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Title: Cuentos ilustrados
Author: Fabra, Nilo María
Language: Spanish
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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas tras el
    párrafo en que aparece su llamada.

  * Se han desplazado muy ligeramente algunas ilustraciones para su
    mejor encaje en el texto circundante.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.



  CUENTOS ILUSTRADOS



  NILO MARÍA FABRA

  CUENTOS ILUSTRADOS

  DIBUJOS DE

  MASRIERA, José, Francisco y Luis
  PELLICER, J. Luis
  LUCAS VILLAMIL, E. — QUEROL, Agustín — MARQUÉS, J. M.
  ERIZ, Pedro — CABRINETY, José
  FUSTER, Mariano — ÁLVAREZ MASÓ, Rafael
  FABRA, Jorge


  BARCELONA — 1895
  Imprenta de Henrich y C.ª, en comandita
  Pasaje Escudillers, 4



  ES PROPIEDAD. — Quedan hechos
  los depósitos que marca la ley.



[Ilustración]



DEL CIELO A ESPAÑA

PRIMERA PARTE


I

Dios, Nuestro Señor, daba un día audiencia a los santos que iban a
interceder por sus devotos, por los pueblos que patrocinaban y por
todos los pecadores. La Santísima Virgen, sentada al lado de su querido
y Hijo, recomendaba los múltiples memoriales de los visitantes, a los
cuales acogía el Ser Supremo con la bondad del que es fuente de todas
las misericordias. Fueron entrando en el salón del trono del Altísimo
santos y más santos, basta que le tocó el turno a Santiago el Mayor.

—¡Hola, Jaime! —le dijo el Todopoderoso—: ¿qué te trae por aquí?
¡Cosas de España, tal vez! ¿Qué pasa por aquella tierra? ¿Están en paz
tus clientes?

—Bien sabe Vuestra Divina Majestad, —contestó el Apóstol, haciendo tan
profunda reverencia que el sombrero lleno de conchas y reliquias que
tenía en la mano barrió el suelo—, que aquello anda malillo, y que,
si Dios no pone remedio, yo no sé lo que va a ser de España, de los
españoles y de sus descendientes, que se han establecido en el Nuevo
Mundo, a todos los cuales protejo y amparo en sus cuitas; porque, eso
sí, ni unos ni otros nos han perdido la afición, y si no, aquí está la
excelsa Madre de Vuestra Divina Majestad, patrona de las Españas y de
las Indias, que no me dejará decir una cosa por otra.

—Cierto es —dijo Nuestra Señora—, que en pocas partes del mundo se me
venera tanto como en las tierras de que habla Santiago, y, a decir
verdad, yo quisiera hacer hasta los imposibles a favor de aquellos para
mí muy amados hijos.

—¡Vamos, di lo que solicitas, Diego —exclamó el Eterno dando una
cariñosa palmada en la mejilla del santo—; basta que mi amantísima
Madre sea intercesora, para que yo te conceda cuanto desees, con tal
que no me pidas gollerías.

—Señor —contestó el Apóstol algo perplejo—, yo no sé cómo decírselo a
Vuestra Divina Majestad... El caso es que... Ello es... Vaya, que no me
atrevo.

—¡Ánimo! ¡Habla!

—Como a Vuestra Divina Majestad no se le oculta nada, bien sabe lo que
yo quiero para los españoles.

Sonriose el Todopoderoso, pues Él ya sabía de antaño lo que pensaba
Santiago, porque, ya se ve, ¿qué se le ha de ocultar a quien no ignora
cuanto pasó, pasa y pasará?; y poniendo ambas manos sobre la esclavina
del bienaventurado, le contestó:

—En verdad te digo, querido Jacobo, que lo que pretendes es harto
difícil; pero, en fin, exprésalo en breves palabras.

—Pues bien, Señor, lo que yo quiero para los españoles es lo que se
llama sentido común...

—¡Sentido común! —replicó el Omnipotente—: ¡sentido común! Pues ¿no
sabes tú que lo que los hombres denominan así, es el menos común de los
sentidos?

—Vuestra Divina Majestad me entiende, y no digo más.

—¡Hijo mío! —dijo con voz suplicante la Reina de los Ángeles—; vuelve
tus ojos misericordiosos hacia aquel pueblo desdichado, y concédele lo
que más le convenga.

—¡Bueno! —contestó Nuestro Señor—; voy a hacer por España lo que no
he hecho por nadie, aunque me cueste privarme por algunos días de
la compañía de un hijo predilecto como este. Vuelve a la Península,
Santiago, con amplios poderes míos. Te doy facultades para hacer
milagros, sin que puedas, empero, mover y forzar la voluntad de los
hombres, porque ya sabes que quiero que sea libre su albedrío. Te doy
el don de hacerte invisible y de tomar la forma que quisieres. Ve allí
y haz de nuevo gala de tus dotes oratorias, a ver si tu elocuencia, que
hizo cristianos a los españoles, más o menos pecadores, que sobre esto
hay mucho que hablar, consigue ahora darles el mejor discernimiento en
las cosas terrenales.

Dio el Apóstol gracias a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre, y
fuese en derechura al vestíbulo del Cielo donde pidió a San Pedro, con
grande admiración de este, que le franquease la salida.

—¡Qué es esto, colega! —exclamó el portero mayor del Paraíso.

—Que me voy otra vez a predicar.

—Mira, aquí entre apóstoles sea dicho, vas a que te crucifiquen como
hacen aquellos bárbaros con todos los que les dicen verdades.

—Estos tiempos no son los nuestros, Perico, gracias a nosotros, que
civilizamos al mundo. Verdad es que por allí hay quien no se acuerda
de esto, y nos pone como chupa de dómine; pero a lo menos ya no le
desuellan a uno vivo sino de boquilla.

—Ciertamente esto se ha ganado, pero ha sido a costa de las tiras
de piel verdadera que hemos dejado por allá; y si no, dígalo nuestro
compañero Bartolomé; pero, ¿qué digo piel?: carne y huesos, que todavía
me parece que me duelen las palmas de las manos de aquellos clavos con
que me crucificaron, cabeza abajo; y todo ¿por qué?: porque sacaba del
error a los hombres. ¡Si serán estúpidos!

—Tienes razón, mala cosa son los hombres; pero algo hay que hacer por
ellos. Allá me vuelvo. ¡Abre, Perico, la puerta, y hasta luego!

—¿Pero vas a pie?

—¡Hombre, sí! ¡Buena idea! Tomaré la jaca. ¡Cómo estará de brava a puro
holgar! Ya se ve, como ahora no necesitan de mí los españoles para
regir sus ejércitos, teniendo tantos generales...

—Por brava que esté, ¿qué te importa, si no hay mejor jinete que tú en
cielo y tierra, si eres el Santo caballero por excelencia?

—Claro está; ¡como que soy el patrón de los españoles!... pero abre
mientras voy por la jaca.

Soltó San Pedro las cadenas de oro del puente levadizo de la celeste
mansión, el cual vínose abajo con grande estrépito, y al breve espacio
cruzó por él Santiago, caballero en su blanco corcel, echando no
diablos, porque en el Paraíso no los hay, sino rayos y truenos que
estremecieron el aire, azotaron el firmamento y retumbaron por el
espacio infinito.


II

No sé el tiempo que empleó el Apóstol desde la Gloria a la Península,
porque ignoro la distancia que separa a los españoles de la
bienaventuranza, aunque entiendo que debe ser poca, pues aquella misma
tarde apareció Santiago en mitad de un camino real de España.

El cual debía de atravesar la Mancha, porque ni un solo árbol se
descubría en medio de la soledad de una vastísima llanura, que más
semejaba mar desecado que otra cosa alguna.

—¡Qué gentes estas! —exclamaba el Santo para su esclavina—. ¡Están
dejadas de la mano de Dios! ¿Qué mal les han hecho los árboles? ¡No
parece sino que, hartos de destruirse unos a otros, han declarado cruda
guerra a la naturaleza!

Y pensando en esto, iba camino adelante al paso de su caballo, cuando
de pronto vio venir hacia él a dos hombres cubiertos con amplios
sombreros, como los del Padre Eterno, muy ceñidas las vestiduras con
unas correas sobre el pecho, las manos dentro de fundas blancas, y
llevando cada uno al hombro gruesos bastones rematados en punta de
hierro, que el Santo creyó bordones de peregrino de nueva usanza.

—¡Vaya, serán colegas míos —dijo para sí— que irán de romería a algún
santuario! Ya tengo compañía.

Los cuales supuestos peregrinos íbanse acercando fijos los ojos en el
jinete, y apenas llegaron junto a él, diéronle la voz de alto.

Detuvo el Apóstol las riendas a su caballo, y preguntó a la pareja qué
quería.

—La cédula de vecindad —dijo uno.

—¡La cédula! ¿Qué es eso?

—Por lo visto, es usted nuevo aquí...

—Sí, señor, soy forastero.

—Pues bien, aquí nadie viaja sin ese documento.

—No le tengo.

—Entonces dese usted preso.

—De modo que en España ¿se necesita patente de hombre de bien para
andar suelto?

—Y para todo.

—En este caso, no habrá malhechor que carezca de semejante requisito.

—En efecto, señor peregrino, todavía no hemos topado con ningún
criminal que no esté provisto por lo menos de una cédula.

—¿Para qué sirve, pues?

—Yo le diré a usted; es un recurso de la Hacienda como otro cualquiera.

—¡Ah, ya! Es un tributo sobre la libertad personal.

—Sea lo que fuere, nuestra obligación es detener a los indocumentados.

—Pero, hombre de Dios, si yo soy un caminante pacífico y nunca he hecho
mal al prójimo.

—No lo dudamos, mas tenemos que cumplir con la consigna. Quien manda,
manda. Tenga usted, pues, la bondad de venirse con nosotros.

—Por lo menos —dijo el Santo para su sayal— aquí se prende con cortesía.

Y como era muy celoso de la disciplina militar, aunque patrón de
España, añadió, dirigiéndose a la pareja, acortando razones:

—Vamos a donde ustedes quieran.

—Al pueblo que deja usted a retaguardia.

—¡Andando!

Y así diciendo volvió grupas, y seguido de los guardias civiles, que
tales eran los aprehensores, encaminose a un lugar que allí cerca
estaba y en el cual no había parado mientes.

A tiempo que anochecía entraron los tres en el pueblo, donde reinaba
el mayor sosiego a pesar de ser víspera de elecciones municipales. El
alcalde, que iba de ceca en meca muñendo a los electores a casa hita,
en la calle y en la taberna, y no podía, por lo tanto, perder el tiempo
en bagatelas, en cuanto vio a los recién llegados, y sin preguntar a
los guardias por qué traían a aquel hombre, dijo con voz de autoridad:

—¡A la cárcel con él, y el caballo a mi cuadra!

Y dicho y hecho, y he aquí cómo la primera noche de su vuelta a España,
Santiago se la pasó enterita en la cárcel.


III

Aquel siervo de Dios, en lugar de hacer milagros y de salirse del
inmundo aposento donde encerrado estaba, porque con decir que era
cárcel de pueblo, y de pueblo de la Mancha, está dicho todo, púsose
a rezar y a rezar hasta que le sorprendió la vaga claridad del alba
entrando por una rendija o gatera, que en esto no estoy muy seguro,
pero sí de que no tenía más ventilación el calabozo.

En esto oyose ruido de llaves en la premiosa cerradura; rechinaron los
goznes, y abriéndose pausadamente la puerta, apareció bajo el dintel
la majestuosa figura del alguacil, barbero, sangrador y peatón en una
pieza.

—¡Sal! —dijo con ademán imperativo y voz bronca, porque acababa de
matar el gusanillo: y luego añadió que le siguiese.

Hízolo así Santiago, y subiendo una estrecha escalera, fue introducido
en el salón del concejo, que iba a servir además de colegio electoral,
a juzgar por una grande urna que puesta sobre la mesa estaba. Una
silla, tres bancos y el retrato del Rey, pegado con obleas o pan
mascado en la pared, completaban el ajuar de aquel augusto recinto,
al cual prestaba mayor solemnidad en aquel momento la presencia del
Alcalde, muellemente sentado en la silla, extendidas las piernas,
sueltos los brazos, caída la cabeza, terciado el calañés y chupando un
cigarrillo mugriento, apagado y casi deshecho.

—¡Hola, perillán! —exclamó la autoridad popular a guisa de saludo—.
¿Quién te manda ir de romería a caballo? ¿Dónde lo has robado, cuatrero?

—Yo soy un hombre de bien. El caballo es mío —contestó el Santo.

—¡A mí con esas! Ea, a ver la cédula.

—No la tengo.

—¿De dónde eres?

—Nací en Bethsaida.

—¡Saida! Alguacil, ¿dónde está este pueblo?

—Lo que es en la Mancha no está —contestó el interpelado, que, como
cartero, tenía sus ínfulas de perito geógrafo—. Este nombre me huele
así a cosa de África.

—¡África, eh! ¡Bueno! ¿Tu nombre, peregrino?

—Santiago.

—¿Apellido paterno y materno?

—Mi padre se llamaba Zebedeo y mi madre Salomé —dijo el Apóstol que no
sabía decir una cosa por otra.

—Bien, pues decreto al canto: Habiendo sido preso por indocumentado
Santiago Zebedeo y Salomé, de profesión romero, con un caballo que
no debe ser suyo, ordeno y mando: primero, que el caballo quede en
mi cuadra a las resultas; y segundo, que el susodicho Santiago sea
conducido por tránsitos de justicia a disposición del señor Gobernador
civil de la provincia de Santander.

—¡De Santander! —exclamó el alguacil—; pues si Santander está al Norte,
y el África, de donde parece este buen hombre, cae hacia el Mediodía.

—Precisamente —contestó el presidente de la corporación municipal dando
un puñetazo en la mesa—; precisamente por eso. Así se trata a los
vagos. O soy o no soy alcalde... ¡No faltaba más! Llévate a ese hombre
y entrégalo a la pareja.

Salieron ambos, y ya en la calle, el alguacil, hablando muy quedito al
oído del Santo, le dijo:

—Mira, nación (en aquel pueblo designan con esta palabra a los
extranjeros), todo se puede arreglar con una friolera. Con que me des
para echar unas copas... En fin, hay que untar el carro... Ya sabes
aquel refrán: «Por bueno o por malo, el escribano de tu mano».

—Sí, y también conozco aquel otro que dice: «Ni hagas cohecho ni
pierdas derecho».

—Pues con tu pan te lo comas —replicó el agente de la autoridad dando
un empellón al Santo y encerrándole en la cárcel—. Aquí te estarás
hasta que pase la pareja.


IV

Entonces el siervo de Dios creyó llegado el momento de hacer un
milagro, pues le apretaba el deseo de dar comienzo a su terrenal
apostolado y devolver bien por mal al lugar a que le trajeron, no sus
pecados, como decirse suele, pues siendo santo ¿qué pecados había de
tener? sino los altos e inescrutables designios de la Providencia; y
así, por un simple acto de su voluntad tornose de pronto invisible, y
saliendo del calabozo por el resquicio de la puerta, se fue a la calle,
recorrió el pueblo, y penetrando en todas partes sin ser de nadie visto
ni oído, escudriñó a su sabor cuanto allí pasaba.

Hacíase cruces a cada paso al descubrir las miserias humanas; pero lo
que mayormente llamó su atención fue el aflictivo y ruinoso estado de
la Hacienda municipal, bajo el poder de aquel cacique de campanario,
que aspiraba a la reelección del cargo concejil. ¡Qué de cabildeos,
qué de amaños, qué de promesas, a costa, por supuesto, de los bienes
comunes, para conjurar las ruines rivalidades de unos cuantos
electores, en medio de la estúpida indiferencia de los demás!

Tocaron en esto a misa, y por ser domingo, los lugareños juntáronse
en la plaza de la iglesia, esperando la última campanada, como si
quisieran tasar el tiempo destinado a las cosas santas, nada piadosa
costumbre, que disgustó al Apóstol que en volandas había acudido al
templo a oír los divinos oficios.

Apenas terminados estos, los hombres volvieron en tropel a la plaza,
mientras las mujeres salían poco a poco de la casa del Señor con la
mantilla muy ceñida, los ojos bajos y el rosario en la mano.

Quedose Santiago algún tiempo en la iglesia, rezando muchos
Padre-nuestros a sus predilectos compañeros de Gloria, y al retirarse,
en el acto de abrir la cancela, le asaltó una idea que llevó en seguida
a efecto, y fue nada menos que tomar la misma figura del boticario
del pueblo, ausente a la sazón, con una semejanza tal, que era el más
perfecto trasunto que imaginarse puede; y de esta suerte se presentó en
la plaza.

Todos los que se hallaban allí cayeron en el engaño, y fueron a él y le
saludaron con mucha cortesía y afectado cariño, porque el farmacéutico,
aunque tenía fama de socarrón, entrometido y mordaz, era, si no bien
quisto, considerado con el respeto que se merece una mala lengua.

Como en semejantes casos suele acontecer, comenzose a hablar de la
salud y del tiempo, de lo cual tomaron pie los labradores, que lo eran
casi todos, para echar su cuarto a espadas sobre la cosecha, siempre
mala, si no detestable, en boca de campesinos.

—¡De esto tenéis la culpa vosotros! —exclamó Santiago.

—¿Nosotros?

—Sí, vosotros.

—¿Por qué? —preguntó uno.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que hace buenas las cosechas después del
trabajo del hombre?

—¡Toma! —contestó otro a quien llamaban por apodo el tío Solón o
Salomón—, la buena tierra y el agua.

—Siendo así, ¿por qué os empeñáis en hacer mala la tierra y en alejar
de ella la humedad?

—¡Nosotros! —exclamaron todos con irónica sonrisa, mirándose unos a
otros, como quien dice: este hombre no está en su juicio.

—¡Sí, vosotros, con la insensata guerra que hacéis al arbolado!
Fomentadlo, y la tierra será cada vez mejor, y la lluvia visitará con
más frecuencia los campos, derramando sobre ellos sus inapreciables
dones.

—¡Ah, señor farmacéutico! —exclamó el tío Solón—, ¡qué engañado está
usted! Esto lo rezan los libros, pero nosotros entendemos más de
labranza que esos señoritos de las ciudades que inventan estas cosas, y
que no son más que unos saca-dineros. ¡Árboles, eh!

—¿Qué mal os han hecho?

—Mire usted; cuando yo era mozo —replicó el tío Solón—, había en el
prado de propios hasta seis docenas de pinos: ¿y sabe usted para qué
servían? Para que los muchachos se comiesen los piñones. Semejante
escándalo llamó la atención del concejo, que se reunió para tratar
sobre la materia. Opinaban unos que debía nombrarse un guarda y otros
que era mejor cortar los árboles, y después de maduro examen, por
mayoría de votos se decidió lo último, y así se dio fin al escándalo.

No quiso Santiago refutar tales razones, que no eran para contestadas,
y encarándose con otro Licurgo del lugar que atentamente escuchaba sin
decir esta boca es mía, le preguntó:

—¿Y usted también cree inútil el arbolado?

—¡Qué inútil —contestó el segundo sabio—, perjudicial, y perjudicial
de todo punto! Y si no, vamos a ver: ¿quién se come el grano antes de
la cosecha? Algunos pájaros, como los gorriones, ¿no es verdad? ¿Quién
atrae a los gorriones? El arbolado, ¿no es cierto? Luego destruyendo a
este contribuimos a extinguir aquella plaga.

—¡Bien dicho! —exclamaron todos dando calurosas muestras de
asentimiento, creyendo confundido al supuesto boticario.

El cual, después de breve pausa, replicó:

—Pues yo os pregunto: ¿qué plaga es mayor, la de los insectos o la de
los pájaros?

—¡Toma! —contestó otro labriego—, la de los insectos, porque siendo
innumerables y pequeñísimos, no basta la mano del hombre para
aniquilarlos.

—Entonces —dijo el Santo—, si no os bastáis para combatir a estos
casi invisibles enemigos, justo sería que respetaseis y aun dierais
recompensa a vuestros mejores auxiliares, y si no; decidme: por cada
grano de trigo que os quita un gorrión, ¿de cuántos millares de
insectos no habrá limpiado vuestros campos?

Esperaba el Apóstol que este sencillo razonamiento abriría los ojos de
aquellos labradores; pero lejos de ser así, ninguno dio muestras de
dejarse convencer ni aun por el mismo Dios que bajase en persona, y
como Santiago se sabía muy bien de memoria aquel refrán de que no hay
peor sordo que el que no quiere oír, dio el pleito por perdido; mas
quiso probar si sacaba mejor fruto hablándoles de la cosa pública, y
encaminando la plática en este sentido, les espetó una de verdades que
había que oírle. ¡Qué de cosas salieron de aquellos santos labios, como
de quien sabía los más recónditos secretos de todo el lugar!

—¡Muy bien! —exclamó un mozalbete que había estudiado en Madrid hasta
dos años en la Escuela de Veterinaria, siendo suspenso en el segundo—;
¡muy bien, señor farmacéutico! Me place ver a usted entrar por tan
buen camino y salir de la actitud de expectante benevolencia para con
el Ayuntamiento, en que hasta ahora se había colocado. Cuente usted
conmigo, con mi apoyo incondicional, a fin de coronar el edificio de
la regeneración de nuestra querida patria, digna de mejor suerte y de
los más altos destinos. Unámonos todos en apretado haz para sacudir el
yugo de la opresión y de la tiranía; proclamemos con entusiasmo nuestro
ideal político...

—Pero, ¡hombre de Dios! —exclamó interrumpiéndole Santiago—. ¿Qué
tienen que ver tus ideales políticos con la policía urbana, la hacienda
municipal y los chanchullos de los fielatos?

Y hablándole aparte añadió:

—Calla, si no quieres que cuente tus trapisondas de la época en que
eras secretario del anterior alcalde, por cuya candidatura trabajas
ahora.

Corriose el mozo, y hecho una grana, escurrió el bulto, dirigiéndose a
la Casa de la Villa, donde en aquel momento se constituía solemnemente
la mesa electoral.

Entretanto, el Apóstol no cesaba de exhortar a aquellos rústicos,
que embebidos y suspensos le escuchaban, a que cumpliesen sincera y
honradamente sus deberes de buenos ciudadanos; y cuando creía haberles
persuadido de todo punto, el tío Solón le interrumpió diciendo:

—Yo no quito ni pongo rey.

—Ni mi padre ni mi abuelo —añadió uno—, dieron jamás su voto, y yo no
hago usos nuevos.

—¡Al concejo, ni verlo! —exclamó otro.

—¡Allá ellos! —dijo un cuarto.

—Mire usted, señor boticario —prosiguió el tío Solón—, quien sirve al
común, sirve a ningún. Así, no se canse usted, que ni queremos votar ni
ser votados.

—¿Para qué? —repuso un quinto—; ¿para que nos roan los zancajos y no
hagamos nada de provecho? Y si no, pon lo tuyo en concejo, y unos dirán
que es blanco y otros que es negro.

Y todos por este estilo fueron contestando a Santiago, el cual, sin
querer oír más razones, se marchó del lugar.

Uno de los del corro, empero, tuvo un arranque de valor cívico, y
exclamó:

—¡Pues yo voto! ¡Algo hay que hacer por el pueblo!

Y dirigiéndose al colegio electoral, se votó a sí mismo.


V

La nueva de la actitud tomada por el supuesto farmacéutico, y digo
actitud, porque empleó esta palabra el veterinario en embrión, cayó
como una bomba en medio del campo alcaldesco, que había sentado sus
reales en el salón consistorial y ya se regodeaba con la confianza
de una victoria decisiva, a pesar de que el bando contrario, de que
era firme apoyo y activo paladín el molzalbete de la plaza, había
conseguido intervenir la mesa electoral, circunstancia que no permitía
al presidente de ella trasegar el censo completo a las listas de
votantes, como en otras no menos gloriosas batallas por él libradas.
Mas como el común peligro fue siempre medianero de unión y de concordia
entre los desavenidos, apenas se supo por boca del exsecretario que
en aquellos momentos históricos se estaba formando el partido de
los _independientes_, que con tal nombre bautizaron en el acto a
los del corro de la plaza, el Alcalde, que no se dignaba inclinar
su erguida y majestuosa frente, ni aun en señal de saludo, ante sus
concejiles adversarios, dando rienda suelta al noble y generoso impulso
de su pecho, propuso a la mesa la formación de una candidatura de
transacción y de conciliación, en la cual estuviesen representadas
las dos colectividades que, ya a regañadientes, ya a palo limpio, se
disputaban el gobierno y el pueblo.

Ardua era de suyo la empresa, porque de los siete concejales que debían
elegirse para la renovación del Ayuntamiento, no ofrecía el alcalde más
que tres puestos a los adversarios. Porfiaban estos que querían cinco,
y en este regateo les sorprendió el elector independiente de que he
hablado.

A su presencia turbose el Alcalde, y viendo en su imaginación llover
electores sobre el colegio seguidos del notario para que diese
testimonio del escrutinio, por si no se jugaba limpio, cedió en el acto
a las exigencias del contrario bando y se prestó a todo: que de leves
causas proceden muchas veces las graves resoluciones y los sucesos
trascendentales.

Conciliadas las opuestas parcialidades y convenida la fórmula, seis
hombres de corazón luciéronse fuertes en la estrecha escalera que
daba acceso al colegio electoral, resueltos a defender aquel sagrado
recinto de los ojos profanos, indiscretos o curiosos que pretendiesen
turbar la majestad del escrutinio; arrellanose el Alcalde en la silla
presidencial, repartió cigarrillos a los interventores, y dando un palo
a la mesa con el bastón de autoridad, exclamó:

—¡Que vengan electores!

Entretanto los secretarios procedían a la redacción del acta, en la
cual aparecían como votantes cuantos electores arrojaba el censo,
incluso los difuntos; que aquella gente no reparaba en cosas de poca
monta cuando tenía las manos en la masa.


VI

Cantaba el gallo de San Pedro, claro indicio de que rayaba el día,
cuando Santiago, puesto sobre su caballo blanco, que había recuperado
sin ser de nadie visto, llegó al glacis del Alcázar celeste, defendido
por una legión de ángeles que revoloteaban de aquí para allí gritando:
¡centinela alerta! y el lejano eco repetía: ¡centinela alerta!

—¿Quién vive? —gritó una voz, en cuanto el Apóstol se acercó al puente
levadizo.

—El Paraíso —contestó aquel.

—¿Qué gente?

—Santiago el Mayor.

—¡Alto! ¡Cabo de guardia!

Y salió la ronda menor, compuesta del cabo y de dos números, que eran
gentiles mancebos resplandecientes de hermosura con unas alas muy
anchas y extendidas, vestidos de blanco y finísimo ropaje, y blandiendo
en la diestra sendas espadas que, a pesar de la tenue claridad del
naciente día, brillaban como inextinguibles centellas.

El cabo pidió el santo, seña y contraseña, y rindiolas el recién
llegado, diciendo: «_Santo Espíritu, Espacio Eterno._»

Previas estas formalidades que prescribe la celestial ordenanza, se
fue el cabo a prevenir al oficial de guardia, y este a San Pedro, que
a fuer de madrugador, merced a su gallo, en la muralla del venturoso
Alcázar se estaba solazando.

Acudió solícito el príncipe de los Apóstoles a abrir a su compañero, y
exclamó:

—¿Ya de vuelta, querido Santiago?

—Aquí me tienes, Perico, —contestó este, apeándose del caballo y
estrechando entre sus brazos al portero mayor de la Gloria.

—Vamos, cuenta: ¿cómo te ha ido por allá?

—Llegué, y me prendieron.

—¿Y tú qué hiciste?

—Salirme de la cárcel por milagro. En España se suele salir así de
semejante sitio.

—¿Y después?

—Traté de inculcar las nociones más rudimentarias de agricultura a
gentes que no viven más que de ella.

—¿Y se convencieron?

—Se encogieron de hombros.

—¿Y te volviste?

—No. Tropecé con un rebaño conducido por lobos y quise persuadir a las
ovejas de que eligiesen otros pastores.

—¿Y bien?

—Nada, que prefirieron seguir siendo comidas.

—Ya sabes que nunca he tenido fe en el sentido práctico de tus
clientes; pero jamás creí que llegase hasta tal punto la insensatez
humana.

—Más que insensatez descubrí en el fondo de todo grande apatía
intelectual. Gentes son las que encontré, que por ahorrarse el trabajo
de pensar, dieran de buen grado al maestro de escuela que tenían, y aun
todas las universidades de añadidura.

—Conozco el género. Son los hombres más difíciles de convertir: los
holgazanes contumaces del entendimiento.



DEL CIELO A ESPAÑA

SEGUNDA PARTE


I

Santiago, por conducto del Arcángel San Miguel, jefe del cuarto militar
de Dios Nuestro Señor, pidió una audiencia a su Divina Majestad, y al
día siguiente recibió un B. L. M., en el cual se le anunciaba que a las
tres de la tarde sería introducido ante el trono del Altísimo.

—¡Ya de vuelta, Jaime! —exclamó el Todopoderoso, al ver entrar al
Apóstol. —¡Bien venido! —dijo la Santísima Virgen, muy contenta del
regreso de su predilecto devoto—. ¿Cómo dejas a mis hijos los españoles?

—En cuanto a religiosos, que es lo principal, no hay nada que decir.
Bien puedo asegurar a Vuestra Divina Majestad y a su excelsa Madre
que, a despecho de las maquinaciones del enemigo malo, la veneración,
el amor y la popularidad de que somos objeto en aquella bendita tierra
no menguan ni se debilitan, antes más bien parece que se afianzan y
robustecen de día en día.

—¿Y en cuanto a lo demás? —preguntó el Omnipotente.

—Señor —contestó el Santo, algo turbado, porque siendo tan amante de
España no se atrevía a decir nada en su menoscabo—, confieso que en mi
patria adoptiva quedan algunas cosillas por arreglar, y que los poderes
que obtuve de Vuestra Divina Majestad no dieron el resultado apetecido.

—Si Yo pudiese dudar de algo —dijo el Eterno—, nunca hubiera tenido
confianza en el éxito de tu empresa. Ya lo has visto por tus propios
ojos. Aquella es gente incorregible en las cosas terrenas, y por lo
tanto hablemos de asuntos menos enojosos...

—Señor, implorando la misericordia de Vuestra Divina Majestad, le ruego
encarecidamente que se sirva oírme, porque no he perdido del todo la
esperanza...

—¿Qué esperanza, Jaime? ¡Por Mí, ponte en razón! ¿Crees posible que
aquellas gentes se corrijan? Ni por milagro.

—¡Ah, Señor! Si yo pudiese siquiera hacer uno, moviendo y forzando la
voluntad del Gobierno que rige a mis clientes, ¡cuán felices no serían
estos!

—Ya sabes que no quiero en manera alguna que se tuerza el libre
albedrío de los hombres.

—¡Por una vez! —exclamó la Virgen María.

—Pues bueno; sea. Basta que me lo pida mi adorada Madre. Vuelve a
España, Jaime; hazte invisible, estudia a los españoles, infórmate
de sus deseos, líbrales de lo que más censuren y otórgales lo que
ambicionen. Al efecto doyte la facultad de rendir a tu antojo, mas
por una sola vez, la voluntad del poder supremo de la nación, y si te
arrepintieres del resultado de tu propia obra, concédote el don de
anularla por completo.

—¡Señor! —exclamó Santiago, con grandes muestras de regocijo—; ¡se lo
agradeceré toda mi eternidad! Gracias, gracias, Dios mío.

Y dirigiéndose a Nuestra Señora, añadió:

—¡Gracias, oh tú, la más bendita de las mujeres!

—Ve conmigo, y hasta la vuelta.

—Adiós, Santiago —dijo la Reina de los Ángeles.

Y el Apóstol, haciendo genuflexiones, salió del salón del Trono,
acompañado del Arcángel San Rafael, Grande del Paraíso, de primera
clase, ayudante de campo de su Divina Majestad e introductor de Santos.


II

A pie salió esta vez de la celeste mansión el abogado de España,
y emprendiendo el camino del sistema solar, echó una ojeada a los
diferentes planetas que giran en torno del astro del día. Pronto
distinguió al nuestro por la luz azulada que despide, y dirigiendo
a él sus pasos, detúvose a cosa de 20.000 kilómetros de buen andar,
del término de su cósmico viaje. A distancia semejante, parecía el
globo terrestre tan grande como la bóveda del cielo vista desde una
eminencia de la Tierra. En aquella sazón, puesto el Santo de espaldas
al sol, vio ante sí el hemisferio del Nuevo Continente, que destacábase
brillante en medio de las manchas oscuras formadas por los Océanos
Atlántico y Pacífico. América parecía un inmenso pie, cuya punta
amenazaba al Mundo Antiguo, el cual asomó después por la izquierda.
Aparecieron primero: hacia el Norte la Rusia asiática, al Sur la
Australia y Nueva Guinea en el Ecuador, luego el Japón y las islas
Filipinas, y sucesivamente China, Borneo, los Estrechos, la Indo-China,
el Indostán, la Arabia y la costa oriental de África.

