡Bien has hablado, cornamenta en capullo! murmuró Bagheera. Cuando
haya terminado la Tregua se te tendrá esto en cuenta.

Y le clavó los ojos, á través de las sombras, para tener la seguridad
de reconocer al cervato.

Poco á poco la conversación se fué generalizando por todos lados en los
sitios destinados á beber. Podía oirse al quisquilloso jabalí pedir
con sus sordos ronquidos que le dejaran mayor espacio; á los búfalos
gruñendo entre ellos, al andar al sesgo por los bancos de arena; á los
ciervos contando lastimosos cuentos de sus largas y fatigosas caminatas
en busca de comida. De cuando en cuando, dirigían alguna pregunta, en
demanda de noticias, á los carnívoros que estaban al otro lado del río;
pero las noticias eran siempre malas, y el bramador viento caliente
de la Selva iba y venía por entre las rocas y las zumbantes ramas,
esparciendo pedazos de las más jóvenes y polvo por encima del agua.

--También los hombres se mueren junto á sus arados, dijo un _sambhur_
joven. Yo he encontrado á tres, entre la hora del crepúsculo y la
noche. Estaban tendidos, completamente quietos, y sus bueyes con ellos,
á su lado. Así estaremos nosotros, bien quietos y tendidos, dentro de
poco.

--El río ha bajado desde ayer noche, dijo Baloo. Hathi ¿has visto nunca
sequía como ésta?

--Ya pasará, ya pasará, contestó Hathi, lanzando agua al aire para que
le cayera sobre la espalda y costados.

--Tenemos aquí alguien que no podrá resistir mucho tiempo, observó
Baloo, y al decirlo miró en dirección del muchacho á quien tanto quería.

--¿Quién? ¿Yo? dijo indignado Mowgli, sentándose sobre el agua. Yo no
tengo largo pelo con que cubrir mis huesos; pero... pero ¿y si se te
quitara á tí la piel, Baloo?

Hathi tembló nada más que de pensarlo, y Baloo dijo con aire severo:

--Hombrecito, eso no está bien que se lo digas á un Maestro de la Ley.
_Nunca_ me ha visto nadie sin piel.

--Bien, yo no quise decir nada malo, Baloo; sino únicamente que tú
eres, por decirlo así, como un coco con cáscara, y yo soy como uno que
no la tuviera. Ahora bien, esa cáscara parda que tú tienes...

Estaba Mowgli sentado con las piernas cruzadas, razonando, como
de costumbre, con el índice levantado, cuando, de pronto, alargó
suavemente Bagheera una pata, y lo tiró de espaldas en el agua.

--Vamos de mal en peor, dijo la pantera negra al levantarse el
muchacho farfullando algunas palabras. Primero, que hay que quitarle la
piel á Baloo; luego, que es un coco... Pues mira, cuida que no haga él
lo que hacen los cocos maduros.

--Y ¿qué es eso? preguntó Mowgli, á quien por un momento cogió
distraído la advertencia y no la comprendió, aunque era uno de los más
hábiles adivinadores de la Selva.

--Romperte la cabeza, contestó suavemente Bagheera, dándole otro
empujón.

--No está bien que bromees á costa de tu maestro, dijo el oso, á la
tercera vez de ir á parar Mowgli bajo el agua.

--¡No está bien! Pues ¿qué quisieras? Esa cosa desnuda, que anda
corriendo siempre de aquí para allá, bromea, como los monos, con los
que un tiempo fueron buenos cazadores, y nos tira de los bigotes, por
juego, á los mejores de entre nosotros.

Quien así hablaba era Shere Khan, el tigre cojo, que descendía hacia
el agua. Quedóse plantado un momento para disfrutar con la impresión
que su vista producía á los ciervos al otro lado del río, y, luego,
dejó caer la cuadrada cabeza llena de arrugas, comenzó á beber á
lengüetadas, y refunfuñó:

--La Selva se ha convertido ahora en criadero de cachorros desnudos.
¡Mírame, hombrecito!

Miró Mowgli, clavó los ojos, mejor dicho, con el aire más insolente
que le fué posible, y, al cabo de un instante, Shere Khan volvióse con
visible malestar.

--¡Hombrecito por aquí... hombrecito por allá!... rugió sordamente,
mientras seguía bebiendo. ¡Ea! El cachorro ese no es ni hombre ni
cachorro, porque, de lo contrario, hubiera tenido miedo. En la estación
próxima tendré yo que pedirle permiso para que me deje beber. _¡Augr!_

--Bien podría ser que ocurriera esto, dijo Bagheera mirándole fijamente
en los ojos. Bien podría ser. ¡Fú! ¡Shere Khan! ¿Qué abominable cosa es
ésa que ahí nos traes?

Había el tigre cojo hundido la barba y la quijada en el agua, y
oscuras, oleosas rayas flotaban, á partir de donde él bebía, siguiendo
corriente abajo.

--¡Un hombre! dijo fríamente Shere Khan. Hace una hora que maté á un
hombre.

Y siguió murmurando y rugiendo entre dientes.

Toda la fila de animales se estremeció, moviéndose presa de agitación,
y por ella comenzó á correr un murmullo que, al fin, se convirtió en
grito:

--¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Ha matado á un hombre!

Entonces, miraron todos hacia Hathi, el elefante salvaje; pero él
parecía, en aquel momento, no oir. Nunca hace nada Hathi hasta que
llega la hora, y ésta es una de las razones de que su vida sea tan
larga.

--¡Matar á un hombre en esta estación! ¿Es que no tenías otra caza á
mano? exclamó Bagheera, saliendo del agua teñida de rojo y sacudiéndose
cada pata, como un gato, al salir.

--Maté por gusto, no porque necesitara carne.

Comenzó nuevamente el murmullo de horror, y el vigilante ojillo blanco
de Hathi miró en dirección de Shere Khan.

--Por gusto, repitió lentamente Shere Khan. Y ahora vengo á beber y á
limpiarme. ¿Hay alguien que se oponga á ello?

La espalda de Bagheera comenzó á encorvarse como un bambú cuando sopla
fuerte viento; pero Hathi levantó la trompa y habló con calma.

--¿Has matado por gusto? preguntó. Y, cuando Hathi pregunta algo, lo
mejor que puede hacerse es contestarle.

--Eso es. Tenía derecho á hacerlo, porque esta noche es _mía_. Tú lo
sabes, Hathi.

Shere Khan hablaba casi cortesmente.

--Sí, ya sé, contestó Hathi. Y, después de breve silencio, añadió:

--¿Has bebido todo lo que necesitabas?

--Por esta noche sí.

--Pues, márchate. El río es para beber, y no para ensuciarlo. Nadie más
que el Tigre Cojo hubiera hecho gala de su derecho en esta estación en
que... en que sufrimos todos... tanto los hombres como el Pueblo de la
Selva. Limpio ó sucio ¡vuélvete á tu cubil, Shere Khan!

Las últimas palabras resonaron como si fueran trompetas de plata, y
los tres hijos de Hathi se adelantaron cosa de un paso, aunque ninguna
necesidad hubiera de ello. Escurrióse Shere Khan sin atreverse ni á
dar siquiera un gruñido, porque bien sabía lo que para nadie es cosa
ignorada: que en último resultado el amo de la Selva es Hathi.

--¿Qué derecho es ese de que habla Shere Khan? murmuró Mowgli al oído
de Bagheera. Matar á un hombre es _siempre_ cosa vergonzosa. La Ley lo
prescribe así. Y, sin embargo, dice Hathi...

--Pregúntaselo á él. Yo no lo sé Hermanito. Pero tenga ó no derecho, á
no haber hablado Hathi ya le habría dado yo á ese carnicero cojo una
lección. Venir á la Peña de la Paz poco después de matar á un hombre...
y luego hacer gala de ello... eso es acción digna sólo de un chacal. Y
además ha venido á ensuciar el agua.

Esperó Mowgli un minuto para darse ánimo, porque nadie se atrevía á
hablar á Hathi directamente, y luego gritó:

--¿Cuál es el derecho que tiene Shere Khan, Hathi?

En ambas orillas hallaron eco sus palabras, porque el Pueblo de la
Selva es curiosísimo, y acababan de presenciar algo que nadie, excepto
Baloo, muy pensativo entonces, parecía entender.

--Es una antigua historia, dijo Hathi; una historia más vieja que la
Selva. Callaos todos, en ésta y la otra orilla, y yo os la contaré.

Hubo uno ó dos minutos de barullo, pues los jabalíes y los búfalos
se empujaban unos á otros, y, al fin, los que dirigían las manadas
gruñeron, sucesivamente:

--Estamos esperando.

Hathi se adelantó, metiéndose, casi hasta las rodillas, en la laguna
que se formaba junto á la Peña de la Paz.

Flaco y arrugado, como estaba, y con los colmillos amarillentos, su
aspecto era, sin embargo, el que le correspondía: el del amo de la
Selva, lo que todos sabían que era.

--«Bien sabéis, hijos míos, comenzó, que, de todas las cosas, la que
más teméis es el hombre».

Oyóse un murmullo de aprobación.

--Este cuento reza contigo, Hermanito, dijo Bagheera á Mowgli.

--¿Conmigo? Yo pertenezco á la manada... soy un cazador del Pueblo
Libre, contestó Mowgli. ¿Qué tengo yo que ver con los hombres?

--«¿Y no sabéis por qué le tenéis miedo al Hombre? continuó Hathi. Pues
he aquí la razón: en el principio de la Selva, y nadie sabe cuando fué
esto, los que de ella formábamos parte, andábamos juntos, sin sentir
ningún temor unos de otros. En aquellos tiempos no había sequías, y
hojas, flores y frutos crecían en el mismo árbol, no comiendo nosotros
nada más que hojas, flores, yerbas, frutos y cortezas».

                             [Ilustración]

--Me alegro de no haber nacido en aquellos tiempos, dijo Bagheera. Las
cortezas no sirven más que para afilar las garras en ellas.

--«Y el Señor de la Selva era Tha, el primer elefante. Él sacó á la
Selva de las profundas aguas con su trompa; y, donde él trazó surcos
en la tierra con sus colmillos, allí corren los ríos; y, donde él pegó
con el pie, allí brotaron manantiales de agua potable; y cuando él hizo
sonar la trompa... así... cayeron los árboles. De este modo fué hecha
la Selva por Tha; y de esta suerte me contaron á mí el cuento».

--Pues no ha perdido nada en el tamaño al pasar de boca en boca,
murmuró Bagheera, y Mowgli se tapó la cara con la mano para que no le
vieran reir.

--«En aquellos tiempos no había trigo, ni melones, ni pimienta, ni
cañas de azúcar, ni había tampoco chozas como las que todos vosotros
habéis visto, y el Pueblo de la Selva no sabía una palabra del Hombre,
y vivía en común, formando un solo pueblo. Pero, á poco empezaron las
disputas por la comida, aunque hubiera pastos suficientes para todos.
Eran unos holgazanes. Cada uno de ellos quería comer donde estaba
echado, como, á veces, podemos hacer nosotros cuando las lluvias de
la primavera son abundantes. Tha, el primer elefante, andaba ocupado
creando nuevas selvas y encauzando ríos. No podía estar en todas
partes, y, así, nombró al primer tigre dueño y juez de la Selva, con la
obligación de que dirimiera todas las cuestiones que el Pueblo tenía
el deber de someter á su juicio. En aquellos tiempos el primer tigre
comía fruta y yerba, como todos los demás. Tenía igual tamaño que yo
y era hermosísimo, todo él del color de las flores de _la enredadera
amarilla_. No había rayas en su piel, en aquellos felices tiempos en
que la Selva era joven. El Pueblo de la Selva en masa acudió ante él
sin ningún temor, y su palabra era para todos la Ley. Acordaos de que
os he dicho que no formábamos entonces más que un sólo pueblo.

Pero una noche hubo una disputa entre dos gamos (una pendencia por
cuestión de pastos, como las que hoy solventáis con los cuernos y las
patas), y dicen que, al hablar, ambos á la vez, ante el primer tigre,
que estaba echado entre las flores, uno de los gamos le empujó con los
cuernos, y el primer tigre se olvidó entonces de que era el dueño y el
juez de la Selva, y, saltando sobre el gamo, le rompió el pescuezo.

Hasta aquella noche, ninguno de nosotros había muerto, y el primer
tigre, al ver lo que había hecho, y enloquecido por el olor de la
sangre, huyó hacia los pantanos del Norte, y nosotros, los de la Selva,
al quedarnos sin juez, dimos en luchar unos con otros, y Tha que oyó
el ruido, volvió entonces. Dijímosle unos esto, y otros lo otro; pero
él vió al gamo muerto entre las flores, y preguntó quién lo había
matado, y nosotros, los de la Selva, no quisimos decírselo, porque el
olor de la sangre nos había enloquecido también. Corrimos de un lado
á otro formando círculos, brincando, dando gritos y sacudiendo la
cabeza. Entonces Tha dió á los árboles que tenían ramas bajas y á las
enredaderas de la Selva la orden de que marcaran al matador del gamo de
modo que él pudiera reconocerlo, y añadió:

--¿Quién quiere ser, ahora, dueño del Pueblo de la Selva?

Saltó en seguida el mono gris, que vive entre las ramas, y dijo:

--Yo quiero ser dueño de la Selva.

Rióse Tha al oirlo, y contestó:

--Así sea.

Después de lo cual marchóse de muy mal humor.

Hijos míos, ya conocéis al mono gris. Era entonces lo que es ahora. Al
principio tuvo toda la compostura de un sabio; pero, al cabo de poco
tiempo, comenzó á rascarse y á saltar, y, cuando Tha volvió, hallóle
colgando, cabeza abajo, de una rama, burlándose de los que estaban en
el suelo, y éstos, á su vez, se burlaban de él. Así pues, no había Ley
en la Selva... sino únicamente estúpida charla y palabras sin sentido.

Entonces Tha nos llamó á todos y dijo:

--El primero de vuestros dueños trajo á la Selva la Muerte, y el
segundo la Vergüenza. Pues bien: ya es hora de que tengáis una Ley, y
una Ley á la que no podáis faltar. Ahora conoceréis al Miedo, y, una
vez lo hayáis conocido, sabréis que él es vuestro amo, y todo lo demás
vendrá por sí solo. Entonces nosotros, los de la Selva, dijimos:

--¿Qué es miedo?

Y Tha contestó:

--Buscadlo hasta que lo encontréis.

Fuimos, por lo tanto, de un lado á otro de la Selva buscando al Miedo,
y de pronto los búfalos...

--¡Uf! dijo Mysa, el que dirigía á los búfalos, desde el banco de arena
en que se hallaban.

--«Sí, Mysa, eran los búfalos. Volvieron, pues, con la noticia de que
en una caverna, en la Selva, estaba sentado el Miedo, y de que no tenía
pelo en el cuerpo, caminando sólo con las patas posteriores. Entonces,
nosotros, los de la Selva, seguimos al rebaño hasta llegar á aquella
caverna, y allí estaba el Miedo, de pie en la entrada, y tenía, como
habían dicho los búfalos, la piel desnuda de pelo, y caminaba sólo con
las piernas de atrás. Al vernos gritó, y su voz nos llenó de temor,
del temor que nos inspira hoy esa voz cuando la oimos, y nosotros,
entonces, atropellándonos unos á otros y haciéndonos daño, huímos,
porque teníamos miedo. Aquella noche (así me lo dijeron), los de la
Selva no nos echamos ya juntos como solíamos, sino que cada tribu
fué por sí sola... el jabalí con el jabalí, el ciervo con el ciervo;
cuernos con cuernos, cascos con cascos..., cada uno con su semejante, y
así se acostaron todos en la selva, presa de agitación.

El único que no estaba con nosotros era el primer tigre, porque se
ocultaba aún en los pantanos del Norte, y, cuando llegó hasta él el
rumor de lo que habíamos visto en la caverna, dijo:

--Iré á donde está _eso_, y le romperé el cuello.

Corrió, pues, toda la noche hasta llegar á la caverna; pero los árboles
y las enredaderas que hallaba al paso, recordando la orden que les
había dado Tha, bajaron sus ramas y tallos y marcaron su piel mientras
corría, dibujando las huellas de sus dedos en la espalda, costados,
frente y quijadas del tigre. En cualquier sitio que lo tocaran quedaba
una mancha y una raya sobre la amarilla piel. _¡Y éstas rayas son las
que aun hoy llevan sus hijos!_ Cuando llegó á la caverna, el Miedo, _el
de la piel desnuda_, tendió la mano y le llamó _el rayado, el cazador
nocturno_, y el primer tigre sintió miedo ante _el de la piel desnuda_,
y se volvió, rugiendo, á los pantanos».

Al llegar aquí, Mowgli se rió disimuladamente, hundida su barba en el
agua.

--«Tan fuertes eran los rugidos que llegó á oirlos Tha y dijo:

--¿Qué desgracia ocurre?

Y el primer tigre, levantando el hocico al cielo, recién hecho entonces
y tan viejo ahora, dijo:

--¡Oh, Tha! Devuélveme mi antiguo poder. Ante toda la Selva me
avergonzaste, llegué á huir de quien tiene la piel desnuda, y aun me ha
llamado lo que es para mí un oprobio.

--¿Y por qué? dijo Tha.

--Porque voy manchado con el fango de los pantanos.

--Nada, pues; revuélcate luego sobre la yerba mojada, y, si es fango,
limpio quedarás de él, dijo Tha. Y el primer tigre nadó, y revolcóse
cien y cien veces sobre la yerba, hasta que le pareció que la Selva
comenzaba á dar vueltas y más vueltas ante su vista; pero ni una
sola rayita de su piel cambió en lo más mínimo, y Tha, que lo estaba
observando, se rió. Entonces, dijo el primer tigre:

--¿Qué he hecho yo para que me ocurra tal cosa?

Á lo que contestó Tha:

--Diste muerte á un gamo; con ello tuvo franca entrada en la Selva la
Muerte, y con la Muerte vino el Miedo, hasta el punto de que las gentes
de la Selva se temen ya unos á otros, de la propia suerte que le temes
tú _al de la piel desnuda_.

El primer tigre dijo á esto:

--Á mí no me tendrán miedo nunca, porque los conocí desde el principio.

Repuso Tha:

--Anda á verlo.

Y el primer tigre corrió de un lado á otro llamando á voces al ciervo,
al jabalí, al _sambhur_, al puerco espín y á todos los Pueblos de la
Selva, y todos huyeron de él, que había sido su juez, porque le tenían
miedo.

Volvióse entonces el primer tigre, vencido su orgullo, y dando de
cabezadas contra el suelo, desgarró la tierra con sus uñas, replicando:

--Acuérdate que hubo un tiempo en que fuí el dueño de la Selva. ¡No me
olvides, Tha! ¡Permite que mis hijos recuerden que algún día no supe lo
que era vergüenza, ni lo que era miedo!

Y Tha le contestó:

--He aquí lo que por tí haré, porque tú y yo juntos vimos nacer la
Selva. Por espacio de una noche cada año, las cosas volverán á ser lo
que fueron antes de que muriera el gamo... y esto no será más que para
tí y tus hijos. Durante aquella noche, si tropiezas con _el de la piel
desnuda_ (y su nombre es _el Hombre_) no le temerás tú á él, sino que
él te temerá á tí, como si tú y los tuyos fuerais jueces de la Selva y
dueños de todas las cosas. Ten misericordia de él esta noche cuando le
veas atemorizado, porque también tú conoces al Miedo.

Entonces contestó el primer tigre:

--Contento estoy.

Pero cuando, poco después, fué á beber, y vió las rayas negras sobre
sus costillas é ijadas, cuando se acordó del nombre que _el de la piel
desnuda_ le había dado, entonces se encolerizó. Durante un año vivió en
los pantanos, esperando á que Tha cumpliera su promesa. Una noche, al
fin, cuando _el Chacal de la Luna_ (la estrella vespertina) brilló con
clara luz sobre la Selva, sintió él que su noche había llegado, y fuése
á la caverna en busca de _el de la piel desnuda_. Ocurrieron, entonces,
las cosas como Tha había ofrecido, porque aquél cayó ante la fiera y
se quedó en el suelo tendido, y el primer tigre le hirió, rompiéndole
el espinazo, porque creyó que en toda la Selva no había más que uno de
estos seres, y que matándole á él había dado muerte al Miedo. Entonces,
mientras olfateaba al muerto, oyó á Tha que descendía de los bosques
del Norte, y á poco la voz del primer elefante, que es la voz que oimos
también ahora...»

Retumbaba el trueno por las secas colinas; pero no trajo con él la
lluvia (sino únicamente relámpagos de calor que temblaban por detrás
de la cordillera) y Hathi continuó:

--«He aquí la voz que oyó, y la voz decía:

--¿Es ésta la misericordia que tú muestras?

El primer tigre se relamió contestando:

--¿Qué importa? He muerto al Miedo.

Y replicóle Tha:

--¡Ah, ciego y loco! Le has quitado á la Muerte las cadenas que
detenían sus pies, y ella seguirá tus huellas hasta que mueras. Tú
enseñaste al hombre á matar.

El primer tigre, erguido junto al cadáver, dijo entonces:

--Está como estaba el gamo. Ya no existe el Miedo. Ahora juzgaré de
nuevo á los Pueblos de la Selva.

Mas respondió Tha:

--Jamás volverán á buscarte los Pueblos de la Selva. Nunca cruzarán
tu camino, ni dormirán cerca de tí, ni seguirán tus pasos, ni pacerán
junto á tu cubil. Sólo el Miedo te seguirá, y con invisibles golpes
te hará estar á merced suya. Él hará que la tierra se abra bajo tus
pies; que la enredadera se enrosque á tu cuello; que los troncos de
los árboles crezcan en grupos frente á tí, á mayor altura de la que
tú puedes saltar; y, al fin, echará mano de tu piel para envolver á
sus cachorros cuando tengan frío. Tú no le has tenido misericordia, y
ninguna, tampoco, te tendrá él á tí.

Sintióse el primer tigre lleno de audacia, porque _su noche_ no había
pasado aún, y dijo:

--Lo prometido es deuda para Tha. ¿Me privará él de mi noche?

Y contestóle Tha:

--La noche que te concedí es tuya, como te dije; pero tienes que pagar
algo por ella. Tú enseñaste al Hombre á matar, y él es discípulo que
pronto aprende.

Continuó el primer tigre:

--Aquí está, bajo mi garra, y con el espinazo roto. Haz saber á la
Selva que yo maté al Miedo.

Rióse entonces Tha, y dijo:

--Has matado á uno de tantos; pero tú mismo se lo contarás á la
Selva... porque tu noche ha terminado ya.

Entonces se hizo de día, y de la boca de la caverna salió otro de _los
de la piel desnuda_, vió el cadáver en el camino y al primer tigre
sobre él, y cogió un bastón puntiagudo...»

--Ahora arrojan unas cosas cortantes; dijo Ikki bajando á la orilla y
haciendo ruido con sus púas, porque Ikki era considerado como manjar
muy fino por los gondos[14] (que le llamaban _Ho-Iggoo_) y algo sabía
él del hacha malvada, pequeñita, que hacen girar rápidamente, á través
de un claro en el bosque, como si fuera un _caballito del diablo_.

--«Era un bastón puntiagudo, como los que ponen en el fondo de los
hoyos que sirven de trampa, dijo Hathi, y arrojándolo hirió al primer
tigre en el costado. Así, ocurrieron las cosas tal como había dicho
Tha, porque el tigre fué corriendo por la Selva dando rugidos, hasta
que logró arrancarse el palo aquel, y todos supieron que _el de la
piel desnuda_ podía herir á distancia, por lo cual le temieron más
que antes. Así, también, vino á resultar que el primer tigre enseñó
_al de la piel desnuda_ á matar (y ya sabéis el daño que ha causado
esto, desde entonces, á todos nuestros pueblos) por medio de lazos, de
trampas y de bastones que vuelan, y por medio de la mosca de punzante
aguijón que sale del humo blanco (Hathi aludía aquí al rifle), y de la
Flor Roja, que nos obliga á huir hacia el terreno abierto y despejado.
Y, sin embargo, una noche durante cada año, _el de la piel desnuda_
teme al tigre, como Tha prometió que sucedería, y nunca la fiera le
ha dado motivo para perder ese miedo. Donde lo encuentra lo mata,
acordándose de la vergüenza por que tuvo que pasar el primer tigre.
Durante el resto del año, el Miedo se pasea por la Selva lo mismo de
día que de noche».

--_¡Ahi! ¡Au!_ dijo el ciervo, pensando en lo que todo esto significaba
para ellos.

--«Y sólo cuando un gran Miedo se cierne sobre todas las cosas, como
ocurre ahora, podemos los de la Selva dejar á un lado todos nuestros
temores de poca monta y juntarnos en un mismo sitio, como actualmente
hacemos».

--¿Nada más que durante una noche le tiene miedo el Hombre al Tigre?
dijo Mowgli.

--«Sólo durante una noche, contestó Hathi».

--Pero yo... pero vosotros... pero toda la Selva sabe que Shere Khan
mata hombres dos y tres veces en lo que dura una misma luna.

--«Así es. _Entonces_ ataca por la espalda y vuelve la cabeza al
saltar, porque está lleno de miedo... Si el Hombre llegara á mirarlo,
el tigre echaría á correr. Pero durante la noche que es _suya_ va á
cara descubierta hacia el pueblo, se pasea entre las filas de casas
y asoma la cabeza á las puertas, y los hombres caen entonces de cara
al suelo y allí es dónde y cuando mata él. Una muerte durante aquella
noche».

--¡Ah! dijo entre sí Mowgli, revolcándose en el agua. _Ahora_ comprendo
por qué Shere Khan me retó á que le mirara. No ganó mucho con ello,
porque no pudo resistir mi mirada, y... y yo la verdad es que no caí
á sus pies. Pero hay que tener en cuenta que yo no soy un hombre, pues
pertenezco al Pueblo Libre.

--¡Je! exclamó Bagheera desde lo más profundo de su garganta. ¿Sabe el
tigre cual es _su noche_?

--«Nunca hasta que el Chacal de la Luna brilla claramente, elevándose
por encima de la niebla vespertina. Cae á veces en la sequía del verano
y á veces en la época de las lluvias... esa noche del tigre. Pero, á no
ser por el primero, nunca hubiera ocurrido nada de eso, ni ninguno de
nosotros hubiera conocido el miedo».

Gimió tristemente el ciervo, y los labios de Bagheera se movieron para
sonreir con una sonrisa irónica.

--¿Saben los hombres este cuento? preguntó.

--«Nadie lo sabía más que los tigres, y nosotros, los elefantes... los
hijos de Tha. Ahora ya lo sabéis, también, todos los que estáis por ahí
en las lagunas. _He dicho._»

Hundió Hathi la trompa en el agua, como demostrando que no quería
hablar más.

--Pero... pero... pero... dijo Mowgli, volviéndose hacia Baloo, ¿por
qué el primer tigre no siguió comiendo yerba, hojas y árboles? Después
de todo, no hizo más que romperle el pescuezo al gamo: no lo devoró.
¿Qué es lo que le hizo aficionarse á comer carne caliente?

--Los árboles y las enredaderas le llenaron el cuerpo de señales,
Hermanito, é hicieron de él esa cosa rayada que hoy vemos. Nunca más
quiso él comer sus frutos, sino que desde aquel día vengó la afrenta en
el ciervo, y en los demás que son de _los que comen yerba_, contestó
Baloo.

--Pues entonces _tú_ sabías también el cuento ¿eh? ¿Cómo no te lo oí
nunca?

--Porque la Selva está llena de cuentos así. Si empezara á contártelos
no acabaría nunca. Vamos, suéltame la oreja, Hermanito.

                             [Ilustración]


                          =La Ley de la Selva=


(Sólo con el fin de dar idea de la inmensa variedad de la Ley de la
Selva he traducido en verso porque Baloo los recitaba siempre como
una especie de cantinela) algunos de los preceptos relativos á los
lobos. Por supuesto que existen aún no pocos centenares parecidos; pero
bastarán éstos como muestra de los más sencillos).

      He aquí la Ley que en nuestra Selva rige,
    y que es antigua como el mismo cielo;
    prosperarán los lobos que la cumplan,
    mas aquél que la infrinja será muerto.

      Cual planta trepadora envuelve al árbol
    así á todos la Ley nos tiene envueltos;
    porque el lobo da fuerza á la manada,
    mas la manada á él fuerte le ha hecho.

      Del hocico á la cola cada día
    lávate, y bebe siempre sin exceso,
    pero no escasamente, y no lo olvides,
    da la noche á la caza, el día al sueño.

      Puede el chacal, en busca de despojos
    que el tigre deje, irse tras él hambriento,
    mas tú, lobato, cazador de raza,
    mata, si puedes, por tu cuenta y riesgo.

      Con el tigre, y el oso, y la pantera,
    que siempre de la Selva han sido dueños,
    vive en paz, y al buen Hathi no molestes
    ni al feroz jabalí vayas con juegos.

      Cuando en la Selva dos manadas chocan
    y un mismo rastro siguen con empeño
    échate y deja que los jefes hablen,
    que así, tal vez, se llegue á algún acuerdo.

      Cuando ataques á un lobo, no te batas
    si no está solo y su manada lejos,
    pues si ella se mezclare en vuestra lucha
    disminuirá, sin duda, con los muertos.

      Para el lobo el cubil es su refugio,
    es su hogar, y no hay nadie con derecho
    á entrar en él por fuerza, ni aun el Jefe
    de la manada misma, ni el Consejo.

      Refugio es el cubil de cada lobo,
    mas, si no supo, cual se debe, hacerlo,
    á buscar otro se verá obligado
    si tal orden recibe del Consejo.

      Cuando sin ser aún la media noche
    algo logres matar, mata en silencio,
    para que así los ciervos no despierten...
    y tengan que ayunar tus compañeros.

      Para tí y tus cachorros matar puedes
    ó bien para tu hermano, justo es ello;
    mas no mates por gusto, y _nunca, nunca_,
    des caza al Hombre con ningún pretexto.

      Si su botín á otro más débil robas
    no pretendas de todo hacerte dueño:
    la manada proteje al más humilde;
    déjale, pues, cabeza y piel, al menos.

      Lo que matare la manada, piensa
    que es su comida, y déjala en su puesto:
    nadie puede llevársela á otro sitio,
    y quien tal infringiere será muerto.

      Lo que el Lobo mató cómalo el Lobo
    y use de ello á su gusto: es su derecho;
    mas, sin permiso suyo, la manada
    no ha de poder tocarlo ni comerlo.

      Derecho del cachorro es el que tiene
    el lobato de un año: cuando ha muerto
    alguien de la manada alguna pieza
    puede hartarse el cachorro, si está hambriento.

      Derecho de camada es el que tiene
    la madre, que exigir al compañero
    de su edad misma (y nadie ha de negarlo)
    puede una pierna de lo que haya muerto.

      Derecho de caverna es el del padre,
    que es de cazar para los suyos dueño,
    y libre se halla ya de la manada,
    sin más juez de sus actos que el Consejo.

      Por su edad y su astucia, por la fuerza
    de su acerada garra, el Lobo viejo,
    el Jefe, es el que en casos no previstos
    á cada cual le fija su derecho.

      He aquí de nuestra Ley los numerosos,
    los sabios y muy útiles preceptos;
    mas todo en uno solo se concreta:
    _¡obedece!_ La Ley no es más que esto.

                            [Ilustración]


                                NOTAS:

[14] Raza de los primeros pobladores del Gondwana, región del Indostán
central. Son de baja estatura; su nombre significa en sánscrito
«habitante de las cuevas», y sus armas son el hacha y la lanza. Sus
sacerdotes suelen ser hechiceros.--N. del T.


                             [Ilustración]



                      EL MILAGRO DE PURUN BHAGAT

                                          La noche que sentimos
                                        que iba la tierra á abrirse
                                        partir de allí le hicimos
                                        y en pos nuestro venirse,
                                        porque él logró inspirarnos
                                        aquel cariño rudo
                                        que llega á dominarnos
                                        incomprensible y mudo.

                                          Y cuando el estallido
                                        se oyó de la montaña,
                                        y todo hubo caído
                                        como una lluvia extraña,
                                        nosotros le salvamos,
                                        nosotros, pobre gente;
                                        mas ¡ay! que no le hallamos
                                        y siempre está ya ausente.

                                          ¡Llorad! Sus salvadores
                                        nosotros sólo fuimos:
                                        también aquí hay amores,
                                        también aquí sentimos;
                                          mas duerme nuestro hermano
                                        y no ha de despertarse...
                                        ¡y aún viene el pueblo humano
                                        del sitio á apoderarse!

                                   (_Canto elegíaco de los langures_)


Hubo una vez en la India un hombre que era Primer Ministro de uno
de los semi-independientes estados que hay en la parte noroeste del
país. Era un brahmán, de tan alta casta, que estaba ya por encima
de cuantos límites supone la división en _castas_, y su padre había
ocupado un importante empleo entre la gentuza de vistosos ropajes y
los descamisados que formaban parte de una corte india montada á la
antigua. Pero, al ir creciendo Purun Dass, notó que el acostumbrado
orden de cosas iba cambiando, y que quien quisiera elevarse era preciso
que estuviera bien con los ingleses é imitara cuanto á éstos les
parecía bueno. Al propio tiempo, era conveniente que todo funcionario
supiera captarse y conservar las simpatías de su amo. Algo difícil
resultaba el compaginar ambas cosas; pero el callado, reservadísimo
brahmancito, ayudado por una buena educación inglesa recibida en la
Universidad de Bombay, se arregló de modo que lo lograra, y elevóse
paso á paso, hasta llegar á ser Primer Ministro del reino, es decir,
disfrutó de un poder más real y verdadero que el de su amo, el
Maharajah.

Cuando el rey, ya viejo (y siempre receloso de los ingleses, de sus
ferrocarriles y de sus telégrafos), murió, Purun Dass conservó toda
su influencia con el sucesor, joven que había sido educado por un
inglés; y entre uno y otro, aunque siempre cuidó él muy especialmente
de que su amo se llevara la gloria, establecieron escuelas para niñas,
construyeron caminos, fundaron hospitales, hicieron exposiciones de
instrumentos agrícolas, publicaron anualmente una información, ó
_libro azul_, sobre «El progreso moral y material del Estado», y así
el Ministerio de Negocios Extranjeros inglés, y el Gobierno de la
India estaban contentísimos. Muy pocos son los Estados indígenas que
aceptan en conjunto los progresos ingleses, porque no creen, como Purun
Dass demostró creer, que lo que sea bueno para un inglés debe serlo
doblemente para un asiático. Llegó el Primer Ministro á ser amigo
muy considerado de Virreyes, Gobernadores y Secretarios; de médicos
encargados de misiones especiales; de los acostumbrados misioneros; de
oficiales ingleses, ginetes excelentes que iban á cazar en los terrenos
del Estado; y de todo un ejército de viajeros que recorría la India en
la estación fría dando á la gente lecciones de cómo habían de hacerse
las cosas. Á ratos perdidos fundaba bolsas para el estudio de la
Medicina y de la Industria, siguiendo para ello exactamente los modelos
ingleses, y escribía cartas al «Explorador», el mayor de los periódicos
indios, explicando las ideas y propósitos de su amo.

Hizo, en fin, un viaje á Inglaterra, y, al volver á su país, tuvo que
pagar enormes sumas á los sacerdotes, porque hasta un brahmán de tan
elevada casta como Purun Dass quedaba degradado al cruzar el negro
mar. En Londres vió y habló á cuanta gente valía la pena de conocer,
á personas cuya nombradía vuela por todo el mundo, y bastante más
tuvo ocasión de ver de lo que él contaba. Sabias universidades le
concedieron títulos académicos honorarios, é hizo discursos y habló de
reformas sociales en la India á señoras vestidas de etiqueta, hasta que
todo Londres acabó por decir: «Es el hombre más agradable con quien
jamás se sentó alguien á manteles desde que éstos existen».

Al volver á la India vióse rodeado de una aureola de gloria, porque el
Virrey en persona hizo una visita al Maharajah para concederle la Gran
Cruz de la Estrella de la India (toda diamantes, cintas y esmalte); y
en la misma ceremonia, mientras tronaban los cañones, Purun Dass fué
proclamado Comendador de la Orden del Imperio Indio, con lo cual su
nombre se transformó en _Sir Purun Dass, K. C. I. E._[15]

Aquella tarde, á la hora de la comida en la gran tienda del Virrey,
levantóse llevando sobre el pecho la placa y el collar de la Orden, y,
contestando al brindis en honor de su amo, pronunció un discurso que
pocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando la ciudad había vuelto ya á su reposo, tostada
por el sol, hizo algo que á ningún inglés se le hubiera ocurrido nunca
ni por soñación, pues murió para todo lo concerniente á los negocios
de este mundo. Las ricas insignias de la orden que le habían sido
concedidas volvieron al Gobierno de la India; nombróse á otro Primer
Ministro que se encargara de los negocios, y entre los empleados
subalternos se armó una de comunicaciones y de idas y venidas que
parecía que jugaran á Correos. Los sacerdotes sabían lo que había
ocurrido, y el pueblo lo adivinaba; pero la India es el único país del
mundo en que un hombre puede hacer lo que se le antoje sin que nadie
pregunte por qué lo hace, y el de que _Dewan Sir Purun Dass, K. C. I.
E._ hubiera renunciado á su posición, á su palacio y á su poderío,
adoptando el cuenco y el vestido de color de ocre de un _sunnyasi_
ó santón, no parecía á nadie cosa extraordinaria. Había sido, como
recomienda la Antigua Ley, luchador durante los veinte años de la
juventud (aunque nunca llevó consigo arma alguna), y, durante otros
veinte, cabeza de familia. Había usado su riqueza y poderío en cosas
cuya utilidad le constaba; recibió honores cuando le salieron al paso;
vió hombres y ciudades de los que cerca tenía y de los que estaban
lejos, y hombres y ciudades se levantaron para honrarle. Ahora se
desprendía de todo eso como quien deja caer un manto que ya no necesita.

Á su espalda, mientras cruzaba las puertas de la ciudad llevando bajo
el brazo una piel de antílope y una maleta con atravesaño de cobre, y
en la mano un moreno cuenco pulimentado, hecho de _coco de mar_[16],
desnudos los pies, solo, clavados los ojos en el suelo... á su espalda,
retumbaban las salvas de los baluartes en honor del que había tenido la
fortuna de sustituirle. Purun Dass saludó. Aquella clase de vida había
ya terminado para él, y no le tenía mejor ni peor voluntad de la que
puede tenerle un hombre á un incoloro sueño que pasó con la noche. El
era un _sunnyasi_... un mendigo errante, sin casa ni hogar, que recibía
del prójimo el pan cotidiano; y, mientras haya en la India un mendrugo
que partir, ni sacerdotes ni mendigos se mueren de hambre. No había
probado carne en su vida, y hasta el pescado lo probaba raras veces. Un
billete de cinco libras esterlinas le hubiera bastado para cubrir todos
sus gastos personales, en punto á comida, durante cualquiera de los
muchos años en que había sido dueño absoluto de millones en metálico.
Hasta en Londres, cuando hicieron de él el hombre de moda, jamás perdió
de vista su sueño de paz y de reposo... el largo, blanco, polvoriento
camino indio, lleno de huellas de desnudos pies; el incesante, calmoso
tráfico, y el acre olor de la leña quemada cuyo humo se eleva en
espirales bajo las higueras, á la luz de la luna, en los sitios donde
los caminantes se sientan á cenar.

Cuando llegó el momento de realizar este sueño, el Primer Ministro tomó
sus disposiciones, y, al cabo de tres días, hubiera sido más fácil
hallar una burbuja de agua en las profundidades interminables del
Atlántico que á Purun Dass entre los errantes millones de hombres en la
India, que ora se reúnen, ora se separan.

Tendía, para dormir, su piel de antílope en el sitio donde se le hacía
de noche, unas veces en un monasterio de _sunnyasis_ que estuviera
junto á un camino, otras, arrimado á una columna de tapia de algún
templo en Kala Pir, donde los _joguis_, que son otro nebuloso grupo
de santones, lo recibían como hacen los que saben qué valor tiene
eso de las castas y los grupos; muchas veces en las afueras de algún
pueblecillo indio, á donde los niños acudían con la comida preparada
por sus padres; y no pocas, finalmente, en lo más alto de desnudas
tierras de pastos, donde la llama del fuego que encendía con leña
menuda despertaba á los adormecidos camellos. Todo le era igual á
Purun Dass... ó á Purun Bhagat, como se llamaba él á sí mismo ahora.
Tierra... gente... comida... todo era lo mismo. Pero inconscientemente
fué caminando hacia el Norte y hacia el Este; desde el Sur hacia
Rohtak; de Rohtak á Kurnool; de Kurnool al arruinado Samanah, y de allí
subiendo por el seco cauce del río Gugger, que sólo se llena cuando
llueve en las montañas vecinas, hasta que un día vió la lejana línea
del Himalaya.

Sonrióse entonces Purun Bhagat, porque se acordó de que su madre era de
origen brahmánico, de la raza de los rajhputras, allá por el camino de
Kulu (una montañesa que siempre echaba de menos las nieves...) y basta
que un hombre lleve en sus venas una gota de sangre montañesa para que,
al fin, vuelva al sitio de donde salió.

--Allá abajo, dijo Purun Bhagat emprendiendo de frente la subida de las
primeras lomas de los montes Sewaliks, donde los cactus se yerguen como
candelabros de siete brazos... allá abajo me sentaré á meditar. Y el
fresco viento del Himalaya silbó en sus oídos al andar por el camino
que conduce á Simla.

La última vez que había pasado por allí era con grande pompa y
aparato, acompañado de una ruidosa escolta de caballería, para visitar
al más cortés y amable de todos los virreyes; y ambos estuvieron
hablando, durante una hora, de los amigos de Londres y de las opiniones
que de mil cosas tiene la gente del pueblo en la India. Esta vez Purun
Bhagat no hizo visita alguna, sino que se recostó sobre una verja del
paseo, contemplando la magnífica vista de las llanuras que se extendían
debajo, en una extensión de diez leguas; hasta que, al fin, un policía
mahometano de los del país le dijo que interrumpía la circulación; y
Purun Bhagat saludó al representante de la Ley con gran respeto, porque
sabía el valor de aquélla é iba en busca de una que fuera propia,
suya. Siguió, pues, adelante, y durmió aquella noche en una cabaña
abandonada, en Chota Simia, lugar que tiene todo el aspecto de ser el
fin del mundo; pero que no era más que el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, la vía de tres metros de
ancho abierta á fuerza de barrenos en la roca viva, ó apuntalada con
maderos sobre abismos de trescientos metros de profundidad; que se
hunde en tibios, húmedos, cerrados valles, ó trepa á través de colinas
desnudas de árboles y con algo de yerba, en las que pega el sol como
los rayos de un espejo ustorio; que caracolea á través de espesos,
obscuros bosques donde los helechos arborescentes cubren de alto á bajo
los troncos de los árboles, y donde el faisán llama á su compañera.
Hallóse con pastores del Thibet, acompañados de sus perros y rebaños de
carneros, cada carnero provisto de una bolsita con bórax que llevaba
á la espalda; con leñadores errantes; con lamas del Thibet cubiertos
de mantos y abrigos, que llegaban en peregrinación á la India; con
enviados de pequeños y solitarios Estados, perdidos entre montañas,
que corrían la posta desesperadamente en caballitos cebrados ó píos,
ó bien con la cabalgata de un rajah que iba á hacer una visita;
finalmente, durante todo un largo y claro día no vió más que un oso
negro, gruñendo y desenterrando raíces allá abajo, en el valle. Durante
las primeras jornadas, los rumores mundanales resonaban aún en sus
oídos, como el estruendo de un tren al pasar un túnel quédase aún
sonando largo tiempo después que el tren sale de él; pero cuando hubo
dejado tras de sí el paso de Mutteeanee todo terminó, y Purun Bhagat
quedóse á solas consigo mismo, caminando, vagabundeando pensativo,
clavados los ojos en el suelo y por las nubes las ideas.

Una tarde cruzó el más alto desfiladero que había hallado hasta
entonces (dos días de ascensión costóle el llegar allí) y se encontró
frente á una línea de nevados picos que ceñían todo el horizonte;
montañas de cinco á seis mil metros de altura que parecían estar
tan cerca que una pedrada podía alcanzarlas, aunque se hallaran, en
realidad, á catorce ó quince leguas de distancia. Estaba coronado
el desfiladero por un espeso, sombrío bosque formado de _deodoras_,
castaños, cerezos silvestres, olivos y perales silvestres también;
pero principalmente _deodoras_, que son los cedros del Himalaya, y
á la sombra de estos árboles se elevaba un templo abandonado que se
construyó en honor de Kali... el cual es Durga... el cual es, á su vez,
Sitala, y que es adorado por su virtud contra la viruela.

Barrió Purun Dass el empedrado suelo; sonrió á la estatua que parecía
hacerle una mueca; se arregló con barro un hogar detrás del templo;
extendió su piel de antílope sobre un lecho de pinocha verde; se apretó
bien su _bairagi_ (su muleta con atravesaño de cobre) bajo uno de los
sobacos, y sentóse á descansar.

Junto á él, casi á sus plantas, tenía el declive de la montaña,
desnudo, pelado, en una altura de cuatrocientos metros, donde un
pueblecillo de casas hechas de piedra con techos de tierra amasada
parecía colgar de la escarpada pendiente. Alrededor, pedazos de tierra
en forma de terraplenes se extendían como si fueran delantales hechos
de retazos y colocados sobre la falda de la montaña, y vacas, que no
parecían mayores que escarabajos, pacían entre los círculos, empedrados
de bruñidas piedras, que servían de eras. Mirando á través del valle
se engañaba la vista al juzgar el tamaño de las cosas, y no podía, al
principio, convencerse de que lo que tenía el aspecto de arbustos,
al otro lado de la montaña, era en realidad un bosque de pinos de
treinta metros de alto. Purun Bhagat vió pasar un águila hundiéndose
en la inmensa hondonada; pero la enorme ave fué disminuyendo pronto de
tamaño, hasta no parecer más que una virgulilla antes de que llegara
á la mitad del camino. Algunos grupos de nubes se enfilaban por el
valle, enredándose cerca de la cima de una montaña, ó elevándose para
desvanecerse al llegar á la altura de los picos en los desfiladeros. Y
Purun Bhagat se dijo: aquí hallaré la paz que ando buscando.

Ahora bien: para un montañés, unas cuantas docenas de metros más abajo
ó más arriba no significan nada, y, en cuanto los aldeanos vieron humo
en el templo abandonado, el sacerdote del pueblecillo subió por la
ladera llena de terraplenes, y fué á saludar al forastero.

Al clavar la mirada en los ojos de Purun Bhagat (ojos acostumbrados á
mandar á miles de hombres) inclinóse hasta el suelo, cogió el cuenco,
sin decir palabra, y volvióse á la aldea diciendo:

--Por fin tenemos un santón. Jamás ví á un hombre como éste. Es un
hijo de los llanos, pero de color pálido... es la quinta esencia de un
brahmán.

Á lo cual todas las mujeres de la aldea contestaron:

--¿Creéis que estará entre nosotros mucho tiempo?

Y cada una de ellas hizo cuanto pudo para cocinarle los más sabrosos
manjares. La comida montañesa es sencillísima; pero con alforfón, maíz,
pimentón; pescado del río cuyas aguas corren por el valle; miel de las
colmenas fabricadas en forma de chimeneas sobre las paredes de piedra;
albaricoques secos; azafrán de Indias; jengibre silvestre, y tortas de
harina de trigo, una mujer que quiera lucirse puede hacer algo bueno,
y cuando el sacerdote volvió con el cuenco para entregárselo á Bhagat
traíalo bien colmado.

--¿Pensaba quedarse allí? preguntó. ¿Necesitaría un _chela_ (un
discípulo) que fuera mendigando para él? ¿Tenía una manta para
abrigarse cuando hiciera frío? ¿Le gustaba la comida aquélla?

Comió Purun Bhagat y dió gracias al donante. Su intención era quedarse;
al oir lo cual el sacerdote dijo que le bastaba con saber esto. No
tenía más que dejar el cuenco fuera del templo abandonado, en el
hueco que formaban dos raíces retorcidas, y diariamente recibiría su
alimento, porque el pueblo se tenía por muy honrado con que un hombre
como él (y al decirlo miró tímidamente á Bhagat en el rostro) se
quedara entre ellos.

Aquel día terminó para Purun Bhagat el andar vagabundo. Había llegado
al sitio que le estaba destinado... á un lugar todo silencio y espacio.
Después de esto paróse el tiempo, y él mismo, sentado á la entrada
del templo, no podía decir si estaba vivo ó muerto; si era un hombre
cuya voluntad mandaba en los miembros de su cuerpo, ó si formaba parte
integrante de las montañas, de las nubes, de la mudable lluvia y de la
luz del sol. Se repetía á sí mismo dulcemente un _Nombre_ centenares y
centenares de veces, hasta que, á cada repetición, parecía separarse
más y más del cuerpo, y llegar, deslizándose, á las puertas de alguna
tremenda revelación; pero, en el preciso instante de abrirse la puerta,
le arrastraba hacia atrás el cuerpo, y con dolor se sentía otra vez
atado á la carne y á los huesos de Purun Bhagat.

Cada mañana el cuenco lleno era colocado en silencio sobre la especie
de muleta que formaban las retorcidas raíces fuera del templo. Traíalo,
algunas veces, el sacerdote; otras un mercader ladakhi que paraba en
el pueblo, y que, ganoso de hacer méritos, subía trabajosamente por
el atajo; pero, con más frecuencia, la portadora era la misma mujer
que había cocinado la comida la noche antes, y murmuraba, tan bajo que
apenas se la oía:

--Interceded por mí ante los dioses, Bhagat. Rogad por Fulana, la mujer
de Mengano.

De cuando en cuando, á algún muchacho atrevido se le permitía igual
honor, y Purun Bhagat le oía poner el cuenco y echar á correr tan
aprisa como sus piernecitas le permitían; pero el Bhagat nunca
descendió hasta el pueblo. Veíalo extendido como un mapa, á sus pies.
Podía ver también las reuniones que en él se celebraban, al caer de
la tarde, en el círculo donde estaban las eras, porque era éste el
único terreno llano que allí había; contemplar el estupendo y poco
nombrado verdor del arroz cuando es joven; los tonos de azul de añil
que mostraba el maíz; los pedazos de terreno en que se cultivaba el
alforfón, semejantes á diques; y, en su estación propia, la roja flor
del amaranto, cuyas diminutas semillas, por no ser grano ni legumbre,
constituyen un alimento que puede tomar, sin faltar por ello en lo más
mínimo, todo indio en época de ayuno.

Cuando el año tocaba ya á su fin, los techos de las chozas parecían
cuadros llenos de purísimo oro, porque sobre los techos era donde
ponían los aldeanos las mazorcas de maíz para que se secaran. La cría
de abejas y la recolección de los granos; la siembra del arroz y su
descascarillado, fueron pasando ante su vista; todo ello como bordado
allá abajo, en los pedazos de campo de mil distintas orientaciones.
Y él meditó sobre cuanto se ofrecía á su vista, preguntándose á qué
conducía todo aquello en último, definitivo resultado.

Hasta en los sitios poblados de la India, no puede un hombre estarse
sentado y completamente quieto durante un día entero, sin que los
animales salvajes corran por encima de su cuerpo como si fuera una
roca; y en aquella soledad pronto ellos, que conocían perfectamente el
templo de Kali, fueron llegando para ver al intruso. Los _langures_,
los grandes monos del Himalaya, de grises patillas, fueron, como
es natural, los primeros, porque andan siempre devorados por la
curiosidad; y una vez hubieron tirado el cuenco, haciéndolo rodar por
el suelo, y probaron la fuerza de sus dientes sobre el atravesaño de
cobre de la muleta, y le hubieron estado haciendo muecas á la piel de
antílope, decidieron que aquel ser humano, que estaba allí sentado tan
quieto, era inofensivo. Al caer de la tarde saltaban desde los pinos,
pedían con las manos algo de comida, y luego se alejaban, balanceándose
en graciosas curvas. Gustábales también el calor del fuego, y se
apiñaban alrededor de él, hasta que Purun Bhagat se veía obligado á
empujarlos á un lado para echar leña, y más de una vez se había hallado
por la mañana con que un mono compartía con él su manta. Durante todo
el día, uno ú otro de la tribu se sentaba á su lado, mirando fijamente
hacia la nieve, dando gritos, y poniendo una cara de expresión
indeciblemente sabia y triste.

Después de los monos llegó el _barasing_, un ciervo

[Ilustración] de especie parecida á los nuestros; pero con más fuerza.
Iba allí para restregar los aterciopelados cuernos contra las frías
piedras de la estatua de Kali, y pateó al ver en el templo á un hombre.
Pero Purun Bhagat no se movió, y, poco á poco, el magnífico ciervo fué
avanzando oblícuamente y le tocó en un hombro con el hocico. Deslizó
Purun Bhagat una de sus frías manos sobre las tibias astas, y el
contacto pareció refrescar al animal cuya sangre ardía, y que bajó la
cabeza, con lo cual siguió Purun Bhagat restregando muy suavemente y
quitando la aterciopelada capa. Trajo luego el _barasing_ su hembra
y su cervato, mansos animales que se ponían á mascar sobre la manta
del santón, y otras veces venía solo, de noche, reluciéndole los ojos
con reflejos verdosos á la vacilante luz de la hoguera, para recibir
su porción de nueces tiernas. Al fin, el ciervo almizclero, el más
tímido y casi el menor de los ciervos, acudió también, erguidas sus
grandes orejas, que recuerdan las del conejo; y hasta el abigarrado,
silencioso _mushick-nabha_ sintió el deseo de averiguar qué era lo
que significaba la luz que brillaba en el templo, y puso su hocico,
parecido al del anta, sobre las rodillas de Purun Bhagat, yendo y
viniendo con las sombras que producía el fuego. Á todos los llamaba
Purun Bhagat «mis hermanos», y su grito de _¡Bahi! ¡Bahi!_ lanzado en
voz baja, tenía el poder de sacarlos del bosque por las tardes, si se
hallaban á distancia en que pudieran oirlo. El oso negro del Himalaya,
sombrío y malicioso (Sona, que lleva impresa bajo la barba una señal
blanca en forma de V) pasó por allí más de una vez, y como el Bhagat no
demostró tenerle miedo, tampoco Sona se mostró malhumorado, sino que
estuvo observándolo, se acercó luego y pidió su parte de caricias, un
pedazo de pan ó bayas silvestres. Muy a menudo, en la callada hora del
amanecer, cuando el Bhagat subía hasta lo más alto del desfiladero
para ver como el rojo día andaba por los nevados picos, hallábase á
Sona arrastrando las patas y gruñendo á sus plantas; metiendo una mano
curiosa bajo los caídos troncos y volviendo á sacarla con un _¡uuuf!_
de impaciencia; ó bien sus pasos despertaban en aquella hora al oso,
que dormía enroscado, y el enorme animal levantábase erguido, pensando
que se trataba de prepararse á la lucha, hasta que oía la voz del
Bhagat y reconocía, entonces, á su mejor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que viven separados de las grandes
ciudades tienen fama de obrar milagros con los animales; pero el
milagro consiste únicamente en estarse muy quieto, en no hacer nunca ni
un solo movimiento precipitado, y por largo rato, cuando menos, en no
mirar directamente al recién llegado. Vieron los aldeanos la silueta
del _barasing_ caminando altanero y como una sombra á través del
obscuro bosque que estaba detrás del templo; al _minaul_, el faisán del
Himalaya, luciendo sus hermosos colores ante la estatua de Kali, y á
los _langures_ sentados dentro y jugando con cáscaras de nuez. Algunos
muchachos habían oído también á Sona, canturreando algo para sí mismo,
como suelen hacer los osos, y con todo ello la reputación de milagrero
que adquirió el Bhagat fué afirmándose más y más.