De pronto, púsose el Apóstol de rodillas en medio de la inmensidad del
espacio, extendió los brazos y dobló la frente en señal de profundísima
veneración: en aquel momento presentábase a su vista la Tierra Santa.

Rusia, Turquía, Austria, Alemania, el África Central, Italia, Francia,
mostráronse después, y por fin, la Península Ibérica a manera de una
gran piel de toro. Destacábase en medio de ella un punto apenas
perceptible junto a una línea oscura formada por los valles de la
Cordillera Carpetana: aquel punto era Madrid.

Entonces Santiago quedó invisible, y siguiendo su viaje, no paró hasta
hacer pie en la Puerta del Sol.


III

A decir verdad, lector benévolo que has llegado hasta este punto de
la narración de mi cuento, desesperé de darle fin, pues si bien me
hallaba en la corte de España cuando estuvo en ella nuestro Santo
Patrón, no parecía sino que mi memoria, de suyo flaca y endeble, ni
aun reminiscencias conservaba de los sucesos a que dio lugar tan
extraordinario acontecimiento.

En vano con diligente solicitud traté de buscar y adquirir informes; en
vano consulté las colecciones de los periódicos, que en estos tiempos
son la crónica más o menos concienzuda y verídica de los sucesos; en
vano apelé al testimonio de mis convecinos: los primeros guardaban
profundo silencio, y los últimos juzgábanme fuera de juicio cuando les
preguntaba:

—¿Presenciaron ustedes lo que pasó en Madrid cuando vino Santiago?

Resuelto estaba ya a no escribir la segunda parte de este cuento,
conseja o pasatiempo infantil, como quieras llamarlo, porque no hallaba
medio de darle remate, cuando una noche, olvidado ya este asunto, soñé
lo que a continuación vas a leer. Si tienes la paciencia de llegar
hasta el fin, sabrás la causa de que nadie recuerde el peregrino suceso
que voy a referirte, a pesar de que acaeció en época muy reciente.

Parece ser que Santiago estuvo varios días en Madrid y en otras
poblaciones de la Península, y conservando el riguroso incógnito
de su invisibilidad, dedicose con especial cuidado a averiguar los
pensamientos y deseos de la mayoría de los españoles en los asuntos
concernientes a la cosa pública.

«¿De qué se quejan estas gentes? —decía para sí después de maduro
examen—. Del Ministerio, sea el que fuere, y de cuanto de él depende.

»¿Qué ambicionan? Vivir a costa del presupuesto, gozando del mayor
sueldo y del menor trabajo posibles.

»Pues suprimamos lo primero y demos la mayor extensión imaginable
a las clases pasivas. Si faltan recursos pecuniarios, yo puedo
proporcionarlos inagotables.»

Hecho este razonamiento, llevó a efecto el milagro más sorprendente que
imaginarse puede.

Facultado por Dios Nuestro Señor para realizar uno, forzando y
moviendo la voluntad del Gobierno, una noche en que se celebraba
Consejo de Ministros presidido por el Rey don Alfonso XII, entrose
bonitamente en la Cámara real, y disponiendo del albedrío de cuantos
allí estaban, hizo que aquellos sometieran al Monarca, y este aprobase,
el siguiente

«REAL DECRETO

»De acuerdo con el Consejo de Ministros,

»Vengo en jubilar, con el haber de 30.000 pesetas anuales, a todos los
funcionarios que cobran del Estado y de las Corporaciones populares, y
en conceder la licencia absoluta, el retiro y la situación de reserva
respectivamente a los soldados, oficiales, jefes y generales de todas
las armas e institutos, con el mismo haber de 30.000 pesetas.

»Vengo en conceder una pensión vitalicia anual de 30.000 pesetas a
todos los españoles de ambos sexos no comprendidos en el párrafo
anterior.

»Dado en Palacio a 29 de febrero de 1881. — ALFONSO. — El Presidente
del Consejo de Ministros, _Práxedes Mateo Sagasta_.»


IV

Este decreto, firmado por el Rey a la una de la madrugada del 29 de
febrero, apareció en la Gaceta de Madrid repartida al amanecer del
mismo día.

La nueva de la disposición oficial cundió por la corte con la rapidez
del rayo. Los barrenderos de la Villa, ebrios de gozo, abandonaron
al punto su matutina faena para entregarse a copiosas libaciones
a cuenta de la jubilación; las placeras, arrojando las mercancías
al arroyo, desgañitábanse dando desaforados vivas al Gobierno por
la merced recibida; las criadas de servir tiraban los cestos de la
compra, y las más acudían presurosas a los alrededores de los cuarteles
para cerciorarse de que la gracia era extensiva al elemento militar;
los soldados, licenciados por sus jefes, dejaban los fusiles para
fraternizar con aquellas; los cocheros de plaza despedían a los
viajeros, y confiando los vehículos al instinto de los caballos,
se declaraban en huelga; retirábanse los alguaciles y agentes de
orden público, considerándose jubilados; muchos de los habituales
concurrentes a los garitos no corrían, volaban en busca de usureros
que les prestaran algunas sumas con retención de la paga; aparecían
en las puertas de las tiendas rótulos diciendo: _Cerrada por cesación
de comercio_; parábanse las fábricas y los talleres; quedábanse las
casas sin criados ni porteros; los Ministerios, huérfanos de empleados
y hasta de pretendientes; detenidos los trenes en las estaciones por
falta de personal; y solitarias la Universidad y las escuelas; en fin,
nadie quería dedicarse al trabajo, creyendo su subsistencia asegurada
con las 30.000 pesetas anuales.

Varios prestamistas, sin embargo, de suyo codiciosos, creyeron que
aquella era la ocasión propicia de estrujar al prójimo, y pusieron
grandes carteles, escritos a mano, porque no había ninguna imprenta
abierta, anunciando que daban dinero sobre pensiones. Al punto sus
casas fueron un jubileo, y a medida que la demanda aumentaba, por la
ley natural de las transacciones, el interés del dinero fue subiendo
hasta llegar a 5.000 por 100.

Trataron los periódicos de dar un suplemento; pero ¿cómo, si no se
encontraba un cajista por un ojo de la cara? Por favor especial un
diario popular consiguió reunir tres de aquellos y dos marcadores, pero
tuvo que pagar a duro la línea y a peseta cada ejemplar de la tirada.

Seguían entretanto sin lumbre los hogares, y eran pocos los madrileños
que habían conseguido desayunarse. En vano acudían muchos a las fondas,
cafés y tabernas; los dueños se habían visto obligados a cerrar sus
establecimientos hallándose sin camareros y con las provisiones
agotadas.

A todo esto dieron las dos de la tarde, y Madrid tenía hambre, pero
hambre de rico, y para satisfacerla no quedaba más recurso que apelar
a la violencia. «¡A saquear las tahonas y las lonjas de ultramarinos!»
gritaban algunos, y la cuestión de orden público se presentaba
imponente y aterradora. Mas el pueblo, contenido aún por la gratitud,
siendo tan reciente el beneficio que debía al Poder, oponíase a todo
procedimiento de fuerza. ¿Qué hacer? No había autoridades; todas
estaban jubiladas.

«¡Acudamos al Rey!» dijeron algunos; y la muchedumbre que recorría las
calles encaminose a la Plaza de Oriente.

El Monarca se asomó al balcón que cae sobre la puerta del Príncipe, y
la mirante turba prorrumpió en atronadoras aclamaciones.

Una Comisión representando al pueblo allí congregado subió a las reales
habitaciones para pedir al Soberano que nombrase autoridades; pero
había surgido un conflicto constitucional irresoluble. En virtud del
Código fundamental, los mandatos del Rey no pueden llevarse a efecto
si no están refrendados por un Ministro. No existía ninguno desde que
el Gabinete Sagasta había sido jubilado, como los demás funcionarios
públicos, y por lo tanto no había medio de que la Corona hiciera uso de
su libérrima prerrogativa.

Mas como sucede en estos casos de justicias populares, en el asalto de
las tahonas, lonjas y tabernas fueron más los productos alimenticios
y el vino que se perdieron lastimosamente, que los que llegaron a la
boca de la mayoría de los madrileños, la cual ya entrada la noche,
seguía desfallecida de hambre, mientras que los más fuertes y atrevidos
desperezábanse de puro hartos.

Y a todo esto, Madrid estaba sepultado en la oscuridad más profunda,
porque aquella no era noche de luna,[1] y los empleados del gas se
habían declarado en huelga.

  [1] El día anterior a las 11 y 18 minutos de la mañana había sido
  luna nueva. Quien dude de la veracidad de este detalle, puede
  consultar el calendario de dicho año.

Recorrían las gentes las calles a tientas, dando y recibiendo fuertes
tropezones, y las más de aquellas, deseando ver el término de
situación tan crítica y angustiosa, encaminábanse a la Plaza de Oriente
para hacer una manifestación respetuosa contra el párrafo segundo
del art. 49 de la Constitución del Estado,[2] y suplicar al Rey que
convocase Cortes, y en unión y de acuerdo con estas, decretase y
sancionase una adición a la Constitución para poder suspender siquiera
por una vez los efectos de dicho artículo.

  [2] Dice así: «Ningún mandato del Rey puede llevarse a efecto si
  no está refrendado por un Ministro, que por solo este hecho se
  hace responsable.»

Mas ¿cómo se expedía el decreto de convocatoria sin faltar al precepto
constitucional, no existiendo Ministro que lo refrendase?

La situación no podía, pues, resolverse por los trámites legales.

Los presidentes de las Cámaras, a la sazón suspendidas, fueron llamados
a Palacio para que emitiesen su opinión.

Ambos, empleando una frase de un célebre exministro, se encogían de
hombros y se limitaban a decir: «Las cosas se resuelven por sí mismas.»

Así fue; porque Santiago, autorizado por Dios para anular su
milagro, deseoso de que no se infringiese una vez más un precepto
constitucional, y persuadido de que la felicidad de los españoles
no dependía del presupuesto, ni aun disponiendo este de recursos
inagotables, hizo que al dar la primera campanada de las doce de la
noche, todo el mundo olvidase lo que había sucedido durante el 29 de
febrero y que volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían al
terminar el día anterior.

En prueba de ello, si tú, lector, que has llegado hasta el final de
este cuento, te tomas la molestia de ojear la colección de la Gaceta de
Madrid, verás que falta el número de dicho día, del cual no ha quedado
ninguna huella en los anales de la Historia.



UN DIÁLOGO EN EL ESPACIO


¡Espíritu extraño a mi familia planetaria, que, como yo, vagas por la
inmensidad buscando el término del pavoroso viaje de las almas, detén
un momento el raudo vuelo y fija tu penetrante vista, ajena a las
imperfecciones de los carnales sentidos, en aquel astro que frontero
a nosotros se presenta, girando pausado al rededor de uno de los
innumerables soles de la Vía Láctea!

—¡Sombra a la par que yo desvanecida de la materia, cuya cósmica unidad
descubro claramente!, di, ¿por qué apartas mi atención, absorta ante
las grandiosas maravillas del Universo, fijándola en cuerpo celeste
tan raquítico, pobre y diminuto, sol extinguido, esqueleto de una
estrella, pigmeo que pasea su mortaja por los insondables abismos del
espacio?

—¡Ah! Aquel planeta fue mi patria.

—¿Tu patria? ¿Patria del espíritu un átomo?

—¡La patria del cuerpo que animé!

—Di mejor tu destierro.

—Treinta años vi correr en ella, ¡un instante apenas!, y siento el
dolor de la partida.

—¡Cuán apacible deslizarase la vida del polvo animado en esa esfera,
anónima para mí, cuando de tal suerte lloras su ausencia!

—La dicha, el placer, la bienandanza son allí risueñas ficciones:
nombres, como la oscuridad, que afirman una negación.

—¿Que te aqueja, pues?

—El grato recuerdo de un ser amado.

—¿Luego existe la dicha?

—Existe el más dulce y cruel de los dolores.

—Me asalta el deseo de conocer mundo semejante. ¿Qué hiciste en tu
sepulcro carnal? ¿A qué frívolos pasatiempos se entregaron tus iguales?
¿Cómo vive la materia en acción?

—¿Quieres saberlo? Sígueme y tus ojos te darán testimonio de ello.
Trasladémonos sin tiempo alguno a la estrella Polar, y, merced a la
lentitud de la luz, verás los reflejos de mi mundo, la Tierra, durante
los treinta años que di vida a deleznable arcilla.[3]

  [3] La luz recorre 300.000 kilómetros por segundo, y si fuese
  posible observar la Tierra desde la estrella Polar, dada la
  distancia que nos separa de esta, la luz del sol reflejada por
  nuestro planeta sería vista allí treinta años y medio después.

—Sea.

—Ya estamos. Nos hemos adelantado treinta años y medio a la marcha de
la luz, y desde aquí, si te place, puedes presenciar el espectáculo
de mi vida corpórea. Cuando te enoje aquel y quieras acelerarlo, nos
bastará movernos en dirección a la Tierra.

—Detengámonos un momento aquí, desde donde observo perfectamente el
hemisferio boreal. Noto en el centro una mancha blanquecina.

—Fórmanla los hielos acumulados en el Polo: el calor desaparece
paulatinamente de aquellas regiones como de las extremidades de un
moribundo.

—A esta mancha siguen alrededor otras más oscuras, de color azulado,
interrumpidas por espacios brillantes.

—Aquellas son mares, enormes masas líquidas condenadas en breve a la
rigidez de la muerte, y estos, continentes e islas, mansión de la
materia, pasajeramente vivificada por los espíritus inmortales.

—Quiero presenciar la aparición de la tuya sobre el planeta.
Detengámonos a 30 años de distancia de él, tomando por medida la
velocidad de la luz.

—Mira: en este momento los que fueron mis ojos terrenales se abren por
vez primera. ¡Ah! ¡Si llegase hasta aquí el sonido, cómo oirías las
tristes quejas del que despierta en una cárcel! ¿No ves a mi madre? ¿No
observas la palidez en sus mejillas, la fatiga en su agitado pecho,
el desfallecimiento en sus entreabiertos ojos, la expresión de acerbo
dolor en su cuerpo inerte? ¡Cuánto sufrió!... ¡Cuán a punto estuvo de
perder la existencia por dármela a mí! ¡No parece sino que una vida ha
de surgir a costa de otra!

—¡La humanidad es hija del dolor!

—¡Cuán grande, terrible e incesante lucha me espera! La lucha de la
vida por la vida, a costa de otras existencias o de los gérmenes de
estas.

—¡El más fuerte está condenado a crueldad perpetua!

—¡Cuántos peligros me rodean por todas partes! ¡El aire, mezcla de
fluidos sutiles, lleva en su seno el principio vital y la muerte; el
agua, compuesto líquido de dos gases tenues, sustenta invisibles y
formidables adversarios; la tierra, conjunto de elementos limitados
y de combinaciones infinitas, da de sí, en pródiga abundancia, el
maternal sustento de sus fecundas entrañas y la alevosa ponzoña!

—¡La eterna contradicción de la materia!

—¿No observas cómo me defiendo en esta guerra continua, silenciosa e
inexorable? Parece que unas veces desfallezco y caigo; pero recobro
fuerzas y me levanto y crezco, y cada vez con más vigor desafío los
ocultos ministros de la muerte que me acechan, acosan y persiguen sin
tregua ni descanso.

—Sigamos adelante, y abreviemos el término de la representación de tu
efímera estancia en aquella partícula de polvo cósmico.

—Ya se ilumina mi inteligencia, y apenas da señales de sí, pónenla en
tortura, y surge un nuevo combate en el cual batallan la inercia de
la materia o la frivolidad de la pueril imaginación contra el estudio
arduo y escabroso de la ciencia humana.

—¡Ciencia humana; rudimentaria sabiduría!

—Despiertan las calladas pasiones, enciéndense inquietos deseos,
vértigo inefable se apodera de todo mi ser: nace el amor, y comienza
una guerra cruenta y despiadada, que tiene por campeón el fuego y por
botín la indiferencia.

—¡Mísera humanidad! ¡Tus luchas son el infinito; tus triunfos el
vacío!... Pero ¿qué nubes blanquecinas y rastreras asombran ahora las
tierras y aun los mares?

—Se están riñendo batallas. No le basta al hombre la perenne guerra
contra la naturaleza y consigo mismo a que está condenado: necesita
satisfacer su ciego instinto a costa de sus semejantes, y la lucha que
comenzó siendo individual, ha degenerado en colectiva. ¿No observas
cómo aplican allí al arte de la destrucción la imperfecta ciencia
reservada a los mortales? El estado más poderoso es el que supera a los
demás en instrumentos de ruina.

—Mas ya se disipan las nubes, y las apretadas falanges, que se
arrojaban con furor unas contra otras, retroceden y se disuelven.

—Cierto. Hase convenido lo que los hombres llaman una paz definitiva
y perpetua. ¡Breve armisticio! ¡En cuanto la Tierra dé algunas
revoluciones sobre su eje, renacerá el combate, y siempre con más
encarnizamiento y más perfección en la ciencia de la muerte!

—¿Los hombres, por lo visto, tienen una idea errónea del tiempo, cuando
soportan penalidades tantas en pos de ilusorias recompensas?

—Unos cierran los ojos de la razón, de miedo de ver el corto camino que
tienen delante; otros fundan la inmortalidad en la perpetuación del
nombre con que les han designado en la tierra. Se contentan con poco:
les basta dejar tras sí un sonido articulado.

—¡Pueril vanidad, cuando la misma Tierra ha de perecer en breve!

—Esta a lo menos es la más disculpable de las vanidades. ¡Cuán
irrisorias las que se fundan en un supuesto bien presente! ¡Los
menguados que atesoran para gozar de la envidia ajena! ¡Los insensatos
que buscan la propia satisfacción en la servil obediencia de sus
semejantes! ¡Cuánta demencia en unos, y cuántas humillaciones para los
otros, que han de convertirse en esclavos de un tercero, siéndolo este
a su vez de las colectividades: la mayor de las servidumbres!

—¡Mísera humanidad, en tus manos se empequeñece hasta la soberbia!...
La vista de tu Tierra se va haciendo enojosa.

—¡Adiós, seres amados! ¡Un instante no más y os juntaréis conmigo!

—Antes de alejarnos de aquí desearía saber quiénes son esos hombres
que dirigen constantemente los ojos hacia nosotros. ¡Qué de peligros
arrostran algunos en medio de aquellas regiones salvajes! ¿Buscan
también oro?

—No. Aquellos que allí ves son los justos, que no obran por el estímulo
de la terrenal recompensa, ni aun de la vanagloria. Hacen el bien por
el bien, y remontando su alma a estas tranquilas y serenas regiones,
fundan solo en ellas el término de sus sonrientes esperanzas.

—¡Felices vosotros, oscuros e ignorados héroes del espíritu, que
alcanzáis la mayor de las victorias reservada a los mortales: señorear
la materia y acercaros a Aquel que resume en sí la más sublime y
abstracta de las perfecciones!

—¡Volemos hacia Él, que es grande su clemencia!

—¡Atrás, satélites, planetas, soles, constelaciones, nebulosas, polvo
cósmico, infusorios del vacío! ¡A ti acudimos, Omnipotente Espíritu que
lo llenas todo y ante quien hasta parece pequeño el infinito!...

* * *

Dijeron... y rasgose el velo del supremo arcano.



LA CAJA DE CERILLAS


Rico, viejo, achacoso, sin hijos que le heredasen, y solo con
parientes, lejanos y codiciosos, era Samuel Rodríguez el más infeliz
de los avaros. Ni el afán de acapararlo todo, ni el placer de contar y
recontar el fruto de sus granjerías, ni la necia vanidad de que podía
poseer lo que otros inútilmente ambicionaban, hacíanle llevaderas las
angustias, zozobras y fatigas que producía en su ánimo, naturalmente
pusilánime, el temor de perder el bien alcanzado con tantas privaciones.

* * *

No ha mucho tiempo que Samuel recorría a pie una comarca, donde acababa
de sentar los reales para esquilmarla y empobrecerla con sus negocios
usurarios, cuando le sorprendió la noche junto a un río, a la sazón
infranqueable sin el auxilio de barca, porque repentina avenida había
destruido el puente o inutilizado el vado. Lleno de mortal congoja,
temiendo a cada paso la sorpresa de imaginarios bandoleros, pues
llevaba en el seno un fajo de billetes de Banco, seguía la margen
del río, hasta que la suerte le deparó una barca medio varada en la
arena. Su primer intento fue ponerla a flote; mas faltándole fuerzas,
y coligiendo por varios y manifiestos indicios que aquel debía de
ser lugar frecuentado de pescadores, comenzó a dar voces en demanda
de socorro. Acudió solícito a prestarlo uno de aquellos, dueño de la
barca, a quien Samuel, con lágrimas en los ojos, suplicó que, por
caridad y amor de Dios, le pasase a la orilla opuesta. Era el barquero
muy pobre, y de suyo compasivo para con los menesterosos, y tomando por
tal a Rodríguez, a juzgar por lo roto, raído y mugriento del traje,
accedió, sin estipendio alguno, a lo que pedía, y comenzó a poner en
obra su buena intención.

* * *

Venía muy crecido el río, y a fuerza de remos llegó la barca a la mitad
de aquel; pero de pronto, cogiéndola a través, la volcó, dando en el
agua con el avaro y el barquero. No sin gran trabajo lograron ambos
asirse a la barca, la cual quedó con la quilla al sol, y poniéndose
sobre ella a horcajadas se vieron a merced de la corriente, cada vez
más rápida e impetuosa.

—¡Estamos perdidos —exclamó el barquero—; la presa del molino dista
poco de aquí, y si Dios no hace un milagro, nos estrellaremos contra
las rocas!

Enmudeció de espanto Rodríguez, y pensando en el fajo de billetes que
llevaba cosido al forro del chaleco, dijo para sí:

—¿Qué va a ser de vosotros, amigos del alma, con tantos sudores, ansias
y angustias alcanzados? ¡Si perezco en este horroroso trance, tal vez
halle mi cuerpo algún malvado y descubriendo el fruto de mis desvelos,
se enriquezca a costa mía, y gaste, triunfe y despilfarre! ¡Ah! ¡Si
a lo menos me enterrasen con mi tesoro!... ¿Pero qué digo? En este
caso, el Banco resultaría poseedor de lo que es mío, exclusivamente
mío... No, jamás, jamás. ¡Ah!, ¡si este pobre pescador me salvase, yo
compartiría con él mi hacienda!...

—¡Queda una esperanza de salvación! —repuso el barquero.

—¡Una esperanza! —contestó Samuel, dando un grito de júbilo.

—Sí, que la corriente, en lugar de despeñarnos por el salto de la
presa, nos conduzca al canal del molino.

—Pero, ¡desdichados de nosotros!, siendo así, la barca se hará pedazos
entre las ruedas...

—No, porque el molino es de turbina, y el agua penetra en ella a través
de enrejados.

Respiró Samuel, y continuó razonando así:

—¿He dicho la mitad de mi hacienda? ¡Qué disparate! Basta la mitad
de los billetes de Banco que traigo aquí... Pero suman una fortuna...
cinco mil pesetas nada menos... Le daré la mitad de la mitad, o sea la
cuarta parte: mil doscientas cincuenta pesetas...

—¡Vamos bien! —añadió el pescador.

—Pero no quedarán para mí más que tres mil setecientas cincuenta
pesetas —observó el avaro—; con el pico, con las doscientas cincuenta
pesetas, será feliz ese pobre hombre.

—¡Pronto embocaremos el canal! —exclamó el barquero.

—¡Qué necio soy! —prosiguió Samuel—. ¿Regalar yo doscientas cincuenta
pesetas? ¿Y todo por qué? Porque ese prójimo ha expuesto su vida por
prestarme un servicio.... Como si todos los días no arrostrara mayores
peligros... Si le doy cincuenta pesetas, queda más que recompensado.

—¡Nos hemos salvado! —gritó el pescador.

—¡Cincuenta pesetas! ¡Diez duros! ¡Doscientos reales! ¡Sería el colmo
de la generosidad! —pensó el avaro—. ¿Y todo por qué? Por el barcaje.
El precio corriente son cinco céntimos: si doy diez, pago el doble de
lo que debo; pero ¿vamos a cuentas? La obligación del barquero era
dejarme sano y salvo en la orilla opuesta. Por su torpeza he caído al
agua. Mis vestidos se han deteriorado y he perdido tiempo. No, no,
nada le debo... Ni siquiera agradecimiento... Más bien él me debe una
indemnización. Yo soy acreedor, él deudor.

* * *

La barca choca con la compuerta del canal, a medio cerrar, y caen los
náufragos otra vez al agua. El barquero, buen nadador, conoce el río en
aquel paraje, y puede fácilmente ponerse en salvo; mas Samuel, a quien
los años debilitaran las fuerzas, se va al fondo, agitando los brazos
con la desesperación del que lucha entre la vida y la muerte. Ya la
cree inevitable, pero tropieza con un peñasco, y poniéndose sobre él de
puntillas, queda con el agua al cuello.

—¡Socorro! —grita con lastimeras voces—. ¡Socorro! ¡Socorro!...
¡Ampárame, Virgen Santa del Monte, que yo daré cuanto tengo, cuanto
poseo, a la persona que me salve, y alumbraré con cien luces tu
venerada imagen!

Y sus gritos desgarradores se pierden y confunden en medio del
incesante y estrepitoso golpear del agua, que rebosa del dique, y cae,
y rueda, y se despeña formando bullidoras cascadas.

De pronto, Rodríguez divisa una sombra confusa que, flotando sobre la
superficie del río, se acerca lentamente. Quiere abalanzarse a ella, es
su salvación sin duda, y perdiendo pie, cae arrollado al fondo.

El barquero conduce al molino el cuerpo exánime del avaro, y lo coloca
junto al hogar, donde chisporrotea el nudoso tronco de una encina.

A los rojizos y vacilantes resplandores que despide la hoguera, el
pescador, fijos los ojos en los cerrados párpados del usurero, las
manos cogidas en las suyas, el oído atento y el ánimo confuso y
suspenso, aguarda con viva solicitud que aquel dé señales de vida
mientras que el molinero y su familia rodean a ambos. De pronto abre
Samuel los ojos, mira al que cree su salvador, aparta la diestra, y
llevándosela al seno, tienta el escondido tesoro, lo aprieta convulso
contra su pecho, se convence de que está allí, intacto y oculto, y
lanza un suspiro.

Quiere hablar y no puede, e iluminándose poco a poco su memoria como
si despertase de profundo sueño, recuerda sus últimos ofrecimientos, y
comienza a razonar así:

—¿He de dar cuanto tengo, cuanto poseo? ¡No, no, en mi vida! Lo he
jurado... ¿pero sabía acaso lo que juraba en aquel trance mortal? Debo,
sin embargo, gratitud a ese hombre. Ciertamente y le recompensaré
con esplendidez. Le regalaré un billete, sí, un billete... ¿pero de
cuánto?... ¿De mil pesetas?... ¡Locura sería!... ¡Jamás ha visto ese
infeliz tanto dinero! ¡No sabría en qué emplearlo! ¿De quinientas?...
¡Tal vez sería su perdición! ¿De doscientas cincuenta?... Para que
lo gaste en la taberna... ¿De cien? Todavía me parece mucho... ¿De
cincuenta? No deja de ser una gruesa suma, diez monedas de cinco
pesetas: cinco mil céntimos de peseta... ¿De veinticinco entonces?...
No habrá más remedio. Dije un billete: cumpliré mi promesa... ¿Por qué
no emite el Banco billetes de una peseta?...

—De buena te has librado, buen hombre —dice el pescador al advertir que
Samuel recobra el conocimiento.

—Gracias —contesta el usurero.

—Hice cuanto pude para salvarte —prosigue aquel—; pero no me permitían
verte ni oírte la oscuridad y el ruido del agua, y a no ser por el
perro que te sacó de ella, no podrías contarlo.

—¡Un perro!

—Sí, un perro de Terranova que anda perdido por esta ribera.

Y Rodríguez respira, se considera libre de toda deuda para con los
hombres, y pensando en el perro, exclama:

—¡Generoso animal, corresponderé con largueza a tu noble acción! Yo
te recojo, amparo y protejo. Durante el día gozarás a tus anchas del
bien inapreciable de la libertad, para que tengas ocasión de buscar el
natural sustento, y por las noches guardarás mi huerta.

* * *

Poco tiempo después, de vuelta a su casa, repuesto del pasado
accidente, satisfecho de haber salido de él con el bolsillo intacto,
pasaba el avaro las noches en vela acometido de terrible pensamiento:
había hecho voto de poner cien luces a la Virgen del Monte, cuya
milagrosa efigie se venera en una ermita; pero el cerero no quería
vender menos de a real las velas más pequeñas.

—¡Cien reales en cera! —exclamaba Rodríguez—. ¡Qué despilfarro!...
¡pero no hay más remedio! ¿Por qué no ofrecí cien salves o cien
padrenuestros, aunque hubiesen sido cien rosarios?...

Al levantarse cada mañana, después de prolongado insomnio, se proponía
comprar las velas; pero pudiendo más su sórdida avaricia que la piadosa
obligación, en cuanto divisaba la casa del cerero, retrocedía espantado
a la suya.

Y pasaban días y días y no descansaba un punto, poniendo en tortura su
entendimiento a fin de encontrar una razón que le permitiese eludir
su ofrenda; pero ninguna de las argucias que le sugería el deseo era
bastante poderosa para convencerle, a pesar de la buena voluntad y
egoísta complacencia con que buscaba el propio engaño.

Al cabo creyó descubrir el medio de aquietar su conciencia a poca
costa, y tuvo un arranque de generosidad.

Compró una caja de cerillas y las dedicó a la Virgen.

Diariamente, aprovechando la ausencia de los fieles, encendía una ante
la sagrada imagen.

Consumida la centésima cerilla, guardó la caja. ¿Había de perder el
cartón?

Y aun se acusaba a sí propio de derrochador.

¡Desperdició los cabos de las cerillas! Con ellos, apurándolos menos,
y unas ruedecitas de cartón, hubiera podido hacer cien mariposas de
lamparilla.



CUATRO SIGLOS DE BUEN GOBIERNO

CUENTO DE LA EDAD MODERNA


I

El príncipe don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, bajó
al sepulcro el 4 de octubre de 1497, y su hermana mayor, Doña Isabel,
reina de Portugal, sucediole en el derecho de heredar el trono de
Castilla, según las leyes de este reino; lo cual no impidió que Felipe
_el Hermoso_, casado con Doña Juana, hija segunda de aquellos monarcas,
reclamara para sí y para su esposa el título de Príncipes de Asturias.

Los soberanos españoles apresuráronse a protestar contra tan
injustificada pretensión, y resueltos a destruirla por completo,
llamaron a sus hijos, los de Portugal, y en 29 de abril de 1498
hicieron reconocer y jurar por las Cortes, reunidas en Toledo, a Doña
Isabel, esposa del rey don Manuel, por sucesora legítima de la corona
de Castilla; mientras don Fernando convocaba, para el 2 de junio del
mismo año, las Cortes aragonesas, a fin de que estas, por la parte
referente a aquel reino, tomaran el mismo acuerdo.

Graves dificultades opusieron las de Zaragoza a los deseos de la
familia Real, que de propósito había ido a dicha ciudad, pues la mayor
parte de los representantes, invocando las leyes de Aragón, a pesar de
ejemplos contrarios, profesaban el principio de que las hembras eran
excluidas en la sucesión del trono. Después de prolija controversia,
decidiose diferir la resolución hasta que ocurriese el alumbramiento de
la hija mayor de los Reyes, que se hallaba encinta; con objeto, en el
caso de nacer un niño, de proclamar a este por heredero de la corona,
en virtud de la disposición testamentaria de don Juan II, según la cual
a falta de hijos varones se reconocía el derecho de sucesión a los
descendientes varones de las hijas del monarca.

Conciliados sobre este punto los opuestos pareceres, no suscitó
oposición alguna el reconocimiento del príncipe don Miguel, a quien dio
a luz, a costa de su vida, la virtuosa princesa Doña Isabel el 23 de
agosto de 1498, en la misma ciudad de Zaragoza. Los cuatro brazos del
reino de Aragón, reunidos el 22 de septiembre, confirmaron su acuerdo
con la jura solemne del tierno nieto de los Reyes Católicos o hijo
primogénito de los de Portugal.

En los primeros días del siguiente año, las Cortes de Castilla,
congregadas en Ocaña, y en 17 de marzo las de Portugal en Lisboa,
declararon a don Miguel legítimo heredero de los respectivos reinos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Don Miguel I[4] fue proclamado rey de Castilla en 1504, por muerte de
Doña Isabel _la Católica_; de Aragón en 1516, al expirar don Fernando,
y de Portugal, en 1521, en cuya época ocurrió el fallecimiento de don
Manuel _el Grande_.

  [4] El príncipe don Miguel, a quien hace reinar el autor de esta
  pseudohistoria, murió en Granada el día 20 de julio de 1500, a la
  temprana edad de dos años, por desgracia de España, que cifraba
  en aquel niño las más halagüeñas esperanzas.

Frisaba con los veinticuatro años el ilustre nieto de los Reyes
Católicos, cuando juntó las coronas de Castilla, Aragón, Portugal y
Navarra, en la Península, y fuera de ella, las de Nápoles y Sicilia;
con las colonias de las Indias Orientales y Occidentales, que a la
sazón acrecentaban con pasmosa rapidez los navegantes españoles y
portugueses.

Era don Miguel un monarca de ánimo esforzado, de actividad incansable
y de reflexivo y cultivado entendimiento. De su abuelo don Fernando
heredó aquella sagacidad y diplomacia que hicieron de él uno de los
más hábiles políticos de su tiempo; de su abuela, la Reina Católica,
los generosos impulsos y la tenaz perseverancia que dieron un mundo a
España y completaron la obra de la Reconquista; de su madre la piadosa
Doña Isabel, los más puros sentimientos religiosos, aunque ajenos de
superstición y fanatismo, y por fin, de su padre el rey don Manuel,
aquel incesante deseo y noble ardimiento con que protegía y estimulaba
las atrevidas empresas encaminadas a coronar la obra iniciada en
Occidente por el genio portentoso de Cristóbal Colón, y en Oriente por
la constancia indomable de Vasco de Gama.

Mas sobre tan relevantes cualidades descollaban en el joven soberano
otras superiores a ellas, en una época en que las tendencias de un
orden sentimental ahogaban la voz de la razón y de la conveniencia,
y eran el sentido práctico, el claro y recto juicio y el espíritu
eminentemente utilitario que presidían a todos los actos de su política.

Abatida la grandeza turbulenta en el anterior reinado; reducidos a
la impotencia aquellos soberbios magnates que ultrajaban la majestad
del solio; respetado en todas partes el poder Real; reformadas las
órdenes religiosas, merced al cristiano celo de Isabel, secundado por
la austera energía de Cisneros, que durante la menor edad del Rey
intervino en la gobernación de Castilla; organizada la Santa Hermandad,
milicia creada para la defensa del orden social, que convirtiose en
vigoroso campeón del trono contra las demasías de la nobleza, el gran
rey don Miguel comprendió que el reposo, la prosperidad y la ventura
de su dilatada monarquía estribaban en el respeto de las venerandas
instituciones populares y en el paulatino desenvolvimiento de estas,
unidas en estrecho o indisoluble vínculo con la Corona.

Era al propio tiempo forzoso dar cierta unidad a aquellos Estados
peninsulares, que discrepaban entre sí por sus leyes, usos,
costumbres, y hasta por su lengua, y al efecto, con prudentes medidas,
sin lastimar las preocupaciones locales, fue preparando el camino del
sistema que alcanza tan alto grado de perfección en nuestros días,
gracias al unánime concurso del cuerpo electoral, al desinterés de los
representantes del país, y a la sinceridad y rectitud de los gobiernos:
lógica consecuencia de los progresos de las costumbres políticas,
después de tantos siglos, sin solución de continuidad, de un régimen
encarnado en el espíritu de la nación ibérica.

En medio del caos en que estaban sumidas entonces las ciencias
económicas, dio don Miguel un raro ejemplo de previsión, facilitando
el libre tráfico entre todos los reinos europeos sometidos a su cetro,
haciendo extensivos a los puertos de los mismos el privilegio, de que
disfrutaban Sevilla y Lisboa, de contratar con las Indias, y por fin,
autorizando, aunque con algunas restricciones, el comercio exterior.
Si bien rindiendo tributo a las ideas proteccionistas de la época, o
acaso impulsado por un móvil de alta política, prohibió en absoluto
toda comunicación entre las colonias y los puertos extranjeros,
permitió, en cambio, la extracción del oro y de la plata de la
Metrópoli; metales que, abundando con exceso desde el descubrimiento
del Nuevo Mundo, encarecían las mercancías y la mano de obra. Los
resultados de esta sabia medida fueron tan inmediatos como eficaces:
derramándose el numerario sobrante por Europa, abrió vastísimo
mercado a las transacciones, acrecentose en extremo con los retornos
la riqueza pública, y restableciose el perdido equilibrio de la
balanza mercantil, librándose la nación de verse pobre en medio de la
superabundancia de aquellos metales preciosos estancados.

La supresión de las trabas impuestas al comercio colonial, y la
concesión a todos los puertos de la Monarquía, de las franquicias
que gozaban solo Sevilla y Lisboa, contribuyeron en gran parte al
afianzamiento de la unidad nacional; porque eran tan pingües los
beneficios que reportaba el tráfico con los países ultramarinos a
la industria y a la agricultura, que los diferentes reinos quedaron
ligados entre sí en inquebrantable lazo por el derecho recíproco,
la utilitaria conveniencia y la asociación de intereses materiales:
vínculos más estrechos y poderosos que los creados por las
combinaciones políticas, el espíritu regional o la fuerza de las armas.

Además, con esta reforma acelerose el desarrollo y la prosperidad de
las colonias, porque la emulación y la competencia, que nacieron al
amparo del libre comercio, confirmaron pronto la bondad de una ley
económica revelada palpablemente por la experiencia.

Tal fue en resumen la política interior del rey don Miguel.

En cuanto a la exterior, tuvo por constante objetivo los altos
intereses del cristianismo y de la civilización, la defensa de la
unidad nacional, el bienestar de sus súbditos y la seguridad del
tráfico. Atento sobre todo a la situación geográfica de la Península,
que constituía el núcleo de sus vastos dominios; con sobradas tierras,
en los extremos Oriente y Occidente, por colonizar: con un enemigo en
la costa opuesta del Mediterráneo a quien someter, comprendió que
Iberia debía vivir, en lo posible, alejada de toda injerencia en el
resto de Europa, prescindiendo de aquellos derechos señoriales que
no afectasen de un modo directo al porvenir de la patria. Así es que
no mostró empeño en conservar el reino de Nápoles, eterna causa de
discordias con Francia, seguro de que la posesión de aquel territorio
pudiérale distraer de empresas más provechosas. En cambio retuvo y
fortificó a Sicilia, que por su carácter insular era más fácil poner
a cubierto de los ataques enemigos, y que por su posición estratégica
constituía uno de los fuertes destacados para proseguir la guerra
contra el islamismo.

Vencer a este y conquistar aquellos países, separados de España por
un brazo de mar, fue el propósito de toda su existencia, y a esta
política, con perseverancia seguida en los siglos posteriores, débese
la formación del grande estado ibero-africano, que tiene por linderos,
al Norte, el Garona; al Sur, el Atlas, y al Este, el desierto de la
Libia.

Para el logro de tan altos fines, y sobre todo para la defensa de
las apartadas colonias, dedicose, con particular predilección, al
fomento de la armada y a la creación de ejércitos permanentes, obra
patriótica que con el mismo ardor continuaron sus sucesores, y así,
ni los venecianos y turcos primero, ni los holandeses e ingleses
después, pudieron hacer frente al poder marítimo de Iberia, la cual
consiguió de esta suerte, no solo dar feliz remate a la obra de la
conquista de África, sino también salvar de la rapacidad extranjera
las dilatadas colonias de la América del Sur, y sobre todo, el rico
imperio indostánico, donde los portugueses habían fundado las primeras
factorías.

Sobre tales cimientos asentada la política de la nación; sinceramente
unida la dinastía tradicional con las instituciones populares;
hermanado el trono con las libertades públicas, que el espíritu de
los tiempos ha venido perfeccionando sin revoluciones ni violencias;
inspirados los altos poderes en los grandes intereses del país; seguida
sin interrupción, en el espacio de cuatro siglos, la senda trazada por
don Miguel I, ¿debe sorprendernos acaso que Iberia, a pesar de sus
vicisitudes, de sus crisis y de los grandes conflictos surgidos en
Europa y América, sea todavía la primera potencia del mundo?

Aquel gran Monarca, imitando a sus ilustres abuelos los Reyes
Católicos, no tuvo residencia fija en ninguna de las ciudades de la
Península; pero en el reinado siguiente tratose de designar la capital
definitiva de la Monarquía. Era este punto motivo de rivalidades y
de discordias entre varias poblaciones de los antiguos reinos, y el
Soberano no quiso tomar resolución alguna sin el concurso de las
Cortes. Con este motivo convocó por primera vez, en un solo Cuerpo, las
de los diferentes reinos, dando además voto a las ciudades y pueblos
importantes que carecían de él. Esta novedad, recibida con universal
beneplácito, fue un gran paso hacia el perfeccionamiento del sistema
parlamentario.

Congregáronse las Cortes en Toledo, y después de animados debates
prevaleció el dictamen de la conveniencia pública, sustentado
especialmente por los procuradores de los pueblos que por primera vez
hacían uso del derecho de representación.

Toledo fue declarada capital de Iberia.

Las Cortes, no obstante, al proponer al Rey esta medida, le suplicaron
encarecidamente que visitase con mucha frecuencia las grandes
poblaciones de los antiguos reinos, para ver de cerca sus necesidades.

Situada Toledo en la margen de un río caudaloso, en el centro de la
Península, con una extensa vega, numeroso vecindario, florecientes
industrias y activo comercio, abundante de buenos materiales de
construcción, próxima al delicioso sitio de Aranjuez, llena de
monumentos que atestiguaban sus antiguas glorias, y residencia del
primado de España, parecía el punto destinado a ser el corazón de una
gran potencia.

Acordose que en lo sucesivo se reunirían en Toledo los procuradores de
todos los reinos, cuando fuesen convocados por el Monarca para tratar
de asuntos de interés general, sin perjuicio de las juntas parciales
de cada uno de ellos en las cuestiones de carácter regional; y después
las Cortes votaron un impuesto destinado a la construcción en la vega
del soberbio edificio, asombro de propios y extraños, donde todavía
celebran sus sesiones las Cámaras del reino.

En torno de aquel monumento, símbolo de las libertades patrias,
repartida en anchas plazas y espaciosas calles tiradas a cordel, se
fue edificando la ciudad moderna. Allí, en las márgenes del Tajo, se
admiran en el día las casas solariegas, propiedad de las más ilustres
familias del país; numerosas y artísticas iglesias del estilo del
Renacimiento; el Palacio Real, situado en la orilla izquierda del
río, que deja atrás al Louvre y a las Tullerías por su extensión y
magnificencia; grandes museos, donde descuellan las obras del genio
ibérico y se estudian los progresos de sus civilizadoras conquistas;
la Universidad y considerables establecimientos de enseñanza, que
ofrecen a la juventud, sin estipendio alguno, el pan del alma, y al
verdadero mérito y al probado saber, justa y liberal recompensa;
vastos cuarteles, albergue de los que en extranjero suelo esgrimen las
armas, jamás manchadas de española sangre; suntuosos Tribunales de
justicia, amparo solícito y diligente de la razón atropellada; la casa
del Ayuntamiento, centro de noble desinterés y cívica perseverancia;
cómodos y elegantes coliseos, palenques solo del arte nacional; los
Ministerios, término glorioso de la reconocida competencia y de la
acrisolada rectitud; la grandiosa Bolsa, mercado universal de valores
y santuario de la probidad y de la buena fe; el Banco, activo servidor
del crédito ajeno y fiel guardián del propio; parques y paseos, con
profusión de estatuas erigidas a los preclaros hijos de Iberia, y en
magnífica abundancia, elegantes fuentes y murmuradoras cascadas; una
campiña poblada de árboles seculares y de pintorescas quintas, donde
el ánimo fatigado halla el dulce reposo del hogar en el seno de la
Naturaleza; numerosas fábricas, cuyas humeantes chimeneas glorifican la
conquista del hombre sobre la materia, y por fin, la soberbia ciudad
de tres millones de almas, digna capital del mayor y más poderoso de
los imperios, que eclipsa con su grandeza a París y a Londres.

A tal prosperidad contribuyó en extremo la canalización del Tajo desde
Aranjuez hasta su desembocadura, en cuya obra colosal, sobre todo para
la época en que se llevó a cabo, invirtiose una parte de los beneficios
de las minas de las colonias, que correspondían al Estado. A fines del
siglo XVI terminaron los trabajos, y desde entonces pueden
remontar el río hasta Toledo buques de 200 toneladas.

La invención de los ferrocarriles, que comenzaron a construirse en
la Península en el segundo tercio de este siglo, fue también poderoso
auxiliar al engrandecimiento de Toledo, y especialmente de su industria
y comercio. El plan de las vías férreas respondió a las necesidades
generales del país: los trazados acomodáronse a ellas y a la economía,
sin tenerse para nada en cuenta las influencias personales o de
localidad, y obtúvose de esta suerte una gran baratura en las tarifas
de transportes. Así es que los carbones de Puerto Llano y Bélmez se
colocan en Toledo a tan bajo precio, que compiten con los ingleses
traídos por la vía fluvial.

Gracias a esta facilidad de comunicaciones, renacieron y se
desarrollaron en el centro de la Península las industrias que de
antiguo existían, las cuales librándose de inminente ruina, evitaron el
empobrecimiento de unas provincias que, poseyendo, en lo general, un
suelo ingrato, necesitan el concurso de la fábrica para no arrastrar
vida trabajosa y miserable.

La elección de capital, aunque parece un simple incidente histórico,
ejerció grande influencia en los destinos de nuestra patria, pues
estableciéndose aquella en un centro donde pudieron desarrollarse en
grande escala el comercio, la industria y la agricultura, infundió a
la gobernación del Estado sentido utilitario y práctico, dio al resto
del país constante ejemplo de amor al trabajo, abrió ancho campo a la
iniciativa individual, y alejó a la ambición, que veía ante sí más
dilatados horizontes, de las estériles luchas de la política y de las
esperanzas burocráticas.

En el segundo capítulo daremos a conocer cómo salió el reino de
las grandes crisis que surgieron en el mundo, y particularmente de
la producida por la emancipación de los Estados sud-americanos, y
veremos el prodigioso incremento que tomó la riqueza pública en toda
la Península al amparo de la paz interior y de la sabia política de
la dinastía nacional, fiel intérprete de los altos intereses, de las
tradicionales necesidades y de las verdaderas aspiraciones de la
sociedad ibérica.



CUATRO SIGLOS DE BUEN GOBIERNO

CUENTO DE LA EDAD MODERNA


II

El sentimiento religioso, que tendía a la unidad, los odios populares
contra los enemigos de la fe, y acaso la influencia de errores y
preocupaciones económicas, produjeron durante el reinado de Isabel
y Fernando la proscripción de España de la raza hebrea. Expulsados
fueron también, en gran parte, los moriscos de Granada, a pesar de
las capitulaciones de la Vega, violadas primero por aquellos con sus
turbulencias y rebeldías.

No podían ocultarse al claro talento y al buen juicio de don Miguel,
aunque heredó de su madre la aversión a los judíos,[5] los grandes
perjuicios que ocasionaba al comercio y a la riqueza pública el
destierro de aquellos industriosos habitantes, y así no es de extrañar
que, obrando como hábil político, abandonara en este asunto el sistema
de la intransigencia y del rigor, ejemplo seguido más tarde por
Francia, Inglaterra e Italia, que, después de arrojar de su territorio
a los hijos de Israel, volvieron a admitirlos y a tolerarlos.

  [5] La princesa Doña Isabel, hija de los Reyes Católicos, antes
  de dar su mano al rey don Manuel de Portugal, impuso a este la
  condición de que desterraría del reino a los judíos.

Harto más peligrosa era la permanencia en la Península de los
moriscos, porque aquella gente ruda, ignorante y levantisca amenazaba
constantemente el general sosiego; pero el Gran Monarca, sin discordias
intestinas que aplacar, ni guerras europeas que entretener, ni
disputados derechos señoriales que amparar; seguro del poderío que le
daba la concentración de su política eminentemente nacional, no turbada
ni menoscabada por influencias exóticas; armado de sobrados medios
materiales para reducir a la impotencia todo acto de fuerza, inauguró
un procedimiento que con el transcurso de los años había de unir y
confundir aquella raza con la ibérica. A la crueldad opresora opuso la
generosa tolerancia, a la arbitraria persecución, solícita justicia; al
forzoso bautismo, cristiana persuasión; a los planes de exterminio, las
puras máximas del Evangelio; a la espada, la cruz.

Preciso fue crear misioneros especiales, instruirlos en la lengua
de los moriscos, ilustrar a estos, cuyo apego a las groseras
supersticiones nacía de su rústica condición; vencer preocupaciones
populares, extirpar abusos y facilitar los matrimonios mixtos.

Gracias al celo perseverante de la Corona, secundado por muchos
prelados que, enemigos de la expulsión, pedían el empleo de medios
suaves para convertir y catequizar a los descendientes de los moros, se
evitó la ruina de la agricultura y el empobrecimiento y despoblación de
la Península. ¡Notable triunfo del sentido práctico sobre un fanatismo
acaso disculpable después de la lucha religiosa de ocho siglos!

Consecuencia de esta lucha fue el establecimiento del Santo Oficio
en tiempo de los Reyes Católicos; mas don Miguel, aunque no pudo
sustraerse por completo al espíritu de su época, procuró impedir los
rigores de aquella institución, accediendo a las súplicas de las
Cortes, que pedían al Monarca «que mandara proveer de manera que en
el oficio de la Santa Inquisición se hiciese justicia, guardando los
sacros cánones y el derecho común, y que los obispos fuesen los jueces,
conforme a justicia».

También atajó con prudentes medidas el incremento de la amortización
eclesiástica, dando satisfacción a los procuradores de las ciudades,
que se expresaban en estos términos: «Que ninguno pueda mandar bienes
raíces a ninguna iglesia, monasterio, hospital ni cofradía, ni ellos
los puedan heredar ni comprar, porque, si se permitiese, en breve
tiempo sería todo suyo.»

La aparición de la Reforma en Alemania y las pavorosas guerras
religiosas que trajo consigo la plaga de las herejías, no dejaron de
inspirar profunda inquietud al soberano que regía los destinos de
Iberia; mas pronto la experiencia le demostró que, sin necesidad de
encender las hogueras inquisitoriales, no echaría raíces en nuestro
suelo el principio del libre examen, doctrina que no ha encontrado
jamás verdadera resonancia en los pueblos meridionales.

Los príncipes católicos solicitaron la alianza peninsular para
combatir a los rebeldes sectarios, y aunque encontraron siempre
decidido apoyo moral, no obtuvieron jamás auxilios materiales de la
dinastía miguelina, fiel a su política de abstención en las contiendas
europeas. ¿Acaso no ofrecía más provechoso campo a su actividad, y más
conforme con las tradiciones nacionales, la guerra incesante contra
el mahometismo? ¿No debía absorber toda su fuerza y virilidad la
conversión y conquista de los vastos territorios del extremo Oriente,
cuya vía marítima hallaron los portugueses, y del Mundo Occidental,
descubierto por los españoles en medio de las soledades del Océano?

La rivalidad entre Iberia e Inglaterra, siendo ambas potencias
colonizadoras, no pudo menos de dar por fruto repetidas y encarnizadas
luchas en el mar y en las colonias; pero, como la primera aventajaba
en fuerzas navales a las demás naciones, merced a la superioridad de
recursos vio siempre coronadas por el éxito sus campañas, haciendo
vanos los esfuerzos de la soberbia Albión, que codiciaba el rico
Imperio indostánico. El resultado fue que esta, reconociendo al fin su
impotencia, limitárase a la colonización de la América del Norte.

Celosa también Francia de nuestro engrandecimiento, invocando sus
ilusorios derechos sobre el Rosellón y sobre Navarra, intentó,
en distintas ocasiones, invadir aquellos territorios, sin que
jamás consiguiese salvar la frontera; la cual se encontraba tan
bien defendida por un sistema de fortificaciones constantemente
perfeccionado según los adelantos del arte militar, que hacía
invulnerable la sagrada tierra de la patria.

Estos ataques infructuosos, unidos a los reveses que, tomando la
ofensiva, hicieron sufrir nuestras armas a las de la nación vecina en
las vertientes septentrionales del Pirineo, acabaron por convencer al
Gobierno de París de cuánto le importaba la amistad de un Estado tan
poderoso, el cual, por otra parte, ni se inmiscuía en asuntos ajenos,
ni atizaba la tea de la discordia en Europa, ni reivindicaba para sí
derechos en la Península itálica, donde Alemania, Francia y Venecia
desangrábanse en perpetuas luchas.

Mientras las demás naciones, confundiendo lastimosamente los derechos
señoriales de los soberanos con la conveniencia de los pueblos,
disputábanse la posesión de territorios, muchas veces sin valor
intrínseco ni estratégico; mientras declinaba rápidamente a su ocaso la
República comercial de Venecia, porque los descubrimientos marítimos
habían producido una revolución en el tráfico, el Imperio ibérico
proseguía con ardor la guerra contra la Media Luna, la colonización de
sus vastas y dilatadas provincias ultramarinas, y, a la sombra de una
paz interior jamás turbada, el fomento de sus intereses materiales.

Si la emigración a las Indias arrebataba brazos a las artes, el
Gobierno, siguiendo la senda trazada por los Reyes Católicos,
estimulaba la naturalización de los extranjeros, y si la experiencia
ponía de manifiesto errores económicos y abusos administrativos, con
solícito celo acudía al pronto remedio el poder Real, ajeno a la
cortesana molicie, sordo a las influencias personales, refractario al
yugo de los validos, y atento solo a las necesidades de los pueblos,
fielmente reflejadas en las representaciones de las Cortes.

Esta institución debía necesariamente adquirir notable desarrollo y
perfeccionamiento después de varios siglos de práctica no interrumpida
ni falseada, y por lo tanto, no es de extrañar que los principios de
la Revolución francesa, que perturbaron a Europa y a América, apenas
encontrasen eco en Iberia, pues aquí se habían implantado, por medio de
una serie de evoluciones lentas y progresivas, derechos y libertades
que en otras partes solo pudieron ser conquistados por la violencia.

Mas, si en la esfera de las ideas no ejerció aquel acontecimiento
considerable influencia en la Península, túvola, y grande, en la
política exterior de la corte de Toledo. En vano intentó esta
perseverar en su constante propósito de vivir alejada de las contiendas
europeas. Cuando vio amenazadas sus colonias por una propaganda
cosmopolita que no había afectado a la Metrópoli, cuando persuadiose
de las arterías de la vecina nación y de los manejos de los Estados de
la América del Norte, que acababan de emanciparse de Inglaterra, para
producir un levantamiento en el Sur contra la madre patria, entonces y
solo entonces, echó su espada en la balanza de los destinos de Europa,
y su entrada en la Santa Alianza bastó para aniquilar y destruir aquel
genio de la guerra, que asombraba al mundo con sus proezas.

Gracias a esta intervención material, la Monarquía ibérica ensanchó
sus fronteras hasta el Garona; pero, en cambio, tuvo que resignarse a
perder sus extensas provincias del continente americano, donde el fuego
de la insurrección se había propagado de una manera formidable durante
la guerra con Francia.

La campaña fue encarnizada, aunque corta, pues pronto el Gobierno se
convenció de la inutilidad de prolongar una lucha que comprometía sus
futuros intereses en la América latina. Entonces, en vez de avivar los
odios y rencores con insensatas intransigencias entre las colonias
emancipadas y la antigua Metrópoli, propúsose con hábil política
suavizar asperezas, vencer obstáculos o infundir a las nacientes
repúblicas sentimientos de paz y de concordia.

Animado de este espíritu de conciliación, apresurose a reconocer la
independencia de aquellas, alentándolas en los primeros pasos de la
vida política, uniéndolas a la Península con tratados de comercio y
de alianza ofensiva y defensiva, juntándolas en una confederación
sud-americana, y solo reservando para sí algunas islas en el Golfo
Mexicano, a fin de que sirviesen de perpetuo vínculo de una misma raza
entre el Nuevo y Viejo Mundo.

Esta política, basada en el principio del amparo común y de la defensa
recíproca, dio por resultado impedir que los Estados Unidos del Norte,
cuando llegaron a verse fuertes y poderosos, lograran dilatar sus
límites, como codiciaban, a costa de los ricos territorios de la Alta
California y de Tejas; y así la rapacidad de la raza anglo-sajona
estrellose ante la unión inquebrantable de la ibérica de ambos
hemisferios.

Al amparo maternal de Iberia, las nuevas repúblicas americanas
crecieron y se desarrollaron sin discordias intestinas y sin las
convulsiones inherentes a los Estados donde no se han arraigado las
costumbres políticas; y en el espacio de breves lustros, merced a
la riqueza de su suelo, a la inmigración estimulada por la paz, al
perfeccionamiento del sistema económico y a los progresos de la
civilización, llegaron al más alto grado de prosperidad y de grandeza
en el orden moral y material. Así vemos hoy día cruzada la América del
Sur por una vasta red de ferrocarriles; explotados los inagotables
tesoros de las ricas, vastas y diferentes regiones que se extienden
desde el río Sacramento y las Antillas hasta el Cabo de Hornos;
surcados los mares por numerosas escuadras mercantiles que enarbolan
la estrellada bandera de la gran Confederación meridional; respetada
esta por todas las naciones, y viviendo a cubierto de las impertinentes
reclamaciones y enojosas oficiosidades de Inglaterra, de Francia o de
los Estados Unidos: establecidas industrias para el consumo interior,
que han anulado la exportación de las manufacturas extranjeras; abierta
la cordillera de los Andes, siguiendo el desfiladero de Bariloche, por
medio de la vía férrea que une las florecientes repúblicas del Plata
con su hermana la culta y civilizada Chile; y, finalmente, roto a la
navegación interoceánica el istmo de Panamá, merced a la iniciativa
ibero-americana, sin necesidad de ajeno concurso ni de protección
extraña.

¿Deben maravillarnos tales prodigios, si la madre patria, acostumbrada
al gobierno de sí misma, legó a la América latina el sentido práctico,
la iniciativa individual, la libertad del trabajo, la emancipación
del comercio y las costumbres políticas, producto de una serie no
interrumpida de sabias y prudentes reformas, que habían convertido a la
sociedad ibérica en la más perfecta de Europa, por sus adelantos desde
el punto de vista moral y de sus progresos materiales?

Mas, apartando los ojos de las naciones de allende el Atlántico, que
son ser de nuestro ser y sangre de nuestra sangre, y rindiéndoles
de pasada el tributo de nuestra eterna simpatía, volvámoslos a este
pequeño mar Mediterráneo, cuna de la civilización, que, con el
transcurso del tiempo y por la fuerza incontrastable de las cosas,
nuestra patria, fiel a su tradicional política, estaba llamada a
redimir de la barbarie del islamismo.

Mientras adelantaba la conquista y colonización de la costa
septentrional africana, la necesidad de la defensa exigió la ocupación
de varias islas de Levante, que fueron a manera de fuertes destacados
sobre el Imperio Otomano. Como base de operaciones sirvió en gran parte
Sicilia, que ya pertenecía a la corona aragonesa antes de la unión de
los reinos peninsulares. Las islas Jónicas, de Creta, de Rodas y otras
del Archipiélago, y, por fin, la de Chipre, constituyeron el premio de
las victorias navales de Iberia, cuyas escuadras acabaron por destruir
el poder marítimo de la Sublime Puerta.

Y cuando Turquía, carcomido tronco de árbol plantado en tierra estéril,
dio manifiestos indicios de su total ruina; cuando se alzaron los
oprimidos vasallos cristianos al grito de independencia, a nuestro
auxilio debieron la libertad Grecia, Servia, Bulgaria y aquel noble
pueblo rumano, que blasona con legítimo orgullo de su antigua alcurnia
española.

Si estas conquistas al Este del Mediterráneo eran de escaso valor
mercantil, como puntos de escala, mientras el enemigo impedía el
libre tráfico con el extremo Oriente por el mar Rojo, adquirieron una
importancia de primer orden desde que se abrió esta vía al comercio, y
sobre todo cuando el canal de Suez puso a la Península a veinte días de
navegación directa de sus posesiones indostánicas.

La constante protección dispensada por los gobiernos ibéricos a las
empresas de general utilidad y conveniencia, produjo la canalización
del Tajo, de que hablamos en el capítulo precedente; la del
Guadalquivir hasta Córdoba, la del Ebro hasta Zaragoza, y la de muchos
otros ríos, ya para la navegación, ya para el riego.

Conforme venían reclamando las Cortes desde el siglo XVI,
pidiendo «que se plantasen montes por todo el reino y se guardaran las
ordenanzas de los que había», se fomentó en grande escala el arbolado;
previsora medida que redundó en provecho de la agricultura, cada vez
más próspera y floreciente, incluso en las extensas llanuras de la
Mancha y de Castilla la Vieja, donde con el transcurso de los años,
gracias a la influencia de aquel, mejoraron las condiciones productivas
del suelo. Innumerables carreteras y caminos en perfecto estado de
conservación facilitaron el tráfico por todas partes, y cuando se
inventaron los ferrocarriles, Iberia fue una de las primeras naciones
en adoptarlos, construyendo en el espacio de cinco lustros muchos miles
de kilómetros, sin necesidad de ajeno auxilio; tal era la masa de
capitales que encerraba en su seno, y tal el espíritu emprendedor de
sus hijos.

Abierto el canal de Suez, las transacciones de la Península con nuestro
imperio del Indostán y el extremo Oriente convirtieron a Barcelona
en el primer puerto del mundo, por el gran número de buques que lo
visitaban, y en el centro industrial más importante, llegando su
engrandecimiento al punto de componerse hoy la población de aquella
célebre ciudad de dos millones y medio de habitantes. A la vez
prosperaron Tarragona, Valencia, Alicante, Cartagena y los demás
puertos del litoral mediterráneo, enriquecidos principalmente con el
comercio de Levante, mientras que Cádiz, Sevilla, Lisboa, Oporto,
Vigo y toda la costa cantábrica entretenían activísimo tráfico con
los Estados de la América latina y con nuestras colonias del África
occidental.

En las altas esferas del poder domina un sentido político superior
a todo encarecimiento, y no se presenta o propone reforma útil y de
prácticos resultados, que no se lleve a cabo sin especiosos pretextos,
ni negligente abandono, ni parlamentarios entorpecimientos, ni livianos
y ridículos temores.

La incompatibilidad de todo cargo público con el de diputado a Cortes
ha venido rigiendo desde el siglo XVI, conforme con los
deseos expresados por las mismas, a las cuales atendió siempre la
Corona con solícito celo.[6] También procuró esta que las elecciones
se verificasen con la mayor libertad, sin influir ni directa ni
indirectamente en el nombramiento de representantes.

  [6] Las peticiones de las Cortes a que alude el autor son
  hechos históricos, aunque no los resultados de aquellas. Los
  procuradores de las Cortes de Castilla se expresaban así en 1573:
  «Otrosí, porque de venir por procuradores de Cortes algunos
  criados de V. M. y ministros de justicia y otras personas que
  llevan sus gajes, se sigue que les parezca que tienen poca
  libertad para proponer y votar lo que conviene al bien del Reino,
  y aun otro gran inconveniente, que es que siempre son tenidos
  entre los demás procuradores por sospechosos, y causan entre
  ellos desconformidad, a V. M. suplicamos mande que los susodichos
  no puedan ser ni sean elegidos para el dicho oficio.»

Así es que las Cortes vivieron siempre rodeadas del prestigio que les
daba su autoridad e independencia, porque el pueblo veía en ellas
el fiel reflejo de las aspiraciones de la opinión pública y de las
necesidades o intereses del país.