Y, sin embargo, nada más lejos de sus propósitos que el obrar milagros.
Creía él que todas las cosas son un enorme milagro, y cuando un
hombre llega á saber esto, sabe ya algo que le sirve de base. Estaba
firmemente persuadido de que nada había grande ni pequeño en el mundo,
y día y noche luchaba para llegar á penetrar en el corazón mismo de las
cosas, volviendo al sitio de donde su alma había salido.

Dominado así por sus pensamientos, el descuidado cabello comenzó á
caerle por encima de los hombros; en la losa que tenía al lado de la
piel de antílope se hizo un agujerito con el continuo roce del extremo
de la muleta que sobre ella se apoyaba; el sitio, entre los troncos de
los árboles, donde día tras día descansaba el cuenco se hundió y fué
gastándose, hasta llegar á ser un hueco tan pulimentado como la misma
cáscara de color de tierra que allí se ponía; y cada animal sabía ya
de memoria el lugar exacto que le correspondía junto al fuego. Con las
estaciones cambiaron de color los campos; llenáronse y se vaciaron las
eras, y volvieron una y otra vez á llenarse; y, al llegar el invierno,
saltaron los _langures_ por entre las ramas cubiertas de ligera capa
de nieve, hasta que, con la primavera, trajeron las monas desde valles
más cálidos á sus pequeñuelos de lánguida mirada. En cuanto al pueblo,
pocos cambios hubo en él. El sacerdote había envejecido; muchos de
los que, siendo niños, solían venir con el cuenco, mandaban ahora á
sus propios hijos; y cuando alguien preguntaba á los aldeanos cuanto
tiempo había vivido su santón en el templo de Kali, allá al extremo del
desfiladero, contestaban aquéllos: «siempre».

Llegaron entonces más lluvias de verano, tales como jamás se vieron
en aquellas montañas durante muchas estaciones. Por tres meses bien
cumplidos el valle se vió envuelto en nubes y húmeda niebla... y el
agua caía continua, sin parar, sucediéndose las tormentas una tras
otra. El templo de Kali se quedaba generalmente por encima de las
nubes, y hubo un mes entero en que el Bhagat no pudo ver ni por un
momento la aldea. Estaba aquélla envuelta por una blanca cubierta de
nubes que se balanceaba, mudaba de sitio, rodaba sobre sí misma, ó se
arqueaba hacia arriba, pero que nunca se desprendía de sus estribos,
los flancos del valle.

Durante todo este tiempo no oyó más que los millones de ruidos que
hacía el agua por encima de las copas de los árboles; por debajo, y
siguiendo el suelo; atravesando la pinocha, cayendo gota á gota de
las mil lenguas de los enlodados helechos, y lanzándose, en fangosos
canales que acababan de abrirse, por todos los declives. Entonces
salió el sol é hizo elevarse de los _deodoras_ y de los redodendros
su agradable aroma, y con él vino aquel lejano, purísimo olor al
que llaman los montañeses «el olor de las nieves». Duró el sol una
semana, y, entonces, juntóse la lluvia en un último diluvio, y el agua
empezó á caer formando sábanas que quitaron la corteza de la tierra
y la hicieron, de nuevo, convertirse en barro. Purun Bhagat encendió
aquella noche un gran fuego, porque estaba seguro de que sus hermanos
necesitarían calor; pero ni un solo animal acudió al templo, por más
que él llamara y llamara, hasta quedarse dormido, preocupado por la
idea de lo que habría ocurrido en los bosques.

Era ya plena noche y caía la lluvia, produciendo el ruido de mil
tambores á la vez, cuando fué despertado por unos tirones que daban
á su manta, y, alargando la mano, hallóse con la muy pequeña de un
_langur_.

--Mejor se está aquí que entre los árboles, dijo soñoliento, levantando
un poco la mano. Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ella con fuerza.

--¿Qué quieres, pues, comida? dijo Purun Bhagat. Espera un rato y te la
prepararé.

Como se arrodillara para echar leña al fuego, corrió el _langur_ hasta
la puerta del templo, lloriqueó allí á gritos, y volvió corriendo,
tirándole al hombre de la rodilla.

--¿Qué hay? ¿Qué te ocurre, hermano? dijo Purun Bhagat, porque vió que
los ojos del _langur_ estaban preñados de cosas que no podía decir.
Como no sea que alguno de tu casta haya caído en una trampa (y aquí
no las pone nadie) no estoy dispuesto á salir con ese tiempo. ¡Mira,
hermano, hasta el _barasing_ viene aquí á buscar refugio!

Las astas del ciervo, al entrar á grandes pasos en el templo, chocaron
contra la grotesca estatua de Kali. Bajólas en dirección de Purun
Bhagat y pateó como sintiéndose violento, resoplando con fuerza por las
contraídas narices.

--¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! exclamó el Bhagat haciendo castañetear los dedos.
¿Este es el pago que me das por hospedarte una noche?

Pero el ciervo lo empujó hacia la puerta, y, al hacer esto, oyó
Purun Bhagat el ruido de algo que se abría y vió dos losas del suelo
separarse una de otra, mientras la pegajosa tierra formaba una boca
cuyos labios se apartaban con un chasquido.

--Ya lo veo, ya, ahora, dijo Purun Bhagat. No es extraño que mis
hermanos no se sentaran alrededor del fuego esta noche. La montaña se
hunde. Y, sin embargo... ¿á qué marcharme?

Fijó los ojos sobre el cuenco vacío y la expresión de su cara cambió
por completo.

--Hanme dado comida diariamente desde... desde que vine, y si no me doy
prisa no quedará mañana ni un alma en todo el valle. Indudablemente,
tengo el deber de ir y advertirles á todos los que en él viven lo que
pasa. ¡Atrás, hermano! Déjame llegar hasta el fuego.

Retrocedió de mala gana el _barasing_ y Purun Bhagat cogió un pedazo de
tea, hundiéndolo en las llamas y revolviéndolo hasta que estuvo bien
encendido.

--¡Ah! ¿Vinísteis á avisarme? Pues ahora haremos algo que será aún
mucho mejor, mucho mejor. Vamos afuera, y préstame tu pescuezo,
hermano, porque yo no tengo más que dos pies.

Agarró al _barasing_ por la cerdosa crucera con la mano derecha,
sostuvo la tea, que le servía de antorcha, con la izquierda, y salió
del templo, hundiéndose en la obscuridad de la noche, que era terrible.
No se sentía ni un soplo de viento, pero la lluvia apagaba casi la
vacilante luz al lanzarse el gran ciervo por la pendiente, dejándose
resbalar sobre las ancas. En cuanto salieron del bosque, otros de los
hermanos del Bhagat se reunieron con él. Oyó, aunque no pudiera verlo,
que los _langures_ se apiñaban en torno suyo, y detrás sonaba el _¡uh!
¡uh!_ de Sona. La lluvia tejió sus largas guedejas de tal modo que
parecían cuerdas; el agua le salpicaba al poner los desnudos pies en el
suelo, y su amarillo ropaje se le pegaba al frágil cuerpo envejecido;
pero él siguió andando con firme paso, apoyándose en el _barasing_. No
era ya un santón, sinó _Sir Purun Dass, K. C. I. E._, Primer Ministro
de un Estado que nada tenía de pequeño, hombre acostumbrado á mandar,
y que iba entonces á salvar no pocas vidas. Por el fangoso y rápido
sendero descendieron juntos el Bhagat y sus hermanos hasta que las
patas del ciervo tropezaron contra el muro de una era, y dió aquél un
bufido, porque su olfato le indicaba que por allí estaba el Hombre.
Hallábanse ya al extremo de la única y tortuosa calle de la aldea, y
el Bhagat golpeó con su muleta las cerradas ventanas de la casa donde
vivía el herrero, mientras la tea que le servía de antorcha llameaba al
abrigo del alero de aquélla.

--¡Levantaos y á la calle! gritó Purun Bhagat, y él mismo no reconoció
su propia voz, porque años hacía que no hablaba en voz alta á ningún
hombre. ¡La montaña se hunde! ¡La montaña se hunde! ¡Levantaos y echaos
fuera todos los que estéis en las casas!

--Es nuestro Bhagat, dijo la mujer del herrero. Viene rodeado de sus
animales. ¡Recoje á los pequeños y da la voz de alarma!

Corrió ésta de casa en casa, mientras los animales apiñados en la
estrecha vía chocaban unos con otros y se atropellaban en torno del
Bhagat, y Sona resoplaba con impaciencia.

Precipitóse á la calle toda la gente (no eran juntos más que unas
setenta personas), y, á la luz de antorchas, vieron á su Bhagat,
que aguantaba, para que no se escapara, al aterrorizado _barasing_,
mientras los monos se cogían con aspecto lastimoso á la ropa de aquel y
Sona se sentaba y comenzaba á dar bramidos.

--¡Atravesad el valle y subid á la montaña opuesta! gritó con fuerte
voz Purun Bhagat. ¡Que no se quede nadie rezagado! ¡Nosotros iremos
detrás!

Corrió, entonces, la gente como sólo los montañeses son capaces de
correr, porque sabían que en un hundimiento de tierras lo que había que
hacer era subirse al sitio más alto, al otro lado del valle. Huyeron,
lanzándose al estrecho río que había al extremo, y subieron, sin
aliento casi, por los terraplenados campos del otro lado, mientras el
Bhagat y sus _hermanos_ los seguían. Fueron ascendiendo por la montaña
opuesta, llamándose unos á otros por su nombre (el modo de tocar
llamada en la aldea), y, pisándoles los talones, subía trabajosamente
el gran _barasing_, sobre el cual pesaba el cuerpo casi desfallecido
de Purun Bhagat. Por fin, paróse el ciervo á la sombra de un espeso
bosque de pinos, á ciento cincuenta metros de altura en la vertiente.
Su instinto, que le advirtió del próximo hundimiento, díjole también
que allí se hallaba seguro.

Junto á él dejóse caer casi desmayado Purun Bhagat, porque el
enfriamiento ocasionado por la lluvia y aquella desesperada ascensión
lo estaban matando; pero antes había dicho á los portadores de
antorchas desparramados por la vanguardia:

--Paraos, y contad cuantos sois.

Luego, añadió en voz baja dirigiéndose al ciervo, al ver que las luces
se agrupaban:

--Quédate conmigo, hermano. Quédate... hasta... que... me muera.

Oyóse en el aire un ruido leve como un suspiro, que se convirtió en
murmullo; luego un murmullo que fué creciendo hasta parecer rugido;
y el rugido traspasó todos los límites de lo que puede resistir el
oido humano, y la vertiente en que los aldeanos se hallaban recibió
un choque en medio de la obscuridad, retemblando sobre sus cimientos.
Entonces una nota firme, profunda, clara como un _do_ grave arrancado
á un órgano, sofocó todo otro ruido por espacio, quizás, de cinco
minutos, y, mientras duró, hasta las mismas raíces de los pinos
temblaban. Pasó, y el rumor de la lluvia, cayendo sobre innumerables
metros de tierra dura y de yerba, cambióse en ahogado tamborileo del
agua sobre tierra blanda. Esto sólo bastaba para explicarlo todo.

Ni un solo aldeano (ni siquiera el mismo sacerdote) tuvo suficiente
valor para hablar al Bhagat, que les había salvado á todos la vida.
Acurrucáronse bajo los pinos, y allí esperaron hasta que se hizo de
día. Cuando llegó éste miraron á través del valle, y vieron que lo que
había sido bosque, y campos de cultivo, y tierras de pasto cruzadas
de senderos, era ahora informe y sucio montón, pelado, rojo, en forma
de abanico, con unos pocos árboles tirados con la copa hacia abajo
sobre el declive. Subía esta masa roja hasta muy arriba de la montaña
donde ellos buscaron refugio, deteniendo la corriente del estrecho
río, que había comenzado ya á ensancharse, formando un lago de color
de ladrillo. De la aldea, del camino que conducía al templo, y aun del
templo mismo y del bosque situado á su espalda, no quedaba ni rastro.
En el espacio de un cuarto de legua de ancho, y á más de seiscientos
metros de profundidad, todo el flanco de la montaña había materialmente
desaparecido, alisado por completo de arriba abajo.

Y los aldeanos, uno á uno, se acercaron á su Bhagat, á través del
bosque, sin hacer ruido, para rezar ante él. Vieron entonces al
_barasing_ de pie, á su lado, y escapándose en cuanto estuvieron cerca;
oyeron á los _langures_ lamentándose por entre las ramas, y á Sona
quejándose tristemente montaña arriba; pero su Bhagat estaba muerto,
sentado, con las piernas cruzadas, apoyada la espalda en el tronco
de un árbol, la muleta bajo el sobaco, y el rostro vuelto hacia el
Noroeste.

El sacerdote les dijo:

--¡Mirad: he aquí un milagro tras otro, porque precisamente en esta
actitud deben ser enterrados todos los _sunnyasis_! Así, pues, donde
ahora está es donde elevaremos un templo á nuestro santón.

Antes de terminarse el año había sido ya edificado ese templo (un
santuario pequeño, de piedra y de fango) y llamaron á la montaña la
Montaña del Bhagat, adorándolo allí y llevándole luces, flores y
dádivas, lo que continúa hasta hoy. Pero lo que no saben los aldeanos
es que el santo de su devoción es el difunto _Sir Purun Dass, K. C. I.
E., D. C. L., Ph. D._,[17] etc., que fué un tiempo Primer Ministro
del ilustrado y progresivo Estado de Mohiniwala, y miembro honorario ó
correspondiente de muchas más sabias y científicas sociedades de las
que se necesitan para hacer algo de provecho en este mundo...

                             [Ilustración]


                   =Canción al estilo de Kabir=[18]


    Leve peso era el mundo entre sus manos,
    insoportable carga sus riquezas:
    al _guddee_ ha preferido la mortaja
    y cual _bairagi_[19] vaga por la tierra.

    No posa ya sus pies en otra alfombra
    que el polvo del camino, aquel que lleva
    á Delhi, y en el cual sólo le guardan
    el _sal_ y el _kikar_ cuando el sol le quema.

    Su casa es el lugar en que reposa,
    ya entre las gentes ó en desiertos duerma,
    y él prosigue su vía, aquella vía
    de perfección con que el _bairagi_ sueña.

    Ha clavado en el Hombre su mirada
    y ha visto clara la verdad entera:
    un Dios hubo, un Dios hay: no más que uno
    Kabir, el gran Kabir, dijo que hubiera.

    Todo el problema de la acción lo mira
    cual leve nube, no cual ancha niebla
    roja, extendida, como en otro tiempo...
    y él vaga, cual _bairagi_, por la tierra.

    Quiere aprender á amar á sus hermanos
    el césped, y Dios mismo, y aun las fieras:
    deja el poder y la mortaja toma:
    (¿no oís, dice Kabir?)--_bairagi_ queda.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[15] Iniciales del título: _Knight Commander of the Order of the Indian
Empire_.--N. del T.

[16] _Coco de mar_ es el nombre vulgar de la _Lodoicea Secheyllarum_,
planta que pertenece al género de las monocotiledóneas, familia de las
palmeras. El fruto de este árbol es enorme. Del hueso hacen los indios
vasijas.--N. del T.

[17] D. C. L. y Ph. D. son las iniciales de los títulos: _Doctor of
Civil Law y Doctor of Philosophy_ (Doctor en Derecho Civil y Doctor en
Filosofía).--N. del T.

[18] Kabir es el nombre del más original é influyente de los
reformadores religiosos de la India. Es una especie de Mahoma. Aún hoy
se cuentan por miles los que «siguen el camino de Kabir», y la secta
que él fundó cuenta con importantes monasterios.--N. del T.

[19] Usa aquí el autor la palabra _bairagi_ en otro sentido distinto
del que le da anteriormente en este mismo cuento, pero sin explicarlo,
y dejándolo á la penetración del lector, como tantos otros vocablos
exóticos que emplea deliberadamente.--N. del T.


                             [Ilustración]



                           LA SELVA INVASORA

                                         Yerba, flor y enredadera,
                                       tiende sobre todo un velo:
                                       que de esa raza se borre
                                       hasta el más leve recuerdo;
                                       que cubra negra ceniza
                                       los altares y que en ellos
                                       los blancos pies de la lluvia
                                       pongan su huella en silencio;
                                       que en el campo yermo pueda
                                       tener el gamo su lecho,
                                       y nadie á asustarle vaya
                                       ni á azorar sus pequeñuelos;
                                       que los muros se derrumben
                                       por ceder al propio peso,
                                       y que ni lo sepa nadie,
                                       ni nadie en pie vuelva á verlos.


Recordaréis, si leisteis los primeros cuentos de esta obra, que después
que Mowgli hubo clavado en la Peña del Consejo la piel de Shere Khan
dijo á cuantos quedaban en la manada de Seeonee que, en adelante,
cazaría solo en la Selva, y los cuatro hijos de Papá Lobo y de su
esposa afirmaron que ellos cazarían también en su compañía. Pero
no es muy fácil cambiar de vida en un momento... sobre todo en la
Selva. Lo primero que hizo Mowgli cuando la manada se hubo dispersado,
marchándose los que la formaban, fué irse á la cueva donde había tenido
su hogar, y dormir allí durante un día y una noche. Luego, contóles
á Papá Lobo y á la Mamá todo lo que creyó que podrían entender de
cuantas aventuras había corrido entre los hombres, pero cuando, por la
mañana, se entretuvo en hacer que el sol se reflejara en la hoja de su
cuchillo (el mismo que le sirvió para desollar á Shere Khan), entonces
confesaron que algo había aprendido. Luego, Akela y el _Hermano Gris_
tuvieron que contar cómo habían tomado parte en la gran embestida de
los búfalos en el torrente; Baloo subió con pena la montaña para oirlo
todo, y Bagheera se rascaba de gusto al ver de qué modo había Mowgli
dirigido su batalla.

Rato hacía que había salido el sol, y nadie pensaba aún en irse á
dormir, antes bien, de cuando en cuando, durante el relato, levantaba
Mamá Loba la cabeza y olfateaba profundamente y con satisfacción cuando
el viento le llevaba el olor de la piel del tigre desde la Peña del
Consejo.

--Á no ayudarme Akela y el _Hermano Gris_, nada habría podido hacer,
dijo Mowgli al terminar. ¡Ah, madre, madre! ¡Si hubieras visto á
aquellos toros negros bajar por el torrente, ó precipitarse por las
puertas de la aldea cuando me apedreaba la _manada_ de hombres!

--Me alegro de no haber visto esto último, dijo muy tiesa Mamá Loba. No
entra en mis costumbres el permitir que traten á mis cachorros como si
fueran chacales. Buen desquite hubiera yo tomado de la manada humana;
pero perdonando á la mujer que te dió la leche. Sí, lo que es á ella la
hubiera perdonado... sólo á ella.

--¡Calma, calma, Raksha! dijo perezosamente Papá Lobo. Nuestra _rana_
ha vuelto... y tan sabia que hasta su propio padre tiene que lamerle
los pies... Después de esto ¿qué significa una cicatriz más ó menos en
la cabeza? Deja en paz á los hombres.

Y Baloo y Bagheera juntos repitieron como un eco:

--Deja en paz á los hombres.

Mowgli, colocada la cabeza sobre uno de los lados de Mamá Loba, sonrió
tranquilamente, y dijo que, por su parte, no deseaba ver ú oir á hombre
alguno, ni husmearlo siquiera.

--Pero (contestó Akela levantando una oreja), pero ¿y si fueran los
hombres los que no te dejaran á tí en paz, Hermanito?

--_Cinco_ somos... dijo el Hermano Gris mirando á los allí reunidos y
castañeteando los dientes al pronunciar la última palabra.

--También nosotros podríamos tomar parte en la caza, añadió Bagheera
sacudiendo un poco la cola y mirando á Baloo. Pero ¿por qué pensar
ahora en los hombres, Akela?

--Por esta razón, contestó el Lobo Solitario: cuando la amarilla piel
de ese ladrón estuvo extendida sobre la peña volví yo, siguiendo
nuestra acostumbrada pista, hacia la aldea, pisando en mis mismas
huellas, volviéndome de lado y echándome, para que así se perdiera el
rastro, si alguien intentaba seguirnos. Pero cuando hube enmarañado de
tal modo ese rastro que ni yo mismo era capaz de reconocerlo, Mang,
el murciélago, llegó, vagando por entre los árboles, y se puso á
revolotear en el sitio en que yo estaba. Díjome entonces:

--La aldea en que vive la manada de hombres que arrojó al _cachorro
humano_ está como un avispero.

--Es que la piedra que les tiré yo era gorda, dijo, riéndose, Mowgli,
que muchas veces se había divertido en tirar papayas secas á los
avisperos, echando luego á correr hasta la laguna más próxima antes de
que los avispones se le echaran encima.

--Preguntéle á Mang qué es lo que había visto. Díjome que á la puerta
de la aldea florecía la Flor Roja, y que, en torno suyo, se sentaban
hombres que llevaban escopetas. Ahora bien, yo sé, porque mis razones
tengo para ello (y Akela miró, al decirlo, á las antiguas cicatrices
que tenía en los lados é ijadas), que los hombres no llevan escopetas
sólo por el gusto de llevarlas. No pasará mucho tiempo, Hermanito,
antes de que un hombre nos siga el rastro... si no lo está haciendo ya.

--Pero ¿por qué ha de seguirlo? Los hombres me han arrojado de su seno.
¿Qué más quieren? dijo, incomodado, Mowgli.

--Un hombre eres, Hermanito, contestó Akela. No somos _nosotros_, los
Cazadores Libres, los que hemos de decirte lo que hacen los de tu
casta, ni las razones que para ello tengan.

Apenas si tuvo tiempo de levantar una pata y ya el cuchillo de Mowgli
se clavaba en el suelo, en el sitio en que había estado aquélla. El
muchacho dió el golpe con mucha más presteza de lo que el ojo humano
está acostumbrado á ver y á seguir; pero Akela era un lobo; y hasta un
perro, que dista ya bastante de los lobos salvajes, sus abuelos, puede
despertar de profundo sueño al sentir que la rueda de un carro le toca
en un lado, y escaparse ileso antes de que aquélla le pase por encima.

--Otra vez, dijo Mowgli con calma, volviendo el cuchillo á la vaina,
procura pensarlo dos veces antes de hablar de la _manada de los
hombres_ y de mí.

--¡Pché! Afilado está ese diente, contestó Akela, olfateando el corte
que la hoja había hecho en el suelo; pero al vivir con la manada de
los hombres has perdido el buen ojo, Hermanito. Con el tiempo que has
necesitado tú para dejar caer el cuchillo hubiera tenido yo bastante
para matar á un gamo.

De un salto púsose Bagheera en pie, levantó la cabeza tanto como pudo,
resopló, y cada curva de su cuerpo pareció ponerse tirante. Pronto
siguió su ejemplo el Hermano Gris, echándose un poco hacia la izquierda
para mejor recibir el viento que soplaba de la derecha; y, entre tanto,
Akela saltaba á una distancia de cerca de cincuenta metros y se quedaba
medio agachado, tirantes también todos sus músculos. Mowgli sintió
envidia al mirarlos. Tenía él tan fino el olfato como pocos hombres
puedan tenerlo; pero nunca había podido llegar á aquella extremada
finura característica de toda nariz perteneciente al Pueblo de la Selva
y que hace que cada una se asemeje á un gatillo sensible hasta á la
presión de un cabello. Además, los tres meses pasados en la ahumada
aldea habían embotado grandemente su facilidad para percibir olores.
Sea como fuere, humedeció un dedo, frotólo contra la nariz y se irguió
para mejor tomar el viento alto, que aunque es el más débil, es, sin
embargo, el que no engaña.

--¡El hombre! gruñó Akela, dejándose caer sobre las ancas.

--¡Buldeo! dijo Mowgli, sentándose. Sigue nuestro rastro; allá abajo
veo brillar al sol su escopeta. ¡Mirad!

No fué más que una chispa de luz, que no duró ni un segundo y que
brotó de las lañas de latón del viejo mosquete; pero nada hay en la
Selva que brille de aquel modo, con tal chispazo, excepto cuando las
nubes emprenden la carrera por el cielo. Entonces un pedazo de mica,
un charco de agua ó hasta una hoja muy barnizada brillan como un
heliógrafo. Pero aquel día no se veían nubes y todo estaba en calma.

--Ya sabía yo que los hombres seguirían el rastro. Por algo he dirigido
á la manada.

Nada dijeron los cuatro cachorros; pero echaron montaña abajo, casi
aplastados contra el suelo, y parecieron fundirse con los espinos y
malezas, como un topo desaparece bajo la tierra de un prado.

--¿Á dónde vais, así, y sin decir palabra? gritóles Mowgli.

--¡Chis! Antes de mediodía haremos rodar por aquí su cráneo, contestó
el Hermano Gris.

--¡Atrás! ¡Atrás! ¡Esperad! ¡Los hombres no se comen unos á otros!
chilló Mowgli.

--¿Y quién, si no tú, es el que hace un momento quería ser lobo? ¿Quién
el que me tiró una cuchillada por creer yo que podía él ser hombre?
dijo Akela, mientras los cuatro lobos volvían de mala gana y se dejaban
caer sobre las patas traseras.

--¿Tengo, acaso, que explicar los motivos de todo lo que se me antoje
hacer? contestó, furioso, Mowgli.

--¡Ya apareció el Hombre! ¡Así es como los hombres hablan! murmuró
entre dientes Bagheera. ¡Así hablaban alrededor de las jaulas del Rey
en Oodeypore! Á nosotros, los de la Selva, nos consta que el hombre es
el más sabio de todos los seres creados. Pero, si diéramos siempre fe
á nuestros propios oídos, nos convenceríamos de que es lo más tonto de
este mundo.

Elevando la voz añadió:

--El _hombrecito_ tiene en esto razón. Los hombres cazan en cuadrilla.
Matar á uno, mientras no sepamos qué es lo que van á hacer los demás,
es cazar mal. Venid, vamos á ver qué es lo que ése hacer contra
nosotros.

--No iremos, refunfuñó el Hermano Gris. Caza solo, Hermanito.
_Nosotros_... sabemos lo que queremos. Ya hubiera estado ahora el
cráneo á punto de traerlo aquí.

Miraba Mowgli ya á uno ya á otro de sus amigos, palpitante el pecho y
llenos de lágrimas los ojos. Adelantóse á grandes pasos hacia los lobos
é hincando una rodilla dijo:

--¿Por ventura no sé yo lo que quiero? ¡Miradme!

Miráronle con cierto embarazo, y cuando sus ojos se desviaron volvió
á llamarles él una y otra vez, hasta que se les erizó el pelo en
todo el cuerpo, y les temblaron los miembros, mientras Mowgli seguía
clavándoles la vista.

--Ahora, les dijo, de nosotros cinco ¿quién es aquí el jefe?

--Tú, Hermanito, dijo el Hermano Gris, y se acercó á lamer el pie de
Mowgli.

--Seguidme, pues, contestó éste. Y los cuatro le siguieron, pisándole
los talones y con la cola entre piernas.

--Esa es la consecuencia de haber vivido con la manada de los hombres,
dijo Bagheera deslizándose tras ellos. Hay ahora en la Selva algo más
que su Ley, Baloo.

Nada contestó el oso; pero quedóse pensando infinidad de cosas.

Cortó Mowgli á través de la Selva sin producir el menor ruido, en
ángulo recto con el camino que seguía Buldeo, hasta que, separando
la maleza, vió al viejo con el mosquete al hombro, y siguiendo á un
trotecillo como de perro el rastro de la noche anterior.

Recordaréis que Mowgli abandonó la aldea llevando á cuestas la pesada
carga de la piel sin adobar de Shere Khan, mientras Akela y el Hermano
Gris corrían detrás, de modo que el triple rastro quedaba marcado
con toda claridad. De pronto llegó Buldeo al sitio en que Akela había
retrocedido, como ya sabéis, y embrollado todas las señales de la
pista. Sentóse, entonces, tosió y refunfuñó, dió rápidas ojeadas, en
torno suyo y en dirección de la Selva, para recobrar el perdido rastro,
y durante todo el tiempo que estuvo haciendo esto hubiera podido tocar
con una pedrada á los que estaban observándole. Nadie puede hacer las
cosas tan silenciosamente como un lobo cuando no quiere él que le
oigan, y, en cuanto á Mowgli, aunque sus compañeros creyeran que se
movía muy pesadamente, ello es que sabía deslizarse como una sombra.
Rodeaban todos al viejo como una manada de puercos marinos rodea á un
vapor que va á toda máquina, y, mientras lo tenían encerrado en un
círculo, hablaban descuidadamente, porque se mantenían á un diapasón
muy por debajo de lo que ineducados oídos humanos pueden llegar á
percibir. (Al otro extremo de la escala se halla el agudo chillido de
Mang, el murciélago, que innumerables personas no oyen poco ni mucho.
De esta nota participan el lenguaje de los pájaros, de los murciélagos
y de los insectos).

--Más divertido es esto que la misma caza, dijo el Hermano Gris al ver
que Buldeo se agachaba, miraba á hurtadillas y resollaba fuertemente.
Parece un cerdo perdido en las selvas de la orilla del río. ¿Qué es lo
que dice? añadió al ver que Buldeo murmuraba algo con aire furioso.

Mowgli tradujo entonces:

--Dice que manadas enteras de lobos debieron de bailar en torno mío...
y que en toda su vida no vió jamás un rastro así... y que está cansado.

--Ya descansará antes de que haya podido desembrollar la pista, dijo
fríamente Bagheera dando la vuelta al tronco de un árbol como si
estuvieran todos jugando á la gallina ciega. Y _ahora_ ¿qué es lo que
hace ese viejo flacucho?

--Comer ó sacar humo por la boca. Los hombres siempre juegan con ella,
dijo Mowgli. Y los silenciosos ojeadores vieron cómo el viejo llenaba,
encendía y chupaba una pipa de las de agua, y se fijaron especialmente
en el olor del tabaco para por él estar seguros de reconocer á Buldeo,
si era preciso, aunque fuése en mitad de la más obscura noche.

Descendió, entonces, por el camino un grupo de carboneros, y,
naturalmente, se pararon á hablar á Buldeo, cuya fama de cazador
se extendía lo menos cinco leguas á la redonda. Sentáronse todos y
fumaron, acercándose Bagheera y los demás para observarlos, mientras
Buldeo comenzó á contar la historia de Mowgli, el niño-diablo, de cabo
á rabo, con adiciones y mentiras. Hablóles de cómo él mismo había
matado realmente á Shere Khan; de cómo Mowgli se había convertido en
lobo, luchando con él toda la tarde, y transformádose luego nuevamente
en muchacho, y embrujádole el rifle á Buldeo, de tal modo que cuando
éste se lo apuntó á Mowgli la bala dió media vuelta y fué á matar á uno
de los búfalos del propio Buldeo; finalmente, de cómo sabiendo los de
la aldea que era él el más bravo de todos los cazadores de Seeonee le
había comisionado para que fuera en busca del niño-diablo y lo matara.
Pero, entretanto, los aldeanos habían cogido á Messua y á su marido,
que eran, indudablemente, los padres del niño-diablo, y habíanlos
encerrado en su propia choza, y dentro de poco los someterían al
tormento, para hacerles confesar que él era un brujo, y una bruja ella,
tras de lo cual los quemarían vivos.

--¿Cuándo? dijeron los carboneros, porque ellos deseaban muchísimo
estar presentes á la ceremonia.

Contestó Buldeo que nada se haría hasta que él volviera, porque en la
aldea deseaban que matara antes al Niño de la Selva. Después de esto
despacharían á Messua y á su marido, y dividirían sus tierras y sus
búfalos entre los habitantes de la aldea. Por cierto que el marido
de Messua tenía algunos búfalos magníficos. Era muy conveniente, en
opinión de Buldeo, el ir quitando de en medio á todos los hechiceros,
y esa gente que mantiene niños-lobos sacados de la Selva, constituía,
evidentemente, la peor clase de brujos.

--Pero ¿qué ocurriría si se enteraban de eso los ingleses? dijeron los
carboneros. Los ingleses, según ellos habían oido decir, eran gente de
tan poco seso que no querían permitir que honrados labradores mataran
en paz á sus brujos.

--¿Y qué? contestó Buldeo: el jefe de la aldea daría parte de que
Messua y su marido habían muerto de la picadura de una serpiente.
En cuanto á _eso_ podía decirse que era ya cosa hecha; lo único que
faltaba ahora era matar al niño-lobo. ¿No habían visto ellos, por
casualidad, á aquel engendro?

Miraron á uno y otro lado los carboneros, y dieron gracias á su
buena estrella de que pudieran decir que no; pero manifestaron que,
indudablemente, Buldeo, cuyo valor era de todos conocido, podría
encontrarle mejor que nadie. El sol iba ya al ocaso, y pensaban ellos
que acaso podrían darse una vuelta por la aldea de Buldeo para ver á
aquella bruja malvada. Á esto contestó el cazador que, aunque su deber
era matar al niño-diablo, no podía permitir que un grupo de hombres que
no iban armados atravesara la selva sin ir escoltado por él, cuando
de donde menos se pensara podía salir á cada momento el niño-diablo.
Por lo tanto, él les acompañaría, y si el hijo de los hechiceros se
presentaba... ya les enseñaría él como se las había con tal clase de
seres el mejor cazador de Seeonee. El brahmán, dijo, le había dado un
amuleto para protegerse contra aquel maligno espíritu, con lo cual nada
había, pues, que temer.

--¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? repetían los lobos cada cinco
minutos, y Mowgli iba traduciendo, hasta que llegó á aquella parte del
relato en que se hablaba de la bruja, y que era algo superior á sus
facultades, por lo que dijo que el hombre y la mujer que tan amables
habían sido con él estaban metidos en una trampa.

--¿Pero es que los hombres se encierran unos á otros en trampas?

--Eso dice él. No entiendo su charla. Se han vuelto locos todos. ¿Qué
tienen que ver conmigo Messua y su marido para que los metan en una
trampa, y qué significa todo eso que dice de la Flor Roja? Tendré que
ver lo que es. De todos modos, sea lo que fuere lo que le hagan á
Messua, nada realizarán hasta que vuelva Buldeo. Por lo tanto...

Quedóse Mowgli pensando profundamente, mientras sus dedos jugaban con
el mango del cuchillo, y, entre tanto, Buldeo y los carboneros se
alejaron tranquilos, formando una hilera.

--Me vuelvo corriendo á la manada de los hombres, dijo, al fin, Mowgli.

--¿Y ésos? preguntó el Hermano Gris, mirando como hambriento hacia los
carboneros.

--Cantadles un poco mientras regresan á casa, contestó Mowgli
sonriendo. No quisiera que llegaran á las puertas de la aldea hasta que
fuera de noche. ¿No podéis vosotros entretenerlos?

El Hermano Gris enseñó los dientes con aire despreciativo.

--O yo no sé lo que son hombres, ó podemos hacerles dar vueltas y
vueltas como cabras atadas á una cuerda...

--No es esto lo que necesito. Cantadles un poco para que no hallen tan
solitario el camino; y la canción que cantéis, Hermano Gris, ninguna
necesidad hay de que sea de las más dulces. Acompáñalos, Bagheera, y
ayuda á entonar la canción. Cuando haya oscurecido ven á encontrarme
junto á la aldea... el Hermano Gris sabe dónde.

--No es leve trabajo el de cazar para el _Hombrecito_. ¿Y cuándo
dormiré? dijo Bagheera bostezando, aunque en los ojos se le viera la
alegría con que se prestaba á aquel juego. ¡Cantarles yo á hombres
desnudos! Pero probemos.

Bajó la cabeza para que el sonido llegara más lejos, y lanzó un
larguísimo grito de: _¡Buena suerte!_..., un grito para ser lanzado
en mitad de la noche y que ahora, por la tarde, no dejaba de sonar de
un modo horrible, sobre todo, como comienzo. Mowgli le oyó retumbar,
elevarse, caer, extinguirse, al fin, en una especie de lamento que
parecía arrastrarse, y sonrió á solas, al ir corriendo á través de la
Selva. Distinguía perfectamente á los carboneros agrupados en círculo,
mientras el cañón de la escopeta de Buldeo se balanceaba como una hoja
de plátano, tan pronto hacia uno como hacia otro de los cuatro puntos
cardinales. Entonces, lanzó el Hermano Gris el _¡ya-la-hi! ¡yalaha!_,
el grito de caza para los gamos, cuando la manada corre detrás del
_nilghai_, la gran vaca azul, y pareció que el grito venía del fin
del mundo, acercándose, acercándose cada vez más, hasta que terminó,
al fin, en un chillido bruscamente cortado. Contestaron al lobo los
otros tres, de tal modo que hasta el mismo Mowgli podía haber jurado
que la manada entera gritaba á la vez, y entonces, todos juntos,
prorrumpieron en la magnífica _Canción matutina en la Selva_, con
todas las variaciones, preludios y demás que sabe hacer la potente
voz de un lobo de los de la manada. He aquí la canción groseramente
traducida á nuestro lenguaje; pero imaginaos cómo debe de sonar al
romper el silencio de la tarde, en la Selva:

    Sobre la llanura no vagaban sombras
            ha sólo un instante,
    de ésas que tan negras tras de nuestra pista
            parecen lanzarse.

    Las rocas y arbustos, en medio al reposo
            matinal del aire,
    con duros contornos se ven dibujados
            y se alzan gigantes.

    Llegó ya el momento de gritar: ¡Descansen
    cuantos con cuidado nuestra Ley guardaren!

    Recógense ahora todos nuestros pueblos
            y van á ocultarse;
    los fieros varones que la Selva tiene
            se arrastran cobardes,
    ó allá en sus guaridas permanecen quietos,
            mientras el buey sale
    y uncido en parejas arrastra el arado
            que cien surcos abre.

    Desnuda y temible la Aurora al alzarse
    sobre el horizonte parece que arde.

    ¡Á nuestros cubiles! que el sol ya despierta
            la yerba brillante,
    y entre los bambúes se oyen ya susurros
            que llevan los aires.

    Al cruzar los bosques, que ilumina el día
            ¡qué raro contraste!
    Los ojos nos duelen, y casi cerrarlos
            tanta luz nos hace.

    Entonces, volando va el pato salvaje
    y--¡Hombres, es de día!--grita al alejarse.

    Seco en vuestras pieles está ya el rocío
            que mojólas antes;
    secos los caminos que él humedecía,
            y en los barrizales
    los charcos se truecan en frágil arcilla
            que cruje al quebrarse.
    La Noche, traidora, revela las huellas
            que ocultaba, y parte.

    Por eso nosotros gritamos: ¡Descansen
    todos los que fieles nuestra Ley guardaren!

Pero no hay traducción que pueda darnos exacta idea del efecto que la
canción producía, ni de los desdeñosos aullidos con que _los Cuatro_
iban diciendo cada palabra de la misma, al oir que las ramas crujían
cuando, á toda prisa, se encaramaban los hombres á ellas, mientras
Buldeo comenzaba á repetir encantos y maleficios. Después de esto,
echáronse y durmieron, porque, como todos los que viven gracias al
propio esfuerzo, eran de carácter metódico, y nadie puede trabajar bien
sin dormir.

Entre tanto, iba Mowgli devorando leguas, más de dos por hora,
balanceando el cuerpo, contentísimo por hallarse tan ágil después de
todos los meses de sujeción que había pasado entre los hombres. Su idea
fija era sacar á Messua y á su marido de la trampa, fuera de la clase
que fuera, porque á él le inspiraban natural desconfianza todas las
trampas. Más tarde, prometíase pagar con creces las deudas que tenía
pendientes con la aldea.

Era ya el anochecer cuando vió las tierras de pastos que tan bien
recordaba, y el árbol de _dhâk_, donde el Hermano Gris le había
esperado aquella mañana en que mató á Shere Khan. Incomodado, como
estaba, con toda la raza humana, sintió que algo le oprimía la garganta
y le obligaba á recobrar con fuerza el perdido resuello cuando tendió
la vista sobre los tejados de la aldea. Observó que todo el mundo había
vuelto del campo á hora más temprana de lo acostumbrado, y que en vez
de ir á cuidar de la cena se reunían en un gran grupo bajo el árbol de
la aldea, hablando y gritando.

--Está visto que los hombres no están contentos más que cuando pueden
construir trampas para sus semejantes, dijo Mowgli. La otra noche era
yo... pero de aquella noche parecen haber pasado ya muchas _lluvias_.
Esta noche son Messua y _su hombre_. Mañana (y muchas noches más
después de mañana), le llegará otra vez el turno á Mowgli.

Arrastróse á lo largo de la parte exterior del muro hasta llegar á la
choza de Messua, y, una vez allí, miró por la ventana hacia el interior
de la habitación. En ella estaba echada Messua, amordazada, atados pies
y manos, respirando fuertemente y dando gemidos; mientras á su marido
se le veía amarrado á la cama pintada de alegres colores. La puerta
de la choza que daba á la calle estaba fuertemente cerrada, y tres ó
cuatro personas se sentaban con la espalda contra ella.

Conocía Mowgli bastante bien los usos y costumbres de los aldeanos.
Dedujo, pues, de sus observaciones que mientras pudieran aquéllos
comer, charlar y fumar nada más que esto habían de hacer; pero en
cuanto estuvieran hartos comenzarían á ser peligrosos. Dentro de poco
estaría de vuelta Buldeo, y si su escolta había cumplido con su deber,
el cazador tendría un interesantísimo cuento más que referir. Así,
pues, entró por la ventana, y, agachándose junto al hombre y la mujer,
cortó las ataduras, quitó la mordaza, y buscó en la choza un poco de
leche.

Estaba Messua medio loca de dolor y de miedo (durante toda la mañana
había sido apaleada y apedreada), y púsole Mowgli la mano en la boca en
el preciso momento en que iba ella á dar un chillido, que así se evitó.
En cuanto á su esposo, no estaba más que desconcertado y colérico á la
vez, y se sentó limpiándose el polvo é inmundicias que tenía adheridos
á la barba, medio arrancada.

--Ya sabía yo... ya sabía yo que vendría, dijo, al fin, Messua
sollozando. ¡Ahora sí que sé positivamente que es mi hijo! Y, al
decirlo, apretaba á Mowgli contra su corazón.

Hasta aquel momento había estado el muchacho completamente sereno;
pero, entonces, comenzó, de pronto, á temblarle todo el cuerpo, y
grande fué su sorpresa al notarlo.

--¿Qué significan esas ligaduras? ¿Por qué te han atado? preguntó,
después de un rato de pausa.

--¡Verse á punto de morir por haberte hecho nuestro hijo!... ¿Qué otra
cosa quieres que sea? dijo el hombre con aspereza. ¡Mira! ¡Sangre!

Nada dijo Messua, pero las heridas que Mowgli miraba eran las de ella,
y ambos, marido y mujer, le oyeron rechinar los dientes cuando vió la
sangre que de aquéllas manaba.

--¿Quién ha hecho esto? dijo. Quien lo haya hecho lo pagará caro.

--Toda la aldea ha sido. Era yo demasiado rico. Tenía demasiado ganado.
_Por lo tanto_, ella y yo somos brujos, por haberte acogido bajo
nuestro techo.

--No lo entiendo. Que me lo cuente Messua.

--Yo te dí leche, Natoo. ¿Te acuerdas? dijo Messua con timidez. Te
la dí porque eras mi hijo, el que el tigre me arrebató, y porque te
quería de verdad. Dijeron, entonces, que yo era tu madre, la madre de
un diablo, y que, por lo tanto, merecía la muerte.

--Y ¿qué es un diablo? preguntó Mowgli. En cuanto á la muerte la he
visto ya.

Miró el hombre al muchacho con aire lúgubre, pero Messua se rió.

--¿Ves? le dijo á su marido. Ya lo sabía yo... ya decía yo que no era
él ningún hechicero. ¡Es mi hijo... mi hijo!

--Hijo ó hechicero... ¿de qué ha de servirnos ya? contestó el hombre.
Lo que es nosotros podemos darnos por muertos.

--Ahí está el camino de la Selva... dijo Mowgli, señalando á través de
la ventana. Libres tenéis ya manos y pies. Marchaos ahora mismo.

--No conocemos nosotros la Selva, hijo mío, como... como la conoces tú,
comenzó á decir Messua. No creo, tampoco, que pudiera yo llegar muy
lejos.

--Y hombres y mujeres nos seguirían para arrastrarnos nuevamente hasta
aquí, añadió el marido.

--¡Pché! contestó Mowgli, mientras se hacía cosquillas en la palma de
la mano con la punta de su cuchillo: no tengo ningunas ganas de causar
á nadie en la aldea el menor daño... _todavía_; pero no creo que á
vosotros os detengan. De aquí á un momento tendrán otras muchas cosas
en que pensar. ¡Ah! añadió levantando la cabeza y escuchando los gritos
y el ruido de pasos fuera de la casa. ¡De modo que, por fin, han dejado
volver á Buldeo!

--Mandáronle esta mañana para que te matara, gritó llorando Messua. ¿No
lo encontraste?

--Sí... lo encontramos... lo encontré yo. Tiene algo que contar, y,
mientras lo cuenta, tiempo hay para hacer mucho. Pero antes tengo que
enterarme de sus propósitos. Pensad á donde queréis ir, y decídmelo
cuando vuelva.

Saltó por la ventana y corrió, nuevamente, á lo largo del muro de
la aldea, por su parte exterior, hasta llegar á la distancia en que
pudiera oir á la muchedumbre reunida alrededor del árbol comunal.
Buldeo estaba echado en el suelo, tosiendo y gimoteando, y todos le
agobiaban á preguntas. Llevaba el cabello caído sobre los hombros;
destrozada la piel de manos y piernas, con tanto encaramarse á los
árboles; apenas podía hablar; pero estaba profundamente poseído de la
importancia de su situación. De cuando en cuando pronunciaba algunas
palabras, hablando de diablos, de canciones por ellos entonadas y de
encantamientos, lo suficiente para que la muchedumbre fuera haciendo
boca y preparándose para lo que iba á venir después. Á continuación
pidió que le trajeran agua.

--¡Bah! exclamó Mowgli. ¡Charla... charla! ¡Habladurías! Los hombres
son hermanos de los _Bandar-log_. Ahora necesita enjuagarse la boca con
agua; después querrá echar humo por ella; y, cuando haya acabado de
hacer todo eso, le quedará aún el cuento por contar. Son los hombres
muy avisados... Nadie será capaz de guardar á Messua, hasta que tengan
todos bien atiborrados los oídos de las mentiras que cuenta Buldeo.
Y... y yo me estoy volviendo ya tan perezoso como ellos.

Sacudió el cuerpo, deslizándose, nuevamente, en dirección de la choza.
Estaba ya sobre la ventana cuando sintió el contacto de algo contra su
pie.

--Madre, dijo, porque inmediatamente comprendió que le tocaba una
lengua no desconocida para él, ¿qué estás haciendo ahí?

--Oí cantar á mis hijos en el bosque, y le seguí los pasos al que
quiero yo más que á todos. Oye, ranita: tengo deseos de ver á la mujer
que te dió la leche, dijo Mamá Loba, que venía empapada toda ella de
rocío.

--La han atado y quieren matarla. Pero yo he cortado las ligaduras, y
ella se escapará con su hombre hacia la Selva.

--Yo iré detrás, también. Vieja soy; pero aún tengo dientes.

Enderezóse Mamá Loba sobre sus patas traseras, y miró por la ventana
hacia el interior de la obscura choza.

Dejóse caer sin ruido al cabo de unos momentos, y no dijo más que esto:

--Yo fuí quien te dió la primera leche; pero verdad es lo que dice
Bagheera: el Hombre siempre vuelve al Hombre.

--Es posible, contestó Mowgli descompuesto el rostro, que tomó
desagradable aspecto; pero lo que es esta noche disto mucho de seguir
esa pista. Espérame aquí, y procura que no te vea _ella_.

--Tú sí que nunca me tuviste miedo, renacuajo mío, añadió Mamá Loba,
retrocediendo hasta donde crecía la yerba, alta y espesa, y hundiéndose
allí, para ocultarse como tan bien sabía hacer.

--Y ahora, dijo alegremente Mowgli al saltar, de nuevo, dentro de la
choza, allí están todos, sentados alrededor de Buldeo, que les cuenta
lo que no ocurrió. Para cuando haya acabado, dicen que seguramente
vendrán aquí con la Flor... con fuego, quiero decir, y os quemarán á
los dos. ¿Y entonces?

--Ya le he hablado á mi hombre, dijo Messua. Khanhiwara está á siete
leguas de aquí... pero allí podríamos encontrarnos con los ingleses...

--Y ¿de qué manada son éstos? dijo Mowgli.

--No sé. Son blancos, y dícese que gobiernan toda esta tierra, y no
permiten que las gentes se quemen, ó se peguen unos á otros, sin tener
testigos. Si podemos llegar allí esta noche, viviremos; pero, de lo
contrario, podemos darnos por muertos.

--Vivid, pues. Nadie pasará esta noche por las puertas de la aldea.
Pero... ¿qué es lo que está haciendo _él_, tu hombre?

El marido de Messua, á gatas, cavaba la tierra en un rincón de la choza.

--Son sus ahorrillos, dijo Messua. Es lo único que podemos llevarnos.

--¡Ah!... ¡Ya!... Eso que pasa de mano en mano, y siempre está frío.
¿Es que también fuera de este lugar lo necesitan? dijo Mowgli.

Miróle el hombre fijamente y con aire de malhumor.

--Ese es un tonto, y no un diablo, murmuró. Con el dinero podré
comprar un caballo. Tenemos el cuerpo demasiado adolorido para caminar
muy lejos, y dentro de una hora toda la aldea se nos vendrá detrás,
persiguiéndonos.

--Pues yo digo que no os seguirán hasta que á mí se me antoje; pero
no está mal el pensar en procurarse un caballo, porque Messua está
fatigada.

Levantóse el marido, y ató la última de sus rupias entre la ropa que
llevaba ceñida á la cintura. Ayudó Mowgli á Messua para que pasara por
la ventana, y el fresco aire de la noche pareció animarla; pero, á la
luz de las estrellas, la Selva quedaba muy obscura, y ofrecía temeroso
aspecto.

--¿Sabéis la pista que conduce á Khanhiwara? susurró Mowgli.

Contestaron ellos con un movimiento de cabeza.

--Bueno. Tened presente que no habéis de tener miedo. Y ninguna
necesidad hay de apresurarse. Sólo que... sólo que podría ser que,
delante y detrás de vosotros, hubiera su poquito de canturreo en la
Selva.

--¿Crees tú que nos hubiéramos arriesgado á pasar una noche en ella por
nada de este mundo, si no fuera el temor de ser quemados? Al fin y al
cabo, más vale que le maten á uno las fieras que los hombres, dijo el
marido de Messua; pero ésta miró á Mowgli y sonrió.

--Digo (continuó Mowgli lo mismo que si él fuera Baloo y estuviera
repitiendo alguna antigua ley de la Selva, por centésima vez, á un
cachorro algo obtuso), digo que ni un sólo diente de cuantos hay en la
Selva se clavará en vuestra piel; ni una sola garra se levantará contra
vosotros. No os cerrarán el paso hombres ni fieras antes de llegar á la
vista de Khanhiwara. Ya tendréis quien os vigile.

Volvióse Mowgli prontamente hacia Messua y añadió:

--_Él_ no me cree; pero tú, al menos, ¿me querrás creer?

--¡Ay, hijo mío! Con toda el alma. Seas hombre, duende ó lobo de la
Selva, yo te creo.

--_Él_ tendrá miedo cuando oiga cantar á mi gente. Tú, enterada ya, lo
comprenderás. Andad ahora, y despacio, porque ninguna necesidad hay de
apresurarse. Las puertas de la aldea están cerradas.

Arrojóse Messua sollozando á los pies de Mowgli; pero él la levantó
en seguida, sintiendo como un escalofrío. Echóle ella, entonces, los
brazos al cuello, y colmóle de bendiciones en cuantas formas se le
ocurrieron; pero, entre tanto, su marido miró con envidiosos ojos hacia
sus propios campos y dijo:

--Como logremos llegar á Khanhiwara y me haga yo oir de los ingleses,
les pongo un pleito al brahmán, al viejo Buldeo y á los demás, que se
va á comer vivos á todos los de la aldea. ¡Ya les haré yo pagar doble
de lo que valen mis cosechas abandonadas y mis búfalos sin cuidar! Haré
en ellos un escarmiento: justicia seca.

Mowgli echóse á reir.

--No sé, dijo, lo que justicia sea; pero... volved aquí para las
próximas lluvias y veréis lo que habrá quedado.

Alejáronse en dirección de la Selva, y Mamá Loba saltó entonces del
sitio en que estaba escondida.

--¡Síguelos! ordenóle Mowgli, y cuida de que sepa toda la Selva que
éstos dos han de pasar sanos y salvos. Haz que corra la voz. Yo
llamaría á Bagheera.

El largo, grave aullido alzóse y se extinguió luego, y Mowgli vió como
el esposo de Messua vacilaba y se volvía en redondo, casi decidido á
echar á correr, retrocediendo á la choza.

--¡Adelante! gritó alegremente Mowgli. Ya os dije que habría su
poquillo de canto. Este grito os irá siguiendo hasta que lleguéis á
Khanhiwara. Es una prueba de amistad que os da la Selva.

Hizo Messua que su marido siguiera adelante, y se perdieron en la
obscuridad ellos y Mamá Loba, mientras Bagheera se levantaba del suelo,
casi á los pies de Mowgli, temblorosa del júbilo que le inspiraba la
noche, que posee la virtud de volver feroz al Pueblo de la Selva.

--Estoy avergonzada de ver qué hermanos tienes, dijo con susurro de
gata.

--¿Qué? ¿No era dulce la canción que le cantaron á Buldeo? contestó
Mowgli.

--¡Demasiado! ¡Demasiado! Hasta á mí me hicieron olvidarme de mi
dignidad, y,--¡por el cerrojo que me libertó!--te aseguro que también
yo fuí cantando por la Selva, ni más ni menos que si estuviera haciendo
el amor en la primavera. ¿No me oiste?

                             [Ilustración]

--Otra caza traía yo entre manos. Pregúntale á Buldeo si le gusta la
canción. Pero ¿dónde están _los Cuatro_? No quiero que ni uno de los de
la manada humana cruce esta noche las puertas de la aldea.

--¿Para qué se necesitan, pues, _los Cuatro_? dijo Bagheera preparando
las garras, llameándole los ojos y subiendo de tono más que nunca
su sordo ronquido. Yo puedo detener á quien sea preciso, Hermanito.
¿Habrá, que matar á alguien, al fin? El cantar y la vista de los
hombres encaramándose á los árboles me han puesto en muy buena
disposición para ello. ¿Y quién es el Hombre para que le guardemos
consideraciones... ese cavador moreno y desnudo... que ni tiene pelo ni
dientes... y que se alimenta de tierra? Yo lo he seguido todo el día...
por la tarde... á la blanca luz del sol. Yo le he hecho ir delante
de mí como los lobos hacen con el gamo. ¡Yo soy Bagheera! ¡Bagheera!
¡Bagheera! ¡Como bailo con mi sombra así bailaba con aquellos hombres!
¡Mira!

La enorme pantera saltó como salta un gatito para cojer la hoja seca
que da vueltas por encima de su cabeza; dió zarpazos en el aire á
derecha é izquierda, haciendo silbar aquel con los golpes; se dejó
caer de nuevo, sin el menor ruido, y volvió á saltar una y otra
vez, mientras la especie de ronquido ó de gruñido que producía iba
creciendo, como el vapor que ruge sordamente dentro de una caldera.

--Soy Bagheera... en medio de la Selva... en plena noche, y estoy en
posesión de todas mis fuerzas. ¿Quién me resiste al atacar? Hombrecito,
de un zarpazo podría echarte al suelo la cabeza, tan aplastada como si
fuera una rana muerta en mitad del verano.