Mas si tales progresos políticos y materiales se han realizado en
nuestra patria en el transcurso de cuatro siglos, ¡cuán grandes
infortunios no lloraríamos ahora si la muerte, arrebatando en flor
a don Miguel I, último vástago varón de las dinastías nacionales,
hubiese elevado al trono español a la casa de Austria, convirtiendo
a la nación, señora de tantos pueblos, en feudo de una familia ajena
a nuestras costumbres, de distinta raza, enemiga de las libertades
populares, obligada a amparar derechos patrimoniales en Europa que
ni directa ni indirectamente afectaban a la Península, encarnación
del despotismo que inmolaba la razón de Estado a un derecho personal,
blanco de los odios y rencores de príncipes poderosos, obligada a
defender los disgregados territorios de su herencia, y en fin, sin
abnegación ni alteza de miras bastantes para deponer el interés
privado en aras del vital principio de la nacionalidad ibérica y del
afianzamiento de su unidad política y geográfica!

Acaso entonces no se hubiera podido completar definitivamente la fusión
de los antiguos reinos, ni se hubiera constituido esta gran potencia
europeo-africana, que la locomotora recorre hoy desde las verdes
campiñas girondinas hasta las abrasadas regiones del Sahara, salvando
el Estrecho de Gibraltar merced a un túnel submarino de veinte
kilómetros de longitud.

¡Obra gigantesca reservada solo al genio ibérico, como perpetuo
testimonio de su elevada y civilizadora misión en el continente
africano!



LA TAZA DE LECHE


Asturias es una de las comarcas de la Península ibérica más dignas de
ser visitadas.

El viajero que recorra aquella privilegiada provincia, admirará por
todas partes soberbios monumentos y venerandas ruinas, brillantes
páginas de la gloriosa historia de la Reconquista; risueños valles
circundados por elevadas y caprichosas montañas, en cuyas laderas la
Naturaleza, pródiga y liberal, ha derramado sus variados y magníficos
dones; bullidoras cascadas que se precipitan de las quiebras de las
rocas, formando cristalinos arroyos y pausados ríos que culebrean
por las verdes hondonadas; blancas y extendidas playas que en suave
declive penetran en el mar, casi siempre agitado, flanqueadas por una
costa, ya acantilada, ya compuesta de hacinados y cavernosos peñascos,
contra los cuales se estrellan furiosas las olas; y, salpicados sobre
tan hermoso panorama, ricos pueblos, risueñas aldeas, y pintorescos
caseríos que habitan gente de cariñoso trato, alegre carácter y dulce
lenguaje. Y mientras suspende los sentidos la contemplación de tantas
bellezas, el aire puro del Océano, saturado de las emanaciones de una
flora exuberante, renueva suave la escondida llama de la existencia,
y un cielo rara vez despejado, con sus opacas nubes que se ciernen en
el espacio, y sus flotantes nieblas que cortan el horizonte, convida
blandamente a la concentración del espíritu y a ese apacible bienestar,
a esa vaga transición que separa la vigilia del sueño; reflejo acaso de
la eterna dicha que espera el alma, libre de sus carnales lazos.

¡Oh! ¡cuán triste la ausencia para el que ha nacido en aquella
venturosa tierra, y desde extraño suelo aviva la memoria del bien
perdido, recordando el añoso castaño que sombrea la rústica casita;
el hórreo o la panera sobre toscos pilares de piedra sustentados; la
fuente murmuradora que se desliza por el copioso prado; la enhiesta
torre de la antigua iglesia, por donde trepa la hiedra, asomando por
las grietas el verde helecho; la lejana y escueta cumbre del elevado
monte; la frondosa colina cuajada de manzanos; los oscuros robles de
aterciopeladas hojas, notables por su altura y corpulencia; el fúnebre
ciprés y el poético sauce, que a veces turban la monotonía del bosque;
los cercados maizales que generosamente ofrecen el pan del campesino;
la casi siempre solitaria higuera, el humilde avellano y el altanero
y pomposo nogal, cuyos gustosos y abundantes frutos son el regalo
del rico y el alimento del pobre; la conseja, al amor de la lumbre,
referida por un anciano, mientras chisporrotea el nudoso tronco de una
encina; el familiar regocijo con que sangran allí el tonel repleto de
sazonada sidra; las alegres y animadas ferias y romerías al son de los
tambores, las gaitas y las panderetas; los cadenciosos bailes populares
y el antiquísimo de la Danza prima, acompañado de canto melodioso; los
sencillos goces de la infancia placentera, los tiernos afectos que a su
calor nacieron, y en fin a la patria remota, que la imaginación reviste
de sus más brillantes colores, y que no se aparta jamás del santuario
del pensamiento!

Tan dulces recuerdos contristaban el corazón de Casimiro. Era este
un joven de débil complexión y de enérgico espíritu, hijo de honrados
y pobres labradores de la Riera, en el concejo de Cangas de Onís, el
cual, llevado del propósito de aliviar la mísera condición de sus
ancianos padres, se acogió al remedio a que apelan todos los años
millares de españoles deseosos de mejor fortuna, que es el pasarse a
las repúblicas de la América latina o a la isla de Cuba.

A esta última llegó nuestro asturiano cuando contaba apenas tres
lustros, y a fuerza de trabajos sin cuento, de indomable perseverancia
y de paciente resignación, al frisar con los veinticinco años viose
dueño de 15.000 pesos, mezquino caudal a los ojos del rico y del
ambicioso, y considerable para el pobre que ha pasado una existencia
llena de privaciones, y cifra su ventura en vivir modestamente en
el rincón de una provincia. Mas las fatigas con tan firme voluntad
arrostradas, robando al sueño y al esparcimiento del ánimo sus
naturales fueros, y, sobre todo, la idea fija de la patria lejana,
minaron lentamente aquella naturaleza raquítica y gastada; y a la
nostalgia, dolencia a que tanto propenden los emigrados de nuestras
provincias del Norte, siguió la calentura que resiste a todos los
febrífugos, la calentura terrible de la tisis, casi siempre mensajera
de la muerte.

No la creía cercana Casimiro, porque se despertó en él una confianza
absoluta, una fe ciega en el remedio de sus males: la patria. Allí
estaban la alegría, la salud, la vida.

Volver a ella, abrazar a sus ancianos padres, cobijarse bajo el humilde
techo de la casa solariega; recrear la vista en los seres y en los
objetos inanimados, confidentes y testigos de su infancia; sentir el
dulce calor del propio hogar; respirar el perfumado ambiente de los
aires nativos; ir al cercano santuario de Covadonga, y allí sentarse a
la mesa de piedra, al pie de la gigantesca Cueva, junto a la bullente
cascada, y beber una taza de leche servida, como en sus años juveniles,
por su adorada madre: tal era el ardiente anhelo del pobre enfermo.
¡Inmensa dicha, felicidad suprema para aquel desterrado, consumido por
fiebre lenta e incesante!

En vano el solícito ruego de la amistad y el porfiado consejo de la
ciencia pretendieron librarle de los azares de larga navegación,
mayormente por coincidir con la época del equinoccio: Casimiro tomó
la vuelta de España, y al rayar el alba de uno de los primeros días
del mes de octubre avistaba desde el vapor el promontorio a cuyos pies
se asienta Gijón, el gran centro industrial, marítimo y mercantil de
Asturias.

¿Cómo describir la emoción del viajero al saludar las costas de su
patria después de tan larga ausencia? De pechos sobre la obra muerta,
fija la mirada, llorosos los ojos, anhelante el aliento, suspenso
el ánimo, contemplaba aquella bendita tierra que óptica ilusión iba
acercando poco a poco hacia él, mientras el buque, a impulsos del
comprimido vapor, avanzaba majestuosamente. No parecía sino que los
abruptos y salientes cabos de Torres y de San Lorenzo, que flanquean
la ancha y espaciosa concha, en cuyo centro se alza la península de
Santa Catalina, eran dos gigantescos brazos que se extendían en medio
de la inmensidad del Océano para dar la bienvenida al recién llegado,
y que el Sol, al asomarse por los balcones orientales, rasgando las
blancas brumas que invadían el horizonte, señalaba, allende los montes
cubiertos de espléndida verdura que a la izquierda mano se mostraban,
el venturoso y suspirado término del viaje.

Mas ¡cuán lenta es la marcha del tiempo a medida que nos aproxima al
bien que ansiamos! ¡Qué distancia no separa al fervoroso deseo de su
próxima y segura satisfacción! Soporta resignado el navegante largas y
mortales horas de mar, pero no puede resistir sin impaciencia la última.

Rechinó por fin el cabrestante del ancla, la cual, desprendiéndose
de proa, sumergiose con grande estrépito en el mar, estremeciendo la
flotante mole con el rápido rodar de la pesada cadena.

Casimiro lanzó un grito de inefable gozo. Allí, en el muelle, con los
brazos extendidos hacia él, preñados los ojos de lágrimas, temblando
de emoción, enajenados de alegría, le aguardaban sus ancianos padres.
Quiso gritar pronunciando este dulce nombre, y no pudo; pretendió
arrojarse a la escala, y una fuerza irresistible paralizó sus miembros;
intentó respirar, y parecía que hasta el aire le negaba el vital
aliento, y sin ser poderoso a otra cosa, cayó de golpe desmayado sobre
la cubierta del buque.

La noche que sobrevino a aquel día, con tanto afán esperado, sorprendió
al mísero enfermo tendido en el lecho en una modesta casa de la villa.
Sus padres, dominados por medrosa ansiedad, llenos de tierna solicitud,
clavada la vista en aquel cuerpo exánime, aguardaban anhelantes y
suspensos que volviera a la vida.

De pronto, dando un profundo suspiro, abriendo los ojos como atónito
y embelesado, y cogiendo con crispada mano la que su madre le tendía,
comenzó a hablar de esta suerte:

«—¡Madre!... ¡Me ahogo!... ¡Siento las ansias de la muerte... pero
todavía puedo sanar!... ¡Partamos, partamos en seguida!... ¡Tú puedes
devolverme la vida!... ¡Tú puedes renovar la llama de esta existencia
que se extingue!... ¿Te acuerdas de Covadonga?... ¿Recuerdas las
placenteras horas que pasaba en tu regazo a la sombra de aquella cueva
altísima?... ¿Se han borrado de tu memoria los besos que te prodigaba
cuando tú, al verme jugar al borde de la oscura poza, cuna del Deva,
me llamabas sobresaltada y yo corría a arrojarme a tus brazos?... ¿Has
olvidado aquel día en que mi padre compró cerca del santuario la vaca
blanca, y tú quisiste que yo fuera el primero en gustar del sabroso
licor de sus henchidas ubres?... ¡Ah! ¡Me parece que lo estoy viendo
con los ojos del alma! Allí, en el fondo del anfiteatro que forman
los montes al cerrar estrecha cañada, destácase la gigantesca cueva
en las entrañas de elevado peñasco que le sirve de cúpula colosal, y
suspendida en mitad de aquella, como el nido de la mística paloma,
la capilla de la Virgen milagrosa. De la inmensa cavidad, en cuyas
grietas crecen innumerables arbustos y hierbas que con su diversa
verdura y varias formas contrastan con los tonos de las rocas ya
peladas y escuetas, ya cubiertas de húmedo musgo, salta el agua pura y
transparente, que, formando bullidoras cascadas y escalonados remansos,
se precipita al hondo valle, llevando la vida, la fertilidad y la
abundancia a la tierra, y la admiración y el asombro a los sentidos...
Yo estaba allí sentado en duro banco, blando y mullido para el cansado
peregrino que va a apagar la sed en el santo manantial que brota
copioso; bañaba el Sol los agrestes contornos del sagrado recinto; el
sordo y cavernoso ruido del agua despeñada juntábase con el pausado
son de la campana de la iglesia, y a lo lejos y a intervalos oíase
el lastimero balido de descarriada ovejuela; por la ladera del monte
frontero trepaba una robusta aldeana con paso pausado, arqueados los
brazos, la cabeza erguida, y sobre ella, sosteniendo en equilibrio
la cónica ferrada; en un sotillo de la revuelta del río, el toro y
el caballo partían fraternalmente, sin recelo alguno, la abundante
hierba que liberal les ofrecía el suelo; conducía una rapaza por un
verde sendero un hato de tiernos novillos, que triscaban alegres y
juguetones; un anciano, encorvado bajo el peso de los años, vestido de
groseras pieles, subía, apoyándose en tosco cayado, el áspero camino
del vecino puerto; un romero, con el bordón en la mano y el sombrero
y la esclavina cuajados de conchas, dirigíase con grave y mesurado
andar a la venerada mansión que la piedad de los fieles ha consagrado a
Nuestra Señora: todo era paz, todo ventura, todo apacible bienestar y
dulce recogimiento.

»Convaleciente de grave dolencia; fatigado de la penosa cuesta que,
bordeando el riachuelo, conduce al santuario; débil y desmayado el
cuerpo y atento el ánimo contemplando el magnífico panorama que se
ofrecía a mi vista, acometiome profundo y deleitoso sueño, del que me
sacó tu voz, tu dulce voz, madre querida, y el suave aliento de tus
puros labios al depositar un ardoroso beso en mi mejilla helada.

»—¡Pobre hijo mío! —exclamaste—. ¡Estás yerto! Espera un instante y
devolveré el calor a tu cuerpo frío. — Y solícita y diligente, me
trajiste la escudilla de leche de la vaca blanca. ¡Delicioso instante
aquel! ¡Cómo apuré el tibio y espumoso licor por tus manos servido!
¡Cómo confortó mis fuerzas con su virtud reparadora y su calor suave!
¡Cómo sentí restaurar en mí el vital sostén, pujante y vigoroso!...
Mas también ahora lo recobraré... ¡Partamos, partamos a Covadonga! Vea
yo aquellos santos lugares, aspire las balsámicas auras de nuestro
escondido valle, sacie mi sed en la rica leche de las vacas que se
apacientan en sus fértiles y accidentadas praderas, y volverán la dicha
y el placer a mi contristado espíritu, y la salud y la vida a mi cuerpo
enfermo y desfallecido!»

* * *

Casimiro consiguió ver el estrecho y sonriente valle que sin cesar se
representaba en su memoria, y la casita humilde donde abrió los ojos
a la luz del día, y el encendido hogar, piadoso asilo en las largas
horas de invierno, y el hórreo pintoresco suspendido en el aire como
arca santa que guarda el fruto de la madre tierra, y las corrientes y
cristalinas aguas del encauzado Deva, y las agrestes montañas, testigos
mudos y poderosos auxiliares de la primera victoria de la restauración
cristiana y de la independencia de un pueblo, y la célebre y sagrada
Cueva, amparo de los débiles y oprimidos, refugio de la fe, asombro de
la Historia y veneración del mundo.

Extenuado por la terrible dolencia, sin vigor en los flacos miembros,
ni brillo en los ojos desencajados, ni color en las mejillas enjutas
y hundidas, trepó, con la ayuda de los temblorosos brazos de sus
padres, la larga escalera de piedra, que, flanqueando aquella rocosa
e imponente cavidad, conduce a la capilla, suspendida sobre el abismo.
Detúvose un instante en el balcón que precede al pequeño templo,
bajó la vista al fondo, y sintió el horror del vacío que seduce y
atrae y turba los sentidos; admiró las maravillas debidas al ardiente
o incansable celo de un prelado,[7] reparando las injusticias de los
tiempos, la indolencia del poder y el olvido de los españoles; y puesto
de hinojos ante el sagrado altar, elevó tierna plegaria al cielo, lleno
de fervor, de unción y de místico recogimiento.

  [7] El Excmo. Sr. don Benito Sanz y Forés, obispo que fue de Oviedo,
  y actualmente cardenal y arzobispo de Sevilla, a quien se debe
  principalmente la restauración del santuario de Covadonga.

En tanto, las cóncavas peñas repercutían el eco de la campana herida,
y el sol coronaba la alta cumbre del frontero monte; y el hondo valle
inundábase de luz radiante y de extendidas sombras; y retumbaban las
cascadas del naciente río; y los operarios de la basílica que se está
alzando en una eminencia cercana, entregábanse al trabajo hormigueando
por las tortuosas veredas; y el viento, ligeramente alterado,
estremecía las ramas y las hojas de una vegetación espléndida; por
todas partes, en el cielo, en el aire, en la tierra, el movimiento y la
vida, menos en el sin ventura Casimiro.

—¡Dadme una taza de leche!... —exclamó, sintiéndose desvanecer—. ¡Aún
es tiempo!... ¡Aún puedo recobrar la salud!

Y le bajaron a la entrada de la Cueva, y sentado a la mesa de piedra,
cogiendo con ambas manos la taza que su madre le presentaba, apurola
con avidez y delicia, y exhaló un profundo suspiro, que fue el
postrero. ¡Grata emoción que aceleró las contadas horas del apasionado
amante de su patria, quien vivió bien ajeno de que en el placer de
recobrarla hallaría la verdadera!



EL PADRE CARMELO


En el convento de Carmelitas Descalzos de Madrid, sobre cuyo solar se
levanta ahora el teatro de Apolo, había a principios de este siglo un
fraile de los de más campanillas que vieron los pasados tiempos.

Era, según el vulgo, un pozo de ciencia; los padres graves le llamaban
la lumbrera de la orden, y los legos y novicios, en sus arrebatos de
fervor doméstico y de espíritu de corporación, solían darle el dictado
de asombro de las gentes y pasmo del mundo.

Y sin embargo, el padre Carmelo, que así se llamaba aquel prodigio
enclaustrado, ni en la cátedra del Espíritu Santo, que no ocupó jamás,
ni en la sala capitular, donde guardaba absoluto silencio, ni aun en el
trato familiar, en el cual, con aparente modestia, parecía conformarse
siempre con la opinión ajena, sin revelar la propia, tuvo ocasión de
poner de manifiesto el claro entendimiento, la vasta erudición y la
profunda sabiduría que le atribuían sus hermanos de religión y el
concepto público.

El padre Carmelo debía su fama y la dispensa que le relevaba de asistir
al coro de madrugada, a la fecundidad de su pluma.

Verdad es que nadie había leído sus escritos; pero las largas horas
de reclusión en la celda, las resmas de papel de barba consumidas y
los estantes llenos de voluminosos tomos, cuidadosamente numerados,
que aumentaban de día en día, ofrecían vehementes indicios de la
laboriosidad incansable de aquel siervo de Dios, que, humilde entre los
humildes, hizo voto de no gozar en vida de las dulzuras de la gloria
científica y literaria.

El célebre e inédito escritor carmelita, era, pues, un pozo de ciencia,
cerrado a cal y canto; una lumbrera que, como las linternas sordas,
alumbraba solo por dentro; la representación viviente de la sabiduría
oculta y subjetiva.

Las gentes creían, sin embargo, en ella de la misma suerte que tienen
fe ciega en otras muchas cosas que están fuera del orden natural o del
verdadero sentimiento religioso, siempre respetable; es decir, por un
acto de la voluntad o por costumbre fuertemente arraigada, de todo
punto ajenos a la reflexión o al raciocinio.

—¡Oh, el padre Carmelo! —exclamaban los frailes del convento de la
calle de Alcalá, esquina a la del Barquillo—. ¡Oh, el padre Carmelo!
—repetía el vulgo de Madrid. Y esta frase ganó las tapias de la
capital de España, y propagándose por la Península e islas adyacentes,
acabó por adquirir carta de naturaleza, no solo en nuestros dominios
ultramarinos, sino también en cuantos países del Nuevo Mundo conservan
el mermado tesoro de la lengua castellana.

¡Qué gloria para las letras patrias, y sobre todo para la excelsa Orden
a que pertenecía su autor, cuando saliesen a luz las magistrales obras
del gran Carmelo, émulo del celebérrimo Tostado! ¿Eclipsaríase la fama
de este insigne obispo? ¿Substituiríase la frase vulgar de «ha escrito
más que el Tostado» por la de «ha escrito más que Carmelo»? ¡Problema
de la acción reformadora del tiempo!

Por fin, después de larga vida consagrada, al parecer, a la meditación,
al estudio y sobre todo a escribir, gastando resmas y más resmas de
papel de barba, el padre Carmelo prolongó un día, más que de ordinario,
las horas de siesta, porque no volvió a despertar.

La noticia de su muerte produjo universal expectación; iban a conocerse
las obras del nuevo Bossuet, del águila de la calle de Alcalá.

Celebráronse con pompa extraordinaria los funerales, y después la
comunidad se trasladó procesionalmente a la celda del difunto, para
proceder al inventario de sus numerosos manuscritos. Rotas las
cerraduras de los estantes, por no encontrarse la llave, se sacaron
de aquellos hasta quinientos veintisiete tomos, numerados y puestos
con el mayor orden, los cuales fueron conducidos en triunfo a la sala
capitular, donde el padre prior anunció que iba a leer el primer
volumen.

La ansiedad pintada en todos los semblantes; fijos los ojos del
venerable cónclave en las rugosas manos del superior del convento,
quien temblaba de emoción y al peso de los años; su hábito blanco y
castaño oscuro, iluminado por un polvoriento rayo de sol que descendía
a través de ojival ventana, y en la pared frontera un lienzo al óleo
representando a San Elías, que, con su actitud y la inmovilidad de sus
pupilas parecía fascinar al monacal concurso: tal era el cuadro.

El prior sacó de la manga un pañuelo de hierbas, limpiose el copioso
sudor de la calva, se puso los anteojos, tosió, y señalando los tomos
colocados sobre varias mesas, dijo:

—Vamos a recoger la herencia, fruto de la labor infatigable, de los
desvelos y vigilias, del claro entendimiento y de la profunda sabiduría
de aquel eminente varón que fue nuestro hermano, y que goza ahora de la
bienaventuranza eterna.

—Amén —contestó la comunidad.

—Como la lectura ha de durar algunos meses, procedamos con orden;
leeremos un volumen cada día. He aquí el primero. Sentaos.

Y todos se sentaron.

Y el padre prior asió un monumental infolio, y doblando la primera
hoja, leyó:

«OBRAS COMPLETAS DEL PADRE CARMELO, DE LA ORDEN DEL CARMEN. — TOMO
PRIMERO. — CAPÍTULO PRIMERO Y ÚNICO. — _De la extraña facilidad
con que se engañan los hombres._»

El resto del volumen y los otros quinientos veintiséis, estaban en
blanco.

Y los frailes, no pudiendo tener la risa, salieron a la desbandada de
la sala capitular, exclamando:

—¡Qué padre Carmelo!

* * *

Tal es el origen, alterada por un metaplasmo (síncopa), de la voz
CAMELO.



EL TRIUNFO DE LA IGUALDAD


La insensata tiranía de las masas inconscientes, ciegas y fanáticas,
amenazaba a Europa en el orden económico. Los hijos de la industria
miraban con recelo la perfección de la máquina, destinada a substituir
o a simplificar la fuerza humana. La oposición que en los talleres de
la fabril Cataluña despertaba cada adelanto en los medios de producción
trascendía a los ricos campos jerezanos, donde proferíanse amenazas
de muerte contra el trabajador que emplease en las faenas agrícolas
aquellos instrumentos manuales de uso más fácil y expedito.

A la utilidad egoísta, acaso momentánea, intentábase sacrificar
el porvenir de la industria; al temor irreflexivo de un exceso de
producción, la baratura del género, y a las asociaciones opresoras,
fraguadas tal vez en el misterio, merced a la intimidación, la
libertad individual y el espíritu de iniciativa, inagotables fuentes de
riqueza y de progreso.

La propia voluntad y generosos impulsos del obrero supeditábanse al
capricho de las colectividades veleidosas, y ante ellas enmudecía el
sentimiento de justicia, y ante ellas, la razón, el sentido práctico, y
hasta el personal interés, no se atrevían a levantar voces de protesta;
que a tal obcecación conduce el espíritu de clase en las perturbadas
inteligencias.

A los delirios de los fundadores de las escuelas socialistas de
este siglo sucedieron las extravagancias del vulgo ignorante; a las
atrevidas concepciones de la imaginación creadora, el bajo instinto
de la torpe envidia; a las brillantes teorías del visionario, hijas
quizá de un sentimiento generoso, la pasión desenfrenada, ávida tan
solo del botín; a la revolución social, basada en sistemas quiméricos,
las concupiscencias de la plebe, el vértigo de lo desconocido, la
fascinación de la anarquía, la atracción del caos.

Entregado una noche a tales reflexiones, y meditando sobre las
consecuencias que podría tener el reparto de la riqueza pública que
acaricia la imaginación del vulgo, lentamente desvaneciéronse las ideas
en mi cerebro, y tomando formas vagas, incoloras y difusas, no sé si
de pronto o al cabo de un buen espacio —porque es imposible medir la
misteriosa cadena que enlaza la vigilia con el sueño— me hallé en ese
mundo lleno de claridades en medio de las tinieblas, de olvidados
recuerdos que despiertan, de obstáculos que se allanan, de marchitas
esperanzas que reverdecen, de acontecimientos que surgen sin lugar ni
tiempo, de conceptos lógicamente enlazados o de pronto interrumpidos
con extravagantes ideas; en ese estado, en fin, en que descansa la
razón y vela la locura.

Imaginé que me hallaba en una tribuna del Congreso. Las Cortes
españolas acababan de votar la nivelación social. No más ricos, ni
pobres, ni propiedad: todos los españoles de ambos hemisferios debíamos
ser iguales ante la fortuna: la demencia del equilibrio de la suerte
era señora del mundo.

Mas ¿cómo hacer el reparto? He aquí el difícil, arduo y pavoroso
problema que absorbía por entero la atención de los legisladores y del
pueblo.

Elocuentes discursos resonaban en el augusto recinto; frenéticos
aplausos recompensaban los arranques oratorios de la gloriosa tribuna
española, sin rival por la majestad y la grandeza; las pesadas máquinas
tipográficas, a las cuales aligera el tenue vapor, giraban incesantes
despidiendo la palabra escrita; el pueblo se apoderaba con ansia del
delgado papel mensajero de la buena nueva; la plaza pública convertíase
en palenque de controversia, y con aquella emulaban la cátedra, el
palacio, el círculo y la humilde vivienda del jornalero; cantaba el
poeta, en inspiradas estrofas, el triunfo de la igualdad; el estadista
ponía en tortura su inteligencia, buscando una fórmula de todo punto
niveladora; meditaban los sabios; la osada presunción daba a los
vientos de la publicidad las más peregrinas soluciones; conmovíase
el país desde sus cimientos; la nación en masa deliberaba; pero la
resolución del problema, el procedimiento verdaderamente igualador
seguía en pie.

Los altos poderes, en los cuales reside la facultad de hacer las leyes,
acordaron que el Estado se incautase de todo, obra hacedera en quien
disponía de la fuerza; pero el Estado, a su vez, debía repartir la
masa común entre los españoles, en proporciones completamente iguales;
empresa ante la cual mostrábanse perplejas las Cortes, indeciso el
Gobierno, impaciente la plebe y suspensos los ánimos de todos.

Proponían unos que la riqueza se repartiese a prorrata; pero ¿cómo se
dividía una ciudad, por ejemplo, aunque no fuese más que entre sus
habitantes, dadas las diferentes condiciones de los edificios, ni aun
una casa entre sus inquilinos, variando el valor de cada piso, ni una
comarca, en vista de la discrepancia de los terrenos, ni siquiera una
propiedad rural, cuando las divisiones no podían ser homogéneas?

Pedían otros, entre los cuales predominaba el elemento ministerial, que
el Estado repartiese los bienes según las obras de cada uno; pero ¿qué
orden, qué equidad ni qué justicia presidirían a la distribución en un
país donde la mayor parte de los destinos públicos, los ascensos y las
mercedes venían siendo, más que recompensa del mérito, de la virtud o
de los servicios, producto de la cábala política, del ciego favor o del
nepotismo erigido en sistema? Semejante medio pugnaba con el principio
nivelador votado por las Cortes, pues constituiría, al cabo, el más
irritante de los privilegios: el privilegio del valimiento.

¿Y qué diré de los que querían apelar a la insaculación para el
reparto, creando la aristocracia del azar?

Un partido numeroso inclinábase al comunismo _icario_ de Cabet,
confiando al Estado las funciones de curador de todos los españoles;
pero ¿qué fuera de estos a merced de la omnipotencia administrativa
con todo el lujo de expedientes inacabables, de resoluciones
contradictorias y de leyes y reglamentos arbitrariamente interpretados?
¿Qué de la libertad individual en perpetua tutela de una burocracia
opresora e indolente?

Los _sansimonianos_, que también los había, proclamaban la excelencia
de sus doctrinas; mas ¿qué igualdad era de esperar en un sistema
eminentemente jerárquico?

Los _falansterianos_ pretendían, en vano, levantar cabeza. El pueblo
mostrábase refractario a la vida monacal laica.

Triunfante la negación, que constituía la base del socialismo, ni los
legisladores, ni la prensa, ni el instinto del pueblo presentaban una
afirmación práctica que obtuviese la aquiescencia del mayor número.

Agolpábase la multitud en la plaza de las Cortes, y pedía a voces que
estas diesen inmediata solución al asunto entonces objeto de caluroso
debate, y la fórmula igualadora, con tanto afán buscada, no adelantaba
un paso.

Crecía la inquieta muchedumbre allí reunida; cual río desbordado, las
oleadas de gente invadían el peristilo; desgajábanse los árboles al
peso de la curiosa juventud; el popular tumulto ensordecía el aire, y
todo era confusión, bullicio, despecho y desenfreno en la plaza, y
sobresalto, duda, miedo e incertidumbre, dentro del augusto recinto de
la Cámara.

De pronto rechinaron los goznes de la puerta principal, que permanece
generalmente cerrada, abriéronse de par en par las macizas hojas,
y apareció bajo el dintel un anciano decrépito, de grave aspecto y
reposado continente.

Era un diputado, objeto de universal consideración, aunque no siempre
oído por el Congreso.

A su presencia apaciguáronse algún tanto los ánimos; retrocedieron las
invasoras turbas, dejando libres las gradas del Palacio; poco a poco
se fue apagando el clamoreo, y por fin, al levantar el viejo la mano
en actitud de que iba a hablar, hízose la calma en medio de la apiñada
muchedumbre.

Reinaba profundo silencio, interrumpido tan solo por el aire al azotar
la gloriosa bandera enhiesta en lo más alto del monumental edificio,
cuando el venerable anciano, adelantándose hasta el borde de la meseta,
soltó la voz a semejantes razones:

«Ciudadanos: Las Cortes, doblegándose a vuestra voluntad, votaron la
nivelación de los bienes de fortuna; pero las Cortes, en su elevada
sabiduría, no encuentran ¿a qué negarlo? el medio práctico, ordenado y
pacífico de dar cumplimiento a su acuerdo.

»La propiedad, como la naturaleza, es varia y múltiple en sus
diferentes manifestaciones, y distribuirla por igual entre todos los
españoles, pretensión que no cabe más que en la desordenada fantasía de
los dementes, en la cándida ignorancia de los ilusos, o en la torcida
intención de los malvados.

»Mas aunque fuese obra fácil y hacedera esa distribución de bienes,
¿olvidáis acaso que, apenas conseguida, produciría forzosamente una
reacción, dando al traste con la igualdad, el trabajo sobreponiéndose a
la pereza, la inteligencia a la ignorancia, la economía al despilfarro,
y el espíritu esforzado e iniciador al instinto pusilánime y rutinario?

»No os queda, pues, más recurso que apelar al Estado, para que este
distribuya equitativamente el producto del capital y del trabajo entre
todos los españoles.

»Pues bien: quiero admitir en ellos una perfección ajena a la
naturaleza humana. Supongamos que seguirán trabajando en provecho de
la comunidad con el mismo ardor y constancia con que se sacrifican
por el propio interés, por el de sus familias y por el porvenir de
sus hijos; supongamos una organización administrativa superior a todo
encarecimiento en el Estado, y supongamos, en fin, que este recaude
íntegramente cuantos beneficios obtengan los españoles de ambos
hemisferios en concepto de rentas, sueldos, jornales, honorarios, etc.,
y que después distribuya el total por partes iguales: ¿sabéis cuánto
corresponde a cada individuo?

»Voy a demostrároslo con la elocuente lógica de las cifras.

»No hay en España datos oficiales bastantes para poder apreciar con
exactitud los beneficios del capital y del trabajo; pero tomando
por punto de partida el presupuesto, no será aventurado suponer que
ascienden aquellos a una cantidad diez veces mayor que la recaudación
obtenida por el Estado.

»Los presupuestos de la Península y Ultramar se elevan a las siguientes
cifras:

                           Pesetas

  Península.           802.876.886
  Cuba.                179.301.248
  Filipinas.            81.079.367
  Puerto Rico.          19.323.072
  Fernando Poo.            373.420

             TOTAL.  1.082.453.993

»Si esta es la décima parte de las utilidades de todos los españoles,
resulta que aquellas ascienden a la cifra anual de 10.824.589.930
pesetas.

»Y tened en cuenta que si de algo peco en este cálculo, es de
exageración; pues en Francia, con un presupuesto de 3.561.978.092
francos, los beneficios por todos conceptos obtenidos por los
habitantes de aquella República se evalúan solo en unos 20.000
millones.