--¡Pega, pues! dijo Mowgli en el dialecto de la aldea, no en
el lenguaje de la Selva, y las palabras humanas hicieron parar
instantáneamente á Bagheera, obligándola á sentarse temblando y
con la cabeza al mismo nivel que la de Mowgli. Una vez más miróla
éste fijamente (como había mirado antes á los cachorros cuando se
le rebelaron), en mitad de los ojos, de un color verde de berilo,
hasta que la roja, deslumbradora llamarada que parecía brillar detrás
del verde se extinguió, como la luz de un faro que apagan á larga
distancia; hasta que los ojos se bajaron, y, con ellos, la enorme
cabeza fué inclinándose también... baja... más baja á cada instante, y
el encarnado rallo de una lengua vino á frotar el pie de Mowgli por el
empeine.

--¡Hermana! ¡Hermana! ¡Hermana! murmuraba el muchacho acariciando
con firmeza y suavidad á la vez á la pantera, desde el cuello hasta
la espalda, que con la caricia se arqueaba. ¡Estate quieta! ¡Estate
quieta! No es culpa tuya, sino de la noche.

--Sí, los olores de la noche, dijo Bagheera con aspecto de
arrepentimiento. Este aire parece que me esté hablando á gritos. Pero
¿y _tú_ cómo sabes eso?

Claro está que, alrededor de una aldea india, hállase el aire
impregnado de toda clase de olores, y para cualquier animal que tiene
el olfato casi como único vehículo del pensamiento, los olores poseen
la virtud de enloquecer, casi tanto como la música y ciertas drogas
la tienen respecto á los seres humanos. Mowgli acarició á la pantera
durante algunos minutos más, y ésta se tendió como un gato ante el
fuego, metidas las patas bajo el pecho, y medio cerrados los ojos.

--Tú eres y _no eres_ uno de los de la Selva, dijo, al fin. Y yo no soy
más que una pantera negra. Pero te quiero, Hermanito.

--Mucho se prolonga la conversación de ésos, allá á la sombra del
árbol, dijo Mowgli sin prestar atención á las últimas palabras de la
pantera. Buldeo debe de haberles contado infinidad de cuentos. Pronto
vendrán á sacar de la trampa á la mujer y al hombre para ponerlos
sobre la Flor Roja; pero se encontrarán con que la trampa se ha
abierto. ¡Ja! ¡Ja!

--¡Vaya, escucha! dijo Bagheera. Ya se me ha pasado la fiebre.
Permíteme ir á allí para que cuando vayan ellos se encuentren conmigo.
Pocos serían los que salieran de sus casas después de verme á mí. No
será esta la primera vez que me he visto metida en una jaula, y no creo
que á mí me amarren con cuerdas.

--Pues ten juicio, contestó Mowgli riendo, porque empezaba él mismo á
sentirse tan atrevido como la pantera, que se había ya deslizado dentro
de la choza.

--¡Uf! gruñó Bagheera. Este sitio apesta á Hombre; pero aquí veo una
cama parecida precisamente á la que me dieron para que me acostara en
las jaulas de Oodeypore. Deja que me eche en ella.

Mowgli oyó crugir las cuerdas de la cama, que formaban el fondo de
ésta, con el peso de la enorme fiera, al tenderse encima.

--Por el cerrojo que me libertó, te aseguro, continuó, que han de decir
que ésta es caza mayor. Ven y siéntate á mi lado, Hermanito, que así
les gritaremos juntos: «¡Buena suerte!»

--No; otra idea me bulle á mí en la cabeza. No ha de saber la manada de
los hombres la parte que tengo yo en ese juego. Caza tú sola. No quiero
verlos.

--¡Sea! dijo Bagheera. ¡Ah! Ahora vienen.

La conferencia celebrada á la sombra del árbol, allá al extremo de la
aldea, había ido convirtiéndose en ruidosísima. Estalló, al fin, en
salvajes alaridos y en una especie de alud de hombres y mujeres que
remontaban la calle blandiendo garrotes, bambúes, hoces y cuchillos. Al
frente iban Buldeo y el brahmán; pero la turba los seguía pisándoles
los talones y gritando:

--¡Á la bruja y al brujo! ¡Vamos á ver si la moneda enrojecida al
fuego les hará confesar! ¡Ya les enseñaremos á recoger lobos ó diablos!
¡No, mejor será apalearlos primero! ¡Antorchas! ¡Más antorchas!
¡Calienta el cañón de la escopeta, Buldeo!

Surgió aquí una pequeña dificultad: el pestillo de la puerta estaba
cerrado y asegurado fuertemente; pero la multitud lo arrancó por
completo, precipitándose la luz de las antorchas en la habitación
donde, tendida cuan larga era sobre la cama, cruzadas las patas, y
colgando un poco hacia un lado, negra como el abismo y terrible como un
diablo, estaba Bagheera. Hubo, entonces, cosa de medio minuto de mortal
silencio, mientras los de las primeras filas de la multitud, para
abrirse paso, clavaban las uñas en los que tenían detrás, retrocediendo
desde el umbral, y en aquel mismo instante levantó Bagheera la
cabeza y bostezó... bostezó trabajosa, cuidadosamente, con verdadera
ostentación, como tenía por costumbre hacer cuando quería insultar
á alguno de sus iguales. Sus labios se encogieron y levantaron; su
roja lengua se enroscó; su quijada inferior fué bajándose, bajándose,
hasta mostrar la mitad del hirviente gaznate, y los enormes caninos se
destacaron en las encías, hasta que los superiores y los inferiores
sonaron con metálico ruido al chocar, como las aceradas guardas de una
cerradura que vuelven á su sitio en los bordes de un arca. Un momento
después la calle estaba vacía; Bagheera había saltado otra vez por la
ventana y se hallaba al lado de Mowgli; y, entre tanto, un verdadero
torrente de personas huía dando alaridos, gritando desaforadamente,
atropellándose unos á otros, con el pánico que les dominaba y la prisa
para llegar cada uno á su propia choza.

--No se moverán de allí hasta que se haga de día, dijo suavemente
Bagheera. ¿Y ahora, qué más?

Parecía como si el silencio de la siesta se hubiera apoderado de la
aldea; pero, escuchando atentamente, oyeron el ruido de pesadas cajas
de las que sirven para guardar el grano, y que eran arrastradas sobre
suelos de tierra para colocarlas contra las puertas. Tenía razón
Bagheera: la gente de la aldea no se movería ya más hasta que se
hiciera de día. Mowgli se sentó en silencio y púsose á pensar, mientras
su rostro iba adquiriendo á cada momento tinte más sombrío.

--Pero ¿qué he hecho yo? dijo Bagheera, por fin, echándose á sus pies
con aire zalamero.

--Nada más que un gran bien. Obsérvalos hasta que apunte el día. Yo me
voy á dormir.

Corrió Mowgli hacia la Selva y dejóse caer como muerto sobre una roca,
donde durmió, sin interrupción, todo el día y toda la noche siguiente.

Al despertarse, Bagheera estaba á su lado, y á los pies tenía un gamo
que aquélla acababa de matar. Miraba la pantera curiosamente, mientras
Mowgli comenzó á manejar el cuchillo, comió, bebió, y volvióse, al fin,
de lado, con la barba apoyada en las manos.

--El hombre y la mujer han llegado sanos y salvos á la vista de
Khanhiwara, dijo Bagheera. Tu madre mandó el aviso por medio de Chil,
el milano. Hallaron un caballo antes de media noche (de la noche en que
quedaron libres), y pudieron así alejarse con toda velocidad. ¿No te
alegras de eso?

--Bien está, contestó Mowgli.

Y tu manada humana, allá en la aldea, no se ha movido hasta que el
sol estaba ya alto, esta mañana. Entonces, tomaron su alimento, y
corrieron, de nuevo, hacia sus casas.

--¿Te vieron, por casualidad?

--Es posible. Estaba yo revolcándome á la hora del alba ante la puerta,
y podría ser, también, que hubiera cantado un poco por divertirme.
Ahora, Hermanito, no queda ya más que hacer. Vente á cazar conmigo y
con Baloo. Ha hallado unas colmenas nuevas que quiere enseñar, y todos
nosotros deseamos que vuelvas, como antes, á estar en nuestra compañía.
¡No mires así, que hasta á mí me das miedo! Ni el hombre ni la mujer
serán puestos ya sobre la Flor Roja, y todo va bien ahora en la Selva.
¿No es cierto? Olvidemos á la manada de los hombres.

--La olvidaremos de aquí á un rato. ¿Dónde comerá esta noche Hathi?

--Donde se le antoje. ¿Quién es capaz de decir lo que hará el
Silencioso? Pero ¿por qué lo preguntas? ¿Qué puede hacer aquí Hathi que
no podamos nosotros?

--Dile que venga con sus tres hijos á encontrarme.

--Pero... verdaderamente, Hermanito... no está bien que se le diga
á Hathi: «ven», ó «márchate». Acuérdate de que él es el dueño de la
Selva, y de que antes que la manada de los hombres cambiara el aspecto
de tu rostro, él te enseñó las _palabras mágicas_ de la Selva.

--Lo mismo da. Yo tengo ahora una _palabra mágica_ contra él. Dile que
venga á encontrar á Mowgli, la Rana; y, si no te escucha á la primera
vez, dile que venga _por la destrucción de los campos de Bhurtpore_.

--_La destrucción de los campos de Bhurtpore_, repitió Bagheera dos ó
tres veces, para estar segura de recordar las palabras. Voy en seguida,
continuó. Lo peor que puede suceder es que Hathi se enfade, y daría yo
toda la caza que puedo matar desde una luna á otra para oir una palabra
mágica que pudiera obligar al Silencioso á hacer algo.

Marchóse, pues, dejando á Mowgli ocupado en dar furiosas cuchilladas
á la tierra con su cuchillo de desollador. No había visto Mowgli en
su vida sangre humana hasta que vió, y (lo que para él significaba
mucho más) olió la sangre de Messua sobre las ligaduras con que la
ataron. Y Messua había sido bondadosa con él, y, en cuanto al muchacho
se le alcanzaba del cariño, la quería tan de veras como de verdad
odiaba á todo el resto de la humanidad. Pero por profundo que fuera su
aborrecimiento á los hombres, á su charla, su crueldad y su cobardía,
por nada de cuanto pudiera ofrecerle la Selva se hubiera él decidido á
arrebatar una sola vida humana, y á sentir ese terrible olor de sangre,
fijo en su olfato nuevamente. Mucho más sencillo era su plan; pero
mucho más completo también, y, á solas, se reía él cuando pensaba que,
precisamente, uno de los cuentos que refería Buldeo bajo el árbol, al
caer de la tarde, era lo que le había suscitado la idea.

--Verdaderamente fué una palabra mágica, murmuró á su oido Bagheera.
Estaban comiendo junto al río, y obedecieron como si fueran bueyes.
Míralos: ya vienen.

Habían llegado Hathi y sus tres hijos del modo que era en ellos
habitual: sin producir el menor ruido. En los costados llevaban aun
fresco el barro del río, y Hathi mascaba pensativo el verde tallo de
un plátano que acababa de arrancar con los colmillos. Pero no había en
todo su enorme cuerpo una sola línea que no le demostrara á Bagheera
(capaz de ver las cosas con claridad cuando las tenía delante) que
no asistía á una entrevista entre el dueño de la Selva y un humano
cachorro, sino entre alguien que se presentaba con miedo y otro que
carecía de él en absoluto. Los tres hijos se balanceaban, uno al lado
de otro, detrás de su padre.

Mowgli levantó apenas la cabeza cuando Hathi le saludó con el grito
de: _¡Buena suerte!_ Túvole mucho rato, antes de hablar, meciéndose,
levantando una pata y después otra; y, al fin, cuando despegó los
labios, fué para dirigirse á Bagheera, no á los elefantes.

--Voy á contar un cuento que me refirió á mí el cazador que fuíste tú á
cazar hoy, dijo Mowgli. Es relativo á un elefante, viejo y sabio; que
cayó en una trampa, y al cual el palo afilado que había en el fondo de
ella le produjo una herida desde un poco más arriba de una pata hasta
la parte alta del hombro, dejándole una señal blanca.

Tendió aquí Mowgli la mano, y, como Hathi se moviera, la luz de la luna
hizo visible una larga cicatriz blanca sobre el costado de color de
pizarra, cicatriz semejante á la que podría dejar un látigo metálico
calentado al rojo.

--Unos hombres vinieron á sacarle de la trampa, continuó Mowgli; pero
él rompió las cuerdas con que lo ataron, porque fuerzas tenía para
ello, y se marchó, esperando, luego, á que se le hubiera cerrado
la herida. Entonces volvió, furioso, de noche, á los campos de los
cazadores aquéllos. Y ahora recuerdo que tenía tres hijos. Todo eso
sucedió hace muchas, muchísimas _lluvias_, y lejos, muy lejos, allá por
los campos de Bhurtpore. ¿Qué ocurrió en esos campos al venir la época
de la siega, Hathi?

--Que los había ya segado yo, junto con mis tres hijos, contestó Hathi.

--¿Y respecto á la labor de arado que sigue á la siega? dijo Mowgli.

--Que no se dió, dijo Hathi.

--¿Y en cuanto á los hombres que viven cerca de los verdes cultivos que
sustenta la tierra? preguntó Mowgli.

--Se marcharon.

--¿Y qué fué de las chozas en que dormían los hombres? dijo Mowgli.

--Sus techos, los hicimos pedazos nosotros, y la Selva se tragó las
paredes, contestó Hathi.

--Y ¿qué más? dijo Mowgli.

--Tanto terreno cultivable como puedo yo recorrer en dos noches, yendo
de Este á Oeste, y en tres, de Norte á Sur, pasó á ser dominio de la
Selva. Sobre cinco aldeas arrojamos nosotros á los que la pueblan; y
en ellas, y en sus terrenos, sean de los de pastos ó de los de labor,
no hay hoy un solo hombre que se alimente de lo que produce la tierra.
Esto fué _la destrucción de los campos de Bhurtpore_, realizada por mí
y por mis tres hijos; y ahora te pregunto yo, Hombrecito, añadió Hathi
¿cómo tuviste tú noticia de todo esto?

--Un hombre fué quien me lo dijo, y ahora observo que hasta él, Buldeo,
es capaz de decir la verdad. Bien hiciste las cosas, Hathi, el de la
cicatriz blanca; pero la segunda vez se harán aun mejor, porque habrá
un hombre que las dirija. ¿Conoces la aldea en que vive la manada
humana que me arrojó á mí de aquélla? Todos son allí perezosos, sin
sentido común y crueles; se entretienen en jugar con la boca y no matan
al débil para comérselo, sino por diversión. Cuando están hartos serían
capaces de echar sobre la Flor Roja á sus propios hijos. Yo lo he
visto. No está bien que sigan viviendo aquí por más tiempo. ¡Les tengo
odio!

--¡Mata, pues! dijo el más joven de los hijos de Hathi cogiendo un
manojo de yerba, sacudiéndolo entre sus patas delanteras y arrojándolo
lejos, mientras sus ojos, pequeños y rojizos, miraban de soslayo á uno
y otro lado.

--¿Y para qué necesito yo huesos blancos? contestó Mowgli con malhumor.
¿Soy acaso algún lobato para entretenerme jugando al sol con algún
cráneo? Maté á Shere Khan, y su piel se pudre allá sobre la Peña del
Consejo; pero... pero no sé adonde ha ido á parar él, y vacío de su
carne tengo aun el estómago. Esta vez quiero algo que pueda yo verlo y
tocarlo. ¡Lanza á la Selva en masa contra la aldea, Hathi!

Al oir esto estremecióse Bagheera y se acurrucó. Comprendía ella,
suponiendo que se llevaran las cosas hasta el extremo, una rápida
embestida por la calle del pueblo y unos cuantos golpes repartidos á
diestro y siniestro entre la multitud, ó bien el matar por astutos
medios á algunos hombres, mientras araban, allá á la hora del
crepúsculo; pero ese proyecto de borrar deliberadamente de la vista de
hombres y de fieras á toda una aldea la aterrorizaba. Ahora comprendía
porque Mowgli había mandado llamar á Hathi. Nadie más que el elefante,
que tan larga vida contaba, podía trazar el plan de semejante guerra y
llevarla á cabo.

--Que corran como corrieron los hombres que cultivaban los campos de
Bhurtpore, hasta que el agua de lluvia sea el único arador que trabaje
la tierra... hasta que el ruido de aquélla, al caer sobre las hojas,
venga á reemplazar al del huso... hasta que Bagheera y yo podamos
echarnos en la casa del brahmán, y el gamo vaya á beber en el estanque
que hay detrás del templo... ¡Lanza sobre esa gente á toda la Selva,
Hathi!

--Pero yo... pero nosotros no tenemos cuestión alguna pendiente con
ellos, y es preciso sentir toda la rabia que un gran dolor da para
destrozar los sitios donde los hombres duermen, dijo Hathi dudando.

--¿Sois vosotros, acaso, los únicos que coméis yerba en la Selva?
Trae á todas tus gentes. Deja que se encarguen de ello el ciervo, el
jabalí y el _nilghai_. No tenéis vosotros necesidad ni de que os vean
un palmo de piel hasta que los campos hayan quedado ya completamente
limpios. ¡Lanza á toda la Selva allí, Hathi!

--¿No habrá matanza? Rojos de sangre tenía los colmillos cuando la
destrucción de los campos de Bhurtpore, y no quisiera despertar
nuevamente el olor que sentí entonces.

--Ni yo tampoco. No desearía ni ver siquiera cómo sus huesos andan
esparcidos por la desnuda tierra. Que se vayan y busquen nuevos
cubiles: no pueden quedarse aquí. He visto, he sentido el olor de la
sangre de la mujer que me alimentó... de la mujer á quien hubieran
matado ellos á no haber sido por mí. Sólo el olor de la yerba fresca
creciendo sobre los umbrales de sus casas puede borrar de mi memoria el
otro. Parece como que me queme la boca. ¡Lanza sobre ellos á toda la
Selva, Hathi!

--¡Ah! dijo éste, así me quemaba á mí la piel la herida que me hizo
aquella estaca, hasta que vimos como desaparecían las aldeas con el
crecimiento de la vegetación en la primavera. Ahora me hago cargo de
todo. Tu guerra la considero ya como nuestra. ¡Lanzaremos á toda la
Selva sobre ellos!

Apenas tuvo Mowgli tiempo de recobrar el perdido aliento (todo él
temblaba de coraje y de odio) cuando ya el sitio donde habían estado
los elefantes se hallaba vacío, y Bagheera le contemplaba á él como
aterrorizada.

--¡Por el cerrojo que me dejó escapar!... dijo, al fin, la pantera
negra, ¿eres tú aquella cosita desnuda en favor de la cual hablé en la
manada cuando todas las cosas eran más jóvenes que ahora? ¡Dueño de la
Selva, cuando pierda yo mis fuerzas habla en favor mío... habla también
en favor de Baloo... defiéndenos á todos nosotros! ¡Ante tí no somos
más que cachorros... ranillas que tu pie destroza... cervatos que han
perdido á su madre!

La idea de que Bagheera fuera un cervatillo perdido causó tal impresión
en Mowgli que se echó á reir, perdió el aliento, volvió á recobrarlo y
á perderlo, riéndose siempre, hasta que, al fin, tuvo que zambullirse
en una laguna para que se le parara la risa. Entonces, púsose á nadar
dando vueltas en ella, hundiéndose en el agua, de cuando en cuando, ora
á la luz de la luna, ora fuera de ella, como una rana, como el animal
que lleva el mismo nombre que á él le daban.

Entretanto, Hathi y sus tres hijos habían partido separados, en
dirección de los cuatro puntos cardinales, y se alejaban á grandes
pasos por los valles, á un cuarto de legua de distancia. Siguieron
andando así durante dos días (ó sea anduvieron más de quince leguas)
á través de la Selva; y cada paso que dieron y cada balanceo de sus
trompas era visto, observado cuidadosamente y comentado por Mang, Chil,
el Pueblo de los monos y todos los pájaros. Luego empezaron á comer, y
comieron tranquilamente por espacio de una semana, ó cosa así. Hathi
y sus hijos son parecidos á Kaa, la serpiente pitón de la Peña: no se
apresuran, más que cuando hay necesidad de hacerlo.

Pasado este tiempo, y sin que nadie supiera el origen del rumor,
comenzó á esparcirse por la Selva el de que en tal ó cual valle podían
hallarse mejor comida y agua de lo acostumbrado. Los jabalíes (que son
capaces de ir al fin del mundo para procurarse algo bueno que comer)
empezaron á marcharse por grandes grupos, empujándose unos á otros
por encima de las rocas; siguiéronles los ciervos, con las pequeñas y
salvajes zorras que viven de los muertos y moribundos que hay en las
manadas de aquéllos; el _nilghai_, de pesados hombros, marchó en línea
paralela con los ciervos, y los búfalos que viven en los pantanos
fuéronse también detrás del _nilghai_. La cosa más insignificante
hubiera bastado para hacer que se volvieran las esparcidas é indóciles
manadas, que pacían de cuando en cuando, vagaban de una parte á otra,
bebían, y volvían á pacer; pero, siempre que se producía alguna alarma,
no faltaba quien se encargara de apaciguarlos á todos. Unas veces
era Sahi, el puerco espín, que venía con grandes noticias de cosas
excelentes que podían comerse con sólo ir un poco más hacia adelante;
otras era Mang el que gritaba dando ánimos, y se lanzaba por un claro
de bosque para enseñar que nada había que estorbara el paso; ó Baloo,
llena la boca de raíces, caminaba, bamboleándose, á lo largo de alguna
indecisa fila, y, mitad asustando á todos, mitad retozando con ellos,
les obligaba á tomar el verdadero camino. Muchos de los animales se
volvieron atrás, se escaparon, ó dejaron de sentir ya interés por
aquella marcha; pero también quedaron otros muchos decididos á seguir
adelante. Al cabo de unos diez días, la situación era la siguiente:
los ciervos, jabalíes, y _nilghais_ iban pulverizándolo todo, en un
círculo de dos leguas ó dos leguas y media de radio, mientras los
animales carnívoros libraban sus escaramuzas en los bordes de aquel
gran círculo. Y el centro de éste era la aldea; y alrededor de ella
iban madurando las cosechas; y en medio de los campos que las contenían
había hombres sentados en lo que allí se llaman _machans_ (plataformas
parecidas á palomares, hechas de palos colocados sobre cuatro puntales)
para espantar á los pájaros y á los ladrones de otra clase. Entonces
no hubo ya más contemplaciones con los ciervos: los carnívoros,
colocándose detrás de ellos, los empujaron hacia adelante, al propio
tiempo que hacia lo interior del círculo.

Cuando Hathi y sus tres hijos llegaron de la Selva, como deslizándose,
y rompieron con la trompa los puntales de los _machans_, era una noche
obscura. Cayeron éstos como si fueran rotos tallos de cicuta en flor,
y los hombres que junto con ellos vinieron al suelo se encontraron
con que á su lado resonaba el ruido gutural que hacen los elefantes.
Entonces, la vanguardia de los azorados ejércitos de ciervos lanzóse,
como una inundación, sobre las tierras de pastos y de cultivo,
pertenecientes á la aldea; el jabalí de agudas pezuñas é inclinado á
hozar, fuése, también, con ellos, con lo cual lo que el ciervo dejaba
lo estropeaba él; y, de cuando en cuando, algún alboroto producido por
los lobos agitaba á todas las manadas y las hacía correr de un lado á
otro como locas, pisoteando la cebada verde y cegando las acequias.
Antes de que apuntara el alba, la presión sobre la parte exterior del
círculo cedió en uno de los puntos de éste. Los carnívoros habían
retrocedido, dejando abierto el paso en dirección al Sur, y por allí se
escapaban los gamos á manadas.

De los demás animales, otros, más atrevidos, se tendían entre los
matorrales para terminar la comida á la noche siguiente.

Pero el trabajo puede decirse que estaba ya hecho. Cuando los aldeanos
miraron hacia sus campos, por la mañana, vieron que las cosechas
estaban perdidas. Y eso significaba que la muerte se hallaba cercana
para ellos si no se marchaban, porque, un año sí y otro no, vivían tan
próximos á morirse de hambre como próxima á ellos tenían la Selva.
Al mandar á los búfalos para que fueran á pacer, los hambrientos
animales se hallaron con que los ciervos habían dejado ya limpias todas
las tierras de pastos, y así vagaron de un lado á otro por la Selva
esparciéndose y yendo á juntarse con sus semejantes no domesticados;
luego, al llegar la hora del crepúsculo, los tres ó cuatro caballitos
que había en la aldea fueron hallados muertos en sus establos, con la
cabeza destrozada. Sólo Bagheera podía haber dado golpes como aquéllos,
y sólo á ella se le hubiera ocurrido la insolente idea de arrastrar el
último cuerpo muerto hasta la calle.

No les quedaron á los aldeanos ánimos para encender fogatas en los
campos aquella noche, y así Hathi y sus tres hijos fueron espigando
entre lo que había quedado, y donde espiguea Hathi no hay necesidad de
que nadie vaya detrás de él. Decidieron los hombres vivir del trigo
que guardaban para semilla, hasta que vinieran las lluvias, y entonces
ponerse á servir como criados para recuperar, con lo que ganaran, lo
perdido aquel año; pero mientras el negociante de granos estaba ya
pensando en sus repletos graneros y en los precios que podría obtener
al vender lo almacenado, los afilados colmillos de Hathi arrancaban
toda una esquina de su casa, hecha de tapia, y rompían la gran arca
de mimbres, cubierta de amontonado estiércol de vaca, en la cual se
guardaba el precioso grano.

Al descubrirse esta última pérdida llegó para el brahmán el momento
oportuno de hablar. Hasta entonces había estado rezándoles á sus
propios dioses sin obtener de ellos contestación. Podría ser, dijo,
que, inadvertidamente, hubiera la aldea ofendido á alguno de los dioses
de la Selva, porque era indudable que ésta se había puesto en contra de
ellos. Como consecuencia de tales palabras mandaron á buscar al jefe
de la más próxima tribu de gondos errantes (gente pequeña, lista y muy
negra de color, que vive, dedicándose á la caza, en el corazón de la
Selva, y cuyos antepasados fueron la raza más antigua de la India), los
propietarios aborígenes de aquella tierra. Obsequiaron al gondo con lo
poco que les quedaba, y él sosteníase sobre una pierna, arco en mano,
y atravesados en el moño que formaban sus recogidos cabellos dos ó tres
dardos envenenados, siendo su aspecto de temor y desprecio, á la vez,
hacia los aldeanos, que le miraban ansiosos, y hacia sus destruidos
campos. Deseaban saber, los que le consultaban, si sus dioses (los
antiguos dioses) estaban incomodados con ellos, y qué sacrificios
había que ofrecerles. El gondo no dijo una palabra, pero cogió unos
sarmientos de _karela_, la especie de vid que produce amargas calabazas
silvestres, y los puso entrelazados sobre la puerta del templo, frente
á la cara de la roja imagen india cuyos ojos parecían mirar fijamente.
Entonces, hizo un signo, como empujando con la mano en el espacio, en
dirección del camino que conducía á Khanhiwara, y volvióse á su Selva,
observando á los animales que la poblaban moverse en todas direcciones
á través de ella. Bien sabía que cuando toda la Selva empieza á ponerse
en movimiento sólo los hombres blancos son capaces de meterla en
cintura.

No había necesidad de preguntar lo que significaba la predicción. Las
calabazas silvestres crecerían en adelante en el sitio donde habían
ellos adorado á su dios, y, cuanto antes mejor, convenía que todos se
pusieran en salvo.

Pero es difícil arrancar á una aldea en masa del sitio en que parece
estar sujeta con amarras. Allí siguieron sus habitantes mientras les
quedaron comestibles de los usados en verano, y hasta probaron de
alimentarse recogiendo nueces en la Selva; pero unas sombras de ojos
brillantes les observaban, pasando ante ellos aun en mitad del día; y,
cuando retrocedían corriendo hasta las paredes de sus chozas, notaban
que los troncos de los árboles, por delante de los cuales habían pasado
hacía menos de cinco minutos, tenían la corteza arrancada á tiras,
y aparecían llenos de señales, hechas, como á cincel, por alguna
enorme garra. Cuanto más se encerraban en su aldea, más atrevidas
se volvían las fieras, que corrían por los prados rugiendo, junto
al río Wainganga. Ni tiempo les quedaba para recomponer las paredes
posteriores de los establos que daban hacia la Selva: el jabalí las
pisoteaba; las vides silvestres, de nudosas raíces, se apresuraban,
luego, á clavar sus codos sobre la tierra que acababan de conquistar,
y, al fin, la gruesa yerba erizaba allí sus puntas, como las lanzas de
un ejército de fantasmas que persiguiera á otro en retirada.

Los hombres solteros fueron los primeros en huir, y esparcieron por
todas partes la noticia de que la aldea estaba condenada á desaparecer.
¿Quién podía luchar, decían, contra la Selva, ó contra sus dioses,
cuando hasta la misma cobra de la aldea había abandonado el agujero que
ocupaba en la plataforma, bajo el árbol á cuya sombra se celebraban
las reuniones? Así, el escaso comercio que allí se practicaba con el
mundo exterior fué reduciéndose, como los caminos trillados, en los
claros de la maleza, fueron disminuyendo y borrándose. Al fin, los
trompeteos nocturnos de Hathi y de sus tres hijos dejaron de molestar
á los aldeanos, porque nada les quedaba ya que pudiera serles robado.
La cosecha que había sobre la tierra y la semilla enterrada bajo ella
habían desaparecido por igual. Los campos distantes perdían su antigua
forma, y la hora había ya llegado de acogerse á la caridad de los
ingleses que vivían en Khanhiwara.

Siguiendo la costumbre indígena, retrasaron los aldeanos su partida,
dejándola de un día para otro, hasta que las primeras lluvias les
cogieron desprevenidos; los abandonados techos de las chozas dieron
paso á torrentes de agua; las tierras destinadas á pastos se inundaron
hasta la altura del tobillo; y toda vida pareció renacer allí con
fuerza tras los calores del verano. Entonces echaron á andar por el
barro (hombres, mujeres y niños), bajo la lluvia matinal que les
cegaba; pero se volvieron, por un impulso natural, para dar el último
adiós á sus hogares.

En el momento en que atravesaba las puertas de la aldea la última
familia, agobiada bajo el peso de los fardos, oyóse ruido de bigas y
techos de bálago que se hundían detrás de los muros. Vieron entonces
una trompa negra y brillante, parecida á una serpiente, levantada
en alto por un momento y ocupada en esparcir el bálago hervido.
Desapareció, y pronto pudo oirse el ruido de otro hundimiento al que
siguió un agudo grito. Hathi había estado arrancando techos de las
chozas como quien arranca nenúfares, y una biga le había alcanzado
al caer. No necesitaba más que esto para mostrar toda su contenida
fuerza, porque, de cuantos seres hay en la Selva, el elefante salvaje,
cuando está furioso, es el más destructor por maldad, por gusto. Dió
una patada á una pared de tapia, que se deshizo con el golpe, y,
desmenuzándose, se convirtió en amarillo barro, gracias al torrente de
agua que caía. Entonces, volvióse en redondo, y, dando agudos gritos,
lanzóse á través de las estrechas calles, apoyándose fuertemente contra
las chozas á derecha é izquierda, destrozando las desvencijadas puertas
y aplastando los aleros, mientras sus tres hijos corrían detrás de él,
como habían corrido cuando la destrucción de los campos de Bhurtpore.

--La Selva se tragará esas cáscaras que quedan, dijo una voz reposada,
entre las ruinas. Lo que ahora hay que echar abajo es el muro exterior,
añadió, y, en aquel momento, Mowgli, chorreándole la lluvia por los
desnudos hombros y brazos, saltó desde una pared, que se venía al
suelo como un búfalo cansado.

--Llegas oportunamente, dijo Hathi jadeante. ¡Oh! ¡Pero en Bhurtpore
tenía yo los colmillos rojos de sangre!... ¡Al muro exterior, hijos
míos! ¡Con la cabeza! ¡Todos á la vez! ¡Ahora!

Empujaron los cuatro, puestos uno al lado de otro; hizo comba la pared,
rajóse, y cayó, mientras los aldeanos, mudos de terror, veían las
feroces cabezas de los destructores, rayadas de arcilla, apareciendo
por el roto boquete. Entonces huyeron, sin hogar ya y sin alimentos,
por el valle, contemplando como la aldea, hecha pedazos esparcidos y
pisoteados, se desvanecía á su espalda.

Un mes después, el lugar era un otero lleno de hoyos y cubierto de
blanda, verde yerba recién nacida, y al terminar las lluvias, la Selva
entera rugía á plenos pulmones en el sitio donde aun no hacía seis
meses que el arado solía remover la tierra.

[Ilustración]


                =Canción de Mowgli contra los hombres=

    ¡Sobre vosotros lanzaré las vides
    de pies veloces, y á la Selva entera
    mandaré luego que hasta el mismo rastro
    que en pos vuestro dejéis á borrar vaya!

    Ante ella se hundirán todos los techos,
    quedarán sin sostén los viejos muros,
    y la amarga _karela_, como un manto
    irá á cubrirlo todo con sus hojas.

    Donde á reuniros vais irán los míos
    á aullar sin tregua, y del dintel colgantes
    se verán en la puerta del granero
    á los grandes murciélagos inmóviles;
    y tendréis por guardiana á la serpiente
    que en vuestro hogar reposará tranquila,
    y la amarga _karela_ irá á dar fruto
    donde hoy en lechos os tendéis vosotros.

    Yo haré que aunque sin ver á mis amigos
    sintáis su azote y les oigáis temblando:
    de noche he de mandarlos, cuando el suelo
    no ilumina la luna todavía.

    Yo os daré por pastor al fiero lobo
    que en no acotados campos irá á erguirse,
    y la amarga _karela_ sus simientes
    esparcerá donde el amor gozasteis.

    Yo en vuestros campos lanzaré á mi pueblo
    y, al frente de él, aun antes que vosotros,
    iré á segarlos, y, ya el pan perdido,
    tendréis que ir á espigar tras nuestras huellas.

    Serán de hoy más los ciervos vuestras yuntas
    para labrar las tierras devastadas,
    que donde alzarse vuestro hogar solía
    sólo abrirá sus hojas la _karela_.

    Sobre vosotros lanzaré las vides
    de pies que lejos van: vuestros linderos
    los borrará la Selva al invadiros
    y el bosque ha de reinar en vuestros prados.

    Los techos se hundirán en vuestras casas,
    quedarán sin sostén los viejos muros
    y la amarga _karela_ con sus hojas
    irá á cubriros para siempre á todos.

                             [Ilustración]


                             [Ilustración]



                           LOS ENTERRADORES


                                Quien al chacal le llame «hermano mío»
                              y parta su comida con la hiena,
                              es como aquel que con Jacala, el vientre
                             que en cuatro patas corre, pacte tregua.

                                                   _(Ley de la Selva)._


--¡Respetad á los ancianos!

La voz que esto decía era una voz pastosa (fangosa, más bien, y que os
hubiera hecho estremecer si la hubieseis oído)... una voz que parecía
el rumor de algo muy blando que se partiera en dos pedazos. Había en
ella un quiebro especial que la hacía participar del graznido y del
lamento.

--¡Respetad á los ancianos, compañeros del río!... ¡Respetad á los
ancianos!

Nada podía verse en toda la ancha extensión ocupada por el cauce,
exceptuando una flotilla de gabarras, de velas cuadradas y clavijas de
madera, cargada de piedras para edificaciones, y que acababa de llegar
bajo el puente del ferrocarril, siguiendo corriente abajo. Hicieron
jugar los toscos timones para evitar el banco de arena que había
formado el agua al rozar contra los estribos del puente, y mientras
pasaban, á tres de fondo, la horrible voz comenzó de nuevo á decir:

--¡Brahmanes del río, respetad á los ancianos y achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, que iba sentado en la regala de uno
de los barcos, levantó la mano, dijo algo, que no era precisamente
una bendición, y los botes siguieron adelante, crujiendo de cuando
en cuando, iluminados por la luna. El ancho río indio, que tenía más
bien el aspecto de una cadena formada por lagos pequeños que el de una
verdadera corriente continua, era terso como un cristal, reflejando en
el centro el cielo de color de arena roja, pero mostrándose salpicado
de manchas amarillentas y de un color de púrpura obscuro cerca de
sus bajas orillas, y aun tocando con ellas. En la estación lluviosa
formábanse calas en el río; pero ahora sus secas bocas quedaban muy
por encima de la superficie del agua. Sobre la orilla izquierda, casi
bajo el puente del ferrocarril, veíase una aldea edificada con fango y
ladrillos, con bálago y palos, cuya principal calle, llena de ganado
que volvía á sus establos, iba en línea recta hasta el río, y terminaba
en una especie de tosco desembarcadero de ladrillo, en el que la gente
que necesitaba lavar podía meterse en el agua paso á paso. Este sitio
se llamaba el _Ghaut_ de la aldea de _Mugger-Ghaut_[20].

Caía la noche á más andar sobre los campos de lentejas, arroz y
algodón, en las tierras bajas, anualmente inundadas por el río; sobre
los cañaverales que bordeaban el vértice del recodo que aquél formaba,
y sobre la enmarañada maleza que crecía en las tierras de pastos,
detrás de las adormecidas cañas. Los papagayos y los cuervos, que
estuvieron charlando y dando gritos al ir á beber por la tarde, como de
costumbre, habían volado ya tierra adentro para ir á dormir, cruzándose
con los batallones de murciélagos que entonces salían; y nubes de aves
acuáticas venían silbando á buscar el abrigo de los cañaverales. Había
gansos de cabeza casi cilíndrica y de negra espalda, cercetas, patos
silbadores, lavancos, tadornas, chorlitos, y, de cuando en cuando, un
flamenco.

Cerraba pesadamente la marcha una grulla de las llamadas _ayudantes_,
que volaba como si cada uno de sus aletazos fuera el último que iba á
dar en su vida.

--¡Respetad á los ancianos!... ¡Brahmanes del río... respetad á los
ancianos!

La grulla volvió á medias la cabeza, desvióse un poco en dirección de
la voz y fué á pararse muy tiesa en el banco de arena que había debajo
del puente. Entonces pudo verse bien su aire brutal y rufianesco. Por
detrás parecía de gran respetabilidad, porque medía casi dos metros de
alto, y su aspecto ofrecía bastante semejanza con el de un correctísimo
pastor protestante de gran calva. Por delante era distinto, porque
su cabeza á lo _Ally Sloper_[21] y su cuello no tenían ni una sola
pluma, y en aquél llevaba una horrible bolsa de desnuda piel... á donde
iba á parar cuanto su largo y afilado pico robaba. Eran sus patas
largas, flacas y descarnadas; pero las movía con gran suavidad y las
contemplaba con orgullo al alisarse las plumas de la cola, mirando de
soslayo por encima del hombro y cuadrándose luego, como si obedeciera
al grito de: «¡firmes!»

Un chacal pequeño y sarnoso que había estado ladrando como perrito
hambriento allá en una hondonada, levantó las orejas y la cola y corrió
al encuentro de la grulla.

Era el ser más bajo de toda su casta (y no quiere decir esto que en los
mejores chacales haya mucho bueno, sino que éste era una especialidad
en lo de la bajeza, por ser mitad mendigo y mitad criminal), dedicado
á limpiar los montones de basura de la aldea, exageradamente tímido
ó temerariamente fiero, con hambre perpetua, y lleno de astucia, que
jamás le sirvió para maldita la cosa.

--¡Uf! dijo, sacudiéndose con aire lastimoso, al pararse. ¡Así la sarna
se coma á los perros de la aldea! Tres mordidas me han dado por cada
pulga que llevo encima, y todo porque miré (nada más que mirar, fijaos
bien) un zapato viejo que había en un corral de vacas. Pues ¿qué he de
comer? ¿Barro? Al decir esto se rascó debajo de la oreja izquierda.

--Oí yo, contestó la grulla con voz que parecía el ruido de una sierra
embotada pasando á través de una gruesa tabla, oí yo decir que había un
perrillo recién nacido dentro de ese zapato.

--Del dicho al hecho hay gran trecho, repuso el chacal que conocía
bastantes refranes, aprendidos escuchando las conversaciones que tenían
los hombres alrededor de las fogatas, al caer de la tarde.

--Cierto que sí. Y por esto, para estar yo segura de la verdad, me
quedé cuidando á ese cachorro mientras los perros estaban ocupados en
otro sitio.

--Estaban _muy_ ocupados, dijo el chacal. Bueno: no he de ir á caza de
lo que sobre en la aldea por algún tiempo. ¿De modo que de veras había
un perrillo ciego dentro de aquel zapato?

--Aquí está, contestó la grulla mirando por encima del pico á su bolsa
que estaba llena. Poca cosa es, pero muy aceptable en estos tiempos en
que la caridad ha muerto en este mundo.

--¡Ay! El mundo es duro como el hierro, en nuestros tiempos, exclamó
el chacal gimiendo. En aquel instante sus inquietos ojos notaron una
levísima ondulación en el agua, y se apresuró á decir, continuando:

--La vida es muy dura para todos nosotros, y no dudo de que hasta
nuestro excelente amo, orgullo del _Ghaut_ y envidia del río...

--Un embustero, un adulador y un chacal son tres cosas que salieron á
la vez de un mismo huevo, dijo la grulla sin dirigirse á nadie de un
modo determinado, porque también era ella una grandísima embustera,
cuando quería tomarse esa molestia.

--Sí, la envidia del río..., repitió el chacal elevando la voz. Hasta
él mismo opina, sin duda, que desde que se construyó el puente es
más escasa la buena comida. Pero, por otra parte, aunque no quisiera
yo decirle esto en su propia y nobilísima cara, es él tan sabio y
virtuoso... como poco... ¡ay! tengo yo de ambas cosas...

--Cuando el chacal confiesa que es gris muy negro debe de ser, murmuró
la grulla, á la cual no se le alcanzaba, entonces, lo que iba á suceder.

--Que no le falte nunca la comida á él, y, como consecuencia...

Oyóse un ruido sordo de algo que rozaba, como si un bote acabara de
tocar en sitio donde el agua fuera poco profunda. Volvióse en redondo
el chacal y se encaró (al fin más vale siempre hacerlo así), con
el animal de quien había estado hablando en aquellos momentos. Era
un cocodrilo de más de siete metros de largo, encerrado en lo que
bien podía compararse á una plancha de caldera de triples remaches,
claveteada, carenada y adornada luego con una especie de cresta;
con unos dientes amarillos cuyas puntas colgaban desde la mandíbula
superior, pasando sobre la inferior, hermosamente terminada en una
especie de pico de flauta. Era el achatado _Mugger_, ó _bocón_, de
la aldea de _Mugger-Ghaut_, más viejo que ninguno de los aldeanos,
que había dado su nombre al lugar, y algo como el diablo de aquel
río, en su parte vadeable, antes de que se construyera el puente del
ferrocarril: un asesino, un devorador de carne humana, y un fetiche
local, todo en una pieza. Quedóse tendido, con la barba en la orilla
del agua, conservándose en esta posición gracias á una casi invisible
ondulación de la cola, y bien sabía el chacal que bastaría un solo
golpe de esta última, dado en el agua, para que el _Mugger_ se elevara
por la orilla con la velocidad de una máquina de vapor.

--¡Feliz encuentro, protector de los pobres!, dijo con servil
adulación, retrocediendo un poco á cada palabra. Oimos una voz
deliciosa y nos acercamos con la esperanza de un poco de conversación
agradable. Mi presunción desmesurada me indujo, mientras esperábamos, á
hablar de vos. Espero que nada se habrá oído por casualidad.

Ahora bien, el chacal había hablado precisamente para que le oyeran,
porque sabía que la adulación era el mejor medio de procurarse algo
para comer; y el _Mugger_ sabía que únicamente con tal fin había
hablado el chacal; y el chacal no ignoraba que el _Mugger_ lo supiera;
y éste sabía que el chacal estaba seguro de que lo sabía él; pero, á
pesar de ello, quedábanse todos tan contentos.

El viejísimo animal adelantóse, jadeando y gruñendo, sobre la orilla,
mientras farfullaba sus acostumbradas palabras:

--¡Respetad á los viejos y achacosos!

Durante todo este tiempo sus ojillos brillaban como brasas bajo los
pesados, córneos párpados, encima mismo de su triangular cabeza, al
paso que iba arrastrando el cuerpo, hinchado como un barril, entre
sus patas ganchosas. Al fin, se paró, y acostumbrado y todo, como
estaba el chacal, á sus maneras, no pudo evitar un estremecimiento,
que experimentaba ya por centésima vez, cuando vió cuan exactamente
se parecía el _Mugger_ á un leño arrojado junto á la orilla del río.
Hasta había tenido el cuidado de tenderse formando, precisamente, con
el agua el mismo ángulo que, al encallar naturalmente, formaría un
madero, teniendo en cuenta cómo era la corriente en aquella época y
lugar. Todo esto no era, por supuesto, más que cuestión de hábito,
porque el _Mugger_ había venido á tierra únicamente por gusto; pero
nunca un cocodrilo está bastante harto, y si el chacal hubiera llegado
á equivocarse, tomándolo por lo que parecía y no por lo que era, no
habría quedado con vida para seguir filosofando sobre este asunto.

--Hijo mío, no he oído nada, dijo el _Mugger_ cerrando un ojo. Nada
podía oir, porque el agua me lo impedía, y, por otra parte, el hambre
me tenía desfallecido. Desde que se construyó el puente del ferrocarril
la gente de mi aldea ha dejado ya de quererme, y esto me tiene con el
corazón traspasado de dolor.

--¡Qué vergüenza! dijo el chacal. ¡Un corazón tan noble como el
vuestro! Pero los hombres son todos parecidos, por lo que á mí se me
alcanza.

--Nada de eso. Hay entre ellos muy grandes diferencias, por cierto,
contestó el _Mugger_ con dulzura. Unos son flacos como bicheros de
bote; otros, gordos como cachorros de chac... digo, de perro. Jamás
quisiera yo hablar mal de los hombres sin motivo para ello. Los hay de
muy diversas clases; pero los años me han demostrado que, en general,
son muy buenos. Ni en los hombres, ni en las mujeres, ni en los niños,
hallo yo nada que reprochar. Y acuérdate, hijo mío, de que aquel que
desprecia al mundo será despreciado por él.

--La adulación es peor que una lata vacía en el estómago; pero la
verdad es que lo que acabo de oir no es más que sabiduría pura, dijo la
grulla, bajando una de sus patas.

--Considerad, sin embargo, lo ingratos que son con quien es tan
bondadoso, comenzó á decir el chacal muy tiernamente.

--¡No, no, no son ingratos! contestó el _Mugger_. Es que no piensan
en los demás: no otra cosa. Pero yo he notado, estando fijo en mi
puesto allá por debajo del vado, que las escaleras del puente nuevo
son tan difíciles de subir que es una crueldad el obligar á pasar por
ellas á los ancianos y á los niños. Los primeros no son, en realidad,
tan dignos de consideración; pero los que á mí me apenan (me apenan
verdaderamente), son los niños que están gordos. Sin embargo, paréceme
que, á no tardar, cuando haya pasado ya la novedad ésa del puente,
veremos á mis gentes chapoteando por el agua del vado como antes,
valerosamente, desnuda la morena pierna. Entonces el viejo _Mugger_ se
verá honrado otra vez.

--Pero yo estoy seguro de haber visto guirnaldas de caléndulas flotando
en el borde del _Ghaut_ esta misma tarde, dijo la grulla.

Las guirnaldas de caléndulas son una muestra de veneración en toda la
India.

--Error... error. Era la mujer del vendedor de confituras. Va perdiendo
la vista cada año más, y no es capaz ya de distinguir entre un madero y
yo... el _Mugger_ del _Ghaut_. Ya ví la equivocación cuando arrojó la
guirnalda, porque estaba echado al pie mismo del _Ghaut_, y, si llega á
dar un paso más, le hubiera demostrado que había un poco de diferencia
entre lo que á ella le parecía igual. Mas, en fin, la intención era
buena y hay que considerar el espíritu de la ofrenda y no otra cosa.

--¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulas cuando está uno ya en el
estercolero? dijo el chacal dedicándose á cogerse las pulgas; pero no
quitando ojo, con cierto aburrimiento, de su Protector de los pobres.

--Cierto, pero no han empezado aún á hacer el estercolero al cual he de
ir á parar yo. Cinco veces he visto el río retroceder desde la aldea y
dejar al descubierto nueva tierra, al pie de la calle. Cinco veces he
visto reedificar la aldea sobre las orillas, y la veré reedificar aun
cinco veces más. No soy yo un inconstante gavial[22], que se dedica á
coger peces, hoy en Kasi y mañana en Prayag, como dice el proverbio,
sino el verdadero y continuo vigilante del vado. Por algo, muchacho,
por algo lleva mi nombre la aldea, y «quien mucho vigila», como suele
decirse, «obtendrá, al fin, su galardón».

--Mucho he vigilado yo... mucho... casi toda mi vida, y el premio que
he recibido son mordiscos y cardenales, dijo el chacal.

--¡Ja, ja, ja! contestó soltando la carcajada la grulla.

      Nació el chacal en Agosto
    y en Septiembre son las lluvias...
    ¡y él dice que _no recuerda_
    ver llover como hoy diluvia!

Tiene la grulla ayudante una particularidad muy desagradable. En
épocas que se reproducen con irregularidad sufre de agudos ataques
de hormigueos ó calambres en las piernas, y aunque tenga la virtud
de la resistencia en mayor grado que cualquiera de las otras clases
de grullas, que, sin embargo, muestran siempre un aire de inmensa
impasibilidad, se echa á revolotear en salvajes danzas guerreras
bailadas en su especie de zancos torcidos, abriendo á medias las alas
y moviendo de arriba abajo su cabeza calva; y mientras esto hace, por
motivos que ella sabrá, sin duda, cuida grandemente de que sus más
fuertes ataques vayan acompañados de sus más acerbas críticas. Al
terminar la última palabra de su cantar cuadróse de nuevo muy tiesa,
diez veces más digna que nunca del nombre de _ayudante_, que llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque había visto ya sucederse en su
vida tres estaciones del año; pero no puede uno darse fácilmente por
ofendido y contestar á un insulto cuando proviene éste de quien posee
un pico de un metro de largo y el poder de clavarlo como una jabalina.
La grulla se distinguía por lo cobarde; pero el chacal era aun peor que
ella.

--Hay que vivir para aprender, dijo el _Mugger_, y bien puede afirmarse
lo siguiente: los chacales pequeños abundan mucho; pero un _bocón_ como
yo es raro. Á pesar de ello no soy yo orgulloso, porque el orgullo
conduce á la propia perdición; mas, fíjate bien, eso es cosa del Hado,
y contra el Hado ni uno solo de los que nadan, caminan ó corren debiera
decir palabra. Yo estoy contento del Hado. Con buena suerte, buen ojo y
la costumbre de asegurarse de que está libre la salida antes de que te
metas en alguna cala ó remanso, mucho puede hacerse.

--Oí decir una vez que hasta el Protector de los pobres se equivocó,
dijo el chacal, maliciosamente.

--Cierto, pero hasta entonces vino el Hado en mi ayuda. Era antes de
que hubiera adquirido todo mi desarrollo... tres hambres antes de la
última que ha habido. (¡Por la margen derecha é izquierda del Ganges
que la corriente de los ríos era enorme en aquellos tiempos!) Pues
sí, era yo joven y atolondrado, y al venir la inundación que hubo
¿quién más contento que yo? Con poca cosa me bastaba entonces para
considerarme muy dichoso. La aldea estaba completamente inundada, y yo
nadé por encima del _Ghaut_ yéndome tierra adentro, hasta llegar á los
campos de arroz, que encontré llenos de barro. Acuérdome también de
un par de brazaletes (por cierto que eran de cristal y no les hice el
menor caso) que encontré aquella tarde. Sí, brazaletes de cristal, y,
si la memoria no me es infiel, también hallé un zapato. Debiera haber
sacudido aquel zapato... y el otro, pues había dos; pero estaba yo
hambriento. Más tarde aprendí á proceder mejor. ¡Ah, sí! Comí, pues, y
descansé; mas, cuando me disponía á volver al río, la inundación había
bajado ya mucho de nivel, y yo pasé caminando por el barro de la calle
principal. ¿Quién sino yo hubiera hecho esto? Acudió toda mi gente,
sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré con benevolencia. El fango
no se presta para que uno pueda combatir bien. Uno de los barqueros
dijo:

--Id á buscar hachas y matadlo, que es el _Mugger_ del vado.

--Nada de eso. ¡Mirad! Se lleva por delante la inundación. Es el dios
que protege á la aldea.

Entonces me arrojaron gran cantidad de flores, y alguien tuvo la feliz
ocurrencia de ponerme una cabra en mitad del camino.

--¡Qué buena!... ¡Pero qué buena es la cabra! exclamó el chacal.

--Tiene muchos pelos... muchos pelos... y cuando se la encuentra uno en
el agua es más que probable que dentro de ella haya escondido algún
anzuelo en forma de cruz. Pero lo que es aquella cabra la acepté, y
me fuí, triunfalmente, hasta el _Ghaut_. Más tarde, el Hado hizo que
cayera en mi poder aquel barquero que había querido cortarme la cola
con un hacha. Su bote embarrancó en un banco de que vosotros no os
acordaríais ahora, aunque os dijera dónde está.

--No _todos_ somos aquí chacales, dijo la grulla. ¿Era el banco que se
formó donde se fueron á pique los barcos que acarreaban piedras, el año
de la gran sequía... un banco de arena muy largo que duró por espacio
de tres inundaciones?

--Había dos, dijo el _Mugger_: uno más arriba y otro más abajo.

--¡Ah, sí! Se me había olvidado. Un canal los separaba, y más tarde
se secó también, dijo la grulla, que se sentía orgullosa de su buena
memoria.

--En el banco de abajo fué á embarrancar la barca del hombre que tan
buenas intenciones tenía respecto á mí. Estaba durmiendo en la proa,
y, medio despierto, saltó al agua, que le llegaba hasta la cintura (ó
no, no más que hasta las rodillas) para empujar la embarcación. Ésta,
vacía, siguió adelante, yendo á tocar de nuevo en la tierra del próximo
recodo que la corriente formaba entonces. Yo fuí siguiendo también,
porque sabía que no faltarían hombres que salieran para arrastrar el
barco hasta la playa.

--¿Y sucedió así? preguntó el chacal un poco despavorido.

Era éste un modo de cazar tan en grande que le causaba profunda
impresión.

--Acudieron los hombres allí y más abajo también. No fuí ya más lejos;
pero esto me permitió apoderarme de tres en un día... tres _manjis_
(barqueros) bien gordos, y, excepto el último (con el cual tuve ya
menos cuidado que con los otros), ni uno pudo gritar para advertir á
los que se hallaban en la orilla del río.

--¡Ah! ¡Qué modo de cazar! ¡Con qué nobleza! ¡Pero cuánta habilidad y
qué superior juicio reclama! dijo el chacal.

--No, habilidad no, muchacho, sino solamente pensar un poco. El pensar
es á la vida lo que la sal al arroz, como dicen los barqueros, y yo he
pensado siempre profundamente. El gavial, mi primo, el que se alimenta
de peces, me tiene dicho cuán difícil es para él el seguirlos, y
cuánto difieren unos de otros, y cómo él necesita conocerlos á todos
en conjunto y á cada uno por separado. Á esto le llamo yo sabiduría;
pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que mi primo, el gavial,
vive entre su gente. _Mi_ gente no nada por bandadas, con la boca fuera
del agua, como hace _Rewa_; ni sale constantemente á la superficie del
agua, ni se vuelve de lado, como suelen _Mohoo_ y el diminuto _Chapta_;
ni se junta en los bancos de arena después de una inundación, como
_Batchua_ y _Chilva_.

--Todos son manjares exquisitos, dijo la grulla, acompañando las
palabras con un chasquido del pico.

--Eso dice mi primo, y convierte en ocupación muy seria el cazarlos;
pero ellos no se le encaraman por los bancos de arena para escaparse
de sus dientes. _Mi_ gente es muy distinta. Vive en la tierra, en
casas, entre sus ganados. Yo necesito saber lo que hacen y hasta lo
que piensan hacer; y así poniendo primero la trompa del elefante, y
luego la cola, como suele decirse, reconstruyo el elefante entero. ¿Qué
cuelga de una puerta una rama verde con un anillo de hierro? Pues el
viejo _Mugger_ sabe que ha nacido un niño en aquella casa y que algún
día vendrá al _Ghaut_ á jugar. ¿Va á casarse una doncella? Pues el
viejo _Mugger_ lo sabe, porque ve cómo los hombres van y vienen con
regalos; y, al fin, ella, también, acude al _Ghaut_ para bañarse antes
de la boda, y... allí está él. ¿Qué ha cambiado el río su curso y ha
dejado nuevas tierras donde antes no había más que arena? El _Mugger_
lo sabe igualmente.

--Bien, ¿y de qué sirve el saber esto? dijo el chacal. El río ha
cambiado de sitio hasta durante mi corta vida.

Los ríos en la India están casi siempre mudando su curso, y se desvían
á veces hasta media legua ó más en una sola estación, inundando los
campos de una de las orillas y esparciendo fertilizante cieno sobre la
opuesta.

                             [Ilustración]

--No hay conocimiento más útil que éste, dijo el _Mugger_, porque
á tierra nueva, nuevas pendencias. El _Mugger_ lo sabe... ¡oh, lo
sabe perfectamente! En cuanto el agua se ha retirado, arrástrase él
por las estrechas grietas que los hombres creen que no son bastante
anchas para que en ellas pueda esconderse ni un perro, y allí espera.
Á poco aparece un labriego diciendo que plantará aquí cohombros, y
allí melones, en la tierra nueva que el río le ha dado. Con los pies
desnudos tantea aquel cieno excelente. Á los pocos instantes llega
otro, diciendo que él cultivará allí cebollas, zanahorias y caña de
azúcar, en tal y tal sitio. Se acercan como dos botes que tuercen
el rumbo hacia igual punto, y, al acercarse, cada uno de ellos mira
al otro con ojos que parecen rodar bajo el enorme turbante azul. El
viejo _Mugger_ ve y oye. Danse mútuamente el nombre de _hermano_, y
van á amojonar la nueva tierra. El _Mugger_ corre, detrás de ellos,
de un lado á otro, deslizándose, muy aplastado contra el suelo, por
entre el barro. ¡Ahora empiezan á disputarse! ¡Ya se insultan! ¡Ahora
se arrancan los turbantes! ¡Ya levantan sus _lathis_ (garrotes), y,
por fin, cae uno de espaldas en el fango y el otro se va corriendo.
Cuando vuelve, la cuestión queda definitivamente zanjada, y de ello
puede dar fe el bambú herrado del vencido. Y aun no le agradecen nada
al _Mugger_. No; gritan: ¡un asesinato! y las familias se pelean á
garrotazos, veinte de este bando y veinte del otro. Mi gente son muy
buena gente... _jats_ de las montañas... _malwais_ del Bêt. Cuando
pegan, no pegan por juego, y una vez ha terminado la lucha, el viejo
_Mugger_ espera allá lejos en el río, donde no se le puede ver desde
la aldea, detrás de las matas de _kikar_ que hay por allá. Entonces,
bajan mis _jats_ de anchos hombros, ocho ó nueve juntos, á la luz de
las estrellas, conduciendo al muerto, colocado sobre una cama. Son
viejos de barba gris y de voz tan profunda como la mía. Encienden un
fuego (¡ah! ¡cómo conozco yo ese fuego!), tragan tabaco, formando un
círculo mueven la cabeza todos á la vez hacia delante, ó hacia un lado,
en dirección del muerto que está sobre la orilla. Dicen que las leyes
inglesas arreglarán aquello por medio de la horca, y que la familia del
matador tendrá que pasar por la vergüenza de ver cómo lo cuelgan en el
gran patio de la cárcel. Entonces, contestan los amigos del muerto:
«pues que lo ahorquen», y la conversación vuelve á empezar de nuevo...
una, dos, veinte veces durante la interminable noche. Al fin, dice uno:

--La lucha fué cara á cara, con nobleza. Tomemos el dinero que nos
ofrecen y un poco más, y no digamos palabra de lo sucedido.

Y empiezan á regatear sobre el dinero, porque el muerto era hombre
robusto y ha dejado muchos hijos. Pero todavía antes del _amratvela_
(la salida del sol), lo queman un poco con el fuego preparado al
efecto, según la costumbre, y el muerto viene á parar á mí, y lo que
es él no dirá ya nada sobre el asunto. ¡Ah! hijos míos, el _Mugger_
sabe... sabe muchas cosas... y los _Malwah Jats_ son muy buena gente.

--Tienen el puño demasiado cerrado... son harto mezquinos para llenarme
el buche, dijo graznando la grulla. Ellos sí que no gastan inútilmente
el lustre poniéndolo en los cuernos de la vaca, como suele decirse;
y, á ver, quisiera yo que me dijeran ¿quién es el que puede espigar
después que ha pasado un _Malwah_?

--¡Ah, yo!... yo espigueo... los _espigueo_ á ellos, dijo el _Mugger_.

--Pues bien: en Calcuta del Sur, antes, siguió diciendo la grulla, todo
lo tiraban á la calle, y nosotros podíamos escoger y revolverlo todo.
¡Esos sí que eran buenos tiempos! Pero hoy... hoy las calles están
mondas como la cáscara de un huevo, y mi gente vuela hacia otro sitio.
Una cosa es ser limpio, y otra quitar el polvo, barrer y regar siete
veces cada día: eso aburre hasta á los mismos dioses.

--Contóme un día un chacal de las tierras bajas que en Calcuta del Sur
todos los nuestros estaban gordos como nutrias en la estación de las
lluvias, dijo el chacal, haciéndosele la boca agua sólo con pensarlo.

--¡Ah! Pero allí están los de la cara blanca... los ingleses, y ellos
llevan consigo unos perros gordos, que conducen de no sé donde, allá,
río abajo, en unos barcos, y que cuidan de que esos mismos chacales de
que hablas estén flacos, replicó la grulla.

--¿Tienen, pues, tan duro el corazón como esa gente? Debía haberlo
supuesto. Ni la tierra, ni el cielo, ni el agua se muestran caritativos
con el chacal. Yo ví las tiendas de uno de los de la cara blanca, en la
última estación, después de las lluvias, y además le cogí unas riendas
nuevas, amarillas, para comérmelas. Los blancos no saben preparar bien
las pieles. Aquellas riendas me pusieron muy enfermo.

--Peor es lo que me sucedió á mí, dijo la grulla. Cuando no contaba yo
más que tres estaciones y era tan joven como atrevida, fuíme al sitio
del río en que atracan los barcos grandes. Los barcos de los ingleses
tienen triple tamaño que esta aldea.

--Ésta, por lo visto, ha estado en Delhi y quiere hacernos creer que
allí la gente anda cabeza abajo, murmuró el chacal.

El _Mugger_ abrió el ojo izquierdo y miró fijamente á la grulla.

--Pues es verdad, dijo la enorme ave insistiendo. Un embustero no
miente más que cuando tiene la esperanza de que le van á creer. Pues
bien: nadie que no hubiera visto aquellos barcos podría dar fe á esta
verdad que digo.

--Esto es ya algo más puesto en razón, contestó el _Mugger_. ¿Y qué más?

--De las profundidades de uno de aquellos barcos estaban sacando
grandes pedazos de una materia blanca que, al cabo de muy poco rato,
se deshacía, convirtiéndose en agua. Buena parte de los pedazos se
desmenuzó, cayendo sobre la orilla, y el resto lo colocaron prontamente
en una casa de gruesas paredes. Pero un barquero cogió, riéndose, uno
de aquellos trozos, que no era mayor que un perrillo, y me lo tiró.
Yo (como todos los míos) trago sin reflexionar, y también me tragué
aquello, según nuestra costumbre. Inmediatamente sentí un gran frío
que, empezando en el buche, me corría hasta la punta de los dedos, y
aun de hablar me privaba, mientras los barqueros se estaban burlando de
mí. En mi vida he sentido frío igual. Con el dolor y el aturdimiento
que experimentaba púseme á bailar hasta que pude recobrar el perdido
aliento, y entonces volví á bailar, protestando á gritos contra la
falsedad de este mundo, mientras los barqueros seguían riéndose de mí,
hasta caerse por el suelo. ¡Lo más estupendo de todo, dejando aparte
aquel frío maravilloso, es que nada, absolutamente, había en mi buche
cuando hube terminado mis lamentaciones!

La grulla había hecho todo lo posible para describir lo que sintió
después de tragarse un pedazo de hielo de siete libras, que provenía
del lago de Wenham, traído de allí por un barco americano de los
dedicados á aquel transporte, en los tiempos en que Calcuta no
fabricaba aun con máquina el hielo; pero, como la grulla no sabía lo
que esta materia era, y como aun lo sabían menos el _Mugger_ y el
chacal, el cuento no les produjo el debido efecto.

--Cualquier cosa, dijo el _Mugger_ cerrando nuevamente el ojo
izquierdo... _cualquier cosa_ es posible cuando la origina un barco
que tiene tres veces el tamaño de _Mugger-Ghaut_. Mi aldea no peca de
pequeña.

Oyóse un silbido por encima del puente, y el tren correo de Delhi pasó
por él, llenos de luz todos los coches y siguiéndolos fielmente las
sombras á lo largo del río. Hundióse de nuevo, con estruendo, en la
obscuridad; pero el _Mugger_ y el chacal estaban tan acostumbrados á
oirlo que ni siquiera movieron la cabeza.

--¿Acaso es eso menos maravilloso que un barco de triple tamaño que
_Mugger-Ghaut_? dijo el ave mirando hacia arriba.

--Yo ví edificar eso, joven. Piedra por piedra ví cómo se elevaban
los estribos del puente, y cuando los hombres se caían desde ellos
(generalmente tenían maravillosa destreza para no poner el pie en
falso... pero, en fin, cuando se caían) allí estaba yo alerta. Desde
que el primer estribo estuvo hecho no se acordaron ya más de ir
corriente abajo, en busca de los cadáveres, para quemarlos. Con esto me
evitaron no pocas molestias. Por lo demás, nada hubo de extraño en la
construcción del puente, añadió el _Mugger_.

--Pero ¿y eso que pasa por encima de él arrastrando los carros
cubiertos con techos? ¡Eso sí que es extraño! repitió la grulla.

--Es, sin ningún género de duda, un buey de una nueva especie.
Algún día sucederá que no podrá sentar bien el pie, y, perdiendo el
equilibrio, se caerá del mismo modo que hicieron los hombres. El viejo
_Mugger_ estará entonces, también, alerta.

El chacal miró á la grulla, y ésta al chacal. Si de algo estaban
seguros en este mundo era de que la máquina podía ser cualquier cosa
menos un buey. El chacal la había estado mirando repetidas veces desde
las matas de aloe que bordeaban la línea, y, en cuanto á la grulla,
estaba acostumbrada á ver locomotoras desde la primera que hubo en la
India. Pero el _Mugger_ no había visto la máquina más que desde abajo,
y la cupulilla de bronce le parecía la especie de joroba de un buey más
pronunciada.

--Sí, un buey de nueva especie repitió el _Mugger_ pesando las palabras
como para persuadirse á sí mismo, y el chacal contestó:

--Cierto que sí: es un buey.

--Y también podría ser... comenzó á decir el _Mugger_ con cierta
aspereza.

--Cierto... cierto que sí, interrumpió el chacal sin esperar á que el
otro hubiera terminado.

--¿Qué? dijo el _Mugger_ incomodado, porque adivinaba que los demás
sabían más que él. ¿Qué es lo que podría ser? No había yo aun acabado
de hablar. Tú dijiste que era un buey.

--Es lo que el Protector de los pobres quiera. Yo soy su servidor... y
no el de esa cosa que atraviesa el río.

--Sea lo que fuere, es obra de los de la cara blanca, dijo la grulla,
y, por mi parte, no quisiera yo echarme en sitio que está tan cerca de
eso como este banco de arena.

--Tú no conoces á los ingleses como yo, contestó el _Mugger_. Cuando
construían el puente había aquí un blanco que se metía en un bote,
muchas veces, á la caída de la tarde, y golpeaba con los pies las
tablas del fondo, diciendo en voz baja: ¿Está aquí? ¿Está allí? Traedme
la escopeta. Yo le oí aun antes de verle... oí cada ruido que hizo...
los crujidos, el resollar, cada golpecito dado en la escopeta, yendo
río arriba y río abajo. Tanto como era cierto que yo le había privado
de uno de sus obreros, evitando así un gran gasto de leña que hubieran
necesitado para quemarlo, era, también, constante su empeño en venirse
hasta el _ghaut_, y decir á gritos que me iba á matar, librando de
esta suerte al río de _mi_ presencia... ¡de la presencia del _Mugger_
de _Mugger-Ghaut_! ¡Á _mí_! Hijos míos, yo nadé horas y horas bajo la
quilla de su bote, y le oí disparar su escopeta á algunos leños; y,
cuando estaba bien seguro de su cansancio, me levantaba junto á él y
hacía castañetear mis dientes frente á su misma cara. Cuando el puente
estuvo listo se marchó el inglés. Todos cazan de este modo, excepto
cuando son ellos los cazados.

--¿Quién caza ahora á los de la cara blanca? ladró el chacal sumamente
excitado.

--Ahora nadie; pero yo los he cazado en mis buenos tiempos.

--Algo recuerdo de esa caza. Entonces era yo joven, dijo la grulla
haciendo sonar su pico de un modo muy significativo.

--Estaba yo aquí perfectamente establecido. Mi aldea se reedificaba por
tercera vez, á lo que recuerdo, cuando mi primo, el gavial, trájome
noticias de unas aguas muy ricas que había más arriba de Benares. Al
principio no quise ir, porque mi primo, que no come más que peces, no
sabe, á menudo, distinguir lo bueno de lo malo; pero oí á mi gente
hablar por las tardes, y lo que dijeron me decidió.

--¿Y qué es lo que dijeron? preguntó el chacal.

--Lo suficiente para que yo, el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_, me saliera
del agua y echara á andar. Partí á pie, de noche, metiéndome hasta en
los más pequeños arroyos á medida que se me iban presentando; pero era
entonces el comienzo de la estación calurosa y todos llevaban muy poca
agua. Crucé caminos llenos de polvo; atravesé altas masas de yerba;
me encaramé por las montañas á la luz de la luna. Hasta por las rocas
trepé, hijos míos... fijaos bien en lo que os digo. Crucé el extremo
del río Sirhind, el seco, antes de que pudiera encontrar la serie de
ríos pequeños que van á desembocar al Ganges. Había un mes de estar
viajando para regresar á donde se hallaban mi gente y el río que yo
conocía. ¡Fué aquello cosa maravillosa!

--Y la comida ¿cómo iba durante el camino? dijo el chacal, que no tenía
más alma que el estómago y no se sentía impresionado lo más mínimo por
los viajes terrestres del _Mugger_.

--Comía lo que encontraba... _primo_, dijo el _Mugger_ muy
pausadamente, como arrastrando cada palabra.

Ahora bien: no se llama _primo_ á nadie en la India más que en el
caso de que pueda uno llegar á establecer con esta persona cierto
parentesco, y como sólo en antiguos cuentos de hadas se casa el
_Mugger_ con algún chacal, el nuestro comprendió por qué motivo se
había visto elevado de pronto á formar parte de la parentela del
_Mugger_.

Á haber estado solos no le hubiera importado; pero los ojos de la
grulla centellearon de gozo al oir la pesada broma.

--La verdad es, padre, que debía haberlo sabido.

No le gusta á ningún cocodrilo que le llamen padre de ningún chacal, y
el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_ contestó, entonces, mucho más de lo que
conviene repetir aquí.

--El Protector de los pobres fué quién me llamó pariente. ¿Puedo yo
acordarme del grado exacto de parentesco que haya entre nosotros? Á
mayor abundamiento, comemos la misma clase de comida. El lo ha dicho,
repuso el chacal.

Vino esto á agravar aun mucho más las cosas, porque á lo que tiraba el
chacal era á indicar que el _Mugger_ debía de haber devorado la comida
fresca cada día, en aquella marcha á pie, en vez de guardarla junto á
sí hasta que estuviera en el verdadero estado en que él la necesita,
como hacen todos los _muggers_ que se respetan algo, y también la mayor
parte de las fieras cuando les es posible. Á decir verdad, uno de los
mayores insultos que pueden dirigirse en toda la extensión del cauce
del río es el calificar de «devorador de carne fresca». Es casi una
cosa tan mala como el llamarle á un hombre caníbal.

--Comida fué aquella carne hace treinta estaciones, dijo con toda
tranquilidad la grulla. Aunque estuviéramos hablando treinta estaciones
más no volveríamos á verla ya. Cuéntanos, ahora, lo que ocurrió cuando
llegaste á aquellas aguas tan buenas, después de tu sorprendente viaje
por tierra. Si fuéramos á escuchar todos los aullidos de cada chacal,
los negocios de la ciudad quedarían pronto paralizados, como dice el
proverbio.

El _Mugger_ debió de agradecer la interrupción, porque continuó
precipitadamente:

--¡Por las dos orillas del Ganges! ¡Cuando llegué allí me encontré con
unas aguas como no las había visto nunca parecidas!

--¿Eran mejores que la gran inundación que hubo en la estación última?
dijo el chacal.

--¡Mejores! Esa inundación no fué más que lo que ocurre cada cinco
años: un puñado de forasteros ahogados, algunas gallinas, y un buey
muerto que se queda en el agua cenagosa, gracias á las corrientes
cruzadas. Pero en la estación de que me he acordado ahora, el río
estaba bajo, el agua corría mansa, igual siempre, y, como ya me había
advertido el gavial, los ingleses bajaban por ella tocando uno con
otro. En aquella estación fué cuando engordé y crecí. Desde Agra, cerca
de Etawah y del sitio en que se ensancha la corriente no muy lejos de
Allahabad...

--¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo los muros del fuerte de
Allahabad!... dijo la grulla. Acudieron allí como los patos á los
juncales, y bailaban dando vueltas... así.

Empezó otra vez su horrible danza, mientras el chacal miraba con
envidia. Como era natural, él no se acordaba del terrible año de que
hablaban, del «año de la Insurrección». El _Mugger_ continuó:

--Sí, cerca de Allahabad, se tendía uno en el agua mansa, y dejaba que
pasaran veinte para escoger uno de ellos; y había allí, principalmente,
la ventaja de que los ingleses no iban llenos de joyas y de anillos
en la nariz y en los tobillos, como mis mujeres van hoy. El que gusta
demasiado de adornos acaba con una cuerda al cuello por único collar,
como dice el refrán. Todos los cocodrilos que existían en todos los
ríos engordaron entonces; pero mi Hado quiso que yo engordara más que
ninguno de ellos. Las noticias que teníamos eran de que se cazaba á los
ingleses arrojándolos á los ríos, y ¡por las dos orillas del Ganges!
os aseguro que á nosotros nos pareció que ésa era la verdad. Así lo
creí yo durante todo el tiempo que fuí en dirección del Sur, y eso que
llegué, siguiendo la corriente, hasta más allá de Monghyr y de las
tumbas que dominan el río.

--Ya conozco el sitio. Desde entonces es Monghyr una ciudad casi
abandonada. Poquísimos son los que viven allí ahora.

Después de esto, fuíme corriente arriba muy despacio, perezosamente,
y un poco más arriba de Monghyr me encontré con un bote lleno de
blancos... ¡pero vivos! Eran, bien me acuerdo, mujeres, echadas bajo
una tela sostenida por unos palos, é iban llorando á gritos. Nunca
nos disparaba entonces nadie ningún tiro: nosotros éramos los únicos
guardianes de los vados en aquellos tiempos. Todas las armas de fuego
estaban ocupadas en otra parte. Las oíamos día y noche allá, tierra
adentro, y el estruendo llegaba ó se iba según de donde soplaba el
viento. Me levanté por completo frente al bote, porque nunca había
visto vivos á los de las caras blancas, aunque bien los conocía... de
otra suerte. Un niño blanco, desnudo, estaba de rodillas en uno de los
costados del bote, é inclinando el cuerpo por encima, se le antojó
arrastrar lentamente las manos por las aguas del río. Es hermoso el
ver con qué alegría juega un niño con toda agua que corre. Yo había
comido ya aquel día; pero aún me quedaba un rinconcillo vacío. Sin
embargo, más que para llenarlo, por juego, me levanté hasta tocar casi
las manos del niño. Ofrecían un blanco tan fácil que ni siquiera tuve
que mirarlas cuando cerré la boca; pero, tan pequeñas eran que, aunque
mis quijadas se cerraron debidamente (bien seguro estoy de ello),
el niño retiró con rapidez las manos sin que hubieran recibido el
menor daño. Debieron de pasar por el espacio que media entre diente y
diente... las manecitas aquéllas, tan blancas. Hubiera podido cogerle
entonces por los codos; pero, como he dicho, sólo por juego y por el
deseo de ver cosas nuevas me había yo acercado allí. Cuantos iban en el
bote gritaron, y al cabo de poco rato volví yo á levantarme del agua
para observarlos. El barco pesaba demasiado para hacerle zozobrar.
No eran más que mujeres las que en él iban; pero quien se fíe de una
mujer puede decirse que camina sobre las yerbas que ocultan el agua de
una laguna, como enseña el proverbio, y... ¡por las dos orillas del
Ganges... que es eso gran verdad!

--Una vez una mujer me dió á mí una piel seca haciendo ver que era
un pescado, dijo el chacal. Desde entonces estoy esperando poderle
hincar el diente á su niño; pero, en fin, más vale comer la carne de un
caballo que recibir de él una coz, como dice el refrán. ¿Y qué es lo
que vuestra mujer hizo?

--Me disparó con una escopeta muy corta, de una clase que nunca había
visto yo antes, ni volví á ver después. Cinco veces seguidas hizo fuego
(no es difícil adivinar que el _Mugger_ tuvo que habérselas con algún
revólver antiguo) y yo me quedé con la boca abierta, como bostezando,
con una nube de humo alrededor de mi cabeza. Nunca ví cosa igual á
aquélla. ¡Cinco veces, y con tanta presteza como cuando muevo yo la
cola... así!

El chacal, que se iba sintiendo cada vez más interesado por el relato,
tuvo apenas tiempo de saltar hacia atrás en el instante mismo en que la
cola cortaba el aire como una guadaña.

--Hasta que no hubo sonado el quinto disparo (dijo el _Mugger_ con la
tranquilidad del que nunca ha pensado en causar el menor daño á sus
oyentes), hasta que no hubo sonado el quinto disparo no me hundí en el
agua, y volví á salir de ella en el preciso momento en que un barquero
les decía á todas aquellas mujeres blancas que, sin duda, había quedado
yo muerto. Una de las balas incrustóse en mi cuello. No sé si aun está
allí, por la razón de que no puedo volver la cabeza. Ven y míralo
tú, muchacho. Así se demostrará que la historia que os he contado es
verídica.

--¿Yo? dijo el chacal. ¿Acaso quien está acostumbrado á comer zapatos
viejos y á romper huesos, como yo, podrá dudar de la palabra del que es
la _envidia del río_? ¡Que cachorrillos ciegos se me coman la cola si
por mi pobre entendimiento ha pasado ni la sombra de semejante idea!
El Protector de los pobres se ha dignado contarme, á mí, que soy su
esclavo, que una vez en su vida ha sido herido por una mujer. Con esto
basta, y yo les contaré el cuento á todos mis hijos, sin pedir prueba
alguna de la verdad que encierra.

--La excesiva urbanidad es, á veces, tan mala como la excesiva
descortesía, porque, como dice el proverbio, hasta con requesones puede
ahogarse á un convidado. _No_ deseo ni remotamente que ningún hijo tuyo
sepa que el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_ recibió de una mujer la única
herida que tiene en el cuerpo. Otras muchas cosas tendrán en que pensar
tus hijos si han de procurarse la comida por tan tristes medios como su
padre.

--¡Queda olvidado, y desde hace mucho tiempo! ¡No se ha dicho nunca!
¡Jamás existió ninguna mujer blanca! ¡Ni siquiera hubo barco alguno!
¡Nada, absolutamente, sucedió!

Movió el chacal la cola, como barriendo el suelo, para demostrar cuán
en absoluto quedaba todo borrado de su memoria, y se sentó dándose aire
importante.

--La verdad es que sucedieron muchas cosas, dijo el _Mugger_, al
cual le había salido mal, por segunda vez, aquella noche, el querer
llevarle ventaja á su amigo. (Ni uno ni otro, sin embargo, tenían mala
intención. El comer y ser comido era cosa completamente legal en toda
la extensión del río, y el chacal había venido allí para recoger las
sobras de la comida del _Mugger_, cuando éste la hubiera terminado).

--Abandoné aquel bote, continuó, y fuíme corriente arriba, y cuando
llegué á Arrah y á las aguas que están situadas detrás, no hallé ya más
ingleses muertos. Durante cierto tiempo el río estuvo completamente
vacío. Luego volvieron á verse uno ó dos cadáveres con chaquetas
encarnadas; pero no ingleses, sino todos de una misma clase (del
Indostán y _purbeeahs_)... después cinco ó seis de frente, y, al fin,
desde Arrah hasta el Norte, más allá de Agra, parecía que pueblos
enteros se habían arrojado al agua. Salían de las calas uno tras otro
como bajan los maderos en la época de las lluvias. Cuando se levantaba
el río también se levantaban ellos, por compañías enteras, de los
bancos de arena en que habían estado reposando; y, al bajar el agua de
la corriente, los arrastraba con ella por los cabellos á través de los
campos y de la tierra virgen. Toda la noche, también, yendo hacia el
Norte, oí los disparos de las armas de fuego, y durante el día el ruido
de calzados pies de hombres que atravesaban los vados, ó aquel otro
que producen las ruedas de un pesado carro al rodar sobre la arena por
debajo del agua... y cada ola traía nuevos cadáveres. Al fin, hasta yo
mismo tuve miedo, porque dije: si esto les ocurre á los hombres ¿cómo
podrá salvarse el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_? Había, también, barcos
que venían detrás de mí, corriente arriba, ardiendo continuamente, como
arden, á veces, las embarcaciones que llevan algodón; pero sin jamás
hundirse.

--¡Ah! dijo la grulla; barcos como los que van á Calcuta del Sur. Son
altos y negros, tienen una cola que golpea el agua por detrás, y...

--Y son tres veces tan grandes como mi aldea, ¿eh? _Mis_ barcos eran
bajos y blancos; golpeaban el agua á cada lado, y no eran más grandes
de lo que deben ser los de cualquiera que cuente las cosas sujetándose
á la verdad. Á mí me atemorizaron mucho, por lo que abandoné aquellas
aguas y me vine á este río mío, ocultándome de día y caminando de noche
cuando no podía hallar arroyos que me ayudaran. Volvíme á mi aldea;
pero sin la esperanza de hallar en ella á ninguno de los de mi gente.
Y, sin embargo, aquí estaban, arando, sembrando y segando, luego, las
mieses, y yendo de un lado á otro por sus campos tan tranquilamente
como sus ganados.

--¿Y había aún buena comida en el río? dijo el chacal.

--Más de la que podía yo desear. Hasta... y eso que yo no como barro...
hasta estaba cansado, y, por lo que recuerdo, un poco asustado de aquel
constante bajar por el río gente silenciosa. Á los de mi aldea les oí
decir que todos los ingleses habían muerto; pero los que llegaban,
boca abajo, por la corriente, no eran ingleses, como los de mi mismo
pueblo pudieron ver. Entonces, mi gente dijo que lo mejor era no hablar
palabra, pagar la contribución y arar la tierra. Al cabo de mucho
tiempo, el río fué quedando limpio de cadáveres, y los que por él
bajaban eran, sin ninguna duda, ahogados procedentes de inundaciones,
como perfectamente podía ver yo, y aunque no era tan fácil, entonces,
el procurarse comida, cordialmente me alegraba de ello. Que haya
su poco de matanza de cuando en cuando no es malo... pero hasta el
_Mugger_ puede llegar á hartarse, como ya dice el refrán.

--¡Todo eso es maravilloso, verdaderamente maravilloso! exclamó el
chacal. Yo me he engordado nada más que de tanto oir hablar de comer.
Y después de esto ¿puedo atreverme á preguntar qué es lo que hizo el
Protector de los pobres?

--Me dije á mí mismo (¡y por las dos orillas del Ganges que me he
mantenido firme en lo que entonces juré!) me dije á mí mismo que nunca
más volvería á ir vagabundo de aquel modo. Así, pues, he vivido junto
al _Ghaut_; bien cerca de mi gente, y los he vigilado año tras año,
y tanto han llegado á quererme que hasta me echaban guirnaldas de
caléndulas cada vez que me veían levantar la cabeza del agua. Sí, mi
Hado ha sido muy bueno conmigo, y el río entero tiene la bondad de
respetarme aunque débil y enfermo; sólo que...

--Nadie es feliz por entero, desde el pico hasta la cola, dijo la
grulla con simpatía. ¿Qué más necesita el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_?

--Aquel niño tan pequeño y tan blanco del cual no pude apoderarme,
dijo el _Mugger_ lanzando un profundo suspiro. Muy pequeño era, pero
no me he olvidado de él. Aunque soy viejo, no quisiera morirme sin
probar algo nuevo. Verdad que son gente de pies pesados, y medio locos,
y así poco juego darían al cazarlos; pero aún me acuerdo de aquellos
tiempos que pasé algo más lejos de Benares, y, si el niño vive, aún se
acordará, también, él. Es muy posible que se pasee por la orilla de
algún río diciendo que una vez pasó las manos por entre los dientes del
_Mugger_ de _Mugger-Ghaut_, y que quedó vivo y en disposición de hacer
de ello un cuento que contar. Mi Hado ha sido muy bueno conmigo; pero,
á veces, en sueños, me molesta eso... la idea de aquel niñito blanco
que iba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.

--Y ahora, continuó, quiero descansar y pensar. Guardad silencio,
hijos míos, y respetad á los ancianos.

Volvióse con dificultad y se arrastró hasta lo alto del banco de arena,
mientras el chacal se retiraba, con la grulla, detrás de un árbol que
había quedado detenido en el río, en el extremo más cerca del puente
del ferrocarril.

--He aquí una vida agradable y provechosa, dijo con sardónica risa,
mirando con ademán interrogante al ave, que le dominaba desde su
altura. Y fíjate en que, ni una vez, le pareció oportuno decirme dónde
podía hallar un bocado, por casualidad, en algún banco de arena. Y, sin
embargo, cien veces le he indicado yo á él muy buenas cosas que estaban
entre el barro, allá, corriente abajo. ¡Cuán cierto es el proverbio que
dice: nadie se acuerda del chacal ni del barbero una vez ha sabido por
ellos las noticias! ¡Ahora se va á dormir! _¡Aaah!_

--¿Y cómo puede un chacal cazar junto con un cocodrilo? dijo la grulla,
fríamente. El uno es un ladrón de los grandes; el otro de los pequeños:
no es muy difícil el adivinar quién es el que se lleva los mejores
bocados.

Volvióse el chacal, gimiendo con rabia, é iba á enroscarse bajo el
tronco del árbol cuando, de pronto, se acurrucó y púsose á mirar, á
través de las ramas, hacia el puente, que estaba, casi, encima de su
cabeza.

--¿Qué ocurre ahora? preguntó la grulla, abriendo las alas, algo
inquieta.

--Espera un poco y lo veremos. El viento sopla desde aquí, donde
estamos nosotros, hacia donde están ellos; pero no es á nosotros á
quien buscan esos dos hombres.

--¿Hombres son? Mi oficio me proteje. Todo el mundo en la India sabe
que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basurero, se mete por todas partes
sin que nadie la moleste, y, así, la nuestra no se acobardaba nunca.

--En cuanto á mí, no valgo la pena de que me den más golpe que el que
puede dar algún zapato viejo, dijo el chacal poniéndose á escuchar de
nuevo. ¿Oyes estos pasos? continuó. Este ruido no es el que produce el
cuero de los zapatos del país, sino que es debido al pie calzado de un
blanco. ¡Escucha, otra vez! ¡Ruido de hierro contra hierro! ¡Es una
escopeta! Amiga, esos locos ingleses de pesados pies vienen á hablar
con el _Mugger_.

--Adviérteselo, pues. No hace más que un rato que alguien, que me
parece que era un chacal hambriento, le llamaba «Protector de los
pobres».

--Deja que mi primo cuide él mismo de conservar la piel. Mil veces me
ha dicho que nada hay que temer de los blancos. Pues blancos deben de
ser éstos. Ninguno de los aldeanos de _Mugger-Ghaut_ se atrevería á
perseguirle. ¡Mira! ¡Ya te lo dije que había una escopeta! Ahora, por
poco que la suerte nos ayude, podremos alimentarnos antes de que apunte
el día. Fuera del agua no oye él bien... ¡y lo que es ésta vez no
tendrá que habérselas con una mujer!

Brilló un momento el cañón de una escopeta sobre las traviesas del
puente. El _Mugger_ estaba echado sobre el banco de arena, tan quieto
como su propia sombra, un poco esparrancadas las patas delanteras;
caída la cabeza entre ellas; roncando como... un cocodrilo.

Sobre el puente, una voz murmuró:

--El tiro resulta un poco raro... casi en dirección perpendicular...
pero tan seguro como la colocación de un capital que se invirtiera
en casas. Lo mejor será apuntarle detrás del cuello. ¡Caramba! ¡Qué
enorme es el animal! ¡Y qué furiosos se van á poner los de la aldea
cuando lo vean muerto! Como que es el _deota_, el dios de estos lugares.

--Me importa un comino, contestó otra voz. Me quitó unos quince de mis
mejores _coolies_[23] mientras se construía el puente, y es ya hora
de acabar con él. He estado persiguiéndolo en bote durante semanas
enteras. Prepare V. el Martini[24] para cuando haya disparado yo los
dos cañones de mi escopeta.

--Cuidado con el culatazo, pues. Un doble disparo con calibre cuatro no
es cosa de broma.

--Eso es él quién ha de decirlo, y no yo. ¡Allá va!

Oyóse un estruendo como el que podría producir el disparo de un cañón
de pequeñas dimensiones (las mayores escopetas que se usan para la caza
de elefantes no se diferencian mucho de las piezas de artillería más
pequeñas), y vióse una doble llamarada, seguida de la detonación seca
y penetrante de un Martini, para cuya larga bala no ofrece la menor
dificultad el atravesar las gruesas placas de un cocodrilo. Pero las
balas explosivas habían hecho ya cuanto podía hacerse. Una de ellas dió
precisamente detrás del cuello, un poco hacia la izquierda de la espina
dorsal, mientras la otra reventaba algo más abajo, donde comienza la
cola. De cien casos, en noventa y nueve puede un cocodrilo mortalmente
herido arrastrarse hasta el agua, en los sitios de alguna profundidad,
y escaparse así; pero el _Mugger_ de _Mugger-Ghaut_ estaba roto,
literalmente, en tres pedazos. Apenas movió la cabeza, antes de quedar
sin vida, y tan tendido estaba en el suelo como el mismísimo chacal.

--¡Rayos y truenos! dijo el pobre animalejo. ¿Es que aquella cosa tan
rara que arrastra por encima del puente los coches cubiertos se ha
venido abajo, por fin?

--No es más que el disparo de una escopeta, dijo la grulla (aunque
hasta las plumas de la cola le temblaban), nada más que una escopeta.
No hay duda que ha quedado muerto. Ahí vienen los blancos.

Los dos ingleses habían bajado del puente á toda prisa y cruzado el
banco de arena, donde se pararon á admirar la longitud del _Mugger_.
Entonces, un indígena provisto de un hacha cortó la enorme cabeza, y
cuatro hombres la arrastraron á través de la lengua de tierra que allí
había.

--La última vez que tuve la mano en la boca de un cocodrilo, dijo
uno de los ingleses, agachándose (era el mismo que había dirigido la
construcción del puente), fué cuando tenía yo unos cinco años de edad,
bajando en bote por el río en dirección de Monghyr. Era yo uno de «los
niños del tiempo de la Insurrección,» como les llaman. Mi pobre madre
estaba en el bote, también, y muchas veces me había contado que disparó
con un revólver á la cabeza del animal.

--Vaya, ¡pues bien se ha vengado V. de esto en el principal de todos
los de la familia!... aunque el culatazo le haya á V. hecho arrojar
sangre por la nariz. ¡Eh, barqueros! Arrastrad esa cabeza fuera
de aquí, y la herviremos para conservar la calavera. La piel está
demasiado agujereada para que podamos guardarla. Vamos ahora á dormir.
Lo que hemos hecho bien valía la pena de estar levantado toda la noche,
¿verdad?

                   *       *       *       *       *

Y fué, realmente, curioso que el chacal y la grulla hicieran también la
mismísima observación, dos ó tres minutos después de haberse ido los
hombres.

                            [Ilustración]


                        =La canción de la ola=


    Por el vado cruzó un día
    la corriente una doncella
    cuando el sol ya se ponía,
    y á besar su mano bella
    fué una ola enamorada,
    fué y hablóle de esta suerte:
    --Quédate, niña, parada,
    y aguarda, que soy la Muerte.

    --Á donde el amor me invita
    voy y no quiero que aguarde;
    pez que en el agua se agita,
    no espera si llego tarde.

    --Pie ligero, pecho hermoso,
    cruza el río de otra suerte,
    cruza en barco y con reposo,
    mira que yo soy la Muerte.

    --Amor me llama y no espero,
    que el Desdén nunca se casa...
    mas á su talle ligero
    llega ya el agua que pasa.
    .............................
    ¡Ah fiel y hermosa loquilla!...
    Ya la ola rueda lejos...
    Nunca tocará á la orilla...
    Sangrientos son sus reflejos...

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[20] Viene á significar este nombre «el lugar en que vivía el
cocodrilo».--N. del T.

[21] Tipo popularísimo de la literatura inglesa, que da nombre á un
periódico humorístico, y es sumamente feo y ridículo.--N. DEL T.

[22] Nombre específico del cocodrilo del Ganges.--N. del T.

[23] Faquines ó jornaleros indios.--N. del T.

[24] Antiguo fusil de reglamento en el ejército inglés.--N. DEL T.


                             [Ilustración]



                          EL "ANKUS" DEL REY

                              Cuatro insaciables cosas tiene el mundo:
                            la boca de Jacala[25] es lo primero;
                            el buche del milano, lo segundo;
                            las manos de los monos, lo tercero;
                            y, como nunca logra verse harto,
                            el ojo humano siempre fué lo cuarto.

                                                  _Adagio de la Selva._


Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña, acababa de mudar la piel, lo
que acaso le había ocurrido ya doscientas veces desde su nacimiento,
y Mowgli, que no olvidó nunca que le debía la vida, por lo mucho que
trabajó una noche en las Moradas Frías (como tal vez recordaréis), fué
á felicitarla. El mudar la piel pone siempre á una serpiente en un
estado de irritabilidad y de depresión que dura hasta que la piel nueva
empieza á mostrarse brillante y hermosa. No volvió Kaa á burlarse ya de
Mowgli, sino que le aceptó, del propio modo que hacían los demás del
Pueblo de la Selva, como al amo y señor de ésta, llevándole cuantas
noticias era natural que oyera una serpiente pitón de su tamaño.
Lo que Kaa ignorase acerca de _la Selva media_, como era costumbre
llamarla allí (la vida que se desliza por encima ó por debajo de la
tierra, entre guijarros, madrigueras y troncos de árbol), podría
escribirse sobre la más pequeña de sus escamas.

Aquella tarde estaba Mowgli sentado en el espacio que quedaba libre
entre los grandes repliegues del cuerpo de Kaa, manoseando la rota piel
vieja de ésta, que estaba aun tendida formando eses y enroscada, tal
como la dejó la serpiente. Como muestra de atención, Kaa se había hecho
un ovillo bajo los anchos y desnudos hombros de Mowgli, de modo que el
muchacho descansaba, realmente, sobre una especie de sillón vivo.

--Hasta las escamas de los ojos están perfectamente conservadas, dijo
Mowgli, entre dientes, jugando con la piel vieja. ¡Qué extraño es eso
de ver á los pies de uno mismo la cubierta de la propia cabeza!

--Sí, pero yo no tengo pies, dijo Kaa, y como que es la costumbre entre
toda mi gente, no lo hallo extraño. ¿Es que á tí no se te vuelve la
piel vieja y áspera?

--Entonces voy y me lavo, Cabeza-aplastada; pero, es cierto, en los
grandes calores, algunas veces he deseado poder, como tú, mudar sin
dolor la piel, y correr, luego, sin ella.

--Pues yo me lavo, y, _además_, me quito la piel. ¿Qué te parece mi
traje nuevo?

Mowgli pasó la mano sobre la diagonal labor de taracea de aquella
inmensa espalda.

--La tortuga tiene más dura la superficie; pero de colores menos
alegres, dijo sentenciosamente. La rana, mi tocaya, los tiene más
alegres; pero no es tan dura. El aspecto es hermosísimo... se parece á
las manchas que hay en el interior de los lirios.

--Necesita agua. Una piel nueva no llega nunca á adquirir su verdadero
color antes del primer baño. Vamos á bañarnos.

--Yo te llevaré, dijo Mowgli, y se agachó, riendo, para levantar por el
medio el enorme cuerpo de Kaa, precisamente por donde era más grueso.
De igual modo podía un hombre haber probado de levantar un tubo para
la conducción de agua que midiera más de medio metro de ancho, y así
Kaa se quedó tendida muy quieta, soplando tranquilamente y en extremo
regocijada. Entonces empezó el acostumbrado juego de todas las tardes
(el muchacho con todo su vigor, que era mucho, y la serpiente pitón,
con su magnífica piel nueva, luchando cara á cara uno contra otro)...
juego que constituía una prueba en que se ejercitaban por igual el
ojo y el esfuerzo. Por supuesto, que Kaa podía haber aplastado á una
docena como Mowgli, si hubiera querido; pero procedía con cuidado y
no empleaba ni la décima parte de su fuerza. En cuanto Mowgli tuvo
la suficiente para resistir la rudeza del juego, Kaa se lo enseñó, y
con ello sus miembros ganaron en elasticidad mejor que con otra cosa
alguna. Á veces Mowgli, de pie y envuelto, casi, hasta el cuello por
los movedizos anillos de Kaa, se esforzaba en sacar un brazo y cogerla
por la garganta. Entonces Kaa cedía suavemente, y Mowgli, con ambos
pies, de agilidad extrema, intentaba paralizar todo movimiento de la
enorme cola, que retrocedía buscando una roca ó el tronco de un árbol.
Balanceábanse, también, pegada la cabeza del muchacho contra la de la
serpiente, cada uno de ellos esperando el momento oportuno del ataque,
hasta que el hermoso grupo, parecido á una estatua, se deshacía,
convirtiéndose en torbellino de negros y amarillentos anillos y de
piernas y brazos que luchaban, para levantarse, de nuevo, una y otra
vez.

--¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! decía Kaa, dirigiendo fintas con la cabeza, que
ni la mano rapidísima de Mowgli podía desviar. ¡Mira! ¡Ahora te toco
aquí, hermanito! ¡Ahora aquí, y aquí! ¿Tienes las manos entumecidas?
¡Ya te he tocado otra vez!

Terminaba siempre el juego de igual modo: con un golpe en línea recta
y arrastrando, que arrojaba al muchacho al suelo dando tumbos. Mowgli
no pudo aprender nunca el modo de ponerse en guardia contra esa
especie de estocada, rápida como el rayo, y, según opinión de Kaa, era
completamente inútil que lo probara.

--¡Buena caza! gruñó, por fin, Kaa; y Mowgli, como de costumbre,
cayó disparado á más de cinco metros de distancia, sin aliento, pero
riéndose. Levantóse, con las manos llenas de yerba, y siguió á Kaa
hacia el bañadero favorito de la serpiente: una laguna negra como la
brea, rodeada de rocas, y á la que prestaban cierta variedad hundidos
troncos de árbol. Metióse el muchacho en el agua, como era costumbre
en la Selva, sin ruido, y la cruzó buceando; salió á la superficie
silenciosamente, también, y se tendió de espalda, cruzados los brazos
bajo la cabeza, mirando como la luna se elevaba por encima de las
rocas, y gozándose en quebrar con los dedos de los pies el reflejo
de los rayos en el agua. La cabeza de Kaa, de forma parecida á la
de un diamante, cortó la superficie del agua como una navaja y fué
á descansar sobre el hombro de Mowgli. En esta posición se quedaron
quietos, voluptuosamente embebidos en la agradable impresión del agua
fría.

--¡Qué bien se está así! dijo Mowgli, al fin, medio adormecido. Pues
mira: en la manada de los hombres, á esta misma hora, si mal no
recuerdo, se tendían sobre unos pedazos de madera muy duros, en el
interior de una trampa hecha de barro, y, después de haber cerrado,
para que no entrara el aire puro de afuera, se echaban por encima de la
casi medio atontada cabeza una tela sucia, y cantaban con la nariz unas
canciones muy feas. Mucho mejor se está en la Selva.

Una cobra se deslizó precipitadamente por encima de una roca, bebió,
deseóles «buena suerte» y marchóse.

--_¡Ssss!_ dijo Kaa, como si de pronto se acordara de algo. ¿De modo
que en la Selva hallas cuanto tú puedes desear, Hermanito?

--No todo, contestó Mowgli, riendo, porque para ello sería preciso que
hubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que matar á cada cambio de luna.
Lo que es ahora podría matarlo con mis propias manos, sin necesitar que
me ayudaran los búfalos. Además de esto, he deseado también, muchas
veces, que brillara el sol en medio de las lluvias, y, otras, que las
lluvias taparan al sol en lo más caluroso del verano; y, además, nunca
me he sentido con el estómago vacío sin desear haber matado á una
cabra; y nunca he matado á una cabra sin desear que fuera un gamo; ni á
un gamo sin sentir que no hubiera sido un _nilghai_. Pero lo mismo nos
ocurre á todos nosotros.

--¿Y nada más deseas? preguntó la enorme serpiente.

--¿Qué más puedo desear? Tengo la Selva y en ella se me mira con buenos
ojos. ¿Hay, acaso, algo más en algún otro sitio, en lo que va de la
salida á la puesta del sol?

--Pues bien, la cobra dijo... empezó Kaa...

--¿Qué cobra? La que ahora mismo se fué no dijo nada. Estaba cazando.

--Fué otra.

--¿Tratas tú mucho á las del pueblo venenoso? Yo les dejo bien libre
el camino. Llevan la muerte en los dientes delanteros y eso es mala
cosa... porque son muy pequeñas. Pero ¿qué cobra es ésa con la que tú
has hablado?

Revolvióse Kaa muy despacio en el agua, como un barco de vapor que las
olas del mar baten de través.

--Hace cuatro ó cinco lunas, dijo, que cacé en las Moradas Frías, sitio
que no has olvidado. Lo que yo perseguía se escapó chillando más allá
de las cisternas, y, yendo á aquella casa de la cual, por culpa tuya,
hice yo pedazos uno de los lados, se hundió en el suelo.

--Pero la gente de las Moradas Frías no vive en madrigueras, dijo
Mowgli, que sabía que Kaa hablaba del Pueblo de los monos.

--Aquello no _vivía_ allí, sino que allí fué para conservar la vida,
contestó Kaa moviendo rápidamente la lengua. Metióse en una madriguera,
prosiguió, muy profunda. Fuíme yo detrás, y, una vez lo hube muerto, me
dormí. Cuando desperté fuí internándome más.

--¿Bajo tierra?

--Eso es. Halléme allí, por fin, con una _Capucha Blanca_ (una cobra
blanca) que habló de cosas superiores á todos mis conocimientos, y me
enseñó muchas que nunca había visto antes.

--¿Caza nueva? ¿Se mataba con facilidad?

Al decir esto, volvióse Mowgli de lado con la mayor rapidez.

--No eran piezas de caza, y, además, me hubieran roto todos los
dientes. Pero la _Capucha Blanca_ dijo que un hombre (y hablaba como
quien conoce á fondo la especie), que un hombre hubiera dado con gusto
la vida nada más que por mirar todo aquello.

--Ya lo veremos, dijo Mowgli. Ahora recuerdo que hubo un tiempo en que
fuí hombre.

--¡Calma!... ¡Calma! La prisa fué la que mató á la Serpiente Amarilla
que se comió al sol. Hablamos nosotras dos bajo tierra, y yo hice
mención de tí, diciendo que eras un hombre. Dijo, entonces, la _Capucha
Blanca_ (y advierte que ella es, en verdad, tan vieja como la misma
Selva):

--Mucho tiempo hace que no he visto á un hombre. Que venga, y
contemplará todas esas cosas, por la más insignificante de las cuales
se dejarían matar muchísimos como él.

--Eso ha de ser, por fuerza, algún nuevo género de caza. Y, sin
embargo, el Pueblo Venenoso no suele decirnos dónde hay alguna pieza de
que apoderarse; son gente enemiga.

--Que no se trata de pieza ninguna, te he dicho. Es... es... no puedo
decir lo que es.

--Iremos allá. Nunca he visto á una _Capucha Blanca_, y además deseo
ver las otras cosas. ¿Las mató ella?

--Cosas muertas son. Dice que es la guardiana de todas.

--¡Ah!... Del mismo modo que un lobo vigila la carne que se ha llevado
á su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla, revolcóse sobre la yerba para secarse, y
ambos partieron en dirección de las Moradas Frías, la ciudad desierta
de la cual cabe suponer que estáis enterados. No tenía Mowgli,
entonces, el menor miedo del Pueblo de los Monos, pero, en cambio, éste
sentía por él vivísimo horror. Sea como fuere, sus tribus corrían á la
sazón por la Selva, y así las Moradas Frías se hallaban completamente
solitarias y silenciosas, iluminadas por la luna. Kaa iba delante, y,
dirigiéndose hacia las ruinas del pabellón de la reina que se elevaban
sobre la terraza, deslizóse por encima de los escombros y se hundió en
la casi enterrada escalera subterránea que descendía del centro del
pabellón. Mowgli lanzó el grito que servía para las serpientes («tú
y yo somos de la misma sangre») y siguió, sirviéndose, para andar,
de las manos y de las rodillas. Arrastráronse durante largo espacio
por un pasadizo inclinado, de innumerables vueltas y revueltas, y,
por fin, llegaron á un sitio en el que la raíz de algún árbol muy
grande, que crecía á más de nueve metros por encima de la altura en
que se hallaban, había arrancado una de las pesadas piedras de la
pared. Metiéronse por el hueco y se hallaron en una gran caverna, cuyo
techo abovedado estaba, también, roto, en ciertos puntos, por raíces
de árboles, de tal suerte que algunos rayos de luz penetraban en la
obscuridad.

--He aquí un cubil bien seguro, dijo Mowgli enderezándose; pero está
demasiado lejos para visitarlo diariamente. Y ahora ¿qué es lo que aquí
se ve?

--¿No soy yo nada? dijo una voz, en medio de la caverna. Y Mowgli vió
algo blanco que se movía, hasta que, poco á poco, irguióse ante él la
más enorme cobra que jamás vieran sus ojos... un animal de cerca de
dos metros y medio de largo, y descolorido, por estar siempre en la
obscuridad, hasta haber adquirido color de marfil viejo. Aun las mismas
marcas, como de espejuelos, que ostentaba en su extendida capucha,
se habían desteñido, mostrándose ahora de un amarillo pálido. Tenía
los ojos del color de rubíes, y, en suma, ofrecía el más sorprendente
aspecto que pueda darse.

--¡Buena suerte! dijo Mowgli, que no abandonaba nunca ni los buenos
modales ni el cuchillo.

--¿Qué noticias me traes de la ciudad? preguntó la cobra blanca sin
contestar al saludo. ¿Qué me cuentas de la inmensa ciudad amurallada...
la ciudad de cien elefantes, veinte mil caballos y tantas reses que no
cabe el contarlas... la ciudad del Rey de veinte reyes? Yo me vuelvo
sorda aquí, y mucho tiempo ha pasado ya desde que oí sus _gongos_[26]
de guerra.

--Sobre nuestras cabezas no se extiende más que la Selva, dijo Mowgli.
Entre los elefantes, conozco únicamente á Hathi y á sus hijos. Bagheera
ha despaldillado á todos los caballos de una aldea, y... dime... ¿qué
es un Rey?

--Ya te expliqué, dijo Kaa con suavidad á la cobra, ya te expliqué,
desde hace cuatro lunas, que la ciudad no existía.

--La ciudad... la gran ciudad del bosque, cuyas puertas están guardadas
por las torres del Rey... no puede perecer nunca. ¡La edificaron antes
que el padre de mi padre saliera del huevo, y durará, aún, cuando
los hijos de mis hijos sean tan blancos como yo! Salomdhi, hijo de
Chandrabija, el cual era hijo de Viyeja, hijo, á su vez, de Yegasuri,
fué quien la edificó en la época de Bappa Rawal. ¿Quién es el dueño del
rebaño á que pertenecen _vuesas mercedes_?

--Eso es como un rastro perdido, dijo Mowgli volviéndose hacia Kaa. No
entiendo su lenguaje.

--Ni yo. Es muy vieja. Madre de las cobras, aquí no hay más que la
Selva, y así fué desde el principio.

--Pues entonces ¿quién es _éste_, preguntó la cobra blanca, que está
sentado delante de mí, sin tenerme miedo, sin saber el nombre del Rey,
y que habla nuestro lenguaje, valiéndose para ello de labios humanos?

¿Quién es éste que va armado de cuchillo y tiene lengua de serpiente?

--Mowgli me llaman, fué la respuesta. Pertenezco á la Selva. Los lobos
son mi gente, y Kaa, que aquí ves, es mi hermana. Madre de las cobras
¿quién eres tú?

--Yo soy la Guardiana del tesoro del Rey. Kurrun Raja puso la piedra
que está ahí arriba, en los tiempos en que mi piel era obscura, á fin
de que enseñara yo lo que es la muerte á los que vinieran aquí para
robar. Luego bajaron el tesoro, levantando la piedra, y oí el canto de
los brahmanes, mis amos.

--¡Uy! dijo entre sí Mowgli: yo he tenido ya que habérmelas con un
brahmán, en la manada de los hombres, y... sé, acerca de él, lo que sé.
Aquí va á pasar algo, muy pronto.

--Cinco veces, desde que vine á este sitio, han levantado la piedra;
pero siempre para traer más, nunca para sacar algo. No hay riquezas
como éstas: son los tesoros de cien reyes. Pero ha transcurrido mucho,
muchísimo tiempo desde la última vez que levantaron la piedra, y creo
que mi ciudad se ha olvidado ya de lo que aquí existe.

--No hay tal ciudad. Mira hacia arriba. Verás allí raíces de grandes
árboles que separan las piedras. Pues bien: no crecen juntos árboles y
hombres, volvió á decir Kaa.

--Dos, y hasta tres veces, han hallado los hombres manera de llegar
hasta aquí, contestó airada la cobra blanca; pero nunca hablaron
hasta que yo me les eché encima, mientras iban ellos tanteando en
medio de la obscuridad, y aun entonces gritaron sólo breve rato. Mas
_vuesas mercedes_ vienen ambos con mentiras, lo mismo el Hombre que
la Serpiente, y quisieran hacerme creer que la ciudad no existe y que
mi misión de guardiana ha terminado. Poco cambian los hombres en el
transcurso de los años. En cuanto á mí... yo no cambio jamás. Hasta que
la piedra vuelva á ser levantada, y desciendan los brahmanes cantando
canciones que yo sé, y me alimenten con leche caliente, y me saquen de
nuevo á la luz, yo... _yo_... y nadie más que _yo_, seré la Guardiana
del tesoro del Rey. ¿Decís que la ciudad ha muerto, y que ahí están las
raíces de los árboles? Agachaos, pues, y coged lo que queráis. No tiene
la tierra tesoros como éste. ¡Hombre con lengua de serpiente, si puedes
salir con vida por el mismo camino que entraste, todos los reyezuelos
del país serán tus vasallos!