»Admitamos, sin embargo, la cifra de 10.824.539.980 pesetas. Esto es en
último caso (y suponiendo que todos sigan trabajando como hasta ahora)
lo que puede repartirse anualmente entre los españoles.»

La muchedumbre, que durante el discurso del orador había dado varias
veces muestras de impaciencia, al oír la enorme cifra de diez mil
ochocientos y pico de millones anuales a repartir, prorrumpió en
frenéticos aplausos.

«¡Ya tenemos la solución! —decían las gentes—; ¡ya está resuelto el
problema! ¡Que se incaute el Estado de cuanto perciban los españoles
por el capital y por el trabajo en todas sus manifestaciones, y que lo
distribuya por igual entre los ciudadanos! ¡Esta sí que es la verdadera
nivelación!»

Los aplausos atronaban el aire; los espectadores abrazábanse unos a
otros; los periódicos preparaban suplementos; la oficiosidad novelera
corría desaforada, anunciando por doquier la forma niveladora; el
telégrafo no se daba punto de reposo, transmitiendo a las provincias y
a los remotos dominios españoles la buena nueva; todo era algazara y
regocijo, y fiestas, y entusiasmo indescriptible.

El anciano, entretanto, indiferente al general alborozo, de pie en el
peristilo del Congreso, cruzados los brazos, miraba con irónica sonrisa
al agitado auditorio que invadía la plaza y sus avenidas.

Al cabo de buen espacio de tiempo restableciose la calma y el orador
prosiguió su discurso.

«Vamos a ver, dijo, el número de españoles que existen, según los
últimos datos estadísticos oficiales, y la cantidad que a cada uno
corresponde.

»Debo advertir que incluyo a todos, pues ante la igualdad, lo mismo
debemos considerar al prócer que al humilde indio que en las apartadas
regiones del extremo Oriente contribuye con su sangre y con el sudor de
su frente a la defensa y a la prosperidad de la patria común.

»La población de España y de sus dominios de Ultramar es la siguiente:

                                             Habitantes

  Península, islas adyacentes y posesiones
    de la costa septentrional de África.     16.625.860
  Filipinas.                                  5.561.232
  Cuba.                                       1.449.182
  Puerto Rico.                                  754.313
  Posesiones del Golfo de Guinea.                35.000

             TOTAL HABITANTES.               24.425.587

»Hay que dividir, pues, las 10.824.539.993 pesetas que obtienen de
beneficio los habitantes de España y de sus Indias, por 24.425.587 a
que ascienden estos, lo cual nos da un cociente de 443 pesetas 163
milésimas.

»Esto es lo que correspondería a cada español al año si no tuviésemos
deudas sagradas, contraídas con extranjeros, las cuales nuestra
honradez y nuestra hidalguía nos obligan a satisfacer.

»Dichas deudas representan los siguientes intereses anuales:

                                                   Pesetas

  Intereses de la renta al 3 por 100, reconocida
    al Gobierno de Dinamarca.                       97.500
  Idem de la deuda perpetua al 4 por 100
    exterior.                                   78.846.040
  Idem del 2 por 100 exterior.                   6.529.135
  Anualidad del empréstito Rothschild.           3.750.000
  Idem del anticipo Fould.                       2.575.000
  3 por 100 exterior no convertido.                900.000

             TOTAL.                             92.697.675

»Si dividimos estas 92.697.675 pesetas por los 24.425.587 habitantes de
España y de sus provincias ultramarinas, resulta que cada uno debería
contribuir para el pago de las deudas exteriores con 4 pesetas 122
milésimas.

»Deduciendo esta cantidad de las 443 pesetas y 163 milésimas, quedan
439 pesetas y 40 milésimas.

»Tal es la asignación anual, dentro del criterio más optimista, a que
tendríais derecho, en la suposición quimérica de que no variasen las
condiciones del trabajo desde el momento en que el producto de este
fuese propiedad del Estado.

»A lo sumo, pues, corresponderían a cada español 439 pesetas y 40
milésimas al año, o sea UNA PESETA Y VEINTE CÉNTIMOS próximamente al
día.

»¡Tal es la verdad! ¿Os conformáis con este jornal?...»

—¡Jamás! ¡Jamás! ¡Abajo la verdad! ¡Fuera! ¡Fuera! —gritó la
muchedumbre indignada, arrojándose sobre el indefenso y venerable
anciano...

* * *

Y desperté cuando la Verdad, investida con el carácter de legislador,
era atacada por las ciegas pasiones de la plebe; y al encontrarme otra
vez en el mundo real, seguía el atropello.



EL HOMBRE ÚNICO


En una isla de la Polinesia, que por su pequeñez ni siquiera consta
en los mapas, reinaba, sin oposición ni émulos platónicos, un jefe
de tribu, que, en las alocuciones y mensajes dirigidos a sus fieles
súbditos, dábase a sí propio el dictado de Emperador del mundo.
Un navegante europeo que por acaso abordó aquellas playas, trató
de disuadir a Su Majestad Universal de sus errores geográficos;
mas este se limitó a contestarle: «No existe ni puede existir otro
mundo fuera de mi isla, porque sé de muy buena tinta que el Sol, mi
ilustre antecesor, fundó aquí su única casa solariega, y no tiene más
descendientes que yo y mis vasallos: por lo tanto, los que venís en el
buque debéis ser espectros en figura humana.»

La persona que te voy a presentar, lector benévolo, sin los
conocimientos genealógicos de aquel monarca de antiquísima alcurnia, ni
pretender compartir con él tan claro linaje, fue más allá en su opinión
sobre sus semejantes.

Poseído de extraña aberración mental, que no reveló jamás, porque
fue loco vergonzante, antojósele que en el mundo no existía más
personalidad corpórea que la suya, y que los hombres y los demás seres
animados eran vanos fantasmas hechos para su servicio, mortificación o
entretenimiento.

Algunas veces extremaba su extravagante hipótesis, juzgando quiméricos
cuantos objetos herían sus sentidos, de lo cual deducía que él
monopolizaba el mundo de las ilusiones. A decir verdad, no tuvo sobre
este punto opinión constante, fija y concreta, pero sí sobre lo
primero, que llegó a ser para él verdad inconcusa.

No conoció a sus padres, porque los había perdido siendo muy niño;
circunstancia que le libró de la dura necesidad de no creer en ellos y
de sacrificarlos al principio fundamental de sus convicciones.

Era español, y llamábase Tomás Solitario.

Como el mundo había sido hecho para su uso exclusivo, propendía
naturalmente a la vanidad, al orgullo y a la soberbia; llegando a
tanto su locura, que se creyó inmortal, sospechando que sus ilusorios
prójimos simulaban la muerte solo para engañarle sobre la caducidad de
la vida.

Sin miedo ni temor alguno a seres que se disipaban apenas volvía
las espaldas o cerraba los ojos, nada era capaz de oponerse a los
arrebatados ímpetus de su valor temerario.

Cauteloso y taimado como quien temía siempre ser víctima del dolo
de fantasmas astutos creados para molestarle, revelaba un carácter
prudente, mesurado y taciturno; hablaba poco, se reía menos, aquilataba
las palabras y medía su significación, y aun así, muchas noches antes
de dormirse se arrepentía de algunas indiscreciones; tal es la funesta
propensión humana a la locuacidad, que aun los más precavidos, el tipo
más acabado de la prudencia, han de confesarse con la almohada y expiar
la culpa a costa del sueño.

Muy pronto dio claros indicios de sus felices disposiciones para el
mando; pues en los juegos infantiles representaba siempre el principio
de autoridad entre sus tiernos compañeros, ora a guisa de cochero, ora
con la investidura de capitán, si no de general.

Consideraba como la peor de las malas sombras hechas para su tormento
a un tío suyo, y tutor a la vez, el cual, harto de semejante sobrino,
no tuvo punto de reposo hasta que lo vio en el colegio de cadetes de
Toledo.

Los antiguos pusieron a duras pruebas la paciencia del _apóstol_, como
llamaban allí a los nuevos; pero Tomás Solitario opuso tal resistencia
a las novatadas, que a los pocos días de su ingreso en el colegio era
considerado como el prototipo del valor y del arrojo. Verdad es que
esta fama la obtuvo a costa de sus costillas; pero como era hombre de
suyo sufrido y resignado, hubiera preferido perder la inmortalidad a
expresar una queja. Con todo, alguna vez flaqueó su ánimo, abrumado
por el dolor, y acaso entonces le asaltaba la duda de si los golpes
que había recibido su humanidad unipersonal procedían de espíritus
deletéreos o de hombres como él, de carne y hueso; aunque nada he
hallado que confirme esta suposición mía, fundada en la poderosa virtud
del palo, ese don del Cielo, como le llamaban los antiguos, para poner
en razón a los cuerdos y amansar a los locos rematados.

La declaración de la guerra de Marruecos en 1859 coincidió con la
promoción a subteniente de nuestro personaje, por lo cual deducirá el
lector que se trata de un contemporáneo. Incorporado a un batallón
de cazadores, dirigiose a Málaga, donde vio por vez primera el mar.
Al contemplar aquella inmensa y líquida llanura, llevado de su rara
demencia, decía para sí: «¿Es esto verdad, o mis mentidos semejantes me
presentan una decoración de teatro para hacerme creer que los mapas no
discrepan un punto de lo que me enseñaron en el colegio?»

Embarcose en aquel puerto, y con los brazos sobre la obra muerta
del buque, y los ojos fijos en las ondulantes aguas, pasó la noche
reflexionando acerca de las causas que producen aquel movimiento;
y perturbado tal vez por el mareo, antojósele que entre las
fosforescentes olas veía vagar las sombras de los que consideraba
como enemigos suyos, que se entretenían en mover el mar con objeto de
mortificarle y para que la ilusión del viaje fuese completa.

«¡Pronto —decía para su poncho— harán salir al Sol con la regularidad
de todos los días, y me presentarán una tierra, a la cual debo llamar
Continente africano, y en ella comparsas de fantasmas con el nombre
de moros, con los cuales debo batirme! ¡Necios, si creéis que vais a
amedrentarme! ¡Conozco vuestro juego, hombres en apariencia, espíritus
burlones, vanas sombras, que me juzgáis condenado a perpetuo engaño!
¿Quién es más fuerte aquí? ¿Los que me consideran víctima de sus
maquinaciones, o yo, que las adiviné desde que tuve uso de razón?»

Desembarcó en Ceuta, y a los pocos días tomó parte en las primeras
acciones de guerra de aquella gloriosísima campaña, distinguiéndose
de tal suerte, que obtuvo cruces, grados y ascensos, y renombre de
bizarro, siendo proverbial su valor en todo el ejército. ¿Era acaso de
extrañar tanto denuedo en quien no creía en la muerte y juzgaba en su
extravagante desvarío cadáveres o heridos simulados a cuantos caían en
la pelea?

Tanto pudo su locura, que una noche, estando de servicio en las
avanzadas, echose junto a un montón de cadáveres insepultos, y
fingiéndose dormido, miraba con el rabillo del ojo a aquellos
fantásticos muertos para ver si, creyéndole desprevenido, variaban de
postura; mas como no daban la menor señal de vida, exclamaba para sí:
«¡Qué taimados! ¡Capaces son de no moverse hasta la consumación de los
siglos, y hacer que se pudren y se convierten en polvo si saben que he
de volver a pasar por este sitio! ¡Qué admirable tenacidad! ¿Qué poder
sobrenatural rige y gobierna esa aparente humanidad, esa ilusión que
me persigue por todas partes, ese espejismo maravilloso que miente sin
cesar en medio del árido desierto de mi vida?»

Donde tuvo empero uno de los mayores raptos de enajenación mental fue
en el campamento del Hambre. Una cena opípara que siguió a tres días
de privaciones y de insomnio, perturbó de tal manera su cerebro que,
saliendo de la tienda a tomar el aire, veía todos los objetos dobles,
y meditando sobre el caso se decía: «¡Yo siempre he creído en un mundo
ilusorio, pero no en dos! Ahora me parece que coexisten. ¡Si tendrá el
mundo el don de la ubicuidad!»

Con tan raros pensamientos echose a dormir, y a la mañana siguiente,
reflexionando sobre lo que le aconteció por la noche, discurría de esta
manera disparatada: «La embriaguez me hizo ver los objetos dobles;
ordinariamente los veo sencillos; luego en estado normal soy víctima de
una alucinación a medias.»

En fin, sus heroicos hechos, y jamás el bajo valimiento, eleváronle
a los primeros puestos de la milicia. Terminada la guerra, era ya
comandante, y las contiendas civiles que sobrevinieron algunos años
después a nuestra patria sin ventura, fueron grande parte para que
tuviese ocasión de completar su merecido encumbramiento.

Cuando yo le conocí en el _Casino de Madrid_, ceñía la faja de general.
Hasta entonces no comenzó a figurar en la política.

Antojósele ser diputado, y no faltaron electores fantásticos que le
votasen.

Como hablaba poco y su continente era grave, todo el mundo le tenía por
político ducho y de talla, y cierto periódico habló de él como de un
hombre providencial, llamándole «rayo de luz en medio de las tinieblas
que envolvían los destinos de la nación», y «áncora salvadora con que
íbamos a dar fondo en el seguro puerto de la felicidad de la patria».

Estas figuras retóricas produjeron su efecto, porque el Ministerio que
había logrado antes aquel puerto entendió que hombre tan extraordinario
era muy a propósito para dar lustre al nombre español en extranjeras
tierras; y así, antes de que se formase el partido de los _solitarios_,
proyecto que estaba ya en gestación, propuso a nuestro héroe un
cargo diplomático en una de las principales cortes de Europa. El cual
fue aceptado sin modestas resistencias. ¿Quién era superior a él?
¡Los grandes hombres de Estado, los reyes, los emperadores, se le
representaban a sus ojos como espíritus aventajados, como eminentes
artistas, como primeros actores del teatro en que se consideraba único
espectador!

Desempeñó su embajada, y fue tenido por el primer diplomático de su
tiempo. Había resuelto el gran problema: no decir más que lo que
quería. Nadie pudo competir con él en arte tan de suyo difícil.

En la corte donde estaba acreditado, conoció a una gentil doncella, la
más hermosa entre las beldades de aquel reino. Sin amarla quiso casarse
con ella: aspiraba a la envidia universal, si aquellos duendes podían
envidiarle.

Consiguió su objeto; pero no contaba con el huésped en forma de suegra,
el más horroroso de los fantasmas, el _spirito folletto_, la pesadilla
de la humanidad-yerno.

Y huyendo de aquel azote, renunció el destino y vínose a Madrid.

Y el Ministerio tembló, y los periodistas no dieron paz a la pluma.

Pero aquel hombre era muy otro. No quería nada. El tedio, esa crónica
dolencia de los hombres extraordinarios, minaba su alma. La idea de la
inmortalidad le infundía espanto.

Deseaba tener sucesión, y la esterilidad de su espiritual consorte
causábale profunda pesadumbre.

«¡Es claro —decía para sí—, los seres producen otros seres a ellos
semejantes! ¿Qué ha de nacer de un hombre y de un espectro? Sería un
producto híbrido no previsto por la naturaleza, si existe algo que
merezca este nombre.»

Una noche, al volver más temprano que de costumbre a casa, sorprendió a
su esposa de tertulia con un apuesto joven. Aquella se turbó al pronto;
pero repuesta del sobresalto, con la sonrisa en los labios, exclamó:

—¡Tomás, te presento a mi primo Rafael!

Y Solitario no dudó de aquel vínculo de familia.

Mas como para esto le era forzoso admitir la posibilidad de parentesco
entre los espíritus, inventó, en consonancia con su disparatada
hipótesis, una teoría sobre la afinidad de determinados fluidos
psíquicos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Vivió hasta el fin de sus días sospechando de todo, menos de la virtud
de su mujer.

¡Estaba predestinado a tener fe ciega en lo que nadie creía!

* * *

¡Cuántos como Tomás Solitario son externos de los manicomios porque
sienten el rubor de sus íntimos desvaríos!

¡Si saliese a luz toda la demencia latente en los cerebros humanos, tal
vez sería imposible encontrar loqueros!...



LO PRESENTE

JUZGADO POR LO PORVENIR

EN EL SIGLO XX


El vapor con sus múltiples aplicaciones constituyó la principal gloria
del siglo XIX. La aplicación de la electricidad como fuerza
motriz es, sin duda alguna, la verdadera causa del progreso que, en el
orden material, hemos alcanzado en el siglo XX.

A los ferrocarriles, obras costosísimas y largas, particularmente
en los terrenos quebrados, han sucedido las vías férreas aéreas,
sostenidas por esbeltas columnas, sobre las cuales, salvando agrias
pendientes que hacen innecesarios los túneles y las curvas, deslízanse
coches colgantes arrastrados por aparatos eléctricos, con velocidad
vertiginosa. Los buques de vapor, que requerían grandes depósitos de
carbón y máquinas pesadísimas, han cedido el puesto a las ligeras
naves que hoy surcan todos los mares, impulsadas por la electricidad
acumulada, merced a un sencillo artificio que ocupa poco espacio
y desarrolla considerable fuerza. Utilizada esta por todas las
industrias y la agricultura, perfeccionados los procedimientos de
la fabricación, reducidos en extremo los precios de transporte, los
productos manufacturados y naturales han disminuido de tal suerte de su
valor, que muchos de ellos calificados de lujo en el siglo precedente,
se han puesto en el nuestro al alcance de las más modestas fortunas,
demostrando así que artículos o mejoras que en una época se juzgan como
exceso y demasía en el regalo, los convierte después la baratura en
objeto de general consumo.

Nuestros abuelos habían creído realizar un gran progreso con los
ferrocarriles. Lo eran en efecto, si se comparan aquellos medios de
locomoción con las diligencias, que a su vez habían sido un notable
adelanto comparadas con las galeras aceleradas; pero ¿qué dirían los
hombres del siglo XIX si resucitasen ahora, a mediados del
XX, y viesen en la práctica las varias y múltiples invenciones
basadas en el motor eléctrico? En aquella época se empleaban, por
ejemplo, treinta y tres horas mortales en recorrer la distancia que
separa a Madrid de París, y para hacer el viaje era preciso sujetarse
al reglamentarismo de las Compañías, a la tiranía de sus itinerarios
y a todas las incomodidades que trae consigo vivir o viajar en
colectividad, siquiera sea por breve espacio de tiempo, cuando hoy se
toma un vagón _a la hora_, como antiguamente se tomaban los coches de
plaza, y de sol a sol se puede hacer una excursión de ida y vuelta
entre las capitales de España y Francia.

El principal defecto de que, en nuestro entender, adolecía el siglo
anterior, era que se sacrificaba el individuo a la colectividad. El
ómnibus, el tranvía, el tren, el buque de pasajeros, la mesa redonda,
el taller, la fábrica, constituían una verdadera esclavitud para el
individuo, que debía humillarse ante la inflexible autoridad del
silbato o de la campana. Nuestra época, con sus grandes progresos
materiales, ha contribuido a fundar la verdadera libertad, la que hace
al hombre señor de sí mismo y le emancipa en cuanto cabe dentro del
orden social, en que forzosamente hemos de vivir, del despotismo de la
asociación.

Hasta la cuestión de las clases obreras, pavoroso problema que
embargaba el ánimo de nuestros abuelos, se ha resuelto con el
fraccionamiento y baratura de la fuerza y la subdivisión del trabajo
hasta sus últimos límites, con lo cual las casas de los operarios
se han convertido en verdaderas fábricas, anulando así los grandes
establecimientos industriales.

Como nada contribuye tanto a los adelantos morales de un pueblo como
el progreso material, no deben sorprendernos los que en el espacio de
cincuenta años se han realizado en nuestra España.

La situación de esta, considerada desde el punto de vista político,
era, a los ojos de la severa crítica, harto lamentable en el último
tercio del siglo XIX.

Si se ponía término a las contiendas civiles que fácilmente encendían
el carácter belicoso y aventurero de las masas, la ardiente sed del
ideal en unos, la esperanza de medro personal en otros, seducidos por
perniciosos ejemplos, y siempre el espíritu de rebelión encarnado en
un pueblo víctima de los caprichos del poder, de la lentitud de la
justicia, de la inercia de la administración y de las durísimas cargas
del Estado; imperaba la guerra mansa de las parcialidades políticas,
que se disputaban con ensañamiento el manejo de la cosa pública, sin
reparar en promesas para alcanzarlo.

Y mientras los gobiernos, obligados por el instinto de la propia
conservación y por el interés de bandería, gastaban su actividad y su
fuerza en esas luchas intestinas, otras potencias de Europa marchaban
resueltamente en pos de sus ideales, desenvolviendo una política
internacional con la diplomacia y con las armas, que debía tener por
coronamiento la constitución de grandes nacionalidades fundadas en la
unidad geográfica y en la necesidad estratégica.

Los nobles propósitos con que algunos estadistas ilustres pretendían
sacar a España de su postración, degeneraban en cruel escepticismo:
si tenían fuerza para restablecer el orden material, retrocedían
pusilánimes ante la empresa de volver, sin lastimosas hipocresías, por
los fueros del sentido moral y del sentido jurídico.

Los adversarios del sistema que constituía la base de la organización
del Estado, achacaban a aquel los defectos que acaso no tenían más
origen que las flaquezas de los gobernantes.

Estos a su vez, alardeando siempre de profundo respeto a la legalidad,
apelaban con frecuencia a medidas arbitrarias; y si alguno sentíase
acometido de remordimientos, quizá tranquilizaba fácilmente su
conciencia política considerando lícito extralimitarse en la aplicación
de las leyes y aun falsearlas, suponiendo a los administrados sin
virtudes cívicas y de suyo propensos a eludir y a no respetar aquellas.

Los que aceptaban un mismo principio fundamental y disentían en los
de orden secundario, reñían incesantes batallas, más enconadas cuanto
más afines eran los contendientes, creyendo con dudosa buena fe que
defendían ideas, cuando en el fondo no disputaban más que personas.

En esta época en que se ha realizado un gran progreso en las
costumbres políticas y en la administración pública, no puede menos de
maravillarnos la perversión y falta completa de todo sentimiento de
justicia que presidían a la provisión de los destinos públicos y a las
relaciones entre el Estado y el ciudadano. El valimiento, el favor y
la recomendación eran la fuerza suprema que daba movimiento e impulso
a aquel mecanismo oficial. Aun los espíritus más rectos y justicieros
no podían sustraerse al medio ambiente en que vivían, y acaso sin
darse cuenta de ello muchas veces se hacían cómplices de la iniquidad
cediendo a un falso deber de agradecimiento, a una exigencia de la
amistad o a una atención de la galantería.

El caciquismo que imperaba en los pueblos enseñoreándose de los
Ayuntamientos y de las Diputaciones provinciales, a su calor nacidos,
sometía a la dura ley del vencedor al adversario político o personal,
con el encarnizamiento y el encono propios de las luchas locales; y
el representante del poder central en las provincias, que no podía
prescindir de estas fuerzas para el triunfo de los candidatos que
recomendaba el Gobierno, transigía fácilmente con ellas, y las más
veces era en vano reclamar justicia de quien carecía de autoridad moral
para aplicarla.

Los ciudadanos acabaron por perder la fe en la justicia administrativa,
creyendo solo en la eficacia de las influencias, habiéndose impuesto
de tal suerte la costumbre de las recomendaciones, aun con los más
frívolos pretextos, que hubiera parecido notable falta de cortesía
en un hombre urbano no prestarles por lo menos hipócrita atención y
aparente acogida. Y ese afán de apelar al favor lo invadía todo: sus
importunidades ni siquiera respetaban la santidad de los tribunales,
a los que se reclamaba justicia con la imposición de influencias
políticas o sociales, como si aquella pudiera torcerse y quebrantarse,
lo cual en el fondo argüía una grave ofensa a la rectitud de los
magistrados.

Debe, sin embargo, negarse, y dicho sea en honor de la verdad, que los
hombres públicos se convirtiesen en dóciles instrumentos de injustas
pretensiones, cediendo al torpe móvil de la codicia: sus debilidades
nacían del interés político, del espíritu de parcialidad, de una deuda
de gratitud, del amor de familia o de la benevolencia del afecto. Los
caracteres más refractarios a la venalidad del favor, prestaban fácil
oído al soborno del sentimiento.

Y mientras el arte de la política se basaba en las complacencias
personales, la administración arrastraba vida lánguida y perezosa,
siendo la inestabilidad burocrática el más funesto de sus males.
Acrecentábanse de día en día los gastos del Estado, porque no había
ministro con fuerza ni voluntad bastantes para reorganizar de una
manera radical los servicios, ante el temor de enajenarse el apoyo
de los régulos del Parlamento, de herir intereses de localidad, de
lastimar el espíritu de clase, mayormente si se trataba de institutos
armados o de evocar el más pavoroso de los fantasmas: la cuestión de
orden público.

Tal era el miedo que esta inspiraba, que casi todas las iniquidades
cometidas por los Gobiernos y su falta de iniciativa para corregir
ciertos abusos, no reconocían más causa que el recelo de conflictos
acaso más imaginarios que reales.

La autoridad, el prestigio, la fama de hacendista buscábanse, no en el
planteamiento de reformas trascendentales que cambiasen los gastados
organismos, base de una administración anacrónica, indolente y a veces
absurda, sino en los arrebatos y en las audacias, encaminados a vejar
más y más al país, agobiado bajo el peso de tributos superiores a sus
agotadas fuerzas.

La obstinación que engendra la ajena resistencia, el amor propio que se
complace solo en las satisfacciones del orgullo, el falso sentimiento
de la realidad que ciega y perturba las más claras inteligencias,
eran poderosa parte para que, en aquellas batallas continuas entre
gobernantes y gobernados, el poder degenerase en arbitrario, caprichoso
y tiránico, imponiendo su voluntad a las clases contribuyentes, a
despecho de las quejas generales de estas, que pedían en vano ministros
de Hacienda prácticos, equitativos administradores del Estado, y no
agentes ejecutivos, más atentos al éxito del momento, al aplauso de la
especulación bursátil y a la alabanza de la exótica conveniencia que
a las necesidades de lo porvenir y al respeto y consideración de la
inmensa mayoría de los ciudadanos.

Y para conseguir tales triunfos, de los cuales eran ostentoso
trofeo los estados de recaudación en la _Gaceta_, falsos a veces,
amañados otras y artificiosos casi siempre, se apelaba a irritantes
procedimientos, inspirados en las argucias y sutilezas de la mala fe
vergonzante.

Ya se vulneraba el espíritu y la letra de las leyes votadas en Cortes,
con reglamentos dando torcida interpretación a aquellas; ya se
encarecía a los empleados del fisco la necesidad de que desplegasen
exagerado e inicuo celo en sus funciones; ya se aplazaba, sin
miramiento a la justicia, la resolución o el pago de créditos contra
el Tesoro; o ya se entorpecían, en fin, con manifiesta malicia, las
reclamaciones de las víctimas de la burocracia fiscal o acaso del odio
de los adversarios políticos.

Parecía natural que las leyes tributarias fuesen redactadas con la
mayor claridad; pero de intento, al parecer, los mismos ministros que
debían reglamentarlas, llevados del afán de favorecer los intereses de
la Hacienda, procuraban sembrar la confusión en su propia obra, para
dejar abierto y expedito el camino de las más caprichosas y exageradas
interpretaciones.

Los preámbulos y exposiciones de las leyes y decretos se repetían con
la misma monotonía, los mismos lugares comunes y la misma vaguedad
en los conceptos. Si aquellos documentos, en los cuales se ofrecía
a manos llenas la felicidad al país o el perfeccionamiento de la
administración, carecían generalmente de sinceridad, en cambio
faltaba en los lectores el propósito de dejarse convencer. ¡Estéril
convencionalismo! ¡Conjunto de frases, sin el encanto siquiera de la
forma, arrojadas al universal escepticismo! ¡Tal era casi siempre la
literatura oficial!

La oratoria de las Cortes españolas no tenía rival en el mundo
civilizado; pero si rayaba a la mayor altura en el grandioso concepto
del arte, jamás fue más sospechosa su utilidad en los asuntos
económicos. Si se discutían los presupuestos, para lo cual el tiempo
apremiaba siempre, los oradores eminentes mostraban viva repulsión a
descender al árido terreno de la aritmética.

¡Y sin embargo, el sentido utilitario y práctico debía imponerse al fin
en los destinos de España!

No en vano era esta una nación europea, y por lo tanto estaba condenada
a perecer, o a seguir la suerte y las vicisitudes del resto del
Continente.

Al socialismo de Estado, consecuencia lógica y natural de los grandes
armamentos, sucedió la miseria inevitable de los pueblos; y el ejemplo,
el pernicioso ejemplo de arriba, trascendiendo a las clases obreras,
conmovió los cimientos sobre los cuales descansa la obra secular de
las sociedades civilizadas. Somos el Estado, dijeron la política,
la milicia y la burocracia, y queremos ser el Estado, repitió el
proletariado; pero cuando este, fiando en el número, se proclamaba
vencedor, la discordia puso de manifiesto la inestabilidad de las
agrupaciones humanas que no se fundan en el principio del orden y de la
disciplina.

Vencida la causa que tantos temores y sobresaltos inspiraba a fines
del siglo XIX; el progreso de las ciencias; la facilidad,
rapidez y baratura de las comunicaciones; la subdivisión del trabajo,
que recobró el carácter doméstico en las industrias que lo permitían;
la depreciación creciente del capital con el aumento del ahorro y de
la riqueza; el desarrollo considerable de la instrucción pública; el
sentimiento del deber y de la propia conciencia inculcado en el corazón
del pueblo, y sobre todo el sentido práctico y el espíritu de rectitud,
de justicia y de equidad que lograron imponerse en las esferas del
poder, contribuyeron en gran manera a la regeneración de nuestra
patria; verificándose entonces el consorcio admirable y armónico,
gloria de la edad presente, del Estado, representación sincera y
genuina de todas las clases, de todos los intereses y de las generales
aspiraciones, con la libertad individual, en su concepto más elevado,
dentro del derecho.



UN VIAJE A LA REPÚBLICA ARGENTINA

EN EL SIGLO XXI


Residía en Madrid. El reloj eléctrico y a la vez calendario perpetuo
de mi despacho señalaba y anunciaba las 5 de la tarde del 9 de mayo
de 2003. Me acerqué al teléfono y pedí comunicación telefónica y
_neumática_ con la _Compañía del expreso hispano-argentino_.

—¿Qué quiere? —murmuró el reóforo a mi oído.

—Un billete de ida y vuelta a Buenos Aires. ¿Cuánto es?

—Mil quinientas pesetas.

—Quiero además una carta de crédito de veinte mil.

—Corriente.

—Por el tubo neumático remitiré un talón contra el Banco y mi equipaje.

—Está bien. ¿Se le ofrece algo más?

—Nada, gracias.

—A la orden de usted.

Al cuarto de hora el tubo neumático, que pone en comunicación mi casa
con todos los abonados de Madrid, me traía una medalla de níquel
señalada con el número 5, letra _M_.

Esta medalla me daba derecho a un viaje redondo a Buenos Aires, y a un
crédito de cuatro mil pesos oro en todas las estaciones de la línea.

A las siete menos diez minutos subí por el ascensor a la azotea de mi
casa y esperé el paso del tranvía electro-aéreo. Ocho minutos después
me hallaba en la estación central de los _aluminio-carriles_, y me
instalaba en el tren expreso hispano-argentino.

Componíase este de seis soberbios vagones-palacios, precedidos de
una potente máquina eléctrica. Estaba el primero destinado a cocinas
y dependencias, a comedor el segundo, a salón y biblioteca los dos
inmediatos, y a camarotes los restantes.

El ancho de la vía era de seis metros y el de los coches de nueve. Los
carriles de aluminio asentábanse sobre largueros de madera revestida
de una materia elástica que amortiguaba el ruido y la trepidación del
tren en movimiento. Seguía casi siempre el trayecto la línea recta,
sin grandes desmontes ni terraplenes y con cortos túneles, porque las
perfeccionadas máquinas de tracción salvaban con facilidad las más
agrias pendientes.

Lujo artístico y comodidad refinada reinaban en aquel suntuoso recinto.
Ricas y exóticas maderas talladas, obra de célebres escultores,
ostentaba en sus muebles el comedor; del techo pendían riquísimas
lámparas de cristal de roca que reflejaban los rayos de centenares
de luces eléctricas; el servicio de mesa era de Sèvres con elegantes
pinturas, representando los principales paisajes de la línea; los
asientos y respaldos de las sillas, de fino tafilete maqueado; los
manjares y los vinos, delicados aquellos y exquisitos estos; las
fuentes y las botellas, movidas por misterioso artificio, circulaban
profusamente por la mesa, deslizándose sobre carriles de plata; las
dulces notas de los cantores y de la orquesta de una ópera que en aquel
momento se representaba en el teatro de Apolo de Roma, reproducidas
por un _megáfono_, recreaban el oído de los viajeros durante la hora
de la comida; la aguja de un cuadrante colocado en la pared señalaba
los kilómetros recorridos y las estaciones por donde pasaba el tren;
un termómetro automático, combinado con caloríferos y frigoríferos,
mantenía siempre la misma temperatura dentro de los coches; un reloj
señalaba la hora del meridiano de Madrid en una esfera, y en otra, por
ingenioso mecanismo, la que correspondía al punto donde nos hallábamos;
en fin, cuanto pudo imaginar el espíritu utilitario, el gusto artístico
y el genio de la invención para comodidad, deleite y regalo del
viajero, estaba encerrado en el palacio ambulante que con rapidez
vertiginosa recorría llanuras, cruzaba valles, vadeaba ríos y salvaba
montañas, sin notarse apenas el acompasado ruido de las ruedas, ni la
estridente vibración de los rieles, ni los vaivenes de las curvas,
ni los saltos del paso de agujas, ni ninguna de aquellas innumerables
molestias de los primitivos y rudimentarios ferrocarriles.

El salón que seguía al comedor superaba a este en magnificencia.
Durante el día la luz cenital y durante la noche potentes focos
eléctricos, velados por cristales opacos ligeramente sonrosados,
prestaban a todos los objetos un aspecto mágico y sorprendente. En
las paredes alternaban los tapices antiguos, venerables restos de las
pasadas grandezas de la sangre, hoy al servicio de la aristocracia del
capital, con los cuadros de los más célebres pintores contemporáneos,
llenos de riqueza de detalles, sentidos de color y rebosando vida y
movimiento. El piso, compuesto de la reunión de pequeños fragmentos de
madera de diversas clases y múltiples y brillantes colores, constituía
uno de los más notables mosaicos que vieron jamás los afamados talleres
de Roma. Anchas y cómodas butacas articuladas, de dorado cuero cordobés
unas, de seda suave o de terciopelo finísimo otras, convidaban al
descanso del cuerpo y a la plácida y reparadora somnolencia del
espíritu. Ocultos resortes que cedían al menor esfuerzo daban a
estos muebles la inclinación o la postura que de ellos solicitaba el
viajero. Destacábase en el centro un gran velador de malaquita con
incrustaciones de oro, representando las armas de los zares, despojo
que arrojó al mercado la revolución de Rusia del siglo XX
y mudo testigo del incendio y el saqueo del palacio de Invierno por
la enfurecida plebe. ¡Inestable fortuna! Todo cambia de destino,
todo obedece a la eterna ley de la evolución. ¡De las ricas joyas y
preciados ornamentos de la corte imperial no queda más que lo útil al
servicio tal vez del primer advenedizo!

Inmediata al salón, hallábase la biblioteca, iluminada como aquel por
luz cenital. Llenaban los estantes centenares de volúmenes colocados
por orden de materias, manuales casi todos, de esmerada y clara
impresión y con numerosos grabados intercalados en el texto. En sitio
preferente veíanse las Enciclopedias y el _Diccionario ilustrado de la
Academia Española_, notable por las viñetas y cromos que daban clara
idea de los vocablos que permitían su representación gráfica. En dos
de los ángulos de la biblioteca veíanse dos globos, terráqueo el uno y
celeste el otro, ambos de metro y medio de diámetro y transparentes;
luces eléctricas interiores permitían durante la noche observar
los menores detalles. Un mecanismo también eléctrico hacía girar
al celeste, dando una revolución cada veinticuatro horas. Al mismo
tiempo producía un movimiento de inclinación en correspondencia con la
latitud geográfica del tren. La otra esfera tenía también movimiento de
inclinación y traslación, presentando en su parte superior el punto de
la tierra en que se encontraba el viajero. Atriles mecánicos destinados
a los lectores, sin más trabajo para estos que oprimir un pedal,
doblaban automáticamente las hojas de los libros. Lo más peregrino
empero era el _Diccionario-fonógrafo_. Tenía este aparato un teclado
con todas las letras del alfabeto, y bastaba oprimir la correspondiente
a una palabra para que el fonógrafo recitase en el acto la definición
del vocablo. Sobre una mesa estaba puesto otro fonógrafo en relación
con los alambres exteriores, merced a los cuales el tren comunicaba
con la red universal telefónica. En dicho aparato, que hacía las veces
de periódico, se imprimían silenciosamente noticias del mundo entero,
y a voluntad del viajero funcionaba para reproducirlas. Me acerqué al
_Noticiero parlante_, que así se llamaba aquella ingeniosa máquina, y
vi que tenía una serie de botoncitos, junto a cada uno de los cuales
se leía en letras de metal: _Europa_, _Asia_, _África_, _América_,
_Oceanía_, _Bolsas_, _Mercados_, _Miscelánea_. Oprimí el primer botón,
y el fonógrafo habló de esta manera:

«_Madrid_, 8 noche. — La _Academia Española_ abre un certamen para
premiar el mejor discurso parlamentario. Se preferirá el de estilo más
lacónico. No se admiten solecismos.»

«_París_, 8,35 noche. — La Cámara de Diputados ha aprobado una
proposición eximiendo a sus individuos del deber de asistir a las
sesiones. Podrán hablar desde sus casas por medio del fonógrafo
parlamentario. Habrá aparatos especiales para uso de los diputados que
quieran interrumpir al orador.»

«_Londres_, 8,15 noche. — Se está desguazando el último blindado de
vapor que conservaba como reliquia la Marina inglesa. Era un pequeño
buque de 18.000 toneladas, que solo podía navegar a flote.»

«_Roma_, 9 noche. — La Sociedad Universal de Teléfonos y Fonógrafos
abre un abono a audiciones perpetuas de ópera. La diferencia de
meridiano de las diferentes ciudades del mundo donde se representan
esta clase de espectáculos, permite a la Compañía ofrecer esta ventaja
al público.»

«_Viena_, 9,30 noche. — La cuestión de los Balkanes...»

—Basta —dije para mí, y puse el dedo en el último botón.

«_Madrid_, 8,5 noche (continuó el eco). — El crimen de la calle de...»

—¡Todavía! —exclamé, oprimiendo el cuarto botón.

«_Lima_, 3,5 tarde (dijo la voz del fonógrafo). — Se han presentado
los presupuestos en la Cámara de Representantes con un _superávit_ de
98 millones de soles. El último plazo de la indemnización de guerra
pagada por los Estados Unidos, se aplicará a la completa extinción de
la deuda del Perú.»

«_Santiago de Chile_, 3,12 tarde. — Los viajeros del tren relámpago
procedente de Montevideo han sido indemnizados con 150 pesos cada uno
por haber llegado aquel con un retraso de 15 minutos. El Supremo Jurado
sienta la jurisprudencia de que la indemnización sea a razón de 10
pesos por minuto perdido en la marcha.»

«_Buenos Aires_, 5,15 tarde. — Ha fallecido esta tarde el célebre
almirante argentino López, que mandando la escuadra submarina de los
aliados de la América latina, aniquiló en el golfo de México el poder
marítimo de los Estados Unidos. Por disposición del finado, la familia
no recibirá comunicaciones telefónicas de pésame.»

«_Bogotá_, 6,24 tarde. — El Gobierno ha resuelto sustituir los antiguos
cañones de 250 toneladas que defendían el canal de Panamá, con máquinas
eléctricas lanzarrayos.»

«_México_, 3 tarde. — El general mexicano Victoria telefonea que hoy ha
ocupado San Francisco de California en virtud del tratado de paz con
los Estados Unidos. La noticia produce aquí entusiasmo indescriptible.
Esta noche se iluminará la ciudad con quinientos poderosos focos
eléctricos suspendidos por globos cautivos. Hoy se firmará el pacto de
la confederación latino-americana...»

Iba a proseguir interrogando al misterioso confidente, cuando noté que
el tren reducía su marcha. Fijé la vista en la esfera que señalaba
nuestra situación geográfica, y vi que nos encontrábamos cerca de
Gibraltar, hermosa ciudad que España recobró después de la guerra
de la coalición continental contra los ingleses. Detúvose el tren,
y asomándome al mirador situado en el testero del último coche, se
presentó a mis ojos uno de los espectáculos más sorprendentes que
imaginarse pueden.

El enorme peñón, a cuyos pies se asienta la gran ciudad de Gibraltar,
y los demás montes que ciñen la anchurosa bahía de Algeciras, parecían
ríos de lava de un volcán en ignición. Focos eléctricos de diversos
colores, artísticamente combinados, llenaban el espacio comprendido
entre Punta de Europa y Punta Carnero. En cada una de estas destacábase
una gigantesca columna luminosa con la inscripción _Plus ultra_. Sobre
la ladera del Peñón se leía con enormes caracteres de fuego: ¡_Viva
la raza latina_! ¡_Viva la Confederación latino-americana_! y debajo
veíanse como entrelazadas la bandera española y las de todos los
Estados de América de origen ibérico.

Así la madre patria celebraba la fausta nueva que la electricidad
había transmitido a todos los ámbitos de la tierra. La raza ibérica,
representada en el Nuevo Mundo por 300 millones de almas, sellaba con
el pacto fraternal de la «Unidad en la variedad» su inquebrantable
propósito de vivir confundida en un solo sentimiento y en una sola
aspiración y robustecer sus fuerzas ante el coloso del Norte, que
intentó, aunque en vano, extender sus dilatados dominios por el resto
de América o someterlo a vergonzosa tutela. La venerable España, que
veía renacer en sus hijos emancipados de allende los mares las glorias
de su raza imperecedera, declaraba aquel día fiesta nacional, y la
fecha del 9 de mayo de 2003 se inscribía en letras de oro en el salón
de sesiones de las Cortes.

El tren se puso en movimiento, y la oscuridad exterior y un ruido
sordo y prolongado me advirtieron que en aquel momento penetrábamos
por el túnel submarino de 15 kilómetros que pone en comunicación la
red de aluminio-carriles de Europa con la de África. Minutos después
avistábamos a nuestra derecha a Tánger, iluminado también como
Gibraltar y Algeciras, y sin detenernos proseguimos nuestra rápida
marcha a través del antiguo imperio de Marruecos, hoy floreciente
provincia española.

A las once de la mañana del siguiente día, después de salvar la
cordillera del Atlas por el túnel de Afifen, hacíamos alto en Cabo
Juby. Los viajeros de Canarias se embarcaron allí en el buque
eléctrico que debía trasladarlos a aquel Archipiélago. A la sazón
no estaba terminado el puente de aluminio entre las islas Canarias y
el continente africano. Los estudios hechos por los ingenieros para
unirlos por medio de túneles submarinos fueron abandonados a causa de
las grandes perturbaciones volcánicas que ofrece el fondo del mar en
aquella parte.

Nos encontrábamos en pleno desierto. La temperatura era sofocante en
lo exterior, pero deliciosa dentro del tren, hasta el punto de que
el termómetro seguía invariable. A través de los tubos que sirvieron
de caloríferos a la salida de Madrid, circulaba entonces aire frío
producido por una máquina heladora.

En la madrugada del día 11 nos encontrábamos en Dakar (Senegal),
habiendo recorrido desde Madrid 3.622 kilómetros de aluminio-carril.
Detúvose el tren cinco minutos, y púsose luego lentamente en marcha por
un muelle metálico, al extremo del cual estaba atracado por la popa
un buque eléctrico submarino de 60.000 toneladas. Sobresalía este 15
metros sobre el nivel del mar, y en su parte posterior, a manera de la
entrada de un túnel, tenía una inmensa abertura por la cual penetró
todo el tren. Apenas quedó dentro, púsose en movimiento una poderosa
máquina hidráulica que cerró herméticamente la comunicación exterior.
Al cabo de algunos minutos un estremecimiento general nos anunció que
el barco soltaba las amarras y se ponía en marcha.

Dos días mortales empleamos en la travesía entre Dakar y el cabo de San
Roque, o sea la parte de la costa del Brasil que más se aproxima al
Continente africano; y digo mortales, porque a pesar de los progresos
de la industria naval, el hombre no ha podido domeñar la fuerza
impetuosa de las olas, ni los adelantos de la medicina han encontrado
remedio a las angustias del mareo. Así se explica que ínterin se
tienden puentes metálicos de 1.500 metros de luz sobre el Océano, se
procure limitar todo lo posible las travesías marítimas. Navegaba
nuestro buque unas veces sobre la superficie de las olas y otras a
cierta profundidad, según el estado del mar; pero los balances y las
cabezadas eran verdaderamente insoportables.

Por fin, a los cuatro días y medio de nuestra salida de Madrid
atracamos en el espacioso puerto que la _Compañía universal de trenes
expresos_ ha construido en el cabo de San Roque. Fondear el submarino,
abrirse la compuerta que cerraba la abertura de la proa, a semejanza de
la del lado opuesto, salir el tren y lanzarse este a toda electricidad
por la vía americana, fue obra de un momento.

Inútil es advertir que no tuvimos registro de equipajes, ni
reconocimiento de pasaportes, ni ninguna de aquellas infinitas trabas,
eterna pesadilla de nuestros bisabuelos, víctimas de la transición
industrial y política del siglo XIX, cuando la defensa de
la propia producción y el interés del orden público obligaban a las
naciones a poner cortapisas al comercio y a la libertad humana.

En la mañana del día 14 de mayo de 2003 hacíamos alto en la hermosa
ciudad de Río Janeiro, cuya población excede actualmente de 2 millones
de almas.

De Río Janeiro salen dos líneas con dirección al Río de la Plata:
la de la costa, que se dirige a Montevideo, uno de los puertos más
florecientes de la América latina, que cuenta ya con 3 millones de
habitantes, y la del interior, que va a buscar la confluencia del
Uruguay y el Panamá. Nuestro tren siguió la última, y antes de rayar
el día 15 atravesábamos los indicados ríos, un poco más arriba de su
confluencia, por dos soberbios túneles subfluviales.

Al despuntar el alba hicimos nuestra entrada en la gran capital de la
República Argentina, término de nuestro viaje.

Describir la floreciente ciudad de Buenos Aires, emporio del
comercio y de las artes, con sus magníficos monumentos, sus ricos
museos de pinturas, sus bibliotecas, que cuentan por centenares los
_libros-fonógrafos_; sus calles, terrestres y aéreas, tiradas a cordel;
su magnífico puerto poblado de buques submarinos, con muelles que
comienzan cerca de la antigua estación de Rivadavia y terminan más
abajo de Riachuelo; su magnificencia y grandiosidad, pues su actual
superficie excede a la del antiguo distrito federal, no es empresa para
mi pluma, ni la permiten las dimensiones de este artículo. Baste decir
que San José de Flores es hoy el centro de la ciudad y que de allí
radian los aluminio-carriles subterráneos y los tranvías electro-aéreos
que llevan con rapidez vertiginosa la exuberante vida social y
mercantil a todas partes. El aumento incesante de la inmigración
europea y el natural desarrollo de la población, han elevado la de
Buenos Aires a 4.122.307 almas, según la estadística del mes de abril
de 2003.

* * *

Antes de poner término a este artículo, fuerza es que diga siquiera
breves palabras acerca de los notables cambios que en el orden político
se han operado en el Nuevo Mundo.

Los Estados Unidos del Norte adquirieron durante la pasada centuria
enorme crecimiento, hasta el punto de que su inmenso territorio apenas
bastaba para contener la población, y amenazaban con un desbordamiento
a costa de los países de origen latino.

México, las repúblicas del Centro y Colombia, como más directamente
interesadas, la primera porque veía en peligro sus fronteras
septentrionales, y las restantes porque so pretexto de los canales
interoceánicos, el Gobierno de Washington pretendía someterlas a una
tutela, que rechazaba la dignidad nacional, dieron la voz de alerta y
reclamaron el auxilio de los demás Estados americanos.

Las notas diplomáticas que los representantes de aquellas repúblicas
dirigieron a sus hermanas, fueron acogidas al principio con marcada
tibieza, porque nadie creía el riesgo cercano; pero la noticia de que
los anglo-americanos habían violado el territorio de México, y de que
pretendían enviar un ejército de ocupación a Nicaragua, Costa Rica y
Panamá, produjo un grito unánime de indignación desde Río Grande del
Norte hasta el Cabo de Hornos. Todos los gobiernos, impulsados por el
generoso y espontáneo movimiento de la opinión pública, pactaron una
alianza ofensiva y defensiva, y aprestaron sus formidables huestes y
sus escuadras submarinas para salvar la independencia de la América
latina y la exclusiva preponderancia en ella de la raza ibérica.

España, que no podía permanecer indiferente a una lucha gigantesca en
la cual se ponía en tela de juicio el principio de raza, de lengua y
de costumbres que eran las suyas propias, prestó desinteresado y noble
concurso a sus hijas americanas, y de Cádiz salió la escuadra submarina
que, en unión de las demás aliadas, contribuyó al desastre de la
poderosa armada de los Estados Unidos.

Entretanto, las márgenes de Río Grande del Norte eran teatro de las
más encarnizadas batallas que vieron los siglos. Todos los medios de
destrucción que el moderno arte de la guerra arrancó a la ciencia
y a la industria, se juntaron allí: cañones de 300 toneladas;
proyectiles explosivos con substancias hasta entonces desconocidas;
máquinas eléctricas arrastrando las piezas; verdaderas fortificaciones
ambulantes que marchaban sobre rieles, a medida que lo exigía el
ataque o la defensa; reductos cubiertos que se ocultaban y a voluntad
salían a flor de tierra para disparar su artillería; trincheras que
parecían montañas, y montañas que allanaba el asiduo trabajo de zapa
y el incesante reventar de las minas. La guerra cuerpo a cuerpo no
puede existir en manera alguna; la infantería y la caballería han
desaparecido, pero no el recuerdo de sus bizarras empresas, en que
en tan alto grado campeaba el valor individual. La lucha ya no es de
hombres contra hombres, sino de máquinas contra máquinas. Imposibles
las batallas a campo raso y sobre la superficie de los mares; la
guerra, según una frase del general ruso Arbaff, se convierte en
subterránea y submarina.

Vencidos los Estados Unidos en esta memorable campaña, viéronse
obligados a firmar un tratado de paz, comprometiéndose al pago de una
indemnización de diez mil millones de pesos, que se repartieron los
aliados; a limitar sus fuerzas navales y terrestres, y a devolver
a México los territorios que inicuamente le usurparon en el siglo
XIX.

Entonces los Estados de la América latina, para afianzar su
independencia y oponer inquebrantable valladar a la invasión de la raza
anglo-sajona, pactaron la confederación sin el predominio de ninguno, y
conservando todos sus leyes o instituciones particulares.

Bajo estos auspicios se abre una nueva era de paz y prosperidad; y
como si los progresos en el orden material, obtenidos durante los
siglos XIX y XX, no fueran bastantes a satisfacer las aspiraciones de
la humanidad, en los albores del XXI se descubre al fin, con éxito
completo y admirable, la dirección de los aeróstatos, con lo cual
resultan inútiles los aluminio-carriles para el transporte de viajeros.



LA VERDAD DESNUDA

RELACIÓN DE UN TRAPERO


Primero fui bachiller, lo cual basta y sobra para ser hombre político,
empleado después, que es lo mismo que decir español; pero le salió un
sobrino a un subsecretario amante de su familia, y entonces la mano
despiadada del destino me privó del mío.

Aburrido y cansado de pretender; con el hambre de media España, es
decir, hambre de cesante; perdida por completo la esperanza de recoger
una nueva credencial, vine a parar al bajo y humilde oficio de trapero:
al fin todo es recoger.

Discurría por mi barrio noches pasadas, tartamudo en el andar, como
quien va a pie por las enguijarradas calles de Madrid, fija la vista en
el suelo como doncella de antaño, con más pensamientos y cavilaciones
que un Ministro de Hacienda al preparar los presupuestos, con un
gancho en la mano a guisa de fundador de sociedades de crédito, y con
una carga al hombro más pesada que la de un marido con hijos muchos,
esperanzas pocas y un empleo pretérito.

—¿Será posible —decía para mí— que la suerte no me depare algún
venturoso hallazgo como el que tanto alegró el corazón de Sancho
Panza en el de Sierra Morena? ¿Acaso ya no hay quien pierda el seso
por mal de amores, hasta el punto de abandonar una maleta con un
buen montoncillo de escudos de oro? ¡Oh felicísimo Sancho, que tras
repetidos palos y aporreamientos, viniste a dar, si no con el verdadero
fin de tus esperanzas, con algo que las hacía más llevaderas!

Pero ya que lo limitado de mis pensamientos no despierta en mí el
deseo del gobierno de una ínsula, pretensión, por otra parte, fácil y
hacedera en los benditos tiempos que corremos, otórgame al menos, ¡oh
destino!, si es que tengo alguno, cosa que alivie la escasez que estoy
sufriendo.

Años ha que, imagen verdadera del que va en pos de la constancia de una
mujer, de la fidelidad de un amigo, de la gratitud de un deudor y de la
baratura de un Gobierno, recorro las calles de la corte buscando lo que
no encuentro. En mal hora y en menguados tiempos vine al mundo.

Rendido por el cansancio solté el cesto que sustentaban mis hombros, y
ocultándome a las recelosas miradas del sereno, que con sus ronquidos
daba claros indicios de la vigilancia urbana, senteme en el batiente
de una puerta, y alargando el gancho comencé a revolver los varios y
diversos objetos que en el cesto traía.

—¡Oh, si hablaran —exclamé fijando en ellos mis ojos—, qué de cosas
dirían! ¿Qué sería escuchar esta faja de Gobernador, condenada al
desprecio por el uso? ¿Qué este pedazo de sable, probablemente en cien
pronunciamientos desenvainado? ¿Qué esta pluma, vendida tal vez al
mejor postor? ¿Qué esta charretera, quizás por no muy gloriosos caminos
alcanzada? ¿Qué esta espuela, acaso testigo mudo y auxiliar poderoso
de fugas vergonzosas? ¿Qué dirían tantos despojos aquí aglomerados,
revueltos y confundidos?... ¡Ah, si la verdad no anduviese tan
escondida o con tanto artificio disfrazada! . . .
  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mis párpados se fueron cerrando insensiblemente. El ayuno prolongado,
que avivaba en mi memoria el dulce recuerdo del bien perdido, y
la frescura precursora de la mañana, que yo, enemigo de la luz,
veía acercarse como la nube preñada de granizo el labriego, como
al recaudador de impuestos el propietario o el industrial, como el
vencimiento del cupón el Ministro de Hacienda, fueron parte para que me
asaltase un sueño profundísimo.

Acababa de cerrar los ojos, cuando imaginé que se alzaba del fondo
de mi cesto una figura de humanas formas. Mortal palidez cubría su
semblante, una sonrisa helada vagaba en sus labios, sus ojos brillaban
con la claridad de los astros, y su continente era tranquilo y mesurado.

Dirigiome una mirada grave y compasiva, y con voz clara y sonora se
expresó de esta suerte:

—Yo soy la Verdad, por muchos pretendida, pero por pocos buscada con
amor. Nací libre, pero la mano del hombre me sujeta a dura opresión y
martirio. Ora al despótico yugo me sujetan, ora me disfrazan hasta
confundirme con la mentira. Me viste con el traje de la virtud la
mujer infiel; con afeites me acicala la entrada en años; me oculta
con la máscara del patriotismo el mercader político, y con la de la
libertad el ambicioso que quiere encumbrarse por torcidos caminos.
Con fiera crueldad me sacrifican pomposos anuncios que ofrecen oro a
manos llenas; palabras deleitosas que arrullan el oído cortesano, y
pensamientos que al calor de la ardiente imaginación se fraguan.

Soy poderosa y bella; pero pocos se avasallan a mi imperio y rinden
culto a mi hermosura deslumbradora. Muchos me siguen cuando alzo el
vuelo a altísimas regiones y dejo en pos de mí los lindes terrenales;
pero ¿quién puede gloriarse de conocerme siempre?

¿Pretendiste oír mi voz? ¿Has querido que salga del fondo de tu cesto
miserable? Aquí me tienes. Yo te diré cuanto saber deseas. ¡La escoria
social presentaré a tu vista: el ladrón que roba y es ensalzado; el
que aleve mata y en medio de la opulencia vive; el perjuro que inspira
confianza con el testimonio divino; el que con sangre humana comercia;
el que seduce a la virtud y trafica con el vicio: cuantas miserias
echan raíces a la sombra de la ambición y de la codicia!

Antes, empero, ya que quieres conocer historias ajenas, debes comenzar
por recordar la propia.

Pobres y honrados padres diéronte al mundo, y por no ser lo primero,
tuviste a menos la virtud que te legaron. El ejemplo de locas
ambiciones satisfechas y de rápidos o inmerecidos encumbramientos,
fueron grande parte para que la envidia, por la ruindad de tus
pensamientos concebida, hiciera remontar el vuelo de tu vana presunción
y estúpida arrogancia. Diste oídos a los seductores halagos del
interés, y a él sacrificaste el pundonor; codiciaste el bien ajeno y
perdiste el propio al azar; contrajiste deudas sagradas, profanando la
palabra con el torpe propósito de no cumplirla; atento solo al logro
del deseo inmoderado, renunciaste el apacible goce de la paz del alma,
y al verte ahora abandonado de la fortuna, miserable y harapiento,
condenado a una existencia triste y errante, sueñas aún en la dicha.
¡Vana quimera! ¡Consuelo que engendra la desesperación! ¡Inútil porfía!

—¡Basta, basta! —exclamé intentando apartar de mí aquella visión—. ¡Más
me valiera no haberte conocido!...

Los primeros rayos del sol, dando de lleno en mi rostro, me despertaron.

Recogí el cesto, y retirándome a mi buhardilla, decía para mí:

—Mis ilusiones se parecen a las de muchos españoles, que comen a medias
y huelgan por entero: hasta tal punto les preocupa la esperanza de un
destino, o de un premio de la lotería.

¡Si sueñan alguna vez en el desengaño, no despiertan nunca con el
sentimiento de la realidad!



LA LOCURA DEL ANARQUISMO

Cartas del doctor Occipucio al abogado Verboso


_Manila, 28 de Mayo de 18..._

Al dar fondo en este puerto, tomo la pluma, mi querido amigo, para
reiterarle el testimonio de la gratitud más sincera y de la admiración
más entusiasta por el grande y nunca, como se debe, bastante alabado
servicio que la elocuencia arrebatadora de usted prestó a la noble
causa de la ciencia y de la humanidad doliente.

Todavía resuenan en mi oído aquellos conmovedores y magistrales
discursos, en los cuales de manera tan admirable supo usted hermanar la
dialéctica irrefutable con la fuerza de expresión persuasiva, probando
la irresponsabilidad de los anarquistas autores y cómplices de la
espantosa catástrofe de Blandebuena. ¡Con qué claridad y precisión,
y al alcance de la indocta multitud, expuso usted las teorías de la
moderna ciencia frenológica! ¡Oh! ¡Cómo puso usted de manifiesto, con
el compás en la mano, la configuración craneal de los acusados, y el
desequilibrio completo que en ellos se advierte! «¡Circunferencia
máxima, 54 centímetros; diámetro máximo, 18; altura, 15; distancia
máxima de parietal a parietal, 15; tales son los caracteres distintivos
de la mayor parte de los desdichados que se sientan en ese banquillo!»
exclamaba usted, y luego proseguía: «Veamos en cambio los datos
conocidos de una de nuestras cabezas más perfectas, la de don Emilio
Castelar. Circunferencia máxima, 59 centímetros; diámetro máximo,
21,50; altura, 16; distancia máxima de parietal a parietal, 16.[8]
¡Qué enorme diferencia entre la parte más noble del cuerpo de aquel
eminente tribuno, gloria de España y admiración del mundo, y esos
cráneos raquíticos, pobres, sin las ordinarias proporciones, ni el
auxilio siquiera del temperamento! Bajo el primero, reside señora,
grande y portentosa la inteligencia, y en los que tenéis delante, tan
solo se cobija la locura. Sí; la locura he dicho, porque mis defendidos
pertenecen al grupo que la ciencia frenopática designa con el nombre de
locos conscientes. Y si no basta la configuración craneal, el proceso
arroja evidentes testimonios de las excitaciones inmotivadas, los
vértigos, los estigmas físicos, y otros caracteres patológicos de los
acusados.» ¡Qué período tan asombroso el del epílogo, cuando usted,
dirigiéndose al Jurado, habló de los tremendos crímenes jurídicos
perpetrados por el desconocimiento, el olvido o el desprecio de la
ciencia!

  [8] Estas cifras son exactas, según me asegura un entusiasta
  partidario de la frenología. — _N. del A._

¡Subyugar y mover a piedad al auditorio, que había aplaudido
estrepitosamente la acusación fiscal; convencer y persuadir al Jurado y
arrancar de manos del verdugo a veinte seres humanos! ¡Jamás la palabra
alcanzó mayor triunfo!

Reconocida la irresponsabilidad de los reos, el tribunal, como usted
sabe, dispuso que fuesen encerrados en un manicomio; pero el Gobierno,
usando de facultades extraordinarias, ordenó su deportación a las islas
Carolinas, donde se fundará una colonia con destino a los anarquistas
declarados locos por veredicto del Jurado.

El ministro de la Gobernación, accediendo a mis reiteradas instancias,
me autorizó a acompañar a los deportados y a prestarles los auxilios de
la ciencia.

Todos hemos llegado sin novedad a Manila a bordo de un crucero de
guerra; y después de proveernos de víveres y carbón y de recibir
órdenes del capitán general de Filipinas, proseguiremos nuestro viaje a
Tomil, en la isla de Yap, capital de las Carolinas Occidentales.

Durante la travesía de Barcelona a Manila, intentaron amotinarse varios
deportados, y el comandante del crucero, que es un señor que rehúye
toda conversación conmigo, pero que suele sonreírse al verme, mandó
que aquellos infelices dementes fuesen puestos a la barra. Yo quise
protestar en nombre de la ciencia; pero mi colega, el médico de a
bordo, me disuadió de ello diciéndome:

—¡Cuidado, compañero, que las ordenanzas de la Armada son muy severas;
no se ponga usted en el caso de que le apliquen el mismo castigo que a
sus clientes! Además, debe usted saber que la barra es un medicamento
sedativo muy eficaz y muy recomendado para calmar las excitaciones
cerebrales en la terapéutica oficial de las sociedades _flotantes_.

* * *

_Tomil (isla de Yap), 20 de Junio de 18..._

¡Qué viaje el de Manila a esta isla! ¡No lo olvidaré jamás! En la
mañana del 12 del corriente mis pobres enfermos, a causa tal vez de
la influencia del clima, dieron muestras de verdaderos arrebatos de
demencia, rompiendo varias tablas del sollado donde estaban encerrados,
y arrojándose de improviso sobre los centinelas. Por fortuna tuvieron
estos tiempo de hacer fuego, y tomando las armas la tripulación, que
estaba sobre cubierta ocupada en el baldeo, logró sofocar el motín y
reducir a los revoltosos.

En el acto se formó sumaria, resultando de ella el descubrimiento de
una conspiración entre algunos deportados para volar el crucero. Se
probó también que abrigaban el propósito de apoderarse de los botes y
ponerse a salvo. ¡A pesar de su locura, no habían perdido el instinto
de conservación!

Reuniose poco después el Consejo de guerra, actuando de presidente el
comandante del barco, de fiscal un teniente de navío, y de defensor un
alférez, siendo condenados a muerte cinco de los reos, oído el dictamen
del médico de a bordo, quien sostuvo que todos gozaban de cabal juicio.

Al conocer la sentencia, dirigí una carta al comandante exponiéndole
las opiniones incontrovertibles del doctor Lombroso en su notable
estudio antropológico y médico legal _El criminal_, y protestando en
formas corteses y muy respetuosas contra el fallo, que, en mi concepto,
recaía en personas reconocidamente faltas de juicio, no pudiéndose
suponer en ellas el libre albedrío, so pena de incurrir en grave error
metafísico.

El comandante contestó a mi carta imponiéndome tres días de barra, y
los cinco reos, sujetos con fuertes ligaduras a las serviolas, fueron
pasados por las armas.

Los otros deportados, testigos de aquel terrible espectáculo, lejos de
excitarse más y más, como yo temía, sobrecogidos de espanto, dieron
manifiestos indicios de lucidez durante el resto del viaje, lo cual me
ha sugerido la publicación de un opúsculo con el título de _Influencia
del miedo en los enajenados o La razón al alcance de los dementes, por
temor al castigo_.