--Ya se embrolló otra vez la pista, dijo fríamente Mowgli. ¿Acaso algún
chacal habrá llegado á meterse en estas profundidades y mordido á la
gran _Capucha Blanca_? De fijo que le ha pegado la rabia[27]. Madre de
las cobras, nada veo yo aquí que pueda llevarme.

--¡Por los dioses del Sol y de la Luna que el muchacho está loco de
remate! silbó la cobra. Antes que tus ojos se cierren para siempre voy
á hacerte un favor: mira, y contempla lo que jamás vió hasta ahora
hombre alguno.

--No suele irles muy bien en la Selva á aquéllos que le hablan á Mowgli
de favores, dijo el muchacho entre dientes. Pero la obscuridad lo
cambia todo: bien lo sé yo. Miraré, pues, para complacerte.

Miró, en efecto, con los ojos medio cerrados, alrededor de la caverna,
y luego levantó del suelo un puñado de algo que brillaba.

--¡Oh! exclamó, esto es como aquello con que juegan en la manada de
los hombres; sólo que esto es amarillo, y aquello era de color obscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguió adelante. El suelo de la
caverna hallábase cubierto por una capa de oro y plata acuñados, de un
espesor de más de metro y medio. Había estado al principio en sacos,
que se rompieron, luego, esparciendo el metal, y, con los años, fuése
éste apretando y sentando, como la arena durante el reflujo. Encima,
dentro, y surgiendo de aquella masa, como restos de un naufragio que
se levantan sobre la arena, había pabellones de elefante con joyas
incrustadas en realces de plata, con planchas de oro forjado y adornos
de rubíes y turquesas. Veíanse palanquines y literas destinados á
llevar reinas, y cuyos marcos y correas eran plateados y con esmaltes,
las varas con cabos de jade, y anillos de ámbar para las cortinas;
había candeleros de oro con agujereadas esmeraldas colgantes, que
temblaban sobre cada uno de los brazos; adornadas imágenes de olvidados
dioses, de metro y medio de alto, todas ellas de plata y teniendo por
ojos piedras preciosas; cotas de malla con incrustaciones de oro sobre
el acero y guarnecidas de aljófar, ya cubierto de moho y ennegrecido;
yelmos con cimeras y sartas de rubíes que tenían el color de la sangre
de palomo; escudos de laca, de concha y de piel de rinoceronte, con
tiras y tachones de oro rojo y esmeraldas en el borde; montones de
espadas, dagas y cuchillos de caza con puño ó mango guarnecido de
diamantes; vasos y cucharas de oro para los sacrificios, y altares
portátiles de una forma que jamás se vé á la luz del día; tazas y
brazaletes de jade; incensarios, peines y potes para perfumes y polvos,
destinados al tocado femenino, todo ello en oro repujado; anillos para
la nariz, brazales, diademas, anillos para los dedos y ceñidores, en
tan gran número que era imposible contarlos; cinturones de siete dedos
de ancho con diamantes y rubíes escuadrados, y cajas de madera, con
triples grapas de hierro, en que las tablas se habían reducido ya á
polvo mostrando en el interior los montones de zafiros orientales y
comunes, ópalos, ágatas, rubíes, diamantes, esmeraldas y granates.

Tenía razón la cobra blanca. No había dinero que bastara ni para
empezar á pagar el valor de aquel tesoro, escogido producto de siglos
de guerra, saqueo, comercio y tributos. Sin contar las piedras
preciosas, las monedas solas eran ya de inestimable precio, y el peso
en bruto del oro y de la plata, únicamente, podía muy bien llegar á
dos ó trescientas toneladas. Cada uno de los gobernantes indígenas en
la India tiene hoy, por pobre que sea, un tesoro escondido al cual va
añadiendo siempre algo; y aunque alguna vez, en el espacio de muchos
años, tal ó cual príncipe instruido mande cuarenta ó cincuenta carretas
de bueyes cargadas de plata para que se las cambien por títulos de la
Deuda, la mayoría guarda su tesoro, y el secreto de que exista, con
grandísimo cuidado, y exclusivamente para sí propio.

Como era natural que sucediera, Mowgli no entendió el significado de
todo aquello. Los cuchillos despertaron algo su curiosidad; pero no le
parecieron de tan fácil manejo como el suyo, y, por lo tanto, pronto
los soltó. Halló, por fin, algo que realmente le sedujo, al verlo sobre
un pabellón para elefante, medio enterrado entre las monedas. Era un
_ankus_ de cerca de un metro de largo, ó sea una aijada como las que
se emplean, también, para elefantes, algo que tenía cierta semejanza
con un bichero pequeño. El extremo superior era un redondo y brillante
rubí, debajo del cual venían ocho pulgadas de mango tachonadas de
turquesas en bruto, casi tocando una con otra, lo que ofrecía
segurísimo asidero. Más abajo había un cerco de jade con un dibujo de
flores que lo adornaba... sólo que tenía la particularidad de que las
hojas eran esmeraldas, y las corolas rubíes hundidos en la fría y verde
piedra. El resto del mango era una vara de purísimo marfil, mientras el
extremo agudo (la punta y el gancho) era de acero con incrustaciones
de oro, representando escenas de la caza del elefante, y esos dibujos
atrajeron de modo especial á Mowgli, que vió en ellos algo que tenía
más ó menos relación con Hathi el Silencioso.

La cobra blanca había estado, entre tanto, siguiéndole muy de cerca.

--¿No vale esto la pena de morir con tal de contemplarlo? dijo. ¿No te
he hecho un grandísimo favor?

--No te entiendo, contestó Mowgli. Todas esas cosas son duras y frías,
y no pueden servir, en modo alguno, para comer. Pero esto (y levantó el
_ankus_), esto deseo sacarlo de aquí para verlo á la luz del sol. ¿No
decías que cuanto te rodea es tuyo? ¿Quieres darme esto sólo, y yo te
traeré ranas para que las comas?

La cobra blanca se estremeció, llena de malvado júbilo.

--Vaya si te lo daré, dijo. Todo voy á dártelo... hasta el momento de
irte.

--Pero si me voy ahora. Este sitio es obscuro y frío, y deseo llevarme
á la Selva eso que tiene una punta como de espina.

--¡Mira á tus pies! ¿Qué hay junto á ellos?

Cogió Mowgli algo blanco y liso.

--Es el cráneo de un hombre, dijo en voz baja. Y aquí hay dos más.

                             [Ilustración]

--Vinieron para llevarse el tesoro hace muchos años. Yo les hablé en
medio de la obscuridad, y se quedaron quietos para siempre.

--Pero ¿para qué necesito yo eso que se llama tesoro? Si me quieres dar
el _ankus_ para llevármelo, ya habré cazado todo lo que deseo. Si no,
me es igual. Yo no me bato con los del Pueblo Venenoso, y, además, ya
me enseñaron la palabra mágica para los de tu tribu.

--¡Aquí no hay más palabra mágica que una, y ésta es la mía!

Lanzóse Kaa hacia adelante con los ojos echando llamas.

--¿Quién me invitó á traer al Hombre á este sitio? dijo silbando.

--Yo, no hay duda, balbuceó la vieja cobra. Hace mucho tiempo que no he
visto al hombre, y, además, éste conoce nuestro lenguaje.

--Pero no se habló de matar. ¿Cómo puedo yo ahora volver á la Selva
diciendo que le he traído aquí á morir? dijo Kaa.

--Yo no hablo de matar hasta que llega la hora. Y respecto á irte ó
no irte tú, ahí está el agujero en la pared. Déjame, pues, en paz,
matadora de monos. No tengo que hacer más que tocarte en el cuello, y
la Selva no volverá ya á tener noticias tuyas. Jamás entró aquí hombre
alguno que volviera á salir con vida. Yo soy la Guardiana del tesoro
perteneciente á la ciudad del Rey.

--Pero si te digo, gusano blanco de esas tinieblas, que no hay ya Rey
ni ciudad. ¡La Selva es la que reina en torno nuestro!

--Aún existe el tesoro. Mas verás lo que podemos hacer: espera un
poco, Kaa de las Peñas, y mira cómo corre el muchacho. Hay aquí sitio
suficiente para entregarnos á ese juego. La vida es algo bueno. ¡Corre
de un lado á otro, y juguemos, muchacho!

Mowgli colocó, calmosamente, la mano sobre la cabeza de Kaa.

--Esa cosa blanca no ha tratado hasta ahora más que con hombres de los
que forman parte de la manada humana. Á mí no me conoce, murmuró. Ella
misma ha pedido esa clase de caza; otorguémosela, pues.

Había estado Mowgli, todo ese tiempo, de pie, sosteniendo el _ankus_
con la punta hacia abajo. Arrojólo lejos de sí, con gran rapidez, y
fué aquél á caer de lado, precisamente detrás de la capucha de la gran
serpiente, clavando á ésta en el suelo. Como una exhalación lanzó Kaa
todo su peso sobre aquel cuerpo que se retorcía, inmovilizándolo hasta
la cola. Los colorados ojos parecían de fuego, y las seis pulgadas
de la cabeza que quedaban libres golpeaban furiosamente á derecha é
izquierda.

--¡Mata! dijo Kaa en el instante en que Mowgli echaba mano al cuchillo.

--No, contestó él, al sacarlo, nunca más mataré como no sea para
procurarme comida. Pero ¡mira Kaa!

Cogió á la serpiente por detrás de la capucha, le abrió violentamente
la boca con la hoja de acero, y mostró los terribles colmillos
venenosos de la mandíbula superior, ya negros y consumidos en la encía.
La cobra blanca había sobrevivido á su veneno, como les ocurre á las
serpientes.

--_Thuu_ (está seco)[28] dijo Mowgli; y, haciendo seña á Kaa para que
se alejara, cogió el _ankus_, dejando á la cobra en libertad.

--El tesoro del Rey necesita un nuevo guardián, dijo con gravedad.
_Thuu_, has hecho mal. ¡Corre de un lado á otro y juguemos, _Thuu_!

--¡Qué vergüenza para mí! ¡Mátame! silbó la cobra blanca.

--Demasiado hemos hablado ya aquí de matar. Ahora nos iremos. Me llevo
esa cosa de punta de espina, _Thuu_, porque con ella he peleado y te he
vencido.

--Cuida, pues, de que esa cosa no te mate, al fin, á tí. ¡Es la muerte!
¡Acuérdate de lo que te digo: es la muerte! Hay en ella lo suficiente
para quitar la vida á todos los hombres de mi ciudad. No estará mucho
tiempo en tu poder, hombre de la selva, ni tampoco en el del que de tí
lo tome. ¡Por ello se matarán sin cesar unos á otros! Mi fuerza se ha
consumido; pero el _ankus_ continuará mi tarea. ¡Es la muerte!... ¡La
muerte!... ¡La muerte!

Arrastróse Mowgli por el agujero hasta llegar de nuevo al pasadizo,
y lo último que desde allí vió fué cómo la cobra blanca golpeaba
furiosamente con sus inofensivos colmillos las estúpidas caras doradas
de los dioses tendidos en el suelo, silbando al propio tiempo: «¡es la
muerte!»

Alegráronse de ver una vez más la claridad del día, y, cuando se
hallaron de vuelta en la propia Selva y Mowgli hizo brillar el _ankus_
con los reflejos de la luz matinal, estuvo casi tan contento como si
hubiera hallado un ramo de flores nuevas que prenderse en el cabello.

--Esto brilla aun más que los ojos de Bagheera, dijo, con verdadero
júbilo, al dar vueltas rápidamente al rubí. Se lo enseñaré; pero ¿qué
es lo que quiso decir la _Thuu_ cuando habló de la muerte?

--Lo ignoro. Lo que siento con todo mi cuerpo, desde la cabeza hasta la
punta de la cola, es que no le hicieras probar tu cuchillo. Siempre hay
algo malo en las Moradas Frías... sobre el suelo ó por debajo de él.
Pero, tengo ahora hambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? dijo Kaa.

--No: Bagheera ha de ver esto. ¡Buena suerte!

Marchóse Mowgli bailando, blandiendo el gran _ankus_ y parándose, de
cuando en cuando, para admirarlo, hasta que llegó á aquella parte de la
Selva donde solía estar con preferencia Bagheera, y la halló bebiendo,
después de haber cazado, no sin cierta fatiga. Contóle Mowgli todas sus
aventuras, desde el principio hasta al fin, y, de cuando en cuando,
olfateaba Bagheera el _ankus_. Al llegar Mowgli á las últimas palabras
de la cobra blanca la pantera lanzó un susurro especial de aprobación.

--¿Entonces, la cobra blanca dijo lo que realmente es? preguntó, en
seguida, Mowgli.

--Nací en las jaulas del Rey de Oodeypore, y tengo la seguridad de
conocer un poco á los hombres. Muchísimos de ellos darían muerte á tres
de sus semejantes en una sola noche nada más que por tener esa gran
piedra roja.

--Pero esa piedra no hace otra cosa que añadir peso. Mi brillante
cuchillo, aunque pequeño, es mejor; y además... ¡mira! la piedra roja
no sirve para comer. Por lo tanto ¿para qué esas muertes que dices?

--Mowgli, vete á dormir. Has vivido entre los hombres, y...

--Ya me acuerdo. Los hombres matan cuando no van de caza... matan por
ociosidad y por gusto. Despiértate, Bagheera. ¿Á qué uso destinaron esa
cosa con punta de espina, cuando la hicieron?

Abrió á medias los ojos Bagheera (que tenía mucho sueño) y guiñó
maliciosamente.

--La hicieron los hombres para meterla en la cabeza de los hijos de
Hathi, de modo que la sangre corriera. Yo he visto una semejante en la
calle de Oodeypore, delante de nuestras jaulas. Cosa es ésta que ha
probado la sangre de muchos como Hathi.

--Pero ¿por qué se la meten en la cabeza á los elefantes?

--Para enseñarles la Ley del Hombre. Como no tienen garras ni dientes,
los hombres fabrican esas cosas... y aun otras peores.

--Siempre sangre y más sangre, aun en aquello que hizo la manada
humana, dijo Mowgli con ademán de asco, y comenzando ya á sentirse algo
cansado de sostener el peso del _ankus_.

--Si hubiera sabido eso no me lo llevo. Primero, sangre de Messua sobre
sus ataduras, y ahora sangre de Hathi. No quiero usarlo más. ¡Mira!

Voló el _ankus_ por los aires, lanzando chispas de luz, y se clavó de
punta á más de veinticinco metros de distancia, entre los troncos de
los árboles.

--Así quedan mis manos limpias de toda muerte, dijo Mowgli, frotando
las palmas de aquéllas contra la fresca, húmeda tierra. Dijo la _Thuu_
que la Muerte seguiría mis pasos. Es vieja, y blanca, y está loca.

--Sea blanca ó negra, trátese de muerte ó de vida, lo que es yo me voy
á dormir, Hermanito. No puedo estar cazando toda la noche y aullando
todo el día, como hacen algunos.

Marchóse Bagheera á un cubil que conocía, y usaba al ir de caza, á
media legua de distancia. Mowgli encaramóse á un árbol que le pareció
apropiado, anudó allí tres ó cuatro enredaderas, y, en menos tiempo
del que se emplea en decirlo, se balanceaba ya en una hamaca, á quince
metros sobre el nivel del suelo. Aunque no le molestara realmente la
fuerte luz del día, Mowgli, siguiendo en esto la costumbre de sus
amigos, la usaba tan poco como le era posible. Al despertarse entre el
coro de chillonas voces de los habitantes de los árboles, era ya otra
vez la hora del crepúsculo, y recordó haber soñado en las hermosas
piedrecillas que acababa de tirar.

--Cuando menos, volveré á contemplar aquello una vez más, dijo, y se
deslizó por una enredadera hasta tocar el suelo.

Ante él estaba Bagheera. Mowgli podía oirla olfatear en medio de la
relativa obscuridad que reinaba.

--¿Dónde está aquello que tiene punta de espina? gritó Mowgli.

--Se lo ha llevado un hombre. Ahí está el rastro.

--Ahora veremos si la _Thuu_ dijo la verdad. Si esa cosa puntiaguda es
la Muerte, ese hombre morirá. Sigámosle.

--Mata primero, contestó Bagheera. Con el estómago vacío no se
tiene muy buen ojo. Andan los hombres muy despacio, y la Selva está
suficientemente húmeda para conservar hasta la más ligera señal del que
haya pasado.

Mataron lo más pronto que les fué posible; pero casi tres horas habían
transcurrido cuando hubieron terminado la comida, bebido y preparádose
á seguir la pista. El Pueblo de la Selva sabe que no hay nada que
compense el daño causado por la precipitación en las comidas.

--¿Crees tú que aquella cosa puntiaguda se volverá en las mismas manos
del hombre contra él y lo matará? preguntó Mowgli. La _Thuu_ dijo que
era la Muerte.

--Ya lo veremos al llegar, contestó Bagheera, siguiendo al trote con
la cabeza baja. No hay más que _un pie_ (quería decir que no había más
que un solo hombre) y el peso de esa cosa le ha hecho apretar el talón
profundamente en el suelo.

--Efectivamente: esto es claro como un relámpago de verano, contestó
Mowgli.

Y ambos tomaron el cortado y rápido trote con que se sigue un rastro,
metiéndose ya dentro de los trozos de tierra iluminados por la luna, ya
saliendo fuera, siempre tras las huellas de aquellos dos pies desnudos.

--Ahora corre muy aprisa, dijo Mowgli. Las señales de los dedos están
muy separadas.

Siguieron por una tierra húmeda.

--Y ahora ¿por qué tuerce hacia á un lado?

--¡Espera! dijo Bagheera, y lanzóse hacia delante de un salto
magnífico, que procuró fuera lo más largo posible.

Lo primero que hay que hacer cuando una pista deja de ser clara y
explicable es ir hacia delante, sin dejar en el suelo las propias
huellas, que acabarían de confundir. Volvióse Bagheera en cuanto tocó á
tierra, y dirigiéndose al muchacho gritó:

--Ahí viene otro rastro á encontrarse con el primero. Es de un pie más
pequeño, y las marcas de los dedos están vueltas hacia dentro.

Corrió, entonces, Mowgli y miró á su vez.

--Es el pie de un cazador gondo, dijo. ¡Mira! Aquí ha arrastrado el
arco por encima de la yerba. Por esto el primer rastro torcía hacia
un lado tan rápidamente. _Pie grande_ quería esconderse, viéndose
perseguido por _Pie pequeño_.

--Es verdad, dijo Bagheera. Ahora, para que no ocurra que cruzando
el rastro del uno con el del otro embrollemos las señales, vamos á
seguir cada uno el suyo. Yo soy _Pie grande_, Hermanito, y tú eres _Pie
pequeño_, el gondo.

Saltó Bagheera hacia atrás, volviendo á tomar el primer rastro, y
dejando á Mowgli agachado curiosamente sobre las estrechas huellas del
salvaje habitante de los bosques.

--Ahora, dijo Bagheera, siguiendo paso á paso la hilera de huellas, yo,
_Pie grande_, tuerzo aquí hacia un lado. Ahora me escondo detrás de
una roca y me estoy quieto, sin atreverme á levantar ni un pie. Dí tú
cómo es tu rastro, Hermanito.

Ahora yo, _Pie pequeño_, llego á la roca, dijo, á su vez, Mowgli,
siguiendo la pista. Ahora me siento debajo de ella, apoyándome sobre la
mano derecha y descansando el arco entre los dedos de los pies. Espero
largo rato, porque mis huellas son aquí profundas.

--Lo propio me ocurre á mí, observó Bagheera, que estoy escondido
detrás de la roca. Espero, descansando sobre ella el extremo del objeto
que llevo, y que tiene punta de espina. Resbala, porque aquí hay una
raya sobre la piedra. Dí tú ahora tu pista, Hermanito.

--Una... dos ramillas... y una rama grande... se ven aquí rotas, fué
diciendo Mowgli en voz baja. ¿Y cómo explicaré ahora esto? ¡Ah! Ya lo
veo claro. Yo, _Pie pequeño_, me voy, haciendo ruido y pisando fuerte,
á fin de que _Pie grande_ pueda oirme.

Apartóse, entonces, de la roca, paso á paso, por entre los árboles,
elevando la voz, desde lejos, al irse acercando á una cascada pequeña,
y diciendo:

--Yo... me voy... muy lejos... al sitio... donde... el... ruido... del
agua... que cae... apaga... mi propio... ruido... y... aquí... espero.
¡Dí tú ahora tu pista, Bagheera, _Pie grande_!

La pantera había estado saltando en todas direcciones para ver cómo el
rastro de _Pie grande_ se apartaba de la roca. Al fin gritó:

--Salgo de detrás de la roca, caminando á gatas y arrastrando el objeto
que tiene punta de espina, y no viendo á nadie echo á correr. Yo, Pie
grande corro velozmente. El rastro está aquí claro. Sigamos cada uno el
suyo. ¡Yo voy corriendo!

Hizo Bagheera lo que decía, siguiendo el rastro claramente marcado, y,
entre tanto, Mowgli siguió los pasos del gondo. Reinó por algún tiempo
el silencio en la Selva.

--¿Dónde estás, _Pie pequeño_? gritó Bagheera. La voz de Mowgli le
contestó á unos cuarenta metros de distancia hacia la derecha.

--¡Je! exclamó la pantera tosiendo con una tos profunda. Ambos corren,
uno al lado de otro, y acercándose.

Continuó la carrera durante un rato, conservándose los dos casi á la
misma distancia, hasta que Mowgli, que no tenía la cabeza tan cerca del
suelo como Bagheera, gritó:

--Ya se han encontrado. ¡Buena ha sido la caza!... ¡Mira! Aquí se paró
_Pie pequeño_, con la rodilla puesta sobre una roca... y más allá está,
realmente, _Pie grande_.

Frente á ellos, á menos de nueve metros, tendido sobre un montón de
rocas desmenuzadas, veíase el cuerpo de un aldeano de la comarca,
atravesados espalda y pecho por un largo dardo de plumas muy cortas,
como los que usan los gondos.

--¿Merecía la _Thuu_ que se la calificara de vieja y de loca,
Hermanito? dijo Bagheera muy suavemente. Cuando menos ya hemos
encontrado un muerto.

--Sigue hacia adelante. Pero ¿dónde está lo que bebe la sangre de los
elefantes... la espina que tiene un ojo colorado?

--_Pie pequeño_ la tiene... tal vez. De nuevo, no se ve ya más que un
solo pie.

El rastro único de un hombre muy ligero, que había estado corriendo con
gran velocidad, llevando un peso sobre el hombro izquierdo, continuaba
alrededor de una larga y baja tira de yerba seca, que ofrecía la forma
de una espuela, y en la cual cada pisada parecía, á los penetrantes
ojos de los que iban siguiendo la pista, como impresa con un hierro
candente.

Ni uno ni otro dijo una palabra más, hasta que el rastro les llevó á un
sitio donde se veían las cenizas de una hoguera, ocultas en el fondo de
un barranco.

--¡Otra vez! exclamó Bagheera parándose, de pronto, como petrificada.

El cuerpo de un gondo, pequeño y apergaminado, yacía allí, puestos los
pies sobre las cenizas, y, al verlo, levantó Bagheera los ojos hacia
Mowgli como interrogándole.

--La muerte ha sido causada con un bambú, dijo el muchacho después de
lanzar una ojeada. Yo lo usé también para ir con los búfalos, cuando
servía en la manada de los hombres. La Madre de las cobras (y ahora
siento haberme burlado de ella) conocía á fondo la raza, como debía
haberla conocido yo. ¿No dije yo mismo que los hombres mataban por
culpa de la ociosidad?

--La verdad es que han matado, en este caso, por culpa de las piedras
rojas y azules, contestó Bagheera. Acuérdate de que yo estuve en las
jaulas del Rey, en Oodeypore.

--Uno, dos, tres, cuatro rastros diferentes, dijo Mowgli, agachándose
sobre las cenizas. Cuatro rastros de hombres con los pies calzados. No
van éstos tan aprisa como los gondos. Pero ¿qué daño les había hecho
ese hombrecillo de las selvas? Mira: los cinco habían estado juntos,
hablando, antes de que lo mataran. Volvámonos, Bagheera. Tengo lleno el
estómago, y, sin embargo, lo siento moverse, subiendo y bajando como el
nido de una oropéndola en la punta de una rama.

--No es cazar bien el dejar de pie una pieza. ¡Sigue! exclamó la
pantera. No han ido muy lejos esos ocho pies calzados.

Nada más hablaron por espacio de una hora, mientras iban siguiendo el
ancho rastro dejado por los cuatro hombres.

La luz del día era ya clara y el sol calentaba, cuando Bagheera dijo:

--Siento olor de humo.

--Siempre están los hombres más dispuestos á comer que á correr,
contestó Mowgli, describiendo curvas por entre los arbustos bajos de
la nueva selva que exploraban. Bagheera, algo hacia la izquierda del
muchacho, producía un ruido gutural indescriptible.

--Aquí hay uno que no comerá ya más, dijo aquel.

Bajo un arbusto veíase un montón de ropas de vivos colores, y alrededor
alguna harina esparcida.

--También esta muerte fué causada con un bambú, observó Mowgli. ¡Mira!
Ese polvo blanco es lo que comen los hombres. Le han quitado su presa
(él era quién llevaba los comestibles de todos) para convertirle á él
mismo en presa de Chil, el milano.

--Este es el tercero, dijo Bagheera.

--Le llevaré ranas, lo más grandes posible, á la Madre de las cobras,
para engordarla, pensó Mowgli. Eso que bebe la sangre de los elefantes
es la Muerte misma... pero, á pesar de todo, hay algo que no entiendo.

--¡Sigue adelante! dijo Bagheera.

No habían andado aun un cuarto de legua cuando oyeron ya á Ko, el
cuervo, cantando la canción de la Muerte en la punta de un tamarisco,
á cuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres. En el centro del
círculo humeaba un fuego medio apagado, sobre el cual había un plato
de hierro que contenía una torta negra y quemada, hecha de pan ázimo.
Junto al fuego, y brillando á la luz del sol, estaba el _ankus_ de los
rubíes y turquesas.

--Muy aprisa trabaja eso: todo termina aquí, dijo Bagheera. Y éstos
¿cómo murieron, Mowgli? En ninguno de ellos se vé señal que lo indique.

Llega un habitante de la Selva á aprender, por medio de la experiencia,
tanto como lo que muchos médicos saben acerca de las propiedades de
ciertas plantas y frutos venenosos. Olió Mowgli el humo que se elevaba
del fuego, partió un pedazo del ennegrecido pan, probólo, y lo escupió
en seguida.

--La manzana de la Muerte, dijo. El primero debió de mezclarla en la
comida para éstos, que lo mataron á él, después de haber matado al
gondo.

--En verdad, que buena ha sido la cacería. Las muertes se suceden, y
muy cerca unas de otras, dijo Bagheera.

«La manzana de la Muerte» es lo que en la Selva se llama manzana
espinosa ó _datura_, el veneno más activo que existe en toda la India.

--¿Y ahora? dijo la pantera. ¿Qué haremos? ¿Matarnos uno á otro por ese
asesino del ojo colorado, que está ahí en el suelo?

--¿Puede hablar? preguntó Mowgli en voz tan baja que parecía leve
susurro. ¿Le ofendí al tirarlo? Á nosotros dos no puede ya causarnos
daño, porque no deseamos lo que desean los hombres. Si lo dejamos aquí,
de fijo que seguirá matándolos uno tras otro, tan aprisa como caen las
nueces cuando sopla el huracán. No siento yo cariño por los hombres;
pero, aun así, no quisiera ver muy á menudo eso de que mueran seis en
una noche.

--¿Qué importa? No son más que hombres. Se mataron unos á otros, y
con ello quedaron muy satisfechos, dijo Bagheera. El primero, el
hombrecillo de las selvas, cazaba bien.

--Á pesar de todo, no son más que cachorros; y un cachorro sería capaz
de ahogarse por el gusto de pegarle un mordisco á la luz de la luna
reflejada en el agua. La culpa la tuve yo, dijo Mowgli, que hablaba
como si supiera cuanto hay que saber sobre todo lo de este mundo. Nunca
más traeré á la Selva cosas extrañas... aunque fueran tan hermosas como
las flores. Esto (y al decirlo manejaba cautelosamente el _ankus_), va
á volver á donde está la Madre de las cobras. Pero antes tenemos que
dormir, y no podemos hacerlo junto á durmientes como éstos. Además,
hemos de enterrarle también á _él_, para que no se escape y mate á seis
más. Hazme un hoyo bajo ese árbol.

--Pero, Hermanito, dijo Bagheera, dirigiéndose al sitio que se le
indicaba, yo te aseguro que la culpa no la tiene ese bebedor de sangre.
El mal proviene de los hombres.

--Lo mismo da, contestó Mowgli. Haz el hoyo bien hondo. Cuando nos
despertemos, cogeré eso é iré á devolverlo.

                   *       *       *       *       *

Dos noches después, mientras la cobra blanca estaba entre la obscuridad
de la caverna, desolada, solitaria, llena de vergüenza por haber sido
robada, el _ankus_ de las turquesas pasó, dando vueltas, por el agujero
que había en la pared, y cayó, con estrépito, sobre el suelo, cubierto
de monedas de oro.

--Madre de las cobras, dijo Mowgli, que tuvo buen cuidado de quedarse
al otro lado de la pared, busca entre las de tu raza alguna más joven y
más á propósito que tú para que te ayude á guardar el tesoro del Rey,
de modo que no te suceda más que otro hombre salga de aquí vivo.

--¡Ah! ¿Con que vuelve eso? Ya te dije que era la muerte. ¿Y cómo tú
estás aun vivo? murmuró la cobra vieja, enroscándose amorosamente al
mango del _ankus_.

--¡Por el buey que me rescató te aseguro que no lo sé! Esa cosa ha
matado seis veces en una sola noche. No la dejes salir de aquí nunca
más.


                       =La canción del cazador=


      Antes que Mor, el pavo real, las alas
    bata, y el Pueblo de los monos grite,
    y aun antes que el milano, Chil, se arroje
    por el espacio inmenso y adormido,
    á través de la Selva suavemente
    vuela un susurro y una sombra corre:
    es él, que pasa ¡oh cazador!... el Miedo,
    es el Miedo que cruza por la Selva.

      Por los claros del bosque se desliza
    poco á poco una sombra vigilante
    que á ratos se detiene, y el murmullo
    va extendiéndose, entonces, blando, lento.
    Va extendiéndose, entonces, mientras baña
    con sudores de angustia nuestra frente:
    es él, que pasa ¡oh cazador!... el Miedo,
    es el Miedo que cruza por la Selva.

      Antes que suba al árida montaña
    la blanca luna y en las rocas ponga
    vivo festón de luz, cuando sombríos
    están los hondos, húmedos senderos,
    llega á tu espalda, cazador, un soplo
    que á través de la noche va volando:
    es él, que pasa ¡oh cazador!... el Miedo,
    es el Miedo que cruza por la Selva.

      ¡De rodillas, y el arco bien tendido!
    ¡Lanza al punto la flecha penetrante!
    Hunde tu lanza en las tinieblas, y hazlo
    aunque de tí se estén burlando mudas.
    Pero tus manos el temblor agita
    y hasta la sangre de tu rostro ha huído:
    es él, que pasa ¡oh cazador!... el Miedo,
    es el Miedo que cruza por la Selva.

      Cuando la tempestad recorre el aire
    y los pinos arranca de los montes,
    cuando el agua desciende de los cielos
    y el rostro azota y sin piedad nos ciega,
    á través del estruendo, más robusta
    que todas las demás una voz ruge:
    es él, que pasa ¡oh cazador!... el Miedo,
    es el Miedo que cruza por la Selva.

      Ya en los cauces las aguas se desbordan,
    derrúmbanse las peñas desprendidas,
    y á la luz del relámpago, en las plantas
    hasta los nervios de las hojas vense;
    mas, seca tu garganta y seco el labio,
    sientes latir el corazón con fuerza
    como martillo que percute: entonces
    sabes ¡oh cazador! lo que es el Miedo.

                            [Ilustración]


                                NOTAS:

[25] La boca del cocodrilo.--N. del T.

[26] _Gongo_, que he usado ya anteriormente en este libro, no es
palabra admitida por la Academia española. Se halla en el Diccionario
inglés-español de Lopez y Bensley (quizá sea americanismo) y significa
lo mismo que _batintín_, que es el vocablo adoptado por la Academia.
Con perdón sea dicho, paréceme á mí mucho mejor _gongo_ para traducir
el _gong_ inglés (y también francés) que ese _batintín_ que no da idea
del sonido especial, profundo, del objeto á que se aplica.--N. del T.

[27] La misma palabra que significa en inglés _locura_ puede significar
también _rabia_ ó _hidrofobia_. El autor la usa en este doble
sentido.--N. del T.

[28] Literalmente: es un tronco podrido.--N. del A.


                             [Ilustración]



                               QUIQUERN

                              La gente de los hielos orientales
                            es cual nieve que pronto se derrite:
                            danles azúcar y café los blancos,
                                    y sin temor les siguen.
                              Los hombres de los hielos de Occidente
                            gustan más de robar y resistirse:
                            venden pieles en cada factoría...
                                    y el alma, si es posible.
                              En los hielos del Sur los balleneros
                            son sólo los que el tráfico persiguen:
                            muchos cintajos las mujeres llevan
                                    mas ¡qué miseria existe!

                              Pero en el hielo primitivo, al Norte,
                            donde no hay hombres blancos que dominen,
                            con huesos de narval se hacen las lanzas
                            y allí se ve del hombre el postrer límite.


--Ha abierto los ojos. ¡Mira!

--Vuelve á meterlo en la piel. ¡Buen perro va á ser! Cuando tenga
cuatro meses le pondremos el nombre.

--¿Y para quién será? dijo Amoraq.

Tendió la mirada Kadlu en torno de la choza de nieve forrada de pieles
y la posó sobre Kotuko, muchacho de catorce años que estaba sentado
sobre el banco que servía de cama, entreteniéndose en convertir en
botón un diente de morsa.

--Para mí, contestó Kotuko haciendo una mueca que quería ser una
sonrisa. Algún día lo necesitaré.

Sonrió á su vez Kadlu de tal modo que sus ojos parecían enterrados
en las gruesas mejillas, y asintió con una inclinación de cabeza
dirigiéndose á Amoraq, mientras la feroz madre del cachorro gruñía al
ver al pequeñuelo agitarse fuera de su alcance en la bolsita de piel
de foca que estaba colgada sobre la lámpara de grasa de ballena para
que se calentara. Siguió Kotuko cortando el marfil, y Kadlu arrojó un
montón de arreos para perros á un cuartito abierto en uno de los lados
de la choza, quitóse el pesado traje de caza hecho de piel de reno,
lo metió en una red tejida con delgadas ballenas que estaba colgada
sobre otra lámpara, y se echó sobre el banco-cama para cortar un pedazo
de carne de foca helada, mientras esperaba que Amoraq, su mujer, le
trajera la acostumbrada comida, que se componía de carne hervida y de
una sopa de sangre.

Había salido al rayar el alba dirigiéndose á unos agujeros de los que
forman las focas, situados á dos leguas de distancia, y al regresar á
su choza llevaba tres focas grandes. Hacia la mitad del largo y bajo
pasadizo de nieve, semejante á un túnel, que conducía á la puerta
interior de la choza, se oían ladridos y el rumor de una lucha á
mordiscos, cuya causa era que los perros del trineo, libres ya de su
cotidiana labor, se disputaban los sitios calientes.

Cuando los ladridos molestaron demasiado, Kotuko se deslizó
perezosamente desde el banco-cama al suelo y cogió un látigo, con
elástico mango de ballena de medio metro de largo y más de siete de
cuerda, que por ser ésta de cuero trenzado pesaba bastante. Metióse
entonces en el corredor, donde, por el ruido, parecía que los perros
se lo comían vivo; pero no era todo aquello más que su modo habitual
de dar gracias á Dios por la comida que iban á recibir. Cuando llegó
arrastrándose al otro extremo, media docena de peludas cabezas espiaban
todos sus movimientos, mientras él se dirigía á una especie de horca
hecha de quijadas de ballena, en la cual se colgaba la carne destinada
á los perros; arrancaba grandes pedazos helados valiéndose de un arpón
de ancha punta, y se quedaba luego de pie con el látigo en una mano
y la carne en la otra. Llamó á cada animal por su nombre, empezando
por los más débiles, y pobre del perro que se hubiera movido antes
de que le tocara el turno, porque la deshilachada punta del látigo,
restallando con la rapidez del rayo, le habría arrancado una pulgada ó
más de pelo y de piel. Cada animal gruñía primero, mordía después su
ración correspondiente y se atragantaba al devorarla, apresurándose á
guarecerse en el pasadizo, mientras el muchacho, de pie sobre la nieve
é iluminado por la vivísima luz de la aurora boreal, distribuía á cada
uno lo suyo con arreglo á estricta justicia. El último llamado fué un
gran perro negro que dirigía á los demás en el tiro y mantenía el orden
entre ellos cuando llevaban los arreos, y á éste dióle Kotuko doble
ración acompañada de un chasquido del látigo.

--¡Ah! exclamó el muchacho recogiendo la punta de aquel: tengo allá
sobre la lámpara un pequeñuelo que también gruñirá de firme. _¡Sarpok!_
¡Adentro!

Volvió atrás pasando á gatas por encima de los perros; limpióse la
nieve que tenía sobre el traje de pieles con un sacudidor de ballena
que Amoraq guardaba detrás de la puerta; golpeó ligeramente las pieles
de que estaba forrado el techo de la choza para que se desprendieran
los carámbanos que podían haber caído sobre ellas desde la bóveda de
nieve que estaba encima; y luego se acostó, hecho una bola, sobre
el banco. Los perros que estaban en el pasadizo empezaron á roncar y
á dar leves gemidos mientras dormían; el niño más pequeño de Amoraq,
metido en la honda capucha de pieles de ésta, pateó y lloró hasta
ahogarse casi, y la madre del cachorro al que acababan de poner nombre
permaneció echada al lado de Kotuko, fijos los ojos en la bolsa de piel
de foca colocada en sitio seguro y caliente sobre la ancha y amarilla
llama de la lámpara.

Y todo esto sucedía muy lejos, hacia el Norte, más allá del Labrador
y del Estrecho de Hudson, donde las grandes mareas levantan masas de
hielo; al Norte de la península de Melville y hasta de los pequeños
estrechos de Fury y de Hecla; sobre la playa septentrional de la Tierra
de Baffin; donde la isla de Bylot se eleva por encima de los hielos del
estrecho de Lancaster como el molde de un pastel puesto boca abajo. Más
allá de este último estrecho es muy poco lo que se conoce, excepción
hecha de Devon del Norte y la Tierra de Ellesmere; pero, aun allí,
viven desparramadas algunas gentes, á las mismas puertas, por decirlo
así, del Polo.

Kadlu era un _inuit_ (lo que vosotros llamaríais un esquimal) y
su tribu, de unas treinta personas en junto, pertenecía á los
_tununirmiut_, ó sea, traduciendo literalmente, que Kadlu era «del
país que está situado detrás de algo». En los mapas, aquellas costas
desiertas reciben el nombre de Ensenada del Consejo de Marina; pero
el nombre de _inuit_ es preferible, porque, realmente, de aquella
tierra puede decirse que está situada _detrás de todas las cosas de
este mundo_. Durante nueve meses no hay allí más que hielo y nieve,
sucediéndose los huracanes casi sin interrupción, y siendo tan
intenso el frío que no puede formarse idea de él quien no haya visto
el termómetro cuando menos á diez y ocho grados centígrados bajo
cero[29]. De esos nueve meses, seis transcurren en la obscuridad, y
esto es lo que hace ser más horrible aquel país. En los tres meses de
verano no hiela más que cada noche, y, durante el día, de cada dos
hay helada en uno. Entonces empieza á desaparecer la nieve en las
pendientes expuestas al Sur; algunos sauces bajos muestran sus lanosas
yemas; tal ó cual diminuta piñuela[30] parece que va á florecer;
playas enteras de arena fina y de guijarros descienden hasta el mar, y
piedras bruñidas y veteadas rocas se levantan por encima de la nieve
congelada en forma de granos. Pero todo esto desaparece en pocas
semanas, y el fiero invierno vuelve á cerrar los claros que hay sobre
la tierra, mientras en el mar el hielo sube ó baja, roto en pedazos, á
lo lejos, apretándose, chocando, rajándose, rozando, y, entre tanto,
pulverizándose, y, por decirlo así, varando, hasta que, al fin, se
hiela todo junto, á una profundidad de tres metros, desde la tierra
hasta donde más honda es el agua.

En la estación invernal, Kadlu perseguía á las focas hasta los últimos
confines de aquellas tierras, ó mejor de aquellos hielos, clavándoles
el arpón en cuanto salían á respirar en sus agujeros. Necesitan las
focas agua en que puedan estar en libertad y alimentarse en ella de
peces, y en el corazón del invierno ocurría allí, á menudo, que el
hielo se corría, sin rajarse, en un espacio de veinte leguas á partir
de la playa más próxima. En la primavera él y los suyos se retiraban
de los hielos amontonados en el mar y se dirigían á las rocas de la
tierra firme, donde levantaban tiendas hechas de pieles y cazaban con
lazo aves marinas, ó lanzaban arpones á las focas jóvenes que tomaban
el sol sobre las playas. Más tarde íbanse hacia el Sur, á la Tierra
de Baffin, para dedicarse á la caza del reno y hacer su provisión
anual de salmón en los centenares de pequeños ríos y de lagos que
había en el interior, regresando al Norte en Septiembre ú Octubre para
cazar toros almizclados y para la acostumbrada matanza de focas del
invierno. Todos estos viajes se hacían en trineos que recorrían seis ó
siete leguas cada día, ó bien, á veces, siguiendo la costa en grandes
«barcos de mujeres», como les llaman, que están hechos de pieles, y
en los cuales niños y perros se echan á los pies de los remeros, y
las mujeres entonan canciones, mientras la embarcación se desliza
de cabo en cabo por las frías y cristalinas aguas. Cuantos objetos
algo refinados conocían los _tununirmiut_ provenían del Sur, como por
ejemplo: maderos acarreados por el agua y que servían para los trineos;
hierro en barras para la punta de los arpones; cuchillos de acero;
cacerolas de estaño en las que se cocía la comida mucho mejor que en
los antiguos utensilios de cocina hechos de esteatita; pedernal, acero
y hasta fósforos; así como también cintas de colores para el cabello de
las mujeres; espejillos baratos, y paño rojo para orlas de chaquetas
de piel de reno. Dedicábase Kadlu al valioso tráfico de blanquísimos y
retorcidos cuernos de narval y de dientes de toro almizclado (que se
pagan tanto como las perlas) y que él vendía á los _inuit_ del Sur, los
cuales, á su vez, traficaban con los balleneros y con las factorías
que los misioneros tienen en los estrechos de Exeter y de Cumberland,
y de tal modo se iban encadenando las cosas que, al fin, la cacerola
comprada por el cocinero de algún barco en el bazar de Bendy bien podía
ser que fuera á parar, cuando vieja, á recibir la llama de una lámpara
de grasa de ballena en el sitio más fresco del Círculo Polar Ártico.

Como buen cazador, Kadlu poseía gran número de arpones de hierro,
de cuchillos para cortar la nieve, de dardos para cazar pájaros, y
de cuantas otras cosas hacen fácil la vida en medio de los grandes
fríos; á lo que hay que añadir que era el jefe de su tribu, ó, como
ellos dicen, «el hombre que todo lo sabe por propia experiencia».
Ninguna autoridad le daba esto, excepto el permitirle que, de cuando
en cuando, aconsejara á sus amigos que cambiaran de cazadero; mas
Kotuko se aprovechaba de aquella circunstancia para mandar un poco, del
perezoso modo que es característico de los gordos _inuit_, á los demás
muchachos, cuando salían por la noche para jugar á pelota á la luz de
la luna ó para cantar la «Canción del niño á la Aurora Boreal».

Pero á los catorce años un _inuit_ se considera ya hombre, y Kotuko
estaba aburrido de preparar lazos para coger aves silvestres y zorras
azules, y más aún de tener que ayudar á las mujeres en la operación
de mascar pieles de foca y de reno (procedimiento que las ablanda
mejor que nada) durante todo el largo día, mientras los hombres están
de caza. Quería ir al _quaggi_, la Casa del Canto, para ver cómo se
reunían en ella los cazadores para celebrar allí sus misterios y
cómo el _angekok_, el hechicero, después de apagar las lámparas, les
infundía un terror que hallaban delicioso, evocando el Espíritu del
Reno y haciéndole patear sobre el techo, ó arrojando una lanza contra
las sombras de la noche y viéndola volver atrás cubierta de sangre,
caliente aún. Quería poder echar sus grandes botas, como hacía su
padre, en la red, mostrando, al hacerlo, el cansado aspecto del jefe
de la familia, y jugar con los cazadores cuando iban á verlos por la
noche y se entretenían con una especie de ruleta improvisada por ellos
mismos con un pote de estaño y un clavo. Á centenares eran las cosas
que quería hacer; pero los hombres se reían de él y le decían:

--Espera á que hayas tomado parte en la lucha. No todo se reduce en la
caza á cobrar piezas.

Ahora que su padre acababa de ponerle nombre á un cachorro,
destinándoselo á él, las cosas se presentaban ya algo más risueñas.
Un _inuit_ no le regala un buen perro á su hijo hasta que el muchacho
sabe algo respecto al modo de educarlo; y Kotuko estaba firmemente
convencido de que sabía mucho más de lo que es necesario.

Si el cachorro no hubiera estado dotado de una naturaleza de hierro
se hubiera muerto por exceso de comida y de manoseo. Hízole Kotuko
unos diminutos arreos con sus correspondientes tirantes y lo llevaba
arrastrando por el suelo de la choza, gritándole:

--_¡Aua! ¡Ja aua!_ (¡Hacia la derecha!) _¡Choiachoi! ¡Ja Choiachoi!_
(¡Hacia la izquierda!) _¡Ohaha!_ (¡Párate!)

Al cachorro no le divertía eso lo más mínimo, pero tales juegos no
eran nada comparados con el susto que se llevó la primera vez que lo
pusieron á tirar de un trineo. Lo primero que hizo fué sentarse sobre
la nieve y ponerse á jugar con el tirante de piel de foca que iba desde
sus arreos hasta el _pitu_, la gran correa de los arcos del trineo.
Arrancó el tiro de los demás perros, y al cachorro le pasó por encima
el vehículo de tres metros de largo, arrastrándolo por la nieve,
mientras Kotuko reía hasta saltársele las lágrimas. Vinieron luego
interminables días en que oía continuamente el chasquido del cruel
látigo que silba como el viento cuando pasa sobre el hielo, y además
sus compañeros le mordían porque no sabía trabajar como ellos, y el
roce de los arreos lo desollaba vivo, y no se le permitía ya dormir con
Kotuko, sino que se veía obligado á quedarse en el sitio más frío del
pasadizo. Eran aquéllos, para el cachorro, tiempos durísimos.

Tan aprisa como el perro, aprendía, también, el muchacho, aunque un
trineo tirado por perros es dificilísimo de manejar. Cada animal (y
es de notar que los más débiles van más cerca de quien guía) lleva un
tirante separado que pasa por debajo de la pata anterior izquierda
y va á parar á la correa principal, donde se sujeta por medio de
una especie de botón y de una presilla, que puede quitarse con un
movimiento especial de la muñeca y dejar así en libertad á cada perro
cuando se quiera. Es esto muy conveniente, porque con frecuencia ocurre
á los perros más jóvenes que se les pone el tirante entre las patas
posteriores, donde les causa cortaduras tales que llegan al hueso.
Y todos, sin excepción, tienen la costumbre, al correr, de buscarle
juegos al que tienen al lado, saltando por entre los tirantes. Luego
se pelean, y el resultado es que se arma allí un embrollo más difícil
de desenredar que sedal de pescador que se dejara mojado hasta el día
siguiente de la pesca. Muchas de estas molestias puede evitarlas el
diestro uso del látigo. Cada muchacho _inuit_ se considera maestro en
el manejo de aquél; pero si es fácil darle un trallazo á cualquier
objeto colocado en el suelo, resulta difícil, al inclinarse desde el
trineo que corre á toda velocidad, el tocar precisamente detrás de los
hombros, con la punta del látigo, á un perro rehacio. Si reñís á uno
llamándolo por su nombre y el látigo á él dirigido toca por casualidad
á otro, ambos se pelean en el acto y obligan á pararse á todos los
demás del tiro. Además, si viajáis con un amigo y empezáis á hablar,
ó bien si, yendo solo, se os ocurre poneros á cantar, los perros se
paran, vuélvense en redondo y se sientan para escucharos. Á Kotuko se
le escapó el trineo una ó dos veces por haberse olvidado de poner un
estorbo delante al pararlo, rompiendo muchos látigos y echando á perder
no pocas correas antes de que se le pudiera confiar un tiro completo de
ocho perros y el trineo más rápido. Entonces consideróse una persona
importante, y sobre la lisa, obscura superficie del hielo se deslizaba
ligero y atrevido con la rapidez de una jauría lanzada en persecución
de alguna pieza. Recorría hasta dos leguas y media para llegar á los
agujeros donde salían á respirar las focas, y, una vez en el cazadero,
soltaba una de las correas del _pitu_ y dejaba libre al perrazo negro
que dirigía el tiro, y que era el más listo de todos. Tan pronto
como le veía olfatear en alguno de los agujeros, Kotuko volcaba el
trineo y clavaba en la nieve un par de aserradas astas que se elevaban
del respaldo como los hierros de un cochecillo de niño que sirven
para empujarlo, con lo cual lograba que todo el tiro de los perros
no pudiera moverse. Entonces avanzaba arrastrándose, de pulgada en
pulgada, y quedábase esperando á que la foca se asomara para respirar.
Luego lanzaba rápidamente hacia abajo el arpón con la cuerda á él
atada, y al poco rato subía, tirando de aquélla, una foca herida, que
cuando llegaba á la superficie del hielo era arrastrada, con ayuda del
perrazo negro, hasta el trineo. Era aquel el momento crítico en que los
demás perros del tiro aullaban rabiosos, presa de la mayor agitación;
pero Kotuko les daba de latigazos en la cara, con aquella tralla que
parecía una barra de hierro candente, hasta que el cuerpo de la foca
quedaba helado, rígido. Lo más pesado era el regreso á casa. Había que
arrastrar el trineo cargado por la dura superficie del hielo, y en vez
de ponerse á tirar sentábanse los perros y miraban hambrientos á la
foca. Al fin partían, sin embargo, por el camino trillado de todos los
trineos que iban á la aldea, y trotaban por el hielo, que resonaba como
si fuera metálico, baja la cabeza, las colas en alto, mientras Kotuko
rompía á cantar el _An-gutivaun tai-na tau-na-ne taina_ (la Canción del
cazador que regresa), y de todas las casas que hallaban al paso salían
voces que le llamaban bajo aquel vasto cielo sombrío, sin más luz que
la de las estrellas.

También Kotuko, el perro, se divertía á su modo cuando hubo llegado
á su completo desarrollo. Bravamente, lucha tras lucha, consiguió ir
ascendiendo en importancia entre los otros perros que formaban parte
del tiro, hasta que una tarde, por cuestión de comida, agarróse con el
perrazo negro que hacía de director de los demás (mientras Kotuko, el
muchacho, era testigo de que la pelea se verificaba con toda lealtad)
y, como dicen allí, lo relegó al segundo lugar en vez del primero. Así,
pues, fué elevado al puesto de perro director, y, unido á la larga
correa que le hacía correr á un metro y medio delante de los demás,
tuvo desde entonces la obligación de poner término á toda pelea que
se iniciara, ya llevando los arreos ó sin ellos, y usó desde entonces
un collar hecho de alambre de cobre, sumamente grueso y pesado. En
ciertas ocasiones se le servían cocidos los alimentos y en el interior
de la casa, permitiéndosele, además, algunas veces, dormir en el mismo
banco de Kotuko. Era un buen perro para cazar focas, y sabía acorralar
á cualquier buey almizclado corriendo en torno de él y mordiscándole
las patas. Era capaz (y para un perro de trineo es esto la mayor
prueba de bravura que darse puede)) hasta de desafiar al flaco lobo
del Polo Ártico, al que, por lo general, todos los perros del Norte
temen más que á otro cualquier animal de cuantos viven en las nieves.
El y su amo (pues no contaban como compañía la de los demás perros del
trineo) cazaron juntos día tras día y noche tras noche, el muchacho
envuelto completamente en pieles, y su feroz compañero con el pelo
largo y amarillo, los ojos pequeños, blanquísimos los colmillos. Todo
el trabajo de un _inuit_ se reduce á procurarse comida y pieles para
él y para su familia. Las mujeres cuidan de transformar las pieles en
trajes, y, si se ofrece, ayudan á poner trampas para coger piezas de
caza menor; pero la base de su alimentación (y comen de un modo enorme)
deben proporcionársela los hombres. Si las provisiones faltan no hay
allí nadie á quien comprar ó pedir prestado: no hay otro remedio que
morirse de hambre.

Un _inuit_ no piensa en este riesgo hasta que se ve obligado á ello.
Kadlu, Kotuko, Amoraq, y el chiquitín que pateaba dentro de la capucha
de pieles de aquélla última, mascando durante todo el día pedazos de
grasa de ballena, vivían juntos tan felices como otra cualquier familia
puede serlo en este mundo. Procedían de una raza de carácter muy suave
(raras veces se altera un _inuit_ y casi nunca se le ve pegar á un
chiquillo), raza de la que podía decirse que ignoraba realmente lo que
era mentir, y más aun lo que era robar. Contentábase con arrancar á
arponazos lo que constituía su vida del corazón helado, sin esperanzas,
de una tierra que era la misma frialdad; con mostrar sus sonrisas
oleosas; con referir extraños cuentos de aparecidos y de hadas, por
las noches; con comer hasta no poder más; con cantar, en fin, la
interminable canción de sus mujeres: _Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!_
durante todo el largo día, á la luz de la lámpara, mientras ellas les
cosían la ropa y los arreos para la caza.

Pero un invierno, que fué terrible, pareció que todo se conjuraba
contra ellos. Volvieron los _tununirmiut_ de su pesca anual del
salmón, y construyeron sus casas sobre los primeros hielos, al Norte de
la Isla de Bylot, preparándose á salir en persecución de las focas en
cuanto el mar estuviera helado. Pero el otoño, que había venido pronto,
fué malísimo. Durante todo el mes de Septiembre reinaron continuos
vendabales que rompieron la lisa superficie del hielo, que buscan las
focas, cuando no tenía más que un metro ó metro y medio de espesor, y,
lanzándolo hacia tierra, lo amontonaron formando una gran barrera de
unas cinco leguas de ancho, llena de pedazos, y tiras, y carámbanos de
hielo que hacían imposible el pasar por allí con trineos. El borde del
banco flotante desde el cual las focas salían para apoderarse de los
peces en invierno quedaba, tal vez, á otras cinco leguas de distancia
al otro lado de la barrera, y fuera del alcance de los _tununirmiut_.
Así y todo, tal vez hubieran podido arreglarse para pasar el invierno
con su provisión de salmón helado y de grasa en conserva, ayudándose
con lo que las trampas que ponían les proporcionaban; pero en Diciembre
uno de sus cazadores tropezó con una _tupik_ (una tienda hecha con
pieles) en que halló casi muertas á tres mujeres y á una niña que
habían venido acompañando á los hombres de su familia desde lo más
remoto del Norte, viendo como aquéllos morían aplastados en sus botes
de pieles, pequeños y construídos expresamente para la caza, mientras
iban en persecución del narval de único y largo cuerno. Kadlu, por
supuesto, no tuvo más remedio que distribuir las mujeres entre las
chozas de aquella aldea de invierno, porque nunca un _inuit_ se niega
á partir su comida con un extranjero: no sabe cuando le llegará á él
el turno de tener que aceptarla. Amoraq quedóse con la niña, que tenía
unos catorce años, en su casa, haciendo de ella una especie de criada.
Juzgando por el corte de su puntiaguda capucha y por los dibujos en
forma de diamante prolongado que tenían sus blancas polainas de piel de
reno, supusieron que era originaria de la Tierra de Ellesmere. Jamás
había visto cacerolas de metal ó trineos en que se usara la madera para
cortar el hielo; pero á Kotuko, el muchacho, y á Kotuko, el perro, les
cayó en gracia y le tenían bastante cariño.