* * *

_Colonia de la Anarquía (isla de Yap), 21 de Junio de 18..._

Hoy queda instalada esta colonia en el centro de la isla, sobre una
eminencia, rodeada de magníficos cocoteros, donde se levanta un
edificio de madera con destino a los deportados. El destacamento de
tropa que nos acompañó hasta aquí, regresa a Tomil, dejándonos víveres
abundantes, aperos de labranza y semillas para el cultivo.

Tengo un vasto proyecto de colonización, pero me faltan mujeres: todos
los deportados son solteros. He estudiado frenológicamente a las
indígenas, y me he persuadido de que no deben en manera alguna unirse
con los deportados: resultaría una prole monstruosa de dementes. Yo
creo y entiendo que la primera obligación de la ciencia es impedirlo
y procurar el perfeccionamiento de la especie humana y que la razón
se perpetúe sobre la tierra por medio de matrimonios fundados en la
organización cerebral de los contrayentes. ¡Ah! ¡De otra suerte andaría
la humanidad, si las autoridades que intervienen en la celebración
de aquellos, exigiesen previamente a los novios certificados de los
peritos frenólogos; pero nuestros legisladores no se ocupan mas que
en política, y no han caído aún en la cuenta de los funestos efectos
del atavismo! — ¡Si deseáis mejorar la sociedad, les diría yo: si
queréis impedir los tremendos crímenes que llenan de espanto al mundo
civilizado, no debéis pensar en leyes represivas, sino en corregir la
configuración de los futuros cráneos!

Creo, por lo tanto, que convendría la inserción en varios periódicos
del siguiente anuncio:

[Ilustración: Señoritas que deseen contraer matrimonio. — Se necesitan
quince de diez y seis a treinta años. — Condiciones craneoscópicas que
se exigen: Circunferencia mínima, 56 centímetros; diámetro, 19; altura,
15; distancia de parietal a parietal, 15.

Para más detalles, dirigirise al DOCTOR OCCIPUCIO. — Isla de Yap
(_Carolinas Occidentales_)]

_Colonia de la Anarquía, 1.º de Agosto de 18..._

En cuanto se alejó el destacamento de esta colonia agrícola, mis
enfermos, tranquilos y al parecer resignados desde su llegada a la
isla, negáronse a trabajar, y poseídos de violento arrebato de locura,
acabaron por declararse en abierta rebelión, saqueando el depósito
de provisiones y destruyendo cuanto les vino a mano. Intentaba
reducirlos a la razón, ya con ruegos, ya con amenazas, cuando de
pronto me echaron sobre una manta, y comenzando a levantarme en alto,
se holgaron conmigo, hasta que, rendidos y cansados ellos, y molido y
estropeado yo, dieron con mi cuerpo en el suelo, y por fin me dejaron
solo en medio de estas soledades. ¿Cabe prueba mayor de su demencia?
¡Abandonarme y tratarme de tal suerte, cuando soy su amigo, su
protector, casi un padre para todos ellos!

Hoy he recibido la visita de fray José, de la misión de San Francisco
de Goror, por cuyo conducto remito esta carta a Tomil. Este santo
varón, que conoce la lengua del país, y que con gran celo apostólico
se dedica a la obra de la conversión, me refiere que los deportados
merodean por el interior de la isla, saqueando y destruyendo las
chozas de los naturales, a quienes llaman burgueses en estado salvaje.
¡Burgueses ellos, que no tienen nada, absolutamente nada, ni siquiera
un pedazo de trapo con que cubrir sus cuerpos!

* * *

_Colonia de la Anarquía, 3 de Agosto de 18..._

Los carolinos, víctimas de los atropellos, persecuciones y crueldades
de los anarquistas, se han levantado en armas contra estos,
obligándoles, mal de su grado, a regresar a la Colonia, donde reina el
mayor desorden y confusión.

Un indígena, converso, que habla con bastante corrección el castellano,
alumno de los Padres Capuchinos, se ha presentado aquí esta mañana:
viene en calidad de parlamentario, y dice que los _pilums_ o régulos
de las tribus vecinas celebraron consejo, acordando dar muerte a los
deportados si estos salen de los límites de la Colonia.

—En esta mano traigo la paz, y en esta la guerra —dijo el
parlamentario, mostrando en la derecha una cruz toscamente labrada y en
la izquierda una flecha—. ¿Qué queréis?

—Convertiros al anarquismo —contestó uno de los deportados.

—¿Qué significa eso?

—Que debéis negar a Dios.

—Pues qué, ¿debemos creer como nuestros padres en los espíritus
malignos?

—Ni en estos ni en Aquel.

—¿Por qué?

—Porque no existen.

—¿En qué os fundáis?

—En que nadie los ha visto.

—Tampoco hemos visto a España, y sin embargo creemos en ella, porque
vemos su fuerza y su poder en los barcos que llegan a Tomil y en los
soldados que la defienden.

—Dios no os envía barcos ni soldados.

—Pero nos presenta pruebas mayores de su grandeza y de su bondad.
¿Quién produce la lluvia, el trueno, el rayo? ¿Quién mueve el mar?
¿Quién hace crecer esos árboles cuyo dulce fruto nos sustenta?

—Todo depende del calor, del viento, de las semillas o de otras causas
naturales que no podéis comprender.

—¿Quién ha hecho el calor, el viento, la primera semilla o esas causas
naturales que, según decís, no entendemos?

—Es preciso además que no seáis burgueses.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que renunciéis a la propiedad.

—Aquí la tierra es de todos.

—Sí; mas cogéis sus frutos y traficáis con ellos.

—Harto nos cuesta alcanzarlos trepando por los árboles, y es justo que
nuestro trabajo obtenga recompensa.

—Guardáis lo sobrante.

—¿Hemos de ser menos previsores que las hormigas?

—Vivís en colectividad formando tribus.

—¿Cómo nos ayudaríamos, si no, unos a otros?

—Reconocéis a jefes o _pilums_.

—¡Alguien nos ha de guiar; alguien ha de dirimir nuestras contiendas!

—Tenéis mujeres propias.

—¡Si ellas quieren así a sus maridos!

—Dais oídos a los misioneros.

—Porque nos enseñan el bien y saben más que el _Matsé-Mats_,[9] que no
ha salido nunca de las espesuras de estas selvas.

  [9] Especie de anacoreta, que pretende evocar los espíritus,
  objeto de general veneración por parte de los indígenas de Yap no
  convertidos al catolicismo.

—Pues nosotros queremos que no creáis en Dios, y que renunciéis a la
propiedad, a la familia y a la tribu, y que neguéis la obediencia a
vuestros _pilums_ y al gobernador español, y sobre todo que despreciéis
a los misioneros.

[Ilustración]

—¿Y cómo vais a conseguirlo?

—Con la fuerza; derribando vuestras chozas, incendiando los bosques
de cocoteros, arrasándolo todo y pasando a cuchillo cuantos hombres,
mujeres y niños caigan en nuestras manos.

—¿Es así como convertís a las gentes? ¡Con el fuego, la devastación y
el asesinato, destruyendo el bien que recibimos del cielo y derramando
sangre inocente!

—Así y solo así, si os oponéis a vuestra regeneración.

—Entonces nos defenderemos hasta convertiros en polvo. Tenemos la razón
de nuestra parte, y somos más que vosotros.

—Pero ha de poder más el terror, arma suprema que amedrenta a nuestros
enemigos y hasta a nuestros jueces.

—¡El terror! Aquí no lo sienten más que débiles mujeres, y estas
no combaten ni hacen justicia. ¿De qué sirve la flecha en mano que
tiembla? ¿Quién da en el blanco con lágrimas en los ojos? En nuestras
tribus pueden los hombres ceder a la fuerza, pero nunca al miedo.

Dichas estas palabras, el indígena arrojó al suelo la flecha que
llevaba en la mano izquierda, y besando la cruz se alejó de la Colonia.

* * *

CARTA DE MI CORRESPONSAL EN MANILA

Un vapor de guerra, procedente de Carolinas, trae noticias de los
anarquistas deportados a la isla de Yap. En vista de los excesos
cometidos por estos en el interior del país contra las personas,
las chozas y los bosques de los indígenas, apelando al incendio y
al asesinato, el gobernador de las Carolinas occidentales organizó
una pequeña columna, la cual con el auxilio de los naturales, logró
prender a los desalmados que vagaban dispersos por las selvas,
conduciéndolos a Tomil. El mismo día de su llegada se constituyó el
Consejo de guerra. Seis de los reos fueron condenados a muerte, y los
restantes a cadena perpetua.

Los médicos de la isla reconocieron unánimemente que entre los
deportados no había más loco que el loquero. Titúlase este doctor,
aunque carece de título, y ha dado en llamarse Occipucio, siendo su
verdadero nombre Juan Fernández. Ayer llegó a Manila, y por orden
superior está recluido en el manicomio.

Padece el infeliz una monomanía incurable; cree en la infalibilidad de
la ciencia frenológica.

Llevado de tan extraña locura, sostiene que debe aplicarse la
frenología, no solo para probar la irresponsabilidad de los acusados
ante los tribunales, sino también para la recusación de los jueces.

¿Por qué los médicos forenses, dice, no han de declarar previamente
que los individuos que componen un tribunal tienen una organización
cerebral idónea? ¿Acaso el órgano decimonono, de los 39 que admiten
ahora los frenólogos, el cual produce el sentimiento de la justicia,
el respeto al derecho, la conciencia del deber y el amor a la verdad,
está tan desarrollado en nuestros cerebros? ¿No puede suceder, además,
que entre los honrados vecinos, llamados a formar parte del Jurado,
haya muchos que por exceso en el órgano decimocuarto, donde reside la
circunspección, pequen de irresolutos, pusilánimes y hasta de cobardes,
y falten a la justicia, pactando con el miedo y cediendo al temor de la
venganza?

Se advierte también en el titulado doctor Occipucio tenaz resistencia a
citar por sus nombres a los anarquistas.

—¿Por qué obra usted así? —le preguntó hoy el director del manicomio—.
¿Teme usted tal vez comprometer a sus antiguos amigos?

—No, señor —contestó Occipucio—, porque estoy en el secreto. Los
anarquistas tienen la locura de la notoriedad. En aras de ella lo
sacrifican todo, hasta la propia vida. Destruid el ídolo, condenad a
perpetuo silencio los nombres de sus fanáticos y ciegos adoradores, y
estos volverán a la razón. El anarquismo es una demencia contagiosa que
se empeñan en propagar los cuerdos.



LAS TIJERAS


A fines del siglo XIX eran inquilinos de una misma casa en
Madrid dos jóvenes de veinte años: Pedro y Fortunato.

Vivía aquel en la buhardilla, sin más bienes de fortuna que el oficio
de sastre, y este en el cuarto principal, disfrutando de una renta de
cuarenta mil pesetas anuales que le legó un tío suyo; pero solo en
usufructo, en títulos del cuatro por ciento interior perpetuo, o sea un
capital nominal de un millón de pesetas.

La necesidad, eterno acicate del pobre, el temor de los azares y
contingencia de lo porvenir y la propia satisfacción de la recompensa,
eran poderosa parte para que Pedro, sin desfallecer un punto no se lo
diese de reposo en su honrado oficio: mientras que Fortunato, sin el
apremio de la lucha por la existencia, seguro de su renta, con ciega
fe en la solvencia del Estado, ajeno a toda inquietud y zozobra, se
entregaba a los frívolos placeres de una vida regalada y elegante,
mirando con menosprecio al trabajo en sus múltiples manifestaciones.

* * *

Y pasaron cinco años y no estalló ninguna revolución, ni siquiera un
pronunciamiento; las cosechas fueron abundantísimas; la exportación
adquirió considerable incremento, se nivelaron los cambios, la
circulación fiduciaria quedó reducida a sus naturales límites, y por
primera vez gozó la nación de un buen gobierno.

El 4 por 100 interior subió sobre la par, y el Estado, siguiendo el
ejemplo de Inglaterra, Francia y otros países prósperos, ofreció a sus
acreedores el reintegro del capital o reducir la deuda del 4 a 3 por
100, y se llevó a cabo la conversión, dentro del derecho perfecto y con
beneplácito general.

La renta de que Fortunato disponía en usufructo, quedó reducida a
treinta mil pesetas. Cuando todo prosperaba, él, acreedor del Estado,
venía a menos y veíase obligado a suprimir el coche.

Entretanto, por una ley natural que se observa en las naciones ricas,
aumentaba el precio de la mano de obra, y Pedro conseguía lo que
Enrique IV de Francia ambicionó para sus súbditos: la gallina una vez
por semana en el puchero.

* * *

Al terminar el primer quinquenio del siglo XX, el 3 por 100
interior perpetuo se cotizaba a 115 y las Cortes aprobaron un proyecto
de ley convirtiendo dicho valor en 2 por 100.

Fortunato cobró entonces veinte mil pesetas de renta y no tuvo más
remedio que mudarse al piso segundo, mientras que Pedro, gracias al
aumento creciente de su jornal, pudo trasladarse al cuarto.

* * *

Cinco años después una gran transformación social se había producido en
el mundo civilizado, transformación debida a un movimiento evolutivo,
que no se escapó a la perspicacia y previsión de muchos sociólogos
y estadistas del siglo anterior. Las asociaciones de trabajadores,
cada vez más perfeccionadas; la propaganda en las comarcas agrícolas,
que permanecieron al principio ajenas al clamoreo de las clases
proletarias; las manifestaciones del 1.º de Mayo, que trascendían a las
aldeas más apartadas; las huelgas frecuentes que imponían la voluntad
del trabajo sobre el capital; el creciente triunfo de los candidatos
obreros en las elecciones legislativas; el Estado, por la fuerza de las
cosas y por la imposición del mayor número arrojándose en brazos del
socialismo, habían modificado lentamente la legislación secular y los
antiguos organismos; pero, ¡cosa rara en la historia de los pueblos!,
sin disturbios ni violencias y respetando el principio del derecho a la
posesión legítima.

Merced a este espíritu de justicia que prevaleció en los altos poderes,
se reconocieron en toda su integridad los derechos de los acreedores
del Estado; pero el valor del capital mermaba de día en día, y el 2 por
100 interior obtuvo cambios superiores a la par; entonces se decretó la
conversión voluntaria en el 1 por 100.

La renta usufructuaria de Fortunato bajó a 10.000 pesetas, y como al
propio tiempo se encarecían los salarios, aquel tuvo que renunciar
al servicio de su criado, mientras que Pedro ganaba un jornal de 12
pesetas.

* * *

En 1915 el 1 por 100 interior era convertido en ½ por 100, y
Fortunato, con sus 5.000 pesetas de renta, alquiló el piso tercero de
la derecha, y Pedro pudo ocupar el inmediato de la izquierda, pues su
salario ascendía ya a 15 pesetas diarias, o sea 5.000 pesetas anuales
próximamente, descontando los días festivos.

* * *

El ½ por 100 se redujo en la misma forma y por idénticas
circunstancias en ¼ por 100 al expirar la segunda década del siglo
XX. Fortunato vio mermada su renta a la mitad, bastando apenas
para cubrir las necesidades más apremiantes de la vida: tal era el
incremento del precio de las cosas, producto del trabajo. En tanto que
él, usufructuario de un millón de pesetas, tenía que apelar al Rastro
para vestirse, Pedro, con el sueldo de cortador de sastrería, pudo
permitirse el lujo en invierno de un gabán de pieles.

* * *

El interés del millón de pesetas quedó limitado a 1.250 pesetas en el
año 1925 por la reducción del ¼ en ⅛ por 100, y Fortunato pasó a
ocupar el piso cuarto, cuando el sastre bajaba al segundo.

* * *

Por fin, en 1930 se llevó a cabo la última conversión del ⅛ por 100
en ¹⁄₁₆, gracias a la depreciación progresiva del capital.

Fortunato el millonario disponía solo de 625 pesetas de renta al año.
Era casi un pobre de solemnidad y se resignó a subir a la buhardilla y
a trabajar cuando frisaba con los 55 años. No había querido estudiar
profesión alguna ni aprender oficio, y tuvo que acogerse a la escoba
municipal.

Pedro, aprovechando los progresos de la subdivisión del trabajo,
había llegado a ser un especialista en el corte de chalecos, y los
principales sastres de Madrid acudían a él para la preparación de
aquellas prendas. Ganaba 40.000 pesetas al año, y en el espacio de
treinta y cinco logró bajar de la buhardilla al principal.

* * *

Las tijeras del sastre, cortando paño, habían vencido a las tijeras del
rentista, cortando cupones.



EN EL PLANETA MARTE

Periódicos parlantes. — Supresión por inútil de la enseñanza del
arte de leer y escribir. — Medios de locomoción. — Unidad política,
lingüistica y religiosa. — Artículo de un periódico. — Noticias de la
Tierra. — Parangón entre esta y Marte. — Prodigios de las ciencias. —
Oración de los martícolas.


_RESONANCIA UNIVERSAL_ es el nombre del periódico más oído del
planeta Marte.

Para los suscriptores hay fonógrafos a casa hita, que, sin más trabajo
que oprimir un botoncito, repiten los telefonemas impresos o grabados
en el peregrino confidente.

Al público en general, para enterarse de las diarias noticias, le
basta depositar una moneda en aparatos que abundan en calles, plazas y
caminos. Apenas cae la moneda dentro del ingenioso fonógrafo, habla
este en voz baja, a través de reducida abertura, de modo que solo pueda
valerse de él una persona, y no resulten defraudados los intereses de
la empresa.

Los decretos, órdenes, reglamentos y bandos de las autoridades son
pregonados en todas partes por megáfonos, que sustituyen las campanas
en las torres de los templos, y los relojes dan la hora imitando la voz
humana.

Tanta perfección han alcanzado allí el fonógrafo y el teléfono, que
el arte de leer y escribir está en desuso. El Supremo Consejo de
Instrucción Pública acaba de suprimirlo de las escuelas, limitando su
enseñanza a la Diplomática.

Compónense las calles, las carreteras, y aun los caminos vecinales,
de dos series de plataformas que se deslizan en opuesto sentido; cada
una de las últimas tiene velocidad diferente; de modo que cuando los
martícolas quieren trasladarse de un punto a otro, se colocan sobre la
más lenta, y si desean acelerar la marcha, pueden pasar sucesivamente a
la más rápida, que tiene un movimiento de 250 kilómetros por hora.

Centenares de canales, cuyo principal objeto es evitar los estragos
de las inundaciones periódicas producidas por la fusión de los hielos
aglomerados en los polos, cruzan los continentes en todos sentidos,
facilitando al mismo tiempo la navegación de buques eléctricos, que
surcan las aguas con rapidez vertiginosa.

Esta facilidad de comunicaciones ha producido con el transcurso del
tiempo, como no podía menos de acontecer, no solo la unidad política,
sino también la lingüística y hasta la religiosa. Allí no hay más que
un Estado, un idioma y una creencia. De tal suerte se arraigó esta en
el corazón de los marcianos con el cultivo de las ciencias, que la
palabra ateísmo y las de ella derivadas no existen en los diccionarios
fonográficos de aquel feliz y venturoso mundo.

Y cuenta que su idioma es tan rico por la variedad y abundancia de sus
voces, que las personas instruidas hablan con claridad y concisión
admirables. No tienen que perder el tiempo en el estudio de otras
lenguas muertas o vivas, y ni siquiera de la ortografía del propio
idioma, por la razón que antes he indicado.

* * *

Y sin más preámbulos digo que _Resonancia Universal_, diario parlante
del planeta Marte, sorprendió ha pocos días a sus oyentes con este
estupendo artículo:

«Sabido es por todo el mundo (allí también hay un mundo tan grande como
un planeta y un planeta de los de menor cuantía del sistema solar), que
los observatorios astronómicos costeados liberalmente por el Estado en
interés de la noble causa de la ciencia, descubrieron, a principios
del siglo, que estaba habitado nuestro vecino y colega el astro opaco
número tres, conocido vulgarmente con el nombre de _Azul_. Desde
entonces se organizó, merced a la generosidad de los poderes públicos,
un sistema de señales luminosas, por medio de inmensos focos eléctricos
situados a grandes distancias, a fin de ver si aquellos telescópicos
seres querían ponerse en relación con nuestros sabios. Pues bien; al
cabo de muchos años de tentativas infructuosas, según un telefonema
que acabamos de recibir, los astrónomos de aquí han logrado tener
un diálogo con sus colegas del otro mundo, los cuales, advirtiendo
nuestras señales, adoptaron un sistema análogo para contestarnos. Al
efecto establecieron un telégrafo óptico compuesto de tres inmensos
focos de luz eléctrica formando un triángulo equilátero, de un décimo
de meridiano cada lado, de manera que aquellos proyectaran destellos a
intervalos y constituyesen una especie de alfabeto. La interpretación
fue al principio dificultosa; pero algunos arqueólogos versados en el
conocimiento de las escrituras antiguas cayeron en la cuenta de que
los signos de los habitantes del _Azul_ para representar las letras
tenían muchos puntos de semejanza con los que emplearon ha bastantes
siglos nuestros antepasados, cuando el telégrafo estaba en la infancia.
Más ardua fue la empresa de adoptar un lenguaje convencional; pero
cuando tanto se ha progresado en los procedimientos inductivos, ¿puede
sorprender a nadie que los sabios de ambos cuerpos celestes llegaran a
entenderse hasta el punto de sostener conversaciones interplanetarias?

»Gracias a ellas se ha descorrido el velo del astro misterioso, objeto
durante tantos siglos de las cavilaciones de los astrónomos. Ya
sabemos que al planeta que nosotros designamos con el nombre de _Azul_
le llaman sus naturales _Tierra_, y que el habitado por nosotros es
conocido por ellos con la denominación de _Marte_.

»Pueblan aquel globo 1.400 millones de seres humanos, según la opinión
de varios geógrafos, aunque otros reducen esta cifra, de lo cual se
infiere lo atrasada que anda allí la estadística.

»La inmensa mayoría de sus habitantes vive sumida en la más vergonzosa
barbarie, y el resto, que blasona de civilizado, se encuentra, a lo
sumo, en el grado de perfección y adelantamiento que teníamos hace diez
siglos, en aquella era histórica que calificamos de semiculta.

»Aunque de pocos años a esta parte se han realizado algunos progresos,
los medios de comunicación son toscos e imperfectos. Los terrícolas
emplean todavía el vapor de agua, lo cual exige máquinas complicadas,
y, sobre todo, pesadísimas y costosas. La ciencia eléctrica está en
la infancia. No han encontrado el procedimiento práctico y económico
de utilizar la electricidad como única fuerza motriz. Desconocen
en absoluto el fluido _vital_ y el que llamamos _innominado_, cuyo
descubrimiento tan gran revolución produjo en la mecánica.

»Las dificultades de la locomoción, inherentes al atraso de la Física,
unidas a la extraña organización de sociedades que no reconocen en
el individuo el derecho de viajar gratuitamente, como sucede aquí,
en transportes que constituyen un servicio público, obligan a la
generalidad de dichos seres a vivir adheridos a la tierra que los vio
nacer, y de aquí que el medio ambiente ejerza tanta influencia sobre
ellos, hasta el punto de que para muchos el concepto de la patria se
limita a la reunión de unos cuantos edificios, y, a lo sumo, a un
accidente geográfico o histórico.

»Esta forzada vida sedentaria da lugar a que subsistan aún en la
_Tierra_ numerosas nacionalidades con sendas lenguas, variedad de
costumbres y diversos Estados.

»¡Cuán imperfecta la organización de estos!

»Los más bárbaros están regidos por el capricho de un individuo, y los
más adelantados por las pasiones de unos cuantos; pero en todos los
países siempre son los gobiernos los que viven a costa de los pueblos:
les falta descubrir el sistema de que sea el pueblo el que viva a costa
de su gobierno.

»Las rivalidades de los Estados, hijas casi siempre de la codicia del
bien ajeno, engendran frecuentes y desastrosas guerras, que acaban
con la ruina del vencido; pero aún hay una cosa peor que la guerra: el
miedo de ella, que aniquila a todos a fuerza de aprestos militares.

»Nada más primitivo que la indumentaria. Se visten de telas, toscamente
tejidas, producto de filamentos de tallos de plantas, de los gérmenes
de estas, de los capullos de un gusano o de la tonsura de cuadrúpedos,
a los cuales se despoja del abrigo que les dio la Naturaleza para su
propio y no ajeno uso.

»Viven en tal atraso, que no han inventado, como nosotros, el sistema
de caldear la atmósfera en la estación del frío, y de aquí que el
vestido, acaso más caprichoso que racional, responda a la necesidad de
defenderse de las inclemencias del cielo, cuando en nosotros no obedece
más que a las leyes del decoro. Inútil es añadir que los terrícolas
no han descubierto las finísimas telas que fabricamos, producto de
microscópicos y flexibles hilos de diversos metales.

»Tan escasos son los progresos realizados por la síntesis química en
la Tierra, que sus habitantes, para sustentarse, no tienen más remedio
que destruir millones de millones de semillas de plantas, y sacrificar
inmenso número de animales. No han encontrado, como nosotros, la manera
de formar los compuestos necesarios a la nutrición, y reducir su
principio activo a cantidades que, en pequeñas dosis, basten no solo
para el sostén, sino hasta para el regalo del individuo.

»La organización social es, si cabe, más deficiente que la del Estado.
La forzosa ley de la desigualdad que la Naturaleza impone a los
individuos, lejos de atenuarse con sabias y previsoras medidas, y,
sobre todo, con los nobles y levantados fines de la sublime caridad,
adquiere cada vez mayor incremento, y de aquí que los odios, rencores y
rivalidades, engendrados por la envidia y la miseria, amenacen la paz
interior de las naciones. Existe además una causa que agrava de día
en día estos males, llamada a producir la más tremenda de las crisis,
y es que el aumento de la producción de los artículos necesarios a la
existencia de los habitantes de la Tierra, no está en relación con el
progresivo desarrollo de la población. Añádase a esto que los notables
adelantos de la Medicina y de la Higiene, que tienden a aumentar el
término medio de la vida humana, no están tampoco en relación con los
de las demás ciencias, encaminados a que los alimentos y el bienestar
material resulten fáciles y económicos.

»Para tener una idea de la constitución de la familia en la mayor parte
de aquel mundo, preciso nos sería remontarnos a la época de nuestros
aborígenes, cuando imperaba solo el derecho brutal de la fuerza. En
los países bárbaros, que son la inmensa mayoría, la mujer, víctima del
despotismo, de la violencia y de la esclavitud, no tiene más armas
para su defensa que la hipocresía, mientras que en los demás suele
vivir resignada, pero no satisfecha, con los mermados derechos que le
conceden la legislación y las costumbres.

»La enseñanza se encuentra aún en estado rudimentario. La lozana
inteligencia o inquieta atención de la juventud, entregadas a constante
tortura, necesitan años y años para el estudio y provechoso cultivo
de asignaturas a veces de utilidad discutible, o acaso de lenguas
muertas, ajenas a los fines profesionales; cuando nosotros sometemos
a los escolares al sueño hipnótico para sugerirles en deleitoso y
plácido arrobamiento cuanto requiere la ciencia o arte a que muestran
particular predilección desde su tierna infancia.

»Nos dicen que en la _Tierra_ hay a veces justicia, pero que resulta
lenta y costosa; como si el más primordial de los deberes de un Estado
no consistiera en administrarla pronta y cumplida, y como si no fuese
el colmo de la iniquidad, por parte del fisco, explotar la razón en
tela de juicio. ¿Cuándo alcanzarán los terrícolas nuestra perfección
forense? ¿Cuándo renunciarán a enojosas o interminables escrituras,
y confiando las partes la simple exposición de hechos al teléfono,
esperarán tranquilamente el fallo de los jueces, entregados durante
las horas de audiencia al sueño hipnótico? Si bien parece un tribunal
grave, circunspecto, solemne, estamos más seguros de su acierto al
verle en el estado de reposo que constituye la genuina representación
de la Justicia.

»Allí hasta los hombres más civilizados viven en jaulas, que no otro
nombre merecen para nosotros sus hacinadas, incómodas y pequeñas casas,
toscamente labradas con pesados materiales de hierro, madera, piedra o
tierra cocida. La arquitectura, a la cual le falta el auxilio eficaz
de los adelantos científicos, no puede construir los edificios de
aluminio, ligeros, suntuosos, esbeltos y elegantes, que son el encanto
y ornamento, no solo de nuestras ciudades, sino también de nuestras
aldeas, ni los palacios ambulantes, levantados sobre las plataformas
movedizas de los caminos, que brindan gratuita hospitalidad al viajero
durante sus excursiones a través de los continentes.

»El terrícola ignora en qué consiste la verdadera libertad individual.
Acontece que, cuanto más culto, mayor suele ser la tiranía que sobre
él ejercen los deberes sociales. Víctima del reloj en los actos más
vulgares de la vida, y casi siempre de la impertinencia ajena, solo
hacen soportable el tormento de la comunidad la tolerancia recíproca,
la benevolencia aparente y el convencionalismo perpetuo. En cambio,
¿necesitamos nosotros la asociación, ni siquiera en las horas del
ordinario sustento, cuando una cajita de píldoras puede proporcionarlo
durante veinte días? ¡A qué coches, tranvías, trenes, ni la eterna
esclavitud de la campana, cuando aquí sirven de vehículo las mismas
calles y caminos, cuyo pavimento se mueve sin cesar!

»Disfrutamos de las diversiones públicas sin encerrarnos en estrechos
locales, donde tal vez la incomodidad del cuerpo no compensaría los
placeres del espíritu, pues ¿quién no dispone a su sabor de un megáfono
y de un _telefoteidoscopio_[10] para recrear el oído y la vista con
los maravillosos espectáculos que costea pródiga y liberalmente la
munificencia del Gobierno?

  [10] Esta palabra no se encuentra todavía en ningún diccionario, pero
  espero que el de la _Real Academia Española_ podrá publicar un día
  esta o parecida definición:

  TELEFOTEIDOSCOPIO (del gr. τελε, lejos; φῶς, φωτός, luz;
  εἶδος, imagen; y σκοπέω, yo veo o yo examino), m. Aparato que por
  medio de hilos eléctricos reproduce las imágenes en un espejo,
  por grande que sea la distancia entre aquellas y este. — (N. del
  A.)

»Los amantes a quienes separa la distancia apelan al
_telefoteidoscopio_ y al teléfono, para verse con el uno y para
transmitirse con el otro las jamás enojosas y nunca inútilmente
reiteradas protestas de amor, cambiando entre sí las corrientes del
fluido vital (que apenas presienten los terrícolas), el cual sumerge a
ambos en deleitoso éxtasis, produciendo en los sujetos el maravilloso
fenómeno de la unidad y simultaneidad de ideas y sensaciones.

»La poesía, amenazada, al parecer, de muerte a medida que lo útil y lo
práctico prevalecía en nuestras costumbres, renace pujante y vigorosa,
hallando inagotable manantial de inspiraciones en los secretos
arrancados a la Naturaleza, en la contemplación de las admirables
leyes que rigen al Universo, en la armonía asombrosa de los espacios
siderales y en el esplendor y magnificencia de las obras del Altísimo.

»¡Y en tanto que la poesía filosófica remonta el vuelo a lo infinito,
existe aquella que vivirá eternamente, mientras la perpetuación de
nuestra especie dependa de la dulce y misteriosa atracción de dos seres
racionales, y mientras el amor maternal subsista sobre la faz de los
mundos!

»¡Benditos vosotros, nobles campeones de la ciencia, que tanto
contribuisteis a nuestro bienestar material, a la independencia
y autonomía del individuo y, sobre todo, a la paz indestructible
cimentada en el derecho y en la unidad política del planeta! ¡Siglo
dichoso este, que ve surgir la edad a la cual los antiguos, en su
sencilla y grosera ignorancia, llamaron dorada, y no porque volvamos al
idilio de los tiempos primitivos soñado por los poetas, sino porque
los adelantos físicos han traído consigo el mejoramiento moral o
intelectual de la familia humana!...»

* * *

Los megáfonos de todos los templos de la capital de Marte anunciaron la
hora de la oración, y descubriéndose la gente con religioso respeto,
alzando los ojos al cielo, repetía esta plegaria, que aquellas máquinas
pronunciaban desde lo alto de las torres con voz grave, reposada y
solemne:

«Padre común de los mortales, Creador y Señor de cuanto existe en
el espacio y del mismo espacio, bendito y alabado sea tu nombre
eternamente.

«Consérvanos, Señor, ante todo la inteligencia, destello solo de la
tuya, a fin de que dominemos la materia y las fuerzas naturales que
para el perfeccionamiento del espíritu en la lucha con ellas pusiste en
torno nuestro.