Luego, todas las zorras fuéronse hacia el Sur, y hasta el volverena, el
gruñón y obtuso ladronzuelo de las nieves, no quiso tomarse la molestia
de pasar por la hilera de trampas que Kotuko puso. La tribu perdió un
par de sus mejores cazadores que quedaron grandemente lastimados en
una lucha con un buey almizclado, y esto acumuló más trabajo sobre los
restantes. Kotuko salió uno y otro día con un trineo ligero y seis ó
siete de los perros más fuertes, mirando por todas partes hasta dolerle
los ojos para ver si podía descubrir alguna extensión de hielo limpio
y claro en la cual alguna foca hubiera abierto por casualidad uno de
sus agujeros para respirar. Kotuko, el perro, vagaba libremente por
todos lados, y, en medio de la mortal quietud de los hielos, Kotuko,
el muchacho, oía su sordo y nervioso gemido sobre algún agujero de
aquéllos, situado á más de media legua de distancia, tan claramente
como si estuviera á su lado. Cuando el perro hallaba una de las tales
aberturas en el hielo solía el muchacho construirse un corto y bajo
muro de nieve para resguardarse algo del fuerte viento, y allí esperaba
diez, doce, veinte horas si era preciso, hasta que la foca saliera á
respirar, pegados materialmente los ojos á la diminuta señal que él
había hecho sobre el agujero para guiar la puntería cuando arrojara
el arpón, y colocada bajo los pies una alfombrita de piel de foca,
mientras tenía las piernas atadas con el _tutareang_ (la hebilla de
que hablaban los antiguos cazadores). Sirve ésta para evitar que se
le encojan las piernas al hombre que se pasa horas y horas esperando á
que se asomen las focas, de oído finísimo. Aunque el trabajo no exige
esfuerzo, fácilmente se comprende que el estar sentado completamente
inmóvil y metido en la hebilla, con el termómetro tal vez á cuarenta
grados bajo cero[31], es la ocupación más pesada de cuantas conoce un
_inuit_. Cuando se cogía una foca Kotuko, el perro, se lanzaba hacia
adelante, con la correa arrastrando detrás de él, y ayudaba á arrastrar
el cuerpo hasta el trineo, en el cual los otros perros, cansados y
hambrientos, se tendían con aire sombrío al abrigo de los rotos pedazos
del hielo.

Una foca no era comida que pudiera durar mucho tiempo, porque cada
boca en la aldehuela tenía derecho á que le dieran su porción, y ni
huesos, ni piel, ni tendones se desperdiciaban. La carne destinada á
los perros se empleaba como alimento humano, y á aquéllos Amoraq les
hacía comer pedazos viejos de las tiendas de pieles usadas en verano
y arrancados del banco que servía para dormir, con lo cual aullaban y
aullaban continuamente los animales, despertándose de noche para aullar
de nuevo, siempre hambrientos. Con sólo ver las lámparas de esteatita
en las chozas no era difícil adivinar que el hambre se acercaba. En las
buenas épocas, cuando la grasa era abundante, la luz de las lámparas
en forma de bote tenía más de medio metro de alto, elevándose alegre,
como untuosa, amarilla. Ahora apenas si medía unas seis pulgadas, pues
Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha de musgo cuando alguna llamarada
se elevaba más de lo debido por un momento, y en esta operación seguían
atentamente su mano los ojos de toda la familia. Lo más horroroso
del hambre allá en aquellos grandes fríos no es tanto la muerte
considerada en sí misma como el morir en medio de la obscuridad. Todo
_inuit_ teme grandemente á esta última, que pesa sobre él, sin cesar,
durante seis meses del año, y cuando las lámparas están bajas en las
casas, la inteligencia de las personas comienza á estar algo turbada y
confusa.

Pero peores cosas habían de suceder aún.

Los mal alimentados perros mordían y gruñían en los corredores,
lanzando furiosas miradas á las frías é indiferentes estrellas y
husmeando hacia el lado de donde soplaba el viento una y otra noche.
Cuando el aullar paraba, el silencio descendía nuevamente tan sólido
y pesado como una masa de nieve que la tormenta arroja contra una
puerta, y los hombres oían entonces el latir de las venas en los
estrechos conductos de la oreja y el golpear de sus propios corazones,
que resonaba como el ruido del tambor que los hechiceros tocan sobre
la nieve. Una noche Kotuko, el perro, que había estado de un malhumor
poco frecuente al llevar los arreos, saltó de pronto y apretó la cabeza
contra la rodilla de Kotuko. Acariciólo éste, pero el perro siguió
apretando ciegamente hacia delante y muy manso. Entonces despertóse
Kadlu, cogióle la pesada cabeza, parecida á la de un lobo, y le clavó
los ojos en los suyos, vidriosos. El perro gimió y se puso á temblar
entre las rodillas de Kadlu. Erizósele el pelo en torno al cuello y
gruñó como si algún forastero acabara de llegar á la puerta de la casa,
después de lo cual ladró alegremente, arrastróse por el suelo y comenzó
á morderle una bota á Kotuko como suelen hacer los cachorros.

--¿Qué le ocurre? preguntó Kotuko, que comenzaba ya á sentir miedo.

--Tiene la enfermedad, contestó Kadlu: la enfermedad de los perros.

Kotuko, el perro, levantó entonces el hocico y púsose á aullar.

--Nunca había visto esto. ¿Y qué hará ahora? dijo Kotuko.

Encogió un hombro Kadlu y atravesó la choza en busca de su arpón
más corto y afilado. El enorme perro le miró, volvió á aullar, y se
deslizó por el corredor hacia afuera, mientras sus otros compañeros se
retiraban á derecha é izquierda para abrirle ancho paso. Al hallarse
fuera, sobre la nieve, ladró furiosamente, como si le siguiera el
rastro á algún buey almizclado, y ladrando, dando saltos y haciendo
cabriolas, desapareció. Lo que tenía no era hidrofobia, sino
sencillamente locura. El frío, el hambre, y sobre todo la obscuridad,
le habían atacado al cerebro, y cuando esa terrible enfermedad de
los perros aparece entre los que constituyen el tiro de un trineo se
propaga como el fuego. Al siguiente día de caza otro perro enfermó y
fué muerto en seguida por Kotuko al ver que mordía y forcejeaba entre
los arreos. Luego el perro negro que hacía de segundo, y que había sido
el que dirigía antiguamente, de pronto comenzó á ladrar como siguiendo
la pista de un reno imaginario, y cuando lo hubieron soltado del _pitu_
se lanzó contra un gran montón de hielo, huyendo á poco como había
hecho el que dirigía el tiro, con los arreos colgando. Después de esto
nadie quiso ya volver á salir con los perros. Necesitábanlos para
algo más, y bien lo comprendían ellos, por lo que, aunque estuvieran
atados y recibieran los alimentos de mano de sus dueños, en los ojos
se les veía la desesperación y el miedo de que estaban poseídos. Para
acabar de empeorar las cosas, comenzaron las viejas á contar cuentos
de aparecidos y á decir que ellas habían visto los espíritus de los
cazadores que desaparecieron durante aquel otoño, los cuales les
habían profetizado horribles sucesos.

Sintió Kotuko más que nada la pérdida de su perro, porque aunque un
_inuit_ coma enormemente, también cuando conviene, sabe ayunar. Pero
el hambre, la obscuridad, el frío y las intemperies fueron minando su
naturaleza, y empezó á oir voces interiores en su cerebro y á ver gente
que no tenía delante, que estaba fuera del alcance de sus miradas.
Una noche (en que acababa de quitarse la _hebilla_, después de diez
horas de estar esperando sobre uno de los agujeros de focas llamados
_ciegos_, y se encaminaba á la aldea con paso vacilante, muy débil,
desvanecido casi) paróse para apoyarse de espaldas contra una peña que
daba la casualidad de estar sostenida, como las rocas que se balancean,
sobre un solo punto saliente del hielo. Su peso destruyó el equilibrio
gracias al cual se sostenía la peña, ésta cayó rodando pesadamente,
y, mientras Kotuko saltaba hacia un lado para evitar que le tocara,
resbaló en dirección de él, con un chirrido y silbando, luego, por el
hielo, en forma de talud.

Con esto le bastó á Kotuko. Había sido educado en la creencia de que
cada roca ó peña tenía su dueño (su _inua_) que era, generalmente,
una cosa parecida á una mujer y con un solo ojo, la cual recibía el
nombre de _tornaq_, y cuando una _tornaq_ quería ayudar á un hombre
rodaba tras de él dentro de su casa de piedra y le preguntaba si quería
tomarla como á su espíritu protector. (En los deshielos del verano
las rocas y peñas que el hielo sostiene ruedan y resbalan por toda la
superficie del terreno, por lo cual no es difícil comprender cómo nació
la idea de piedras que viven). Kotuko sintió que la sangre le latía
en las orejas, cosa que había sentido ya durante todo el día, y pensó
que aquello era la _tornaq_ de la piedra, que le estaba hablando. Aún
antes de llegar á su casa estaba ya convencido por completo de que
había sostenido con aquélla una larga conversación, y, como todos los
suyos creían en la posibilidad de que tal cosa ocurriera, nadie le
llevó la contraria.

--Díjome: «me lanzo, me lanzo desde el sitio que ocupaba en la nieve»
repetía Kotuko con los ojos hundidos é inclinándose hacia delante en
la mal alumbrada choza. Dijo: «yo seré tu guía, yo te conduciré á los
mejores agujeros de los que hacen las focas». Mañana salgo de caza, y
la _tornaq_ me guiará.

Luego vino el _angekok_, el hechicero de la aldea, y Kotuko refirió
el mismo cuento por segunda vez. No perdió en lo más mínimo al ser
repetido.

--Sigue á los _tornait_ (los espíritus de las piedras) y ellos volverán
á darte comida, dijo el _angekok_.

Ahora bien: la muchacha, procedente del Norte, que había sido recogida
en la casa, solía estar echada junto á la lámpara, comiendo poco y
hablando menos durante días enteros; pero cuando Amoraq y Kadlu, á la
mañana siguiente, comenzaron á cargar y á atar un pequeño trineo de
mano para Kotuko con todos los útiles de caza y cuanta grasa y carne
de foca helada les fué posible, ella cogió la cuerda que servía para
arrastrar el vehículo y se colocó valientemente al lado del muchacho.

--Vuestra casa es la mía, dijo, mientras el trineo chirriaba vacilante
al deslizarse detrás de ellos en la terrible noche ártica.

--Mi casa es tu casa, dijo Kotuko, pero yo creo que á donde iremos
ahora nosotros dos será á Sedna.

Sedna es la Señora del _mundo inferior_, y todo _inuit_ cree que cada
persona que muere ha de pasar un año en el horrible país de aquélla
antes de ir á Quadliparmiut, el _lugar de la felicidad_, donde no se
conoce el hielo y donde los gordos renos se acercan á uno en cuanto
les llama.

Allá en la aldea oíase á la gente gritar:

--Los _tornait_ han hablado á Kotuko... Le enseñarán el hielo libre...
Volverá trayéndonos focas...

Las voces se perdieron pronto en la fría é inmensa obscuridad, mientras
Kotuko y la niña se acercaban, hombro contra hombro, al tirar de la
cuerda ó al empujar el trineo por el hielo en dirección del mar Polar.
Kotuko se empeñó en que la _tornaq_ de la piedra le había dicho que
fuera hacia el Norte, y hacia el Norte fueron, caminando bajo la
constelación de _Tuktuqdjung_, el Reno, ó sea, lo que nosotros llamamos
la Osa Mayor.

Ningún europeo hubiera sido capaz de caminar más de una legua cada día
sobre pedazos pequeños de hielo y sobre montones de afiladas aristas;
pero aquella pareja conocía con toda exactitud el movimiento especial
de muñeca que obliga á un trineo á dar la vuelta en torno de una de
esas aglomeraciones de hielo; el tirón repentino que casi lo levanta
sobre una quebradura de la superficie; la cantidad de esfuerzo que
requieren los pocos y mesurados arponazos que abren un camino cuando
toda esperanza de hallarlo parece ya perdida.

La muchacha no decía una palabra, pero bajaba la cabeza, y la orla
de piel de volverena que adornaba su capucha de armiño caía sobre su
cara ancha y obscura. El cielo se extendía sobre la pareja, negro, con
negrura intensa y aterciopelada, que se transformaba en el horizonte en
tiras de color rojo, y sobre el negro fondo brillaban grandes estrellas
como si fueran faroles. De cuando en cuando, una oleada de luz verdosa
de la aurora boreal se deslizaba por las profundidades del alto cielo,
ondeaba como una bandera y desaparecía, ó bien algún meteoro estallaba
hundiéndose en las tinieblas y esparciendo tras de él lluvia de
chispas. Entonces veían la ondulada superficie de los flotantes hielos
del mar con ribetes y adornos de extraños colores: rojos, cobrizos y
azulados; pero á la ordinaria luz de las estrellas todo adquiría un
color gris mortecino. Ya recordaréis que los hielos del mar habían sido
sacudidos y aglomerados por los vientos del otoño, y, gracias á ellos,
parecía que hubiera pasado por allí un temblor de tierra helándose,
después, todo.

Veíanse canales, barrancos y hoyos semejantes á cascajares abiertos
en el hielo; pedazos más ó menos grandes de éste que se habían
quedado sobre la primitiva superficie total; otros negros comparables
á pústulas, que habían sido arrojados bajo la gran masa de hielos
flotantes por algún vendabal y vueltos á levantar después; verdaderas
piñas de hielo de forma redondeada; crestas como dientes de sierra, que
habían sido hechas por la nieve que va volando delante del viento; y,
en fin, verdaderos pozos de hundidas paredes en los cuales, lo menos en
una extensión de hectárea ó hectárea y media, el nivel del suelo estaba
mucho más bajo que en el resto del terreno. Á cierta distancia bien
podían tomarse los pedazos de hielo por focas ó morsas, por trineos
puestos boca abajo, ó por hombres ocupados en una expedición de caza,
y aun podía imaginarse que eran el mismísimo gran fantasma blanco del
Oso de diez patas; pero á pesar de todas esas formas fantásticas, que
se dijera que estaban á punto de adquirir vida, no se oía un solo
ruido, ni siquiera el eco levísimo de lejano rumor. Y á través de
este silencio y de esta soledad, donde repentinas luces se agitaban
y desaparecían nuevamente, el trineo y los dos que lo empujaban iban
arrastrándose como visiones de una pesadilla... una pesadilla sobre
cosas del fin del mundo, que precisamente en el fin del mundo ocurría.

Cuando la pareja se sentía cansada Kotuko construía lo que los
cazadores llaman una _media casa_, una pequeñísima choza hecha de
nieve, en la cual se metían, muy apretados uno contra otro, con la
lámpara de viaje, é intentaban deshelar la carne de foca que llevaban.
Una vez habían dormido comenzaban nuevamente la marcha... para andar
unas siete leguas diarias y no acercarse al Norte más que dos leguas
y media. La muchacha iba siempre silenciosa, pero Kotuko hablaba
sólo algunas veces y prorrumpía, á lo mejor, en canciones que había
aprendido en la _Casa de Canto_ (canciones sobre el verano, los renos y
el salmón), todas ellas de horrible inoportunidad en aquella estación.
Decía que había oido á la _tornaq_ hablándole malhumorada, y corría
furioso contra un montón de hielo, retorciéndose los brazos y hablando
á gritos y en tono amenazador. Á decir verdad Kotuko estaba casi loco
en aquella época; pero la muchacha se hallaba completamente segura de
que un espíritu que lo guardaba le servía entonces de guía y de que
todo iba á terminar felizmente. No sintió, pues, la menor sorpresa
cuando al fin de la cuarta jornada Kotuko, cuyos ojos brillaban como
dos bolas de fuego, le dijo que su _tornaq_ los seguía á través de la
nieve, en forma de un perro con dos cabezas. Miró la niña hacia el
sitio que le señalaba Kotuko, y algo parecióle ver que se deslizaba
hacia un barranco. La aparición no revestía, ciertamente, humana
forma, pero bien sabían todos que los _tornait_ preferían adoptar la
apariencia de osos, focas, y otros animales.

                             [Ilustración]

Podía ser aquello el mismo fantasma blanco del Oso de las diez patas,
ó cualquiera otra cosa, porque Kotuko y su compañera estaban tan
hambrientos que no se podía ya prestar fe á lo que decían ver. Nada
habían cazado con las trampas que ponían, ni descubrieron rastro
alguno de caza desde que abandonaron la aldea; además, su escasa
comida apenas si les duraría otra semana, y una nueva borrasca se
les venía encima. Una tempestad en el Polo puede durar diez días sin
interrupción, y en todo este tiempo es segura la muerte para aquél á
quien coja fuera de casa. Kotuko construyó una casa de nieve de tamaño
suficiente para contener el trineo de mano (porque nunca debe separarse
uno de su comida), y, mientras estaba dando forma regular al pedazo
de hielo que sirve de clave de la bóveda, vió _algo_ que le estaba
mirando desde un abrupto montón de hielo, á unos ochocientos metros de
distancia. El aire era pesado, como neblina, y aquella cosa fantástica
parecía tener doce metros de ancho por tres de alto, con seis metros de
cola y una forma indecisa, de contornos indefinidos, temblorosos. La
muchacha vióla también, pero en vez de ponerse á gritar aterrorizada,
dijo en voz baja:

--Esto es Quiquern. ¿Qué es lo que ocurrirá después?

--Que me hablará, dijo Kotuko.

Pero el cuchillo con que cortaba el hielo tembló en su mano mientras
esto decía, porque, por mucho que un hombre crea que tiene amistad
con raros y feos espíritus, pocas veces gusta de que sus palabras
parezcan resultar verdad. Además, Quiquern es el fantasma de un perro
gigantesco, sin dientes ni pelo, que se supone que vive en el lejano
Norte, y que vaga por el país aquél precisamente poco antes de que algo
ocurra. Lo mismo puede ser esto anuncio de cosas agradables que de
desagradables, pero ni á los hechiceros les gusta hablar de Quiquern.
Él es quien da á los perros la locura. Como el Oso-Fantasma, tiene
muchas patas (seis ú ocho pares) y lo que es aquella cosa fantástica
que se movía en la neblina tenía, también, muchas más patas de las que
necesita ningún perro de carne y hueso. Kotuko y la niña corrieron á
refugiarse en su choza apretándose uno contra otro. Por supuesto que si
Quiquern les hubiera necesitado para algo no habría dejado de hacer que
el techo se hundiera sobre su cabeza; pero el saber que entre ellos y
la malvada obscuridad se interponía un muro de nieve de palmo y medio
de grueso les servía de consuelo.

La tempestad estalló al fin con ruido estridente del viento, parecido
al de un tren, y durante tres días y tres noches continuó sin variar ni
un momento, sin atenuarse en lo más mínimo ni por un minuto. La pareja
fué cuidando de mantener encendida la lámpara que sostenía entre las
rodillas, mascullando tibios pedacitos de carne de foca, y mirando
cómo el negro hollín se acumulaba en el techo durante setenta y dos
interminables horas. La muchacha hizo el recuento de la comida que
les quedaba aún en el trineo: no había más que para dos días. Kotuko
examinó las puntas de hierro y las ataduras, hechas de tendones de
reno, de su arpón, de su lanza especial para focas y de su dardo para
cazar pájaros. Nada más podía hacer.

--Pronto iremos á Sedna... muy pronto, murmuró la niña. De aquí á tres
días no nos quedará más que echarnos... y partir. ¿No hará algo por
nosotros tu _tornaq_? Cántale una canción de _angekok_ para hacerla
venir.

Comenzó el muchacho á cantar en el tono altísimo de aullido que suelen
tener las canciones mágicas, y al propio tiempo la furia de la tormenta
empezó á ceder. En mitad de la canción estremecióse la niña, y en
seguida colocó, sobre el hielo que formaba el piso de la choza, primero
la mano, que cubría un mitón, y luego la cabeza. Siguió Kotuko su
ejemplo, y los dos se arrodillaron, fija la mirada del uno en la del
otro y escuchando con toda la tensión nerviosa de que eran capaces.
Después arrancó él una delgada tira de ballena de un lazo para cazar
pájaros, que tenía en el trineo, y, enderezándola la colocó derecha en
un agujerito que hizo en el hielo, afirmándola con su mitón. Quedó casi
tan delicadamente ajustada como la aguja de una brújula, y, una vez
hecho esto, en lugar de seguir la pareja escuchando, miró atentamente.
La delgada varilla tembló un poco... vibró de modo casi imperceptible;
después la vibración se hizo ya más firme durante algunos segundos...
desapareció... y, al fin, volvió á aparecer, pero esta vez señalando
hacia otro punto de aquella especie de brújula.

--¡Demasiado pronto! exclamó Kotuko. Alguna gran porción de hielo
flotante se ha roto, lejos, allá fuera.

La muchacha señaló hacia la varilla y sacudió la cabeza.

--Es que se rompe todo, dijo. Escucha el ruido en el suelo. Suenan
golpes.

Al arrodillarse esta vez oyeron extrañísimos y sordos rumores, como
frecuente golpear que resonara bajo sus mismos pies. Parecía ora que
algún cachorrillo chillaba colocado sobre la luz de la lámpara; ya
que alguien afilaba una piedra sobre el duro hielo; ora que tocaban
un tambor cubierto con algo; pero todos esos rumores sonaban como muy
prolongados y disminuidos, como si vibraran, pasando á través de un
cuerno muy pequeño, durante larga y fatigosa distancia.

--No iremos á Sedna echados, dijo Kotuko. Esto es el deshielo. La
_tornaq_ nos ha engañado. Vamos á morir.

Todo esto podrá parecer absurdo, pero ello es que la pareja se hallaba
frente á un peligro muy real. Los tres días de viento habían barrido
hacia el Sur el agua de la bahía de Baffin amontonándola contra el
extremo de la gran extensión de hielo que iba desde la isla de Bylot
hacia el Oeste. Además, la fuerte corriente que va hacia el Este
desde el Estrecho de Lancaster llevaba durante algunas millas lo que
llaman _hielo en pacas_ (hielo tosco y áspero que no se ha convertido
aún en llana superficie), y estas _pacas_ caían como bombas sobre la
masa de hielos flotantes, al mismo tiempo que el flujo y reflujo del
tempestuoso mar la minaba y la iba haciendo cada vez más débil. Lo que
Kotuko y la niña habían oído eran los ecos lejanos de aquella lucha
que se verificaba á ocho ó diez leguas de distancia, y la indiscreta
varilla se estremecía al choque de aquel continuo batallar.

Ahora bien: como dicen los _inuit_, una vez el hielo se ha despertado
de su largo sueño del invierno no es ya posible saber lo que puede
ocurrir, porque, aunque sólido, cambia de forma casi tan pronto como
una nube. El vendabal era, sin duda, uno de los de primavera que había
llegado fuera de tiempo, y cualquier cosa podía considerarse posible.

Á pesar de todo, la pareja se sentía algo más animada que antes. Si el
hielo se rompía no tendría que esperar y sufrir más. Los espíritus,
duendes y demás habitantes del mundo de los encantamientos andaban
sueltos por el movedizo hielo, y tal vez les ocurriría á los dos
muchachos que junto con ellos entraran en el país de Sedna toda
clase de extraordinarios seres llenos aún de loca exaltación. Cuando
abandonaron la choza, después de pasada la tormenta, el ruido crecía
más y más allá en el horizonte y la dura masa de hielo gemía y zumbaba
en torno suyo.

--Aún está esperando, dijo Kotuko.

Sobre la cima de un gran montón de hielo estaba sentada ó acurrucada
aquella _cosa_ fantástica de ocho patas que habían visto tres días
antes... y entonces aullaba de un modo horrible.

--Sigamos, dijo la muchacha. Quizá conozca algún camino que no conduzca
á Sedna.

Pero al coger la cuerda del trineo se sintió desfallecer. La _cosa_
aquélla se movía alejándose despacio y torpemente por encima de los
picos del hielo, dirigiéndose siempre hacia el Oeste y hacia la tierra,
y ellos siguieron también en la propia dirección, mientras el ruido
atronador que se oía en el borde de la gran masa de hielo flotante
allá en el mar se acercaba cada vez más. La masa estaba ya rajada en
todos sentidos en el espacio de una legua en dirección de tierra, y
grandes capas como de tres metros de grueso y que ora medían unos pocos
metros cuadrados, ora unas ocho hectáreas, saltaban, y se hundían, y
chocaban unas con otras, ó con la porción de masa total que aún no
estaba rota, al ser cogidas y sacudidas por el revuelto oleaje que se
agitaba entre ellas. Este ariete del hielo era, por decirlo así, la
avanzada del ejército que el mar lanzaba contra sus hielos flotantes.
El continuo romperse y chocar de los pedazos ahogaba, casi, el chirrido
de la especie de láminas arrojadas enteras bajo la gran masa como
baraja escondida á toda prisa bajo el tapete de una mesa. Donde el
agua era poco profunda estas láminas se amontonaban una sobre otra
hasta que las inferiores llegaban á tocar el fango, á quince metros
de profundidad, y el mar descolorido hacía de dique tras el sucio
hielo hasta que la presión creciente volvía á arrojarlo todo hacia
delante. Además del hielo flotante y del otro en bruto ó _en pacas_,
el vendabal y las corrientes hacían descender verdaderos aludes,
especie de montañas movibles arrancadas de las costas de Groenlandia
ó de la playa septentrional de la bahía de Melville. Llegaban pesada
y solemnemente, mientras las olas rompían en blanca espuma en torno
suyo y avanzaban en dirección de la gran masa como una antigua flota
navegando á toda vela. Tal ó cual alud que parecía venir preparado
para llevarse de calle el mundo entero, fondeaba como sin fuerzas en
el agua, comenzaba á dar vueltas, y acababa revolcándose en la espuma
y en el fango, envuelto en una nube de voladoras y heladas chispas,
mientras otro mucho más pequeño y bajo rajaba la aplastada masa y
se metía dentro de ella, arrojando á cada lado toneladas de hielo y
abriendo una vía de más de ochocientos metros antes de que se parara.
Caían unos como espadas, cortando canales de sinuosos bordes; otros
se rompían en una lluvia de pedazos que pesaban docenas de toneladas
cada uno y se arremolinaban con estruendo; otros, en fin, levantábanse
enteros fuera del agua al juntarse, se retorcían como atormentados por
el sufrimiento y caían pesadamente sobre uno de sus lados, mientras el
mar pasaba sacudiendo su espalda. Toda esta labor continua de prensar,
amontonar, doblar y retorcer el hielo en todas las formas posibles, se
verificaba á tanta distancia como la vista podía alcanzar á lo largo de
la línea septentrional de la masa flotante. Desde el sitio en que se
hallaban Kotuko y la niña aquel caos no parecía más que un movimiento
de ondulación y de arrastre que se verificaba allá en el horizonte;
pero se acercaba á ellos por momentos, y lejos, hacia el lado de la
tierra, oían como fuerte bramido comparable á estruendo de artillería
que resonara á través de la niebla. Indicaba esto que la gran masa de
hielo flotante que había sobre el mar era empujada contra los férreos
acantilados de la costa de la isla de Bylot, la tierra que se hallaba
hacia el Sur, detrás de ellos.

--Esto no se ha visto nunca, exclamó Kotuko, mirando con aire
estupefacto. Ésta no es la época en que ocurre. ¿Cómo puede ser que el
hielo se rompa ahora?

--Ve siguiendo á aquello, gritó la muchacha señalando á la fantástica
aparición que medio cojeando y medio corriendo se alejaba en insensata
carrera delante de ellos. Siguiéronla, en efecto, tirando con toda
su fuerza del trineo, y, al mismo tiempo, oían cada vez más cerca
el avance ruidoso del hielo. Al fin los campos que en torno suyo se
extendían rajáronse en todas direcciones, y las rajaduras se abrían
con estallidos semejantes al castañeteo de los dientes del lobo. Pero
donde _la cosa fantástica_ se apoyaba, sobre una especie de baluarte de
pedazos de hielo esparcidos que medía una altura de unos quince metros,
ningún movimiento se notaba. Kotuko saltó impetuosamente hacia delante,
llevando tras de sí á su compañera, y subió arrastrándose hasta el pie
del baluarte. La voz del hielo se hacía cada vez más fuerte en torno
suyo, pero aquella fortaleza no se rendía, y, como la joven mirara á
su compañero, levantó éste el codo derecho apartándolo del cuerpo al
mismo tiempo de levantarlo y haciendo así la señal que usa todo _inuit_
para indicar que ha descubierto tierra y que ésta tiene la forma de
una isla. Y, verdaderamente, hacia la tierra les había llevado aquella
fantástica aparición de las ocho patas que andaba cojeando: hacia un
islote de granítica base y de arenosas playas, cubierto, enfundado y
como enmascarado por el hielo, hasta el punto de no haber hombre capaz
de distinguirlo de la masa helada que flotaba sobre el mar; pero, por
debajo, tierra sólida era y no hielo movible. El romperse y rebotar de
los pedazos flotantes al chocar con el islote marcaba las orillas del
mismo, y un protector banco de arena arrancaba desde él en dirección
del Norte, desviando la furia de los más pesados montones de hielo,
ni más ni menos que como la reja de un arado voltea grandes pedazos
de marga. Por supuesto que existía el peligro de que alguna gran
extensión de hielo, obedeciendo á enorme presión, remontara la playa
é hiciera desaparecer por completo la parte alta del islote; pero la
idea no preocupó á Kotuko ni á la muchacha mientras construían su casa
de nieve y comenzaban á comer, oyendo como el hielo golpeaba la playa
y se arrastraba por ella. La _cosa fantástica_ había desaparecido
y Kotuko hablaba, muy excitado, del poder que él tenía sobre los
espíritus, mientras, al propio tiempo, se acurrucaba junto á la
lámpara. Precisamente cuando se hallaba en lo mejor de sus insensatas
afirmaciones la muchacha comenzó á reirse y á balancearse de delante á
atrás y de atrás á delante.

Á su espalda, avanzando cautelosamente hacia el interior de la choza,
veíanse dos cabezas, una amarilla y otra negra, pertenecientes á dos
perros que ofrecían el aspecto más triste y avergonzado que imaginarse
pueda: el uno era Kotuko, el perro, y el otro el que había dirigido el
trineo. Ambos estaban ahora gordos, con buena salud y completamente
curados de su locura; pero iban unidos uno á otro del modo más extraño.
Cuando el negro, que dirigía el trineo, se escapó, ya recordaréis
que llevaba aun colgando los arreos. Debió de encontrar á Kotuko, el
perro, y jugar con él ó pelearse, porque el lazo que tenía pasado por
los hombros se le enganchó en los alambres de cobre retorcido que
llevaba Kotuko en el collar, y se había enredado de tal modo y tan
fuertemente que ni uno ni otro podía coger la correa con los dientes
para separarla, sino que cada uno quedaba atado por el cuello á lo
largo del cuerpo de su vecino. Esto, junto con la libertad de cazar por
su cuenta, debió de contribuir grandemente á curarles de su locura.
Estaban completamente en sano juicio.

La muchacha empujó á los avergonzados animales hacia Kotuko y muerta de
risa gritó:

--Esto es Quiquern, el que nos ha conducido á la tierra firme. ¡Mira
las ocho patas y las dos cabezas!

Cortó Kotuko la correa, devolviéndoles así la libertad, y ambos se
precipitaron en sus brazos, el amarillo y el negro al mismo tiempo,
como queriendo explicar de qué modo habían recobrado la razón. Kotuko
les pasó la mano por los costados, que estaban bien llenos y con el
pelo reluciente.

--Han encontrado comida, dijo sonriendo. No creo que vayamos tan pronto
á Sedna. Mi _tornaq_ los ha mandado. Ya se les ha curado la enfermedad.

En cuanto hubieron acariciado á Kotuko, los dos animales, que se habían
visto obligados á dormir, comer y cazar juntos durante las últimas
semanas, lanzáronse el uno contra el otro, y hubo entonces una gran
batalla en el interior de la casa de nieve.

--Los perros no se pelean cuando tienen vacío el estómago, dijo Kotuko.
Han encontrado alguna foca. Durmamos, que no nos faltará comida.

Cuando se despertaron el agua del mar había quedado ya libre en la
playa septentrional del islote, y todo el hielo suelto había sido
lanzado hacia la tierra. Un _inuit_ considera siempre como deliciosos
los primeros rumores de la marea alta, porque le advierten que la
primavera se acerca. Kotuko y la niña cogiéronse de las manos y
sonrieron, porque el claro y fuerte ruido que producía el mar entre el
hielo les recordaba el tiempo de la pesca del salmón, de la caza del
reno, y el olor de los sauces rastreros cuando están en flor. Hasta en
aquel mismo momento el mar comenzó á espesarse casi congelado, entre
los flotantes témpanos de hielo: tan intenso era el frío; pero en el
horizonte se veía una ancha y roja claridad que era la luz del hundido
sol. Parecía aquello, más bien, un bostezo en mitad de su sueño que su
verdadero levantarse, y la claridad no duró más que algunos minutos,
pero ello es que marcaba el cambio del año hacia la mejor estación.
Nada podía cambiar el curso de las cosas.

Halló Kotuko á los perros peleándose sobre el cuerpo de una foca recién
muerta, la cual había ido siguiendo á los peces que una tormenta hace
siempre cambiar de lugar. Era la primera de unas veinte ó treinta que
llegaron al islote durante aquel día, y hasta que el mar se hubo helado
fuertemente fueron á centenares las vivas cabezas negras que se veían,
gozándose en disfrutar del agua libre, poco profunda, y flotando entre
los témpanos de hielo.

Era un gusto para nuestra pareja el poder comer otra vez hígado de
foca; el llenar las lámparas de grasa sin tener que ir con miedo y el
ver cómo la llama se elevaba á un metro de altura; pero tan pronto
como apareció el hielo nuevo en el mar, Kotuko y su compañera cargaron
el trineo de mano é hicieron tirar de él á los dos perros como nunca
en la vida habían tirado, porque no estaban muy tranquilos ambos
muchachos respecto á lo que hubiera podido ocurrir en su aldea. El
tiempo continuaba tan implacable como de costumbre; pero es más fácil
arrastrar un trineo cargado de víveres que cazar muriéndose de hambre.
Dejaron los cadáveres de veinticinco focas enterrados en el hielo de la
playa y prontos para ser usados, después de lo cual se apresuraron á
regresar al seno de su familia. Los perros les enseñaron el camino en
cuanto Kotuko les indicó lo que deseaba que hicieran, y, aunque ninguna
señal hubiera del camino que debían seguir, en dos días se hallaban
ya dando voces á la entrada de la casa de Kadlu. Sólo tres perros les
contestaron. En cuanto á los otros habían sido comidos, y las casas se
hallaban sumidas en la obscuridad. Pero cuando Kotuko gritó: _«¡ojo!»_
(esto es _carne hervida_) algunas voces débiles le contestaron, y al
llamar á los habitantes de la aldea por sus nombres, con voz bien
clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámparas en la casa de Kadlu; el agua,
de nieve derretida, se calentaba sobre el fuego; hervían las cacerolas,
y del techo iba goteando el hielo, mientras Amoraq cocinaba una comida
para toda la aldea; el chiquitín que estaba metido en la capucha de
pieles mascaba un pedazo de grasa que tenía gusto de nueces, y los
cazadores iban atiborrándose metódica y pausadamente de carne de foca.
Kotuko y la niña refirieron sus aventuras. Entre ellos se sentaron
los dos perros, y cada vez que oían pronunciar su nombre en el relato
enderezaban una oreja y parecían lo más avergonzados de sí mismos que
imaginarse pueda. El perro que haya enloquecido una vez y curádose
luego, queda, en opinión de los _inuit_, inmune contra posteriores
ataques.

--Ya veis, pues, que la _tornaq_ no se ha olvidado de nosotros, dijo
Kotuko. Sopló el vendaval, rompióse el hielo y las focas viniéronse
detrás de los peces asustados por la tempestad. Ahora los nuevos
agujeros que estas focas han hecho están á una distancia de aquí que no
llega á dos días de viaje. Que vayan mañana los mejores cazadores y que
traigan las focas que yo he muerto: veinticinco, que están enterradas
en el hielo. Cuando las hayamos comido iremos todos á caza de otras.

--¿Y vosotros qué es lo que vais á hacer ahora? preguntó el hechicero á
Kadlu en el tono que usaba para hablar con él, porque era el más rico
de los _tununirmiut_.

Kadlu miró á la muchacha, á la hija de los países del Norte, y dijo
calmosamente:

--Nosotros vamos á construir una casa.

Al decir esto señaló hacia el lado Noroeste de la suya, porque en este
lado es donde suelen vivir allí el hijo ó la hija casados.

La joven levantó, entonces, las manos, vueltas las palmas hacia arriba,
y sacudió ligeramente la cabeza como con aire incrédulo. Era ella una
extranjera, dijo, que habían recogido hambrienta, y nada podía traer
como dote á la casa.

Saltó, entonces, Amoraq del banco en que estaba sentada y comenzó á
arrojar multitud de cosas en la falda de la niña: lámparas de piedra,
raederas de hierro para las pieles, cafeteras de hoja de lata, pieles
de reno con bordados hechos de dientes de buey almizclado, y verdaderas
agujas capoteras como las que usan los marineros para coser las velas.
Dote tan bueno como aquel jamás había sido entregado en los confines
del Círculo Polar Ártico, y, al recibirlo, la joven del Norte inclinó
la cabeza hasta tocar al suelo.

--¡También esto! dijo Kotuko riendo y señalando á los perros, que
acercaron sus fríos hocicos á la cara de la niña.

--¡Ah! exclamó el _angekok_, tosiendo con aire importante, como si
todo aquello lo tuviera ya él previsto. En cuanto Kotuko abandonó la
aldea fuíme yo á la _Casa del Canto_ y entoné canciones de magia. Pasé
las noches cantando é invoqué al espíritu del Reno. Mis cantos fueron
los que hicieron soplar el vendaval que rompió el hielo, y los que
atrajeron á los dos perros hacia el sitio en que se hallaba Kotuko
cuando estuvo á punto de morir aplastado. Una de mis canciones fué la
que hizo que la foca siguiera detrás del roto hielo. Mi cuerpo reposaba
inmóvil en el _quaggi_, pero mi espíritu vagaba lejos de él y guiaba á
Kotuko y á los perros en todo cuanto hicieron. Yo lo hice todo.

Como cuantos se hallaban presentes estaban ya hartos de comida
y soñolientos nadie se tomó el trabajo de contradecir aquellas
afirmaciones, y el _angekok_, en virtud del privilegio que le daba su
oficio, se sirvió aun otro pedazo de carne hervida, y se acostó, luego,
con los demás en la tibia é iluminada casa que olía á aceite.

                   *       *       *       *       *

Ahora bien: Kotuko, que dibujaba perfectamente á lo _inuit_, grabó
ciertos cuadros, que representaban todas las anteriores aventuras, en
un largo pedazo de marfil en forma de plancha y con un agujero en uno
de los extremos. Cuando en compañía de la muchacha fué hacia el Norte,
á la Tierra de Ellesmere, en el año llamado del _invierno maravilloso_,
dejó aquel cuadro, que era como una historia, á Kadlu, el cual lo
perdió entre los guijarros un verano en que se le rompió el trineo,
allá en la orilla del lago Netilling, en Nikosiring, y allí lo encontró
uno de los habitantes del país á la primavera siguiente, vendiéndoselo
en Imigen á un hombre que era intérprete de un ballenero del Estrecho
de Cumberland, y éste, á su vez, se lo vendió á Hans Olsen, que fué
después contramaestre de un vapor que llevaba viajeros al Cabo Norte en
Noruega. Cuando terminó la estación de moda para estos viajes el vapor
dedicóse á hacer la travesía entre Londres y Australia, con escala en
Ceylán, y allí Olsen vendió la plancha de marfil á un joyero cingalés
por zafiros falsos. Yo la encontré, finalmente, entre un montón de
cosas inútiles en una casa de Colombo, y la he ido descifrando y
traduciendo aquí de cabo á rabo.

                             [Ilustración]


                           =An-gutivaun taina=

(Lo que sigue es traducción muy libre de la «Canción del Cazador que
regresa», según los hombres solían cantarla después de perseguir á las
focas. El _inuit_ repite siempre mil veces lo mismo).


      Endurecidos por la sangre helada
    nuestros guantes están, y por la nieve
    que en montones se junta sobre el suelo
            nuestros trajes de pieles.

      De cazar focas regresamos... focas
    que en los bancos de hielo vivir suelen.

      _¡Au jana! ¡Aua!... ¡Oha! ¡Haq!_ Veloces
    pasan trineos que volar parecen,
    y al chasquido de látigos, los perros,
            ladrando, al hogar vuelven.

    De cazar focas regresamos... focas
    que en los bancos de hielo vivir suelen.

      Nosotros las seguimos paso á paso
    á nuestras focas que se esconden siempre,
    y al oir que escarbaban bajo tierra,
            tendidos en la nieve,
      las acechamos y al salir, la lanza
    les arrojamos, como tantas veces...
    así... y así... de tal manera hiriendo,
            matando de tal suerte.

      La sangre helada nuestros guantes cubre,
    pésanos en los párpados la nieve...
    pero á la esposa y al hogar volvemos
            de los hielos perennes.

      _¡Au jana! ¡Aua!... ¡Oha! ¡Haq!_ Cargados
    van los trineos que volar parecen;
    ya la esposa aguardando está al esposo
    cuando él de los perpetuos hielos vuelve.

                            [Ilustración]


                                NOTAS:

[29] Equivalen á cero del termómetro Fahrenheit, que es el que cita el
autor.--N. del T.

[30] En Botánica se llama así á una planta parecida á la
siempreviva.--N. del T.

[31] El autor se refiere al termómetro Fahrenheit.--N. del T.


                             [Ilustración]



                            LOS PERROS JAROS

                                 ¡Por nuestras claras, deliciosas noches
                               en que libres corremos y cazamos!
                               ¡Por el aroma matinal del aire
                               que humedece el rocío, no secado!

                                 ¡Por el placer de perseguir las piezas
                               que locas huyen con terror incauto!
                               ¡Por los gritos de nuestros compañeros
                               que al vencido _sambhur_ tienen cercado!

                                  ¡Por los dulces peligros de la noche!
                               ¡Por el dormir de día, dulce y grato,
                               allá á la entrada del cubil! ¡Por todo,
                                       guerra á muerte juramos!


No empezó para Mowgli la parte más agradable de su vida hasta después
de la invasión verificada por la Selva. Tranquila su conciencia por
considerar que había pagado sus deudas, y amigo de cuantos en la Selva
vivían, era mirado por todos con un poco de temor. Lo que hizo, vió y
oyó vagando solo ó con sus cuatro compañeros bastaría para escribir
innumerables cuentos, cada uno de ellos tan largo como el presente.
Así, pues, dejaré de referiros su encuentro con el Elefante Loco de
Mandla, que mató veintidós bueyes que conducían once carros llenos de
plata acuñada, perteneciente al Tesoro nacional, y esparció por el
polvo las brillantes rupias; su lucha con Jacala, el cocodrilo, durante
toda una noche, en los Pantanos del Norte, y cómo rompió su cuchillo
de desollador en las placas de la espalda del animal; cómo halló otro
cuchillo nuevo que llevaba pendiente del cuello un hombre que había
sido muerto por un oso, tras de lo cual siguió él las huellas de éste
y lo mató para que fuera el justo precio pagado por el cuchillo; cómo
quedó cogido una vez, durante la época llamada de la Gran Hambre, entre
los rebaños de ciervos que emigraban, y fué casi aplastado por ellos;
cómo salvó á Hathi, el Silencioso, del peligro de caer por segunda vez
en una trampa de las que tienen un palo afilado en el fondo, y cómo, al
día siguiente, cayó él mismo en otra de las que sirven para leopardos,
rompiendo entonces Hathi las gruesas barras de madera que la formaban;
finalmente, cómo pudo ordeñar las hembras de los búfalos salvajes en
los terrenos pantanosos, y cómo... Pero no pueden contarse varios
cuentos á la vez y hay que limitarse á uno.

Murieron Papá Lobo y Mamá Loba, colocando entonces Mowgli una gran
piedra contra la boca de la cueva y entonando allí, entre sollozos, la
Canción de la Muerte; Baloo era ya muy viejo y apenas podía moverse,
y hasta Bagheera, que tenía nervios de acero y férreos músculos,
comenzaba ya á mostrar menos agilidad cuando se trataba de matar alguna
pieza. Con los años, de gris que era, volvióse Akela blanco como la
leche, con las costillas salientes, caminando como si su cuerpo fuera
de madera, y Mowgli tenía que cazar para él. Pero los lobos jóvenes,
los hijos de la deshecha manada de Seeonee, crecían y se multiplicaban,
y cuando llegaron á ser unos cuarenta, de cinco años, sin amo, con
excelentes pulmones y ligeros pies, Akela les dijo que debían juntarse,
obedecer la Ley, y estar bajo la dirección de uno, como correspondía á
los del Pueblo Libre.

No se metió Mowgli en este asunto, porque, como él dijo, ya sabía lo
que eran frutas agrias y en qué árboles se cogían; pero cuando Fao,
hijo de Faona (cuyo padre era el que indicaba las pistas en los tiempos
de la jefatura de Akela) ganó en buena lid el derecho de dirigir la
manada, de acuerdo con la Ley de la Selva, y cuando, á la luz de las
estrellas, resonaron una vez más los antiguos gritos y canciones,
Mowgli volvió á asistir al Consejo de la Peña, como en memoria de
tiempos que pasaron. Si se le antojaba hablar, la manada aguardaba
hasta que hubiera terminado, y se sentaba en la peña al lado de Akela,
más arriba del sitio ocupado por Fao. Eran, aquéllos, días en que se
cazaba bien y se dormía mejor. Ningún forastero se atrevía á entrar en
las selvas que pertenecían al _pueblo_ de Mowgli, como llamaban á la
manada; los lobos más jóvenes crecían más fuertes y gordos, y abundaban
los lobatos que había que llevar á la Peña para que los inspeccionaran.
Iba siempre Mowgli á estas reuniones, acordándose de aquella noche en
que una pantera negra compró á la manada la vida de un chiquillo moreno
y desnudo, y al prolongado grito de: «Mirad, mirad bien, lobos», latía
con fuerza su corazón. Otras veces se alejaba, internándose en la Selva
con los que él consideraba como sus cuatro hermanos, probando, tocando
y viendo toda clase de cosas nuevas.

Una tarde, á la hora del anochecer, mientras caminaba distraidamente
por los bosques para ir á dar á Akela la mitad de un gamo que acababa
de matar, mientras _los cuatro_ se empujaban, medio riñendo y
revolcándose por juego, oyó un grito como nunca se había vuelto á oir
allí desde los tiempos en que vivía Shere Khan. Era lo que llaman
en la Selva el _feeal_, una especie de horroroso chillido que da el
chacal cuando caza siguiendo á un tigre, ó cuando tiene caza mayor á la
vista. Si imagináis una mezcla de odio, de aire triunfal, de miedo y
de desesperación, en un solo grito desgarrador, tendréis una idea del
_feeal_ que se oyó entonces elevarse, descender y vibrar en el aire,
á lo lejos, del otro lado del Wainganga. Los cuatro lobos dejaron de
jugar en el acto, con los pelos erizados y gruñendo. Mowgli echó mano
al cuchillo y se paró, congestionado el rostro, arrugado el entrecejo.

--No hay por aquí ningún _rayado_ que se atreva á matar... dijo.

--No es éste el grito del Explorador, contestó el Hermano Gris. Eso es
alguna gran cacería. ¡Escucha!

Resonó de nuevo el grito, mitad parecido á un sollozo y mitad á una
risa ahogada, ni más ni menos que si el chacal tuviera flexibles
labios humanos. Respiró entonces Mowgli con fuerza y echó á correr en
dirección de la Peña del Consejo, adelantándose por el camino á los
lobos de la manada que también corrían hacia el mismo sitio. Fao y
Akela estaban juntos sobre la Peña, y más abajo que ellos veíanse á
los demás, sentados y con todos los nervios en tensión. Las madres y
sus lobatos corrían hacia sus cubiles, porque cuando el _feeal_ suena
conviene que los débiles se hallen recogidos.

Nada se oía más que el rumor del Wainganga, corriendo entre la
obscuridad, y las ligeras brisas del anochecer pasando entre las copas
de los árboles, cuando de pronto, al otro lado del río, aulló un lobo.
No era ninguno que perteneciera á la manada, porque éstos se hallaban
todos alrededor de la Peña. El aullido se fué prolongando, adquiriendo
un tono como de desesperación. «_¡Dhole!_», decía, «_¡Dhole! ¡Dhole!
¡Dhole!_» Oyóse ruido de cansados pasos por entre las rocas, y un
demacrado lobo, con los costados llenos de rayas rojas, destrozada una
de sus patas delanteras y cubiertas de espuma las quijadas, lanzóse en
mitad del círculo y se echó jadeante á los pies de Mowgli.

--¡Buena suerte! ¿Quién es tu jefe? le preguntó gravemente Fao.

--¡Buena suerte! Soy _Won-tolla_, contestó el recién llegado.

Quería decir con esto que era un lobo solitario, que atendía á su
defensa, á la de su compañera y pequeñuelos en algún aislado cubil,
como hacen algunos lobos en la parte meridional del país. _Won-tolla_
significa uno que no forma parte de ninguna manada. Al acabar de hablar
quedóse jadeando, y con tal fuerza le latía el corazón que á cada
latido todo su cuerpo se movía.

--¿Quién anda por ahí? dijo Fao, porque esto es lo que todos preguntan
en la Selva en cuanto se oye el _feeal_.

--¡Los _dholes_, los _dholes_ del Dekkan... los Perros Jaros, los
Asesinos! Fueron desde el Sur hacia el Norte, diciendo que en el Dekkan
no se encontraba nada y matándolo todo por donde pasaban. Cuando
esta luna era luna nueva tenía yo cuatro de los míos: mi compañera y
tres lobatos. Ella les enseñaba á cazar sobre las llanuras cubiertas
de yerba, escondiéndose para apoderarse de los gamos, como hacemos
nosotros, los que cazamos en campo abierto. Á media noche les oí pasar,
siguiendo, con grandes ladridos, un rastro. Al soplar la brisa matutina
hallé á los míos yertos sobre la yerba... los cuatro, Pueblo libre,
los cuatro... y esto ocurrió cuando esta luna era luna nueva. Entonces
hice uso del Derecho de la Sangre y fuí en busca de los _dholes_.

--¿Cuántos eran? preguntó rápidamente Mowgli, mientras la manada gruñía
rabiosamente.

--No lo sé. Tres de ellos no matarán ya á nadie más; pero al fin me
persiguieron como á un gamo, haciéndome correr con sólo las tres patas
que me quedan. ¡Mira, Pueblo Libre!

Adelantó entonces su destrozada pata, ennegrecida con la sangre que se
había secado ya. Tenía en los costados terribles mordiscos, y el cuello
herido, desgarrado.

--¡Come! le dijo Akela, levantándose de encima de la carne que Mowgli
le había traído, é inmediatamente lanzóse sobre ella el solitario.

--No perderéis lo que me dáis, dijo humildemente cuando hubo satisfecho
un poco el hambre. Préstame fuerzas, Pueblo Libre, y también yo mataré
luego. Vacío está mi cubil, antes lleno, y la Deuda de Sangre no está
pagada aún del todo.

Fao oyó cómo sus dientes crujían sobre un hueso, y gruñó con aire de
aprobación.

--Esas quijadas tuyas han de sernos útiles, dijo. ¿Iban cachorros con
los _dholes_?

--No, no. Todos eran _cazadores rojos_, perros de manada, grandes y
fuertes, aunque allá en el Dekkan suelen alimentarse comiendo lagartos.

Lo que acababa de decir Won-tolla significaba que los _dholes_, los
rojos perros cazadores del Dekkan, iban de paso en busca de algo que
matar, y los lobos de la manada sabían perfectamente que hasta el tigre
les cede su presa á los _dholes_. Suelen cazar éstos corriendo en línea
recta por la Selva, lanzándose sobre cuanto hallan y despedazándolo
todo. Aunque no tengan el tamaño ni la astucia del lobo son muy fuertes
y en gran número. No comienzan á considerar que forman manada hasta
que se ha reunido un centenar de ellos; mientras que con cuarenta lobos
basta y sobra para lo mismo. El haber ido errante Mowgli de un lado
á otro le llevó hacia los confines de los grandes prados del Dekkan,
donde vió á los fieros _dholes_ durmiendo, jugando y rascándose en los
hoyos y matojos que usan como cubiles. Despreciábalos y odiábalos él
porque no olían como el Pueblo Libre; porque no vivían en cavernas, y,
sobre todo, porque les crecía el pelo entre los dedos de las patas,
mientras que á él y á sus amigos no les ocurría eso. Pero no se le
ocultaba, por habérselo dicho Hathi, lo terrible que es una manada de
_dholes_ cuando va de caza. Aun el mismo Hathi les deja libre el paso,
y ellos siguen adelante, hasta que los matan ó hasta que escasea ya la
caza.

Algo sabía, también, Akela respecto á los perros jaros, porque dijo en
voz baja á Mowgli:

--Más vale morir entre todos los de la manada que sin guía y solo.
Ésta es una cacería magnífica... y será la última en que yo tome
parte. Pero, á juzgar por los años que suelen vivir los hombres, á tí,
Hermanito, te quedan aún muchas noches y muchos días de vida. Vete
hacia el Norte y acuéstate allí, y si alguien queda vivo después del
paso de los _dholes_ ya irá á llevarte noticias del resultado de la
lucha.

--¡Ah! contestó Mowgli con toda la gravedad posible, ¿es que he de irme
á coger pececillos en las lagunas y á dormir en un árbol, ó quieres
que pida á los _Bandar-log_ que me ayuden á cascar nueces mientras la
manada queda ahí abajo batiéndose?

--La lucha será á muerte. Tú no te has encontrado nunca con los
_dholes_... con _los Asesinos rojos_. Hasta _el rayado_...

--_¡Aowa! ¡Aowa!_ exclamó Mowgli con mal humor. Yo maté á un mono
rayado, Shere Khan, y estoy seguro que lo que es él hubiera sido
capaz de abandonar á su propia compañera, para que se la comieran los
_dholes_, si el viento hubiese llegado á traerle el olor de la manada,
aunque entre ambos se hallaran tres bosques de por medio. Pues bien,
escucha: hubo una vez un lobo que era mi padre, y una loba que era mi
madre, y otro lobo viejo y gris (no muy discreto á veces, y blanco
ahora) que era para mí como mi padre y mi madre juntos. Así, pues (y
aquí levantó más la voz) yo afirmo que cuando vengan los _dholes_, si
vienen, Mowgli y el Pueblo Libre lucharán como iguales contra ellos;
y digo, por el toro que me rescató (por aquel toro que Bagheera pagó
por mí en aquellos tiempos de que ya no os acordáis los de la manada),
digo... para que lo tengan presente los árboles y el río que me oyen,
si es que yo lo olvido... que este cuchillo que ves será para la manada
como un colmillo más con que ha de contar... y no me parece, en verdad,
que su filo esté muy embotado. Eso es cuanto he de decir, y ésa la
palabra que empeño.

--No conoces tú á los _dholes_, hombre que hablas como los lobos,
dijo Won-tolla. Yo no deseo más que pagar la deuda de sangre que con
ellos tengo pendiente antes de que me hagan pedazos. Avanzan despacio,
matando á medida que se alejan, y dentro de dos días habré recobrado ya
algo las fuerzas perdidas, con lo cual podré volver á la lucha. Pero en
cuanto á vosotros, Pueblo Libre, mi opinión es que os vayáis hacia el
Norte y que os contentéis con comer poco durante el tiempo que tarden
en pasar los _dholes_. Es ésta una cacería en que no hay que buscar
carne.

--¡Mirad con qué sale ahora el solitario! exclamó Mowgli riendo.
¡Pueblo Libre! ¡Tenemos que huir hacia el Norte y dedicarnos á coger
lagartos y ratas por miedo de tropezar con algún _dhole_! Hay que
dejarles á ellos que maten todo lo que quieran en nuestros cazaderos,
mientras nosotros nos escondemos en el Norte hasta que se les antoje
devolvernos lo que es nuestro. ¡No son más que unos perros (y mejor
dicho unos cachorros), rojos, con el vientre amarillo, sin cubiles, y
con pelos que les crecen entre los dedos de las patas! En sus camadas
vénse seis ú ocho pequeñuelos, como en las de Chikai, el diminuto
ratoncillo saltador. ¡Es indudable que hemos de huir, Pueblo Libre,
y pedirles por favor á los del Norte que nos dejen comer alguna res
muerta! Ya sabéis el adagio: «en el Norte hay miseria; en el Sur
piojos. En cuanto á _nosotros_, somos la Selva». Escoged, pues,
escoged. ¡La cacería ha de valer la pena! ¡Por la manada... por toda
la manada; por los cubiles y las carnadas; por lo que se mata dentro
y fuera de aquéllos; por la compañera que persigue al gamo y por los
más pequeños de los lobatos que estén en las cavernas... juremos la
lucha... juremos... juremos!

Contestó la manada con un ladrido profundo, que estalló resonando en la
noche como si fuera el ruido de la caída de un árbol enorme.

--¡Lo juramos! gritaron los lobos.

--Quedaos con ellos, dijo Mowgli á _los cuatro_. No habrá diente que no
haga aquí falta. Fao y Akela que lo preparen todo para la batalla. Yo
voy á contar los perros.

--¡Eso es la muerte! gritó Won-tolla, levantándose á medias. ¿Qué
puede hacer ése, que ni siquiera tiene pelo, contra los perros jaros?
Acordaos de que hasta _el Rayado_...

--Vamos, que eres un verdadero solitario, repuso Mowgli; pero ya
hablaremos de esto cuando los _dholes_ estén muertos. ¡Buena suerte
para todos!

Echó á correr por entre la obscuridad, presa de tal agitación que
apenas miraba donde ponía los pies, y la natural consecuencia de ello
fué el caerse cuan largo era sobre los grandes anillos de Kaa, la
serpiente pitón, en el sitio donde ésta estaba echada al acecho frente
á un sendero frecuentado por los ciervos cerca del río.

--_¡Kscha!_ dijo Kaa malhumorada. ¿Es proceder al estilo de la Selva el
venir aquí haciendo ese ruido con los pies, caminando tan torpemente,
para estropearle á uno el trabajo de toda una noche... y precisamente
cuando la caza se presentaba tan bien?

--Confieso que he estado torpe, dijo Mowgli levantándose.
Verdaderamente, en tu busca iba, Cabeza Chata; pero cada vez que nos
encontramos te has engordado y has crecido un pedazo tan largo como uno
de mis brazos. No hay en la Selva nadie como tú, discreta, anciana,
fuerte y hermosísima Kaa.

--Á ver... ¿á donde vas á parar por este camino? dijo Kaa con voz algo
más suavizada. No ha cambiado aún la luna desde que un _hombrecito_
armado de un cuchillo me tiraba piedras á la cabeza llenándome de
insultos, más furioso que un gato montés, porque yo dormía al raso.

--Sí, y espantabas á todos los ciervos que Mowgli venía persiguiendo,
y esa Cabeza Chata estaba tan sorda que ni oía mis silbidos para que
dejara libre el camino por donde los ciervos pasan, contestó Mowgli con
gran calma, sentándose entre los pintados anillos de la serpiente.

--Y ahora este mismo hombrecito viene con palabras suaves y halagadoras
diciéndole á aquella misma Cabeza Chata que es discreta, y fuerte, y
hermosa, y ella se deja persuadir, y le hace sitio... así... á aquel
que le tiraba piedras, y... ¿Estás bien? ¿Podría Bagheera ofrecerte
asiento tan cómodo?

Como de costumbre, bajo el peso del cuerpo de Mowgli, Kaa había
convertido el suyo en una especie de blanda hamaca. Tendióse el
muchacho, en medio de la obscuridad, y se enroscó sobre aquel cuello
flexible, semejante á un cable, hasta lograr que la cabeza de Kaa
descansara sobre su hombro, y entonces le refirió cuanto había pasado
en la Selva aquella noche.

--Lista puedo ser, dijo Kaa cuando hubo terminado él, pero lo que es
sorda también lo soy, sin ningún género de duda. De lo contrario,
hubiera oído el _feeal_. Ya no me extraña que los que viven de hierba
se hallen tan inquietos. ¿Cuántos son los _dholes_?

--No lo he visto aún. Vine corriendo á encontrarte. Tú eres más vieja
que Hathi. Pero, Kaa... (y al decir esto temblaba Mowgli de puro
contento) ¡qué magnífica cacería va á ser! Pocos de nosotros vivirán
cuando cambie la luna.

--¿Es que tú también vas á tomar parte en esto? Acuérdate de que eres
un hombre, y de cuál fué la manada que te arrojó de ella. Deja que el
Lobo y el Perro se arreglen. Tú eres un hombre.

--Las nueces de antaño son ogaño tierra negra, contestó Mowgli. Cierto
que soy un hombre, pero paréceme haber dicho esta noche que era un
lobo. Por testigos puse al río y á los árboles. Pertenezco al Pueblo
Libre, Kaa, hasta que hayan pasado los _dholes_.

--¡Pueblo Libre! murmuró Kaa... Dí, más bien, pandilla suelta de
ladrones. ¿Y tú te has ligado á ellos, en busca de una muerte segura,
sólo por la memoria de aquellos lobos que ya no existen? Eso no es
saber cazar.

--He dado mi palabra. Los árboles lo saben y el río también. Hasta que
el _dhole_ se haya ido no quedaré libre del compromiso.

--¡Ah! La cosa cambia, así, por completo. Pensé llevarte conmigo á
los pantanos del Norte, pero palabra es palabra, aunque sea la de un
hombrecito desnudo y sin pelo como tú. Así, pues, yo, Kaa, digo á esto
que...

--Piensa bien lo que vas á decir, Cabeza Chata, para que no resulte que
también tú te has ligado más de lo conveniente. No necesito que me des
palabra de hacer nada, porque bien sé que...

--Bueno: sea, contestó Kaa. No daré palabra alguna; pero ¿qué piensas
hacer cuando vengan los _dholes_?

--Tienen que pasar á nado el Wainganga. Pues bien: yo pensaba salirles
al encuentro, cuchillo en mano, cuando crucen algún sitio de poca
agua, y llevar detrás de mí á la manada, para que, á cuchilladas y
atacados por los míos, tuvieran que retroceder un poco río abajo ó ir á
refrescarse el gaznate.

--Los _dholes_ no retroceden, y, en cuanto á su gaznate, hierve
siempre, contestó Kaa. Cuando esta cacería termine no quedará ya
hombrecito ni lobato, sino únicamente los huesos.

--_¡Alala!_ Si morimos moriremos. Será una cacería magnífica. Pero soy
joven y no he visto aún muchas lluvias. Ni sé mucho ni soy fuerte.
¿Tienes tú, Kaa, algún plan mejor?

--Yo he visto centenares y centenares de lluvias. Antes de que Hathi
hubiera mudado los colmillos de leche, el rastro que yo dejaba en el
polvo al pasar era enorme. Por el primer huevo que hubo en el mundo te
aseguro que soy más vieja que muchos árboles, y que he visto todo lo
que la Selva ha hecho.

--Pero éste es un caso nuevo. Nunca los _dholes_ se han cruzado en
nuestro camino.

--Lo que es ha sido, también, antes. Lo que será no es más que un año
olvidado que hiere mirando hacia atrás. Estate quieto mientras yo
cuento esos años que tengo.

Durante más de una hora estuvo echado Mowgli sobre los anillos de la
serpiente, mientras Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el suelo, pensaba
en todo lo que había visto y aprendido desde el día en que salió del
huevo. Sus ojos parecieron extinguirse, y, ya sin luz, semejaban viejos
ópalos, mientras, de cuando en cuando, daba una especie de torpes
estocadas con la cabeza, á derecha é izquierda, como si estuviera
cazando en sueños. Mowgli dormitaba, porque sabía que nada prepara tan
bien para la caza como el dormir, y estaba acostumbrado á hacerlo á
cualquier hora del día ó de la noche.

De pronto sintió que el cuerpo de Kaa crecía y se ensanchaba bajo el
suyo, mientras la enorme serpiente pitón soplaba, silbando con el ruido
de una espada que alguien sacara de una vaina de acero.

--He visto todas las estaciones del año que pasaron, dijo, al fin
Kaa; los árboles enormes, los viejos elefantes, y las rocas desnudas
y ásperas cuando aun el musgo no las vestía. ¿Estás vivo todavía,
hombrecito?

--No hace más que un momento que desapareció la luna en el horizonte,
dijo Mowgli. No entiendo...

--_¡Hisch!_ Ya vuelvo á ser Kaa. Ya sabía que no hacía más que un
momento, como dices. Ahora iremos al río y te enseñaré cómo hay que
proceder contra los _dholes_.

Volvióse la serpiente y se dirigió, recta como una flecha, hacia el
cauce del Wainganga, hundiéndose en el agua un poco antes de llegar á
la laguna que oculta la Roca de la Paz, y llevando á Mowgli á su lado.

--No, no nades. Yo me deslizaré rápidamente. Ponte sobre mi espalda,
Hermanito.

Apretó Mowgli el brazo izquierdo alrededor del cuello de Kaa, dejó caer
el derecho, bien pegado al cuerpo, y puso los pies de punta. Entonces
Kaa embistió contra la corriente como sólo ella era capaz de hacer,
mientras la ondulación del agua formaba en torno del cuello de Mowgli
como una gorguera y sus pies se balanceaban en el remolino que se veía
á cada lado de la serpiente. Á un kilómetro ó dos más arriba de la
Roca de la Paz, el Wainganga se estrecha al pasar por una garganta que
forman unas rocas de mármol de veinticinco á treinta metros de altura,
y la corriente se desliza como por el canal de un molino entre toda
clase de pedruscos. Pero Mowgli no hizo caso del agua: poca habría en
el mundo que llegara á preocuparle ni por un momento por el miedo que
le causara. Miraba á cada lado de aquella estrecha garganta y resollaba
fuertemente como molestado, porque se sentía en el aire un olor, mitad
como de algo dulce y mitad como de algo agrio, que era muy parecido al
olor de un gran hormiguero en día caluroso. Instintivamente metióse
todo él bajo el agua, levantando sólo la cabeza, de cuando en cuando,
para respirar, y entonces Kaa ancló, por medio de una doble torsión de
la cola en torno de una roca hundida, sosteniendo á Mowgli en el hueco
que formaban sus anillos, mientras el agua corría.

--Esto es la Morada de la Muerte, dijo el muchacho. ¿Por qué hemos
venido aquí?

--Duermen, dijo Kaa. Hathi no tuerce su camino cuando ve al _Rayado_.
Y, sin embargo, tanto Hathi como el mismo Rayado se apartan cuando
vienen los _dholes_, pero de éstos se dice que no cambian de dirección
por nada. Ahora bien: ¿ante quién retrocede el diminuto Pueblo de las
Rocas? Dime, amo de la Selva, ¿quién es el verdadero amo?

--Éstas, susurró Mowgli. Aquí mora la Muerte. Vámonos.

--No, mira bien, porque ahora están durmiendo. Todo está como estaba
cuando yo no era más larga de lo que es tu brazo.

Las rajadas y carcomidas rocas de aquella garganta del Wainganga
habían servido desde el principio de la Selva para el diminuto Pueblo
de las Rocas: las laboriosas y feroces abejas negras de la India; y,
como Mowgli sabía perfectamente, todo rastro de animal torcía hacia
un lado ú otro á más de ochocientos metros antes de llegar á aquel
sitio. Durante siglos, el Pueblo Diminuto había tenido allí sus
enjambres y pululado de grieta en grieta, juntándose una y otra vez,
manchando el blanco mármol con miel seca y fabricando sus panales,
altos y profundos, en la obscuridad de las cavernas interiores, donde
ni los animales, ni el fuego, ni el agua pudieran llegar nunca. En
toda su longitud, la garganta parecía adornada con negras cortinas
de terciopelo de un brillo débil, y Mowgli se sintió desfallecer al
verlo, porque aquella especie de cortinas eran los millones de abejas
amontonadas que allí dormían. Había, además, otros pedazos, y adornos,
y cosas que parecían carcomidos troncos de árbol prendidos sobre la
superficie de las rocas, restos viejos, abandonados, ó nuevas ciudades
fabricadas al abrigo de aquella garganta resguardada del viento;
y enormes masas de esponjosos panales, ya podridos, habían rodado
desde lo alto, pegándose entre los árboles y enredaderas que parecían
agarrarse á la superficie de las rocas. Como se pusiera el muchacho
á escuchar oyó más de una vez el ruido que producían, al deslizarse,
los panales repletos de miel, cayéndose allá adentro, en las obscuras
galerías; luego rumor de alas batiendo furiosamente, y el gotear de
la miel esparcida que iba corriendo hasta llegar al borde de alguna
abertura al aire libre, desde la cual chorreaba lentamente sobre hojas
y ramas. Había, á un lado del río, una especie de playa pequeñísima,
de menos de un metro y medio de ancho, y estaba llena de desechos
acumulados allí durante innumerables años. Abejas muertas, basura,
colmenas viejas, alas de mariposillas merodeadoras que habían ido á
perderse en aquel sitio en busca de miel, todo estaba amontonado,
formando finísimo polvo negro. El solo olor penetrante de aquel
conjunto bastaba para asustar á cualquier ser viviente que careciera de
alas y supiese lo que era el Pueblo Diminuto.

De nuevo dirigióse Kaa corriente arriba hasta que llegó á un banco de
arena que se hallaba al extremo de aquella garganta.

--Aquí está lo que han muerto en esta estación, dijo. ¡Mira!

Sobre el banco se veían los esqueletos de un par de ciervos y de un
búfalo. Mowgli vió que ni lobos ni chacales habían tocado sus huesos,
que estaban sobre el suelo en la posición natural.

--Traspasaron el lindero, no conociendo la Ley, murmuró Mowgli, y el
Pueblo Diminuto los mató. Vámonos antes de que despierte.

--No despierta hasta que llega la aurora, dijo Kaa. Ahora voy á
contarte una cosa. Venía un gamo perseguido desde el Sur, en dirección
á este sitio, hace de ello muchas, muchas lluvias, sin conocer la Selva
y llevando tras de sí á toda una manada que seguía su rastro. Ciego de
miedo, saltó desde lo alto, mientras la manada iba siguiéndole sólo con
la vista, porque corría desatinadamente tras de él, ciega también. El
sol estaba ya alto y el Pueblo Diminuto era numeroso y se hallaba muy
enfurecido. Numerosos fueron, igualmente, los de la manada que saltaron
al Wainganga; pero antes de que llegaran al agua estaban ya muertos.
Los que no saltaron murieron también en las rocas, allá arriba. En
cuanto al gamo quedó vivo.

--¿Y cómo fué esto?

--Porque él llegó primero, corriendo para salvar la vida, y saltó antes
de que el Pueblo Diminuto estuviera prevenido, hallándose ya en el río
cuando las abejas se juntaron para matarlo. Pero la manada que venía
detrás se perdió por completo bajo el peso de aquéllas.

--¿Y el gamo vivió? dijo pausadamente Mowgli, insistiendo en la misma
idea.

--Cuando menos no murió entonces, aunque no tuviera nadie que, al caer,
lo esperara para recibirlo sobre un cuerpo bastante fuerte que lo
protegiera contra el agua, como esta gruesa, sorda y amarilla Cabeza
Chata está pronta á hacer por cierto _hombrecito_... sí, aunque detrás
de él fueran todos los _dholes_ del Dekkan siguiéndole el rastro. ¿Qué
te parece esto?

La cabeza de Kaa estaba pegada á la oreja de Mowgli. Algún tiempo
transcurrió antes de que el muchacho contestara.

--Es jugar con la Muerte, pero... verdaderamente, Kaa, tú eres quien
más sabe en toda la Selva.

--Eso me han dicho muchos. Pues bien, mira: si los _dholes_ te siguen...

--Como me seguirán, con toda seguridad... ¡Oh! Mi lengua sabrá lanzar
espinas agudísimas que irán á clavárseles.

--Pues si te siguen furiosos, ciegos, sin mirar á ningún lado, fija
sólo la vista en tí, los que no mueran arriba caerán al agua aquí ó más
abajo, porque el Pueblo Diminuto levantará el vuelo y toda la manada
quedará cubierta por él. Las aguas del Wainganga tienen siempre hambre,
y ellos no contarán con ninguna Kaa que vaya á sostenerlos cuando
caigan, sino que, los que vivan, serán arrastrados por la corriente
hasta los bajíos, allá por los Cubiles de Seeonee, y en aquel sitio
podría tu manada salirles al encuentro y arrojarse sobre ellos.

--_¡Ahai! ¡Eowawa!_ Ni una lluvia cayendo á tiempo en mitad de la
estación seca es mejor que este plan. No queda nada por decidir más que
la cuestión insignificante de la carrera y del salto. Ya iré yo á que
me vean y conozcan los _dholes_, á fin de que me persigan muy de cerca.

--¿Has visto las rocas que están ahí arriba?... ¿Las has visto desde la
tierra?

--¡Ah! no. No se me había ocurrido esto.

--Anda á verlas. La tierra está como podrida, llena de grietas y
agujeros. Con que pusieras en falso uno de tus torpes pies la cacería
habría terminado. Mira, voy á dejarte aquí y hacer por tí una cosa: ir
á contarles á los de la manada lo que hemos dicho, para que sepan dónde
podrán encontrar á los _dholes_. Lo que es por mí, nada tengo yo que
ver con ningún lobo.

Cuando á Kaa no le gustaba una amistad mostraba su desagrado con más
rudeza que nadie en toda la Selva, excepción hecha, quizá, de Bagheera.
Nadó río abajo, y frente á la Peña encontróse con Fao y con Akela que
estaban escuchando los ruidos nocturnos.

--_¡Hisch!_ ¡Perros! dijo alegremente; los _dholes_ bajarán por el río.
Si no les tenéis miedo podréis matarlos en los bajíos.

--¿Cuándo vendrán? dijo Fao.

--¿Y dónde está mi _hombre-cachorro_? preguntó Akela.

--Vendrán cuando vengan, contestó Kaa. Espéralos y lo verás. En cuanto
á tu _hombre-cachorro_, al cual le has hecho empeñar su palabra, y que
has conducido así á la Muerte... _tu_ hombrecito está conmigo, y si no
está ya muerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡perro blanqueado!
Espera aquí á los _dholes_, y alégrate de que el _hombre-cachorro_ y yo
peleemos á tu lado.

Volvió Kaa á remontar con rapidez la corriente y dió fondo en mitad
de la estrecha garganta, mirando hacia arriba, hacia el borde de los
acantilados. De pronto vió la cabeza de Mowgli proyectándose contra las
estrellas, luego oyóse un rumor, como un silbido, en el aire, el agudo
_schloop_ de un cuerpo que caía de pie, y un momento después hallábase
el muchacho descansando nuevamente sobre los anillos del cuerpo de Kaa.

--Este salto no es nada, de noche, dijo Mowgli tranquilamente. Yo he
saltado desde doble altura, sólo por gusto; pero ahí arriba sí que es
mal sitio: todo son arbustos bajos y zanjas muy profundas, llenos unos
y otras de Pueblo Diminuto. Yo he colocado grandes piedras superpuestas
en el borde de tres zanjas. Al correr les daré con el pie y las lanzaré
abajo y todo el Pueblo Diminuto se levantará detrás de mí, furioso.

--Esto son habladurías y astucias de hombre, dijo Kaa. Tú eres listo,
pero ese Pueblo está enfurecido siempre.

--No, al anochecer todas las alas descansan un rato, las que están
lejos y las que están cerca. Yo me entretendré con los _dholes_ á esa
hora, porque sé que ellos suelen cazar mejor de día. Ahora siguen el
rastro de sangre que ha dejado Won-tolla.

--Ni Chil deja nunca un buey muerto, ni los _dholes_ un rastro de
sangre, dijo Kaa.

--Pues entonces, yo les daré otro nuevo, hecho con su propia sangre,
si me es posible, y les haré morder el polvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa,
hasta que vuelva con mis _dholes_?

--Sí, pero ¿y si te matan en la Selva, ó si es el Pueblo Diminuto el
que te quita la vida antes de que puedas saltar al río?

--Cuando llegue mañana cazaremos según lo que mañana exija, contestó
Mowgli, citando, al decirlo, una frase de uso común en la Selva, y
luego añadió: que me canten la Canción de la Muerte cuando muerto esté.
¡Buena suerte, Kaa!

Apartó su brazo del cuello de la serpiente y descendió por la garganta
que formaba el río como si fuera un madero arrastrado por una avenida,
chapoteando en dirección de la lejana orilla, donde el agua corría
más tranquila, y riéndose á carcajadas de puro gozo. Nada había que
le gustara tanto á Mowgli, según él mismo había dicho, como jugar con
la Muerte, y demostrar á la Selva que él era allí no el amo, sino el
archiamo. Con frecuencia había ido á robar, ayudado por Baloo, colmenas
de las que las abejas fabrican en árboles aislados, y gracias á ello
sabía que el Pueblo Diminuto no puede sufrir el olor del ajo silvestre.
Así, pues, recogió un hacecillo de esta planta, lo ató con una tira de
corteza, y luego comenzó á seguir el rastro de sangre de Won-tolla, en
dirección del Sur, á partir desde los cubiles, por espacio de más de
una legua, mirando á los árboles con la cabeza inclinada á un lado, y
riéndose como loco, al mirar.

--He sido Mowgli, la Rana, decía entre sí; y he dicho que era Mowgli,
el Lobo. Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes de que llegue á
convertirme en Mowgli, el Gamo. Al fin, acabaré por ser Mowgli, el
Hombre. ¡Oh! Y al decirlo pasó el dedo pulgar por la hoja de su
cuchillo, de diez y siete pulgadas de largo.

El rastro de Won-tolla, todo él una línea de obscuras manchas negras,
corría por debajo de un bosque de copudos árboles muy apiñados que se
extendía en dirección noreste y que iba clareando, gradualmente, desde
la distancia de media legua antes de llegar á las Rocas de las Abejas.
Á partir del último árbol hasta llegar á la broza baja de dichas rocas
era campo abierto, donde apenas habría logrado esconderse un lobo.
Corrió, Mowgli, por debajo de los árboles, calculando las distancias
entre rama y rama, ó, de cuando en cuando, encaramándose á un tronco,
y saltando, por vía de ensayo, de un árbol á otro, hasta que llegó al
campo abierto, que estuvo estudiando cuidadosamente por espacio de una
hora. Luego volvióse, tomó nuevamente el rastro de Won-tolla donde lo
había dejado, acomodóse en un árbol que tenía una rama saliente á unos
dos metros y medio del suelo, y allí se quedó sentado tranquilamente,
afilando su cuchillo en la planta del pie y canturreando.

Poco antes del mediodía, cuando el calor del sol era extremado, oyó
ruido de pasos y sintió el abominable olor de la manada de _dholes_
que iba siguiendo con aire feroz el rastro de Won-tolla. Vistos desde
cierta altura, los perros jaros no parecen tener ni la mitad del tamaño
de un lobo; pero Mowgli sabía perfectamente la fuerza que en sus patas
y quijadas tenían. Estuvo observando la cabeza puntiaguda y de color
bayo del que los dirigía, ocupado en olfatear la pista, y le gritó:

--¡Buena suerte!

Miró hacia arriba la fiera, y sus compañeros se pararon detrás de él,
docenas y más docenas de perros jaros, de largas y colgantes colas,
de sólidas espaldas, débiles patas traseras, y ensangrentadas bocas.
Por lo general, son los _dholes_ muy silenciosos y muy poco amigos de
guardar buenas formas, aun entre los suyos. Unos doscientos debían de
ser, cuando menos, los que se juntaron á los pies del muchacho; pero
notó que los delanteros olfateaban con aire de hambrientos el rastro
de Won-tolla é intentaban hacer seguir hacia delante á toda la manada.
Esto no le convenía, porque así llegarían á los cubiles en pleno día, y
la intención de Mowgli era entretenerlos allí, bajo el árbol, hasta el
anochecer.

--¿Con qué permiso venís á este sitio? les dijo.

--Todas las Selvas son nuestras, fué la contestación que obtuvo, y el
_dhole_ que se la dió lo hizo enseñándole los dientes. Miró Mowgli
hacia abajo sonriendo, é imitó perfectamente los agudos chillidos de
Chikai, el ratón saltador del Dekkan, queriendo significar con esto á
los _dholes_ que les tenía en tan poco como al mismo Chikai. Agrupóse,
entonces, la manada alrededor del tronco del árbol, y el que la dirigía
ladró furiosamente llamándole á Mowgli mono. Por toda respuesta alargó
el muchacho una de sus desnudas piernas y agitó los dedos del pie,
precisamente sobre la cabeza del perro. No se necesitaba más para poner
fuera de sí á toda la manada. Los que tienen pelo entre los dedos
no gustan de que alguien se lo recuerde ni indirectamente. Apartó
Mowgli su pie en el momento en que el jefe de la manada saltaba para
mordérselo, y díjole con gran suavidad:

--¡Perro, perro jaro! Vuélvete al Dekkan á comer lagartos. ¡Vete con
Chikai, tu hermano... perro, perro... jaro, perro jaro! ¡Tienes pelo
entre todos tus dedos! Y, al decirlo, agitó los suyos por segunda vez.

--¡Baja de ahí, antes que te sitiemos por hambre, mono pelón! aulló
toda la manada, y eso era precisamente lo que el muchacho quería.

                             [Ilustración]

Acostóse á lo largo de la rama, puesto un carrillo contra la corteza,
libre el brazo derecho, y en esta posición dijo á la manada cuanto le
vino en mientes sobre ellos, sus maneras, sus costumbres, compañeros
y pequeñuelos. No hay en el mundo lenguaje tan rencoroso y ofensivo
como el que usa el Pueblo de la Selva para manifestar su desdén y el
sentimiento de su superioridad. Si os tomáis la molestia de pensar
un rato comprenderéis que así sea. Como Mowgli le había dicho á
Kaa, tenía en la lengua espinas muy punzantes, y poco á poco, pero
deliberadamente, llevó á los _dholes_ desde el silencio á los gruñidos,
de éstos al aullar, y del aullar á la más sorda é impotente rabia.
Probaron de contestar á sus insultos; pero de igual modo hubiera podido
intentar hacerlo un cachorro al cual hubiese enfurecido con su lenguaje
Kaa, y durante este tiempo la mano derecha de Mowgli estuvo siempre
junto al costado, encogida, pronta á la acción, mientras los pies se
cruzaban en torno de la rama. El enorme perro de color bayo había
saltado muchas veces en el aire; pero Mowgli no quería arriesgarse á
dar un golpe en falso. Al fin, enfurecido hasta un punto que parecía
indecible, saltó el animal á más de dos metros desde el nivel del
suelo. Entonces la mano del muchacho lanzóse tan rápidamente sobre
aquél como si fuera la cabeza de una de las serpientes que viven en
los árboles, lo cogió por la piel del pescuezo, y la rama dióle tal
sacudida, con el peso de los cuerpos por ella sostenidos, que casi
arrojó á Mowgli contra el suelo. Pero no soltó el muchacho su presa,
y, pulgada por pulgada, fué levantando, hasta donde él se hallaba,
al perro, que colgaba de su mano como un chacal ahogado. Con la mano
izquierda empuñó el cuchillo y cortó la roja y peluda cola, arrojando
al suelo, después, al _dhole_. No necesitaba hacer más que lo que había
hecho. La manada no seguiría ya adelante, tras el rastro de Won-tolla,
hasta entablar con Mowgli un duelo á muerte. Viólos éste sentarse
formando círculos, y con un temblor en las ancas que significaba que
allí iban á quedarse, por lo cual encaramóse á un sitio más alto donde
se cruzaban dos ramas, y entre ellas colocó la espalda con toda
comodidad, quedándose dormido.

Despertóse, al cabo de tres ó cuatro horas, y contó los perros que
había en la manada. Allí estaban aún todos, silenciosos, con aspecto
feroz, secas las fauces y duro el mirar de sus ojos de acero. El sol
comenzaba á hundirse en el horizonte. Dentro de media hora el Pueblo
Diminuto, allá en las rocas, terminaría su labor, y, como queda dicho,
los _dholes_ no pelean tan bien como en mitad del día á la hora del
obscurecer.

--No necesitaba tan buenos vigilantes, dijo con irónica cortesía,
poniéndose de pie sobre una rama; pero ya me acordaré de esto. Sois
verdaderos _dholes_, pero, en mi opinión, demostráis todos demasiado
celo. Por este motivo no le devuelvo su cola á ese gran devorador de
lagartos. ¿No estás contento, perro jaro?

--Yo mismo seré quien te saque las tripas, aulló el que dirigía la
manada, arañando al pie del árbol.

--No serás, y, en vez de hacer eso, piensa un poco, rata sabia del
Dekkan. Ya verás, ahora, cuántas camadas va á haber de perrillos jaros
que nacerán sin cola, sí, y con unos muñoncitos rojos en carne viva que
les escocerán cuando la arena arda, calentada por el sol. Vuélvete á
tu casa, perro jaro, y cuenta á voz en cuello que un mono te ha puesto
como estás. ¿No quieres irte? ¡Pues ven conmigo, y yo te enseñaré á ser
discreto!

Saltó entonces Mowgli, al estilo de los _Bandar-log_, al árbol más
próximo, de aquél al siguiente, y así al otro, y al de más allá,
siguiéndole siempre los perros, con la cabeza levantada, hambrientos.
De cuando en cuando fingía caerse, y todos los de la manada tropezaban,
entonces, unos con otros, con la prisa que se daban para llegar al
sitio donde podrían matarlo. Curioso era el espectáculo que ofrecían
el muchacho saltando por las ramas más altas de los árboles, con el
cuchillo brillándole á luz del sol, muy bajo ya, y la silenciosa
manada de rojizo pelo, que parecía de fuego, apiñándose y siguiéndolo
desde abajo. Al llegar al último árbol cogió los ajos que llevaba y se
frotó con ellos el cuerpo cuidadosamente, mientras, al verlo, aullaban
los _dholes_ con aire de desprecio.

--Mono que tienes lengua de lobo ¿crees que así vas á hacernos perder
tu rastro? le dijeron. Te seguiremos hasta matarte.

--Tomad la cola, repuso Mowgli, arrojando hacia atrás lo que había
cortado, mientras continuaba huyendo.

Instintivamente lanzóse la manada sobre aquélla.

--Y ahora seguidme... hasta la muerte, añadió.

Habíase ya deslizado desde el tronco de un árbol hasta el suelo,
lanzándose, desnudos los pies y ligero como el viento, en dirección de
las Rocas de las Abejas, antes de que los _dholes_ pudieran adivinar lo
que iba á hacer.

Lanzaron éstos un profundo aullido, y comenzaron á correr con aquel
largo y pesado medio galope que acaba por rendir, al fin, á cuanto
corra delante de ellos. Sabía Mowgli que su velocidad, cuando iban
todos juntos en la manada, era muy inferior á la de los lobos, ó
de lo contrario nunca se hubiera arriesgado á una carrera de media
legua en campo abierto. Ellos, estaban seguros de que, al fin, se
apoderarían del muchacho, y él lo estaba también de que ahora podría
jugar con ellos como se le antojara. Todo su trabajo se reducía á
mantenerlos suficientemente excitados para evitar que abandonaran su
persecución antes de tiempo. Corría metódicamente, con paso igual y
gran elasticidad en los miembros, llevando al jefe de la manada, sin
cola, á unos cinco metros detrás de él, y á los demás siguiendo en un
espacio de terreno que medía, tal vez, cuatrocientos, locos, ciegos
de coraje todos los _dholes_, y con el ansia de matar. El muchacho
conservóse siempre á parecida distancia valiéndose únicamente del oido
para juzgarla, y reservando su último esfuerzo para cuando se lanzara
por entre las Rocas de las Abejas.

El Pueblo Diminuto se había entregado al sueño al comenzar la hora del
crepúsculo, porque no era aquélla la estación de las flores que se
abren tarde; pero en cuanto sonaron los primeros pasos de Mowgli sobre
el suelo hueco, oyó tal ruido que no parecía sino que la tierra entera
zumbara. Entonces corrió como nunca había corrido en su vida; dió un
puntapié á uno de los montones de piedras... y luego á otro... y á
otro... arrojándolos en las obscuras grietas de las que se desprendía
un olor dulzón; oyó una especie de bramido semejante al del mar
entrando en una caverna; mirando por el rabillo del ojo vió que el aire
se obscurecía á su espalda; vió también la corriente del Wainganga allá
abajo, y, sobre el agua, una cabeza chata de forma parecida á la de los
diamantes; saltó en el vacío con toda su fuerza, sintiendo, mientras
estaba en el aire, como el _dhole_ sin cola cerraba la boca tras de su
hombro, queriendo morderle; y, al fin, cayó el muchacho sobre el río,
de pie, en salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni una picada tenía en
el cuerpo, porque el olor del ajo había mantenido á distancia al Pueblo
Diminuto durante los pocos segundos en que pasó por entre las abejas.

Cuando surgió á la superficie del agua, los anillos de Kaa le sostenían
y multitud de cosas caían desde el borde del acantilado: grandes
montones, que eran, al parecer, abejas apiñadas, y descendían como
plomos de sondas; pero antes de que cualquiera de aquellos montones
tocara el agua, las abejas emprendían el vuelo hacia arriba, y el
cuerpo de un _dhole_ caía dando vueltas sobre la corriente, que lo
arrastraba. Allá, sobre su cabeza, oía furiosos y breves aullidos,
ahogados pronto por una especie de bramido, como el del mar al romperse
contra los escollos: era el inmenso rumor que producían las alas del
Pueblo de las Rocas. Algunos de los _dholes_ habían caído hasta en las
grandes grietas que comunicaban con las cavernas subterráneas, y allí,
ahogándose, se peleaban y mordían rodeados de panales caídos, para, al
fin, levantados, hasta cuando ya estaban muertos, por las ascendentes
oleadas de abejas que había debajo de ellos, ir á parar á algún agujero
frente al río, desde donde eran lanzados á los negros montones de
basura. Otros de los _dholes_ habían saltado sobre los árboles que
crecían en los acantilados, y las abejas cubrían sus cuerpos, borrando
hasta los contornos de los mismos; pero la mayoría, locos por las
picadas recibidas, se lanzaron al río, y, como Kaa había dicho, el
Wainganga está siempre hambriento.

Sostuvo Kaa á Mowgli fuertemente hasta que el muchacho hubo recobrado
el aliento.

--Más vale que no nos quedemos aquí, dijo. El Pueblo Diminuto anda
verdaderamente alborotado. ¡Ven!

Nadando tan aplastado contra el agua como le era posible y
zambulléndose con la mayor frecuencia, descendió Mowgli la corriente,
cuchillo en mano.

--¡Despacio, despacio! díjole Kaa. Para matar á un centenar no basta
un solo diente, como no sea el de una cobra, y muchos de los _dholes_
se arrojaron, sin pérdida de tiempo, al agua cuando vieron que todo el
Pueblo Diminuto echaba á volar.

--Pues con eso tendrá más trabajo mi cuchillo. _¡Fai!_ ¡Cómo nos siguen
las abejas!

Mowgli volvió á zambullirse. La superficie del agua estaba cubierta de
aquéllas, que susurraban irritadas y picaban cuanto hallaban al paso.

--Nada se pierde nunca con guardar silencio, dijo Kaa (cuyas escamas no
había aguijón que pudiera atravesar), y toda la noche tienes de tiempo
para tu cacería. ¡Escucha como aullan!

Casi la mitad de la manada se había dado cuenta á tiempo de la trampa
en que sus compañeros acababan de caer, y volviéndose rápidamente á un
lado había ido á arrojarse al agua donde la estrecha garganta formaba
como unos ribazos. Sus gritos de rabia, sus amenazas contra el «mono
de los bosques» que acababa de engañarles vergonzosamente llevándolos
á aquel sitio, se confundían con los aullidos y el gruñir de los que
habían sido picados por el Pueblo Diminuto. Quedarse en la ribera
era entregarse á una muerte segura, y bien lo sabía cada uno de los
_dholes_. Su manada iba río abajo, arrastrada por la corriente, hasta
los profundos remansos de la Laguna de la Paz; pero, aun allí, las
furiosas abejas la perseguían y la obligaban á volver á la corriente.
Oía Mowgli la voz del jefe sin cola que animaba á los suyos y les decía
que mataran á todos los lobos de Seeonee; mas no perdió el tiempo
escuchándola.

--¡Alguien mata en la obscuridad, detrás de nosotros! ladró uno de los
_dholes_. ¡La sangre tiñe el agua!

Mowgli habíase zambullido avanzando al mismo tiempo, como si fuera
una nutria, había arrastrado bajo el agua á uno de los _dholes_ antes
de que tuviera tiempo ni de abrir la boca, y unos círculos obscuros
surgieron á la superficie del agua al reaparecer el cuerpo dando media
vuelta hacia un lado. Los _dholes_ habían probado de retroceder; pero
la corriente se lo impedía; el Pueblo Diminuto seguía picándoles en la
cabeza y en las orejas, y, además, allá en la obscuridad creciente,
oían cada vez más fuerte el vocerío amenazador de la manada de Seeonee.
Volvió Mowgli á zambullirse, y de nuevo otro _dhole_ fué á parar bajo
el agua, surgiendo á la superficie muerto; de nuevo estalló el clamoreo
entre los rezagados de la manada, aullando unos que más valía ganar
la orilla; otros llamando á su jefe y pidiéndole que los volviera al
Dekkan; otros, finalmente, desafiando á Mowgli á que se presentara,
para matarlo.

--Esos vienen á la pelea con pensamientos diferentes y muchas voces
que hablan á la vez. Lo que falta hacer corresponde á los de tu raza,
allá abajo. El Pueblo Diminuto vuelve á irse á dormir. Ya nos han
perseguido bastante lejos. Yo también me vuelvo, porque no soy de la
misma clase que los lobos. ¡Buena suerte, Hermanito! y acuérdate de que
los _dholes_ dirigen bajos sus mordiscos.

Llegó un lobo corriendo en tres patas por la margen del río, ora
saltando, ora poniendo de lado y aplastada contra el suelo la cabeza,
ya encorvando la espalda, ya brincando á tanta altura como le era
posible, ni más ni menos que si estuviera jugando con sus cachorros.
Era Won-tolla, el solitario, y en silencio continuó su horrible juego
persiguiendo á los _dholes_. Hacía ya rato que éstos estaban en el
agua, y nadaban fatigados, pesándoles el mojado pelo, las gruesas
colas colgando como esponjas, tan rendidos que también ellos guardaban
silencio, mirando aquel par de ojos llameantes que se movían siempre
frente á ellos.

--¡Eso no es cazar bien! dijo uno jadeando.

--¡Buena suerte! exclamó Mowgli, surgiendo del agua valerosamente
al lado mismo de la fiera, clavándole su largo cuchillo detrás de
un hombro y apretando cuanto pudo para evitar que en la agonía le
mordiera.

--¿Estás ahí, Hombre-cachorro? dijo Won-tolla desde la orilla.

--Pregúntaselo á los muertos, solitario, contestó Mowgli. ¿No has visto
bajar ninguno por el río? ¡Bien les he hecho morder el polvo á esos
perros! Les he engañado en plena luz del día, y su jefe se ha quedado
sin cola; pero aun tendrás algunos para entretenerte. ¿Hacia dónde
quieres que les obligue á ir?

--Esperaré, dijo Won-tolla. Tengo aun toda la noche de tiempo.

Cada vez se oían más cerca los ladridos de los lobos de Seeonee.

--¡Por la manada! ¡Por la manada en pleno lo hemos jurado!

Y un recodo del río lanzó á los _dholes_ entre la arena y los bajíos
que había frente á los Cubiles.

Pronto notaron su error. Debieron haber saltado á tierra unos
ochocientos metros más arriba y atacar á los lobos en terreno seco.
Ahora era ya tarde para ello. La orilla estaba llena de ojos que
parecían de fuego, y exceptuando el horrible _feeal_, que no se había
interrumpido ni un momento desde la puesta del sol, no se oía el menor
ruido en la Selva. Dijérase que Won-tolla no había estado haciendo otra
cosa que atraerlos hacia aquel sitio para tomar tierra allí.

--¡Dad la vuelta y atacad! dijo el que dirigía á los _dholes_.

La manada entera se lanzó á la playa, chapoteando por los bajíos hasta
que toda la superficie del Wainganga se agitó y cubrió de blanca
espuma, formando el agua círculos que iban de un lado á otro del río
como al paso de un barco. Siguió Mowgli la embestida, acuchillando á
los _dholes_ mientras corrían apiñados por la orilla como una ola.

Entonces comenzó la gran lucha, ya levantándose, ya aplanándose, ya
haciéndose pedazos unos á otros, por grupos ó diseminados, á lo largo
de la roja, húmeda arena, por encima ó entre las enredadas raíces de
los árboles, á través ó en medio de los matorrales, entrando y saliendo
por los sitios que cubría la yerba, pues, hasta entonces, eran tantos
los _dholes_, que se hallaban en la proporción de dos contra uno,
comparados con los lobos. Pero éstos luchaban por cuanto constituía la
razón de ser de la manada, y no eran ya, únicamente, los flacos y altos
cazadores de otras veces, de pecho hundido y blancos colmillos, sino
que á ellos se juntaban las _lahinis_ de mirada ansiosa (las lobas de
cubil, como suelen llamarse), luchando por sus camadas, y acompañadas,
de cuando en cuando, por algún lobo de un año, de piel lanosa aun,
como que no había mudado el pelo, y que iba á su lado tirando y
agarrándose de ellas. Un lobo (bien debéis saberlo) ataca arrojándose
á la garganta ó mordiendo hacia los costados, mientras que un _dhole_
procura, generalmente, morder en el vientre, de modo que cuando estos
últimos peleaban fuera del agua, y tenían que levantar la cabeza para
ello, los lobos llevaban ventaja. Sobre la tierra seca hallábanse,
por el contrario, en condiciones de inferioridad; pero, fuera en el
agua ó en la tierra, el cuchillo de Mowgli no descansaba un momento.
_Los cuatro_ habíanse, al fin, abierto paso hasta llegar á su lado. El
Hermano Gris, agachado entre las rodillas del muchacho, le amparaba los
golpes dirigidos al vientre, mientras los demás le guardaban la espalda
y los costados, ó le cubrían con su cuerpo cuando la sacudida de un
_dhole_, que se había lanzado con toda su fuerza contra la resistente
hoja del cuchillo, al saltar aullando le arrastraba al suelo en su
caída. En cuanto á los demás que combatían no eran más que una masa
desordenada y confusa, una apretada y ondulante multitud, que ora
iba de derecha á izquierda, ora de izquierda á derecha, á lo largo de
la orilla del río, ó bien giraba pausadamente, una y otra vez, sobre
su propio centro. Aquí, se elevaba como una trinchera, se hinchaba
como una burbuja de agua en un torbellino, y la burbuja se rompía y
lanzaba al aire cuatro ó cinco perros heridos, cada uno de los cuales
se esforzaba en volver al centro; allá, veíase á un lobo solo, vencido
por dos ó tres _dholes_, y arrastrándoles hacia delante trabajosamente,
cayéndose rendido con el esfuerzo; más allá, un cachorro de un año
quedaba sostenido en el aire por la presión de los que le rodeaban,
aunque rato hacía que estaba muerto, mientras su madre, loca de coraje,
silenciosa, pasaba y volvía á pasar, mordiendo siempre; y, en medio
de la pelea, sucedía, tal vez, que un lobo y un _dhole_, olvidándose
de todos los demás, se preparaban hábilmente para ver quién sería el
primero en morder, hasta que, de pronto, un verdadero torbellino de
furiosos combatientes se los llevaba á ambos. Una vez, pasó Mowgli
junto á Akela, que llevaba á cada lado un _dhole_ y apretaba en aquel
momento las quijadas, casi sin dientes ya, sobre los ijares de un
tercero; otra vez, vió á Fao con los dientes clavados en la garganta
de un _dhole_, arrastrándolo por fuerza hacia delante, hasta llevarlo
á donde los lobos de un año pudieran acabar con él. Pero lo principal
de la lucha no era más que ciega confusión y un continuo ahogarse en
medio de la obscuridad; dar golpes, pernear, caerse, ladrar, gruñir y
mucho morder y desgarrar en torno suyo y por todos lados. Al avanzar
la noche, el rápido é insoportable movimiento giratorio aumentó aún.
Los _dholes_, acobardados, no se atrevían á atacar á los lobos, más
fuertes que ellos; pero tampoco se atrevían á huir. Adivinó Mowgli que
la pelea tocaba á su fin, y contentóse ya no más que con herir, para
dejar inutilizadas á sus víctimas. Los lobos de un año iban haciéndose
más atrevidos á cada momento; de cuando en cuando era ya posible tomar
algún respiro, hablar con el compañero que estaba al lado, y el solo
brillar del cuchillo bastaba á veces para hacer retroceder á alguno de
los perros.

--Casi no falta más que el hueso por roer, gritó el Hermano Gris, que
iba manando sangre por veinte heridas á la vez.

--Pero hay que roerlo, contestó Mowgli. _¡Eowawa!_ ¡Así hacemos las
cosas en la Selva!

Y al decir esto, la ensangrentada hoja del cuchillo, brillando como
una llama, fué á hundirse en los ijares de un _dhole_ cuyos cuartos
posteriores quedaban ocultos por el cuerpo de un lobo que lo tenía
agarrado.

--¡Es mi presa! gruñó el lobo arrugando la nariz. ¡Déjamelo!

--¿Tienes aún vacío el vientre, solitario? preguntóle Mowgli.

Won-tolla estaba tan lleno de heridas que su aspecto horrorizaba, pero,
así y todo, tenía como paralizado al _dhole_ bajo sus garras, y éste no
podía volverse para morderle.

--¡Por el toro que me rescató! dijo Mowgli con amarga sonrisa. ¡Si es
el rabón!

Y, en efecto, era el perro de color bayo que dirigía la manada.

--No es discreto el matar cachorros y _lahinis_ (dijo Mowgli
filosóficamente y enjugándose la sangre que le cubría los ojos), como
no sea que uno haya matado también al solitario; y mucho me parece que
esta vez va á ser Won-tolla quien te mate á tí.

Acudió en aquel momento un perro en ayuda de su jefe; pero, antes de
que hubiera clavado los dientes en el costado de Won-tolla, el cuchillo
de Mowgli se había clavado en su garganta, y el Hermano Gris se
encargó de rematarlo.

--Así es como hacemos las cosas en la Selva, repitió Mowgli.

Won-tolla nada dijo: únicamente sus quijadas fueron apretándose cada
vez más sobre el espinazo del _dhole_, al paso que su propia vida
tocaba á su fin. Estremecióse el perro, inclinó la cabeza y quedó
tendido, inmóvil, mientras el mismo Won-tolla caía también sobre su
cuerpo.

--_¡Huh!_ La deuda de sangre queda ya pagada, dijo Mowgli. Canta la
canción, Won-tolla.

--No cazará ya más, observó el Hermano Gris. Ni Akela tampoco,
continuó, porque hace mucho rato que guarda silencio.

--¡Hemos roído ya el hueso! gritó con voz de trueno Fao, el hijo de
Faona. ¡Ya huyen! ¡Matadlos, exterminadlos á todos, cazadores del
Pueblo Libre!

Uno tras otro, iban retirándose paulatinamente los _dholes_ de aquella
obscura y ensangrentada arena hacia el río, hacia la espesa Selva,
corriente arriba ó corriente abajo, según donde hallaban despejado el
camino.

--¡La deuda! ¡La deuda! gritó Mowgli. ¡Hay que hacérsela pagar! ¡Han
asesinado al solitario! ¡No dejéis escapar ni á uno con vida!

Corría como una exhalación hacia el río, cuchillo en mano, para detener
á cualquiera de los perros jaros que intentara arrojarse al agua,
cuando, bajo un montón de nueve cadáveres, vió surgir la cabeza y los
cuartos anteriores de Akela. Mowgli dejóse caer de rodillas al lado del
lobo.

--¿No te dije que ésta sería mi última lucha? dijo Akela jadeando. La
cacería ha sido buena... ¿Y tú, Hermanito?

--Yo estoy vivo, y he matado á muchos.

--¡Bien! Yo me muero y... y quisiera morir á tu lado, Hermanito.

Cogió Mowgli la cabeza, llena de horrorosas heridas, colocóla sobre sus
rodillas y le echó al animal los brazos al cuello, desgarrado también.

--¡Cuánto tiempo ha pasado desde aquéllos en que vivía Shere Khan y en
que un Hombre-cachorro se revolcaba desnudo por el polvo!

--¡No! ¡No! Yo soy un lobo. Yo soy de la misma raza que el Pueblo
Libre, dijo Mowgli llorando. ¡No quiero ser un hombre!

--Un hombre eres, Hermanito, lobato á quien he vigilado. Eres un
hombre, ó de lo contrario la manada hubiera huído frente á los
_dholes_. Te debo la vida, y hoy nos has salvado á todos, de igual
suerte que yo te salvé á tí. ¿Lo has olvidado? Todas las deudas quedan
ya satisfechas. Vete con tu propia gente. Te repito, luz de mis ojos,
que la cacería ha terminado. Vuélvete á donde están los tuyos.

--No iré nunca. Cazaré solo en la Selva. Ya lo he dicho.

--Tras el verano vienen las lluvias, y tras las lluvias la primavera.
Vuélvete antes de que te veas obligado á hacerlo.

--¿Y quién me obligará?

--Mowgli mismo obligará á Mowgli.

--Pues cuando Mowgli sea quien obligue á Mowgli á marcharse entonces me
iré, contestó el muchacho.

--Nada más tengo que decirte respecto á esto, continuó Akela.
Hermanito, ¿no podrías levantarme y ponerme en pie? También yo fuí jefe
del Pueblo Libre.

Con el mayor cuidado y muy suavemente levantó y apartó Mowgli los
cuerpos amontonados, puso en pie á Akela, abrazándolo, y el Lobo
Solitario resolló con fuerza y comenzó á cantar la Canción de la
Muerte que todo jefe de manada debe cantar al morir. Fué adquiriendo
mayor fuerza por momentos, elevándose, elevándose, resonando á través
del río, hasta llegar al grito final de: _¡Buena suerte!_ Entonces,
arrancóse Akela por un instante de los brazos de Mowgli, y, saltando en
el aire, cayó de espalda sobre su postrera y más temible víctima.

Sentóse Mowgli con la cabeza entre las rodillas, sin prestar atención á
otra cosa alguna, mientras los rezagados de los _dholes_ que huían eran
perseguidos y destrozados por las implacables _lahinis_. Poco á poco,
fueron cesando los gritos y los lobos volvieron cojeando, porque sus
heridas les molestaban más y más por momentos, para hacerse cargo de
las bajas que habían tenido. Quince de los de la manada y media docena
de _lahinis_ quedaban muertos junto al río, y de los restantes ni uno
estaba ileso. Mowgli quedóse allí sentado hasta la hora del alba,
cuando el húmedo y enrojecido hocico de Fao fué á ponerse sobre una de
sus manos, y entonces apartóse el muchacho para mostrarle el demacrado
cuerpo de Akela.

--¡Buena suerte! dijo Fao, como si Akela estuviera aun vivo, y luego,
hablando á los otros por encima del hombro ensangrentado, gritó:

--¡Aullad, perros! ¡Esta noche ha muerto un Lobo!

Pero de toda la manada de doscientos _dholes_ aptos para la lucha, que
se vanagloriaban de ser dueños de todas las Selvas y de que no había
ser viviente que pudiera batirse con ellos, ni uno volvió al Dekkan
para repetir las palabras de Fao.

                            [Ilustración]


                         =La canción de Chil=

(Ésta es la canción que entonó Chil cuando los milanos fueron
descendiendo uno tras otro al cauce del río, una vez terminada la gran
lucha. Chil es amigo de todo el mundo, pero su corazón es un pedazo de
hielo, porque sabe que casi todos en la Selva van á parar á él un día ú
otro).

      Mis compañeros eran y frente á mí corrían
                (frente á Chil, el milano);
    mas hoy sobre sus cuerpos resuenan mis silbidos,
                pues todo ha terminado.

      Como vanguardias mías, donde botín hubiera
                solían avisármelo,
    y allá desde las nubes también yo les mostraba
                los escondidos gamos.

      Mas ya han enmudecido mis viejos compañeros
                y todo ha terminado.
       ..........................................
      Los que de la manada eran los viejos guías
                (frente á Chil, el milano),
    los que al _sambhur_ ligero acorralar lograban
                (vanguardias que he mandado),
      los que explorar solían, los otros, perezosos,
                y siempre rezagados,
    no cazarán ya juntos, no seguirán más pistas:
                aquí termina el rastro.
      .........................................
      Mis compañeros eran y frente á mí corrían
                (frente á Chil, el milano).
    ¡Han muerto! En su alabanza se elevan mis canciones,
                memorias del pasado.

      Montones de cadáveres son sólo mis amigos;
    abierta está su boca, los ojos ya vaciados;
    y cúbrelos la sangre... y todo aquí termina...
    ¡van á quedar los míos, con tanta carne, hartos!

                             [Ilustración]


                             [Ilustración]



                        CORRETEOS PRIMAVERALES

                    ¡El Hombre vuelve al Hombre! Decídselo á la Selva:
                  el que era nuestro hermano de nuevo va á partir.
                  ¿Quién puede detenerle ni quién tras de sus pasos
                              irá, si parte al fin?

                    ¡El Hombre vuelve al Hombre! Las lágrimas le ahogan
                  y en nuestra compañía no puede ya vivir.
                  ¡El Hombre vuelve al Hombre! ¡Y tanto que nosotros
                  le amábamos!... Seguirle no es ya posible allí.


Diez y siete años debía de tener Mowgli al cumplirse dos después de
la gran lucha contra los perros jaros y de la muerte de Akela. Alguna
más edad representaba, porque el rudo ejercicio, los buenos alimentos,
y los baños, siempre que el calor ó el polvo le molestaban, habíanle
dado fuerzas y desarrollo superiores á su edad. Podía balancearse, sin
parar, durante media hora, colgando de una rama sostenido sólo por una
mano, cuando se le antojaba curiosear por entre los árboles. No le era
difícil parar á un gamo en su carrera y tumbarlo, cogiéndolo por la
cabeza. Se atrevía á voltear hasta á los grandes y feroces jabalíes
azulados que viven en los Pantanos del Norte. El Pueblo de la Selva,
que solía temerle antes por su ingenio, le temía ahora por su fuerza, y
cuando andaba él ocupado en sus correrías silenciosas, el mero rumor de
que se acercaba era suficiente para dejar despejados todos los senderos
del bosque. Y, sin embargo, sus ojos miraban siempre bondadosamente.
Hasta en plena lucha no despedían nunca aquellas llamaradas de los
de Bagheera. Habíanse vuelto tan sólo más atentos y mostraban mayor
excitación, siendo esto, precisamente, una de las cosas que la pantera
no llegaba á entender.

Hízole alguna pregunta acerca de ello, y el muchacho se rió,
contestando:

--Al errar un golpe me incomodo; cuando me ocurre tener que estar un
par de días sin comer me incomodo aun más. ¿No se me ve, entonces, en
los ojos el malhumor?