»Que al perdonar a nuestros deudores encontremos el premio de tu bondad
sin límites, y apártanos de la soberbia, porque nuestras pobres obras
nada son, nada valen, ni nada significan comparadas con la grandeza
inconmensurable de las tuyas.

«Líbranos del mal y concede el bien a nuestros enemigos, y cuando
llegue el término de la vida planetaria, otórganos la eterna con el
goce de tu amor infinito.»

Y las voces de los megáfonos resonaban en plazas y calles, y en medio
de la soledad de los campos y de los mares, infundiendo en todos los
corazones religioso recogimiento, purísimo amor al Omnipotente y la
dulce esperanza del bien futuro e imperecedero.



EL DRAGÓN DE MONTESA

O LOS RECTOS JUICIOS DE LA POSTERIDAD


Al caer de una crudísima y ventosa tarde de enero, un dragón de
Montesa, puesto sobre un caballo tordillo, calado el reluciente casco,
el cuello del capote hasta las sienes, pendiente del cinto el largo
sable y afianzada la tercerola, hacía centinela en la Plaza de Oriente
de Madrid, junto a la estatua de don Sancho el Bravo, cuando de pronto
jinete y cabalgadura quedaron muertos de frío.

En esto comenzó a nevar copiosamente y a descender el termómetro, hasta
el punto de que, algunas horas después, señalaba 55 grados centígrados
bajo cero.

Y sobrevino una noche horrorosa, que se prolongó por espacio de tres
meses.

Europa, el Norte de África, la Australia y una parte de Asia y América
fueron sepultadas bajo un sudario de nieve de muchos metros de espesor;
el Atlántico, el Pacífico, el Océano Índico y el mar de la China se
precipitaron furiosos sobre islas y continentes, dejando solo al
descubierto las cumbres del Himalaya, y los 1.400 millones de seres
humanos que poblaban la Tierra quedaron reducidos a unas cuantas
tribus nómadas semisalvajes e ignorantes de la civilización europea,
que habitaban las elevadas mesetas de la gran cordillera asiática.

La aproximación de un cometa perturbando el movimiento rotativo de la
Tierra había variado de súbito su eje.

La Península ibérica pasó a ser una región del polo boreal.

Madrid se encontraba a los 85 grados y 27 minutos de latitud Norte.

* * *

Transcurren años y años y siglos y siglos; los mares se retiran a sus
antiguos límites; las tierras anegadas reaparecen y los polos vuelven a
su primer estado.

La acción solar recobra su perdido imperio en la desierta España, y
comienzan a liquidarse las enormes masas de nieve helada aglomeradas en
los valles.

De las cordilleras de la Península se desprenden aludes como montañas,
que bajan despeñados para sumergirse en las turbulentas aguas que
cubren las hondonadas, y aparecer luego sobre la superficie de aquellas
a manera de grandes islas flotantes.

El exuberante raudal, siguiendo las antiguas cuencas, ora formando
inmensos lagos, ora anchurosos y dilatados ríos, se precipita entre
abruptas y colosales moles de brillantes facetas cubiertas de
cristalinos carámbanos.

Por todas partes el hielo ofrece en magnífica abundancia y grandiosa
perspectiva las múltiples obras y variados estilos que pudo inventar
el genio de la arquitectura. Aquí la pagoda india de sobrepuestos
pisos, el esbelto minarete árabe, la severa columna dórica, la afilada
aguja del obelisco, el imponente torreón del castillo feudal, el
gótico campanario coronado de afiligranadas torrecillas, la cúpula
majestuosa del Renacimiento y la bóveda atrevida del arte ojival, y
allí el corvo espolón de un buque blindado, la proa lanzada de un barco
de vela, el hondo foso y la empinada contraescarpa de una fortaleza.
Más allá masas confusas, aglomeraciones ciclópeas, cerros cortados
a pico, inclinados, que se juntan por las cimas, dejando entre sí
espaciosas y profundísimas cavernas donde penetran lejanos rayos de
luz, reflejándose y descomponiéndose con todos los colores del iris.

Doquiera el incesante estrépito de témpanos que resbalan por las
laderas de los montes y en progresivo movimiento ruedan al fondo, de
rugientes cataratas que se desprenden de considerable altura, y de
informes bloques de hielo que se dislocan y rajan y al propio peso se
desploman.

El Atlántico invade la desembocadura del Tajo, y juntando sus aguas
con las de la gran arteria fluvial que dilata las orillas hasta las
altas sierras, recibe en su seno enormes bancos de hielo, los cuales,
a impulsos del viento, surcan las olas del mar espacioso, hasta
liquidarse en las calientes zonas.

Un barco ballenero aborda acaso la errante isla, cuyas entrañas
encierran todavía vestigios de la que fue capital de España. La acción
del frío ha conservado momificados, a través de los siglos, al dragón
de Montesa y el caballo sorprendidos por la ventisca a la puerta del
Real Palacio.[11] Junto a ellos yacen hacinados los restos de la garita
de caballería, el puesto de agua y fragmentos de la estatua de don
Sancho el Bravo. Encuentran los pescadores estas reliquias de una época
que se pierde en la noche de los tiempos, y solícitos las recogen, y
con la preciosa carga se hacen a la vela con rumbo a la antigua costa
del Senegal.

  [11] A fines del siglo XVIII se encontró en Siberia
  entre el hielo, conservada por la acción del frío, la momia de un
  _mamuth_, cuya especie ha desaparecido.

Existe allí un pueblo, descendiente como el resto de la humanidad, de
las hordas que se salvaron del nuevo diluvio en las altas mesetas del
Himalaya, pueblo tan de suyo pacífico, que apenas conserva nociones
del arte militar, aunque cuenta con una legión de sabios pletóricos de
erudición, devorados por la sed de las investigaciones.

Todos ellos acogen con júbilo aquel tesoro de la edad prehistórica, y a
porfía tratan de reconstituir los valiosos objetos que han de figurar
en preferente sitio en el Museo Arqueológico. Algunos están hechos
pedazos, deteriorados otros, incompletos los demás; pero no faltarán
hábiles restauradores que los compongan, dando a los remiendos hasta la
pátina antediluviana.

Por fin llega el deseado día en que los representantes de la sabiduría
oficial dan a luz el luminoso informe confiado a su reconocida
competencia o indiscutible autoridad, y presentan, reconstituidos y
restaurados ante el más selecto de los auditorios, los preciosos y sin
par ejemplares de un hombre, un caballo y diversos objetos de la más
remota antigüedad.

«En primer lugar —dice el ponente de la comisión informadora—, han
llamado nuestra atención la cabeza y el brazo derecho de una estatua
de piedra. La expresión majestuosa de aquella, la actitud enérgica del
segundo, extendido hacia el cielo, han confirmado plenamente nuestra
primera impresión, de que nos encontrábamos en presencia de un ídolo. Y
si no, juzgad vosotros.»

(Enseña los dos fragmentos de la estatua de don Sancho. El auditorio da
muestras de aprobación.)

«Siendo este un ídolo —prosigue— hay motivos para creer que ese mueble
pintado de blanco, símbolo de la pureza, y con rayas azules, color del
cielo, es el altar.»

(Y señala el puesto de agua restaurado.)

«Y que era altar destinado a los sacrificios, lo atestigua esta
plancha de metal blanco, que cubre el ara, para recoger la sangre de
las víctimas con pulcritud y sin detrimento de la madera.»

(Y pone la mano sobre el cinc de la mesa.)

«Tenemos, pues, el ídolo, el altar y el ara de los sacrificios;
pero estos ejemplares de la época anterior al diluvio, nada valen
comparados con los notables objetos que vamos a exponeros. El hallazgo
ha sido tal, que hasta nos ha permitido reconstituir parte del
santuario del ídolo. Vedlo.»

(Y muestra con orgullo la garita de caballería, convertida en pagoda
por obra y arte de los restauradores.)

«En cuanto al caballo, la comisión opina que era la víctima destinada
al sacrificio, pues la costumbre de inmolar estos animales se pierde en
la oscuridad de los tiempos más remotos. En prueba de ello recordaréis
que, según la tradición transmitida por las tribus indias que se
salvaron en los valles superiores del Himalaya del casi universal
diluvio, y de las cuales descendemos todos, Vichnu, segundo término
de la trinidad bráhmica, en una de sus primeras encarnaciones tomó la
forma de enano para confundir a Balí, quien _había sacrificado cien
caballos_ para tener derecho al trono de Indra.

»Hay además otro indicio que no podemos menos de someter a vuestra
consideración. El caballo es tordo claro, casi blanco, y nadie ignora
que este último era el color propicio a los dioses.

»Reconocido el caballo como la víctima que iba a ser inmolada en aras
del ídolo, hemos deducido naturalmente que este hombre de tan extraña
manera vestido, cubierto con largo ropaje, tal vez el de ceremonias,
era el sacerdote sacrificador.»

(Y presenta la momia del dragón de Montesa.)

«Como si no fuera bastante lo expuesto, a los pies del sacerdote se
encontró un pedazo de la cuchilla de los sacrificios.»

(Y blande un fragmento del sable.)

«Por cierto que esta cuchilla tiene junto a la empuñadura una
inscripción con caracteres para nosotros desconocidos, la cual debe ser
una invocación a la Divinidad.»

(La inscripción dice: FÁBRICA DE TOLEDO.)

«En uno de los bolsillos del sacerdote hemos encontrado un documento
importante. Va encabezado con caracteres parecidos a los de la
cuchilla, que tampoco hemos podido descifrar por no tener ninguna
analogía con las escrituras conocidas; pero siguen a ellos columnas de
números iguales a los que nuestros antepasados aprendieron de una tribu
musulmana. ¿Qué significa este documento prehistórico? ¿Será aventurado
suponer que nos encontramos en presencia de la _Tabla cabalística
de los augures_, o tal vez de la _Clave de los sagrados misterios_,
reservada solo a una casta sacerdotal?»

(Y ante el atónito auditorio exhibe un _Suplemento a El Tío Jindama_,
con la lista de los números premiados en un sorteo de la lotería de
Madrid.)

«¿A qué religión pertenecía este sacerdote? Pregunta es esta a la cual
no nos atrevemos a contestar de una manera categórica; pero desde luego
afirmamos que hemos encontrado algunas reminiscencias del brahmanismo.
Sabido es, por ejemplo, que los _vichnu-baktas_, o sectarios de Vichnu,
llevaban sobre el pecho una especie de medalla de cobre en la cual
estaba grabada la imagen del mono Anumanta. Pues bien, junto a los
restos del altar se encontró este pedazo de vidrio, con un papel a él
adherido representando al mismo animal.»

(Mientras habla así, somete al examen del auditorio un fragmento de
botella de _Anís del Mono_ procedente del puesto de agua.)

«Este feliz hallazgo dará ocasión a uno de nuestros más ilustres
colegas para escribir un interesante libro con el título de _Influencia
del brahmanismo en las religiones de los pueblos antediluvianos de
Occidente_.

»Vamos a exponeros otros objetos de inapreciable mérito arqueológico.
He aquí una lámpara votiva.»

(Y enseña con algunos remiendos y añadiduras de los restauradores, el
casco invertido del soldado de caballería.)

«Que era aquel un pueblo adelantado en el orden científico, lo
demuestra este fragmento del pararrayos del santuario.»

(Alude a un trozo del cañón de la tercerola.)

«Aquí tenéis el cepillo de las ofrendas. Ofrece una particularidad:
es de cristal para que aquellas fuesen públicas. Así se estimulaba
la largueza de los fieles, se ponía de manifiesto la ruindad de los
avaros, y se fiscalizaba a los servidores del culto. ¡Elocuente
testimonio de la previsión prehistórica!»

(Saca la caja de vidrio y hoja de lata donde la aguadora guardaba los
azucarillos.)

«En el seno de la comisión investigadora han surgido dudas respecto de
la procedencia de esta momia humana. Algunos dignísimos individuos, en
vista del color negro del pelo y de la barba, sostenían que aquella
era originaria de un clima caliente, o por lo menos templado. Otros,
no menos respetables por su saber y acreditada competencia en materias
antropológicas, objetaban, fundándose en las prendas de vestir y en el
sitio donde fue hallada, que procedía de un país septentrional. Varios
conciliaban las opuestas opiniones con este razonamiento: “Esta momia
perteneció a una casta sacerdotal; las clases sacerdotales residían en
las zonas templadas más civilizadas, donde debieron tener su origen,
y acaso enviaban misioneros a los pueblos menos cultos del Norte.
¿No podría ser por lo tanto un hombre meridional que se encontrase
accidentalmente ejerciendo sus funciones sagradas en una comarca
extraordinariamente fría?” Cuando era más acalorada la controversia,
vino a darle término un feliz hallazgo, poniendo de acuerdo los
contrarios pareceres. La momia tuvo el pelo y la barba rubios, como
suelen tenerlo los hijos del Norte, pero se teñía de negro. Sí,
señores, se teñía de negro, y llevaba consigo una bolsa con varios
artículos de tocador. Helos aquí: un peine, un cepillo, y en una cajita
el cosmético. ¡Señores, qué adquisición! ¡El cosmético fósil!»

(Y presenta la caja de betún hallada en la bolsa de _trastes_ del
exdragón de Montesa.)

«Pero como si no bastaran tantas riquezas, la suerte nos deparaba un
objeto de más valor: un ejemplar numismático. ¡El único, prehistórico,
que existe en el mundo! Es una medalla de cobre. En el anverso hay
una matrona sentada, con el brazo extendido en actitud enérgica, y
en el reverso un arrogante león con las manos levantadas haciendo
equilibrios, apoyándose en un aro. Todos vosotros habréis adivinado
el objeto y significación de esta preciosa y sin igual reliquia
arqueológica, que hemos clasificado así: _Medalla conmemorativa de una
domadora de leones._»

(Y el docto auditorio admira aquel prodigio numismático, y el Museo
Arqueológico se enriquece con el último perro chico de la pobre
España.)



EL MONSTRUO


Don Santiago, el tendero de ultramarinos de la calle del Lobo, a
fuerza de economías, sin defraudar en el peso ni en la calidad de los
artículos, porque era hombre muy de bien, logró, al cabo de veinticinco
años de trabajo y perseverancia, retirarse por completo de los
negocios, reuniendo un caudal de cien mil pesetas.

¿En qué iba a emplear el laborioso fruto de sus afanes? — ¿En qué
colocaré mi dinero? —se preguntaba todas las noches al acostarse, y
esta idea fija en su imaginación no le permitía conciliar el sueño—.
¿En acciones del Banco de España? — ¡Se cotizan ya tan altas! — ¿En
papel del Estado? — ¡Si todo se lo ha de llevar la trampa! — ¿En
empresas particulares? — ¡Buenos están el comercio y la industria!
—¿En acciones u obligaciones de ferrocarriles? — ¡Quién viaja en este
desdichado país! — Cuando las transacciones mercantiles vienen a menos,
¡cómo ha de haber tráfico!

Por fin tomó una resolución y fue apelar al consejo de su amigo don
Frutos, concejal, diputado a Cortes y hombre ducho en los negocios.

—Si no fueses tan caviloso y pusilánime —le contestó don Frutos—, mi
opinión sería que adquirieses papel del Estado, y hasta que doblases
la renta por medio del sistema de las pignoraciones o haciendo alguna
jugadita de Bolsa; pero para esto se necesita corazón, o por lo menos,
desconocimiento del peligro. Como careces de estas circunstancias, y
además deseas ante todo la tranquilidad y no te ciega la ambición,
creo que lo menos malo que puedes hacer es fincarte en Madrid. Los
terrenos del Ensanche ganan de día en día; compra un solar, labra una
casita económica y resérvate un cuartito a tu gusto, y así tú y la
familia tendréis albergue y una renta, aunque modestísima, suficiente
a vuestras limitadas necesidades, sin veros obligados a acudir al
préstamo o a mermar el capital, para atender a las exigencias de la
vida.

El consejo sedujo a don Santiago. ¡Qué feliz iba a ser con su casita!
¡Haría los planos a su gusto, y dirigiría las obras! ¡Nada de
contratistas! ¡Todo por administración! ¡A él no le engañaba nadie!
¡Mucha economía y al mismo tiempo perfecta solidez! En los cimientos
emplearíanse el pedernal de Vicálvaro, el mejor ladrillo santo y buen
mortero: todo a fuerza de pisón. Después se asentaría la fábrica de
ladrillo recocho, muy cocido, hasta enrasar con la calle. En la fachada
dos hiladas de granito de Colmenar, y ladrillo fino y prensado en el
paramento para evitar así los gastos de revoque. ¡Será una fachada
_irrevocable_! —decía el extendero—. En las crujías y medianerías,
entramados de excelente madera de Cuenca, tabicados de ladrillo pintón.
Nada de cascote en las medianerías: esto ya no se usa. Los pisos habían
de ser de hierro en la planta baja, pintados de minio, a prueba de
humedades, y de bovedilla, con entarimado. Los demás, de viguetas de
madera de Cuenca, forjados y solados con baldosín fino de Ariza. ¿Y
la distribución de la casa? Ya la tenía trazada en su imaginación el
futuro casero, antes de conocer la figura geométrica del solar.

Hechas estas prevenciones, aunque hombre de suyo prudente y reflexivo,
adquirió a diez reales el pie el primer terreno que le ofrecieron en el
barrio de Salamanca: tal le apretaba el deseo de verse propietario.
Era un solar situado en una de esas calles sin servicios municipales,
que no figuran más que en los planos; solo medía cuatro mil pies
cuadrados, y sobre él levantó don Santiago el suntuoso alcázar de sus
ilusiones.

Pero pronto comenzaron estas a desvanecerse.

El novel propietario vio defraudados sus inexpertos cálculos sobre la
construcción de la obra, y no tuvo en cuenta la paternal solicitud que
el Estado y el Ayuntamiento de Madrid dispensan a los que, si bien
movidos por un interés particular, contribuyen al aumento de la riqueza
imponible, proporcionando vida a muchas industrias, el pan a numerosos
obreros, la higiene a la población y comodidad a sus habitantes.

¡Qué de gabelas sin fin desde la compra del solar hasta que la finca
está en condiciones de reportar productos! ¡Papel sellado, derechos de
transmisión de dominio, tira de cuerdas, licencias de edificación, de
valla y de acometida a la alcantarilla, arbitrio sobre materiales de
construcción, permiso para alquilar y timbre de contratos y recibos!
¡Y esto prescindiendo de otros gastos naturales, como el notario y
registrador de la propiedad!

—¡Pero hombre, —exclamaba don Santiago, hablando con don Frutos—: el
Estado y el Ayuntamiento me saquean cuando yo no gano todavía nada!

—No te quejes —contestaba el diputado concejal—. El Estado y el
Ayuntamiento son previsores: si te imponen estos gravámenes en
la construcción de la casa, en cambio te eximirán del pago de la
contribución durante el primer año.

—Sí; pero mi capital no produce interés durante los dos años de las
obras.

—No hay más remedio —replicaba don Frutos—, es preciso vigorizar la
Hacienda pública. ¿Cómo se satisfacen si no las crecientes atenciones
municipales, y las enormes obligaciones del Estado? Hay que buscar
el dinero donde se encuentra de una manera manifiesta y tangible,
donde no pueda escapar a los ojos del fisco, como por ejemplo, en la
propiedad y en la industria, y prescindir de ciertas teorías sobre
la equidad en el reparto de los impuestos, muy buenas sin duda para
leídas, pero sin resultado en el terreno de la experiencia, mayormente
en este desdichado país donde no existe el sentido moral por parte del
contribuyente en sus relaciones con la Administración.

—¡Pero no te parece a ti que sería mejor que esta comenzase dando
el ejemplo, mostrándose justa, equitativa y paternal para con los
administrados!

* * *

Durante el verano de 1873 quedó completamente terminada la casa de don
Santiago, quien se trasladó a ella, ocupando la más modesta de sus
habitaciones, en compañía de un hijo, la esposa de este, tres sobrinos
(que constituían toda la familia), y una criada.

La obra, a pesar de que fue preciso renunciar a las vigas de hierro, a
la madera nueva de Cuenca y al ladrillo fino, y sustituir las primeras
con materiales procedentes de derribos, importó noventa mil pesetas,
que unidas a las diez mil del solar, hicieron ascender el valor de la
casa a cien mil pesetas.

El producto neto de la renta anual, calculada al principio en cinco mil
quinientas pesetas, quedó reducido a cuatro mil quinientas.

* * *

A los seis años bajó al sepulcro el extendero, víctima de la tisis,
azote de su familia, y en el espacio de catorce fueron heredando
sucesivamente la finca, el hijo, la nuera, los tres sobrinos y la
criada.

Poco ha que falleció esta, habiendo testado en favor de su alma.

Don Frutos, constante amigo de la casa y habitual concurrente a
ella, fue el paño de lágrimas de todos, desempeñando en las diversas
testamentarías las funciones de albacea y llevando su generosidad hasta
el punto de prestar a módico interés las cantidades que devengó la
Hacienda por diferentes conceptos.

Al proceder a la liquidación general para saldar su cuenta, resultó que
don Frutos había entregado al fisco las siguientes cantidades:

  Derechos reales por la compra del solar, que costó
    10.000 pesetas (3 por 100)                                       300
  Transmisiones de dominio de la casa, tasada en
    100.000 pesetas: Al heredar el hijo (1 por 100)                1.000
  Idem la esposa de este (3 por 100)                               3.000
  Idem el hermano de la anterior, que era además sobrina
    de don Santiago (4 por 100)                                    4.000
  Idem un sobrino carnal del último testador (5 por 100)           5.000
  Idem un primo hermano del precedente (6 por 100)                 6.000
  Idem la criada (9 por 100, entre extraños)                       9.000
  Idem el alma de la criada (8 por 100, según la ley de
    5 de agosto de 1893)                                           8.000

         _Total._                                                 36.300

  Además el 1½ de premio de liquidación de las diferentes
    transmisiones (que percibe el Estado en las capitales
    de provincia)                                                    544

         _Total por derechos reales._                             36.844

  Contribución territorial, con el gravamen correspondiente
    y el recargo del Ensanche, durante el tiempo que don
    Santiago y su familia disfrutaron de la casa                  24.096

         _Total devengado por la Hacienda._                       60.940

Agregando a esta cifra los arbitrios municipales que afectan
directamente a la propiedad, don Frutos dedujo que el Estado y el
Municipio consumieron en el espacio de veinte años dos terceras partes
del valor de la finca.

* * *

Proudhon pedía solo para el Estado la sexta parte de los alquileres y
arrendamientos (sesión de la Asamblea Constituyente francesa de 31 de
Julio de 1848); pero don Frutos deja muy atrás al padre de la anarquía
contemporánea al votar todos los años los presupuestos en las Cortes
y en el Ayuntamiento de Madrid. A semejanza del personaje de Molière,
que hablaba en prosa, sin saberlo, todavía ignora que el deseo de dar
pasto a la voracidad insaciable de la Hacienda, le ha convertido en
entusiasta campeón del socialismo de Estado.

En las discusiones políticas, empero, se revuelve airado contra
los enemigos del orden social, que amenazan destruir la libertad
individual, la propiedad, la familia, el santuario de las conciencias y
la paz de los espíritus.

* * *

La casa que edificó don Santiago fue puesta a subasta por el juzgado.
A falta de postores, don Frutos tuvo que resignarse a ser propietario,
para reintegrarse así de las cantidades por él anticipadas y los
intereses correspondientes.

De la familia del modesto industrial de la calle del Lobo (hoy
Echegaray), ni siquiera queda el recuerdo. El microbio de la tisis
acabó con aquella, y el monstruo del Estado, después de devorar el
modesto patrimonio, adquirido a costa de tantos trabajos y privaciones,
hasta se ensañó con el alma de la criada.



EL FIN DE BARCELONA


Gozaba el Dr. Puff fama universal por sus profundos conocimientos
geológicos, meteorológicos y astronómicos, y nadie le aventajó en la
ciencia de predecir los trastornos de la naturaleza. Era el verdadero
Zaragozano de la lluvia y del buen tiempo, y el único Zaragozano para
profetizar los fenómenos sísmicos y las erupciones volcánicas.

El terremoto de Krakatoa, que sepultó en el mar una parte de aquella
isla, causa de tantas muertes, males y ruinas y objeto general de
conmiseración y espanto, era considerado por el eminente sabio
como el primero de sus triunfos, pues él y solo él, a despecho de
la incredulidad de las academias y de la indiferencia del público,
pronosticó y hasta consiguió fijar con precisión matemática el día, la
hora, el minuto y el lugar de la catástrofe.

Desde entonces, la autoridad y el prestigio del Dr. Puff fueron
indiscutibles: había descubierto el secreto de las sacudidas
geogénicas, las leyes a que obedecen y las causas que en determinadas
circunstancias las producen.

Consagrado única y exclusivamente a la ciencia por él creada, ajeno
a las pompas y vanidades del mundo, recluido en su observatorio, en
medio de las asperezas y soledades de Monte Gray en los Estados Unidos,
atento solo al bien de sus semejantes, no se daba punto de reposo
en sus difíciles e intrincados cálculos para anunciar con exactitud
los terremotos y poner así a cubierto de todo riesgo las vidas de
innumerables seres humanos.

Una noche, después de largo y laborioso estudio, invertido
principalmente en una serie inacabable de operaciones aritméticas y
algebraicas, extendió sobre la mesa de su despacho una gran carta de
la cuenca del Mediterráneo, midió con el compás algunas distancias,
y fijándose de pronto en un punto que correspondía al meridiano de
Barcelona, a tres millas al Sur de aquel puerto, exclamó dándose una
palmada en la frente:

—¡No hay duda, aquí va a ser! ¡Pobre ciudad! ¡Infelices habitantes!
Pero yo puedo salvarlos... es mi deber profesional... corramos... aún
es tiempo...

Y en el acto se puso delante del aparato telefónico, levantó los
auriculares, oprimió el botón, sonó el timbre, pidió comunicación con
el periódico _El Heraldo_, de Nueva York, y gritó:

—¡Heraldo! ¡Heraldo! Anuncie usted para mañana viernes, a la una y
seis minutos de la tarde, un espantoso temblor de tierra en la costa
de Cataluña. Máximum de intensidad: en el mar a tres millas al Sur
de Barcelona. — Duración: seis segundos. — Como en la catástrofe del
Callao de 1746, una ola, cuya altura no ha de bajar de veintisiete
metros, invadirá momentáneamente la población, arrasándola toda. Los
pueblos del litoral, desde Blanes a Tarragona, están amenazados. ¡Que
se pongan en salvo sus habitantes!

El _Heraldo_ de Nueva York publicó el viernes por la mañana este
_telefonema_, el cual fue reexpedido por telégrafo a Europa, pudiendo
aparecer en todos los periódicos del antiguo mundo el mismo día,
gracias a la diferencia de meridiano.

¿Cuál no sería el estupor de los habitantes de Barcelona al leer esta
noticia en la sección telegráfica de los diarios locales? Tomáronla
algunos a broma, dudaron otros; pero los más dieron crédito al
pronóstico, porque recordaban la profecía de San Vicente Ferrer, y por
la autoridad inconcusa de que disfrutaba sobre la redondez de la tierra
el eminente sabio americano, desde que los resultados experimentales
elevaron la ciencia por él descubierta a la categoría de infalible.

Al estupor, primer impulso de resistencia que oponemos a la sorpresa,
sucedió el pánico, el terrible pánico que se manifiesta de pronto en
los espíritus débiles, hace vacilar los fuertes, y perturbando la
razón, cunde y se propaga por todas partes con la rapidez del rayo.

Eran las diez de la mañana, y la pluma se resiste a describir el
conmovedor o imponente espectáculo que ofrecía la ciudad condal.

Confusa, revuelta y varia multitud de gentes a las cuales el común
peligro contagiaba el espanto, corría desolada y despavorida buscando
en los vecinos montes momentáneo refugio a la próxima o inevitable
catástrofe.

Aquí una madre, indiferente al propio y general peligro y solo atenta
a la salvación del tierno fruto de sus entrañas, lo apretaba en sus
brazos y huía jadeante a todo el correr de sus débiles fuerzas. Allí
un enfermo demacrado, a quien se las prestaba el supremo instinto de
conservación, pugnaba con vacilante paso por seguir a la muchedumbre
fugitiva. Más allá un fuerte mancebo cargaba sobre sus robustos hombros
el cuerpo inerte de decrépito y paralítico anciano, y con la pesada
carga se esforzaba en vano en aligerar los pies. Un viejo devorado por
la avaricia se encerraba en su casa atrancando la puerta, resuelto a
perder la vida antes que abandonar el escondido tesoro; que a tales
aberraciones conduce la senil pasión de la riqueza. En la puerta de un
cuartel permanecía firme en su puesto el centinela, más temeroso de la
ordenanza que de la muerte. Numerosas personas, juzgándola inevitable,
caían de rodillas en mitad de la calle, y elevando sus suplicantes
ojos al cielo imploraban su postrer auxilio. Acudían otras presurosas
a los templos buscando bajo sus sagradas bóvedas el supremo refugio
de la esperanza. Atronaban el espacio los gritos de desesperación
lanzados por millares de mujeres, en tanto que los hombres, silenciosos
y cabizbajos, pretendían inútilmente oponer la viril energía a las
ruidosas expansiones del dolor. Las autoridades, sorprendidas por el
inesperado suceso, cruzábanse de brazos luchando con la perplejidad y
la impotencia. A toda prisa los buques zarpaban en el puerto haciendo
rumbo a alta mar, porque, a semejanza de lo que sucedió en el Callao,
corrían peligro de ser arrojados por la enorme ola a dos o tres
kilómetros tierra adentro. Desordenadas masas atropellábanse en agitado
remolino para tomar al asalto trenes, tranvías, ómnibus y cuantos
medios de transporte facilitasen la fuga. Por todas partes movimiento,
confusión, desenfreno, voces ensordecedoras, la lucha brutal y egoísta
por la existencia y el paroxismo de la locura del pánico.

A la una de la tarde la mayoría de los habitantes de Barcelona y de
su llano coronaban los montes que, formando grandioso anfiteatro, lo
circundan, ciñen y rodean desde Montjuich hasta Moncada.

Faltaban cinco minutos; se acercaba el momento supremo; los corazones
latían con violencia; los ojos, como fascinados por el mar, fijábanse
en su tersa y tranquila superficie, sobre la cual rielaban los
brillantes rayos del sol, y profundo, imponente y aterrador silencio
reinaba en medio de la atónita y suspensa muchedumbre.

Era un hermoso y espléndido día de primavera. Ni una nube en el
transparente y claro azul del cielo, ni un soplo de aire moviendo
blandamente las hojas de los árboles. Todo reposo y calma en la
apacible e indiferente naturaleza; todo zozobra, inquietud y miedo en
los atribulados espíritus.

Mas cuando la aterrada multitud esperaba sentir de pronto temblar
el suelo y conmoverse el firmamento; oír el formidable estampido
del trueno en el abismo, y el prolongado fragor de edificios que
repentinamente vacilan sobre sus cimientos, se desploman, caen y
derrumban; y ver la tierra convertida en trágico teatro de desolación
y ruina, y el mar, rompiendo sus naturales lindes, envolver, sumergir
y arrasar con el flujo y reflujo de sus turbulentas olas la gran
ciudad, orgullo de sus hijos, gloria de España y admiración del mundo,
estremecieron el aire voces infantiles, que en diversos puntos sin
cesar gritaban:

«¡_El Extraordinario_, con el último parte del doctor Puff!»

La gente arrebataba de manos de los vendedores el delgado papel, y
leía el siguiente despacho telegráfico:

«Observatorio de Monte Gray, 4 mañana. (Debe tenerse en cuenta la
diferencia de meridiano.) — He pasado la noche rectificando mis
cálculos. — La catástrofe de Barcelona es, por desgracia, segura; pero,
por error de suma, anticipé la fecha cien mil años. — _Puff._»



ÍNDICE


                                           PÁGINAS

  Del Cielo a España.                            7

  Un diálogo en el espacio.                     53

  La caja de cerillas.                          61

  Cuatro siglos de buen gobierno.               75

  La taza de leche.                            105

  El Padre Carmelo.                            123

  El triunfo de la Igualdad.                   129

  El hombre único.                             143

  Lo presente juzgado por lo porvenir.         157

  Un viaje a la República Argentina.           169

  La Verdad desnuda.                           187

  La locura del anarquismo.                    195

  Las tijeras.                                 211

  En el planeta Marte.                         217

  El dragón de Montesa, o los rectos juicios
    de la posteridad.                          231

  El Monstruo.                                 245

  El fin de Barcelona.                         255



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