--Tu boca puede sentir hambre, repuso Bagheera, pero tus ojos no lo
revelan. Cazando, comiendo ó nadando, siempre están lo mismo... como
las piedras, tanto si hay sequía como si llueve.

Miróla Mowgli con aire perezoso á través de sus largas pestañas, y,
como de costumbre, bajó la pantera la cabeza. Bagheera sabía que aquel
era su amo.

Estaban los dos solos, tendidos cerca de la cumbre de una colina que
dominaba al río Wainganga, y la niebla matutina se veía allá abajo,
á sus pies, colgando en tiras blancas y verdes. Al elevarse por el
horizonte cambióse en burbujantes mares de un color rojo dorado, se
deshizo, y dejó paso á los rayos, que fueron á trazar luminosas franjas
sobre la yerba seca en el sitio en que Mowgli y Bagheera estaban
recostados. La estación fría tocaba entonces á su fin; las hojas y
los árboles parecían gastados y marchitos, y, al soplar el viento,
oíase un rumor seco y un tic-tac por todas partes. Una hojilla comenzó
á golpear furiosamente contra una rama, como suele hacer toda hoja
agitada por una corriente de aire. Á Bagheera logró despabilarla,
porque se puso á olfatear el aire matinal con profundo y cavernoso
ronquido, tendióse de espaldas, y con las patas delanteras golpeó
también la hojilla que se movía sobre su cabeza.

--El año va á cambiar, dijo. La Selva avanza. La época del _Nuevo
Lenguaje_ se acerca. Esa hojuela lo sabe. ¡Qué bien!

--La yerba está seca, contestó Mowgli, arrancando un puñado. Hasta
los _ojos de primavera_ (que son unas flores rojas, como de cera, en
forma de trompetillas, y que crecen entre la yerba), hasta los _ojos de
primavera_ no se han abierto aún, y... Oye Bagheera ¿te parece que está
bien que la pantera negra esté echada así de espaldas, y se entretenga
en dar manotazos en el aire como si fuera un gato montés?

--_¡Aoh!_ se limitó á decir Bagheera, que parecía distraída.

--Digo que si te parece que esté bien que la pantera negra se
entretenga en abrir la boca, y dar ronquidos, y aullar, y revolcarse.
Acuérdate de que tú y yo somos los amos de la Selva.

--Sí, es verdad. Ya te escucho, Hombre-cachorro.

Dió media vuelta Bagheera rápidamente y se sentó, cubiertos de polvo
los raídos y negros ijares. (Estaba entonces mudando la piel del
invierno).

--¡Seguramente que somos los amos de la Selva! continuó. ¿Quién hay que
sea tan fuerte como Mowgli? ¿Quién que sepa tanto como él?

Había en la voz con que lo dijo un modo especial de arrastrar las
palabras que hizo á Mowgli volverse para ver si había querido la
pantera burlarse de él, porque la Selva está llena de vocablos que
suenan de muy distinto modo de lo que significan.

--He dicho que sin ningún género de duda somos los amos de la Selva,
repitió Bagheera. ¿He hecho mal? No sabía que el Hombre-cachorro no se
echaba ya sobre la tierra. ¿Qué hace, pues? ¿Vuela?

Sentóse Mowgli con los codos apoyados sobre las rodillas, mirando
á través del valle, á lo lejos, la luz del día. En algún rincón de
los bosques que se veían en lo hondo, un pájaro ensayaba con ronca
y aflautada voz las primeras notas de su canción primaveral. No era
aquello más que una sombra del torrente de armonías que lanzaría más
tarde; pero no escapó al oído de Bagheera.

--Dije que la época del _Nuevo Lenguaje_ está cerca, gruñó la pantera,
azotándose los ijares con la cola.

--Ya lo oigo, contestó Mowgli. Pero, Bagheera, ¿por qué te tiembla todo
el cuerpo? El sol quema.

--Este es Ferao, el picamaderos de color escarlata, dijo Bagheera. Lo
que es él no ha olvidado nada. Ahora, también á mí me toca probar si me
acuerdo de mi canción. Al decirlo comenzó á producir un susurro como
de gato y á berrear, escuchándose á sí misma, una y otra vez, con aire
poco satisfecho.

--No hay ninguna pieza de caza á la vista, dijo Mowgli.

--Pero, Hermanito ¿estás completamente sordo? Esto no es un grito de
caza, sino mi canción, que estoy ensayando para cuando la necesite.

--Se me había olvidado. Yo sabré cuándo llega la época del _Lenguaje
Nuevo_, porque, entonces, tú y los otros me abandonaréis todos y os
escaparéis. Dijo esto Mowgli con visible malhumor.

--Pero no siempre, Hermanito, repuso Bagheera... La verdad es que no
siempre...

--Te digo que sí, contestó Mowgli con imperativo gesto de cólera. Os
escapáis, y yo, que soy el dueño de la Selva, tengo que pasearme solo.
¿Qué ocurrió en la última estación, cuando quería yo recoger cañas
de azúcar en los campos de una de las _manadas_ de hombres? Mandé un
mensajero... ¡te mandé á tí!... á hablar con Hathi, diciéndole que
viniera tal noche y que me arrancara con su trompa algunas de aquellas
yerbas dulces...

--Sólo tardó en llegar dos noches más de lo que tú querías, dijo
Bagheera, agachándose un poco, con miedo; y de aquella larga y dulce
yerba que tanto te gustaba cogió mucha más cantidad de lo que cualquier
Hombre-cachorro podría comer durante todas las noches de la temporada
de lluvias. No tuve yo la culpa de aquello.

--No vino la noche que yo le dije. No, estaba ocupado trompeteando,
corriendo, dando bramidos por los valles, á la luz de la luna. Su
rastro era como el que dejan tres elefantes juntos, porque no se
escondía, entonces, entre los árboles. Bailaba frente á las casas de la
manada de los hombres. Yo le ví, y, á pesar de todo, no quiso venir á
donde yo estaba... ¡y yo soy el amo de la Selva!

--Era aquélla la época del _Lenguaje Nuevo_, dijo la pantera, muy
humilde siempre. Tal vez, Hermanito, no empleaste entonces, para
llamarle, ninguna palabra mágica. ¡Escucha á Ferao, y diviértete!

El malhumor de Mowgli parecía haberse evaporado ya. Acostóse con la
cabeza apoyada sobre los brazos, cerrados los ojos.

--No sé... ni me importa averiguarlo, dijo soñoliento. Durmamos,
Bagheera. ¡Siento una cosa en el pecho! Déjame reclinar la cabeza
contra tu cuerpo.

Echóse la pantera, de nuevo, dando un suspiro, porque oía á Ferao
ensayando una y otra vez su canción para la época de primavera, ó del
_Lenguaje Nuevo_, como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones se deslizan pasando de una á otra
casi sin que se note separación entre ellas. No parece haber más que
dos: la húmeda y la seca; pero mirando atentamente, por debajo de los
torrentes de lluvia, y de las nubes de polvo, y de cosas carbonizadas,
notaréis que las cuatro van sucediéndose según el ciclo acostumbrado.
La primavera es la más admirable, porque no tiene que cubrir de
hojas nuevas y de flores un campo limpio y desnudo, sino llevarse y
arrinconar los montones de cosas medio verdes que sobreviven y cuelgan
aún, respetadas por el suave invierno, y hacer, de paso, que la tierra
envejecida vuelva á sentirse nueva y joven una vez más. Y esto, de tal
modo lo hace que no existe en el mundo primavera que pueda compararse
con la de la Selva.

Hay un día en que todas las cosas parecen fatigadas, y hasta los mismos
olores, al elevarse por el pesado aire, dijérase que han envejecido,
que están ya harto usados. Es una sensación inexplicable, pero que se
experimenta. Luego, llega otro día (y es de advertir que para la vista
nada ha cambiado) en que todos los olores son nuevos y deliciosos, y,
al sentirlos, al Pueblo de la Selva le tiemblan los bigotes hasta las
mismas raíces, comenzando á caérsele de los ijares el pelo del invierno
en largos y sucios mechones. Entonces, si por casualidad llueve un
poco, todos los árboles y matorrales, todos los bambúes, y musgos, y
plantas de hojas jugosas, despiertan de sus sueños con unos rumores y
un desarrollo súbito que casi podría decirse que se les oye crecer, y
por debajo de todo esto corre día y noche otro rumor, una especie de
profundo zumbido. Es el susurro de la primavera: algo que vibra en el
aire, y que no es ruido de abejas, ni de agua que cae, ni de viento en
las copas de los árboles, sino la especie de arrullo del mundo que se
siente feliz.

Hasta aquel año Mowgli había disfrutado siempre con el cambio de las
estaciones. El era, generalmente, el que antes que nadie veía el primer
_ojo de primavera_ escondido entre la yerba, y la primera aglomeración
de nubes primaverales, que son características en la Selva. Su voz
podía oirse en todas partes, en los sitios húmedos, donde brillaban las
estrellas, donde hubiera algo que floreciera, uniéndose al coro de las
ranas, ó imitando á los buhos pequeños que graznan, haciendo las cosas
al revés, durante las noches claras. Como todos los suyos, escogía
para sus correrías la estación primaveral, yendo de un sitio á otro
por el mero placer de ir corriendo y de sentir el aire tibio durante
ocho, diez, ó más leguas, entre la hora del crepúsculo y la del alba,
volviendo luego jadeante, sonriente y coronado de extrañas flores. _Los
cuatro_ no le seguían en sus salvajes correrías por la Selva, sino que
iban á cantar sus canciones con los otros lobos. El Pueblo de la Selva
suele estar muy ocupado en la primavera, y Mowgli le oía gruñir, gritar
ó silbar según la especie á que pertenecían sus individuos. Su voz es
en aquella época diferente de lo que suele ser en otras, y ésta es una
de las razones que existen para que en la Selva se llame la primavera
la época del _Lenguaje Nuevo_.

Pero en aquella ocasión, según Mowgli le dijo á Bagheera, _su pecho_
había cambiado. Desde que los brotes del bambú habían adquirido un
color moreno, lleno de manchas, que estaba él esperando que llegara la
mañana en que cambiaran todos los olores. Pero cuando esa mañana llegó,
y Mor, el pavo real, resplandeciente en sus luminosos colores bronce,
azul y oro, lanzó su agudo grito desde los bosques, y Mowgli abrió la
boca para contestar con otro suyo, las palabras se le quedaron entre
los dientes, y experimentó una sensación que empezó en los dedos de
los pies y acabó en el cabello... una sensación de malestar, de tan
hondo aplanamiento, que se examinó cuidadosamente para asegurarse de
que no había pisado ninguna espina. Dió Mor el grito que señalaba los
nuevos olores, repitiéronlo las demás aves, y allá por las rocas del
Wainganga oyó el muchacho resonar el ronco grito de Bagheera, algo
que participaba del del águila y del relincho del caballo. En las
ramas cubiertas de retoños, situadas sobre la cabeza de Mowgli, hubo
chillidos y fugas de _Bandar-log_, mientras él se quedaba allí de pie,
lleno del deseo de contestar á Mor, y no haciendo más que prorrumpir en
sollozos que el sentimiento de su infelicidad le arrancaba.

Tendía en torno suyo la mirada, pero nada más veía que los burlones
_Bandar-log_ correteando por entre los árboles y Mor haciendo la rueda,
brillando en todo su esplendor, allá abajo, en los declives.

--¡Los olores han cambiado! gritaba Mor. ¡Buena suerte, Hermanito! ¿Por
qué no contestas?

--¡Hermanito, buena suerte! silbaron Chil, el milano, y su compañera,
descendiendo juntos por el aire en rápido vuelo. Ambos pasaron tan
cerca de Mowgli que, al rozar con él, algo de suave y blanco plumón se
desprendió de sus alas.

Ligera lluvia primaveral (lluvia de elefante, como ellos dicen allí)
pasó á través de la Selva, formando una faja de más de medio kilómetro
de ancho, dejó tras de sí mojadas las hojas y moviéndose, y, al fin,
terminó con un doble arco iris y algunos truenos. El zumbido especial
de la primavera rompió todo freno por un momento y después quedó en
silencio; pero todos los habitantes de la Selva parecían gritar á la
vez. Sólo faltaba que á ellos se sumara Mowgli.

--He comido buenos alimentos, dijo éste entre sí, y buena agua he
bebido. No arde mi garganta ni parece cerrarse, como cuando mordí la
raíz de manchas azuladas que Oo, la tortuga, me dijo que era alimento
sano. Pero siento el pecho oprimido, y he hablado con violencia á
Bagheera y á otros, á los de la Selva, en general, y á los míos. Por
otra parte, ya siento calor, ya frío, ó bien ni calor ni frío, pero
malhumor contra algo que no acierto á ver. _¡Huhu!_ ¡Hora es ya de
correr! Esta noche atravesaré los campos; sí, emprenderé mi carrera
primaveral á los Pantanos del Norte, y volveré aquí otra vez. Hace
demasiado tiempo que cazo con harta comodidad. _Los cuatro_ vendrán
conmigo, porque se están poniendo gordos como gorgojos.

Llamólos entonces, pero ninguno de los cuatro le contestó. Hallábanse
donde no podían oirle, cantando las canciones de primavera (las de la
Luna y del _Sambhur_) con los lobos de la manada; porque en la estación
primaveral el Pueblo de la Selva no halla, apenas, diferencia entre
el día y la noche. Dió el agudo grito semejante á un ladrido, pero la
única contestación que obtuvo fué el burlón _miau_ del pequeño gato
montés moteado, que se arrastraba tortuosamente por entre las ramas,
buscando nidos tempranos. Al oirlo tembló de coraje y echó mano al
cuchillo. Luego adoptó un continente altivo, aunque nadie había allí
que pudiera verlo, y bajó á grandes pasos y muy serio por la falda de
la colina, alta la barbilla y fruncidas las cejas. Pero ni uno de los
suyos le hizo la menor pregunta, porque harto ocupados estaban todos
con sus propios asuntos.

--Sí, dijo entre sí Mowgli, aunque en el fondo de su pecho bien
veía que no tenía razón: que vengan del Dekkan los perros jaros, ó
que se agite la Flor Roja entre los bambúes, y toda la Selva corre
lloriqueando á precipitarse á los pies de Mowgli, dándole grandes
calificativos como si fuera un elefante. Pero ahora, porque los _ojos
de primavera_ se han vuelto rojos, y á Mor se le ocurre enseñar las
desnudas piernas en sus danzas de primavera, la Selva se vuelve loca,
como Tabaqui... ¡Por el toro que me rescató! ¿Soy ó no soy el amo de la
Selva? ¡Silencio! ¿Qué es lo que hacéis ahí?

Por uno de los senderos descendían corriendo dos lobos jóvenes
pertenecientes á la manada, buscando campo abierto en que poder luchar.
(Ya recordaréis que la Ley de la Selva prohibe el pelearse donde
pueda verlo el resto de la manada). Tenían los pelos del pescuezo
erizados, como si fueran alambres, y ladraban furiosamente, acercándose
agachados uno á otro, prontos á dar la primera acometida. Dió Mowgli
un salto hacia delante y cogió con cada mano uno de aquellos estirados
pescuezos, creyendo poder lanzar hacia atrás ambos animales, como había
hecho muy á menudo en juegos ó cacerías de la manada. Pero nunca había
tenido que intervenir en ninguna de las luchas de primavera. Ambos
saltaron hacia delante y lo echaron al suelo, después de lo cual, y
sin perder tiempo en decir nada, se agarraron, y así fueron rodando y
rodando.

Casi antes de llegar al suelo estaba ya Mowgli de pie, desnudo el
cuchillo, enseñando los dientes, y deseando en aquel momento matarlos á
uno y otro, nada más que por luchar cuando él quería que se estuvieran
quietos, aunque según la Ley, todo lobo tiene el indiscutible derecho
de pelearse. Dió vueltas en torno de los dos, encogidos los hombros,
temblorosa la mano, preparándose á darles de cuchilladas cuando hubiera
pasado la primera furia del ataque; pero, esperando, sus fuerzas
parecieron abandonarle, la punta del cuchillo fué bajándose, y acabó
por volverlo á la vaina y quedarse mirando.

--No hay duda que he comido algo que es veneno, dijo, al fin,
suspirando. Desde que interrumpí el Consejo con la Flor Roja... desde
que maté á Shere Khan... ni uno sólo de los de la manada era capaz de
echarme al suelo. ¡Y éstos no son más que zagueros de la manada...
cazadores sin importancia! He perdido la fuerza, y no tardaré en
morirme. ¡Ah! ¿Por qué, Mowgli, no los matas á los dos?

Continuó la lucha hasta que uno de ambos lobos huyó, y el muchacho se
quedó solo, sobre aquella tierra removida y ensangrentada, mirando
ora su cuchillo, ora sus piernas y brazos, mientras la sensación
de profundo aplanamiento, de honda infelicidad que jamás había
experimentado hasta entonces, pesaba sobre él como el agua pesa sobre
un leño que cubre.

Cazó temprano aquella noche y no comió más que un poco, á fin de
hallarse en disposición de emprender su carrera primaveral, comiendo
ese poco él solo, porque todo el Pueblo de la Selva se hallaba lejos,
cantando ó luchando unos con otros. La noche, magnífica, era una de
aquéllas que ellos llaman blancas. Todas las plantas parecían haber
crecido tanto desde la mañana como si hubiera ya transcurrido un
mes. La rama que el día antes mostraba hojas amarillas dejaba correr
ahora la savia al romperla Mowgli. Los musgos se enroscaban tibios y
mullidos, por encima de sus pies; la yerba nueva no cortaba aún al
tocarla, y todas las voces de la Selva resonaban como una sola cuerda
de arpa que la luna pulsara... la Luna de la temporada del _Lenguaje
Nuevo_, que lanzaba de lleno su luz sobre las rocas y las lagunas, la
deslizaba entre los troncos y las enredaderas, y la filtraba á través
de millones de hojas. Olvidándose de lo desdichado que le parecía
ser, Mowgli cantaba en alta voz con el más puro júbilo al emprender su
carrera. Tenía ésta, más bien, algo del vuelo, porque había él escogido
como punto de partida la larga y rápida pendiente que conduce á los
Pantanos del Norte, atravesando por el corazón de la Selva, donde el
terreno, verdaderamente elástico, por la yerba, amortiguaba el ruido
de sus pasos. Un hombre que hubiera sido educado entre los hombres
habría tenido en su camino no pocos tropiezos, engañado por la vaga luz
de la luna; pero los músculos de Mowgli, adiestrados ya por los años
de experiencia que tenía, le sostuvieron con la misma facilidad que
si fuera una pluma. Cuando algún leño podrido ó una piedra escondida
se torcían bajo sus plantas, él seguía adelante como si tal cosa, sin
moderar su velocidad, sin el menor esfuerzo, ni preocuparse lo más
mínimo. Cuando estaba cansado de caminar por el suelo echaba al aire
las manos, asiéndose como un mono de algunas de las enredaderas más
próximas, y parecía flotar, más bien que encaramarse, llegando hasta
las más delgadas ramas de los árboles, desde donde seguía alguno de
los _caminos arbóreos_, hasta que cambiaba de idea y se lanzaba al
suelo otra vez, describiendo una larga curva. Había sitios silenciosos,
cálidos y profundos, rodeados de húmedas rocas, donde casi no podía
respirar por los fuertes olores que se desprendían de las flores
nocturnas y de los capullos de las enredaderas; obscuras avenidas en
que la luz de la luna formaba sobre el suelo brillantes fajas, puestas
con la misma regularidad que si fueran piezas de mármol colocadas en
la nave de una iglesia; espesos y húmedos matorrales en que los nuevos
brotes le llegaban al pecho y parecían echarle los brazos alrededor
de la cintura; cimas de montaña coronadas de rocas hechas pedazos,
donde saltaba de piedra en piedra por encima de las zorreras en que
las raposas pequeñas se ocultaban asustadas. Oía, á veces, muy débil y
lejano, el _chug-drug_, el ruido, de un jabalí afilando sus colmillos
contra un tronco, y se encontraba con el enorme animal arañando y
arrancando la corteza de un altísimo árbol, llena de espumarajos la
boca y echando llamas los ojos. O bien se desviaba algo al oir un ruido
de cuernos chocando y silbantes gruñidos, y pasaba como una exhalación
por delante de un par de _sambhurs_ enfurecidos que se movían como
vacilantes, baja la cabeza, cubiertos de rayas de sangre que á la luz
de la luna parecían negras. Finalmente, en algún vado oía á Jacala,
el cocodrilo, dando bramidos como un buey, ó separaba á una pareja
perteneciente al Pueblo venenoso; pero antes de que pudieran picarle
estaba ya lejos, cruzando por los brillantes guijarros, y se internaba
de nuevo en la Selva.

Así fué corriendo, unas veces gritando, otras cantando, sintiéndose ya
entonces el más feliz de cuantos seres viven allí, hasta que, al fin,
el olor de las flores le indicó que se hallaba cerca de los pantanos,
y éstos estaban mucho más lejos de los límites de su acostumbrado
cazadero.

Aquí, también, cualquier hombre entre los hombres educado habríase
hundido hasta el cuello á los tres pasos; pero dijérase que Mowgli
tenía ojos en los pies y que aquéllos lo llevaban de mata en mata
movediza, vacilante, sin necesidad de pedir auxilio á los ojos de la
cara. Corrió hacia el centro de la ciénaga, asustando á los patos
al pasar, y se sentó sobre un tronco de árbol cubierto de musgo y
caído sobre el agua negruzca. Todos los moradores del pantano estaban
despiertos en torno suyo, porque en la Primavera el Pueblo de los
pájaros tiene muy ligero el sueño, y así toda la noche estuvieron
yendo de un lado á otro en gran número. Pero ninguno de ellos hizo
el menor caso de Mowgli que, sentado entre las altas cañas, susurraba
canciones sin palabras y se miraba las plantas de los pies, morenos y
endurecidos, para ver si le había quedado clavada allí alguna espina.
Toda su infelicidad parecía haberla dejado atrás, en la Selva; pero
comenzaba, precisamente, á entonar una de sus canciones á grito pelado
cuando volvió á apoderarse de él... y diez veces peor que antes.

Lo que es entonces sintió miedo Mowgli.

--¡También está aquí! dijo casi en alta voz. ¡Me ha seguido! Y miró por
encima del hombro para ver si _aquello_ estaba, realmente, allí, á su
espalda. No hay nadie, añadió.

Los ruidos nocturnos del pantano continuaron, mas ni un ave, ni una
fiera, le dijeron nada, y el sentimiento de tristeza que le embargaba
fué aumentando.

--De seguro que estoy envenenado, dijo con voz que reflejaba el
terror que sentía. Habré tragado algún veneno inadvertidamente, y he
perdido las fuerzas. Sentí miedo (y, sin embargo, no era yo el que lo
sentía)... Mowgli tuvo miedo cuando los dos lobos se peleaban. Akela,
y hasta el mismo Fao, los hubieran reducido á la obediencia, y, no
obstante, Mowgli se acobardó. Esto es señal indudable de que he tragado
algún veneno... Pero ¿qué les importa á los de la Selva? Cantan,
aullan, luchan unos con otros y corren en cuadrillas á la luz de la
luna, mientras yo... _¡Hai-mai!_... yo me estoy muriendo aquí, en los
pantanos, víctima de ese veneno que he tragado.

Tal compasión sentía por sí mismo que casi lloraba al decir estas
palabras.

--Y luego, continuó, me encontrarán echado sobre esa agua negra. No,
volveré á mi Selva y moriré sobre la Peña del Consejo, y Bagheera, á
quien quiero... si es que no anda gritando por el valle... tal vez
vigilará algún rato lo que de mí quede, para que Chil no haga conmigo
lo que hizo con Akela.

Gruesa y tibia lágrima fué á caer sobre su rodilla, y, á pesar de
lo triste que se hallaba, Mowgli sentía algo como el placer de su
desgracia, si es que cabe explicar y entender esa clase de felicidad al
revés.

--Sí, lo que Chil, el milano, hizo con Akela, repitió, aquella noche en
que yo salvé de los perros jaros á la manada.

Quedóse un rato callado, pensando en las últimas palabras del Lobo
Solitario, de que, por supuesto, os acordaréis.

--Pues bien: Akela me dijo infinidad de tonterías antes de morir,
porque cuando nos morimos lo que tenemos en el pecho cambia
completamente. Dijo... pero no importa; á pesar de todo, yo pertenezco
á la Selva.

En medio de la excitación que sentía al recordar la lucha en las
orillas del Wainganga, pronunció Mowgli las últimas palabras gritando,
y la hembra de un búfalo salvaje que estaba entre las cañas levantóse
del suelo, poniéndose sobre las rodillas, y dijo dando un bufido:

--¡Un hombre!

--_¡Uh!_ contestó Mysa, el búfalo (Mowgli lo oía moverse en su charco),
eso no es un hombre. No es más que el lobo pelón de la manada de
Seeonee. En noches como ésta anda corriendo de un lado á otro.

--_¡Uh!_ dijo, también, la hembra, bajando otra vez la cabeza para
pacer: creí que era un hombre.

--Te digo que no. ¡Mowgli! ¿Hay algún peligro? mugió entonces Mysa.

--¡Mowgli! ¿Hay algún peligro? repitió el muchacho burlándose. ¡Eso es
lo único que piensa Mysa: si hay algún peligro! Pero de Mowgli, que va
por la noche de un lado á otro vigilando ¿qué se le importa?

--¡Cómo grita! exclamó la hembra.

--Así gritan, dijo Mysa con aire despreciativo, los que cuando han
arrancado la yerba no saben luego cómo arreglarse para comerla.

--Por mucho menos que esto, dijo entre sí Mowgli, por mucho menos, en
la época de las lluvias, hubiera yo pinchado á Mysa hasta sacarlo de su
charco, y, montado en él, lo hubiera llevado á través del pantano atado
con una cuerda de juncos.

Tendió la mano para romper uno de éstos, pero volvió á retirarla dando
un suspiro. Mysa siguió rumiando imperturbable, y la larga yerba iba
clareando donde el búfalo pacía.

--No quiero morir aquí, dijo Mowgli incomodado. Mysa, que es de la
misma sangre de Jacala y del jabalí, me vería. Vamos más allá de los
pantanos á ver qué ocurre. Nunca he emprendido una carrera como ésta:
siento frío y calor á la vez. ¡Animo, Mowgli!

No pudo resistir á la tentación de deslizarse, escondido entre los
juncos, hasta llegar á donde estaba Mysa y darle un pinchazo con la
punta de su cuchillo. El enorme búfalo salió, chorreando, de su charco,
como una bomba al explotar, mientras á Mowgli fué tal la risa que le
acometió que tuvo que sentarse.

--Anda ahora y dí que el lobo pelón de la manada de Seeonee te ha
tratado como á un búfalo de rebaño, Mysa, gritó.

--¿Lobo, tú? dijo, dando bufidos, el búfalo y pateando sobre el barro.
Toda la Selva sabe que guardabas ganado... que eres un rapaz como ésos
que gritan entre el polvo, allá lejos, en los campos. ¿Tú, uno de los
de la Selva?... ¿Qué cazador se hubiera arrastrado como una serpiente
entre sanguijuelas, y, por una broma indigna... por una broma de
chacal... me habría avergonzado delante de mi hembra? Sal afuera, á la
tierra firme, y verás... verás lo que te hago...

Lanzaba el animal espumarajos de rabia, porque Mysa es tal vez quien
peor genio tiene en toda la Selva. Mowgli mirábale con ojos que
reflejaban inalterable calma, mientras el otro daba bufidos. Cuando
pudo hacerse oir entre el ruido del barro que saltaba en chispas, dijo:

--¿Qué manada de Hombres hay por aquí, cerca de los pantanos, Mysa? Yo
no conozco esta parte de la Selva.

--Vete hacia el Norte, pues, bramó furioso el búfalo, porque el
pinchazo de Mowgli había sido bastante fuerte. Eso ha sido una burla
digna de un vaquero como tú. Anda y cuéntasela á los de la aldea, allá
al extremo del pantano.

--Á las manadas de hombres no les gustan los cuentos de la Selva, y
no me parece, Mysa, que porque muestres un arañazo más ó menos en la
piel es cuestión de reunir un consejo. Pero iré á dar un vistazo á
esa aldea. Sí, iré. ¡Calma, ahora, calma! No se ofrece cada noche la
ocasión de que el dueño de la Selva venga á guardarte mientras paces.

Saltó sobre la tierra movediza al extremo del pantano, sabiendo
perfectamente que Mysa no le embestiría allí, y echó á correr, riéndose
al pensar en lo rabioso que se había puesto el búfalo.

--No he perdido aún toda la fuerza, dijo. Tal vez el veneno no me ha
llegado todavía hasta los huesos. Allá lejos hay una estrella, muy baja.

Al decirlo, miróla por entre las manos casi cerradas.

--¡Por el toro que me rescató! ¡Es la Flor Roja!... la Flor Roja junto
á la cual me senté yo antes... antes de ir á unirme á la primera manada
de Seeonee. Ahora que lo he visto daré aquí por acabada mi carrera.

El pantano terminaba en una ancha llanura en la cual parpadeaba una
luz. Largo tiempo había transcurrido desde la última vez que Mowgli se
mezcló en los asuntos de los hombres, pero aquella noche el resplandor
de la Flor Roja le indujo á seguir adelante.

--Daré una ojeada, se dijo, como otra vez en tiempos pasados, y veré si
la manada humana ha cambiado mucho.

Olvidándose de que no se hallaba ya en su Selva, donde podía hacer
cuanto se le antojara, comenzó á correr descuidadamente por la yerba,
húmeda de rocío, hasta que llegó á la choza donde ardía la luz. Tres ó
cuatro perros avisaron su llegada ladrando, pues se hallaba ya en los
alrededores de una aldea.

--¡Eh! dijo Mowgli, sentándose sin producir el menor ruido, después de
lanzar un aullido de lobo que redujo al silencio á los gozques. Suceda
lo que suceda. Mowgli ¿qué tienes tú que ver con los cubiles en que
vive la manada de los hombres?

Pasóse, al decirlo, la mano por la boca, acordándose de que una piedra
fué á herirla, años atrás, cuando la otra manada humana le arrojó de su
seno.

Abrióse la puerta de una choza y apareció una mujer que miró hacia la
obscuridad de afuera. Lloró un chiquillo, y la mujer dijo por encima
del hombro:

--Duerme. No era más que un chacal que despertó á los perros. Pronto se
hará de día.

Mowgli, oculto en la yerba, comenzó á temblar como atacado de fiebre.
Conocía perfectamente aquella voz; pero, para estar más seguro, gritó
suavemente, sorprendido él mismo de la facilidad con que podía aún
hacer uso del lenguaje de los hombres:

--¡Messua! ¡Messua!

--¿Quién llama? preguntó la mujer con voz temblorosa.

[Ilustración]

--¿Me has olvidado ya? dijo Mowgli, que al hablar sentía completamente
seca la garganta.

--Si eres tú ¿cuál es el nombre que te dí? ¡Dime!

Había entornado la puerta y apretaba una de sus manos contra el pecho.

--¡Nathoo! ¡Nathoo! dijo Mowgli, porque, como recordaréis, éste era
el nombre que le dió Messua cuando fué por primera vez á unirse á la
manada de los hombres.

--Ven, hijo mío, gritó ella, y Mowgli, adelantándose hacia la luz, miró
cara á cara á Messua, la mujer que tan bondadosa había sido con él y
cuya vida salvó el muchacho, en pago, largo tiempo hacía. Hallóla más
vieja, con el cabello gris, pero ni sus ojos ni su voz habían cambiado.
Como mujer que era, esperaba ver á Mowgli tal como cuando le dejó, y su
mirada vagaba perpleja desde el pecho de aquél á la cabeza, que llegaba
al dintel de la puerta.

--¡Hijo mío! balbuceó; y luego, echándose á sus pies, siguió diciendo:

--Pero ya no eres ahora mi hijo, sino un dios de los bosques ¡ay!

De pie como estaba; alumbrado por la roja luz de la lámpara de aceite;
fornido, alto, hermoso; cayéndole sobre los hombros el largo cabello
negro; pendiente de su cuello el cuchillo, que se balanceaba; coronada
de blancos jazmines la cabeza, fácilmente podía tomársele por alguno
de los dioses de que hablan las leyendas de la Selva. El chiquillo,
medio dormido en su cuna, se levantó, comenzando á gritar aterrorizado.
Volvióse Messua para apaciguarlo, mientras Mowgli se quedaba inmóvil,
parado, mirando los jarros y las cacerolas, el arcón del grano y todos
los otros útiles que usan los hombres y que él vió que recordaba
perfectamente.

--¿Quieres comer ó beber algo? dijo Messua como susurrando las
palabras. Todo esto es tuyo. Nosotros te debemos la vida. Pero ¿de
veras eres tú aquél á quien yo llamé Nathoo, ó bien un dios?

--Soy Nathoo, contestó Mowgli. He ido á parar muy lejos de mis propios
lugares. Ví esta luz y vine. No sabía que estuvieras tú aquí.

--Después de habernos ido á Khanhiwara, dijo Messua tímidamente, los
ingleses se prestaron á ayudarnos para ir contra aquella gente que nos
quería quemar. ¿Te acuerdas?

--¡Ya lo creo! No lo he olvidado.

--Pero cuando la ley inglesa lo tuvo todo preparado fuimos á la aldea
de aquella gente tan mala y nos hallamos con que no existía ya.

--También de eso me acuerdo, dijo Mowgli acompañando las palabras con
un ligero estremecimiento de las ventanas de la nariz.

--Mi hombre, pues, púsose á trabajar en los campos al servicio de otro,
y, al fin (porque realmente era hombre muy fuerte), tuvimos alguna
porción de tierra propia. No es tan buena como la de la otra aldea,
pero no necesitamos mucho... los dos.

--¿Dónde está él... el hombre que escarbaba en la tierra cuando tenía
miedo... aquella noche?

--Está muerto... hace un año.

--¿Y éste? dijo Mowgli señalando al chiquillo.

--Es mi hijo, que nació dos _lluvias_ hace. Si tú eres un dios haz que
la Selva lo proteja, que no le ocurra nunca nada entre tu... entre tu
gente, del mismo modo que nos protegiste aquella noche.

Levantó en brazos al niño, que, olvidándose ya del pasado miedo, se
abalanzó al cuchillo que colgaba del cuello de Mowgli y se puso á jugar
con la hoja, por lo que éste le apartó los deditos con gran cuidado.

--Y si tú eres Nathoo, el que el tigre se llevó, siguió diciendo
Messua, ahogando un sollozo, entonces él es tu hermanito. Dale tu
bendición como hermano mayor.

--_¡Hai-mai!_ ¿Y qué sé yo de eso que se llama _bendición_? Yo no soy
ni un dios ni tampoco su hermano y... ¡oh, madre, madre! tengo el
corazón oprimido...

Al colocar al chiquillo en el suelo Mowgli sintió un estremecimiento.

--¡Claro está! dijo Messua, muy atareada con sus cacerolas. Esto
proviene de ir corriendo por los pantanos, de noche. No hay duda de que
las fiebres se han apoderado de tí hasta los huesos.

Sonrióse Mowgli ante la idea de que hubiera algo en la Selva que
pudiera hacerle daño.

--Voy á encender fuego y beberás leche caliente. Quítate la corona de
jazmines: el olor es demasiado fuerte para sitio tan pequeño como éste.

Sentóse Mowgli, hablando entre dientes y ocultando la cara entre
las manos. Toda suerte de extrañas sensaciones nunca experimentadas
antes por él, le asaltaban ahora, ni más ni menos que si estuviera
envenenado, sintiendo mareo. Bebió la leche caliente á grandes sorbos,
mientras Messua le daba de cuando en cuando con la mano cariñosos
golpecitos en el hombro, no muy segura de si aquél era su hijo Nathoo,
el de pasados tiempos, ó algún ser maravilloso venido de la Selva; pero
de todos modos alegrándose de que, cuando menos, fuera de carne y hueso.

--Hijo, exclamó al fin (y al decirlo sus ojos brillaban de orgullo) ¿no
te ha dicho nadie que eres hermoso, más hermoso que todos los hombres?

--¿Eh? contestó Mowgli, porque, naturalmente, nunca había oído
semejante cosa.

Rióse Messua cariñosamente y con aire de felicidad. Con la expresión
que en la cara de él se descubría le bastaba.

--¿Yo soy la primera, pues? Es justo, aunque pocas veces ocurra, que
una madre diga estas cosas agradables á su hijo. Eres hermoso. Nunca he
visto un hombre que lo fuera tanto.

Volvió Mowgli la cabeza intentando mirarse por encima del robusto
hombro, y Messua rióse, nuevamente, durante tanto rato que Mowgli, sin
saber por qué, tuvo que imitarla, y el chiquillo corría de uno á otro,
riendo también.

--No, tú no te has de reir de tu hermano, dijo Messua cogiéndolo y
acercándolo á su pecho. Cuando tengas nada más que la mitad de su
hermosura te casaremos con la más joven de las hijas de un rey, y
entonces irás montado en grandes elefantes.

No entendía Mowgli ni una palabra de todo esto, y como, por otra parte,
la leche caliente comenzaba á producirle efecto después de una carrera
tan larga, acomodóse para entregarse al sueño, y al cabo de un minuto
se quedó profundamente dormido, mientras Messua le apartaba el cabello
que tenía caído sobre los ojos, lo cubría con un pedazo de tela, y
se sentía feliz al contemplarle. Según costumbre en la Selva, durmió
Mowgli lo que faltaba para terminar aquella noche y además todo el día
siguiente, pues el instinto, nunca del todo adormecido, le advertía
que nada tenía que temer. Al fin, despertóse dando un salto que hizo
temblar la choza, porque la tela que sentía sobre la cara le había
hecho soñar que caía en alguna trampa, y, así, se quedó de pie, puesta
la mano en el cuchillo, llenos aún de sueño los asustados ojos, pronto
para cualquier lucha que se ofreciera.

Rióse Messua y puso frente á él la comida de la tarde. No la
constituían más que algunas bastas tortas, cocidas sobre un fuego
que las dejó ahumadas, un poco de arroz y otro poco de conserva agria
hecha de tamarindos: nada más que lo suficiente para esperar á que
pudiera cazar algo por la noche. El olor del rocío en los pantanos
le había abierto el apetito y excitado sus nervios. Deseaba terminar
su interrumpida carrera primaveral; pero empeñóse el chiquillo en
que lo tuviera en brazos y Messua en que, de todos modos, había de
peinarle ella á su Nathoo el largo cabello de color de ala de cuervo.
Púsose, pues, la mujer á peinarlo mientras cantaba cancioncillas sin
sentido para dormir chiquillos, ya llamando á Mowgli hijo suyo, ya
suplicándole que le diera á su niño un poco de su poder sobrenatural.
La puerta de la choza estaba cerrada, pero Mowgli oyó un ruido que
conocía perfectamente, y vió como el rostro de Messua se desencajaba
horrorizado, al notar que una enorme pata pasaba por debajo de la
puerta y al oir que, del otro lado de ésta, á fuera, sonaba un gemido
ronco y lastimero en el que se mezclaban el arrepentimiento, la
ansiedad y el temor.

--¡Quédate ahí y espera! Cuando llamé no quisiste venir... dijo
Mowgli en el lenguaje de la Selva, sin volver la cabeza, y entonces
desapareció la gran pata gris.

--No... no traigas contigo á tus... á tus servidores, dijo Messua.
Yo... nosotros... hemos vivido siempre en paz con los de la Selva.

--En son de paz viene, contestó Mowgli levantándose. Acuérdate de
aquella noche que pasaste en el camino de Khanhiwara. En torno tuyo
había docenas como éste. Pero veo que hasta en la época de la primavera
no siempre olvida el Pueblo de la Selva. Madre, me voy.

Apartóse Messua humildemente (no hay duda, pensó, de que es un dios de
los bosques); pero al poner Mowgli la mano sobre la puerta pudieron
más que nada en la pobre mujer sus sentimientos de madre y le arrojó
los brazos al cuello una y otra vez.

--¡Vuelve! murmuró. Seas ó no hijo mío, vuelve, porque te quiero...
Mira, hasta él también siente que te vayas, añadió señalando al
chiquillo.

Lloraba éste porque veía que el hombre que llevaba aquel cuchillo
brillante se iba.

--Vuelve alguna otra vez, repitió Messua. Ni de día ni de noche estará
cerrada esta puerta para tí.

Sentía Mowgli como si con cuerdas le tiraran de la garganta, y su voz
pareció salir de ella como arrancada con dificultad, al contestar:

--Con seguridad que volveré. Y ahora, añadió, dirigiéndose al lobo
y apartándole la cabeza, que se acercaba á él cariñosamente cuando
trasponía ya el umbral, ahora tengo una queja que darte, Hermano Gris.
¿Por qué no acudisteis _los cuatro_ juntos cuando os llamé hace tanto
tiempo?

--¿Tanto tiempo? Si no fué más que ayer noche. Yo... nosotros...
estábamos cantando en la Selva las nuevas canciones, porque ésta es la
época del Lenguaje Nuevo. ¿Te acuerdas?

--Es verdad, es verdad.

--Y en cuanto hubimos cantado las canciones, siguió diciendo
prontamente el Hermano Gris, yo me fuí tras de tu rastro. Me adelanté á
todos los demás y seguí sin parar un momento. Pero, Hermanito ¿qué has
hecho viniéndote á comer y á dormir con la manada de los hombres?

--Si hubieseis venido cuando os llamé no hubiera ocurrido esto, dijo
Mowgli, corriendo mucho más aprisa.

--¿Y ahora que va á suceder? preguntó el Hermano Gris.

Iba Mowgli á contestar cuando una joven vestida de blanco comenzó á
descender por un camino que venía desde un extremo de la aldea. El
Hermano Gris desapareció inmediatamente, y Mowgli retrocedió, sin
producir el menor ruido, hasta llegar á unos altos sembrados. Hubiera
podido casi tocar á la muchacha con sólo alargar la mano cuando los
tibios y verdes tallos se juntaron frente al rostro de él y le hicieron
desaparecer como un fantasma. Chilló la joven, porque creyó haber visto
un duende, y después dió un suspiro. Mowgli separó los tallos con las
manos, y se quedó mirándola hasta que estuvo fuera del alcance de su
vista.

--Y ahora no sé... dijo, suspirando á su vez. Pero ¿_por qué_ no
vinisteis cuando os llamé?

--Nosotros te seguimos... te seguimos siempre, murmuró el Hermano Gris,
lamiéndole los talones á Mowgli... te seguimos siempre, excepto en la
época del Lenguaje Nuevo.

--¿Y me seguirías tú hasta la manada de los hombres? dijo en voz muy
baja Mowgli.

--¿No te seguí aquella noche en que nuestra manada te expulsó? ¿Quién
fué á despertarte cuando tú dormías entre los sembrados?

--Sí, pero ¿volverías á hacerlo?

--¿No te he seguido esta noche?

--Sí, pero una... y otra vez... y quizá alguna más... Hermano Gris.

Quedóse éste callado. Cuando, por fin, rompió el silencio, fué para
decir como hablando consigo mismo:

--_La Negra_ estaba en lo cierto.

--¿Y qué es lo que dijo?

--Que, al fin, el hombre vuelve siempre al hombre. Raksha, nuestra
madre, dijo...

--También Akela, aquella noche de los perros jaros... murmuró Mowgli.

--Lo mismo dice Kaa, que sabe más que todos nosotros.

--¿Y tú? ¿qué opinas, Hermano gris?

--Te expulsaron una vez llenándote de insultos. Hiriéronte en la boca
con una piedra. Mandaron á Buldeo para que te asesinara. Te hubieran
arrojado sobre la Flor Roja. Tú mismo (y no yo) has dicho que son malos
y necios. Tú, y no yo... (porque yo no hice más que seguir á los míos),
tú fuíste quien lanzó á la Selva contra ellos. Tú, y no yo, inventaste
una canción contra los hombres, más amarga aun que la nuestra contra
los perros jaros.

--Te pregunto qué es lo que tú opinas.

Hablaban ambos mientras iban corriendo. El Hermano Gris galopó aún un
rato más sin contestar, y, al fin, dijo entre salto y salto:

--Hombre-cachorro... Dueño de la Selva... Hijo de Raksha, hermano
mío... aunque sea algo olvidadizo en primavera, tu rastro es el mío,
tu cubil es mi cubil, tu caza es la mía, y donde tú mueras luchando,
moriré yo. Hablo, también, en nombre de los otros tres. Pero ¿y qué vas
á decirle ahora á la Selva?

--Bien pensado. Entre ver una pieza y el acto de matarla no conviene
que pase mucho rato. Adelántate y llámalos á todos para que asistan
al Consejo de la Peña, y yo les diré entonces lo que aquí en el pecho
siento. Pero tal vez no acudirán al llamamiento... como estamos en la
época del Lenguaje Nuevo, quizá me olvidarán.

--¿Es que tú no te has olvidado alguna vez de algo? ladró el Hermano
Gris, volviendo la cabeza mientras corría á galope y Mowgli le seguía
pensativo.

En cualquiera otra época la noticia hubiera atraído á todos los
habitantes de la Selva, que se hubieran presentado juntos, erizados
todos los pelos del cuello; pero ahora se hallaban muy ocupados
cazando, peleándose, y cantando. De uno á otro fué corriendo el Hermano
Gris, gritando:

--¡El Amo de la Selva se vuelve con los hombres! ¡Venid al Consejo de
la Peña!

Y todos, alegres, pletóricos de vida, le contestaban únicamente:

--Ya volverá con los calores del verano. Las lluvias le traerán
nuevamente al cubil. Ven á correr y á cantar con nosotros, Hermano Gris.

--Pero es que el Dueño de la Selva vuelve á irse con los hombres,
repetía el Hermano Gris.

--_¡Eee-Yoawa!_ ¿Acaso es menos dulce por esto la época del Lenguaje
Nuevo? le contestaban.

Como consecuencia, cuando Mowgli, con el corazón oprimido, subió por
entre las rocas que tan bien conocía, al sitio en que, en otro tiempo,
le presentaron al Consejo, no halló allí más que á _los cuatro_,
Baloo, que estaba ya casi ciego con los años, y la pesada y fría Kaa,
enroscada en el puesto que solía ocupar Akela.

--¿Termina, pues, aquí tu rastro, Hombrecito? dijo Kaa cuando Mowgli se
arrojó al suelo con el rostro entre las manos. Lanza tu grito: somos de
la misma sangre tú y yo... el hombre y la serpiente.

--¿Por qué no me mataron los perros jaros? gimió el muchacho. Mi
fuerza me ha abandonado, y no es ningún veneno la causa. De día y de
noche oigo unos pasos que van siguiendo los míos. Si vuelvo la cabeza
paréceme que en aquel mismo instante alguien se esconde para que no le
vea. Voy á ver si está detrás de los árboles, y nadie hay allí. Llamo,
y nadie me responde: pero creo que alguien me escucha y se guarda la
respuesta. Echome, y no puedo descansar. Corro, como corremos en la
primavera, pero no me siento por ello más calmado. Báñome, pero el
baño no me refresca. Disgústame el matar, y, con todo, no me atrevo á
luchar más que cuando, al fin, mato. La Flor Roja está en mi cuerpo...
mis huesos se han vuelto como el agua... y... no sé lo que me pasa.

--¿Qué necesidad hay de que hablemos? dijo Baloo muy reposadamente,
volviendo la cabeza hacia el sitio en que estaba echado Mowgli. Akela,
allá junto al río, dijo que Mowgli arrastraría á Mowgli nuevamente
hacia la manada de los hombres. Yo lo dije también. Pero ¿quién escucha
ahora á Baloo? Bagheera... ¿dónde está Bagheera esta noche?... Ella lo
sabe igualmente. Es la Ley.

--Cuando nos encontramos en las Moradas Frías, Hombrecito, ya lo sabía
yo, dijo Kaa, volviéndose un poco, enroscada en sus potentes anillos.
Al fin, el Hombre siempre vuelve al Hombre, aunque la Selva no lo
arroje de su seno.

_Los cuatro_ miráronse uno á otro y luego á Mowgli, perplejos, pero
prontos á obedecer.

--¿Entonces, la Selva no me expulsa, pues? balbuceó Mowgli.

El Hermano gris y los otros tres lobos gruñeron furiosos, y comenzaron
á decir:

--Mientras nosotros estemos vivos nadie se atreverá...

Pero Baloo los hizo callar en seguida.

--Yo te enseñé la Ley. Á mí es á quien toca hablar, dijo, y, aunque no
vea ya ni las rocas que tengo delante, _veo_ muy lejos. _Ranita_, sigue
tu rastro; haz tu cubil entre los de tu propia sangre, entre los de tu
manada, entre tu propia gente; pero cuando necesites comida, ó quieras
que te ayudemos con los dientes, con los ojos ó llevando rápidamente,
por la noche, alguna orden tuya, acuérdate, Dueño de la Selva, de que
ésta está pronta á obedecerte.

--También la Selva _media_ es tuya, dijo Kaa. Ten en cuenta que no
hablo en nombre de gente sin importancia.

--_¡Hai-mai!_ hermanos míos, exclamó Mowgli, echando los brazos al aire
y sollozando. ¡No sé ya lo que deseo! No quisiera irme, pero se me
van los pies, contra mi voluntad. ¿Cómo podré renunciar á esas noches
nuestras?

--Vamos, levanta los ojos, Hermanito, repuso Baloo. No hay aquí nada
de que avergonzarse. Cuando hemos comido la miel es natural que
abandonemos la colmena vacía.

--Una vez tirada la piel no solemos ponérnosla de nuevo, observó Kaa.
Esa es la Ley.

--Escucha. Te quiero sobre todas las cosas, dijo Baloo; pero no hay
palabra ni voluntad alguna que pueda detenerte aquí. ¡Levanta los
ojos! ¿Quién se atrevería á hacer preguntas al Dueño de la Selva? Yo
te ví jugando entre los blancos guijarros, ahí, un poco más lejos de
donde estamos, cuando no eras más que un renacuajo, y Bagheera, que
te rescató, pagando por tí un toro recién muerto, te vió también. De
aquella inspección que se verificó entonces no quedan más testigos que
nosotros dos, porque Raksha, tu madre adoptiva, murió, lo mismo que
tu padre putativo; los lobos que antiguamente formaban la manada hace
también mucho tiempo que murieron; tú sabes lo que fué de Shere Khan;
y, en cuanto á Akela, murió entre los _dholes_, donde si no hubiera
sido por tu habilidad y tu fuerza hubiera perecido también la segunda
manada de Seeonee. Nada queda más que huesos viejos. No puede decirse
ya que el Hombre-cachorro venga á pedirle permiso á su manada para
marcharse, sino que ahora el Dueño de la Selva cambia de rastro. ¿Quién
se atreve á preguntarle al Hombre la razón de lo que haga?

--Pero Bagheera y el toro que me rescató... dijo Mowgli. No quisiera...

Sus palabras fueron interrumpidas por un rugido y por el rumor de algo
que caía en los matorrales vecinos, y un instante después, ligera,
fuerte, terrible como de costumbre, apareció frente á él Bagheera.

--Por esto, dijo estirando una de sus patas que chorreaba sangre,
no vine antes. La caza fué larga, pero ahí, entre las matas, queda
muerto... Es un toro de dos años... el toro que te devuelve la
libertad, Hermanito. Todas las deudas quedan ya pagadas. Por lo demás,
yo no digo otra cosa que lo que Baloo diga.

Lamióle el pie á Mowgli y luego gritó, desapareciendo de un salto:

--Acuérdate de que Bagheera te quería.

Cuando estaba ya al pie de la colina gritó, nuevamente, con fuerza:

--¡Buena suerte en el nuevo rastro que sigues, Dueño de la Selva!
Acuérdate de que Bagheera te quería.

--Ya lo has oido, dijo Baloo. No hay más: vete ahora. Pero antes
acércateme, ven, _Ranita Sabia_.

--Siempre cuesta el mudar de piel, observó Kaa mientras Mowgli
sollozaba largo rato, puesta la cabeza sobre el costado del oso ciego
y anudados los brazos á su cuello, mientras Baloo intentaba débilmente
lamerle los pies.

--Las estrellas se apagan, dijo el Hermano Gris, olfateando el viento
del alba. ¿Dónde dormiremos hoy? Porque desde ahora vamos á seguir
nuevas pistas.

                   *       *       *       *       *

Y aquí termina la última de las narraciones relativas á Mowgli.

                             [Ilustración]


                          =La canción final=

(He aquí la canción que Mowgli oyó resonar á su espalda mientras
regresaba al hogar de Messua).


                                 Baloo

    ¡Por el amor de aquel que en otro tiempo
    á su _ranita_ dirigir solía,
    guarda la ley del hombre cual la nuestra,
    oye al viejo Baloo: jamás la infrinjas.

    Ya sea antigua ya nueva, clara ó turbia,
    síguela con afán como una pista,
    sin mirar á los lados mientras corras,
    sin pararte de noche ni de día.

    Por el amor de aquel que bien te quiere,
    que te ama más que á todo ser con vida,
    cuando te hagan sufrir en tu manada
    dí sólo: «ya Tabaqui resucita»;
    cuando algún daño á amenazarte venga
    dí que Shere Khan no ha muerto todavía,
    cuando, pronto á matar, luzca el cuchillo
    guarda tu ley y la pendencia evita.

    (Miel, raíces y palmas hacen siempre
    que los cachorros ningún mal reciban).
    ¡La gracia de la Selva te acompañe,
    la del Bosque, del Agua y de la Brisa!


                                  Kaa

    Del malhumor nace el miedo
    y el ojo que ve más claro
    es el sin párpados. Piensa
    que nunca nadie ha curado
    de las picadas de cobra,
    y aun su hablar hiere cual dardo.
    Si el que es más franco es más fuerte,
    ser cortés nunca fué malo.

    No quieras llegar más lejos
    de lo que alcance tu brazo,
    ni en la rama carcomida
    busques sostén por lograrlo.

    Mide sin error tu hambre
    si codicias cabra ó gamo,
    que á veces el ojo engaña
    y se atraganta el bocado.

    Si harto ya, dormir quisieras,
    en oculto lugar hazlo,
    donde no pueda cogerte
    tu enemigo, descuidado.

    Que á los cuatro vientos luzcas,
    limpio el cuerpo, el hablar cauto,
    y desde lejos te siga
    la _Selva media_ los pasos.

    ¡Que el Bosque, el Agua y el Viento
    te libren de todo daño!


                               Bagheera

    En una jaula comenzó mi vida:
    bien lo que el hombre vale se me alcanza.
    ¡Por el cerrojo que rompí!... ¡No fíes,
    Hombre-cachorro, en gente de tu casta!

    Cuando á la luz de las estrellas caces
    busca la pista recta y no embrollada.
    Ya sea en el cubil, ya en cacería,
    teme al Hombre-chacal: su amistad es mala.

    Si «vente con nosotros», te dijeran,
    «que ganarás con ello», escucha y calla;
    si te piden ayuda contra el débil
    oye en silencio, sin jamás prestarla.

    Deja la presunción para los monos:
    mata la pieza, que con esto basta,
    y no lo cuentes luego. En tu camino
    no retrocedas, al cazar, por nada.

    (¡Oh nieblas matinales! Envolvedle,
    protectoras del ciervo y sus guardianas).
    ¡Que el favor de la Selva te acompañe,
    el del Viento, el del Bosque, y el del Agua!


                               Los tres

    En el rastro que siguieres
    hasta pisar los umbrales
    donde la Flor que tememos
    sus rojos capullos abre;
    en las noches en que duermas
    aprisionado y sin aire,
    sin ver el materno cielo
    mientras vamos á rondarte;
    en las auroras que ansíes
    salir de tu dura cárcel,
    y en que la nostalgia sientas
    de la Selva que dejaste,
    ¡que el Bosque, el Agua y el Viento
    te protejan ó acompañen;
    Saber, Fuerza y Cortesía
    vayan contigo y te amparen!
                               [Ilustración]



*** End of this LibraryBlog Digital Book "El libro de las tierras vírgenes" ***


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